Concluyó el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Y lo hizo con un sabor ambiguo entre tristeza y felicidad, que tiene para sus polos opuestos un mismo y único origen: el excelente nivel de sus tres competencias. Si bien es cierto que esta edición número 27 mostró fisuras y puntos débiles en cuanto a cuestiones estructurales (que tienen que ver con decisiones que demuestran que sus organizadores no terminan de dar a este encuentro el valor que realmente tiene como principal evento cultural del cine en la Argentina), no es menos cierto que la labor realizada, sobre todo por sus programadores, ha sido este año notablemente valiosa. Sus méritos son evidentes en la amplitud de criterios que permitió encontrar títulos tan diversos como 7 cajas y Post tenebras lux en la Competencia Latinoamericana, o a directores con valores cinematográficos tan distintos como José Campusano e Iván Fund en la Competencia Argentina. Es importante que quienes fueron los encargados de designar a los ganadores, los jurados (por lo menos en la competencia nacional), hayan aprovechado las posibilidades de esa variedad y decidieran premiar lo que premiaron.
No fueron pocos los que se sorprendieron al anunciarse que el cinturón de campeón nacional quedaba este año en manos de Hermanos de Sangre, película de Daniel de la Vega, éxito que en realidad equivale a retener el título que obtuviera el año pasado Diablo, de ese destacado guionista y periodista cinematográfico que es Nicanor Loretti. Porque ambas películas junto con La corporación de Fabián Forte, que también participó de esta competencia, no son sino el emergente de una importante movida que el director Esteban Rojas –quien obtuvo una mención en la competencia de Películas en Construcción por su proyecto Lucho's big adventure– rotuló con acierto como Cine Independiente Fantástico Argentino (CIFA). Sin embargo no hay motivos para la sorpresa: tanto el justo premio otorgado a Hermanos de sangre (gran comedia que explota la farsa y el humor negro) como el que distinguió a José Campusano como mejor director de la Competencia Argentina, no hacen sino marcar un claro perfil para el Festival. Y representan además una toma de posición respecto de la competencia hermana del BAFICI. Si a grandes rasgos puede afirmarse que el Festival de Buenos Aires se encuentra signado por su proximidad con la estética cinematográfica de la Universidad del Cine (FUC) y la revista El Amante, también puede decirse que el de Mar del Plata tiende puentes con la revista La Cosa, la rica y orgullosa "clase B" argentina y el cine lumpen de Campusano. Diferencias y decisiones saludables para el cine argentino, que sin duda tienen uno de sus pilares en el trabajo de Pablo Conde dentro de un grupo de programadores con varios nombres de probada capacidad. Igual o más saludable sería que ambos festivales (los más importantes de la Argentina y, por qué no, de Sudamérica) pudieran abrir sus juegos a las miradas extrañas. Mientras tanto no sólo que no está mal, sino que es necesario este equilibrio.
Párrafo aparte merece el premio a José Campusano. Aunque Fango, película con la cual participó de la selección nacional, no es la mejor del director en la opinión de este cronista, es indudable que representa un paso adelante en su búsqueda cinematográfica. Y que mantiene al director como una joya única del cine argentino. No es curioso que en el año de la muerte del inigualable Leonardo Favio este Festival decidiera reconocerlo como mejor director. Decisión que subraya las diferencias marcadas con BAFICI, festival al que Campusano se encuentra enfrentado. Llevando el paralelo al extremo puede decirse que el lugar que este tiene en el cine actual, metido entre los grandes nombres del Nuevo Cine Argentino, no es muy distinto del que ocupó Favio en los 60, apareciendo en medio de la afrancesada generación de directores jóvenes de aquellos años, como Manuel Antín, Rodolfo Kuhn o David Kohon. Tan claro como que uno no es el otro. Pero debe saludarse con alegría que Campusano persista en la búsqueda de su próxima gran película, que sin duda está por venir. Y eso es muy bueno para el cine nacional.
Para ver la cobertura completa del 27° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, presione AQUÍ.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
martes, 27 de noviembre de 2012
CINE - Terminó el Festival de Cine de Mar del Plata: Lo dejó la Competencia Argentina
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domingo, 25 de noviembre de 2012
LIBROS y CINE - "El cine y lo que queda de mí", de Hernán Musaluppi: La confesión como novela y ensayo
"El cine es un arte que ha nacido equivocado." Eso es lo primero que puede leerse la primera página del prólogo de El cine y lo que queda de mí, el primer libro de Hernán Musaluppi. Y lo justifica. Afirma que se trata de una actividad que implica la necesidad de captar algo intangible, volátil y efímero: una ilusión, una mentira. Las palabras pesan en el inicio de un libro que si algo cuenta es la historia de una pareja en crisis, de dos enamorados que tras años de convivencia se ven urgidos a cambiar sus prioridades para no llegar al divorcio. Musaluppi ama al cine y, a la vista de su resúmen curricular, puede decirse que ese amor ha sido correspondido.
Hernán Musaluppi es productor de cine; no director, no guionista, no actor: es productor. Esa figura que en las películas suele estar ridiculizada en un abanico de clichés que van del mafioso al advenedizo, y de allí al tránsfuga que sólo está en esto por el dinero, en su libro se transforma en un tipo sensible pero calentón; inteligente y lúcido para analizar la actividad que realiza, pero con la boca lo suficientemente grande como para no callarse nada de lo que piensa, aunque deba dar nombres y apellidos. El listado de las películas que Musaluppi ha producido, a través de su empresa Rizoma, incluye títulos ampliamente reconocidos por la crítica y de exitoso recorrido internacional, como El custodio de Rodrigo Moreno, Los guantes mágicos de Martín Rejtman, Whisky de Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella; y algunos modestos éxitos de taquilla como No sos vos, soy yo de Juan Taratuto o Medianeras de Gustavo Taretto. Nada mal para un país donde hasta hace 25 años el cine era un espacio reservado a unos pocos.
Pero lo curioso de aquellas palabras que Musaluppi ha elegido para comenzar su libro, y allí está el problema que es el centro de lo que en él se narra, es la forma en que iguala ilusión y mentira, utilizándolas casi como si se tratara de sinónimos. Puede decirse que El cine y lo que queda de mí es entonces la historia de un amor idílico, pero también de un desengaño, la confesión de un hombre que ha dado todo por su amante pero que, triste, siente que ha dado demasiado. Que en el camino ha olvidado otras cosas, tan importantes (o quizá todavía más) que el mismo cine, y que luego de 20 años de entrega desinteresada siente que ha sido engañado. Y así como Marx afirmó que la historia se repite primero como tragedia y luego como farsa, para Musaluppi el cine también viaja entre dos polos, en un itinerario que comienza en ilusión pero que indefectiblemente acaba en mentira.
El libro de Hernán Musaluppi es uno de los más entretenidos que se han publicado este año, una de las sorpresas más agradables que puede tener un lector. Aquellos a los que les interese el cine como materia pero también a cualquier otro, porque si bien el eje temático se encuentra en el mundo del cine y, de un modo más específico, en el área de la producción, El cine y lo que queda de mí también puede ser leído casi como una novela. Una especie de metaficción donde el personaje protagónico (un productor de cine) narra su propio desmoronamiento. En el camino hablará de películas y de negocios, claro, pero también de fútbol, drogas y rocanrol. "Mi trabajo es hablar con gente, para conseguir lo que necesito para producir una película. Pero también escuchar cosas que no quiero escuchar: a los directores que me quieren vender una cosa que no es; a mis socios; a los sindicatos; proyectos que no voy a coproducir", dice Musaluppi y sigue. "Escuchar es como acumular basura, no porque sea una basura lo que me dicen, sino porque todo eso no es lo que quiero escuchar, del mismo modo en que otros no tienen ganas de escucharme cuando soy yo el que quiere hablar. Hay poco de lo que uno dice o escucha que es interesante."
–Una de las primeras cosas que decís en el libro es que es mejor escuchar que hablar. Pero como escribir es una de las formas que tenemos para hablar, este libro justamente representa lo contrario de esa afirmación. ¿Te cansaste de seguir tus propios principios?
–Sí, un poco es eso. Pero en el libro no digo más de lo que puedo decir acá en la productora: en ese sentido es como una charla de café. Es haber puesto en papel discusiones que vengo teniendo hace años. Desde cómo es la profesión, qué películas no nos gustan. Es verdad que la decisión de que esto se publique tuvo que ver con motivos más personales que profesionales. Me pasó que de un día para otro dejé de trabajar, por miles de motivos, algunos bastante nobles y otros no tanto. Estuve muchos meses sin laburar y con lo primero que me enojé fue con la profesión: de todo lo que me pasaba tenía la culpa el trabajo. El hecho de hablar es un poco catártico y también me parece que es bueno opinar del trabajo que uno hace. Además me sentía un poco encerrado con esos pensamientos y te empezás a poner un poco neurótico. Sentí la necesidad de hacer público eso para intentar desde ahí alejarme de la actividad y me terminé reconciliando un poco. Aunque no estoy muy convencido todavía.
–En el libro parece que te la agarrás con eso tan cercano y tan querido que es para vos el cine como pidiéndole explicaciones.
–En realidad me las pido a mí mismo las explicaciones. Cuando cumplí 40 me di cuenta que me había pasado los últimos diez años adentro de la productora. Entonces miré para un costado y vi que esa vocación en la que me formé como un tipo decente pero competitivo, me había vuelto exitoso en mi trabajo. Pero cuando miré para el otro me encontré con todo lo había dejado de lado para conseguirlo. Uno está todo el tiempo haciendo balances y a veces pensás que ganaste y otras que perdiste. Me gusta pensar que la vida termina siendo una especie de negociación con uno mismo. Para mí el tema que plantea el libro es la relación de un individuo con su vocación. La obligación de cumplir con el mandato de vivir de tu vocación en un punto se vuelve una condena, porque uno por la vocación hace cualquier cosa.
–¿La idea del libro siempre giró en torno a ese sentimiento confesional de balance, a esa especie de carácter de clausura?
–El libro al principio iba a ser una suerte de manual de producción acerca del negocio del cine, mucho menos personal. Pero salió otra cosa. Ese componente está, pero escribí otra cosa.
–Creo que no ser un manual de autoayuda o guía práctica del productor es lo que hace que el libro sea interesante. Todas las vivencias personales expresan de manera indirecta y por eso más profunda, qué cosa es ser productor.
–Es que ahora veo que es imposible no haber terminado preguntándome qué hubiera pasado si me tomaba al cine como un laburo de oficina. Hubiera sido todo menos apasionado, más tranquilo, hubiera producido otras películas y seguramente tendría más plata. Igual lo económico no tiene el mismo nivel de importancia dentro de la ecuación. Entra, obviamente, pero no influye demasiado en lo que pienso y siento.
–Ser productor de cine debe ser una actividad sumamente desgastante, tanto por su relación con lo económico como por el constante roce con los egos ajenos.
–Que los productores somos gente ocupada es mentira: es un mito. Nos la pasamos charlando y tomando cafés. Lo que sí es cierto es que lo único que tenés en la cabeza es eso, es una actividad que te absorbe. Es un poco como estar enamorado: estás todo el tiempo pensando bobadas sobre tu novia. Con las películas es lo mismo, uno tiene cabeza para eso nada más.
–¿Y eso no te demanda una ocupación total?
–La realidad es que un productor de cine no labura 20 horas por día. Uno no tiene una carga horaria mayor que en otros trabajos: no hay una relación directa entre las horas que uno trabaja con esa imagen de estresados que tienen lo productores. Pero tenés el problema adentro todo el tiempo, como si fuera un virus. Es paradójico. Yo tengo tiempo libre: puedo ir a buscar a mi hijo al colegio, y otras cosas. Pero, al mismo tiempo, no me importan un montón de cosas… pero en un momento me empezaron a importar. Y me pregunté por qué las había dejado pasar de largo en mi vida, por qué me habían dejado de importar cosas que antes me importaban. Y ahí, cuando quise reubicar al cine, me la agarré con él. Ahora sigo pensando lo mismo que cuando escribí el libro: me encantaría no hacer más películas, pero no es tan fácil dejar una actividad.
–No sos la única persona del cine que confiesa estar cansado de su oficio.
–La mayoría de los productores que conozco, los que se te ocurran, los más famosos, todos se quieren ir a la mierda del cine. Es una actividad donde parece que pasaran más años de los que pasan, pero al mismo tiempo tenés tiempo libre. Juan Taratuto me lo dijo: "Para hacer cine hay que estar soltero, pero no para salir con minas, sino porque no podés pensar más que en tu próxima película." Hacer cine tiene la parte industrial y económica por un lado y la artística por la otra, y muchas veces es difícil complementarlas. Eso es lo interesante del cine.
–Es lo que lo distingue de otras artes, nacidas más desde lo individual, como los casos del escritor o el pintor que producen solos en su casa. –Es lo que te define como productor. A vos te puede importar sólo el hecho económico, o podés ser un mecenas a quien sólo le interesa el hecho artístico. Entre esas dos puntas cada uno se acomoda, intentando balancear lo que quiere o siente, sin traicionar lo que quiere hacer. El cine te genera cierta omnipotencia de creer que todo depende de uno, pero al mismo tiempo te obliga a aceptar que muchas cosas nunca dependen de vos.
–Pero el papel del productor parece ser el que define qué obra se va a realizar y cuál no. No es un papel menor para el arte.
–Para mí sí. Hay más proyectos y directores, que productores. El productor es el que elige, porque la minoría de los proyectos son posibles. Se da el caso fascinante y problemático de que el productor es el tipo que genera las condiciones para que eso exista, pero después hay otro que puede más, que es el director. Un productor podría hacer posible un mal proyecto con un director cualquiera, pero un gran director sin un productor puede quedarse sin hacer una película genial. La paradoja lógica del productor es que uno consigue la plata, contrata a toda la gente, corre todos los riesgos, pero hay otro que pone la cámara y decide. Y el director piensa al revés: yo tengo la idea, soy talentoso, los actores quieren trabajar conmigo, pero el burócrata que consigue la plata quiere decidir. Ahí radica lo interesante del cine, porque las dos cosas pueden ser verdad.
El cine y la participación del estado, el revival derechista
–Hay un tema que es fundamental a la hora de plantear la forma de seguir haciendo crecer al cine argentino, que es esta especie de divorcio entre artista y público. Un público al que no le interesa ver lo que hace el cine argentino. ¿Creés que debe tenerse en cuenta al público?
–Sí, pero no todas las películas tienen el mismo público como objetivo. Lo que uno tiene que tener es conciencia de qué película está haciendo. Argentina tiene dos problemas: produce muchas películas y no tiene mercado interno. Más del 90% de las películas que se estrenan lo hacen sólo en Capital, ni siquiera en el Gran Buenos Aires. Entonces el público no son 40 millones de tipos, sino sólo tres. Ese es el mercado interno que tenemos y eso es algo que nadie discute. En ese sentido como industria deberíamos plantearnos qué tipo de películas estamos haciendo, para quién, si realmente nos interesa pensar en el público. En todos los países donde existe una industria del cine es porque el Estado decide que exista, porque la actividad no es sustentable de por sí en ningún lugar del mundo. Salvo en la India, donde viven 1000 millones de tipos, o los Estados Unidos, que estrena sus películas en todo el mundo el mismo día. Si a cualquier película argentina le dieran 20 mil salas el mismo día, seguramente no necesitaría del INCAA. Como no es así, entonces el Estado fomenta al cine, por cuestiones de cultura, políticas o de generación de trabajo. Lo digo porque hay unas discusiones pelotudas en este país acerca de si el Estado debe o no debe ocuparse de esto. Pero también hay productores que realizan películas parásitas sólo con la plata que consiguen del Estado y ahí ya no te importa el espectador, porque hagas muchos o pocos espectadores ya no perdés plata. Cuando vos encarás una producción privada con apoyo del Estado, necesitás el resultado porque si nadie te va a ver, perdés plata. Para mí el cine tiene un grave defecto: durante muchos años hicieron cine muy pocos en la Argentina, como una cosa medio oligárquica, mal acostumbrada a ir a buscar los cheques del INCAA y listo. Pero hacer cine no es eso. Cuando irrumpió mi generación y se armaron productoras, se democratizó bastante el tema. Y se hizo mucho más profesional.
–¿Qué elementos ayudaron en ese cambio?
–Lo principal fue la modificación de la ley en 1994, que hizo que el Estado tenga más plata para producir. Y la entrada al cine de mucha más gente, a finales de los '90, que es mi generación. La explosión de las escuelas de cine, y supongo que el peso específico de las propias películas que comenzaron a filmarse. Los nombres de los directores, desde Campanella (que no estaba en el país), hasta Lisandro Alonso, pasando por todo el espectro. Soy un tipo que me considero privilegiado: no sé cuanta gente en la humanidad vive de su vocación. Y acá el otro día escuché a un pibe que labura fuera del sistema preguntarse "Cómo el Estado le da plata a los productores". ¿Y a quién se supone que se la tiene que dar? ¿Está mal que yo quiera vivir de mi profesión? Esa es una cuestión ideológica. Tipos como Trapero, Burman, Martel, trabajaron muchísimo para que los sistemas de fomento amparen a los chicos que quieren entrar al sistema. Y ahora hay una especie de revival medio derechista.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Hernán Musaluppi es productor de cine; no director, no guionista, no actor: es productor. Esa figura que en las películas suele estar ridiculizada en un abanico de clichés que van del mafioso al advenedizo, y de allí al tránsfuga que sólo está en esto por el dinero, en su libro se transforma en un tipo sensible pero calentón; inteligente y lúcido para analizar la actividad que realiza, pero con la boca lo suficientemente grande como para no callarse nada de lo que piensa, aunque deba dar nombres y apellidos. El listado de las películas que Musaluppi ha producido, a través de su empresa Rizoma, incluye títulos ampliamente reconocidos por la crítica y de exitoso recorrido internacional, como El custodio de Rodrigo Moreno, Los guantes mágicos de Martín Rejtman, Whisky de Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella; y algunos modestos éxitos de taquilla como No sos vos, soy yo de Juan Taratuto o Medianeras de Gustavo Taretto. Nada mal para un país donde hasta hace 25 años el cine era un espacio reservado a unos pocos.
Pero lo curioso de aquellas palabras que Musaluppi ha elegido para comenzar su libro, y allí está el problema que es el centro de lo que en él se narra, es la forma en que iguala ilusión y mentira, utilizándolas casi como si se tratara de sinónimos. Puede decirse que El cine y lo que queda de mí es entonces la historia de un amor idílico, pero también de un desengaño, la confesión de un hombre que ha dado todo por su amante pero que, triste, siente que ha dado demasiado. Que en el camino ha olvidado otras cosas, tan importantes (o quizá todavía más) que el mismo cine, y que luego de 20 años de entrega desinteresada siente que ha sido engañado. Y así como Marx afirmó que la historia se repite primero como tragedia y luego como farsa, para Musaluppi el cine también viaja entre dos polos, en un itinerario que comienza en ilusión pero que indefectiblemente acaba en mentira.
El libro de Hernán Musaluppi es uno de los más entretenidos que se han publicado este año, una de las sorpresas más agradables que puede tener un lector. Aquellos a los que les interese el cine como materia pero también a cualquier otro, porque si bien el eje temático se encuentra en el mundo del cine y, de un modo más específico, en el área de la producción, El cine y lo que queda de mí también puede ser leído casi como una novela. Una especie de metaficción donde el personaje protagónico (un productor de cine) narra su propio desmoronamiento. En el camino hablará de películas y de negocios, claro, pero también de fútbol, drogas y rocanrol. "Mi trabajo es hablar con gente, para conseguir lo que necesito para producir una película. Pero también escuchar cosas que no quiero escuchar: a los directores que me quieren vender una cosa que no es; a mis socios; a los sindicatos; proyectos que no voy a coproducir", dice Musaluppi y sigue. "Escuchar es como acumular basura, no porque sea una basura lo que me dicen, sino porque todo eso no es lo que quiero escuchar, del mismo modo en que otros no tienen ganas de escucharme cuando soy yo el que quiere hablar. Hay poco de lo que uno dice o escucha que es interesante."
–Una de las primeras cosas que decís en el libro es que es mejor escuchar que hablar. Pero como escribir es una de las formas que tenemos para hablar, este libro justamente representa lo contrario de esa afirmación. ¿Te cansaste de seguir tus propios principios?
–Sí, un poco es eso. Pero en el libro no digo más de lo que puedo decir acá en la productora: en ese sentido es como una charla de café. Es haber puesto en papel discusiones que vengo teniendo hace años. Desde cómo es la profesión, qué películas no nos gustan. Es verdad que la decisión de que esto se publique tuvo que ver con motivos más personales que profesionales. Me pasó que de un día para otro dejé de trabajar, por miles de motivos, algunos bastante nobles y otros no tanto. Estuve muchos meses sin laburar y con lo primero que me enojé fue con la profesión: de todo lo que me pasaba tenía la culpa el trabajo. El hecho de hablar es un poco catártico y también me parece que es bueno opinar del trabajo que uno hace. Además me sentía un poco encerrado con esos pensamientos y te empezás a poner un poco neurótico. Sentí la necesidad de hacer público eso para intentar desde ahí alejarme de la actividad y me terminé reconciliando un poco. Aunque no estoy muy convencido todavía.
–En el libro parece que te la agarrás con eso tan cercano y tan querido que es para vos el cine como pidiéndole explicaciones.
–En realidad me las pido a mí mismo las explicaciones. Cuando cumplí 40 me di cuenta que me había pasado los últimos diez años adentro de la productora. Entonces miré para un costado y vi que esa vocación en la que me formé como un tipo decente pero competitivo, me había vuelto exitoso en mi trabajo. Pero cuando miré para el otro me encontré con todo lo había dejado de lado para conseguirlo. Uno está todo el tiempo haciendo balances y a veces pensás que ganaste y otras que perdiste. Me gusta pensar que la vida termina siendo una especie de negociación con uno mismo. Para mí el tema que plantea el libro es la relación de un individuo con su vocación. La obligación de cumplir con el mandato de vivir de tu vocación en un punto se vuelve una condena, porque uno por la vocación hace cualquier cosa.
–¿La idea del libro siempre giró en torno a ese sentimiento confesional de balance, a esa especie de carácter de clausura?
–El libro al principio iba a ser una suerte de manual de producción acerca del negocio del cine, mucho menos personal. Pero salió otra cosa. Ese componente está, pero escribí otra cosa.
–Creo que no ser un manual de autoayuda o guía práctica del productor es lo que hace que el libro sea interesante. Todas las vivencias personales expresan de manera indirecta y por eso más profunda, qué cosa es ser productor.
–Es que ahora veo que es imposible no haber terminado preguntándome qué hubiera pasado si me tomaba al cine como un laburo de oficina. Hubiera sido todo menos apasionado, más tranquilo, hubiera producido otras películas y seguramente tendría más plata. Igual lo económico no tiene el mismo nivel de importancia dentro de la ecuación. Entra, obviamente, pero no influye demasiado en lo que pienso y siento.
–Ser productor de cine debe ser una actividad sumamente desgastante, tanto por su relación con lo económico como por el constante roce con los egos ajenos.
–Que los productores somos gente ocupada es mentira: es un mito. Nos la pasamos charlando y tomando cafés. Lo que sí es cierto es que lo único que tenés en la cabeza es eso, es una actividad que te absorbe. Es un poco como estar enamorado: estás todo el tiempo pensando bobadas sobre tu novia. Con las películas es lo mismo, uno tiene cabeza para eso nada más.
–¿Y eso no te demanda una ocupación total?
–La realidad es que un productor de cine no labura 20 horas por día. Uno no tiene una carga horaria mayor que en otros trabajos: no hay una relación directa entre las horas que uno trabaja con esa imagen de estresados que tienen lo productores. Pero tenés el problema adentro todo el tiempo, como si fuera un virus. Es paradójico. Yo tengo tiempo libre: puedo ir a buscar a mi hijo al colegio, y otras cosas. Pero, al mismo tiempo, no me importan un montón de cosas… pero en un momento me empezaron a importar. Y me pregunté por qué las había dejado pasar de largo en mi vida, por qué me habían dejado de importar cosas que antes me importaban. Y ahí, cuando quise reubicar al cine, me la agarré con él. Ahora sigo pensando lo mismo que cuando escribí el libro: me encantaría no hacer más películas, pero no es tan fácil dejar una actividad.
–No sos la única persona del cine que confiesa estar cansado de su oficio.
–La mayoría de los productores que conozco, los que se te ocurran, los más famosos, todos se quieren ir a la mierda del cine. Es una actividad donde parece que pasaran más años de los que pasan, pero al mismo tiempo tenés tiempo libre. Juan Taratuto me lo dijo: "Para hacer cine hay que estar soltero, pero no para salir con minas, sino porque no podés pensar más que en tu próxima película." Hacer cine tiene la parte industrial y económica por un lado y la artística por la otra, y muchas veces es difícil complementarlas. Eso es lo interesante del cine.
–Es lo que lo distingue de otras artes, nacidas más desde lo individual, como los casos del escritor o el pintor que producen solos en su casa. –Es lo que te define como productor. A vos te puede importar sólo el hecho económico, o podés ser un mecenas a quien sólo le interesa el hecho artístico. Entre esas dos puntas cada uno se acomoda, intentando balancear lo que quiere o siente, sin traicionar lo que quiere hacer. El cine te genera cierta omnipotencia de creer que todo depende de uno, pero al mismo tiempo te obliga a aceptar que muchas cosas nunca dependen de vos.
–Pero el papel del productor parece ser el que define qué obra se va a realizar y cuál no. No es un papel menor para el arte.
–Para mí sí. Hay más proyectos y directores, que productores. El productor es el que elige, porque la minoría de los proyectos son posibles. Se da el caso fascinante y problemático de que el productor es el tipo que genera las condiciones para que eso exista, pero después hay otro que puede más, que es el director. Un productor podría hacer posible un mal proyecto con un director cualquiera, pero un gran director sin un productor puede quedarse sin hacer una película genial. La paradoja lógica del productor es que uno consigue la plata, contrata a toda la gente, corre todos los riesgos, pero hay otro que pone la cámara y decide. Y el director piensa al revés: yo tengo la idea, soy talentoso, los actores quieren trabajar conmigo, pero el burócrata que consigue la plata quiere decidir. Ahí radica lo interesante del cine, porque las dos cosas pueden ser verdad.
El cine y la participación del estado, el revival derechista
–Hay un tema que es fundamental a la hora de plantear la forma de seguir haciendo crecer al cine argentino, que es esta especie de divorcio entre artista y público. Un público al que no le interesa ver lo que hace el cine argentino. ¿Creés que debe tenerse en cuenta al público?
–Sí, pero no todas las películas tienen el mismo público como objetivo. Lo que uno tiene que tener es conciencia de qué película está haciendo. Argentina tiene dos problemas: produce muchas películas y no tiene mercado interno. Más del 90% de las películas que se estrenan lo hacen sólo en Capital, ni siquiera en el Gran Buenos Aires. Entonces el público no son 40 millones de tipos, sino sólo tres. Ese es el mercado interno que tenemos y eso es algo que nadie discute. En ese sentido como industria deberíamos plantearnos qué tipo de películas estamos haciendo, para quién, si realmente nos interesa pensar en el público. En todos los países donde existe una industria del cine es porque el Estado decide que exista, porque la actividad no es sustentable de por sí en ningún lugar del mundo. Salvo en la India, donde viven 1000 millones de tipos, o los Estados Unidos, que estrena sus películas en todo el mundo el mismo día. Si a cualquier película argentina le dieran 20 mil salas el mismo día, seguramente no necesitaría del INCAA. Como no es así, entonces el Estado fomenta al cine, por cuestiones de cultura, políticas o de generación de trabajo. Lo digo porque hay unas discusiones pelotudas en este país acerca de si el Estado debe o no debe ocuparse de esto. Pero también hay productores que realizan películas parásitas sólo con la plata que consiguen del Estado y ahí ya no te importa el espectador, porque hagas muchos o pocos espectadores ya no perdés plata. Cuando vos encarás una producción privada con apoyo del Estado, necesitás el resultado porque si nadie te va a ver, perdés plata. Para mí el cine tiene un grave defecto: durante muchos años hicieron cine muy pocos en la Argentina, como una cosa medio oligárquica, mal acostumbrada a ir a buscar los cheques del INCAA y listo. Pero hacer cine no es eso. Cuando irrumpió mi generación y se armaron productoras, se democratizó bastante el tema. Y se hizo mucho más profesional.
–¿Qué elementos ayudaron en ese cambio?
–Lo principal fue la modificación de la ley en 1994, que hizo que el Estado tenga más plata para producir. Y la entrada al cine de mucha más gente, a finales de los '90, que es mi generación. La explosión de las escuelas de cine, y supongo que el peso específico de las propias películas que comenzaron a filmarse. Los nombres de los directores, desde Campanella (que no estaba en el país), hasta Lisandro Alonso, pasando por todo el espectro. Soy un tipo que me considero privilegiado: no sé cuanta gente en la humanidad vive de su vocación. Y acá el otro día escuché a un pibe que labura fuera del sistema preguntarse "Cómo el Estado le da plata a los productores". ¿Y a quién se supone que se la tiene que dar? ¿Está mal que yo quiera vivir de mi profesión? Esa es una cuestión ideológica. Tipos como Trapero, Burman, Martel, trabajaron muchísimo para que los sistemas de fomento amparen a los chicos que quieren entrar al sistema. Y ahora hay una especie de revival medio derechista.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
sábado, 24 de noviembre de 2012
CINE - Festival de Cine de Mar del Plata, Competencia Latinoamericana:
El cine vuelve a tener como punto de partida su cruce con la literatura en el marco de la Competencia Latinoamericana de la edición 2012 del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Aunque esa encrucijada existe dentro de La forma exacta de las islas, quedarse sólo en eso es decir muy poco de este segundo trabajo documental de los directores Daniel Casabé y Edgardo Dieleke (su película anterior es la agradable Cracks de nácar). Porque existe, pero es sólo eso: la punta de un ovillo atado en la entrada de un laberinto. Todo comienza con un viaje realizado a las Malvinas por Julieta Vitullo en 2006, quien desarrollaba una tesis sobre la Guerra de Malvinas a partir de los libros de ficción escritos sobre ella. Con las novelas Los pichiciegos de Fogwill y Las islas de Carlos Gamerro como referencias inevitables, Julieta sin embargo cambia sobre la marcha su planificación, tras conocer en Puerto Argentino a Dacio y Carlos, dos ex combatientes que se encuentran allí para buscar algo que han dejado en su trágico paso por esas tierras. El material grabado en video por Julieta es una de las líneas vitales del relato; el otro eje lo constituye las escenas rodadas por los directores durante un viaje junto a Julieta realizado algunos años después. Ambos materiales son intercalados con una habilidad tan sutil, que no es posible notar sino hasta después de terminada la proyección que en realidad la película no es el relato de la entrada a un laberinto, sino de la búsqueda de una salida. La narración se nutre siempre de aportes valiosos: el pensamiento lúcido de los dos ex soldados que el destino puso en el camino de Julieta; los fragmentos de las novelas mencionadas, elegidos con acierto; los testimonios de algunos isleños; y sobre todo los textos originales de la película, algunos tomados de los diarios de viaje de Julieta y otros escritos especialmente para la película, que contextualizan o afirman con inteligencia. La forma exacta de las islas es un film que relata la pérdida, que busca poner palabras e imágenes al dolor de lo irrecuperable, pero que sorpresivamente encuentra una salida luminosa justo ahí dónde no la buscaba. La última secuencia de la película tiene la belleza incomparable del hallazgo inesperado y demuestra que el cine (el arte) puede ser también un camino de sanación.
También bella y conmovedora es la peruana El limpiador, de Adrián Saba, ficción fantástica que imagina a la ciudad de Lima sitiada por una peste desconocida que mata a los infectados (sobre todo hombres adultos) en menos de 24 horas. Dentro de ese escenario se encuentra Eusebio, quien se dedica a limpiar y desinfectar los lugares en donde mueren las víctimas de la enfermedad. Durante uno de sus trabajos en la casa de una mujer que acaba de morir, Eusebio encuentra un niño de 8 años escondido dentro de un placard. Aunque primero intenta desentenderse de él, este tipo solitario y seco acabará haciéndose cargo a regañadientes pero pronto la relación entre ambos empezará a crecer. A partir de una suerte de realismo distópico, El limpiador desarrolla una fábula de la despersonalización y la insensibilidad de una vida moderna signada por lo artificial y de un mundo tan enfermo que la sola mención de la felicidad merece tener su castigo. Con algo de los mejores cuentos fantásticos de Ray Bradbury (leer El niño invisible), la película de Saba descoloca un poco con un final oscuro. Pero si no se le recrimina a la comedia que consiga hacer reír, ¿es posible reprocharle al drama algunas lágrimas perdidas? Tal vez no, al menos en este caso.
No puede decirse lo mismo de la mexicana Después de Lucía, de Michel Franco. Con la excusa de abordar el tema de los abusos escolares entre adolescentes, la película se ensaña con Julieta, que junto a su padre se acaba de mudar de ciudad tras la trágica muerte de su madre. Franco filma la abrumadora tortura a la que la niña es gradualmente sometida por sus compañeros, como si se tratara de un espiral hacia el infierno en donde todo lo que puede terminar mal lo hará peor. Es imposible ver Después de Lucía sin preguntarse si es lícito hacer desde el cine una exhibición semejante: la vieja discusión del fin y los medios para alcanzarlo.
Para ver la cobertura completa del 27° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, presione AQUÍ.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
También bella y conmovedora es la peruana El limpiador, de Adrián Saba, ficción fantástica que imagina a la ciudad de Lima sitiada por una peste desconocida que mata a los infectados (sobre todo hombres adultos) en menos de 24 horas. Dentro de ese escenario se encuentra Eusebio, quien se dedica a limpiar y desinfectar los lugares en donde mueren las víctimas de la enfermedad. Durante uno de sus trabajos en la casa de una mujer que acaba de morir, Eusebio encuentra un niño de 8 años escondido dentro de un placard. Aunque primero intenta desentenderse de él, este tipo solitario y seco acabará haciéndose cargo a regañadientes pero pronto la relación entre ambos empezará a crecer. A partir de una suerte de realismo distópico, El limpiador desarrolla una fábula de la despersonalización y la insensibilidad de una vida moderna signada por lo artificial y de un mundo tan enfermo que la sola mención de la felicidad merece tener su castigo. Con algo de los mejores cuentos fantásticos de Ray Bradbury (leer El niño invisible), la película de Saba descoloca un poco con un final oscuro. Pero si no se le recrimina a la comedia que consiga hacer reír, ¿es posible reprocharle al drama algunas lágrimas perdidas? Tal vez no, al menos en este caso.
No puede decirse lo mismo de la mexicana Después de Lucía, de Michel Franco. Con la excusa de abordar el tema de los abusos escolares entre adolescentes, la película se ensaña con Julieta, que junto a su padre se acaba de mudar de ciudad tras la trágica muerte de su madre. Franco filma la abrumadora tortura a la que la niña es gradualmente sometida por sus compañeros, como si se tratara de un espiral hacia el infierno en donde todo lo que puede terminar mal lo hará peor. Es imposible ver Después de Lucía sin preguntarse si es lícito hacer desde el cine una exhibición semejante: la vieja discusión del fin y los medios para alcanzarlo.
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viernes, 23 de noviembre de 2012
CINE - Festival de Cine de Mar del Plata, Competencia Argentina: La sangre y el ketchup
La Competencia Argentina del Festival de Cine de Mar del Plata ha incorporado en estos días dos títulos que por razones diversas merecen ser mencionados. En primer lugar debe hablarse de Fango, nueva película de ese director fuera de los ejes que es José Campusano. Tras presentar con éxito Vikingo, su anterior trabajo, hace algunos años en este mismo espacio, Campusano vuelve a causar impacto con otro western que narra las miserias y pasiones de algunos habitantes del conurbano, con una mirada que no le teme ni a la sordidez y ni a la violencia. A diferencia de lo que puede pensarse de películas que abordan temas afines, como Elefante Blanco de Pablo Trapero, o Ciudad de Dios de Fernando Meirelles, que representan siempre un punto de vista exterior (y hasta podría decirse que extranjero) de la vida en los barrios obreros y las villas, los filmes de Campusano narran a partir la empatía y desde un ángulo siempre intestino. Tampoco hay en ellas espacio para la intervención policial, agente normalizador de las clases superiores muy presente en las otras películas mencionadas, a las que puede sumarse Tropa de elite, del también brasilero José Padilha, oda máxima a la represión y la tolerancia cero. En Fango, como en la filmografía completa de Campusano, los códigos son otros, igual o más violentos, pero el director saludablemente jamás se permite la digresión clasista de introducir en su mundo nada que le sea ajeno. El universo Campusano empieza y termina en ese fondo social en donde sus historias tienen lugar.
La película orbita en torno a dos líneas. Por un lado están el Brujo y el Indio, dos amigos que buscan armar una banda que fusione Thrash Metal con Tango. Por otro, la relación abierta que el Brujo mantiene con su mujer acaba mal cuando ella elige la aventura equivocada y es secuestrada por una prima de la mujer del tipo con el cual se acuesta, quien además lidera una banda de lesbianas. Si bien la mirada de Campusano de los universos que pinta no deja de ser interior, en Fango la conciencia de estar realizando un relato parece derivar en personajes cuya estructura de construcción es más obvia que, por ejemplo, en Vikingo. En ese sentido es menos transparente que sus trabajos anteriores, hecho que es evidente en ciertos subrayados que el director elige hacer de la sordidez que puebla el film. A eso se suma que los personajes tampoco tienen el carisma de los protagonistas de la mencionada Vikingo. Pero también hay detalles que enriquecen el imaginario cinematográfico del director. El más destacado es el desarrollo de los personajes femeninos, que en sus trabajos anteriores apenas cumplían roles básicos. Aquí son ellas las responsables de activar los nudos dramáticos, una novedad interesante, aunque para ello haya recurrido a mujeres en las que el elemento femenino no es muy fuerte.
Hermanos de sangre es la nueva película de Daniel de la Vega, director que se ha desarrollado en el campo del cine de terror. Sin embargo la película que aquí presenta es una comedia. Comedia negra que no ahorra en litros de sangre y truculencia, pero sin dudas una comedia en toda regla. Matías es el típico gordito perdedor del que todos se burlan en la oficina y nunca consigue superar el derecho de admisión en las discotecas. Hasta que en su vida se cruza Nicolás, un tipo misterioso y duro que comienza a actuar como su guía y protector. Claro que sus métodos para colaborar consisten en asesinar a cualquiera que se empecine en causarle un mal momento a Matías. Siempre del otro lado de la línea del exceso, De la Vega logra con Hermanos de sangre un film tan sanguinario como gracioso. Mérito en el que sin dudas tiene mucho que ver el guión escrito por Martín Blousson, Germán Val y Nicanor Loreti, este último director de Diablo, película ganadora de esta misma competencia el año pasado y de inminente estreno comercial. Tal vez sea este un buen augurio.
Para ver la cobertura completa del 27° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, presione AQUÍ.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
La película orbita en torno a dos líneas. Por un lado están el Brujo y el Indio, dos amigos que buscan armar una banda que fusione Thrash Metal con Tango. Por otro, la relación abierta que el Brujo mantiene con su mujer acaba mal cuando ella elige la aventura equivocada y es secuestrada por una prima de la mujer del tipo con el cual se acuesta, quien además lidera una banda de lesbianas. Si bien la mirada de Campusano de los universos que pinta no deja de ser interior, en Fango la conciencia de estar realizando un relato parece derivar en personajes cuya estructura de construcción es más obvia que, por ejemplo, en Vikingo. En ese sentido es menos transparente que sus trabajos anteriores, hecho que es evidente en ciertos subrayados que el director elige hacer de la sordidez que puebla el film. A eso se suma que los personajes tampoco tienen el carisma de los protagonistas de la mencionada Vikingo. Pero también hay detalles que enriquecen el imaginario cinematográfico del director. El más destacado es el desarrollo de los personajes femeninos, que en sus trabajos anteriores apenas cumplían roles básicos. Aquí son ellas las responsables de activar los nudos dramáticos, una novedad interesante, aunque para ello haya recurrido a mujeres en las que el elemento femenino no es muy fuerte.
Hermanos de sangre es la nueva película de Daniel de la Vega, director que se ha desarrollado en el campo del cine de terror. Sin embargo la película que aquí presenta es una comedia. Comedia negra que no ahorra en litros de sangre y truculencia, pero sin dudas una comedia en toda regla. Matías es el típico gordito perdedor del que todos se burlan en la oficina y nunca consigue superar el derecho de admisión en las discotecas. Hasta que en su vida se cruza Nicolás, un tipo misterioso y duro que comienza a actuar como su guía y protector. Claro que sus métodos para colaborar consisten en asesinar a cualquiera que se empecine en causarle un mal momento a Matías. Siempre del otro lado de la línea del exceso, De la Vega logra con Hermanos de sangre un film tan sanguinario como gracioso. Mérito en el que sin dudas tiene mucho que ver el guión escrito por Martín Blousson, Germán Val y Nicanor Loreti, este último director de Diablo, película ganadora de esta misma competencia el año pasado y de inminente estreno comercial. Tal vez sea este un buen augurio.
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miércoles, 21 de noviembre de 2012
CINE - Festival de Cine de Mar del Plata, Competencia Argentina: Los primeros días
La competencia Argentina del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata continuó dando en estos días algunas interesantes muestras de su buen criterio de programación. Porque, aun con sus puntos bajos, incluye películas que desde un abanico narrativo muy amplio garantizan para el cine argentino una generosa variedad de opciones. Para el cine argentino, sí, pero sobre todo para los espectadores: es que recomponer la relación entre los artistas y el público, luego de que dos generaciones de Nuevo Cine Argentino establecieran un piso muy alto en la calidad de producción, es el objetivo que a la industria nacional aun le queda como cuenta pendiente. En ese sentido dos películas incluidas en el listado de esta competencia se encargaron de aportar, desde puntos de vista y estéticas distantes, dos interesantes opciones para intentar seducir a un público ávido de un cine más narrativo. Se trata de Samurai, de Gaspar Scheuer, y La corporación de Fabián Forte.
La primera de ellas parte de una idea interesante: tejer una red entre la cultura de los samurais en el Japón, y la figura del gaucho en la Argentina. Partiendo del dato histórico de la caída en desgracia de la casta de los guerreros samurai con la restauración del imperio, a mediados del siglo XIX, el film de Scheuer imagina a una familia de exiliados japoneses intentando hallar su nueva tierra en el campo argentino. Entre ellos, Takeo es instruido por su abuelo en la cultura samurai, con la intención de que este finalmente vaya en busca de Saigo Takamori, el último de los shogún, un personaje histórico real que en la mitología de esta película también habría encontrado refugio en el país. Con la muerte del abuelo, Takeo sale en busca de Saigo y en su camino conocerá a Poncho Negro, gaucho matrero y de mala fama que ha quedado lisiado en la Guerra del Paraguay. A partir de la amistad entre ellos, las realidades histórico políticas del Japón y la Argentina son enfrentadas como espejos, para hallar la conexión en el carácter de descastados que para esa época tenían gauchos y samurais en sus propios países. Contada en clave de western, bellamente realizada y fotografiada, imaginativa y rica en su relato, Samurai consigue hacer verosímil su rara propuesta. La ambientación es eficiente y el casting oportuno, a tal punto que durante los primeros minutos podría jurarse que se trata de un film japonés. Los actores que integran la familia realizan un trabajo destacado, sobre todo el increíble Kazuomi Takagi en el papel de abuelo. Como contra puede decirse que, a pesar de no ser un film largo, algunos pasajes se tornan un poco morosos y tal vez se deba a cierta falta contundencia a la hora de exponer los conflictos. Más allá de eso Samurai es un gran ejemplo de reescritura de los géneros clásicos puestos al servicio de narrar las propias historias.
Por su parte La corporación es un relato en el cual los géneros se superponen para armar una estructura que tanto puede ser leída en clave dramática, como comedia, thriller, relato fantástico, o todo eso a la vez. Felipe Mentor es un empresario exitoso y algo despótico con los que lo rodean, excepto con Luz, su mujer, por quién parece tener devoción (aunque a veces se fastidie). Sin embargo algo hay de demasiado perfecto en ella y el hecho de que sus conmovidas declaraciones de amor hayan sido escritas (literalmente) por él comienza a enrarecer la atmosfera del film. La corporación habla con humor y buen ritmo, de la calidad artificial de las relaciones humanas en tiempos de virtualidad e hiperconsumo, en donde cualquier cosa puede ser convertida en objeto de comercio, incluso los sentimientos y los hijos. La película de Forte consigue lucir estéticamente acorde al tipo de narración que se propone y mucho le debe al buen trabajo de su elenco. Sobre todo a los protagonistas Osmar Núñez y Moro Anghileri, aunque con el apoyo de un destacado grupo que incluye al gran Federico Luppi entre muchos y muy buenos actores. La corporación es una película ideal para que aquellos que sólo ven cine norteamericano comiencen a amigarse de una vez con el buen cine argentino.
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La primera de ellas parte de una idea interesante: tejer una red entre la cultura de los samurais en el Japón, y la figura del gaucho en la Argentina. Partiendo del dato histórico de la caída en desgracia de la casta de los guerreros samurai con la restauración del imperio, a mediados del siglo XIX, el film de Scheuer imagina a una familia de exiliados japoneses intentando hallar su nueva tierra en el campo argentino. Entre ellos, Takeo es instruido por su abuelo en la cultura samurai, con la intención de que este finalmente vaya en busca de Saigo Takamori, el último de los shogún, un personaje histórico real que en la mitología de esta película también habría encontrado refugio en el país. Con la muerte del abuelo, Takeo sale en busca de Saigo y en su camino conocerá a Poncho Negro, gaucho matrero y de mala fama que ha quedado lisiado en la Guerra del Paraguay. A partir de la amistad entre ellos, las realidades histórico políticas del Japón y la Argentina son enfrentadas como espejos, para hallar la conexión en el carácter de descastados que para esa época tenían gauchos y samurais en sus propios países. Contada en clave de western, bellamente realizada y fotografiada, imaginativa y rica en su relato, Samurai consigue hacer verosímil su rara propuesta. La ambientación es eficiente y el casting oportuno, a tal punto que durante los primeros minutos podría jurarse que se trata de un film japonés. Los actores que integran la familia realizan un trabajo destacado, sobre todo el increíble Kazuomi Takagi en el papel de abuelo. Como contra puede decirse que, a pesar de no ser un film largo, algunos pasajes se tornan un poco morosos y tal vez se deba a cierta falta contundencia a la hora de exponer los conflictos. Más allá de eso Samurai es un gran ejemplo de reescritura de los géneros clásicos puestos al servicio de narrar las propias historias.
Por su parte La corporación es un relato en el cual los géneros se superponen para armar una estructura que tanto puede ser leída en clave dramática, como comedia, thriller, relato fantástico, o todo eso a la vez. Felipe Mentor es un empresario exitoso y algo despótico con los que lo rodean, excepto con Luz, su mujer, por quién parece tener devoción (aunque a veces se fastidie). Sin embargo algo hay de demasiado perfecto en ella y el hecho de que sus conmovidas declaraciones de amor hayan sido escritas (literalmente) por él comienza a enrarecer la atmosfera del film. La corporación habla con humor y buen ritmo, de la calidad artificial de las relaciones humanas en tiempos de virtualidad e hiperconsumo, en donde cualquier cosa puede ser convertida en objeto de comercio, incluso los sentimientos y los hijos. La película de Forte consigue lucir estéticamente acorde al tipo de narración que se propone y mucho le debe al buen trabajo de su elenco. Sobre todo a los protagonistas Osmar Núñez y Moro Anghileri, aunque con el apoyo de un destacado grupo que incluye al gran Federico Luppi entre muchos y muy buenos actores. La corporación es una película ideal para que aquellos que sólo ven cine norteamericano comiencen a amigarse de una vez con el buen cine argentino.
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CINE - Festival de Cine de Mar del Plata, Competencia Latinoamericana: Los primeros días
Entre las diferencias que pueden encontrase entre el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata y el BAFICI (comparación innecesaria pero inevitable), una de las más destacadas es la eficiencia conceptual de las tres competencias del encuentro junto al mar. Mientras el Festival de Buenos Aires pone toda la carne en sus secciones Internacional y Argentina, sumando una tercera como Cine del Futuro que nunca termina de definir su perfil con claridad, Mar del Plata cuenta con competencias análogas a las dos primeras, pero incluye una Latinoamericana, dedicada a ofrecer un panorama cinematográfico regional. No siempre ocurre que estás secciones coincidan en presentar un alto nivel en sus programaciones, pero todo parece indicar que este año se redondearán tres buenas cosechas. Abundancia que se justifica antes en la amplitud y variedad de sus frutos que en la cantidad.
Justamente la Competencia Latinoamericana arrancó dando muestras de ello, con dos filmes de apariencias opuestas. Por un lado 7 cajas, película paraguaya dirigida por el tándem integrado por Tana Schémbori y Juan Carlos Maneglia, y el atípico documental uruguayo El Bella Vista, de Alicia Cano. Este último relata la historia de un viejo club de pueblo, entretejiendo los idas y vueltas de las actividades que a través de los años tuvieron lugar dentro del edificio que fuera la sede social de la institución. Club de fútbol devenido en prostíbulo de travestis luego de su cierre, El Bella Vista es una película nostálgica capaz de ver, seguir y comprender sin juzgar a sus personajes. Una de las riquezas del trabajo de Cano responde justamente a su habilidad para hallar el tono adecuado para cada una de las historias. Así, es capaz de compartir el humor grueso de esos hombres que añoran ese pasado de amistad en torno a una pelota, sin condenarlos por sus prejuicios; pero también de contagiar la ternura dolorosa de los deseos de esas travestis que, como cualquier chica, sufren por amor y sueñan con ser madres. Y hasta se permite revelar ciertos trucos de su construcciión, como un mago generoso mostraría sus secretos en medio de un show. De notable trabajo fotográfico de Arauco Hernández Holz (el mismo de La vida útil de Federico Veiroj), El Bella Vista conmueve genuinamente, sin desdeñar al humor como herramienta indispensable para generar empatía incluso con lo políticamente incorrecto.
En cambio la paraguaya se ubica en las antípodas cinematográ- ficas del documental de Cano. Película de acción que viene precedida por la leyenda de ser la más vista de la historia de su país y de haber vendido más entradas que la mismísima Titánic, lo que primero sorprende de 7 cajas es la mirada casi extranjera que los directores eligieron tener de una de las realidades de su país. La película transcurre enteramente entre los puestos del monumental mercado de Asunción, escenario que se encuentra retratado como espacio exótico antes que propio. Mirada que resulta más afín a la de Ben Affleck en las escenas del Gran Bazaar de Teherán en Argo, o a las persecuciones en las ferias de Estambul de Búsqueda implacable 2, que a la mucho más empática de Julián D’angiolillo en su retrato de la feria de La Salada, en Hacerme feriante (aunque también hay puntos de contacto entre ellas, como algunas puestas de cámara). Claro que eso obedece a que la película ha buscado ser una cosa y no la otra, pero también habla del lugar elegido por los directores para ver a sus personajes y del modo en que buscaron representar una determinada realidad social desde la ficción y el relato de género. Ese rasgo no le quita a 7 cajas el mérito de ser un entretenido y recomendable thriller de acción, con personajes reconocibles y culturalmente más próximos a la realidad latinoamericana.
Una de las películas fuertes de esta competencia es sin dudas la última del mexicano Carlos Reygadas, Post tenebras lux, estrenada en el Festival de Cannes donde compitió por la Palma de Oro y recibió el premio a la mejor dirección. Reygadas es un artista inquietante, cuyos trabajos resultan siempre ricos y llenos de recovecos estéticos o teóricos con los cuales acordar o discutir. Post tenebras lux deja claro que el mexicano es un depurado artista de las formas y hasta es posible afirmar que, consciente de su pericia, llega por momentos a regodearse con cierto exceso en el uso de algunos recursos. Sin ir en detrimento del film, esa tendencia vuelve un tanto artificiales algunos tramos. Es difícil resumir una sinopsis apropiada: una pareja con sus dos hijos pequeños se ha mudado hace poco a una casa de campo (más bien un monte selvático) y en ese retiro comienzan a aparecer diferentes disrupciones, a veces desatadamente violentas, otras de una sutileza más íntima. En torno a esa línea central, Reygadas acumula una serie de historias laterales, suerte de viñetas que a veces parecen por completo desconectadas, pero que van urdiendo una trama que de a poco comienza a revelar una profunda raíz religiosa. A la luz de una secuencia final que remite a aquella cita bíblica que recomienda cortarse la mano y arrojarla lejos si ella es ocasión de pecado, tal vez sea posible recorrer hacia atrás el relato para ir encontrando, de a poco, los famosos siete pecados. E incluso desde allí darle un sentido a ese atroz demonio fluorescente que consigue perturbar ya en la primera escena tras el título de inicio. Título que de entrada avisa en latín, idioma del cristianismo, que la luz sólo es posible, por oposición, tras la más cerrada de las oscuridades. Exactamente eso es el cine de Reygadas.
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Justamente la Competencia Latinoamericana arrancó dando muestras de ello, con dos filmes de apariencias opuestas. Por un lado 7 cajas, película paraguaya dirigida por el tándem integrado por Tana Schémbori y Juan Carlos Maneglia, y el atípico documental uruguayo El Bella Vista, de Alicia Cano. Este último relata la historia de un viejo club de pueblo, entretejiendo los idas y vueltas de las actividades que a través de los años tuvieron lugar dentro del edificio que fuera la sede social de la institución. Club de fútbol devenido en prostíbulo de travestis luego de su cierre, El Bella Vista es una película nostálgica capaz de ver, seguir y comprender sin juzgar a sus personajes. Una de las riquezas del trabajo de Cano responde justamente a su habilidad para hallar el tono adecuado para cada una de las historias. Así, es capaz de compartir el humor grueso de esos hombres que añoran ese pasado de amistad en torno a una pelota, sin condenarlos por sus prejuicios; pero también de contagiar la ternura dolorosa de los deseos de esas travestis que, como cualquier chica, sufren por amor y sueñan con ser madres. Y hasta se permite revelar ciertos trucos de su construcciión, como un mago generoso mostraría sus secretos en medio de un show. De notable trabajo fotográfico de Arauco Hernández Holz (el mismo de La vida útil de Federico Veiroj), El Bella Vista conmueve genuinamente, sin desdeñar al humor como herramienta indispensable para generar empatía incluso con lo políticamente incorrecto.
En cambio la paraguaya se ubica en las antípodas cinematográ- ficas del documental de Cano. Película de acción que viene precedida por la leyenda de ser la más vista de la historia de su país y de haber vendido más entradas que la mismísima Titánic, lo que primero sorprende de 7 cajas es la mirada casi extranjera que los directores eligieron tener de una de las realidades de su país. La película transcurre enteramente entre los puestos del monumental mercado de Asunción, escenario que se encuentra retratado como espacio exótico antes que propio. Mirada que resulta más afín a la de Ben Affleck en las escenas del Gran Bazaar de Teherán en Argo, o a las persecuciones en las ferias de Estambul de Búsqueda implacable 2, que a la mucho más empática de Julián D’angiolillo en su retrato de la feria de La Salada, en Hacerme feriante (aunque también hay puntos de contacto entre ellas, como algunas puestas de cámara). Claro que eso obedece a que la película ha buscado ser una cosa y no la otra, pero también habla del lugar elegido por los directores para ver a sus personajes y del modo en que buscaron representar una determinada realidad social desde la ficción y el relato de género. Ese rasgo no le quita a 7 cajas el mérito de ser un entretenido y recomendable thriller de acción, con personajes reconocibles y culturalmente más próximos a la realidad latinoamericana.
Una de las películas fuertes de esta competencia es sin dudas la última del mexicano Carlos Reygadas, Post tenebras lux, estrenada en el Festival de Cannes donde compitió por la Palma de Oro y recibió el premio a la mejor dirección. Reygadas es un artista inquietante, cuyos trabajos resultan siempre ricos y llenos de recovecos estéticos o teóricos con los cuales acordar o discutir. Post tenebras lux deja claro que el mexicano es un depurado artista de las formas y hasta es posible afirmar que, consciente de su pericia, llega por momentos a regodearse con cierto exceso en el uso de algunos recursos. Sin ir en detrimento del film, esa tendencia vuelve un tanto artificiales algunos tramos. Es difícil resumir una sinopsis apropiada: una pareja con sus dos hijos pequeños se ha mudado hace poco a una casa de campo (más bien un monte selvático) y en ese retiro comienzan a aparecer diferentes disrupciones, a veces desatadamente violentas, otras de una sutileza más íntima. En torno a esa línea central, Reygadas acumula una serie de historias laterales, suerte de viñetas que a veces parecen por completo desconectadas, pero que van urdiendo una trama que de a poco comienza a revelar una profunda raíz religiosa. A la luz de una secuencia final que remite a aquella cita bíblica que recomienda cortarse la mano y arrojarla lejos si ella es ocasión de pecado, tal vez sea posible recorrer hacia atrás el relato para ir encontrando, de a poco, los famosos siete pecados. E incluso desde allí darle un sentido a ese atroz demonio fluorescente que consigue perturbar ya en la primera escena tras el título de inicio. Título que de entrada avisa en latín, idioma del cristianismo, que la luz sólo es posible, por oposición, tras la más cerrada de las oscuridades. Exactamente eso es el cine de Reygadas.
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lunes, 19 de noviembre de 2012
CINE - Comenzó el Festival de Cine de Mar del Plata: El inicio
Durante el mes de Noviembre el cine es inevitable en Mar del Plata. Se lo ve, se lo lee, se lo oye por todos lados: afiches, murales, volantes, charlas, remeras, diarios, en las caras de la gente. Es que todos los años la ciudad viste de gala hasta a los lobos marinos de piedra que custodian la entrada a la playa, para recibir al Festival Internacional de Cine, que este año llega hasta su edición número 27. Encuentro fundamental para el arte de la luz en movimiento en el país, este año el festival vuelve a reunir una impresionante cantidad de películas, en un abrazo amplio que integra con generosa ecuanimidad a todas las vertientes estéticas desde donde es posible hacer, pensar y ver el cine.
Durante el sábado a la noche se realizó la apertura de esta edición, un inicio austero pero cálido, encabezado por quien es el director del encuentro desde hace 5 años, el cineasta José Martínez Suárez.
La noche comenzó con el inevitable recuerdo para el recientemente fallecido Leonardo Favio, autor cuya obra completa integra cualquier lista de grandes clásicos del cine nacional. Todas sus películas, desde las iniciales El dependiente y Crónica de un niño sólo, hasta las últimas, como Gatica, el mono y Aniceto, pasando por Nazareno Cruz, Juan Moreira o Soñar, soñar, fueron recuperadas para la ocasión en un increíble montaje que, apenas con retazos, volvió a dejar claro que Favio fue (y es) el más notable de los artistas que haya dado el cine en la Argentina. El recuerdo fue entonces tan justo y emotivo como insuficiente para paliar la tristeza de su definitiva ausencia. Permanece su obra, sus películas, la más amorosa de las ofrendas que un artista puede legarle al mundo: nosotros, los espectadores. Como involuntario homenaje extra a Favio, el Festival ofrece este año una notable selección de películas divididas en sus tres competencias principales, Internacional, Latinoamericana y Argentina. Pero tratándose de un prócer argentino, sobre todo debe destacarse la competencia local.
Integrada por catorce filmes, esta selección consigue ser capaz de topografiar con exactitud el amplio mapa de géneros y miradas que ofrece el cine argentino actual. Dentro de su grilla es posible encontrarse con películas que apuestan por una narrativa clásica más cercana a los géneros, como la sorprendente La corporación, del director Fabián Forte, de larga experiencia como autor de filmes verdaderamente independientes; o Hermanos de sangre, de Daniel de la Vega. Ambos directores forman parte de una vertiente de artistas surgida desde la sombra de la producción de cine en el país, lejos de las luces del Nuevo Cine Argentino, con un perfil mucho más lúdico, un origen más cercano al oficio que a lo académico, y gran pasión por la narrativa clásica norteamericana y, sobre todo, el cine clase B (categoría que suele utilizarse de manera injusta y despectiva). No es casual que sus equipos de rodaje y elencos compartan más de un nombre.
En otro extremo, dentro de las miradas que el cine puede ofrecer de la realidad, el día de ayer se proyectó el documental Calles de la Memoria, de Carmen Guarini. La película parte de la idea de trazar un recorrido para unir las baldosas que un grupo de vecinos del barrio de Almagro y Balvanera colocan por toda Buenos Aires, para recordar a personas desaparecidas por la última dictadura militar. La película se cuestiona a partir de sus protagonistas (un grupo de estudiantes de cine con quienes filma Guarini y los propios vecinos) la validez de los actos para fortalecer la memoria y el modo en que estos todavía manifiestan las contradicciones que se sostienen en la mirada de los argentinos respecto a aquel momento histórico. También ayer se proyectó Abril en Nueva York, primer largometraje de Martín Piroyansky, uno de los actores más versátiles y convocados del cine argentino actual. Film intimista acerca de las desavenencias de una pareja de jóvenes argentinos en los Estados Unidos, el film viene a confirmar las dotes de Piroyansky como director, quien ya había mostrado condiciones con algunos cortometrajes.
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Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
La noche comenzó con el inevitable recuerdo para el recientemente fallecido Leonardo Favio, autor cuya obra completa integra cualquier lista de grandes clásicos del cine nacional. Todas sus películas, desde las iniciales El dependiente y Crónica de un niño sólo, hasta las últimas, como Gatica, el mono y Aniceto, pasando por Nazareno Cruz, Juan Moreira o Soñar, soñar, fueron recuperadas para la ocasión en un increíble montaje que, apenas con retazos, volvió a dejar claro que Favio fue (y es) el más notable de los artistas que haya dado el cine en la Argentina. El recuerdo fue entonces tan justo y emotivo como insuficiente para paliar la tristeza de su definitiva ausencia. Permanece su obra, sus películas, la más amorosa de las ofrendas que un artista puede legarle al mundo: nosotros, los espectadores. Como involuntario homenaje extra a Favio, el Festival ofrece este año una notable selección de películas divididas en sus tres competencias principales, Internacional, Latinoamericana y Argentina. Pero tratándose de un prócer argentino, sobre todo debe destacarse la competencia local.
Integrada por catorce filmes, esta selección consigue ser capaz de topografiar con exactitud el amplio mapa de géneros y miradas que ofrece el cine argentino actual. Dentro de su grilla es posible encontrarse con películas que apuestan por una narrativa clásica más cercana a los géneros, como la sorprendente La corporación, del director Fabián Forte, de larga experiencia como autor de filmes verdaderamente independientes; o Hermanos de sangre, de Daniel de la Vega. Ambos directores forman parte de una vertiente de artistas surgida desde la sombra de la producción de cine en el país, lejos de las luces del Nuevo Cine Argentino, con un perfil mucho más lúdico, un origen más cercano al oficio que a lo académico, y gran pasión por la narrativa clásica norteamericana y, sobre todo, el cine clase B (categoría que suele utilizarse de manera injusta y despectiva). No es casual que sus equipos de rodaje y elencos compartan más de un nombre.
En otro extremo, dentro de las miradas que el cine puede ofrecer de la realidad, el día de ayer se proyectó el documental Calles de la Memoria, de Carmen Guarini. La película parte de la idea de trazar un recorrido para unir las baldosas que un grupo de vecinos del barrio de Almagro y Balvanera colocan por toda Buenos Aires, para recordar a personas desaparecidas por la última dictadura militar. La película se cuestiona a partir de sus protagonistas (un grupo de estudiantes de cine con quienes filma Guarini y los propios vecinos) la validez de los actos para fortalecer la memoria y el modo en que estos todavía manifiestan las contradicciones que se sostienen en la mirada de los argentinos respecto a aquel momento histórico. También ayer se proyectó Abril en Nueva York, primer largometraje de Martín Piroyansky, uno de los actores más versátiles y convocados del cine argentino actual. Film intimista acerca de las desavenencias de una pareja de jóvenes argentinos en los Estados Unidos, el film viene a confirmar las dotes de Piroyansky como director, quien ya había mostrado condiciones con algunos cortometrajes.
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Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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viernes, 16 de noviembre de 2012
CINE - Tres festivales de cine ocupan Buenos Aires: Cine árabe, cine judío, más lo mejor de aquí y allá.
Justo la semana en que comienza la edición número 27 del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata y los cinéfilos porteños amenazan con evacuar la ciudad, Buenos Aires contraataca con una batería de festivales de cine con la que hacer frente a tamaño rival. A partir de ayer y hasta fin de mes, varios de ellos aportarán una variedad de oferta cinematográfica a la habitual (y conservadora) cartelera comercial. Se trata del 10º Festival Internacional de Cine Judío en la
Argentina (FICJA), de la segunda edición del Latin Arab International Film Festival (LAIFF) y la tercera del Festival Simultáneo de Cine Mapfre 4+1. Cada uno de ellos, atendiendo a sus diferentes perfiles e intereses, colaborará en enriquecer la vida cultural de una ciudad como Buenos Aires, siempre curiosa y abierta a las propuestas que desafíen los lugares comunes.
La décima edición del FICJA se desarrollará en dos etapas. La primera comenzó ayer y se extenderá hasta el próximo miércoles 21 en el complejo Cinemark Palermo, en Beruti 3399. Para la segunda etapa el festival se mudará a las salas que la misma cadena tiene en el barrio de Caballito, en Av. La Plata 96, y se desarrollará del 29 de noviembre al 5 de diciembre. Este encuentro tiene como finalidad ofrecer un muestrario amplio del cine y producciones audiovisuales de temática judía que se realizan en diferentes partes del mundo, incluida la Argentina. La heterogénea programación incluye el film bélico de origen israelí Insight, de Eyal Halfon, o la nórdica Buenas noches, sr. Wallenberg, film de 1990 con el popular actor sueco Stellan Skarsgård, que narra la vida de Raoul Wallenberg, responsable de salvar la vida de miles de judíos en Suecia durante la Segunda Guerra. El festival también incluye dos filmes argentinos: La ceremonia, de Gabriela Bernaola Deli, y Sin punto y aparte, de Shlomo Slutzky. Esta última cuenta la experiencia de un periodista argentino-israelí que regresa al país para realizar una nota para la televisión sobre los juicios al general Menéndez en Córdoba. También podrán verse los primeros tres capítulos de Srugim, una de las más exitosas series de televisión en Israel. Programación y horarios en www.ficja.com.ar".
El Festival de Cine Mapfre 4+1 se realiza en simultáneo en cinco de las más importantes ciudades de Iberoamérica. Madrid, Bogotá, México, Río de Janeiro y Buenos Aires reciben al mismo tiempo la programación de este festival, que reúne celebrados títulos de las últimas ediciones de los festivales de cine más importantes del mundo. El 4+1 permitirá ver en la ciudad, entre el 21 y el 25 de noviembre, algunos trabajos de altísimo nivel que quizá no vuelvan a proyectarse en el país. Entre ellos se destacan los de prestigiosos directores, como Abel Ferrara, Chantal Ackerman, Johnnie To y Naomi Kawase, que comparten la grilla con trabajos de directores emergentes, como el caso del francés Sylvain Gorge (ganador del BAFICI 2011 con Figuras de guerra, su anterior película), quien presenta aquí Les Éclats, su documental más reciente. Para consultar programación, sedes y horarios: www.festival4mas1.com".
Apenas un día después dará comienzo la segunda edición del LAIFF, un encuentro que tiene por objeto oficiar como puente entre el cine árabe y el cine latinoamericano. Y desde esa plataforma, acercar a la audiencia local la cultura y las realidades del mundo árabe. Este es además, el único de los tres festivales mencionados que cuenta con secciones competitivas y no competitivas, en las que se busca equilibrar obras realizadas por profesionales de renombre junto con cineastas jóvenes y emergentes. La programación incluye títulos como el drama palestino Tanathur, el documental In the Shadow of a Man, o el policial dramático de origen marroquí Death for Sale, de Faouzi Bensaïdi. El LAIFF se llevará a cabo entre el 22 y el 28 de noviembre. Para mayor información de sedes, consultar en www.analiasanchezprensa.com.ar.
Tres propuestas de relevancia para quienes nunca nada es suficiente. Porque, al menos desde el cine, Buenos Aires sigue siendo una ciudad abierta y diversa.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
La décima edición del FICJA se desarrollará en dos etapas. La primera comenzó ayer y se extenderá hasta el próximo miércoles 21 en el complejo Cinemark Palermo, en Beruti 3399. Para la segunda etapa el festival se mudará a las salas que la misma cadena tiene en el barrio de Caballito, en Av. La Plata 96, y se desarrollará del 29 de noviembre al 5 de diciembre. Este encuentro tiene como finalidad ofrecer un muestrario amplio del cine y producciones audiovisuales de temática judía que se realizan en diferentes partes del mundo, incluida la Argentina. La heterogénea programación incluye el film bélico de origen israelí Insight, de Eyal Halfon, o la nórdica Buenas noches, sr. Wallenberg, film de 1990 con el popular actor sueco Stellan Skarsgård, que narra la vida de Raoul Wallenberg, responsable de salvar la vida de miles de judíos en Suecia durante la Segunda Guerra. El festival también incluye dos filmes argentinos: La ceremonia, de Gabriela Bernaola Deli, y Sin punto y aparte, de Shlomo Slutzky. Esta última cuenta la experiencia de un periodista argentino-israelí que regresa al país para realizar una nota para la televisión sobre los juicios al general Menéndez en Córdoba. También podrán verse los primeros tres capítulos de Srugim, una de las más exitosas series de televisión en Israel. Programación y horarios en www.ficja.com.ar".
El Festival de Cine Mapfre 4+1 se realiza en simultáneo en cinco de las más importantes ciudades de Iberoamérica. Madrid, Bogotá, México, Río de Janeiro y Buenos Aires reciben al mismo tiempo la programación de este festival, que reúne celebrados títulos de las últimas ediciones de los festivales de cine más importantes del mundo. El 4+1 permitirá ver en la ciudad, entre el 21 y el 25 de noviembre, algunos trabajos de altísimo nivel que quizá no vuelvan a proyectarse en el país. Entre ellos se destacan los de prestigiosos directores, como Abel Ferrara, Chantal Ackerman, Johnnie To y Naomi Kawase, que comparten la grilla con trabajos de directores emergentes, como el caso del francés Sylvain Gorge (ganador del BAFICI 2011 con Figuras de guerra, su anterior película), quien presenta aquí Les Éclats, su documental más reciente. Para consultar programación, sedes y horarios: www.festival4mas1.com".
Apenas un día después dará comienzo la segunda edición del LAIFF, un encuentro que tiene por objeto oficiar como puente entre el cine árabe y el cine latinoamericano. Y desde esa plataforma, acercar a la audiencia local la cultura y las realidades del mundo árabe. Este es además, el único de los tres festivales mencionados que cuenta con secciones competitivas y no competitivas, en las que se busca equilibrar obras realizadas por profesionales de renombre junto con cineastas jóvenes y emergentes. La programación incluye títulos como el drama palestino Tanathur, el documental In the Shadow of a Man, o el policial dramático de origen marroquí Death for Sale, de Faouzi Bensaïdi. El LAIFF se llevará a cabo entre el 22 y el 28 de noviembre. Para mayor información de sedes, consultar en www.analiasanchezprensa.com.ar.
Tres propuestas de relevancia para quienes nunca nada es suficiente. Porque, al menos desde el cine, Buenos Aires sigue siendo una ciudad abierta y diversa.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
CINE - Días de pesca, de Carlos Sorín: Ser mínimo para ser grande
La crítica de cine en la Argentina suele adherir a lugares comunes, recetas que dan cuenta de acuerdos tácitos a la hora de hablar de algunas cosas. Está claro que el lugar común es siempre un síntoma de comodidad que suele denotar una debilidad argumental. La excusa para no profundizar, dando por sentado que la simple utilización de la fórmula conjura, de facto, un cúmulo de rasgos con el que todos acuerdan. Los críticos argentinos le deben uno de esos cómodos pactos a Carlos Sorín, quien sin dudas nunca tuvo semejante intención cuando en el año 2002 bautizó a la que tal vez sea su película más popular, con el nombre de Historias mínimas. Diez años después, hoy es habitual definir a un determinado tipo de películas como “de historias mínimas”. Ejemplo: “La película del director X se encuentra conformada por un grupo de historias mínimas”. Definir qué se entiende cuando se habla de “historias mínimas” es pertinente a la hora de escribir sobre Días de pesca, último trabajo de, claro, Carlos Sorín.
Una película de historias mínimas sería aquella que encuentra excusas narrativas en anécdotas cotidianas, en donde lo extraordinario no surge forzosamente de lo fantasioso o intrincado de la trama, sino de la acción de pequeños detalles, domésticos por lo general (o casi), capaces de volver maravilloso o conmovedor a un relato que prescinde de forma consciente de toda grandilocuencia. El de “historia mínima” es, de algún modo, el concepto opuesto al de “pochoclero”, otro lugar común, para hablar en este caso de grandes superproducciones norteamericanas de alto impacto, sobre todo visual, con un elevado nivel de dependencia de la tecnología aplicada al desarrollo de efectos especiales. Ambas definiciones se pueden discutir y mejorar, puesto que han sido elaboradas de apuro para este texto, pero si de algo no hay dudas es que el de Sorín es, por lo general, un cine de historias mínimas. Y a Días de pesca ese marco conceptual (ese lugar común del que abusan los críticos, incluido quien suscribe) le calza perfecto.
Más allá de toda definición, tampoco es casual la referencia a Historias mínimas, porque no son pocas las líneas que unen ambas películas. Tras el intermezzo que representó El gato desaparece, intento de Sorín por narrar desde los géneros y jugar con un cine de estructura clásica, Días de pesca significa un regreso que no sólo es geográfico, en tanto vuelve a utilizar a la Patagonia como escenario (habitual telón de fondo para sus relatos desde la inicial La película del rey), sino a sus fuentes estéticas. Como en Historias mínimas, acá cuento y geografía parecen espejarse: una narración despojada y cálida (porque los espejos copian, pero también invierten), en la que conviven personajes y relatos de lo más peculiares, como si el mismo viento patagónico los hubiera amontonado en la pantalla. En ambas, que tienen algo de road movie (género ideal para moverse en el paisaje elegido), lo que une a estos elementos es un personaje central con algo de trotamundos, que en el fondo persigue una necesidad tan profunda como íntima. En este caso es Marco (Alejandro Awada) un viajante de comercio, oficio a punto de volverse obsoleto merced el uso de Internet en esa área, que llega a un pueblito patagónico para pasar unos días pescando tiburones. Mera excusa para volver a ver a su hija Ana (Victoria Almeida), a quien hace demasiados años ni siquiera llama por teléfono. En el camino conocerá a un entrenador de box y su pupila, que vienen al sur a pelear con una púgil boliviana; a un instructor de pesca y su ayudante y a otros personajes menores. Todos ellos serán instrumentos con los que el director irá dejando señales que conducen al desenlace del cuento.
Días de pesca vuelve a demostrar que Sorín es un notable contador de historias, que con economía de recursos es capaz de obtener el máximo rendimiento narrativo. Y para ello aprovecha las herramientas que el cine pone a disposición de quienes disfrutan contando historias. Entre ellas vuelven a sorprender dos cosas: su capacidad para seguir encontrando planos de notable belleza cinematográfica en los paisajes patagónicos y su habilidad para crear personajes tomándolos de la vida cotidiana. Un mérito que se potencia en su insistencia por trabajar con un elenco de no-actores, en donde los únicos que cuentan con una formación dramática son Awada y Almeida, quienes entregan dos composiciones impecables. El resto es la capacidad de Sorín para hacer ficción de manera casi documental, aunque a veces peque de excesivamente autorreferencial (ver la escena de los muñecos cantantes, casi una reescritura de aquella de las tortas en, por supuesto, Historias mínimas). Licencias de un pequeño gran director.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Una película de historias mínimas sería aquella que encuentra excusas narrativas en anécdotas cotidianas, en donde lo extraordinario no surge forzosamente de lo fantasioso o intrincado de la trama, sino de la acción de pequeños detalles, domésticos por lo general (o casi), capaces de volver maravilloso o conmovedor a un relato que prescinde de forma consciente de toda grandilocuencia. El de “historia mínima” es, de algún modo, el concepto opuesto al de “pochoclero”, otro lugar común, para hablar en este caso de grandes superproducciones norteamericanas de alto impacto, sobre todo visual, con un elevado nivel de dependencia de la tecnología aplicada al desarrollo de efectos especiales. Ambas definiciones se pueden discutir y mejorar, puesto que han sido elaboradas de apuro para este texto, pero si de algo no hay dudas es que el de Sorín es, por lo general, un cine de historias mínimas. Y a Días de pesca ese marco conceptual (ese lugar común del que abusan los críticos, incluido quien suscribe) le calza perfecto.
Más allá de toda definición, tampoco es casual la referencia a Historias mínimas, porque no son pocas las líneas que unen ambas películas. Tras el intermezzo que representó El gato desaparece, intento de Sorín por narrar desde los géneros y jugar con un cine de estructura clásica, Días de pesca significa un regreso que no sólo es geográfico, en tanto vuelve a utilizar a la Patagonia como escenario (habitual telón de fondo para sus relatos desde la inicial La película del rey), sino a sus fuentes estéticas. Como en Historias mínimas, acá cuento y geografía parecen espejarse: una narración despojada y cálida (porque los espejos copian, pero también invierten), en la que conviven personajes y relatos de lo más peculiares, como si el mismo viento patagónico los hubiera amontonado en la pantalla. En ambas, que tienen algo de road movie (género ideal para moverse en el paisaje elegido), lo que une a estos elementos es un personaje central con algo de trotamundos, que en el fondo persigue una necesidad tan profunda como íntima. En este caso es Marco (Alejandro Awada) un viajante de comercio, oficio a punto de volverse obsoleto merced el uso de Internet en esa área, que llega a un pueblito patagónico para pasar unos días pescando tiburones. Mera excusa para volver a ver a su hija Ana (Victoria Almeida), a quien hace demasiados años ni siquiera llama por teléfono. En el camino conocerá a un entrenador de box y su pupila, que vienen al sur a pelear con una púgil boliviana; a un instructor de pesca y su ayudante y a otros personajes menores. Todos ellos serán instrumentos con los que el director irá dejando señales que conducen al desenlace del cuento.
Días de pesca vuelve a demostrar que Sorín es un notable contador de historias, que con economía de recursos es capaz de obtener el máximo rendimiento narrativo. Y para ello aprovecha las herramientas que el cine pone a disposición de quienes disfrutan contando historias. Entre ellas vuelven a sorprender dos cosas: su capacidad para seguir encontrando planos de notable belleza cinematográfica en los paisajes patagónicos y su habilidad para crear personajes tomándolos de la vida cotidiana. Un mérito que se potencia en su insistencia por trabajar con un elenco de no-actores, en donde los únicos que cuentan con una formación dramática son Awada y Almeida, quienes entregan dos composiciones impecables. El resto es la capacidad de Sorín para hacer ficción de manera casi documental, aunque a veces peque de excesivamente autorreferencial (ver la escena de los muñecos cantantes, casi una reescritura de aquella de las tortas en, por supuesto, Historias mínimas). Licencias de un pequeño gran director.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
jueves, 15 de noviembre de 2012
CINE - Amor a mares (una historia En cubierta), de Ezequiel Crupnicoff: El naufragio de la comedia
La secuencia de títulos iniciales realizada con dibujos animados, adscribiendo a una estética muy de finales de los 60 y un aire lejano a los títulos de ciertas películas de Blake Edwards, no puede ser más promisoria. Desde allí, con sugerente música al tono, se adelanta con eficiencia cuáles serán las principales líneas que articularán el relato de Amor a mares, una historia En cubierta, debut cinematográfico del director Ezequiel Crupnicoff. Hay un escritor atribulado, un lujoso crucero con exóticos destinos, mujeres hermosas, hombres de dudosas intenciones, escarceos furtivos entre unos y otros, y un beso final que da comienzo a la película propiamente dicha. Que arranca cumpliendo lo prometido.
Luciano Castro (el bombero boxeador de la novela televisiva Sos mi hombre) es Javier, un joven y muy famoso escritor de novelas, algo fóbico luego de un desengaño amoroso, en plena crisis creativa. Andrés (Miguel Ángel Rodriguez), su agente literario, desesperado por la demora de su estrella en entregar siquiera el boceto de una novela decente, busca rescatarlo del alcohol y la carencia de musas embarcándolo en un transatlántico a todo trapo, convencido de que rodeándolo de lujo y exotismo conseguirá despertar el talento dormido de Javier. Y si no, al menos hacer que le robe alguna idea a Matesutti (Pompeyo Audivert), un escritorsucho, suerte de Salieri de Javier, pero que esta vez le ha ganado de mano con la idea del crucero.
Es sabido que el cine da changüín, que no hace falta ser demasiado original para de todas formas hacer una buena película, y que no hay que ser Peter Sellers (o Guillermo Francella, para establecer un estándar más o menos alto pero aun accesible) para hacer reír a la platea. Y con un elenco eficiente, dos o tres ideas rescritas con astucia y un poco de oficio, se puede hacer una comedia digna. Casi nada de eso ocurre en Amor a mares. Y si en algún sitio puede ubicarse el epicentro de sus problemas, es en la pretensión de escribir una comedia de personajes donde lo que justo no funcionan son sus personajes.
Porque, sí, es verdad que el elenco mayormente está. Pero a Miguel Ángel Rodríguez no le queda más que sobreactuar un puto fino para tratar de hacer reír desde el exceso. Pompeyo Audivert, talentoso hombre de teatro y probadas dotes para la farsa, debe minimizarse a un conjunto de mohines y morisquetas para ni siquiera redondear algo parecido a un personaje. Y Castro, a cargo del rol de galán, apenas aporta su galanura, porque no alcanza con un par de anteojos, una mirada huidiza y un persistente tartamudeo para hacer de Woody Allen. Ni hablar de los dos trolos (no hay otra forma de describirlos) que interpretan Germán Krauss y Santiago Ríos, que no tienen ninguna razón para estar en esta película. Apenas Gabriel Goity y Nacho Gadano, consiguen darle algo de carne a sus creaciones, más por conocer de antes los papeles que les han tocado en suerte, que por aciertos de la película.
Amor a mares quiere aportar al cine argentino una comedia de intención popular, pero lo hace desde una mirada cinematográfica perimida. Alcanza como prueba una apabullante banda sonora que no deja un solo segundo sin musicalizar, con melodías que sobrecargan el sentido obvio de las escenas y algunas hasta desvían la atención. Si en algo es eficiente la película es en promocionar los lujosos servicios de la MSC (Mediterranean Shipping Company), conocida compañía de cruceros. Si eso era lo importante, se cumple desde aquí en hacer llegar el chivo a los lectores.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Luciano Castro (el bombero boxeador de la novela televisiva Sos mi hombre) es Javier, un joven y muy famoso escritor de novelas, algo fóbico luego de un desengaño amoroso, en plena crisis creativa. Andrés (Miguel Ángel Rodriguez), su agente literario, desesperado por la demora de su estrella en entregar siquiera el boceto de una novela decente, busca rescatarlo del alcohol y la carencia de musas embarcándolo en un transatlántico a todo trapo, convencido de que rodeándolo de lujo y exotismo conseguirá despertar el talento dormido de Javier. Y si no, al menos hacer que le robe alguna idea a Matesutti (Pompeyo Audivert), un escritorsucho, suerte de Salieri de Javier, pero que esta vez le ha ganado de mano con la idea del crucero.
Es sabido que el cine da changüín, que no hace falta ser demasiado original para de todas formas hacer una buena película, y que no hay que ser Peter Sellers (o Guillermo Francella, para establecer un estándar más o menos alto pero aun accesible) para hacer reír a la platea. Y con un elenco eficiente, dos o tres ideas rescritas con astucia y un poco de oficio, se puede hacer una comedia digna. Casi nada de eso ocurre en Amor a mares. Y si en algún sitio puede ubicarse el epicentro de sus problemas, es en la pretensión de escribir una comedia de personajes donde lo que justo no funcionan son sus personajes.
Porque, sí, es verdad que el elenco mayormente está. Pero a Miguel Ángel Rodríguez no le queda más que sobreactuar un puto fino para tratar de hacer reír desde el exceso. Pompeyo Audivert, talentoso hombre de teatro y probadas dotes para la farsa, debe minimizarse a un conjunto de mohines y morisquetas para ni siquiera redondear algo parecido a un personaje. Y Castro, a cargo del rol de galán, apenas aporta su galanura, porque no alcanza con un par de anteojos, una mirada huidiza y un persistente tartamudeo para hacer de Woody Allen. Ni hablar de los dos trolos (no hay otra forma de describirlos) que interpretan Germán Krauss y Santiago Ríos, que no tienen ninguna razón para estar en esta película. Apenas Gabriel Goity y Nacho Gadano, consiguen darle algo de carne a sus creaciones, más por conocer de antes los papeles que les han tocado en suerte, que por aciertos de la película.
Amor a mares quiere aportar al cine argentino una comedia de intención popular, pero lo hace desde una mirada cinematográfica perimida. Alcanza como prueba una apabullante banda sonora que no deja un solo segundo sin musicalizar, con melodías que sobrecargan el sentido obvio de las escenas y algunas hasta desvían la atención. Si en algo es eficiente la película es en promocionar los lujosos servicios de la MSC (Mediterranean Shipping Company), conocida compañía de cruceros. Si eso era lo importante, se cumple desde aquí en hacer llegar el chivo a los lectores.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
sábado, 10 de noviembre de 2012
CINE - Entrevista con Gustavo Fontán y comentario sobre su película "La Casa"
El cine es siempre una manera de ver el mundo, y para quien lo hace, de representarlo. Hay quien sólo es capaz de pensar la realidad desde la superficie, como parado encima de una cascara siempre vacía; pero también hay otros para quienes es imposible no comenzar a rascar con curiosidad esa costra de realidad, penetrándola con uñas y dedos hasta por fin caer dentro. En ambos casos el destino siempre es el mismo, apenas una mirada convertida en relato proyectado sobre una pantalla. Las primeras conseguirán no pocas veces vender muchas entradas; las otras en cambio deberán contentarse con la posibilidad de conmover a quienes se atrevan a meterse por ese agujerito abierto sobre la piel de lo real (que no son tantos). Gustavo Fontán es un experto cavador de agujeros como esos. Tales ocupaciones le han permitido desarrollar una poderosa mirada del mundo y su maravilloso don de cineasta, la gracia de contarlo todo a través de sus películas. La casa, que es la última de ellas, viene a cerrar el Ciclo de la Casa, una trilogía que integra junto con El árbol, estrenada en 2006 con sus propios padres como protagonistas y su casa como escenario; y Elegía de Abril, de 2010, donde nuevamente su madre, su tío y su hijo intentaban ponerle el cuerpo a una historia de familia. La casa paterna volvía a prestar entonces su servicio escenográfico, para convertirse finalmente, en esta última película, en protagonista absoluta. La casa es, entre otras cosas, una suerte de relato autobiográfico de aquella casa del barrio de Banfield, que ineludiblemente remite a la historia de los Fontán.
“Soy vieja, revieja. Tengo sesenta y ocho años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya, me están matando día a día”. Con esas palabras comienza La casa, pero no la película de Fontán, sino la novela de Manuel Mujica Láinez. Más allá de la homonimia, es mucho más lo que comparten ambas obras, aunque también es mucho lo que las separa. En la novela del gran Manucho es la propia casa la que, a poco de comenzados los trabajos de su demolición, comienza a contar la historia de lo que ocurrió en su interior, una historia familiar. Uno de los hombres que la poseyeron se llama Gustavo. Esa misma breve e incompleta sinopsis vale para comenzar a hablar de la película en la que una casa cuenta su vida pero no con palabras, como la otra. O no con palabras nada más, sino con imágenes y sonidos. Pero no puede pensarse esta película, cierre de un ciclo, sin empezar por el comienzo, como no puede enrollarse un hilo correctamente si no es por uno de sus extremos. “Cuando empezamos a pensar en El árbol nos hacíamos una pregunta: ¿Qué pasa si filmamos a algunas personas durante un tiempo prolongado? Era la intuición de algo que podríamos llamar ‘programa de trabajo’. Después, durante la realización de El árbol releí a Juan L. Ortiz, y esa idea de Ortiz, esa convicción de que lo que tiene frente a sus ojos es inagotable, terminó de redondear la idea de las tres películas: íbamos a mirar ese espacio y a esos personajes una vez, y otra, y otra, con la intención de descubrir algo distinto en cada película.”
No es casual entonces que esta película cuyo relato comienza, como la novela de Mujica Láinez, con el retrato de los días finales de una casa, con la desocupación de sus espacios y su desmantela- miento, tenga el color de lo íntimo. Es la casa misma la que se ofrece y se deja ver abierta, como la autopsia de aquel cuadro de Rembrandt (otra referencia importante, porque el cine de Fontán no es otra cosa que, desde lo fotográfico, un constante juego con la luz). Esa conciencia de estar contando un final también forma parte de aquel plan de trabajo planteado por el director y entonces el relato adquiere un sentido de balance, de examen de conciencia. “Todo lo que contiene La casa está atravesado por la idea de ciclo. Para nosotros era una toma de posición, la conciencia de que había algo que se cerraba, y al cerrarse, ese estado de fin de ciclo es un presente que contiene retazos del pasado”, afirma Fontán.
Al avanzar sobre el desmembramiento, como el delirio de una agonía lenta y tal vez dolorosa (pero nunca sufriente), el relato se vuelve onírico. La casa es vaciada de gente pero no de sus fantasmas y aunque ellos parezcan remitir a la muerte, aquí es cuando la película parece cobrar más vida: una fiesta de cumpleaños. “En El árbol hay personajes; en Elegía de abril están los personajes y también está su fuga. Pero en La casa sólo están sus huellas. Entonces lo fantasmagórico tiene que ver con la tensión entre lo que está y lo que se fuga, y tiene que ver también con esos retazos de vida que persisten en un espacio.”
En su tramo final de La casa remite a lo monstruoso. Pero mientras la intromisión de las topadoras acaban con todo aquello que había de íntimo en la crónica de esta muerte anunciada, también es posible intentar una lectura casi religiosa. No es difícil luego de la escena de la fiesta familiar, suerte de última cena, ver en este atropello del exterior, del mundo moderno violando el cenáculo familiar, un reflejo de la pasión cristiana. Pero libre de toda culpa y cargo, se trata de una pasión que define la forma en que el director se para frente a su objeto. “No hay arte sin toma de posición, y esa posición es siempre, creo, algo del orden de la ética. Esto te lleva a definirte por ejemplo en relación al otro, entre otras cosas. ¿Cuál es el vínculo que un relato construye con el otro? ¿Qué concepto del otro tenemos? Por desgracia la televisión y cierto cine transformaron a la imagen en territorio de lo visible: lo que se ve es lo que es, y no hay más. Y esto va en menoscabo del espectador como sujeto porque nunca lo que se ve es todo lo que es. La imagen es territorio de lo visible y de lo invisible. Completar el resto debe ser siempre tarea del espectador.”
La película se permite un cierre con espíritu de Moebius, con un bellísimo plano secuencia que sube por sobre los escombros de la casa, para quedarse un largo rato contemplando la copa de un árbol enorme. Así el Ciclo de la Casa termina como comienza: con un árbol, símbolo inequívoco de vida que persiste y, para cerrar lo anterior, hasta de resurrección. “Fin de ciclo también era para nosotros comienzo de otra cosa: el árbol del plano final es una puerta abierta. Entonces es acertado pensar que también el lenguaje se forma con retazos de lenguajes anteriores y susurra con todas las astillas que tiene a mano. Porque fondo y forma son una sola cosa.” Él lo sabe: la vida es volver a empezar sobre ruinas de imperios anteriores. Y sobre esos restos Fontán -que se encuentra terminando de rodar El rostro, su próxima película, y afilando su adaptación de El limonero real, la novela de Juan José Saer- seguirá construyendo cine.
Y el cine, agradecido.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
“Soy vieja, revieja. Tengo sesenta y ocho años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya, me están matando día a día”. Con esas palabras comienza La casa, pero no la película de Fontán, sino la novela de Manuel Mujica Láinez. Más allá de la homonimia, es mucho más lo que comparten ambas obras, aunque también es mucho lo que las separa. En la novela del gran Manucho es la propia casa la que, a poco de comenzados los trabajos de su demolición, comienza a contar la historia de lo que ocurrió en su interior, una historia familiar. Uno de los hombres que la poseyeron se llama Gustavo. Esa misma breve e incompleta sinopsis vale para comenzar a hablar de la película en la que una casa cuenta su vida pero no con palabras, como la otra. O no con palabras nada más, sino con imágenes y sonidos. Pero no puede pensarse esta película, cierre de un ciclo, sin empezar por el comienzo, como no puede enrollarse un hilo correctamente si no es por uno de sus extremos. “Cuando empezamos a pensar en El árbol nos hacíamos una pregunta: ¿Qué pasa si filmamos a algunas personas durante un tiempo prolongado? Era la intuición de algo que podríamos llamar ‘programa de trabajo’. Después, durante la realización de El árbol releí a Juan L. Ortiz, y esa idea de Ortiz, esa convicción de que lo que tiene frente a sus ojos es inagotable, terminó de redondear la idea de las tres películas: íbamos a mirar ese espacio y a esos personajes una vez, y otra, y otra, con la intención de descubrir algo distinto en cada película.”
No es casual entonces que esta película cuyo relato comienza, como la novela de Mujica Láinez, con el retrato de los días finales de una casa, con la desocupación de sus espacios y su desmantela- miento, tenga el color de lo íntimo. Es la casa misma la que se ofrece y se deja ver abierta, como la autopsia de aquel cuadro de Rembrandt (otra referencia importante, porque el cine de Fontán no es otra cosa que, desde lo fotográfico, un constante juego con la luz). Esa conciencia de estar contando un final también forma parte de aquel plan de trabajo planteado por el director y entonces el relato adquiere un sentido de balance, de examen de conciencia. “Todo lo que contiene La casa está atravesado por la idea de ciclo. Para nosotros era una toma de posición, la conciencia de que había algo que se cerraba, y al cerrarse, ese estado de fin de ciclo es un presente que contiene retazos del pasado”, afirma Fontán.
Al avanzar sobre el desmembramiento, como el delirio de una agonía lenta y tal vez dolorosa (pero nunca sufriente), el relato se vuelve onírico. La casa es vaciada de gente pero no de sus fantasmas y aunque ellos parezcan remitir a la muerte, aquí es cuando la película parece cobrar más vida: una fiesta de cumpleaños. “En El árbol hay personajes; en Elegía de abril están los personajes y también está su fuga. Pero en La casa sólo están sus huellas. Entonces lo fantasmagórico tiene que ver con la tensión entre lo que está y lo que se fuga, y tiene que ver también con esos retazos de vida que persisten en un espacio.”
En su tramo final de La casa remite a lo monstruoso. Pero mientras la intromisión de las topadoras acaban con todo aquello que había de íntimo en la crónica de esta muerte anunciada, también es posible intentar una lectura casi religiosa. No es difícil luego de la escena de la fiesta familiar, suerte de última cena, ver en este atropello del exterior, del mundo moderno violando el cenáculo familiar, un reflejo de la pasión cristiana. Pero libre de toda culpa y cargo, se trata de una pasión que define la forma en que el director se para frente a su objeto. “No hay arte sin toma de posición, y esa posición es siempre, creo, algo del orden de la ética. Esto te lleva a definirte por ejemplo en relación al otro, entre otras cosas. ¿Cuál es el vínculo que un relato construye con el otro? ¿Qué concepto del otro tenemos? Por desgracia la televisión y cierto cine transformaron a la imagen en territorio de lo visible: lo que se ve es lo que es, y no hay más. Y esto va en menoscabo del espectador como sujeto porque nunca lo que se ve es todo lo que es. La imagen es territorio de lo visible y de lo invisible. Completar el resto debe ser siempre tarea del espectador.”
La película se permite un cierre con espíritu de Moebius, con un bellísimo plano secuencia que sube por sobre los escombros de la casa, para quedarse un largo rato contemplando la copa de un árbol enorme. Así el Ciclo de la Casa termina como comienza: con un árbol, símbolo inequívoco de vida que persiste y, para cerrar lo anterior, hasta de resurrección. “Fin de ciclo también era para nosotros comienzo de otra cosa: el árbol del plano final es una puerta abierta. Entonces es acertado pensar que también el lenguaje se forma con retazos de lenguajes anteriores y susurra con todas las astillas que tiene a mano. Porque fondo y forma son una sola cosa.” Él lo sabe: la vida es volver a empezar sobre ruinas de imperios anteriores. Y sobre esos restos Fontán -que se encuentra terminando de rodar El rostro, su próxima película, y afilando su adaptación de El limonero real, la novela de Juan José Saer- seguirá construyendo cine.
Y el cine, agradecido.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
jueves, 8 de noviembre de 2012
CINE - "La casa", de Gustavo Fontán: Los fantasmas, de la vida al cine
Si algo es felizmente inasible en el cine de Gustavo Fontán, ese algo es la realidad: de ahí para abajo todo puede ser puesto en cuestión. De hecho La casa, su última película -que cierra El Ciclo de la casa, trilogía compuesta por la inicial El árbol, más Elegía de Abril- desafía al espectador ya desde los títulos iniciales, en donde se afirma que se trata de un documental. Alcanzan las primeras escenas para preguntarse de qué manera amplia definirá el director al género. Una lechera derramando su contenido sobre la hornalla encendida; los pies de una niña esquivando a la vez el rastro oblicuo del sol sobre las baldosas y la mirada intrusa de la cámara; juegos de luz a través de una ventana sucia entre ramas a medio secar o de las hendijas de una persiana fuera de foco. Nada de ello parece ser el registro directo de la realidad, sino una representación coreográfica de ella. Con humildad, las películas de Fontán afirman ser menos de lo que son. Ni El árbol es pura ficción, ni Elegía de Abril es un… ¿Qué es? ¿Se trata de un documental que deviene ficción? ¿O es una ficción que engaña, haciéndose pasar por un documental fallido? Cierre de trilogía y suerte de balance de todo lo filmado hasta aquí por Fontán, todo eso convive en este film que, claro, tampoco es un mero diario de la demolición de una casa. Buscando un punto de apoyo, puede decirse que el director se permite intervenir literariamente los géneros cinematográficos y que quizás lo mejor fuera no hablar ni de ficción ni de documental, sino de ensayo, prosa y poesía cinematográfica.
Las películas que componen El Ciclo de la casa tienen elementos que las ligan. Por un lado el hecho de haber sido rodadas en la casa paterna, con la complicidad de su familia. Por otro, una fantasmagoria sumamente personal: en todas su casa es habitada, en diferentes formas y medidas, por espíritus siempre difíciles de aprehender. Pero los fantasmas de Fontán son más que un simple residuo de la muerte. También son la persistencia de la memoria; los senderos abiertos en el tiempo por rutinas familiares acumuladas durante años; obsesiones de una vida que se apaga iluminando. A partir de la combinación de esos elementos podría sostenerse que el cine de Fontán es siempre un trabajo en torno a aquel ensayo de Sigmund Freud acerca de Lo siniestro. Allí el padre del psicoanálisis definía a su objeto como lo cotidiano que repentinamente se vuelve extraño, lo inesperado surgiendo del seno mismo de lo familiar. Ese es uno de los caminos por los que se puede recorrer la trilogía ahora completa.
Si en El árbol esos fantasmas habitan un espacio hipotético ubicado entre la pérdida (los tiempos idos) y la incertidumbre (el propio futuro) de sus protagonistas (interpretados por los padres de Fontán), en Elegía de Abril los espíritus se vuelven tangibles y truncan el proceso del rodaje, obligando al director no sólo a repensar la película sino a filmar sus antojadizos recorridos por los cuartos y pasillos de la casa. La misma casa que es protagonista absoluta de esta tercera parte; una casa que, como en la novela homónima de Mujica Láinez, se encarga ella misma de contar su historia y su final. Pero si el escritor narraba desde su herramienta literaria –la palabra-, Fontán elige darle a su casa la voz cinematográfica de la imagen.
Así, del mismo modo en que los susurros de las voces que habitaron ese hogar se van sumando hasta convertir al proceso de desmantelamiento en una polifonía del caos, Fontán también acumula imágenes a las que va superponiendo para tejer una maraña hecha de susurros que se ven. Para ello filma a través del reflejo en un piso mojado; de cortinas en movimiento; de las multiplicaciones que producen los biseles de un espejo, consiguiendo texturas naturales que materializan lo invisible. Como todas las películas del director, La casa tiene una impecable labor de fotografía, sonido y montaje, herramientas vitales para dar con la multiplicidad de tonos que requiere una obra que maneja un gran abanico de recursos poéticos, capaz de ir de un impresionismo desde donde se trabajan los juegos con la luz, los focos y las capas de imágenes, al modo mas bien expresionista con que consigue articular sombras y contraluces. Aunque no es absurdo decir que el film es una suerte de bitácora de demolición, eso equivale a quedarse en el zaguán para luego afirmar que se conoce toda la casa. La casa es también una composición acerca de la memoria; de la muerte y de sus múltiples “más allá”; y sobre todo, de esa particular y potente forma de supervivencia que para Fontán representa el arte de hacer cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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jueves, 1 de noviembre de 2012
CINE - Porfirio, de Alejandro Landes: Las dificultades de actuar la realidad
En una entrevista posterior al estreno de La mujer sin cabeza, su tercera y hasta ahora última película, Lucrecia Martel afirmaba que el cine es un arte pequeñoburgués (un lujo fue la palabra utilizada por ella) que no amerita que nadie trabaje gratis ni sea maltratado. Comenzar con esta cita una crítica sobre Porfirio, película del colombiano Alejandro Landes incluida el año pasado en la Competencia Latinoamericana del Festival de Mar del Plata, es dar de lleno en el centro más controvertido de un relato tan rico como digno de discutirse. Si bien la afirmación de Martel refiere a los miembros de un equipo de rodaje, incluyendo a los actores, sin dudas es posible extenderla para abarcar a una película en todas sus etapas: el cine no tiene derecho a abusar de nadie, tanto se trate de personas como de personajes. Y si una sensación puede llegar a aparecer en algunos pasajes de Porfirio, entre las muchas que su historia es capaz de provocar, es que hay momentos, contados pero evidentes, en los que el director se permite una sordidez impostada que no le hacen honor a una historia con méritos suficientes como para darse el lujo (aquella palabra exacta) del efectismo.
La complejidad de esta película no sólo involucra la dureza de su historia, sino también el tipo de registro elegido por Landes para realizar el relato. Porfirio navega las agitadas aguas donde se cruzan el documental y la ficción y está compuesta de equilibradas dosis de ambos. Porfirio Ramírez es un hombre al final de la mediana edad que ha quedado inválido al recibir accidentalmente una bala policial durante un falso (o al menos inapropiado) allanamiento en casa de su hermano, aunque esto no lo cuenta la película. Mientras espera con paciencia que avance el juicio que inició contra el Estado, para que éste se haga cargo de su situación, Porfirio sobrevive y sobrelleva su condición con un heroísmo construido de lo cotidiano. Gana unos pesos alquilando su celular como si se tratara de un teléfono público; se baña ayudado por su hijo; hace el amor con una mujer más joven con la que mantiene una tierna relación. Y espera. Aunque la historia que cuenta Landes es real y cada protagonista se interpreta a sí mismo, no se trata de un documental, sino de una reconstrucción ficcionalizada de la vida de Porfirio Ramírez luego de su tragedia personal. Con lo cual todo aquello que se muestra no corresponde al registro directo de la realidad, sino que se trata de una representación de ella que responde a los giros que le ordena un guión. El detalle no es menor e ignorarlo puede llevar a confusión.
Desde una delicadeza visual que deviene construcción poética, Porfirio asume y sostiene la decisión de contar la historia con una cámara que mira el mundo desde la altura en que lo ve este hombre en silla de ruedas. La misma altura de un niño: no son pocos los puntos de contacto entre un hombre postrado y un nene, desde su necesidad de ser asistido en lo más básico, hasta los sueños que el propio protagonista narra y que de a poco lo acercan a un final amargo. A pesar de planos, escenas y secuencias de innegable belleza, Landes acaba por confundir la miseria con lo miserable, y se permite llevar su retrato de Porfirio Ramírez a extremos a los que no era necesario llegar. No se trata de escandalizarse por aquello que películas de Lars von Trier (Los idiotas) o José Campusano (Vikingo), por dar ejemplos contrapuestos y recientes, ya demostraron que puede ser justificadamente incluido en un relato. Se trata de que no todo relato amerita los mismos recursos y de que los personajes en la pantalla merecen el mismo respeto que las personas en las butacas. Manipular a ambos sólo para obtener un efecto narrativo es un lujo tan evidente como discutible. A veces dos escenas (o sólo una) consiguen poner en cuestión los méritos de una película entera. Esta es una.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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