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Si de jugar se trata, la reciente publicación de Cortázar de la A a la Z resulta una grata invitación a hacerlo con las reglas del propio Julio. Construido como una especie de álbum biográfico, el volumen imaginado por Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga parece el resultado del injerto entre un cuaderno de viaje con un diccionario enciclopédico, en el cual se extiende, en estricto (des)orden alfabético, una abundante colección de memorabilia cortazariana. Remedando la permanente aspiración de Cortázar de retorcer las formas hasta dar con nuevos e inesperados órdenes, y de la cual Rayuela es su más grande exponente, pero sin olvidar el laberíntico Último round y otros de sus libros, este álbum biográfico se rebela ante el meticuloso corsé alfabético que pretende, sin lograrlo nunca, imponer un sistema de lectura. Es el triunfo del caos, un caos saludable y secretamente cósmico que invita, una vez más, a que sea el lector quien decida cuál es el mejor itinerario para viajar sobre este libro, cuyas páginas se proponen ser una versión libre de la vida del escritor, contada por sus cartas, postales y textos, por los objetos que alguna vez atesoró en vida. El resultado: un Cortázar más humano mientras más atomizado, libre y múltiple.
Por el contrario, la celebración de estos 30 años sin él y, sobre todo, del siglo que se cumplirá desde su nacimiento, parece haber provocado un movimiento contrario en torno a su figura, un movimiento de contracción. Un torrente de voces que lo recuerdan como esgrimiendo un certificado de propiedad, como si Cortázar fuera uno solo y nada más, simplificándolo en un ejército de miniaturas de Cortázar. Voces que prefieren insistir sobre una lectura sesgada de un cuento maravilloso como "Casa tomada"; voces que se abrazan al Cortázar lampiño y miran de reojo al de la barba (y viceversa); voces que se ponen en guardia y provocan con aquello de que "si estuviera vivo estaría con nosotros". Voces que, desde todos los rincones posibles, buscan apropiarse de una ética que sólo le perteneció a Cortázar, más preocupados por el agua de su molino que por homenajear al escritor.
A todos les traigo malas noticias: Cortázar está muerto, aunque todos los años un libro nuevo quiera hacernos creer lo contrario, y él no puede sino estar más que del lado de su obra. Esa obra que César Aira considera el trabajo de un Borges menor y que el propio Borges decía disfrutar. Una obra (cada vez más) copiosa, estimulante, en algunos casos algo envejecida, pero imagen siempre fiel de su creador, ese hombre alto con algo de mosaico bizantino que escribió algunos de los mejores cuentos de la literatura argentina.
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Artículo publicado originalmente en la suplemento especial por la conmemoración de los 30 años de la muerte de Julio Cortázar, de Tiempo Argentino.
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