Calles anegadas, la gente bajo el agua y la lluvia persistente que amenaza con no detenerse nunca y arrasar con todo. Escenas que se repiten con insistencia durante este último mes. Son los fotogramas de la impotencia que sirvieron todos los canales de televisión, los diarios y las revistas, en un menú que se acompaña con las cifras que fue revelando ese horror. Tantos barrios destruidos; tantas familias sin hogar; tantos millones perdidos. Tantos muertos. Y al fin la sospecha de que algo falló convertida en la certeza de que fueron muchos los que fallaron, todos ellos con nombre y apellido.
Ya sin el agua pero todavía en estado de emergencia, un mes después la gente intenta recuperar sus rutinas, fingir resignación ante la idea de que la vida no pide permiso y convencerse con urgencia de volver a empezar. Pero no: los accidentes que pueden evitarse no son accidentes y nadie se merece perder todo de esa manera. Ni las perdidas reparables (las que pueden medirse en términos económicos y por lo tanto materiales), ni mucho menos las otras, esas que como la verdad, no tienen remedio. Entre ellas la muerte es el pozo más profundo.
Pero hay otras pérdidas igual de irreparables y a su manera casi tan penosas, que también involucran ausencias que son para siempre, definitivas, como cualquier otra muerte. Cartas, fotografías, libros, recuerdos de familia, discos, prendas de vestir. Cualquier objeto que parezca insignificante para cualquiera puede ser un fragmento poderoso de la vida de alguien más, un otro que ha depositado allí sus esperanzas, su felicidad, su memoria y hasta la propia vida. Un poder que no puede transmitirse, incomprensible a los ojos de los demás, aunque su dolor es tan legítimo como los otros. Pero hay algo en ese carácter intransferible que empuja a sus dueños a soslayarlo, relegarlo y esconderlo, como si no tuvieran la importancia que en realidad tienen. Aún cuando ese dolor también merece atención, lo primero que aparece en sus dueños es la vergüenza. La engañosa idea de que hay una escala para medir el sufrimiento cuando en realidad es sólo uno, partido en miles de astillas repartidas entre un cuerpo de víctimas.
María Isabel Chorobik de Mariani, Chicha, fundadora y segunda presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, nació en Mendoza pero vive en La Plata desde hace muchos años. Su hijo y su nuera fueron dos de las 30 mil víctimas que dejó la dictadura cívico militar entre 1976 y 1983. Desde el 77 busca su nieta Clara Anahí, secuestrada junto a sus padres. Durante todos estos años Chicha fue acumulando los documentos, publicaciones y objetos que recolectó en su búsqueda, hasta construir un archivo que fue incluido por la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) dentro del Programa Memorias del Mundo y declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad. Ese archivo fue arrasado por la lluvia del 2 de Abril. “Esta inundación –yo la llamo el apocalipsis- destruyó gran parte de mi capacidad de trabajo, fue un golpe muy duro, inaguantable”, dice Chicha. “Hasta que me enteré que es lo que estaba pasando acá en La Plata, gente que había muerto, ocultamientos, engaños. Entonces cuando los periodistas me llamaron preferí no decir nada, porque al lado de las vidas perdidas me sentía incapaz de hablar de la indignación por mi archivo, porque la superaba mi indignación por la pérdida de vidas.” El pudor, la vergüenza, el respeto por el dolor ajeno.
Leopoldo Brizuela es escritor, uno de los más destacados de la escena literaria latinoamericana en la actualidad. Autor de múltiples novelas y volúmenes de relatos, su último libro, Una misma noche, obtuvo el prestigioso premio Alfaguara de Novela 2012. En ella se cuenta la historia de un hombre que en su infancia durante la dictadura presenció el intento de secuestro de una vecina y ahora, ya grande, se avergüenza de su propio dolor ante el de quienes sufrieron pérdidas mayores en aquellos años. Brizuela vive en Tolosa, barrio en las afueras de La Plata. El agua arruinó su biblioteca, incluyendo libros, discos y los muebles de la casa de su madre. Otra vez la vergüenza es lo que aparece primero. “Hablar de eso me da un poco de pudor, porque es muy personal. Tengo 50 y sé que todo eso que perdí en algún momento se iba a ir. La tristeza es ver que te pasa toda una vida bajo los ojos”, recuerda el escritor. “Durante toda la tormenta me mantuve frío, como diciendo ‘bueno, voy a perder los libros, está bien’. Y después fue muchísima la tristeza. En el garaje de la casa de mamá estaba gran parte de la biblioteca, los vinilos, las cartas, las dedicatorias y todas esas cosas que el otro día tiré, pero tan rápido que me voy acordando ahora. A la mañana cuando me levanté era como una pileta y ahí encima, sobre esa cosa negra, mis libros flotando. No me siento bien hablando de eso, porque me parece banal cuando otra gente perdió la vida.”
