La primera secuencia de El rocío, último trabajo de Emiliano Grieco, es aterradora. Pero no en un sentido fantástico, vinculado al cine de género y sus trucos, sino a partir del diálogo que necesariamente el cine establece con la realidad. En ese comienzo un grupo de hombres enfundados en trajes estancos color amarillo que los aíslan del entorno (y alegóricamente también de la realidad), rocían una plantación de soja. Los planos detalle se encadenan en cámara lenta. El mecanismo permite apreciar como las partículas atomizadas del líquido se esparcen sobre la alfombra verde del cultivo que desde la década de 1990 es la estrella de la agricultura nacional. Corte al primer plano del piecito de una bebé acostada. Con la misma calma de la secuencia precedente, la cámara realiza un paneo sobre la cama hasta detenerse en una ventana abierta. Junto con la luz del sol y la brisa que empuja levemente la cortina, por ahí se meten aquellas mismas partículas de rocío, que comienzan a descender sobre las sábanas y la piel de la nena como si se tratara de la niebla en una película de John Carpenter. La metáfora es la misma: se trata de la muerte que hace su dramática entrada en escena.
Ambientada en escenarios rurales (la película se filmó en Entre Ríos, aunque ese detalle no se menciona), la historia remite inevitablemente a las reiteradas denuncias por el uso de glifosato en la fumigación de plantaciones cercanas a zonas habitadas. Tema muy abordado desde el documentalismo (ver la reciente Viaje a los pueblos fumigados, de Pino Solanas, por ejemplo), pero no tanto desde la ficción. Que los orígenes de Grieco como cineasta se encuentren en el documental puede ayudar a explicar no sólo su interés por el mismo, sino también a entender el contundente naturalismo que define a su relato y la proximidad palpable entre el narrador y sus personajes.
El rocío cuenta las contingencias que atraviesa Sara, madre de la nena, que no solo tienen que ver con el drama derivado del uso de agrotóxicos. La película aprovecha para presentar de manera más amplia el contexto en el que ella vive. La alarmante cercanía entre la clase obrera y el campesinado con la marginalidad; las diferencias de clase; la misoginia; las deficiencias del sistema de salud; el narcotráfico o la responsabilidad cómplice de las instituciones en determinadas realidades son algunos de los tópicos que la película aborda, a veces de lleno y otras de manera tangencial. Puestos en una lista, todos estos temas juntos justifican el temor de que la película se convierta en un pastiche de buenas intenciones. El mérito de Grieco como narrador (y guionista, junto a la también cineasta Bárbara Sarasola Day) se encuentra en la doble capacidad de manejar los elementos del relato con mesura, evitando caer en el exceso, y de no cargarle a la protagonista el estigma de la víctima también en el plano de la ficción. Acá el cine imagina una salida, terrible también, pero que la realidad por lo general no ofrece.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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