
Y lo hace con buen criterio narrativo, proveyendo al espectador de la información justa para que la intriga se sostenga hasta el final, donde un giro deja la puerta abierta a la segunda parte. Apenas se sabe que los chicos fueron dejados ahí dentro de a uno, incorporando a un nuevo miembro cada mes, y que ellos solos han tenido que aprender las reglas del laberinto que rodea al gran bosque en donde viven. Así le fueron dando forma a una aldea casi medieval, tanto en su arquitectura como en su organización social, en la que los trabajos se reparten para que cada individuo sea útil al objetivo final: resolver el desafío de un laberinto que todas las noches modifica su diseño y libera unas criaturas monstruosas que operan como guardianes, haciendo que sea virtualmente imposible salir de él.
Uno de los puntos que vuelven interesante a esta primera entrega de Maze Runner es la variedad de referencias (tal vez influencias) que pueden detectarse en ella. Por un lado el hecho de que los protagonistas ignoren los motivos por los que permanecen cautivos en ese espacio paradójico –amplio pero cerrado, asfixiante y misterioso-, remite a la serie Lost, la creación de J. J. Abrahams que hoy parece prehistórica pero que marcó un antes y un después en la elaboración de contenidos de la televisión norteamericana. Por otro, la forma organizada en que estos adolescentes van creando de la nada un entramado social primitivo recuerda la alegoría de El señor de las moscas, la novela de William Golding. También es imposible pasar por alto el mecanismo que cada mes incorpora un nuevo chico amnésico a esa comunidad, ciclo que reproduce el carácter sacrificial que poseían los siete jóvenes y las siete vírgenes que, según el mito helénico, eran confinados cada nueve años en el laberinto de Creta para saciar al Minotauro. Algún memorioso podrá trazar líneas entre los planes de escape de estos jóvenes y los de Fuga en el siglo XXIII, olvidada película protagonizada por Michael York y luego devenida en producto televisivo, que a su manera representa un antecedente de este tipo de sagas distópicas. Y si de resolver laberintos se trata, Maze Runner también convoca la imagen de las ratas de laboratorio obligadas a aprender en un espacio que las supera intelectualmente.
Aunque ese cúmulo de citas ayuda a engrosar los sentidos del relato, su eficacia no sería la misma si aparecieran de manera pretenciosa o subrayada. Dirigida con solvencia por el debutante Wes Ball, hasta ahora especialista en efectos especiales, al mando de un elenco de jóvenes casi desconocidos, más allá de algunas escenas pasaditas de rosca dramática, Maze Runner es un film equilibrado, que no abusa del efectismo y confia en la historia que tiene para contar. No es poca cosa.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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