El mentado cónclave ocurrió el 25 de febrero de 1964, luego de que Alí se consagrara campeón del mundo de boxeo con apenas 22 años. Fue esa noche en la que, en una improvisada conferencia de prensa, el más grande pugilista de todas las épocas anunció su conversión al islam. Nadie sabe que ocurrió en dicha reunión, por eso el guionista y dramaturgo Kemp Powers debió imaginar los detalles, las palabras y el tono que pudo haber tenido aquello para crear una obra de teatro, que luego él mismo convirtió en el guión de esta película, dirigida por la actriz Regina King, en su debut como cineasta. Para construir su ficción sobre terreno firme, Powers se valió del abundante material disponible acerca de los protagonistas, todos ellos de notable vida pública. Es esa plataforma la que le da solidez a los personajes y sus intérpretes la aprovechan para entregar cuatro actuaciones vívidas y ajustadas. El argumento de Una noche en Miami gira en torno a las charlas que pudieron haber tenido lugar al final de esa jornada, que el nuevo campeón junto a Cooke y Brown imaginaban como una noche de celebración y parranda, pero que el activista por los derechos civiles acaba convirtiendo en un intenso debate sobre la realidad de la comunidad negra.
Resulta notable como los argumentos que cada personaje esgrime mantienen su vigencia a pesar del tiempo transcurrido. La precariedad de los derechos de las minorías en los Estados Unidos (y en todo Occidente) continúa siendo casi idéntica 56 años después y Una noche en Miami lo pone en evidencia. Pero la película exhibe dos particularidades que la vuelven fallida. En primer lugar su incapacidad para terminar de dar el salto que distingue a lo teatral de lo cinematográfico. Como si Powers no hubiera conseguido liberarse de su propio original para aventurarse en las posibilidades del nuevo lenguaje. Pero aún si hubiera tenido éxito desde lo formal, todavía está la tendencia declamativa de los diálogos, que con su marcada impostación y su explícita pretensión militante (la presencia fuera de campo del movimiento Black Lives Matter es ineludible) le imprimen a la puesta en escena una atmósfera que si bien no alcanza a expulsar al espectador, tampoco lo terminan de atrapar. Mención honorífica para la banda de sonido y para Leslie Odom Jr., que no solo le puso el cuerpo a su interpretación de Sam Cooke, sino su magnífica voz a todas las canciones.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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