viernes, 15 de agosto de 2014

CINE - "Escuela de sordos", de Ada Frontini: Hablar sin palabras

No es necesaria una epifanía para saber que uno de los valores agregados más grande que tiene el cine es la capacidad de permitirle al público el acceso a otras realidades. Esto vale tanto para el documental como para la ficción, porque ambas categorías nunca se cierran sobre sí mismas. Entonces, así como es posible encontrar realidades en potencia dentro de la ficción, también es lícito pararse (aunque sentarse es más apropiado cuando se habla de cine) frente al documental como ante un relato cualquiera, sin la conciencia permanente de estar frente a un avatar de lo verdadero. En ambos casos, sea como retrato o como hipótesis, el cine amplía en el espectador el espectro de lo real. Ciertamente, Escuela de sordos, documental de la cordobesa Ada Frontini, puede ser abordado de ambas maneras, para entenderlo o bien como un documento acerca de las experiencias de Alejandra, una maestra para chicos sordos e hipoacúsicos, o bien como un relato que permite imaginar –de modo muy tangencial- cómo sería el mundo si se tuviera que prescindir de un concepto fundamental de la construcción humana, como es el sonido. Y eso sólo para empezar a hablar.
El relato de Frontini tiene en Alejandra a su protagonista excluyente. Ella forma parte del 99 por ciento de las escenas en las que hay personas integrando la composición de los planos y es evidente que no habría película sin su figura. No al menos con el enfoque que Frontini ha elegido para llevarla adelante. Porque no se trata de un ensayo acerca de la sordera o de la integración de aquellos que sufren de esta discapacidad a una sociedad que sigue sin estar preparada para aceptarlos, aunque ambas cuestiones formen parte de la estructura de la película. Ya desde antes de entrar a la sala de proyecciones, desde el afiche mismo se anuncia que habrá que prestar atención a dos variables: por un lado a los sordos, claro, pero también a la escuela. Pero no sólo a la acepción primaria de la palabra, al desarrollo del vínculo escolar entre Alejandra y sus alumnos, sino también a sus connotaciones más amplias. 
Vale la pena atender al detalle etimológico de la palabra “escuela”: la misma tiene un doble origen y mientras para el latín significaba Lección, para el griego está vinculada al concepto de Tiempo Libre. Con ambas cosas tiene que ver Escuela de sordos, en tanto lo que se retrata es un espacio de aprendizaje que va mucho más allá de los límites arquitectónicos del edificio en donde funciona la institución en la que trabaja la protagonista. Para Alejandra el aprendizaje trasciende lo estrictamente escolar, llevando su esfuerzo por mejorar las condiciones de comunicación de sus alumnos a paseos por la plaza, días de campo, asados los fines de semana y otros proyectos paralelos que vinculan el acto educativo con la vida cotidiana. La idea que subyace en los métodos de Alejandra es que todo espacio es una oportunidad para aprender, incluso cuando se trata de su propio aprendizaje como profesional. El momento en que cena en su casa con un amigo sordo es muy ilustrativa respecto de sus deseos y de la necesidad de no encasillarse en el rol de quien enseña, sino de mantenerse abierta a la experiencia de seguir aprendiendo.
Porque lo que Frontini parece proponerse es llevar el concepto de “Escuela” más allá de su definición clásica, para llegar hasta la idea de comunicación, centro esencial de la cuestión humana. Si la posibilidad de comunicarse tiene que ver con la dignidad de las personas, el trabajo de Alejandra consiste dignificar a sus alumnos, aportándoles más y mejores herramientas para la comunicación, incluso ante la imposibilidad de la palabra. Por eso la larga escena final en la que ella enseña a uno de sus alumnos adultos a mandar mensajes con su celular, resulta un broche perfecto para Escuela de sordos. Una alegoría muy sencilla (y por eso tan despojádamente poderosa) que cierra a la película con una circularidad bellísima, como afirmando: “Sí: al fin hemos establecido contacto”. Pero sin palabras, por medio de un silencio confortable en el que el lenguaje no necesita pronunciarse para ser tan efectivo como siempre a la hora de representar una realidad posible.  

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

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