lunes, 10 de noviembre de 2014

LIBROS - "Tristeza", de Federico Reggiani y Ángel Mosquito: La vida sin asado es el fin del mundo

La historia del fin del mundo ya se contó mil veces y de mil maneras. En la variedad está el gusto, se podría decir, y la lista viene solita a la cabeza. Del Apocalipsis y su número de la bestia, pasando por los augurios de Nostradamus, la literatura fantástica, hasta llegar por fin al cine, punto en donde la lista se hace interminable, la fantasía el fin del mundo evolucionó a la par del hombre. A veces el fin del mundo es literal, el planeta explota y la humanidad junto con él. Otras, la mayoría, la egomanía humana ocupa el lugar protagónico y entonces el fin del mundo es apenas una extinción que también ha tenido múltiples máscaras. En esos casos es sólo la humanidad lo que desaparece o pierde sus privilegios, o simplemente se convierte en otra cosa, como zombis, vampiros o vulgares imbéciles que ceden la cúspide de la pirámide evolutiva a los monos. Se podría seguir enumerando variedades del fin del mundo, clasificándolas por plumas o pelajes, pero conviene detenerse acá para pasar de lo general a lo particular y hablar de un caso puntual. Uno que, por otra parte, imagina un fin del mundo desde una perspectiva argentina.
Se trata de la novela gráfica Tristeza, escrita por Federico Reggiani e ilustrada por Ángel Mosquito, que propone un futuro posapocalíptico en medio de la Pampa argentina, pero con una sensible diferencia: apenas quedan un puñado de personas intentando reconstruir una forma social primitiva, pero ninguna vaca. De hecho, una de las paradojas de la novela es que este fin del mundo en pleno avance tiene su origen en una enfermedad bovina, cuyo síntoma visible es un profundo estado de tristeza que antecede a la muerte. Todo muy argentino. “Existe de verdad una enfermedad en las vacas que se llama o le dicen tristeza, producida por un parásito”, dicen Reggiani y Mosquito, confirmando que la inspiración se mueve de forma misteriosa. “Es muy potente la imagen de una persona (o una vaca) que se pone triste antes de morir: así que convertimos el parasito en virus y las vacas quedaron como culpables. Después nos dimos cuenta que la vaca está en el centro de muchos imaginarios argentinos...” Es así: traten de imaginar la vida sin poder hacer un buen asado nunca más. 
Con inteligencia, Reggiani y Mosquito utilizan esos íntimos rasgos de identidad, para contar cómo sería el fin del mundo desde la Argentina. Y lo ilustran con crudeza. Ya avanzado el relato, uno de los personajes cuenta que cuando los muertos empezaron a amontonarse tuvieron que evitar cremarlos, para evitar que el olor de la carne quemada les recordara la imposibilidad del asado. Esto, que aisladamente parece un chiste, en la novela no lo es. “El problema de los historietistas es que tenemos que producir con un ojo en el mercado externo, pensar en un probable lector yanky o europeo. Entonces tendemos a reprimir los detalles locales”, dice Reggiani. “En Tristeza más que trabajar en buscar detalles, trabajamos en no borrarlos”, completa Mosquito.
El hecho de que los infectados manifiesten como síntoma la tristeza y que esta se convierta en furia justo antes de morir, también parece una radiografía cruda de los argentinos, tan cercanos a esas dos emociones como los brasileros pueden estarlo de la alegría o los uruguayos de la nostalgia. “La idea era que el primer síntoma fuera la tristeza. Y la furia una excusa narrativa para que la gente se viera obligada a abandonar a su gente querida y dejar la ciudad”, afirman y todo parece una perfecta descripción de Buenos Aires, que tiene el color triste del tango y a la que no por casualidad alguien definió poéticamente como “ciudad de la furia”. Lo que no saben los protagonistas de Tristeza es que tras abandonar la ciudad acabarán llegando a un nuevo enclave urbano gobernado por un misterioso y tiránico ex reggetonero y en donde la cantante romántico-tropical Gilda se ha convertido en centro de un culto religioso perseguido. Todo eso en el contexto de una comunidad que ha perdido la capacidad simbólica, donde todo se reduce a su sentido literal y atada a una excesiva corrección política que deviene una nueva forma de intolerancia. “Tratamos de imaginar cómo reconstruir una sociedad en una situación terminal”, afirma el guionista. “No quisimos opinar y creo que ninguno de los dos sabe bien cuál de los bandos tiene razón”, agrega Mosquito. “Acá los tecnócratas tratan de hacer las cosas bien, pero también tienen miedo y eso los va volviendo autoritarios. Y ante la duda cualquier forma de carnaval o desorden o incluso fiesta, es peligrosa para ese orden social precario”, completa Reggiani.
Ahí aparece otro detalle bien argentino: la costumbre de polarizarlo todo, ese impulso de ante cualquier cosa (política, fútbol, rock, literatura, historia) crear dos bandos. Una característica que en esa proto-sociedad que comienza a reconstruirse se manifiesta con fuerza y, tal vez no por casualidad, a través de la música convertida en ideología y religión. “Imaginamos una sociedad en la que se rompen muy rápidamente los lazos con el pasado. De manera que los ritos religiosos clásicos -que ya hoy para mucha gente casi no existen- pueden haber casi desaparecido”, arriesga el ilustrador. “Nos pareció razonable que aquellos que de alguna manera querían una religión la inventaran con cualquier cosa”, complementa Reggiani, aunque sabe que la música no es precisamente cualquier cosa. “Nos pareció verosímil que un ídolo musical pudiera arrastrar sobrevivientes en su zona que, puestos a seguir a alguien, siguieron al conocido”, rectifica. De ahí a convertir en oración religiosa el estribillo de la canciónde Gilda “Paisaje” hay un paso y el movimiento resulta un hallazgo sorprendente. “Algunas canciones populares están incorporadas a la mente del mismo modo que las oraciones (si uno recibió algo de educación religiosa)”, arriesga Mosquito. “Uno puede recitar muchos tangos, o canciones de Sui Géneris o las de Gilda sin pensar en el contenido, como si recitara el Padrenuestro”, remata Reggiani. Inevitable, la confesión final no se hace esperar (ni causa sorpresa): “¡Adoramos a Gilda!”

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