
Recalde va al grano: Ernesto se queda dormido mirando la tele y al despertar en medio de la noche va al baño y se encuentra con que le falta el pene. No hay marcas que delaten su existencia anterior: simplemente el pito no está y en su lugar, apenas un agujerito. El comienzo es promisorio. En su desesperación, Ernesto recurre a la herramienta que tiene más a mano para intentar resolver o explicar lo que le pasa: la tele prendida. Como si se tratara de una representación literal de la realidad, Ernesto se comunica desesperado con cuanto programa de televentas aparece al aire. Llama a un ufólogo para contarle el caso de un “amigo” al que los extraterrestres le abdujeron el pene. Recurre a un sexólogo mediático y conservador que le recomienda un implante, dándole a elegir entre el pene de un cadáver, el que se descarta de una operación transexual o uno de goma, sugiriendo la prótesis para evitar el riesgo de implantarse un pene homosexual. Porque “la ciencia es la ciencia, pero la moral es la moral”, dice. Va a lo de una tarotista (Erika Wallner) que se sorprende de que a Ernesto le falte “la deshuesada”.
Pero lo divertido de Tenemos un problema, Ernesto se va secando de a poco. Las situaciones se vuelven reiterativas, los giros se van simplificando, comienza a abusarse del recurso de usar palabras que dada la situación cobran un nuevo significado (como hablar de calles “cortadas” o reunirse en la Plaza “Castro”) y de a poco la película se va aplanando. Como si Recalde eligiera resolver la cosa de manera rápida desde la comodidad de la fórmula, en lugar de insistir por un absurdo de mayor complejidad, que hubiera demandado una elaboración más fina. El primer tercio de la película y otros trabajos del autor certifican que materia prima para hacerlo no le falta.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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