Entre los invitados a la 43ª Feria Internacional del Libro, que este año son muchos, el británico Chris Priestley representa una curiosidad de interés. Autor de libros de terror para chicos y adolescentes, algunos de sus textos están siendo utilizados en muchas escuelas del país para incentivar la lectura entre sus alumnos. Por eso no es extraño que además de presentarse en dos eventos de la Feria, Priestley incluya un viaje a la ciudad de Córdoba, donde visitará varios colegios para tomar contacto directo con sus pequeños lectores argentinos.
Algunos de sus libros publicados en la Argentina por la editorial Norma son Lo más cruel del invierno, Cuentos de terror de mi tío y Cuentos de terror en la boca del túnel. Él define su trabajo como terror gótico para chicos y aunque no llegó al género por decisión propia, hoy siente que es su lugar en el mundo. "En realidad he escrito libros para chicos de diferentes tipos: ficción y no ficción histórica, romance, comedias", enumera Priestley, pero aclara que sus primeros relatos de horror surgieron "después de que mi editor me sugiriera escribir una serie de miedo para nenes chiquitos que fuera divertida". "Me senté a pensarlo pero al principio nada parecía funcionar. Entonces recordé unos cuadernos que tenía con bocetos de cuentos cortos de terror que había escrito unos años antes. En realidad los había pensado para lectores adultos, pero lo único que hice fue cambiarle la edad a los protagonistas para convertirlos en chicos, pero los escribí como si todavía fueran para adultos", confiesa.
–¿Qué diferencias existen entre el terror pensado para adultos y el trabajo que usted realiza?
–Para ser honesto, en mi caso la diferencia es poca. Supongo que quizá un texto para adultos permite un marco de referencias mayor y las preocupaciones del protagonista tal vez sean más complejas. Pero la brecha entre la ficción para adultos y la que está orientada a adolescentes se acortó en los últimos años. Por eso creo que mis cuentos de terror para chicos más clásicos soportan bastante bien la comparación con cuentos similares para adultos. O al menos eso espero.
–¿Y qué buscan los chicos en los relatos de terror?
–Para ser sincero, los chicos son mucho más sanguinarios que yo. Cuándo doy charlas o talleres en escuelas prefiero prohibir temas como asesinatos a hachazos, cámaras de tortura, zombies y cuentos que terminen con la frase "…y al final mueren todos". Son lugares de los que no se suele obtener demasiado. Yo escribo historias de terror psicológico, algo distinto de la idea del terror que suelen tener los chicos y adolescentes. Lo que intento es hacer que bajen la guardia y entonces desestabilizarlos. Pero como ocurre con cualquier ficción, el lector tiene que encontrarse con el escritor medio camino, porque esto no es para todos.
–¿Cómo fue su experiencia con el género cuando era niño o adolescente?
–Tengo 58 años y cuando yo era chico en realidad no había ficciones para adolescentes y si estabas interesado en la lectura leías libros infantiles hasta que te cansabas y de ahí pasabas directamente a los policiales, la ciencia ficción y el terror para adultos. A mí me gustaba mucho leer ciencia ficción, autores como Ray Bradbury o Philip K. Dick, incluso algunos clásicos como H. G. Wells. Pero también cuentos cortos de terror, antologías. Así descubrí a Edgar Allan Poe y a M. R. James. Me encantan los cuentos cortos de toda clase. Siento que es la forma más natural de narrar, la más parecida a contar una anécdota, creo que por eso me convertí en cuentista. En cuanto a por qué me gustan las historias de terror, adoro la sensación de inquietud que provocan, aunque no me gusta perder tiempo en las que se reducen a una procesión de escenas sangrientas. Prefiero aquellas que atisban en los rincones oscuros y especulan sobre lo que podría habitar en ellos.
–¿Qué papel juega el miedo a esa edad?
–El mundo es un lugar peligroso y tristemente creo que muchos chicos sufren el miedo. Tengo la suerte de vivir en un país bastante estable, pero sé que existen lugares en el mundo en los que un chico no tiene la oportunidad de simplemente ser un chico. Sospecho que si tu vida es realmente peligrosa es difícil que te interese leer cuentos de terror o ficciones distópicas. Creo que mucho del placer de leer estas historias procede de hacerlo desde un lugar de seguridad. También está claro que hasta los chicos que viven en hogares felices pueden tener miedos reales, miedo a que esa felicidad les sea arrebatada por una u otra razón.
–¿Y cuáles eran sus miedos de chico?
–Yo crecí en los ’60 y los’70, una época en la que se vivía bajo la amenaza de la aniquilación nuclear, pero podía entender que aquello era diferente de mi inclinación por los cuentos de terror. El miedo puede ser un factor limitante para cualquiera de nosotros, seamos adultos o niños: miedo al fracaso, miedo a la vergüenza, miedo al rechazo. Supongo que esos son los temores más comunes en la gente joven.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
domingo, 30 de abril de 2017
CINE y LIBROS - Entrevista a Albertina Carri: Una vida a través de los libros
Foto Gentileza de Sebastián Freire
Albertina Carri es una de las directoras más inquietas del cine argentino contemporáneo. No sólo es autora de cinco largometrajes, desde su debut en 2000 con No quiero volver a casa hasta la recién estrenada Cuatreros, pasando por el ineludible documental Los rubios (2003) y las ficciones Géminis (2005) y La rabia (2008), sino que además ha filmado para televisión, realizado diversas instalaciones de videoarte y es desde 2013 directora y programadora de Asterisco Festival Internacional de Cine LGBTIQ. Es hija del sociólogo Roberto Carri y de Ana María Caruso, ambos secuestrados, asesinados y desaparecidos durante la última dictadura militar.Su trabajo más reciente, Cuatreros, que acaba de exhibirse en el Festival de Berlín, es un documental inspirado en el libro Formas pre revolucionarias de la violencia, escrito por su propio padre, en el que se rescata la figura de Isidro Velázquez, un personaje ambiguo que tanto es recordado como justiciero o como bandido rural, que vivió en el Chaco durante los años ’60, donde fue asesinado en una emboscada policial. El film tiene además como antecedente la videoinstalación Operación Fracaso, exhibida hace dos años en el Parque Nacional de la Memoria. Como toda su obra, Cuatreros está atravesada por una potente línea autobiográfica, que además revela una vital relación con la literatura, los libros y la palabra escrita.
-¿Te acordás cuál fue el primer libro que te leyeron de chiquita?
-Tengo recuerdos muy intensos de un libro de cuentos que me leía mi hermana Paula antes de dormir. Se llamaba algo así como Cuentos para niños y no tan niños de Latinoamérica. Recuerdo su tapa azul y una ronda formada por nenes y nenas de muchos colores de piel, vestidos con ropas muy coloridas. Ahí leímos “El almohadón de plumas” de Horacio Quiroga. Muchos años después descubrí que aquel cuento que me habitó durante meses era un clásico de la literatura latinoamericana.
-¿Qué sensaciones te quedan de aquella experiencia?
-En principio lo que recuerdo es que pasé días enteros caminando entre los árboles, removiéndoles la corteza para descubrir enjambres de pequeños seres que se movían en un aparente caos, probablemente desconcertados ante mi violenta invasión. Lo recuerdo como si ese cuento le hubiese dado rienda suelta a mi pulsión de muerte, porque estuve semanas, o meses, colonizando colmenas, hormigueros, aldeas enteras de bichos que yo guiaba con maderas y pajas hacia frascos y latas. Hoy puedo decir que, con el auspicio de Quiroga, fui una niña asesina. También tengo recuerdos muy vívidos del silencio de las noches en el campo sin luz eléctrica y de mi hermana Andrea recitándome a Lorca con lágrimas en los ojos.
-¿Por qué lloraba? ¿Qué vinculo tenía tu familia con la lectura?
-Mi madre era profesora de letras y mi padre sociólogo, periodista y escritor. Pero ellos fueron secuestrados y asesinados cuando yo tenía tres años y mis hermanas 13 y 11, así que fueron ellas las que me inculcaron el gusto por leer que a su vez les había inculcado mi madre. Crecí con las listas de libros de poemas que ella les había recomendado a mis hermanas, poesía que va de Nicolás Guillén a Pedro Salinas, pasando por Lorca. El teatro de Lorca o las obras de Mark Twain y Felisberto Hernández eran algunos de los modos que teníamos con mis hermanas de sentirnos cerca de nuestros padres. Siempre había libros entre nosotras. Recuerdo a Paula durante un verano leyendo y contándonos La montaña mágica, de Thomas Mann. Estaba obsesionada: vivía en ese hotel, en esa montaña. En determinado momento la vi tan afiebrada en esa pasión de leer que temí que mis tíos se la quitaran, porque empezaron a mirarla con preocupación. El punto más álgido fue cuando le puso Honorato al perro recién llegado. En el campo mis tíos también leían, pero como algo pasatista en el caso de mi tía, que leía Tus zonas erróneas, o constructivista en el caso de mi tío, que prefería temas como la doma de caballos o la alimentación del cerdo según su pelaje. En cambio mis hermanas sentían un gusto por la literatura: El Quijote primero me lo contaron y después me lo leyeron capítulo a capítulo. Me acuerdo que al llegar al secundario nos mandaron a leer unos capítulos y yo ya los había leído a todos. Así que siempre tuve una relación con la lectura y la literatura muy presente, diría que casi física. Algo de lo maternal que me había sido arrebatado aparecía en la posibilidad de refugio que me daba la literatura.
-¿Y cuál fue el primer libro que recordás haber leído por elección propia?
-Entre los 11 y los 12 leía la colección Robin Hood y ya en el secundario, siguiendo las indicaciones de mi madre, los cuentos de Cortázar. Hasta que un día vi Frankestein en una librería y me lo compré. Recuerdo que no parecía un libro importante, porque estaba en el estante de las lecturas de verano. Así que creo que fue Frankestein, o por ahí me lo estoy inventando porque me parece un lindo detalle en mi biografía literaria.
-La escritura suele ser una herramienta útil para darle una existencia física a ideas, pensamientos y sensaciones que de otra forma nunca tendrían un cuerpo. ¿En qué momento tomaste conciencia de ese carácter sustancial de la palabra escrita?
-No sé si pueda marcar un momento, pero la palabra escrita fue sustancial desde siempre en mi vida. Incluso antes de aprender a leer y a escribir, porque lo que me quedó de mi madre y de mi padre fueron sobre todo sus palabras escritas. La escritura y la lectura como una forma de comunicación con los muertos. O como una forma de que los muertos revivan, como el lenguaje de los zombies desafiando a la muerte.
-Durante la adolescencia la palabra escrita suele presentarse como una herramienta de desahogo. Al mismo tiempo los libros ofrecen una puerta de salida (o de entrada) temporal hacia realidades paralelas. ¿Cuál fue tu relación con la escritura y los libros durante tu adolescencia?
-Siempre escribí, pero nunca llevé un diario. Sin embargo a los 12 empecé a escribir "poesía" y durante la adolescencia escribí a mano, a lo largo de algunos años, una obra de teatro. Eso es bastante curioso porque nunca tuve relación con la dramaturgia, pero creo que en esa organización de escenas y de personajes de ficción escondía un diario íntimo que no me animaba a llamar así, probablemente porque mi dolor y mi rabia eran demasiado reales para escribirlas directamente. Me resultaba más fácil sublimar a través de otros personajes, aunque también escribía mucho en primera persona, que era un poco como actuar, como ponerme el disfraz de otros.
-¿Y en ese momento no fantaseaste con dedicarte a la literatura?
-Sí, lo hice durante toda la adolescencia y si empecé a estudiar cine fue para escribir en ese formato. Después descubrí que al cine también se lo puede escribir a través de la cámara y la actuación, y ahí sigo, tratando de aprender a escribir con esa pluma.
-¿Por qué elegiste el cine en lugar de la literatura?
-Supongo que mi naturaleza ansiosa me llevó más hacia la dirección de cine, pero la literatura siempre ronda y no es algo que haya descartado definitivamente. De todos modos son oficios muy diferentes.
-¿Qué diferencias fundamentales encontrás entre ellos?
-En cine siempre estas lidiando con personas, en cambio la escritura es un trabajo mucho más solitario, eso me da cierta envidia. Porque me gusta estar con gente, dirigir actores, armar equipos, conducir un montón de energías hacia un relato, un tono, encontrar el tempo entre muchos. Pero también me cansa y me abruma, es un trabajo que requiere de mucha concentración y precisión al momento de hacerlo, porque no es como reescribir una página. Es muy difícil borrar en cine, casi imposible.
-¿Y qué es lo que diferencia las experiencias de leer un libro o de mirar una película?
-Te iba a contestar que son experiencias radicalmente diferentes pero me arrepentí en el camino. No lo tengo tan claro, porque en realidad depende de qué cine o qué literatura hablemos. Si bien parecen experiencias distintas, hay literatura que te lleva a la sensación de espectáculo que sería una característica del cine y también hay películas que te invitan a la introspección.
-Cuatreros, tu última película, nace del intento de adaptar un libro al cine. Un libro que además es el que escribió tu padre, por lo tanto el trabajo de adaptarlo debe haber tenido una carga doble. Por un lado respetar su contenido y por otro respetar el trabajo que ese libro representa como obra de tu padre. ¿Lo sentiste como una obligación hacia él?
-Te diría que el proceso fue exactamente al revés. Nunca quise adaptar el libro de mi padre al cine porque me parecía imposible de pasar a película. Lo que intenté hacer en un principio fue tomar el personaje central del libro y convertirlo en una ficción, alejándome por completo del original y eso es lo que no logré: alejarme. Creo que finalmente hice lo que durante años dije que no haría: adaptar Formas pre revolucionarias de la violencia al cine. Me parece que Cuatreros tiene más de ese texto de lo que yo misma hubiese creído. La película realiza la misma operación que el libro tomando a Isidro como excusa para luego elaborar una teoría crítica sobre su propio medio -la sociología en el caso de mi padre, el cine en mi caso- y desmenuzar la violencia que generan ciertos discursos y/o formas de vida. De lo que finalmente hablan ambos textos es de la opresión y la ponen en discusión también desde el lenguaje.
