
Pero si bien se trata de un relato que a su modo quiere ser revolucionario en su forma de abordar ciertos paradigmas, no es menos cierto que este ha sido formulado de un modo conservador en lo cinematográfico. En ese sentido la utilización de la banda sonora es representativa de esa forma, construyendo siempre en el mismo sentido en que se lo hace desde la acción o lo visual. Solo en contados momentos la música consigue aportar algo más que el subrayado emotivo más obvio. Uno de ellos es durante la resurrección de Lázaro, en la que la composición se vuelve ominosa, como si en realidad se tratara (y de algún modo lo es) de la escena de una historia de fantasmas. Esa formulación conservadora con pretensiones de rebeldía deja al desnudo un intento de aggiornar el viejo relato católico. Incluso la propia película revela de forma involuntaria, que detrás de esta forma “nueva” de ver al personaje no hay una voluntad rupturista, sino que se trata de un mero adaptarse al nuevo perfil que el papa Francisco intenta imponerle a la iglesia romana desde su asunción. Esto queda en evidencia justo antes de los títulos finales, a través de un texto que informa que mediante un decreto de 2016 la Iglesia le otorgó a María Magdalena el mismo estatus litúrgico que al resto de los apóstoles, reconociendo así el protagonismo que siempre tuvo, pero que una etiqueta ofensiva relegaba a un papel de reparto. Es por todo eso que, más allá de lo estimulante que puede resultar ver a Joaquin Phoenix interpretando al Jesús más border de la historia, la película no pasa de ser una obra pastoral.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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