
Sensiblemente corrida del eje fantástico sobre el que han girado (y aún lo hacen) la mayor parte de los mejores cuentistas argentinos, los relatos de Uhart suelen tener su lugar en los espacios más próximos de lo familiar y lo cotidiano. Vecina del mismo barrio que habitan las obras de autores como Carver o Salinger, pero instalada a una distancia prudente de los infiernos urbanos que suelen ser el paisaje habitual de los dos norteamericanos, los suyos son cuentos de ocaso, de luz anaranjada y sombras alargadas sobre calles de tierra; de finales sin final. Relatos en los que el suburbio –de Paso del Rey a Moreno, y de ahí al infinito– es el protagonista velado que modela el universo y el perfil de sus personajes, del mismo modo en que antes fue el molde que conformó sus temas literarios, el ritmo de su prosa, los latidos de un sentido del humor tan natural como filoso; el estilo de una escritora con voz propia.
Las escuelas rurales y su ecosistema de maestras silvestres y alumnos al natural; el asombro del provinciano recien venido; niños que transitan la dudosa inocencia de su edad y adultos que cargan sin remedio esa otra, la que les impone ignorarlo todo, más allá de la vida en los márgenes. Hijos que no soportan que sus madres los cambien por bijouterie barata. Uhart escribe polaroids: relatos falsamente instantáneos que retratan lo efímero, el momento en que no ocurre nada, pero el mundo igual se desmorona. Y tiene el don de hacer que la realidad más cotidiana suene absurda, sin necesidad de los artilugios de la literatura fantástica. Alcanza con dos líneas de diálogo escritas como al pasar.
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura el diario Tiempo Argentino.
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