Luego de que J. K. Rowling agotara el mundo del fantasy con su historia sobe el mago adolescente Harry Potter y de que Stephenie Meyer convirtiera el romanticismo gótico de vampiros y hombres lobo en una novelita rosa con Crepúsculo, el universo de las sagas literarias para jóvenes parece haberse instalado con fuerza en el territorio de la ciencia ficción distópica. En vista de los resultados, parece haber sido una buena decisión. Series como Los juegos del hambre, que va por su tercer episodio; Maze Runner, que recién empieza, o Divergente, cuya segunda parte, Insurgente, acaba de estrenarse, han echado mano de la eficiente caja de herramientas que ese género les proporciona para narrar diferentes versiones del futuro. Todas dan cuenta de un mundo que tras el colapso se ve en la necesidad de reconstituir sus instituciones e instaurar un nuevo orden social que asegure la supervivencia de la especie. De manera nada casual, esa necesidad a la que la humanidad se ve impelida en todos los casos se origina en el fracaso del sistema actual y deriva en diferentes modelos de sociedades en las que el hipercontrol invariablemente tiene un rol preponderante. Pero más allá de una metáfora política suficientemente ubicua como para ser interpretada incluso de maneras opuestas, en el caso de Divergente hay algo más.
Tanto Los juegos del hambre –donde un grupo de jóvenes es entregado al sacrificio como parte de un ritual destinado a sostener un orden– como Maze runner –en la que otros adolescentes son confinados en un laberinto del que no pueden escapar y donde algo siniestro se encarga de eliminarlos– parecen alimentarse de un mismo fondo mítico, que hace centro en la leyenda helénica del Minotauro. En cambio en esta segunda parte de la saga Divergente, donde la sociedad se divide en cinco facciones que ocupan diferentes roles dentro de la estructura social, empieza a quedar claro que la historia que se cuenta se sostiene en la figura del elegido, un elemento antes religioso que mítico. Es cierto que esa figura también existe en las otras dos sagas, pero ligada claramente al rol del héroe clásico. En cambio Tris, la protagonista de la serie Divergente, representa el papel del salvador, ese individuo-llave que, empujado por un don superior, enfrenta al injusto orden que se pretende imponer. Ella es la única capaz de revelar a su pueblo un mensaje de unidad y buenaventura que le llega directamente de los creadores para, a partir de ahí, ofrecer un nuevo y mejor destino en un más allá ubicado tras el muro que encierra la ciudad. Una historia conocida.
Así, Insurgente puede ser vista como un módico juego de reescritura que trafica parte del imaginario judeocristiano en el envase del cine de ciencia ficción. Una aventura en la que no faltan ni un pueblo elegido, ni la matanza de los inocentes, ni un par de Judas que van y vienen de la traición a la redención, ni el calvario del salvador previo a su muerte y posterior resurrección ni, por supuesto, su mansa y voluntaria entrega a un sacrificio que representa la esperanza de una tierra prometida para todos aquellos dispuestos a creer, ni un éxodo final. Y todo sin la sobrecargada solemnidad de las versiones de Noé y Moisés que Darren Aronofsky y Ridley Scott perpetraron en 2014.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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