-¿En qué sentido te han resultado inspiradores los libros o la literatura que has leído en relación con tu trabajo?
-Mientras escribo una película, antes de hacerlo y después de terminado el guión, busco libros en los que apoyarme, textos que acompañen mis ideas o las destruyan. En general la inspiración llega desde ahí. A veces es solo una frase como la de Stanislaw Witkiewicz que cito en Los Rubios, que me resonó tanto con la idea de la película que directamente la puse en gráfica ("Si todo el mundo pudiera ser así / como recuerdos / amaría a la humanidad entera / moriría por ella con deleite"). Otras veces es un libro entero, su forma, sus personajes o la forma en que el conflicto se disuelve en alguna trama o viceversa; como sea siempre busco algo que leer.
-En Cuatreros también contás que toda tu juventud renegaste del hecho de ser parte de una familia aristocrática y mencionás un parentesco cercano con Adolfo Bioy Casares. ¿Cómo te llevás con su literatura?
-Más allá de mi toma de distancia familiar, su literatura es sin duda producto de esa clase social y también retrato de una época donde solo las clases altas estaban autorizadas la "alta cultura". En ese punto me aburre un poco. Prefiero el refinamiento y complejidad de Borges, o la postura más crítica con respecto a la inconsistencia de ciertos gestos de Silvina Ocampo o de José Bianco. Las Ratas es un libro escandalosamente incómodo, que envenena de algún modo la comodidad literaria de Bioy.
-¿Cómo te parás frente a la vieja discusión de si el arte (en este caso la literatura, pero también el cine, como en tu caso) debe o no debe ser un deliberado instrumento político o ideológico?
-Me paro donde dice David Cronenberg que estás desde el momento en que hacés una película: por un rato dejás de ser un ciudadano común, tenés otras responsabilidades civiles cuando estás comunicando. Eso dice el gran Cronenberg mientras se da el gusto de hacer La mosca, que algunos creen que es solo una película de terror. Lo aceptes o no, cuando hacés películas estás imaginando otros mundos y entregándolos a los demás: eso es hacer política. Decidir qué queda fuera de cuadro y cuáles son los sonidos con que vas presentar la escena o los que vas acallar detrás de alguna convención de verosimilitud que dependerá también de lo narrado.
-Para volver al principio y jugar con la idea de lo cíclico, ¿cuáles son los libros que elegiste para leerle a tu hijo? ¿Coinciden con aquellos que te leían a vos en tu infancia?
-En principio no coinciden porque por suerte ahora hay muchas más cosas para chicos más chicos, mucho más ricas. Ediciones de clásicos que antes no existían, libros ilustrados hermosos o relatos que parecen muy pequeños y son enormes, como los de Isol. Pero supongo que ahora comenzará una etapa en la que algunos libros de mi infancia se repetirán en la de él.
-¿Creés que la lectura es una experiencia transmisible, que se puede educar en la lectura?
-No sé si es transmisible. Ojalá que sí. Por lo pronto le regalo libros, vamos juntos a las librerías a elegirlos y le leo todas las noches. No lo sé, tal vez no le interese la lectura a pesar de mi incentivo. O tal vez sí, no puedo saberlo. Por ahora disfrutamos mucho de leer juntos y de conseguir nuevos cuentos.
Artículo publicado originalmente en la revista Marca de Agua de la Biblioteca Nacional.
viernes, 28 de abril de 2017
CINE - "Mío o de nadie" (Unforgettable), de Denise Di Novi: La gracia involuntaria también vale
Thriller a contramano de la realidad, Mío o de nadie (título local que representa una puesta en extremo del original Unforgettable, Inolvidable), de Denise Di Novi, propone una fantasía en la que una mujer celosa y psicópata le hace la vida imposible a la nueva pareja de su exmarido, llevando la decisión hasta las últimas consecuencias. Es decir: deshacerse a como dé lugar de aquella a quien considera una intrusa que arruinó su familia perfecta. A contramano no porque casos como el que propone el argumento no existan en la realidad, sino porque el tipo de violencia que surge en algunas parejas a partir de los celos (o de cualquier otro disparador) suele recorrer el sentido inverso, es decir del hombre hacia la mujer, variante que constituye uno de los temas más preocupantes de la sociedad actual, en virtud del alarmante crecimiento estadístico de la violencia en contra de las mujeres y los femicidios.
Claro que el cine no tiene por qué postularse como una representación fiel de la realidad ni convertir a cada película en un instrumento de denuncia. Por el contrario, el mazo de sus posibilidades narrativas es inabarcable y el éxito o el fracaso dependen de la pericia de cada director para sacarle provecho a las cartas elegidas para jugar. Algo que si se parte de un abordaje realista –que en principio parece el elegido por Di novi— debería decirse que nunca se consigue. Julia es la exitosa editora de una revista que deja su trabajo en la redacción para mudarse al caserón que su nueva pareja tiene en una pequeña y encantadora ciudad. Ella oculta en su pasado su rol de víctima de la violencia física de su pareja anterior y ahora se enfrenta a la resistencia sutil que le opone Tessa, la ex con la que su novio tiene una hijita.
Claro que se ha comenzado este texto alertando acerca de aquella decisión del guión de ir a contramano de la realidad y esa voluntad tal vez no deba tomarse a la ligera. A partir de ella el espectador tiene la opción de entrar en la película no por el portón obvio de un aparente realismo, sino de dejarse caer dentro de ella a través de la puerta-trampa de la farsa. Desde el realismo Mío o de nadie se convierte en una obra fallida, que trabaja a partir de estereotipos forzados hasta el absurdo y mezcla peras con calefones. En cambio si se escoge filtrar todo el relato por el tamiz de la farsa, la película puede volverse un entretenimiento válido.
Mío o de nadie no tarda en morder la banquina, haciendo que la malvada Tessa urda un plan inverosímil en el que le saca provecho a la violencia de género para ponerla a favor de su causa. Es en ese momento que el relato comienza a generar un ruido que sobre el final se convertirá en batifondo, ofreciendo uno de los desenlaces más hilarantes que este cronista recuerde. Sin embargo la duda de si se trata o no de una película seria convertida en comedia de manera involuntaria nunca se devela y la decisión de mirarla de un modo u otro recae en cada espectador. En ese sentido Mío o de nadie revela una generosidad que la mayoría de las películas malas nunca tienen. Desde acá se recomienda la opción de tomarse todo en solfa e ir dispuesto a reírse.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Claro que el cine no tiene por qué postularse como una representación fiel de la realidad ni convertir a cada película en un instrumento de denuncia. Por el contrario, el mazo de sus posibilidades narrativas es inabarcable y el éxito o el fracaso dependen de la pericia de cada director para sacarle provecho a las cartas elegidas para jugar. Algo que si se parte de un abordaje realista –que en principio parece el elegido por Di novi— debería decirse que nunca se consigue. Julia es la exitosa editora de una revista que deja su trabajo en la redacción para mudarse al caserón que su nueva pareja tiene en una pequeña y encantadora ciudad. Ella oculta en su pasado su rol de víctima de la violencia física de su pareja anterior y ahora se enfrenta a la resistencia sutil que le opone Tessa, la ex con la que su novio tiene una hijita.
Claro que se ha comenzado este texto alertando acerca de aquella decisión del guión de ir a contramano de la realidad y esa voluntad tal vez no deba tomarse a la ligera. A partir de ella el espectador tiene la opción de entrar en la película no por el portón obvio de un aparente realismo, sino de dejarse caer dentro de ella a través de la puerta-trampa de la farsa. Desde el realismo Mío o de nadie se convierte en una obra fallida, que trabaja a partir de estereotipos forzados hasta el absurdo y mezcla peras con calefones. En cambio si se escoge filtrar todo el relato por el tamiz de la farsa, la película puede volverse un entretenimiento válido.
Mío o de nadie no tarda en morder la banquina, haciendo que la malvada Tessa urda un plan inverosímil en el que le saca provecho a la violencia de género para ponerla a favor de su causa. Es en ese momento que el relato comienza a generar un ruido que sobre el final se convertirá en batifondo, ofreciendo uno de los desenlaces más hilarantes que este cronista recuerde. Sin embargo la duda de si se trata o no de una película seria convertida en comedia de manera involuntaria nunca se devela y la decisión de mirarla de un modo u otro recae en cada espectador. En ese sentido Mío o de nadie revela una generosidad que la mayoría de las películas malas nunca tienen. Desde acá se recomienda la opción de tomarse todo en solfa e ir dispuesto a reírse.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 27 de abril de 2017
CINE - "Los padecientes", de Nicolás Tuozzo: El policial y el deber ser
El cine no es matemática. Es decir, no siempre de la suma de sus potenciales se obtiene el resultado esperado y Los padecientes, tercer largo de Nicolás Tuozzo, puede ser un ejemplo de ese hecho. La película está basada en la novela policial homónima del psicólogo mediático Gabriel Rolón, el mismo que durante años supo hacerle muy bien la segunda a Alejandro Dolina en su programa de la medianoche, cuya carrera luego se disparó y diversificó, convirtiéndose en invitado frecuente en programas de televisión de todo tipo y en un superventas de la industria editorial. Todos estos elementos no representan datos menores a la hora de imaginar los motivos que llevan hasta esta adaptación cinematográfica.
Para dicha tarea se reclutó a un equipo de especialistas que incluye a un gran director de fotografía como Félix Monti; a Sebastián Escofet, experimentado músico de películas; un elenco que combina calidad con alta exposición, y a un director como Tuozzo, con oficio para encarar la tarea. Pero como se dijo, el cine no es sumar y listo el pollo, sino que hasta el mejor equipo necesita de un corazón que le permita moverse de manera vital y no por puro reflejo mecánico. Ese músculo se llama guión y la película muestra enseguida sus problemas cardíacos.
Los primeros indicios llegan a través de los diálogos, que suenan artificiales durante casi toda la proyección y no existen muchos actores capaces de dotar de naturalidad a aquello que no la tiene. Osmar Núñez, que interpreta a un comisario, es uno de ellos. El resto del reparto debe lidiar no pocas veces con el problema de decir y hablar como se espera que lo haga un personaje de novela policial (de determinado tipo de novela policial) y así se pierde la oportunidad de creer aunque sea por un rato que esas criaturas son algo más que meros engranajes de la ficción. De eso se trata el cine.
Conforme avanza, el relato se muestra como un policial endeble, con ex machinas apareciendo de todas partes para cerrar una trama no demasiado compleja, pero con aspiraciones. El punto de partida, sin embargo, no carece de interés. Una joven atractiva requiere los servicios de un reconocido psicólogo para que actúe como perito de parte y acredite la inimputabilidad de su hermano, acusado de asesinar a su padre. El muerto resulta ser un empresario famoso por andar en negocios turbios y el resto de la historia consiste en hacer que las máscaras de víctima y victimario vayan pasando de un personaje a otro. De manera previsible y como nuevo ejemplo de obediencia ante el deber ser del policial taquillero, la película se permite estimular el nervio del morbo, pero tampoco consigue ir más allá de la pose de exploitation. Si alguien quiere saber cómo se siente un gancho directo en el morbo del espectador puede ver El otro hermano, último trabajo de Adrián Caetano, y después comparar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Para dicha tarea se reclutó a un equipo de especialistas que incluye a un gran director de fotografía como Félix Monti; a Sebastián Escofet, experimentado músico de películas; un elenco que combina calidad con alta exposición, y a un director como Tuozzo, con oficio para encarar la tarea. Pero como se dijo, el cine no es sumar y listo el pollo, sino que hasta el mejor equipo necesita de un corazón que le permita moverse de manera vital y no por puro reflejo mecánico. Ese músculo se llama guión y la película muestra enseguida sus problemas cardíacos.
Los primeros indicios llegan a través de los diálogos, que suenan artificiales durante casi toda la proyección y no existen muchos actores capaces de dotar de naturalidad a aquello que no la tiene. Osmar Núñez, que interpreta a un comisario, es uno de ellos. El resto del reparto debe lidiar no pocas veces con el problema de decir y hablar como se espera que lo haga un personaje de novela policial (de determinado tipo de novela policial) y así se pierde la oportunidad de creer aunque sea por un rato que esas criaturas son algo más que meros engranajes de la ficción. De eso se trata el cine.
Conforme avanza, el relato se muestra como un policial endeble, con ex machinas apareciendo de todas partes para cerrar una trama no demasiado compleja, pero con aspiraciones. El punto de partida, sin embargo, no carece de interés. Una joven atractiva requiere los servicios de un reconocido psicólogo para que actúe como perito de parte y acredite la inimputabilidad de su hermano, acusado de asesinar a su padre. El muerto resulta ser un empresario famoso por andar en negocios turbios y el resto de la historia consiste en hacer que las máscaras de víctima y victimario vayan pasando de un personaje a otro. De manera previsible y como nuevo ejemplo de obediencia ante el deber ser del policial taquillero, la película se permite estimular el nervio del morbo, pero tampoco consigue ir más allá de la pose de exploitation. Si alguien quiere saber cómo se siente un gancho directo en el morbo del espectador puede ver El otro hermano, último trabajo de Adrián Caetano, y después comparar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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lunes, 24 de abril de 2017
CINE - 19° BAFICI, Día 4: Entrevista a Alex Ross Perry
En muy poco tiempo el estadounidense Alex Ross Perry, nativo de Pensilvania para mayores datos, no solamente ha conseguido producir una filmografía prolífica (rodó cinco películas en menos de 10 años), sino que también logró construirse como autor. Uno al que vale la pena prestarle atención. Por eso la retrospectiva completa de la obra de este joven director que este año ofrece el Bafici, representa una oportunidad que no debe dejarse pasar para conocer a, uno de los representantes más dignos de verse de esa realidad paralela que es el cine independiente de los Estados Unidos. Esa que proyecta su luz entre las grietas que a su paso va dejando el monstruo del cine industrial, con el que en ocasiones acaba cruzándose de manera inevitable.
Las cinco películas firmadas por Ross Perry dan cuenta de una versatilidad infrecuente y lo muestran como un artista capaz de abordar tanto el drama como la comedia con idéntica solvencia e incluso de cruzar los cables pelados de ambos géneros sin que jamás se produzca un cortocircuito. De ellas, todas incluidas dentro de la programación del festival de Buenos Aires, sólo una se estrenó en el país, Listen Up Philip (2014), con el nombre de Analizando a Philip. Las restantes –Impolex (2009); The Color Wheel (2011); Queen of Earth (2015) y Golden Exits (2017)— representan una incógnita que pide a gritos ser develada. Las diferencias entre ellas, estéticas, técnicas y narrativas, son muchas, aunque las últimas tres representan un salto de calidad notorio e indiscutible. “La experiencia de trabajo vinculada a esas tres películas, en las que me tocó trabajar con el mismo equipo, supuso en cada caso un desafío distinto”, reconoce Alex Perry. “Ya sea desde el punto de vista de la escritura o en el trabajo específico con el director de fotografía, discutiendo la estética visual de cada una de ellas. Golden Exits, por ejemplo, nos colocó frente a la novedad de la cámara fija, un planteo con el que no había surgido en las anteriores, porque habían sido filmadas cámara en mano. Aunque no lo parezca, esa decisión de trabajar con la cámara plantada en el trípode realmente representó un desafío”, completa el director.
-¿Y con cuál de las dos experiencias se sintió más cómodo?
-Si tengo que comparar ambas formas diría que una de ellas me permitió realizar muchos cambios durante el proceso, donde una escena podía terminar durando el doble de lo que duraba en el guión. O la mitad. Eso me dio la posibilidad de jugar mucho para ver qué cambios se pueden realizar a partir de la dinámica que se genera durante el rodaje, qué cambios puede introducir el actor. En cambio, en el otro modelo nada de esto se discute, porque el trabajo se atiene a la estructura tal como fue planteada, lo cual dio lugar para que pudiera dedicarme más al trabajo con los actores. Habiendo atravesado ambas experiencias de manera positiva, siento que esta última (en la que hay menos espacio para la improvisación y que, entiendo, es la forma en que se trabaja en las películas más profesionales) ha sido muy productiva y pienso que será la forma en que abordaré mis siguientes proyectos.
-Desde lo narrativo sus películas tienen como elemento común el uso de una especie de grilla que parece ordenar el relato. En Queen of Earth, por ejemplo, la historia está segmentada a partir de los días de una semana; para Golden Exits utilizó una serie de fechas que abarcan el paso de la primavera boreal; en tanto que The Color Wheel es una road-movie dividida en algo parecido a sketchs a partir de las distintas paradas en el camino. ¿Se trata de una decisión arbitraria o es parte de una estrategia de construcción narrativa?
-Me gusta trabajar sobre estructuras temporales muy claras, bien definidas. Eso permite que en medio de la película el espectador sepa en dónde se encuentra temporalmente. En Queen of Earth la película comienza un sábado y a la mitad ya estamos a miércoles. Me gusta que ese anclaje deje claro una especie de mapa temporal para orientarse dentro del relato. Es cierto que en el caso de Listen Up Philip este mecanismo no aparece de manera tan obvia o clara, sin embargo se mencionan ciertos datos específicos, como la Navidad o el inicio de clases, que representan marcas muy específicas para que uno pueda ubicarse. Sé que tiendo a gravitar hacia ese tipo de marcaciones del tiempo, porque siento que representan una instancia de seguridad estructural sobre la cual trabajar.
-Los títulos de sus películas parecen estar trabajados desde lo poético, como si se tratara de un verso dentro de un poema en el que se incluye una imagen metafórica que, si se lo consigue desentrañar, tal vez provea una clave oculta. Un filtro a través del cual releer la película. ¿De qué forma trabaja la instancia de darle un nombre a las películas?
-Sin dudas el título es una parte muy importante, fundamental, creo, de una película. Pero por más que tenga toda esa importancia y pueda ser útil para generar líneas de sentido, del mismo modo creo que ese sentido tampoco tiene que ser obvio. La instancia de encontrar el título suele ser un momento al que le dedico mucho tiempo y es un tema sobre el cual reflexiono bastante. Porque más allá del sentido, para saber que un título es el correcto también necesito sentir que suena bien, que es contundente no sólo desde el sentido sino también desde lo sonoro. Es lo que me pasa con The Color Wheel, que aún hoy, bastantes años después, a veces me encuentro a mi mismo repitiéndolo y me sigue sonando correcto. Después de todo yo soy, entre todas las personas del mundo, quien va a tener que convivir más tiempo con esos nombres, así que me parece importante estar seguro de cada uno. Es una de las partes esenciales del proceso de reflexión durante la escritura de un guión, que en total a mí me lleva entre seis meses y un año. Hasta que no llego al título correcto no puedo terminar de cerrar ese ciclo.
-¿Pero no tiene miedo que acaben resultando demasiado encriptados o herméticos y que un sector del público pierda parte de ese sentido que intenta darle a cada película a través del título?
-Si la película funciona bien siempre hay forma de poder reconectar con el título. Aunque también existe la posibilidad de que esto no suceda y eso tampoco está mal. Cuando estábamos trabajando en Golden Exits utilizamos como modelo aquella serie de películas de Éric Rohmer, las de los cuentos estacionales [Conte de printemps (1990); Conte d´hiver (1992); Conté d’été (1996) y Conte d’automne (1998)], cuyos títulos en sí mismos pueden no significar nada. Pero si en vez de ponerle a la película Golden Exits la hubiéramos llamado Un verano en Brooklyn no evocaría ni generaría las mismas sensaciones. Así que en un punto creo que el título debe evocar algo, pero sin definirlo en forma definitiva ni tan concreta. Por ejemplo, ¿qué es lo que quieren decir Sin aliento o Pulp Fiction en relación con esas películas? Nada en particular, pero son los títulos perfectos para ellas, es imposible pensarlas con cualquier otro.
-A partir de la cronología de sus películas es posible trazar una línea de evolución respecto de la forma en que sus personajes se conectan con la realidad. Desde los hermanos de The Color Wheel sumergidos en su mundo privado, pasando por la protagonista de Queen of Earth, que choca contra la realidad y se desmorona, hasta los personajes de Golden Exits, tan adaptados al mundo real como cualquier hijo de vecino. ¿Esa progresión se condice con su propia mirada de la realidad?
-Reconozco esa progresión y siento que también hay un camino trazado dentro de lo que escribí en los últimos 8 años. Sin embargo me costaría mucho llegar a algún tipo de definición respecto de eso y además creo que es una tarea que seguramente los críticos pueden hacer mejor. Tampoco puedo decir que yo haya cambiado respecto de la forma en que me vinculo con lo real. Sin embargo mis últimas dos películas sí representan un cambio para mí respecto de la idea de representación. En Queen of Earth la búsqueda estética estuvo orientada a tratar de que todos los elementos dejaran claro que aquello que se muestra es parte de una película y nada más, una ficción donde todo, desde la banda sonora a cuestiones de cámara, fuera muy exagerado: que no quedaran dudas de que uno estaba viendo una película. En cambio en Golden Exits intentamos trabajar de una forma más natural, crear un universo más parecido a nuestra propia percepción de la realidad.
Próximas proyecciones de las películas de la retrospectiva dedicada a Alex Ross Perry: Golden Exits, hoy a las 13:15 en el Arte Multiplex Belgrano; The Color Wheel, hoy a las 15:40 en Village Caballito; Impolex, viernes a las 17:30 en el Malba; Queen of Earth mañana a las 18:40 en el Arte Multiplex Belgrano; Listen Up Philip, domingo a las 13:15 en el Arte Multiplex Belgrano.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Las cinco películas firmadas por Ross Perry dan cuenta de una versatilidad infrecuente y lo muestran como un artista capaz de abordar tanto el drama como la comedia con idéntica solvencia e incluso de cruzar los cables pelados de ambos géneros sin que jamás se produzca un cortocircuito. De ellas, todas incluidas dentro de la programación del festival de Buenos Aires, sólo una se estrenó en el país, Listen Up Philip (2014), con el nombre de Analizando a Philip. Las restantes –Impolex (2009); The Color Wheel (2011); Queen of Earth (2015) y Golden Exits (2017)— representan una incógnita que pide a gritos ser develada. Las diferencias entre ellas, estéticas, técnicas y narrativas, son muchas, aunque las últimas tres representan un salto de calidad notorio e indiscutible. “La experiencia de trabajo vinculada a esas tres películas, en las que me tocó trabajar con el mismo equipo, supuso en cada caso un desafío distinto”, reconoce Alex Perry. “Ya sea desde el punto de vista de la escritura o en el trabajo específico con el director de fotografía, discutiendo la estética visual de cada una de ellas. Golden Exits, por ejemplo, nos colocó frente a la novedad de la cámara fija, un planteo con el que no había surgido en las anteriores, porque habían sido filmadas cámara en mano. Aunque no lo parezca, esa decisión de trabajar con la cámara plantada en el trípode realmente representó un desafío”, completa el director.
-¿Y con cuál de las dos experiencias se sintió más cómodo?
-Si tengo que comparar ambas formas diría que una de ellas me permitió realizar muchos cambios durante el proceso, donde una escena podía terminar durando el doble de lo que duraba en el guión. O la mitad. Eso me dio la posibilidad de jugar mucho para ver qué cambios se pueden realizar a partir de la dinámica que se genera durante el rodaje, qué cambios puede introducir el actor. En cambio, en el otro modelo nada de esto se discute, porque el trabajo se atiene a la estructura tal como fue planteada, lo cual dio lugar para que pudiera dedicarme más al trabajo con los actores. Habiendo atravesado ambas experiencias de manera positiva, siento que esta última (en la que hay menos espacio para la improvisación y que, entiendo, es la forma en que se trabaja en las películas más profesionales) ha sido muy productiva y pienso que será la forma en que abordaré mis siguientes proyectos.
-Desde lo narrativo sus películas tienen como elemento común el uso de una especie de grilla que parece ordenar el relato. En Queen of Earth, por ejemplo, la historia está segmentada a partir de los días de una semana; para Golden Exits utilizó una serie de fechas que abarcan el paso de la primavera boreal; en tanto que The Color Wheel es una road-movie dividida en algo parecido a sketchs a partir de las distintas paradas en el camino. ¿Se trata de una decisión arbitraria o es parte de una estrategia de construcción narrativa?
-Me gusta trabajar sobre estructuras temporales muy claras, bien definidas. Eso permite que en medio de la película el espectador sepa en dónde se encuentra temporalmente. En Queen of Earth la película comienza un sábado y a la mitad ya estamos a miércoles. Me gusta que ese anclaje deje claro una especie de mapa temporal para orientarse dentro del relato. Es cierto que en el caso de Listen Up Philip este mecanismo no aparece de manera tan obvia o clara, sin embargo se mencionan ciertos datos específicos, como la Navidad o el inicio de clases, que representan marcas muy específicas para que uno pueda ubicarse. Sé que tiendo a gravitar hacia ese tipo de marcaciones del tiempo, porque siento que representan una instancia de seguridad estructural sobre la cual trabajar.
-Los títulos de sus películas parecen estar trabajados desde lo poético, como si se tratara de un verso dentro de un poema en el que se incluye una imagen metafórica que, si se lo consigue desentrañar, tal vez provea una clave oculta. Un filtro a través del cual releer la película. ¿De qué forma trabaja la instancia de darle un nombre a las películas?
-Sin dudas el título es una parte muy importante, fundamental, creo, de una película. Pero por más que tenga toda esa importancia y pueda ser útil para generar líneas de sentido, del mismo modo creo que ese sentido tampoco tiene que ser obvio. La instancia de encontrar el título suele ser un momento al que le dedico mucho tiempo y es un tema sobre el cual reflexiono bastante. Porque más allá del sentido, para saber que un título es el correcto también necesito sentir que suena bien, que es contundente no sólo desde el sentido sino también desde lo sonoro. Es lo que me pasa con The Color Wheel, que aún hoy, bastantes años después, a veces me encuentro a mi mismo repitiéndolo y me sigue sonando correcto. Después de todo yo soy, entre todas las personas del mundo, quien va a tener que convivir más tiempo con esos nombres, así que me parece importante estar seguro de cada uno. Es una de las partes esenciales del proceso de reflexión durante la escritura de un guión, que en total a mí me lleva entre seis meses y un año. Hasta que no llego al título correcto no puedo terminar de cerrar ese ciclo.
-¿Pero no tiene miedo que acaben resultando demasiado encriptados o herméticos y que un sector del público pierda parte de ese sentido que intenta darle a cada película a través del título?
-Si la película funciona bien siempre hay forma de poder reconectar con el título. Aunque también existe la posibilidad de que esto no suceda y eso tampoco está mal. Cuando estábamos trabajando en Golden Exits utilizamos como modelo aquella serie de películas de Éric Rohmer, las de los cuentos estacionales [Conte de printemps (1990); Conte d´hiver (1992); Conté d’été (1996) y Conte d’automne (1998)], cuyos títulos en sí mismos pueden no significar nada. Pero si en vez de ponerle a la película Golden Exits la hubiéramos llamado Un verano en Brooklyn no evocaría ni generaría las mismas sensaciones. Así que en un punto creo que el título debe evocar algo, pero sin definirlo en forma definitiva ni tan concreta. Por ejemplo, ¿qué es lo que quieren decir Sin aliento o Pulp Fiction en relación con esas películas? Nada en particular, pero son los títulos perfectos para ellas, es imposible pensarlas con cualquier otro.
-A partir de la cronología de sus películas es posible trazar una línea de evolución respecto de la forma en que sus personajes se conectan con la realidad. Desde los hermanos de The Color Wheel sumergidos en su mundo privado, pasando por la protagonista de Queen of Earth, que choca contra la realidad y se desmorona, hasta los personajes de Golden Exits, tan adaptados al mundo real como cualquier hijo de vecino. ¿Esa progresión se condice con su propia mirada de la realidad?
-Reconozco esa progresión y siento que también hay un camino trazado dentro de lo que escribí en los últimos 8 años. Sin embargo me costaría mucho llegar a algún tipo de definición respecto de eso y además creo que es una tarea que seguramente los críticos pueden hacer mejor. Tampoco puedo decir que yo haya cambiado respecto de la forma en que me vinculo con lo real. Sin embargo mis últimas dos películas sí representan un cambio para mí respecto de la idea de representación. En Queen of Earth la búsqueda estética estuvo orientada a tratar de que todos los elementos dejaran claro que aquello que se muestra es parte de una película y nada más, una ficción donde todo, desde la banda sonora a cuestiones de cámara, fuera muy exagerado: que no quedaran dudas de que uno estaba viendo una película. En cambio en Golden Exits intentamos trabajar de una forma más natural, crear un universo más parecido a nuestra propia percepción de la realidad.
Próximas proyecciones de las películas de la retrospectiva dedicada a Alex Ross Perry: Golden Exits, hoy a las 13:15 en el Arte Multiplex Belgrano; The Color Wheel, hoy a las 15:40 en Village Caballito; Impolex, viernes a las 17:30 en el Malba; Queen of Earth mañana a las 18:40 en el Arte Multiplex Belgrano; Listen Up Philip, domingo a las 13:15 en el Arte Multiplex Belgrano.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 23 de abril de 2017
LIBROS - Cuentos de los hermanos Grimm: Las capas de la realidad
Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, digamos, unos 200 años –205 para ser exactos—, dos hermanos. Sus nombres eran Jacobo y Guillermo Grimm, aunque en el barrio de Hanau, donde habían nacido, les decían Jacob y Wilhelm, porque Hanau queda en Alemania, cerca de Frankfurt, y ahí llaman de esa manera a todos los Jacobos y Guillermos. El caso es que ambos eran muy curiosos, inquietos y talentosos, pero también muy unidos. Jacobo tenía 27 años y era el mayor, aunque solo le llevaba uno a su hermano. Él era bibliotecario de Hanau desde que había cumplido los 20 y decidió llevar a Guillermo a trabajar con él, como secretario. No era raro que les gustara lo que hacían, porque los dos amaban los cuentos. Tanto que cuando eran chicos no había noche en que no obligaran a sus padres a contarles uno antes de dormir, y como estos se sabían muchos cuentos y siempre obedecían a sus hijos, los hermanos terminaron aprendiéndolos de memoria, igual que antes habían hecho sus padres, y sus abuelos antes que ellos.
Aunque recordaban esa enorme colección de historias, que había llegado hasta ellos viajando en el tiempo a través de esos puentes tendidos entre padres e hijos, nunca se les había ocurrido que con ese material pudiera hacerse algo más. Hasta que un día un emperador poderoso llamado Napoleón (que aunque era francés su nombre se dice igual en todas partes) decidió que quería ser el dueño del mundo y se lanzó a conquistar reinos vecinos. Ante la invasión de los ejércitos napoleónicos y como forma de defender su propia cultura, la tradición alemana, Jacobo y Guillermo decidieron juntar todas esas historias ancestrales en una enciclopedia de cuentos que sirviera para conservarlas. Decidieron bautizarla con el nombre de Cuentos de la Infancia y el Hogar y son aquellos que hoy se conocen como cuentos de hadas (o cuentos maravillosos).
Se trata de narraciones folklóricas algo terribles que, como se ha dicho, pertenecían al acervo oral y siempre describían acontecimientos extraños, por lo general atravesados por algún elemento sobrenatural. Como las fábulas, de casi todos ellos podía hacerse también una lectura moral. Editaron el primer volumen en 1812, un año de verdad aunque el número parezca un invento, y siguieron haciéndolo hasta 1815. Es cierto que después de eso consiguieron otras hazañas memorables, como ser docentes universitarios, un oficio que aún hoy sigue siendo heroico, pero Jacobo y Guillermo serán recordados para siempre sobre todo por haber cambiado el mundo con esos cuentos que se decidieron a ordenar dentro de sus libros.
Es probable que al leer esto alguno piense que es imposible cambiar el mundo solamente con unos cuentos. Es evidente que quienes piensan así se equivocan (o nunca han leido un cuento). No entienden la importancia que estos tienen, no solo cuando los padres se los cuentan a sus hijos antes de irse a dormir, sino como expresión que habla de la forma en que los seres humanos entendemos el mundo desde el confín de la historia. O la realidad, porque esta también es un relato, un cuento que existe porque todos decidimos creer en él, pero que está regido por las mismas leyes que gobiernan cualquier otra narración. Ellos no sabían nada de esto (o quizá sí y nunca lo dijeron), pero con el tiempo fue posible entender y descubrir a través de sus historias recopiladas muchas cosas acerca de la forma en que se construye el cuento de la realidad.
Blancanieves, La bella durmiente, La Cenicienta, Rapunzel, Los músicos de Bremen, Caperucita roja, Hansel y Gretel son algunas de los cientos de historias acumuladas en sus libros y su escueta mención alcanza para reconocer la influencia que aún tienen dentro de la cultura popular en todo el mundo. Cuentos muchas veces crueles, truculentos, sanguinarios, que desde que Jacobo y Guillermo los publicaran por primera vez se han ido ablandando. Aunque algunas versiones, las más entretenidas de leer, como esa Blancanieves publicada por la editorial Una Luna, cuyas ilustraciones recuerdan algunas de las fantasías siniestras creadas por el artista plástico suizo H. R. Giger, apuestan por conservar las atmósferas más oscuras del original.
Un poco a la manera de los sueños –que también son fantasías, pero que sin embargo hablan de quienes las sueñan—, los cuentos de Jacobo y Guillermo sirven para explicar los miedos, los deseos, los anhelos, las ambiciones, lo mejor y lo peor de las personas. Ese es el motivo por el cual sobrevivieron a lo largo del tiempo, primero montados sobre el viento de la palabra oral, luego, desde hace 205 años, sujetos al papel gracias a la voluntad de estos dos hermanos. En parte ellos son responsables de que desde hace dos siglos sea imposible pensar al mundo sin que los chicos les pidan a sus padres cuentos para dormir, que siempre empiezan aclarando aquello de "había una vez".
Artíulo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Aunque recordaban esa enorme colección de historias, que había llegado hasta ellos viajando en el tiempo a través de esos puentes tendidos entre padres e hijos, nunca se les había ocurrido que con ese material pudiera hacerse algo más. Hasta que un día un emperador poderoso llamado Napoleón (que aunque era francés su nombre se dice igual en todas partes) decidió que quería ser el dueño del mundo y se lanzó a conquistar reinos vecinos. Ante la invasión de los ejércitos napoleónicos y como forma de defender su propia cultura, la tradición alemana, Jacobo y Guillermo decidieron juntar todas esas historias ancestrales en una enciclopedia de cuentos que sirviera para conservarlas. Decidieron bautizarla con el nombre de Cuentos de la Infancia y el Hogar y son aquellos que hoy se conocen como cuentos de hadas (o cuentos maravillosos).
Se trata de narraciones folklóricas algo terribles que, como se ha dicho, pertenecían al acervo oral y siempre describían acontecimientos extraños, por lo general atravesados por algún elemento sobrenatural. Como las fábulas, de casi todos ellos podía hacerse también una lectura moral. Editaron el primer volumen en 1812, un año de verdad aunque el número parezca un invento, y siguieron haciéndolo hasta 1815. Es cierto que después de eso consiguieron otras hazañas memorables, como ser docentes universitarios, un oficio que aún hoy sigue siendo heroico, pero Jacobo y Guillermo serán recordados para siempre sobre todo por haber cambiado el mundo con esos cuentos que se decidieron a ordenar dentro de sus libros.
Es probable que al leer esto alguno piense que es imposible cambiar el mundo solamente con unos cuentos. Es evidente que quienes piensan así se equivocan (o nunca han leido un cuento). No entienden la importancia que estos tienen, no solo cuando los padres se los cuentan a sus hijos antes de irse a dormir, sino como expresión que habla de la forma en que los seres humanos entendemos el mundo desde el confín de la historia. O la realidad, porque esta también es un relato, un cuento que existe porque todos decidimos creer en él, pero que está regido por las mismas leyes que gobiernan cualquier otra narración. Ellos no sabían nada de esto (o quizá sí y nunca lo dijeron), pero con el tiempo fue posible entender y descubrir a través de sus historias recopiladas muchas cosas acerca de la forma en que se construye el cuento de la realidad.
Blancanieves, La bella durmiente, La Cenicienta, Rapunzel, Los músicos de Bremen, Caperucita roja, Hansel y Gretel son algunas de los cientos de historias acumuladas en sus libros y su escueta mención alcanza para reconocer la influencia que aún tienen dentro de la cultura popular en todo el mundo. Cuentos muchas veces crueles, truculentos, sanguinarios, que desde que Jacobo y Guillermo los publicaran por primera vez se han ido ablandando. Aunque algunas versiones, las más entretenidas de leer, como esa Blancanieves publicada por la editorial Una Luna, cuyas ilustraciones recuerdan algunas de las fantasías siniestras creadas por el artista plástico suizo H. R. Giger, apuestan por conservar las atmósferas más oscuras del original.
Un poco a la manera de los sueños –que también son fantasías, pero que sin embargo hablan de quienes las sueñan—, los cuentos de Jacobo y Guillermo sirven para explicar los miedos, los deseos, los anhelos, las ambiciones, lo mejor y lo peor de las personas. Ese es el motivo por el cual sobrevivieron a lo largo del tiempo, primero montados sobre el viento de la palabra oral, luego, desde hace 205 años, sujetos al papel gracias a la voluntad de estos dos hermanos. En parte ellos son responsables de que desde hace dos siglos sea imposible pensar al mundo sin que los chicos les pidan a sus padres cuentos para dormir, que siempre empiezan aclarando aquello de "había una vez".
Artíulo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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jueves, 20 de abril de 2017
CINE - "La Morgue" (The Autopsy of Jane Doe", de André Øvredal: La maldición de las mujeres
Mucho se le ha señalado al cine, y sobre todo al que produce la industria estadounidense, su carácter machista, la terquedad en hacer del hombre el dueño de la mirada con la cual se describe al mundo. Y el cine de terror quizá sea el ejemplo más acabado de ese perfil, ya que en la mayor parte de las producciones del género el lugar destinado a la mujer se reduce a tres roles básicos: la víctima, el objeto lujurioso y el origen del mal. Destinos que suelen subrayarse con elementos de la tradición cristiana. En La morgue, su primera película en inglés, el noruego André Øvredal parece haberlo entendido, haciendo que la protagonista cargue con el triple estigma. Con inteligencia, la historia incluye una cuarta característica, menos frecuente: la venganza.
La morgue (título en castellano que borra la presencia de lo femenino que en el original, La autopsia de Jane Doe, ocupaba el centro) comienza en la escena de un crimen en el que toda una familia ha sido masacrada sin que haya señales que delaten la entrada o la salida del asesino. Pero la mayor sorpresa es la presencia en el sótano del cadáver de una mujer desconocida que la policía encuentra a medio enterrar. A diferencia del resto de las víctimas, cuyos cuerpos fueron mutilados, el de esta joven permanece intacto.
Para tratar de dar con algún indicio, los restos de la chica son llevados a los forenses del pueblo, un hombre que junto a su hijo son tercera y cuarta generación en el negocio de estudiar a los muertos. El resto de la película transcurre en esa morgue donde el cadáver, en apariencia intacto, comienza a ser observado, abierto, diseccionado y expuesto. Hasta ese momento la chica ya ha pasado por víctima y por objeto, tanto en el plano metafórico (su cuerpo, que si bien representa un cadáver pertenece a una actriz joven y bonita, permanece desnudo durante toda la película) como literal, ya que los médicos lo manipulan a su antojo en el sentido más estricto. Será en el devenir de ese proceso quirúrgico y metódico en donde surgián las otras dos instancias.
Como si se tratara de una toma de conciencia de esos lugares a los que el género reduce lo femenino, La morgue pone en escena algo parecido a un pedido de disculpas a la figura de la mujer por tanto maltrato hecho película. Pero lo hace del modo más oportuno: poniéndolo en escena, haciendo que sus protagonistas masculinos consigan entender cuál es el lugar que les toca dentro de una cadena de ultrajes que su investigación remonta hasta el origen mismo de los Estados Unidos. Claro que se trata de una de terror, una de esas en las que el final no llega para dejar tranquilo a nadie sino todo lo contrario, y entonces no hay disculpa que valga. Y es que La morgue es también una historia protagonizada por hombres empecinados en apropiarse del cuerpo de esa mujer, al que bien se le puede adjudicar la representación de todas las mujeres que han sido violentadas por hombres hasta la muerte (y más allá), solo por cargar con el crimen freudiano de haber nacido sin pene. El mensaje parece claro: no hay forma de ocultar ese horror ni de tapar esa culpa. Nunca.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
La morgue (título en castellano que borra la presencia de lo femenino que en el original, La autopsia de Jane Doe, ocupaba el centro) comienza en la escena de un crimen en el que toda una familia ha sido masacrada sin que haya señales que delaten la entrada o la salida del asesino. Pero la mayor sorpresa es la presencia en el sótano del cadáver de una mujer desconocida que la policía encuentra a medio enterrar. A diferencia del resto de las víctimas, cuyos cuerpos fueron mutilados, el de esta joven permanece intacto.
Para tratar de dar con algún indicio, los restos de la chica son llevados a los forenses del pueblo, un hombre que junto a su hijo son tercera y cuarta generación en el negocio de estudiar a los muertos. El resto de la película transcurre en esa morgue donde el cadáver, en apariencia intacto, comienza a ser observado, abierto, diseccionado y expuesto. Hasta ese momento la chica ya ha pasado por víctima y por objeto, tanto en el plano metafórico (su cuerpo, que si bien representa un cadáver pertenece a una actriz joven y bonita, permanece desnudo durante toda la película) como literal, ya que los médicos lo manipulan a su antojo en el sentido más estricto. Será en el devenir de ese proceso quirúrgico y metódico en donde surgián las otras dos instancias.