A pesar de que la propuesta era clara, ni Chicha ni Leopoldo se pueden sacar las imágenes de aquella noche. Para él, entre todas esas otras pérdidas la más importante es la calma y la seguridad. “Eso es terrible, no sos el de antes. Incluso te hace pensar en las guerras y en las dictaduras: hay gente que dice que no le pasó nada porque se salvó, pero vivió determinadas cosas que no se le olvidan más”, reconoce Brizuela y enseguida ese miedo aparece en imágenes que le devuelve su memoria. “Yo en mi casa tuve un metro de agua, pero cuando tuve que ir cobrar la jubilación de mi mamá al centro de Tolosa, que es donde más agua se acumuló, a medida que avanzaba por las calles veía como iba subiendo la marca que dejó en las paredes. Cuando la marca me pasó en altura me dio un escalofrío pensando en lo que pasó esta gente. Eso seguido de toda esta inacción que hay ahora, que es de cuarta, produce que todos temblemos cuando caen dos gotitas”. Chicha también siente que esa noche se llevó parte de su vida. “A mí me sacaron de casa con el agua al cuello y en ningún momento tuve miedo. Me dolió muchísimo, porque no quería salir y tenía miedo de dejar mis cosas: después de haber perdido mi familia con la dictadura militar creía que ya nada me podía afectar, pero esto me afectó mucho”, afirma adolorida. “Me he pasado estos años desde que no los tengo buscando lo que ha quedado de ellos: un escarpín de la nena; un papel de mi hijo… porque los militares destruyeron su casa, no me quedó casi nada. Se llevaron las fotografías, también saquearon mi casa, así que tengo las pocas cosas que he ido encontrando a lo largo de mi vida. Pero ahora se fueron con el agua. Papeles, documentos, la historia de la vida de uno. Ya no es sólo la perdida material de las cosas, sino lo que contiene cada papelito, cada pequeño objeto de ellos.” El relato de Chicha recorta en esta nueva pérdida el fantasma de aquella otra con la que convive hace 36 años y merece ser oído en silencio. “No quería dejar que esta parte de mi vida se perdiera, porque sin esto es como que me pierdo yo también. Mi vida está acá, lo que me queda. Perdí la parte más importante con la dictadura y ahora, si me iba de la casa, me quedaba sin lo poquito que todavía conservaba de ellos. Por eso agradeceré todo lo que me quede de vida a las personas y las entidades que me dieron la fuerza para levantarme de la cama donde estuve 15 días, porque no podía. Ahora tengo 89 años y todo es más difícil.”
Junto a ese dolor propio, de una naturaleza tan íntima, crece también otro de carácter colectivo. Dentro de él cada uno es también todos. “No concibo tener que ver las pertenencias de medio mundo flotando por la calle, las ropas de todo el vecindario enredadas en las rejas de mi casa. Porque tuve que juntar mis propios recuerdos, pero también los de mis vecinos. Todo eso me produjo una desazón tan grande, unas ganas de irme, de no saber más nada.” En Chicha el dolor es también enojo e indignación. Para Brizuela el horror ajeno le abre más puertas a los miedos propios, un territorio en el cual lo sufrido por otros forma parte de las potenciales tragedias de las que uno mismo se salvó. “Es cierto que vas escuchando y a todos nos ha pasado más o menos lo mismo, peor o más leve, pero te vas identificando tanto en los relatos que vas escuchando que terminás convencido de que cualquiera de esas cosas te podría haber pasado a vos. Imaginar lo que podría haber pasado es casi tan fuerte como lo que en realidad pasó.” El poder de la propia ficción.
Sin embargo, el recuerdo de lo que el agua se llevó comienza a aparecer con fuerza. “Yo tenía La Flauta Mágica en vinilo, que eran ocho discos que me regaló María Elena Walsh cuando tenía 14 años y nunca más voy a escuchar esos discos. Pero no es por los discos en sí, sino porque son esas cosas que vos crees que te van a acompañar durante toda tu vida”, se lamenta Brizuela una vez más. Y otra: “Mucha gente te dice que hay técnicas para secar los libros, pero vos te los querés sacar de encima porque no es que los roció una llovizna. Es agua con mierda, con aceite, que apesta. Todos estos días estamos obsesionados con sacarnos el olor de la muerte, porque es el olor de la muerte. Es muy siniestro ver como cosas tan queridas están llenas con el olor de la muerte”. Por su parte Chicha encuentra un motivo para volver a mirar todo de manera positiva. “Mi madre, que murió hace seis años a los 98, tenía unos aros que usó toda la vida. Yo los tenía guardados en una cajita y cuando bajó el agua aparecieron en la salida de autos de la casa, casi saliendo a la vereda, amontonaditos en un rincón, los dos juntos sin estar unidos. Ahí los encontraron y me los trajeron los chicos que me ayudaron acá. No sabés lo que significó, como un mensaje: tener paciencia y seguir.”
Con casi el 80 por ciento de su archivo recuperado gracias a la colaboración de muchas personas y entidades que se acercaron a colaborar, Chicha prefiere pensar en el futuro pero sin olvidar el pasado. Como siempre. “Espero que las autoridades le den a este horror la importancia que tiene y vean de hacer las obras necesarias. Es bueno que en algún lado quede esta invitación a cuidar a la gente, porque no siempre se la cuida. Que no pase nunca más.” No es casual que estas charlas terminen otra vez con esas mismas palabras.
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario