Que en este caso es la vida del activista revolucionario Fred Hampton, vicepresidente a nivel nacional del Partido de las Panteras Negras a finales de la década de 1960. Y la de su contracara, Bill O’Neal, un ladrón de poca monta obligado a convertirse en informante del FBI y a infiltrarse en el núcleo duro del grupo de Hampton. Dirigida por Shaka King, Judas y el mesías negro aborda los hechos que tuvieron lugar a partir del momento en el que los caminos de ambos se cruzaron, dando lugar a un trágico desenlace en 1969, cuando el primero de ellos se sumó a la lista de líderes sociales negros asesinados, junto a los más notorios Malcolm X y Martin Luther King. A diferencia de ambos, cuyas muertes ocurrieron a los 39 años de edad, Hampton solo tenía 21 cuando un grupo de agentes del FBI, que todavía era dirigido por el nefasto J. Edgar Hoover, lo fusiló en su casa mientras dormía, apenas días antes de ser encarcelado.
Narrada con eficiencia y de forma clara, Judas y el mesías negro puede ser comparada con un embudo por la forma en que avanza su relato, haciendo que los hechos se vayan organizando de tal modo que su resolución ocurra por simple decantación. Y en el único sentido posible: el de la lógica violenta de su época. El trabajo de todo el elenco es superlativo, aunque tanto Kaluuya como LaKeith Stanfield, encargado de interpretar a O’Neal (y también nominado a los Oscar como actor de reparto siendo protagonista), aparentan bastante más que los 20 años que sus personajes tenían por entonces. Tal vez el mayor lastre de la película es su obvia intención de militancia política, que genera subrayados tanto en el desarrollo como en la necesidad de expresar un mensaje aleccionador demasiado evidente. Lo mejor: la forma en la que se va construyendo el personaje de O’Neal, cuyas contradicciones lo convierten en una especie de juego de espejos invertido que la película abraza intentando no juzgar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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