Como si se tratara de una toma de conciencia de esos lugares a los que el género reduce lo femenino, La morgue pone en escena algo parecido a un pedido de disculpas a la figura de la mujer por tanto maltrato hecho película. Pero lo hace del modo más oportuno: poniéndolo en escena, haciendo que sus protagonistas masculinos consigan entender cuál es el lugar que les toca dentro de una cadena de ultrajes que su investigación remonta hasta el origen mismo de los Estados Unidos. Claro que se trata de una de terror, una de esas en las que el final no llega para dejar tranquilo a nadie sino todo lo contrario, y entonces no hay disculpa que valga. Y es que La morgue es también una historia protagonizada por hombres empecinados en apropiarse del cuerpo de esa mujer, al que bien se le puede adjudicar la representación de todas las mujeres que han sido violentadas por hombres hasta la muerte (y más allá), solo por cargar con el crimen freudiano de haber nacido sin pene. El mensaje parece claro: no hay forma de ocultar ese horror ni de tapar esa culpa. Nunca.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - 19º BAFICI, Día 1: Placeres Nocturnos
Para quienes han alimentado su cinefilia en la escuela ultrapop de la programación televisiva de los años ’80, cargada de género, irreverencia y la decisión consciente de abordar el cine no sólo como la expresión más moderna del arte clásico, sino como un universo lúdico y espectacular, sin dudas la sección Nocturna será su lugar en el mundo dentro del BAFICI. Dedicada a alimentar las trasnoches del festival porteño, Nocturna representa la posibilidad de conseguir resultados positivos en la búsqueda de lo más extraño, intrigante y entretenido del panorama del cine contemporáneo. Acá un recorrido posible, lamentablemente incompleto, por un listado en el que resulta difícil decidir qué película escoger y cual, por desgracia, dejar pasar. Ya se sabe: el tiempo es el bien más preciado y escaso en un festival de cine.
Directo desde las montañas suizas, gentileza del polaco Greg Zglinski, Animales pone en escena un complejo mecanismo siniestro en el que lo consciente y lo inconsciente (¿o tal vez subconsciente) tejen una trama que desafía los límites lógicos de la narración. No por nada Pablo Conde, programador del Festival de Cine de Mar del Plata y responsable ahí de Hora Cero, la sección hermana de esta Nocturna, señala el carácter inspirador que Relatividad, famosa obra del artista plástico holandés Maurits Escher, tendría en el guión de Animales. Una acomodada pareja vienesa decide tomarse un tiempo lejos de la rutina, lo cual les viene bien para encarar nuevos proyectos y poner distancia con la crisis que los acecha. En el trayecto atropellen a una oveja en la ruta y a partir de ahí todo comenzará a enrarecerse hasta esfumar los límites de real. Una película que tanto puede vincularse desde lo estético con el espíritu onírico de Algunas chicas de Santiago Palavecino o los trabajos del inglés Peter Strickland, como con aquel cuento tan citado por Borges, en el que no se sabía si el protagonista era un emperador chino soñando ser mariposa o una mariposa que soñaba ser emperador.
El policial más oscuro y el efectivo cine coreano hacen pie en la sección a través de Asura: la ciudad de la locura, de Kim Sung-soo, que a pesar de la rima que aligera la versión local de su título, responde a la perfección a lo más ominoso y violento de un género en el que dichos elementos no suelen escasear. Clásica historia de detective infiltrado en una organización delictiva, Asura remite inevitablemente a Infernal Affairs, obra maestra de los hongkoneses Alan Mak y Wai-Keung Lau, tan buena que consiguió que Martin Scorsese se aventurara a filmar un remake, la recordada Los infiltrados. Para el final Asura guarda una escena de alto impacto y violencia desbordada que traerá a la memoria aquella inolvidable coda de Tiro de gracia, de Phil Joanou, Michael Lee Baron (otra dupla), apología de la cámara lenta.
El documental como ficción (o viceversa) es el juego de espejos que parece proponer Empatía, del estadounidense Jeffrey Rovinelli: un retrato crudo y directo, pero no por ello exento de lívida belleza, de una prostituta de alto nivel, al que el eufemismo de escort no consigue quitarle del todo la mugre de la palabra más tradicional (y despectiva) utilizada para definir esa profesión a la que tantas veces se define como la más vieja del mundo, en lo que constituye uno de los más directos actos de desprecio por el lugar de la mujer en el mundo y uno de los menos discutidos. Por el contrario Empatía intenta justamente corporizar una mirada humana y, claro, empática de la realidad cotidiana a la que se exponen las chicas que deciden, por opción o falta de ellas, dedicarse al oficio de alquilar el propio cuerpo. Habrá que ver si la mirada estilizada y su circunscripción al mundo de la prostitución high class consigue aludir a un universo mucho más amplio y monstruoso, que incluye el secuestro, el tráfico y la esclavitud clandestina de personas.
Dentro del terreno de lo explicito no libre de provocación se encuentran dos títulos: Fluidø, de la taiwanesa Shu Lea-cheang y Las misándricas del canadiense Bruce LaBruce, N°1 en eso de provocar. La primera plantea una hipótesis futurista en un mundo en el que el HIV ha sido erradicado, pero en donde algunos de quienes portaron la enfermedad conservan como secuela indeseada la capacidad química de producir una potente droga que tanto es perseguida por la policía como por las corporaciones. En tanto que LaBruce, habitué del BAFICI, esta vez se infiltra en un comando radical de liberación femenina que combate el patriarcado, quienes justo reciben a un soldado herido que llega en busca de auxilio, en el momento en que ella se disponían a lanzar su ataque final. Ambas películas son una excusa para que sus directores se permitan volver a jugar con los cuerpos, las identidades y las infinitas posibilidades que las personas tienen en la actualidad de modelarse a sí mismas a imagen y semejanza ya no de Dios, sino de su propio deseo.
Como si se tratara de un cuento de hadas gótico, La bruja del amor, de Anna Biller, cuenta la historia de una joven bruja con ganas de enamorarse y ser amada, quien lanzada a seducir y hechizar hombres acaba resbalando hacia la locura. Sólo que aquí esa locura procede del deseo de una mujer que perteneciendo a una clase que históricamente ha sido rechazada, temida y cazada por los hombres, intenta encajar en un molde que no es el suyo: el de la mujer sumisa y siempre dispuesta a los deseos del otro. Un argumento que parece abordar la tradicional idea del amor romántico como un instrumento de alienación, útil para seguir sometiendo a la mujer a un rol que ya no la satisface, porque tal vez nunca lo haya hecho.
Como si se tratara de un evento inevitable, el nombre de Takashi Miike vuelve a formar parte de las trasnoches baficianas. Suerte de copia en negativo (¿o positivo?) de la recién comentada Asura, La canción del topo – Capriccio de Hong Kong también se mete en el universo de los infiltrados, pero desde el delirio más absoluto y tratándose de Miike no podía ser de otra manera. Porque esta vez el encargado de convertirse en doble agente es un detective que cuenta con el despreciable mérito de ser el graduado con peores calificaciones en la historia de la academia de policía. Como suele ocurrir en gran parte de su filmografía, el inclasificable cineasta japonés vuelve a darle vida a un ejército de freaks dispuestos a entregar la versión más absurda, caprichosa y descontrolada de la realidad y, tal vez por eso, la más fiel a un mundo cada vez más desbocado, incomprensible y ajeno. La presencia de una película de Miike es motivo más que suficiente para justificar la existencia de la sección Nocturna. Pura felicidad.
La sección –extensa, heterogénea e imperdible— completa su programación con la francesa Terapia, de Nathan Ambrosioni; El vacío, de los canadienses Jeremy Gillespie y Steven Kosntaski; La niña con todos los dones, del escocés Colm McCarthy; Prevancha, de la también británica Alice Lowe; Rey Dave, de otro canadiense, Daniel Grou; la vietnamita KFC, de Lê Bình Giang; Sabuesos del amor, del australiano Ben Young; Higanjima: la isla de los vampiros, del tocayo de Miike, Takeshi Watanabe; la crota Goran, de Nevio Marasovic; y Buena suerte, de Chung Mong-hong, también de Taiwán. Y una colección de cortos animados del estudio suizo Hélíum Films.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Directo desde las montañas suizas, gentileza del polaco Greg Zglinski, Animales pone en escena un complejo mecanismo siniestro en el que lo consciente y lo inconsciente (¿o tal vez subconsciente) tejen una trama que desafía los límites lógicos de la narración. No por nada Pablo Conde, programador del Festival de Cine de Mar del Plata y responsable ahí de Hora Cero, la sección hermana de esta Nocturna, señala el carácter inspirador que Relatividad, famosa obra del artista plástico holandés Maurits Escher, tendría en el guión de Animales. Una acomodada pareja vienesa decide tomarse un tiempo lejos de la rutina, lo cual les viene bien para encarar nuevos proyectos y poner distancia con la crisis que los acecha. En el trayecto atropellen a una oveja en la ruta y a partir de ahí todo comenzará a enrarecerse hasta esfumar los límites de real. Una película que tanto puede vincularse desde lo estético con el espíritu onírico de Algunas chicas de Santiago Palavecino o los trabajos del inglés Peter Strickland, como con aquel cuento tan citado por Borges, en el que no se sabía si el protagonista era un emperador chino soñando ser mariposa o una mariposa que soñaba ser emperador.
El policial más oscuro y el efectivo cine coreano hacen pie en la sección a través de Asura: la ciudad de la locura, de Kim Sung-soo, que a pesar de la rima que aligera la versión local de su título, responde a la perfección a lo más ominoso y violento de un género en el que dichos elementos no suelen escasear. Clásica historia de detective infiltrado en una organización delictiva, Asura remite inevitablemente a Infernal Affairs, obra maestra de los hongkoneses Alan Mak y Wai-Keung Lau, tan buena que consiguió que Martin Scorsese se aventurara a filmar un remake, la recordada Los infiltrados. Para el final Asura guarda una escena de alto impacto y violencia desbordada que traerá a la memoria aquella inolvidable coda de Tiro de gracia, de Phil Joanou, Michael Lee Baron (otra dupla), apología de la cámara lenta.
El documental como ficción (o viceversa) es el juego de espejos que parece proponer Empatía, del estadounidense Jeffrey Rovinelli: un retrato crudo y directo, pero no por ello exento de lívida belleza, de una prostituta de alto nivel, al que el eufemismo de escort no consigue quitarle del todo la mugre de la palabra más tradicional (y despectiva) utilizada para definir esa profesión a la que tantas veces se define como la más vieja del mundo, en lo que constituye uno de los más directos actos de desprecio por el lugar de la mujer en el mundo y uno de los menos discutidos. Por el contrario Empatía intenta justamente corporizar una mirada humana y, claro, empática de la realidad cotidiana a la que se exponen las chicas que deciden, por opción o falta de ellas, dedicarse al oficio de alquilar el propio cuerpo. Habrá que ver si la mirada estilizada y su circunscripción al mundo de la prostitución high class consigue aludir a un universo mucho más amplio y monstruoso, que incluye el secuestro, el tráfico y la esclavitud clandestina de personas.
Dentro del terreno de lo explicito no libre de provocación se encuentran dos títulos: Fluidø, de la taiwanesa Shu Lea-cheang y Las misándricas del canadiense Bruce LaBruce, N°1 en eso de provocar. La primera plantea una hipótesis futurista en un mundo en el que el HIV ha sido erradicado, pero en donde algunos de quienes portaron la enfermedad conservan como secuela indeseada la capacidad química de producir una potente droga que tanto es perseguida por la policía como por las corporaciones. En tanto que LaBruce, habitué del BAFICI, esta vez se infiltra en un comando radical de liberación femenina que combate el patriarcado, quienes justo reciben a un soldado herido que llega en busca de auxilio, en el momento en que ella se disponían a lanzar su ataque final. Ambas películas son una excusa para que sus directores se permitan volver a jugar con los cuerpos, las identidades y las infinitas posibilidades que las personas tienen en la actualidad de modelarse a sí mismas a imagen y semejanza ya no de Dios, sino de su propio deseo.
Como si se tratara de un cuento de hadas gótico, La bruja del amor, de Anna Biller, cuenta la historia de una joven bruja con ganas de enamorarse y ser amada, quien lanzada a seducir y hechizar hombres acaba resbalando hacia la locura. Sólo que aquí esa locura procede del deseo de una mujer que perteneciendo a una clase que históricamente ha sido rechazada, temida y cazada por los hombres, intenta encajar en un molde que no es el suyo: el de la mujer sumisa y siempre dispuesta a los deseos del otro. Un argumento que parece abordar la tradicional idea del amor romántico como un instrumento de alienación, útil para seguir sometiendo a la mujer a un rol que ya no la satisface, porque tal vez nunca lo haya hecho.
Como si se tratara de un evento inevitable, el nombre de Takashi Miike vuelve a formar parte de las trasnoches baficianas. Suerte de copia en negativo (¿o positivo?) de la recién comentada Asura, La canción del topo – Capriccio de Hong Kong también se mete en el universo de los infiltrados, pero desde el delirio más absoluto y tratándose de Miike no podía ser de otra manera. Porque esta vez el encargado de convertirse en doble agente es un detective que cuenta con el despreciable mérito de ser el graduado con peores calificaciones en la historia de la academia de policía. Como suele ocurrir en gran parte de su filmografía, el inclasificable cineasta japonés vuelve a darle vida a un ejército de freaks dispuestos a entregar la versión más absurda, caprichosa y descontrolada de la realidad y, tal vez por eso, la más fiel a un mundo cada vez más desbocado, incomprensible y ajeno. La presencia de una película de Miike es motivo más que suficiente para justificar la existencia de la sección Nocturna. Pura felicidad.
La sección –extensa, heterogénea e imperdible— completa su programación con la francesa Terapia, de Nathan Ambrosioni; El vacío, de los canadienses Jeremy Gillespie y Steven Kosntaski; La niña con todos los dones, del escocés Colm McCarthy; Prevancha, de la también británica Alice Lowe; Rey Dave, de otro canadiense, Daniel Grou; la vietnamita KFC, de Lê Bình Giang; Sabuesos del amor, del australiano Ben Young; Higanjima: la isla de los vampiros, del tocayo de Miike, Takeshi Watanabe; la crota Goran, de Nevio Marasovic; y Buena suerte, de Chung Mong-hong, también de Taiwán. Y una colección de cortos animados del estudio suizo Hélíum Films.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 16 de abril de 2017
CINE - "Bienaventurados los mansos", de Patricio Escobar: A Dios... con el mazo dando
Desmontar la construcción de una institución milenaria como la Iglesia Católica, uno de los pilares sobre los que se edificó la cultura de Occidente y que sigue siendo uno de los grandes centros desde donde se construye el poder en el mundo, no es una tarea sencilla. No importa si se está a favor o en contra de ella: retratar a la Iglesia, sus ideas, su lugar en la Historia y el rol que sigue ocupando en el presente, intentando mantener una mirada imparcial, ciertamente es una tarea digna de algún tipo de Hércules intelectual. Tal parece haber sido, en principio, el objetivo del director Patricio Escobar con su documental Bienaventurados los mansos, que esta semana puede verse en el cine Gaumont, en dos funciones diarias.
Haciendo pie en el lugar que la Iglesia ocupa en la actualidad, Escobar recorre los anales de la institución en busca de dar con las explicaciones que sirvan para entender el tremendo poder que esta tiene, incluso más allá de lo religioso. Para ello recurre a una larga lista de fuentes (muy) autorizadas para hablar tanto a favor de su trabajo caritativo al interior de las comunidades y en favor de los desfavorecidos por las estructuras de las sociedades, como en contra de su discutible rol político en la historia de mundial, que la involucran en algunos de los momentos más oscuros de los que se tengan memoria.
A partir de ese rosario de voces, Bienaventurados los mansos propone una discusión entre defensores y detractores, en la que rápidamente los argumentos de unos y otros pueden agruparse en dos grandes grupos. Los que se manifiesten a favor pondrán el acento en la labor de base de la Iglesia, su trabajo con pobres, necesitados, enfermos y demás parias sociales.
Por su parte, quienes la atacan recurrirán a una mirada macro, desde donde es posible contemplar su innegable rol político, como así también el extenso listado de escándalos a los fue y sigue siendo asociada. Los consultados dotan al trabajo de Escobar de una polifonía que consigue representar de manera bastante fiel los argumentos e intereses de un lado y otro.
La enumeración de nombres es abrumadora. En un rincón los monseñores José María Arancedo, Jorge Casaretto y Antonio Baseotto; Roberto Bosca, miembro del Opus Dei; Gabriela Cicalese, vice directora nacional de Caritas; o Francisco Olveira, cura párroco de la Isla Maciel. Del otro Rubén Dri, teólogo y ex sacerdote; el abogado y filósofo Aníbal D’Aura, autor del libro El hombre, Dios y el estado; el psiquiatra Enrique Stola, acompañante terapéutico de una de las víctimas de abuso sexual del padre Grassi; o Emiliano Fittipaldi, periodista de la revista italiana L’Espresso que reveló múltiples casos de corrupción económica en el Vaticano. Más o menos en el medio, Guillermo Olivieri, secretario de culto de la nación 2003-2015.
De correcta construcción cinematográfica, aunque conservadora (o limitada) en el manejo de los recursos, si algo se le puede criticar a Bienaventurados los mansos es cierta parcialidad. Si bien parece darle más espacio a las voces que defienden las posiciones de la Iglesia, el orden en que los testimonios son presentados siempre le da la última palabra a los detractores. Una estructura de montaje dispuesta de modo tal que cada serie de argumentos esgrimidos a favor de la Iglesia es seguida de otra, de signo contrario, encargada de desarticular a la primera.
De ese modo enseguida se vuelve evidente de qué lado de la discusión se ubica la película. Que los últimos fotogramas estén reservados a la figura del filósofo del siglo XVI Giordano Bruno, apóstata o hereje según quien lo mire, quemado vivo por la Inquisición, no hace más que confirmarlo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Haciendo pie en el lugar que la Iglesia ocupa en la actualidad, Escobar recorre los anales de la institución en busca de dar con las explicaciones que sirvan para entender el tremendo poder que esta tiene, incluso más allá de lo religioso. Para ello recurre a una larga lista de fuentes (muy) autorizadas para hablar tanto a favor de su trabajo caritativo al interior de las comunidades y en favor de los desfavorecidos por las estructuras de las sociedades, como en contra de su discutible rol político en la historia de mundial, que la involucran en algunos de los momentos más oscuros de los que se tengan memoria.
A partir de ese rosario de voces, Bienaventurados los mansos propone una discusión entre defensores y detractores, en la que rápidamente los argumentos de unos y otros pueden agruparse en dos grandes grupos. Los que se manifiesten a favor pondrán el acento en la labor de base de la Iglesia, su trabajo con pobres, necesitados, enfermos y demás parias sociales.
Por su parte, quienes la atacan recurrirán a una mirada macro, desde donde es posible contemplar su innegable rol político, como así también el extenso listado de escándalos a los fue y sigue siendo asociada. Los consultados dotan al trabajo de Escobar de una polifonía que consigue representar de manera bastante fiel los argumentos e intereses de un lado y otro.
La enumeración de nombres es abrumadora. En un rincón los monseñores José María Arancedo, Jorge Casaretto y Antonio Baseotto; Roberto Bosca, miembro del Opus Dei; Gabriela Cicalese, vice directora nacional de Caritas; o Francisco Olveira, cura párroco de la Isla Maciel. Del otro Rubén Dri, teólogo y ex sacerdote; el abogado y filósofo Aníbal D’Aura, autor del libro El hombre, Dios y el estado; el psiquiatra Enrique Stola, acompañante terapéutico de una de las víctimas de abuso sexual del padre Grassi; o Emiliano Fittipaldi, periodista de la revista italiana L’Espresso que reveló múltiples casos de corrupción económica en el Vaticano. Más o menos en el medio, Guillermo Olivieri, secretario de culto de la nación 2003-2015.
De correcta construcción cinematográfica, aunque conservadora (o limitada) en el manejo de los recursos, si algo se le puede criticar a Bienaventurados los mansos es cierta parcialidad. Si bien parece darle más espacio a las voces que defienden las posiciones de la Iglesia, el orden en que los testimonios son presentados siempre le da la última palabra a los detractores. Una estructura de montaje dispuesta de modo tal que cada serie de argumentos esgrimidos a favor de la Iglesia es seguida de otra, de signo contrario, encargada de desarticular a la primera.
De ese modo enseguida se vuelve evidente de qué lado de la discusión se ubica la película. Que los últimos fotogramas estén reservados a la figura del filósofo del siglo XVI Giordano Bruno, apóstata o hereje según quien lo mire, quemado vivo por la Inquisición, no hace más que confirmarlo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 13 de abril de 2017
CINE - "Un jefe en pañales" (The Boss Baby), de Tom McGrath: Hermano, un espejo siniestro
No hace falta decir que, de Caín y Abel en adelante, los conflictos entre hermanos han alimentado buena parte de la ficción universal y de esa excusa argumental se sirve esta vez el cine infantil. Porque Un jefe en pañales, de Tom McGrath, no se trata de otra cosa que de los celos y las miserias que provocan en la mayoría de las personas la llegada de un hermano y de la discordia que suele signar muchas veces estos vínculos. Y, claro, de la posterior aceptación de ese otro tan extraño y por qué no siniestro, en cuanto tiene de uno tanto como ningún otro ser humano en el planeta. Ahí reside el nudo del problema. Por supuesto que tratándose de una película infantil acá no se llega a los extremos bíblicos, aunque tampoco se elude plantear la cosa como un desafío a muerte, al menos en los términos en que esta puede ser tramitada por un chico de 10 años y su hermanito recién nacido que en este caso, es cierto, cuenta con algunas capacidades especiales intimidantes.
Tim, el protagonista, es un chico con una infancia que, de tan feliz, él mismo, ya adulto y cargando con el rol de narrador en off, no duda en definir como perfecta. Una perfección obviamente infantil, en donde lo único que importa es tener a papá y mamá a su completa disposición las 24 horas del día, todos los días. Todo eso se termina en el momento en que llega a casa el hermano menor que, al menos a los ojos de Tim, es todo un farsante. La película muestra con gracia la forma en que el arribo del bebé trastoca la vida familiar y retrata al recién llegado como una especie de monstruo despótico bien consciente de su poder de manipulación. Poder que, sin embargo, sólo parece ser percibido por Tim, quien además es el principal perjudicado con los cambios que la nueva presencia le impone a la dinámica del hogar.
Tal vez el mayor mérito de Un jefe en pañales resida en su capacidad para sacarle jugo a la fórmula de ver a la figura del hermano como espejo deformante, en donde todos los caprichos que al protagonista le parecían maravillosos aplicados a sí mismo, comienzan a volverse odiosos cuando son explotados por ese otro tan parecido a uno. La figura del hermano como némesis es la que ordena el relato. Por supuesto que la película lleva esa idea a un extremo absurdo, convirtiendo al bebé en uno de los gerentes de la empresa Baby Corp., encargada de mandar desde el cielo a cada bebé con su correspondiente familia, que se encuentra en una misión especial.
Con astucia y valiéndose de la imaginación hiperactiva del protagonista, la película maneja la historia con ambigüedad, aunque plantando la evidencia necesaria para dejar claro que lo que cuenta un Tim ya adulto no es sino un relato de su propia fantasía. La película se permite una serie de ironías a partir del juego de las diferencias entre las miradas progres y conservadoras dentro de la cultura estadounidense y da cuenta de una paleta de influencias que van de la alusión a la estética de los dibujos animados de los años ‘40 y ‘50 a una serie de citas que hablan de una cinefilia bien pop, que incluyen desde Indiana Jones o El Señor de los Anillos a Mary Poppins, entre otras.
Un jefe en pañales es una comedia de gran agilidad y poder de impacto, de esas que no dejan espacio ocioso y cada instancia dentro de su línea de tiempo se encuentra ocupada por un nuevo gag. Así, el promedio resultante de la fórmula risas por minuto es abrumador. La película responde a una estructura a la que los estudios Dreamworks, responsables de la producción, suelen recurrir con frecuencia y que marca la gran diferencia con Pixar, sus “hermanos mayores”, principales competidores y líderes en la industria del cine infantil. Mientras que el sello que forma parte del conglomerado Disney ha alcanzado el grado de maestría en eso de contar una historia poniendo en primer lugar el desarrollo de la trama, en Dreamworks suelen organizar las estructuras narrativas a partir de módulos a los que se intenta explotar al máximo, siendo el relato completo el resultado de la continuidad de dichos episodios. Como ocurría en Shrek 2 o Madagascar 3 (también dirigida por McGrath, quien suele prestar su voz a muchos personajes de películas de Dreamworks), ese es el orden que rige el devenir de Un jefe en pañales. Y aunque eso puede ser visto como una muestra de debilidad, lo cierto es que en este caso la fórmula resulta eficaz.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Tim, el protagonista, es un chico con una infancia que, de tan feliz, él mismo, ya adulto y cargando con el rol de narrador en off, no duda en definir como perfecta. Una perfección obviamente infantil, en donde lo único que importa es tener a papá y mamá a su completa disposición las 24 horas del día, todos los días. Todo eso se termina en el momento en que llega a casa el hermano menor que, al menos a los ojos de Tim, es todo un farsante. La película muestra con gracia la forma en que el arribo del bebé trastoca la vida familiar y retrata al recién llegado como una especie de monstruo despótico bien consciente de su poder de manipulación. Poder que, sin embargo, sólo parece ser percibido por Tim, quien además es el principal perjudicado con los cambios que la nueva presencia le impone a la dinámica del hogar.
Tal vez el mayor mérito de Un jefe en pañales resida en su capacidad para sacarle jugo a la fórmula de ver a la figura del hermano como espejo deformante, en donde todos los caprichos que al protagonista le parecían maravillosos aplicados a sí mismo, comienzan a volverse odiosos cuando son explotados por ese otro tan parecido a uno. La figura del hermano como némesis es la que ordena el relato. Por supuesto que la película lleva esa idea a un extremo absurdo, convirtiendo al bebé en uno de los gerentes de la empresa Baby Corp., encargada de mandar desde el cielo a cada bebé con su correspondiente familia, que se encuentra en una misión especial.
Con astucia y valiéndose de la imaginación hiperactiva del protagonista, la película maneja la historia con ambigüedad, aunque plantando la evidencia necesaria para dejar claro que lo que cuenta un Tim ya adulto no es sino un relato de su propia fantasía. La película se permite una serie de ironías a partir del juego de las diferencias entre las miradas progres y conservadoras dentro de la cultura estadounidense y da cuenta de una paleta de influencias que van de la alusión a la estética de los dibujos animados de los años ‘40 y ‘50 a una serie de citas que hablan de una cinefilia bien pop, que incluyen desde Indiana Jones o El Señor de los Anillos a Mary Poppins, entre otras.
Un jefe en pañales es una comedia de gran agilidad y poder de impacto, de esas que no dejan espacio ocioso y cada instancia dentro de su línea de tiempo se encuentra ocupada por un nuevo gag. Así, el promedio resultante de la fórmula risas por minuto es abrumador. La película responde a una estructura a la que los estudios Dreamworks, responsables de la producción, suelen recurrir con frecuencia y que marca la gran diferencia con Pixar, sus “hermanos mayores”, principales competidores y líderes en la industria del cine infantil. Mientras que el sello que forma parte del conglomerado Disney ha alcanzado el grado de maestría en eso de contar una historia poniendo en primer lugar el desarrollo de la trama, en Dreamworks suelen organizar las estructuras narrativas a partir de módulos a los que se intenta explotar al máximo, siendo el relato completo el resultado de la continuidad de dichos episodios. Como ocurría en Shrek 2 o Madagascar 3 (también dirigida por McGrath, quien suele prestar su voz a muchos personajes de películas de Dreamworks), ese es el orden que rige el devenir de Un jefe en pañales. Y aunque eso puede ser visto como una muestra de debilidad, lo cierto es que en este caso la fórmula resulta eficaz.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 9 de abril de 2017
LIBROS - "Familias de cereal" de Tomás Sánchez Bellocchio: La realidad vista a través de un vidrio frágil y turbio
Si bien es cierto que las doce narraciones que integran el libro dan cuenta de situaciones que bien pueden ser enmarcadas dentro de lo que por lo general es definido como realismo –es decir, que abordan los hechos que eligen narrar ateniéndose de manera más o menos estricta a las leyes de la realidad–, también lo es que todos ellos transcurren en atmosferas extrañas, enrarecidas. Y aunque Sánchez Bellocchio nunca se permite transgredir esa frontera que lo colocaría de lleno dentro del territorio de lo fantástico, tampoco puede evitar (ni parece haberlo intentado) que una constante sensación de irrealidad se arrastre por todo el libro, de principio a fin, aprovechando las excusas que le proveen las inevitables grietas de lo real. Pero entonces, ¿son o no son realistas los cuentos incluidos en Familias de cereal?
La literatura de Sánchez Bellocchio se caracteriza por el lugar en que sus narradores se ubican ante la realidad. Tanto en aquellos que se desarrollan en primera persona como en los que son abordados desde la tercera, hay cierto carácter oblicuo que determina la forma en que los hechos son narrados. Como si no fuera posible entrar en contacto con la realidad si no es a través de un vidrio sucio y endeble que distorsiona la forma en que los hechos y las imágenes son percibidos. De ese modo, en sus cuentos la mirada se convierte en un filtro que en lugar de purificar, acaba por contaminar cada uno de los relatos que, sin llegar a extremos de volverse fantásticos, sin embargo no pueden sino acabar por resultar extraños.
La facilidad con que el autor es capaz de acumular relatos encadenados dentro del limitado espacio del cuento breve, conspira para generar la sensación de estar frente al registro de una serie de estados alterados. En el cuento que le da título al libro, el protagonista cuenta la pasión que durante su infancia sintió por la publicidad. Mientras el resto de los chicos gustaban del fútbol o las películas, él disfrutaba de la publicidad. Así cuenta como junto a dos vecinitos empezó a filmar publicidades para los negocios del barrio. Sin embargo lo que comienza siendo un típico relato de crecimiento, eso que en cine suele llamarse coming of age, de golpe se trastorna cuando el protagonista filma por casualidad una de las discusiones que sus padres tienen cada vez con más frecuencia. En lugar de fingir que nada pasa, es decir, lo que haría en la realidad cualquier par de padres, en el cuento comienzan a actuar situaciones inverosímiles para la cámara, como si cada vez fueran parte de una película distinta. Una actitud que si bien es improbable, no deja de formar parte de una realidad posible. En esa capacidad reiterada para encontrarle a sus cuentos siempre una opción inesperada dentro del menú de la realidad, reside la habilidad de Sánchez Bellocchio.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
viernes, 7 de abril de 2017
LIBROS - Poesía japonesa: Símbolos e imágenes
Dentro de la producción literaria del Japón –aunque la percepción puede extenderse a todas las culturas orientales—, la que más fascina al lector occidental es la poesía. El origen de ese misterio quizá se encuentre en el abismo conceptual que separa las lógicas de los idiomas de uno y otro hemisferio, polaridad que alcanza su punto más distante en el ámbito de la palabra escrita.
Para la mirada de quien observa desde el otro extremo del mundo, las lenguas orientales intrigan por cierto carácter poético implícito en sus sistemas simbólicos, compuestos no por letras sino por ideogramas que comunican ideas o imágenes complejas en lugar de palabras. La escritora Anna Kazumi Stahl, radicada desde hace muchos años en la Argentina pero nacida en Nueva Orleans, hija de una madre japonesa y un padre estadounidense descendiente de alemanes, aporta una serie de conceptos e ideas que ayudan a salvar esta brecha no exenta de fantasías, aunque de ninguna manera pretende dar respuestas comprensivas absolutas sobre la lengua o la poesía japonesas.
“Muchos críticos e historiadores indican que en sus orígenes la poesía japonesa manifiesta la doble dimensión de una poesía que debe su sistema de escritura más conceptual (el de los ideogramas) a otra lengua (la china)”, dice Kazumi Stahl, confirmando que efectivamente existe un vínculo íntimo entre la lengua, su forma, y las formas poéticas propias del Japón. Pero a su vez, aclara, “la oralidad japonesa de palabras multi-silabicas y términos compuestos” le aporta a esa poética “un natural apoyo en cuestiones de métrica y ritmo de las frases en tiempo real, habladas o cantadas, o susurradas”.
La poesía japonesa suele estar limitada en el imaginario popular a su género más tradicional, el haiku. Aun así tampoco es tanto ni demasiado profundo lo que se conoce sobre este juego poético basado en la brevedad. Para Kazumi Stahl suena lógico que “a muchos en occidente les resulte subjetivamente familiar la idea de haiku como forma de poesía japonesa”, circunstancia que tal vez se deba a su mencionada brevedad “e incluso a su conteo estricto de diecisiete silabas, en un formato de 5-7-5”. Como ocurre con los ideogramas, “los haiku presentan un concepto a través de imágenes concretas, muchas veces de la cotidianidad, y deben incluir una palabra estacional (kigo), que refiere a la naturaleza, y un término que efectúa o invita a un corte (kireji), que se coloca estratégicamente entre dos imágenes o ideas, con el efecto de provocar un pensamiento o revelación especial”.
Asimismo la escritora llama la atención sobre el hecho de que “la brevedad del haiku es casi opuesta al proceso de contemplación y de activo pensamiento que lo incita”. “La práctica poética lleva también a intentar alejar el ego del proceso creativo”, agrega, “y permite que el entorno sea canalizado a través del ser humano, quien traduce momentos de la realidad percibida en forma lingüística.” Sin embargo la producción poética del Japón no se limita al haiku, sino que incluye otras formas de las cuales también es oportuno tener algunas referencias.
“Existe una forma muy elitista de la poesía clásica en japonés (o waka), que irónicamente se ha vuelto la más popular en el periodo contemporáneo”, revela Kazumi Stahl. Se trata del tanka, una forma algo más larga que el haiku organizada a partir de cinco líneas divididas en unidades de 5-7-5-7-7 silabas cada una. “La composición de tanka constituye hoy una práctica poética en las vidas de personas que no se identificarían como poetas”, agrega la escritora, “sino que más bien se trata de un espacio íntimo o de reflexión que cada quien abre en su vida diaria, en el que se destilan vivencias y percepciones propias, volcándolas en esta forma breve”. Y cuenta que “hoy día existen clubes de tanka por todas partes y las personas llevan esta práctica poética como parte de sus vidas personales y comunitarias”.
A este respecto la escritora se permite una observación acerca de cómo estos clubes de tanka funcionan como una alegoría, ya que la práctica poética en grupo que en ellos se desarrolla “revela la característica colectivista de la cultura y de la mentalidad japonesa”. Y cuenta que en el Japón de antaño “hubo otra forma poética colectiva importante, denominada renga”, suerte de cadáver exquisito a la japonesa en el que “dos o más poetas componían un poema largo a través de módulos de extensión breve (de 5-7-5 silabas o de 7-7 silabas) en cadena o en rondas”. El universo de la poesía japonesa va ampliando sus fronteras para los no iniciados.
“Hay otro género llamado jisei, que es el poema formulado antes del momento de irse de la vida”, cuenta Kazumi Stahl y agrega que aunque “hay jisei en la forma de haiku, mayormente responde a la forma de tanka”. La idea de una poesía formulada ante la conciencia de la propia muerte resulta sobrecogedora y la autora de los libros Catástrofes naturales y Flores de un solo día, ambos publicados en la Argentina, revela otros detalles. Cuenta que los poemas jisei se encuentran arraigados en la filosofía budista, que suelen ser escritos por monjes zen o guerreros samurái contemplando la muerte próxima, y que “expresan una toma de conciencia repentina y forzosamente concreta del mundo material y vivencial como, según reza el dogma budista, inconstante, efímero y más allá del control humano”.
Aunque la fantasía occidental haya limitado su conocimiento sobre poesía japonesa al haiku, Kazumi Stahl aclara que “la forma poética kanshi (en chino o en estilo chino) tiene bastante más que ver con el sistema de escritura en ideogramas y también lleva reglas que piden poner atención en las rimas”. Menos popular que las formas relacionadas con la lengua japonesa y la oralidad, la escritora cuenta que el kanshi “se enseñaba en los colegios dentro de la historia literaria antigua hasta mediados del siglo XX”. Su caída en desuso puede ser vista como una de las grandes consecuencias de la Segunda Guerra Mundial sobre la cultura tradicional japonesa. Cuenta la escritora que al terminar la guerra “la ocupación militar estadounidense impuso cambios en las políticas educativas, simplificando y disminuyendo la cantidad y las prácticas más complejas relacionadas con los ideogramas”. El kanshi era una de ellas.
A pesar de la idea de severidad trascendental que vincula al haiku con el pensamiento budista o las corrientes más severas y austeras del zen, Kazumi Stahl agrega que también existen “géneros de la forma poética breve japonesa que se caracterizan por su levedad o ironía acerca de la condición humana, obien por cierto humor”. Y menciona el senryu, forma similar al haiku que lleva el nombre de un poeta de finales del Periodo Edo,“quien escribía poemas en la forma breve pero liberados de las pautas de kigo y kireji, aprovechando dicha soltura para comentar con humor las debilidades humanas”. Un ejemplo: “Sí, muy bonito / ¡Cierra la ventana ya! / Luna invernal.”
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.
Para la mirada de quien observa desde el otro extremo del mundo, las lenguas orientales intrigan por cierto carácter poético implícito en sus sistemas simbólicos, compuestos no por letras sino por ideogramas que comunican ideas o imágenes complejas en lugar de palabras. La escritora Anna Kazumi Stahl, radicada desde hace muchos años en la Argentina pero nacida en Nueva Orleans, hija de una madre japonesa y un padre estadounidense descendiente de alemanes, aporta una serie de conceptos e ideas que ayudan a salvar esta brecha no exenta de fantasías, aunque de ninguna manera pretende dar respuestas comprensivas absolutas sobre la lengua o la poesía japonesas.
“Muchos críticos e historiadores indican que en sus orígenes la poesía japonesa manifiesta la doble dimensión de una poesía que debe su sistema de escritura más conceptual (el de los ideogramas) a otra lengua (la china)”, dice Kazumi Stahl, confirmando que efectivamente existe un vínculo íntimo entre la lengua, su forma, y las formas poéticas propias del Japón. Pero a su vez, aclara, “la oralidad japonesa de palabras multi-silabicas y términos compuestos” le aporta a esa poética “un natural apoyo en cuestiones de métrica y ritmo de las frases en tiempo real, habladas o cantadas, o susurradas”.
La poesía japonesa suele estar limitada en el imaginario popular a su género más tradicional, el haiku. Aun así tampoco es tanto ni demasiado profundo lo que se conoce sobre este juego poético basado en la brevedad. Para Kazumi Stahl suena lógico que “a muchos en occidente les resulte subjetivamente familiar la idea de haiku como forma de poesía japonesa”, circunstancia que tal vez se deba a su mencionada brevedad “e incluso a su conteo estricto de diecisiete silabas, en un formato de 5-7-5”. Como ocurre con los ideogramas, “los haiku presentan un concepto a través de imágenes concretas, muchas veces de la cotidianidad, y deben incluir una palabra estacional (kigo), que refiere a la naturaleza, y un término que efectúa o invita a un corte (kireji), que se coloca estratégicamente entre dos imágenes o ideas, con el efecto de provocar un pensamiento o revelación especial”.
Asimismo la escritora llama la atención sobre el hecho de que “la brevedad del haiku es casi opuesta al proceso de contemplación y de activo pensamiento que lo incita”. “La práctica poética lleva también a intentar alejar el ego del proceso creativo”, agrega, “y permite que el entorno sea canalizado a través del ser humano, quien traduce momentos de la realidad percibida en forma lingüística.” Sin embargo la producción poética del Japón no se limita al haiku, sino que incluye otras formas de las cuales también es oportuno tener algunas referencias.
“Existe una forma muy elitista de la poesía clásica en japonés (o waka), que irónicamente se ha vuelto la más popular en el periodo contemporáneo”, revela Kazumi Stahl. Se trata del tanka, una forma algo más larga que el haiku organizada a partir de cinco líneas divididas en unidades de 5-7-5-7-7 silabas cada una. “La composición de tanka constituye hoy una práctica poética en las vidas de personas que no se identificarían como poetas”, agrega la escritora, “sino que más bien se trata de un espacio íntimo o de reflexión que cada quien abre en su vida diaria, en el que se destilan vivencias y percepciones propias, volcándolas en esta forma breve”. Y cuenta que “hoy día existen clubes de tanka por todas partes y las personas llevan esta práctica poética como parte de sus vidas personales y comunitarias”.
A este respecto la escritora se permite una observación acerca de cómo estos clubes de tanka funcionan como una alegoría, ya que la práctica poética en grupo que en ellos se desarrolla “revela la característica colectivista de la cultura y de la mentalidad japonesa”. Y cuenta que en el Japón de antaño “hubo otra forma poética colectiva importante, denominada renga”, suerte de cadáver exquisito a la japonesa en el que “dos o más poetas componían un poema largo a través de módulos de extensión breve (de 5-7-5 silabas o de 7-7 silabas) en cadena o en rondas”. El universo de la poesía japonesa va ampliando sus fronteras para los no iniciados.
“Hay otro género llamado jisei, que es el poema formulado antes del momento de irse de la vida”, cuenta Kazumi Stahl y agrega que aunque “hay jisei en la forma de haiku, mayormente responde a la forma de tanka”. La idea de una poesía formulada ante la conciencia de la propia muerte resulta sobrecogedora y la autora de los libros Catástrofes naturales y Flores de un solo día, ambos publicados en la Argentina, revela otros detalles. Cuenta que los poemas jisei se encuentran arraigados en la filosofía budista, que suelen ser escritos por monjes zen o guerreros samurái contemplando la muerte próxima, y que “expresan una toma de conciencia repentina y forzosamente concreta del mundo material y vivencial como, según reza el dogma budista, inconstante, efímero y más allá del control humano”.
