Con los últimos días de noviembre también va llegando el final del 36° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, cuya Competencia Argentina reveló los tres títulos que aún quedaban por descubrir. A través de ellos puede trazarse, de manera espontánea, un itinerario que de algún modo representa todos los estadios de la experiencia vital. Metok, documental dirigido por Martín Solá, tiene como protagonista a una monja tibetana que debe recorrer una gran distancia, para ayudar a dar a luz a una joven pariente. Por su parte, Las cercanas, último trabajo de María Álvarez, también documental, retrata el vínculo íntimo que une a Isabel y Amelia, las gemelas Cavallini, quienes en su juventud conformaron un dúo de pianistas prodigio pero que ahora deshojan sus últimos años. Finalmente, Una escuela en Cerro Hueso, de Betania Cappato, narra desde la ficción la historia de una pareja que afronta el desafío de criar y educar a una niña diagnosticada dentro del espectro autista, abarcando dos fundamentales etapas intermedias en el camino de la vida.
Marcando el cierre de una trilogía que fue tomando forma de manera autónoma, en Las cercanas Álvarez vuelve a utilizar el registro documental para abordar la historia de personajes que pertenecen a la tercera edad. En Las cinéphilas (2017), la directora retrataba a un grupo de señoras que vivían con intensidad el acto de ser espectadoras de cine. Tres años más tarde, en El tiempo perdido descubre a un grupo de personas que lleva años reuniéndose en un café muy paquete del barrio de Tribunales, para leer y analizar de forma colectiva En busca del tiempo perdido, la obra magna del francés Marcel Proust. En su tercer trabajo tras la cámara, Álvarez convierte en protagonistas a las Cavallini, dos hermanas gemelas de 91 años, que en los ’60 llegaron a recorrer los Estados Unidos con cierto éxito, realizando conciertos ejecutados a dos pianos.Con un registro muy simple desde lo técnico, Álvarez logra trazar un retrato de una gran intimidad, en el que consigue meterse por las grietas de la vida cotidiana de estas dos mujeres solas, pero ávidas de compañía. De hecho, Isabel y Amelia por momentos parecen dos nenas frente a la cámara, compitiendo para ver quién consigue instalarse como centro de la atención. Con prudencia, la directora no las alienta ni reprime: simplemente se dedica a observar y a dejar que las chicas Cavallini se roben la película. La mirada de Álvarez expresa una gran empatía, que se canaliza a través de la ternura con la cual registra el modo en que las mujeres se abrazan a los recuerdos, heridos por la fragilidad de sus memorias casi centenarias. Esa decisión da lugar a situaciones que destilan una gran emoción, pero también a otras teñidas por cierto patetismo a las que, sin embargo, la directora siempre observa con amabilidad y pudor, sin convertir al cine en un acto de abuso.
Como suele ocurrir con la gente de su edad, las Cavallini mantienen relaciones muy intensas con los objetos que pueblan el abigarrado departamento que habitan. Viejas partituras, una colección de retratos de grandes pianistas y en especial, dos muñecos de porcelana enormes que conservan desde que eran nenas, regalo de su madre, a la que perdieron antes de cumplir 10 años. La fatalidad permitió que Álvarez estuviera presente el día en que uno de esos bebotes se cae al piso y se rompe, dando lugar a una escena terrible en la que una de ellas llora con angustia trágica, mientras su hermana la consuela. La decisión de la directora de dejar que lo peor de la situación se desarrolle fuera de campo es también la expresión de una ética cinematográfica. Una decisión que permite entender por qué, aún siendo una película en la que la muerte se asoma con insistencia, Las cercanas es una experiencia amorosa y vital.
Aunque se trata de una ficción, en Una escuela en Cerro Hueso es posible reconocer la familiaridad que Cappato mantiene con las herramientas del documental, territorio en el que desarrolló su filmografía previa. La decisión de dar ese salto tal vez tenga una explicación: la historia que cuenta la película está inspirada en una experiencia familiar (el hermano menor de la directora comparte un diagnóstico similar al de la pequeña protagonista) y es muy probable que abordarla desde la ficción le facilitara la tarea de proyectar situaciones emotivas muy íntimas, sin exponer a su núcleo. Eso de ningún modo significa que se trate de una película distante o fría. Por el contrario, Una escuela en Cerro Hueso comparte con la de Álvarez la decisión de mantenerse cerca de los personajes, para acompañarlos en su proceso de crecimiento colectivo.A pesar de haber sido desarrollada como ficción, Cappato aprovecha su conocimiento del área documental para ambientar el relato en el pueblo del título, ubicado en la provincia de Santa Fé, y hacer que varios miembros de la comunidad participen, actuando papeles muy cercanos a sí mismos. La directora contó además con la colaboración en fotografía y cámara de Iván Fund, quién ya ha demostrado una gran sensibilidad para trabajar con dispositivos narrativos similares en algunas de sus películas como director. Sencilla y sentida, Una escuela en Cerro Hueso tampoco sería lo que es sin la presencia de la pequeña actriz Clementina Folmer, cuya interpretación desborda naturalidad y una precisión emocional extraordinaria.
Por último, Metok es el título de la quinta película de Solá, pero también el nombre de su protagonista, una monja budista que hace años vive en la India, a dónde viajó para estudiar medicina, pero que ahora debe regresar al Tíbet, su hogar, para asistir el parto de una joven pariente. Con ritmo parsimonioso, Solá logra que la película se convierta en un poético avatar cinematográfico del lugar que retrata y sus protagonistas. Guiadas por un silencio que apenas es quebrado por el sonido del viento que corre entre los gigantes de piedra del Himalaya, las escenas de Metok habilitan la posibilidad de observar con calma y en detalle los majestuosos paisajes que componen la travesía, casi como si de verdad se estuviera frente a ellos. La precisión con la que el director coloca la cámara y la paciencia invertida en la tarea de sostener cada plano, permiten que la experiencia de ser espectador se parezca a la de ser testigo. Instancia que, sin embargo, demanda de una labor activa por parte del público, aceptando que el desafío de ver vaya un poco más allá del mero acto de sentarse y mirar.Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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