Desconcertante y sugerente, esa respuesta representa una oportuna puerta de entrada para terminar de comprender y aceptar la clave narrativa con la que el cineasta David Lowery articula el relato de El Caballero Verde, su séptimo trabajo para la pantalla grande. Basada en el romance caballeresco Sir Gawain y el Caballero Verde, texto anónimo vinculado a los mitos artúricos cuyo original más antiguo data de finales del siglo XIV (aunque su origen oral se remonta a un impreciso más atrás), la película narra las aventuras que vive Sir Gawain al ir tras su ambición de convertirse en caballero. Un recorrido al que no le faltan desafíos y misterios, y en el que las eventuales derrotas forman parte esencial del verdadero camino que el joven noble debe desandar: el del héroe.
Como ya lo había probado en películas previas, como Mi amigo el dragón (2016), Historia de fantasmas (2017) o Un ladrón con estilo (2018), todas estrenadas en salas locales, Lowery vuelve a demostrar gran pericia a la hora de construir relatos cinematográficos. Y no solo porque desde lo estrictamente técnico El Caballero Verde resulte intachable. En ella también se pone de manifiesto (otra vez) una sensibilidad extraordinaria para construir situaciones emotivas, no solo desde lo que puedan expresar sus actores, sino a partir de decisiones que tienen que ver con la puesta en escena. En ese terreno el director hace gala de un virtuosismo que en ningún momento se percibe como un exabrupto del ego, sino como un atributo puesto al servicio de contar la historia de la mejor forma posible.
Igual que en sus trabajos anteriores –aunque esta vez de forma notoria—, El Caballero Verde vuelve a recurrir al espíritu de las fábulas. En esta ocasión para darle forma a una suerte de oda al fracaso en un mundo obsesionado con el éxito. Pero, ojo: no se trata de exaltar al fracaso como un fin en sí mismo, sino de apreciarlo como una invalorable instancia de aprendizaje en la búsqueda de la perfección. Claro que Lowery no realiza esta operación de forma explícita, sino que aprovecha el elemento de fantasía presente en este tipo de relatos, haciendo que más de una vez, a caballo de los fracasos de Sir Gawain, el cuento vuelva para atrás y recomience ahí donde la derrota le demuestra al héroe que hay otros caminos posibles. La escena final consigue expresar eso mismo con una increíble ternura con solo invertir la fórmula de lo siniestro, haciendo que lo que hasta ahí fue ominoso finalmente se vuelva amigable.
Es cierto que ese mecanismo puede llegar a producir situaciones confusas, sobre todo si se las piensa desde un modelo de narración clásico, haciendo que el espectador se pregunte si lo que acaba de ver realmente pasó o si se trata de la fantasía desatada del protagonista. Es justo para esa pregunta que el director ofrece aquella respuesta que la doncella le da a Sir Gawain a mitad de la película: ¿Cuál es la diferencia? No la hay. Acá no importa dónde está el límite entre lo real y la fantasía, entre la linealidad del relato y sus marchas y contramarchas. Lo único importante es la extraordinaria forma en que Lowery combina todo para ofrecer un universo hipnótico y deslumbrante, enteramente hecho de cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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