Aunque la fantasía occidental haya limitado su conocimiento sobre poesía japonesa al haiku, Kazumi Stahl aclara que “la forma poética kanshi (en chino o en estilo chino) tiene bastante más que ver con el sistema de escritura en ideogramas y también lleva reglas que piden poner atención en las rimas”. Menos popular que las formas relacionadas con la lengua japonesa y la oralidad, la escritora cuenta que el kanshi “se enseñaba en los colegios dentro de la historia literaria antigua hasta mediados del siglo XX”. Su caída en desuso puede ser vista como una de las grandes consecuencias de la Segunda Guerra Mundial sobre la cultura tradicional japonesa. Cuenta la escritora que al terminar la guerra “la ocupación militar estadounidense impuso cambios en las políticas educativas, simplificando y disminuyendo la cantidad y las prácticas más complejas relacionadas con los ideogramas”. El kanshi era una de ellas.
A pesar de la idea de severidad trascendental que vincula al haiku con el pensamiento budista o las corrientes más severas y austeras del zen, Kazumi Stahl agrega que también existen “géneros de la forma poética breve japonesa que se caracterizan por su levedad o ironía acerca de la condición humana, obien por cierto humor”. Y menciona el senryu, forma similar al haiku que lleva el nombre de un poeta de finales del Periodo Edo,“quien escribía poemas en la forma breve pero liberados de las pautas de kigo y kireji, aprovechando dicha soltura para comentar con humor las debilidades humanas”. Un ejemplo: “Sí, muy bonito / ¡Cierra la ventana ya! / Luna invernal.”
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.
jueves, 6 de abril de 2017
CINE - "Nunca digas su nombre" (The Bye Bye Man), de Stacy Title: Cine que sólo ocupa lugar
Hay algo nefasto en el hecho de que una película de terror casi vacía de todo mérito, lugar que esta vez le toca a Nunca digas su nombre, ocupe cada jueves un casillero en la renovación de la cartelera. En primer lugar porque no parece tratarse de una acción basada en un criterio curatorial, sino más bien de un simple mecanismo comercial que se aprovecha de un público poco exigente. Claro que el cine es un negocio y cada quien lo lleva como quiere. Aún así es imposible no notar que esta omnipresencia semanal es funcional a un sistema de reparto que le obtura la posibilidad de acceder a ese espacio vital, depredado por los “tanques” de Hollywood, a otro tipo de producciones (incluyendo el cine argentino y el europeo), que sin duda le aportarían mucho más a la riqueza del menú de estrenos.
En paralelo y atendiendo al hecho artístico, productos como Nunca digas su nombre hacen que un género con la potencia del terror se vuelva inocuo, estéril, negando su doble capacidad subversiva de convertir al miedo en un entretenimiento válido y de ser el medio para contar algo más del mundo que la mera sucesión burocrática de saltos en la butaca. Aún así esta película dirigida por Stacy Title no es de lo peor que ha llegado a las pantallas locales y al menos logra generar ocasionales climas de angustia, algo que jamás consiguen muchas de las que suelen estrenarse. El resto es fórmula: una pareja de universitarios y un amigo alquilan una vieja casa para vivir juntos y abaratar costos. La casa tiene un sótano lleno de porquerías, entre las que hay una mesa de luz que oculta el nombre de una aparición que es invocada con sólo pronunciar o pensar su nombre.
Esta idea –la imposibilidad de escapar de cierto carácter independiente del propio pensamiento, que a veces parece ajeno incluso a la voluntad–, carece sin embargo de dos elementos vitales para alcanzar su potencial. Por un lado, de un guión que vaya más allá de las convenciones del combo que reúne universitarios, casas ominosas, viejas maldiciones y sótanos. Por el otro, de una criatura que concrete la amenaza de asustar. El trabajo de creación de este personaje inefable, el Bye Bye Man, es paupérrimo, tanto por el lado del maquillaje como por el de la creación digital. El hecho se vuelve una buena oportunidad para destacar cuánto ha crecido el cine de género en el país, capaz de generar con menos recursos económicos productos mucho más valiosos que este. Un ejemplo: ¡Malditos sean! (2012), de Fabián Forte y Demián Rugna, filmada con un presupuesto menor al de una publicidad, que a falta de un monstruo digno tenía dos, fruto del ingenio y la pericia de los especialistas locales en maquillaje y efectos especiales. Y además mantenía vivo el espíritu lúdico del género, algo de lo que en esta otra no hay ni noticias. Por el contrario y parafraseando a Borges, Nunca digas su nombre es una de esas de terror a las que se va olvidando a medida que se las ve.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
En paralelo y atendiendo al hecho artístico, productos como Nunca digas su nombre hacen que un género con la potencia del terror se vuelva inocuo, estéril, negando su doble capacidad subversiva de convertir al miedo en un entretenimiento válido y de ser el medio para contar algo más del mundo que la mera sucesión burocrática de saltos en la butaca. Aún así esta película dirigida por Stacy Title no es de lo peor que ha llegado a las pantallas locales y al menos logra generar ocasionales climas de angustia, algo que jamás consiguen muchas de las que suelen estrenarse. El resto es fórmula: una pareja de universitarios y un amigo alquilan una vieja casa para vivir juntos y abaratar costos. La casa tiene un sótano lleno de porquerías, entre las que hay una mesa de luz que oculta el nombre de una aparición que es invocada con sólo pronunciar o pensar su nombre.
Esta idea –la imposibilidad de escapar de cierto carácter independiente del propio pensamiento, que a veces parece ajeno incluso a la voluntad–, carece sin embargo de dos elementos vitales para alcanzar su potencial. Por un lado, de un guión que vaya más allá de las convenciones del combo que reúne universitarios, casas ominosas, viejas maldiciones y sótanos. Por el otro, de una criatura que concrete la amenaza de asustar. El trabajo de creación de este personaje inefable, el Bye Bye Man, es paupérrimo, tanto por el lado del maquillaje como por el de la creación digital. El hecho se vuelve una buena oportunidad para destacar cuánto ha crecido el cine de género en el país, capaz de generar con menos recursos económicos productos mucho más valiosos que este. Un ejemplo: ¡Malditos sean! (2012), de Fabián Forte y Demián Rugna, filmada con un presupuesto menor al de una publicidad, que a falta de un monstruo digno tenía dos, fruto del ingenio y la pericia de los especialistas locales en maquillaje y efectos especiales. Y además mantenía vivo el espíritu lúdico del género, algo de lo que en esta otra no hay ni noticias. Por el contrario y parafraseando a Borges, Nunca digas su nombre es una de esas de terror a las que se va olvidando a medida que se las ve.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 2 de abril de 2017
CULTURA - Artistas preocupados por el cierre del Museo Sívori: En defensa de la cultura
Una asamblea conformada por los miembros de las instituciones que nuclean a la comunidad de artistas plásticos de la Argentina volvió a manifestar su preocupación por el cierre del Museo Municipal de Artes Plásticas Eduardo Sívori, ocurrido hace dos meses de forma no del todo clara. El colectivo de artistas también se pronunció en contra del cierre de todos los talleres dictados en el marco del museo y del desplazamiento de Graciela Limardo de la dirección interina del museo, cargo que ocupaba desde finales de 2014. Al mismo tiempo expresaron sus dudas acerca de la validez del proceso por el cual fue designada la nueva directora, Teresa Riccardi. Las instituciones artísticas temen que el conjunto de estas circunstancias provoque demoras o cancelaciones dentro del calendario de actividades del Sívori ya programadas para la temporada 2017, incluyendo la realización del tradicional Salón Manuel Belgrano.
“Ante el cierre, sin un anuncio oficial ni un cartel frente a la fachada que dé cuenta de un plan de obras, nosotros como artistas tenemos todo el derecho de preocuparnos y de pensar, no sin cierto escepticismo, en cuál va a ser el destino del museo”, dijo a Tiempo Jorge Meijide, artista plástico y dibujante, pero más conocido como Meji, uno de los creadores de la recordada historieta La clínica del doctor Cureta. Los antecedentes inquietantes abundan. Basta recordar que el Teatro General San Martín sigue cerrado y sin fecha cierta de reapertura, tras más de tres años en obra. Estas preocupaciones fueron expresadas a través de un abrazo simbólico que más de trescientas personas, entre artistas y público en general, dieron hace dos semanas a la sede principal del museo, ubicada en Infanta Isabel 555, en el Rosedal de Palermo, y de la publicación de un documento de cuatro puntos. Ahí se solicita a Guillermo Alonso, director general de Patrimonio, Museos y Casco Histórico de Buenos Aires, quien hasta el momento no accedió a recibir a los artistas, que se informe pública y extensamente acerca de los motivos del cierre, el plan de obra, la empresa a cargo de la misma, los detalles de la licitación a través de la cuál fue adjudicada, el monto que involucra el proyecto y su fecha de finalización.
En una entrevista concedida de forma exclusiva al diario La Nación, Alonso no sólo le restó importancia a la preocupación y a las acciones organizadas por los artistas, sino que se lamentó por una "situación de incomodidad que se hubiera aclarado preguntando". En dicha afirmación el Director de Museos parece desconocer que la función pública lo obliga a comunicar oficialmente y por anticipado cada acción de gobierno de manera pública y clara, sin necesidad obligar a que sean los particulares quienes deban preguntar. En ese sentido, el cierre de una institución de la importancia del Sívori, cuya colección es la segunda en importancia dentro de la Argentina detrás del Museo Nacional de Bellas Artes, debería cumplir con una serie de protocolos de transparencia que, tal como lo expresa el colectivo de artistas, parece que esta vez no han sido respetados.
Los artistas también temen por el destino de los talleres dictados en el marco del museo, que han sido cancelados aún cuando muchos de ellos se desarrollaban en otras sedes del Sívori no afectadas por el cierre. Solicitan además la reposición de Limardo en su cargo hasta la designación de una nueva autoridad, cuya elección deberá cumplir con los debidos procesos de concurso que el propio Alonso se comprometió a cumplir al comienzo de su gestión, como consta en otro articulo de La Nación, publicado el 5 de febrero de 2016.
La iniciativa cuentan además con el respaldo de una lista de nombres destacados dentro de todo el arco de la plástica. Sus trayectorias y el reconocimiento con el que cuentan, permiten despejar cualquier sospecha respecto del supuesto “uso político” de los reclamos planteados ante las autoridades municipales. Nombres como los del maestro Antonio Pujia, ciudadano ilustre de Buenos Aires, Aníbal Cedrón, Claudia Aranovich, Carlos Cañás, Oscar Staffora, Carlos Scannapieco, Jorge Mansueto, Carlos Carmona o el propio Meijide, entre los de muchos otros, garantizan con sus prestigios el carácter eminentemente artístico de las inquietudes expresadas a través de las más de una decena de instituciones artísticas a las que pertenecen.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino
“Ante el cierre, sin un anuncio oficial ni un cartel frente a la fachada que dé cuenta de un plan de obras, nosotros como artistas tenemos todo el derecho de preocuparnos y de pensar, no sin cierto escepticismo, en cuál va a ser el destino del museo”, dijo a Tiempo Jorge Meijide, artista plástico y dibujante, pero más conocido como Meji, uno de los creadores de la recordada historieta La clínica del doctor Cureta. Los antecedentes inquietantes abundan. Basta recordar que el Teatro General San Martín sigue cerrado y sin fecha cierta de reapertura, tras más de tres años en obra. Estas preocupaciones fueron expresadas a través de un abrazo simbólico que más de trescientas personas, entre artistas y público en general, dieron hace dos semanas a la sede principal del museo, ubicada en Infanta Isabel 555, en el Rosedal de Palermo, y de la publicación de un documento de cuatro puntos. Ahí se solicita a Guillermo Alonso, director general de Patrimonio, Museos y Casco Histórico de Buenos Aires, quien hasta el momento no accedió a recibir a los artistas, que se informe pública y extensamente acerca de los motivos del cierre, el plan de obra, la empresa a cargo de la misma, los detalles de la licitación a través de la cuál fue adjudicada, el monto que involucra el proyecto y su fecha de finalización.
En una entrevista concedida de forma exclusiva al diario La Nación, Alonso no sólo le restó importancia a la preocupación y a las acciones organizadas por los artistas, sino que se lamentó por una "situación de incomodidad que se hubiera aclarado preguntando". En dicha afirmación el Director de Museos parece desconocer que la función pública lo obliga a comunicar oficialmente y por anticipado cada acción de gobierno de manera pública y clara, sin necesidad obligar a que sean los particulares quienes deban preguntar. En ese sentido, el cierre de una institución de la importancia del Sívori, cuya colección es la segunda en importancia dentro de la Argentina detrás del Museo Nacional de Bellas Artes, debería cumplir con una serie de protocolos de transparencia que, tal como lo expresa el colectivo de artistas, parece que esta vez no han sido respetados.
Los artistas también temen por el destino de los talleres dictados en el marco del museo, que han sido cancelados aún cuando muchos de ellos se desarrollaban en otras sedes del Sívori no afectadas por el cierre. Solicitan además la reposición de Limardo en su cargo hasta la designación de una nueva autoridad, cuya elección deberá cumplir con los debidos procesos de concurso que el propio Alonso se comprometió a cumplir al comienzo de su gestión, como consta en otro articulo de La Nación, publicado el 5 de febrero de 2016.
La iniciativa cuentan además con el respaldo de una lista de nombres destacados dentro de todo el arco de la plástica. Sus trayectorias y el reconocimiento con el que cuentan, permiten despejar cualquier sospecha respecto del supuesto “uso político” de los reclamos planteados ante las autoridades municipales. Nombres como los del maestro Antonio Pujia, ciudadano ilustre de Buenos Aires, Aníbal Cedrón, Claudia Aranovich, Carlos Cañás, Oscar Staffora, Carlos Scannapieco, Jorge Mansueto, Carlos Carmona o el propio Meijide, entre los de muchos otros, garantizan con sus prestigios el carácter eminentemente artístico de las inquietudes expresadas a través de las más de una decena de instituciones artísticas a las que pertenecen.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino
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