
Sí las acciones de El conjuro se desarrollaban durante la primera mitad de los años ‘70, Annabelle retrocede un poco más para ubicarse a fines de la década anterior. Y, como ocurría con la otra película, el contexto elegido no podría ser mejor. Una pareja de recién casados que espera a su primer hijo se muda a una casita ubicada en un lindo barrio suburbano. Mientras él se concentra en completar su residencia médica, ella pasa el tiempo dedicada a la costura frente al televisor, medio por el cual el guión introduce macabros toques de época. El informe de un noticiero habla acerca de La Familia, la famosa secta de Charles Manson que todavía no había despanzurrado a nadie. Entonces, el espanto: él le regalará a su mujer una estrafalaria muñeca, porque ella las colecciona, y esa misma noche son atacados por dos fanáticos de un culto satánico. En un interesante giro, esa noche de horror verdadero, de la cual la pareja consigue salir con vida, se convertirá en la puerta de entrada a un terror de otro mundo.
Así como era fácil detectar los antecedentes sobre los que Wan construyó su película, lo mismo pasa con la de Leonetti. Si la presencia de una secta ocultista atacando a una embarazada remite con trazo firme al asesinato de Sharon Tate y a la película que su marido, Roman Polanski, rodaba en ese momento (El bebé de Rosemary), otros detalles como un cura fotógrafo trae a la memoria a La profecía, de Richard Donner. Y la muñeca a su pariente Chucky, de Tom Holland (aunque Annabelle no tenga ni una pizca del carácter paródico que fue tomando la serie del muñeco maldito). En cambio abunda en exitosas escenas de miedo, incluyendo un par que pueden afectar a los impresionables. Pero Annabelle vuelve a fallar en la misma instancia que su antecesora, el tiro del final, donde la idea cristiana del sacrificio vuelve a ser (otra vez) el centro del asunto.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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