Nadie sabe si se trata de una epidemia, de un cambio abrupto e imperceptible en el ritmo de la rotación del planeta o simplemente de un capricho divino. Si es que dios existe, claro, porque hay quienes creen que sí existe y que es él en persona el que los mantiene así, todavía erguidos pero lánguidos y con esas miradas que son un espanto. Más allá de eso, no se sabe por qué es que están en pie, cómo caminan, por qué insisten en fingirse vivos cuando es evidente que no. Cualquiera se da cuenta. El asunto es un misterio, pero un misterio al que ellos son ajenos por completo. Simplemente andan como si todos los días fueran el mismo: se lavan los dientes, mandan a las nenas al colegio, van a hacer las compras y después a la oficina. Y a la tardecita pasan a saludar a papá, que desde que se jubiló pasa más tiempo en casa y menos en las boites y los nightclubs. Todos los días repiten el mismo circuito como si anduvieran sobre un riel, como si fueran una de esas bailarinas de cajita musical que sólo saben dar vueltas sobre la punta de un pie, con un bracito levantado y el otro rodeándole la cintura. Tienen una vida a cuerda, lo que es decir una no-vida. Autómatas, eso parecen, pero es apenas una leve semejanza, porque los autómatas siempre fueron autómatas y esto es bien distinto. Porque ellos supieron lo que es sentir el sol sobre la piel; cantarle a la luna; amar y ser amados y hoy no son más que una cáscara vacía, la postal de un mundo que ya no existe pero se empecina en seguir con la fiesta y con la farsa. Solamente andan, caminan, van sin preguntarse nunca ni cómo ni por qué. Esas preguntas le pertenecen a quienes los ven ir de acá para allá como si eso fuera lo más natural del mundo. Pero es inútil: nadie puede explicar ni cómo ni por qué caminan los que están muertos pero todavía no lo saben.
Columna publicada originalmente en la contratapa del suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
domingo, 29 de junio de 2014
jueves, 26 de junio de 2014
CINE - "Jersey Boys: Persiguiendo la música", de Clint Eastwood: El viejo Clint lo hizo de nuevo.
Un montón de italianos (ítalo-norteamericanos para ser más precisos) están reunidos frente a una peluquería típica de la Nueva York de comienzos de los años ‘60. Ninguno parece trigo limpio y conversan en la vereda a los gritos, porque aunque la mayoría haya nacido en el Nuevo Mundo son tan italianos como cualquiera. De repente un auto llega a toda velocidad, golpea contra el cordón y frena a centímetros de los contertulios haciendo chillar las gomas. De él se baja una mujer hermosa, joven, que hecha una furia encara a uno de ellos a los empujones y delante de todos lo increpa: “¡Cómo se te ocurre dejarme plantada! ¿Quién te creés que sos? ¿Frankie Valli?”.
La escena no pertenece a Jersey Boys: Persiguiendo la música, última y una vez más estupenda película de Clint Eastwood, sino a Buenos Muchachos, de Martin Scorsese, y tan notorio es el cruce entre ellas que para hablar de una resulta inevitable comenzar por la otra. No sólo porque la película de Eastwood gira en torno de la vida de los cuatro miembros de la clásica banda de rock The Four Seasons, en la que cantaba el mencionado Valli; ni porque Joe Pesci interpreta en el film de Scorsese a uno de los malandras más sacados de la historia del cine cuyo nombre, Tommy DeVito, es el mismo que el del guitarrista de esa banda. O porque el propio Pesci haya sido vecino y compartido la adolescencia con los músicos, y aparezca en la película de Eastwood también convertido en personaje. No son sólo estos (y otros) detalles coloridos los que dan forma al vínculo entre las películas, sino que Jersey Boys pone en paralelo el cine de dos de los más grandes directores de los Estados Unidos de los últimos cuarenta años, como no lo había hecho ninguno de sus trabajos anteriores hasta ahora.
La decisión de Eastwood de contar la historia de cuatro jóvenes ligados a las redes de la mafia, desde su adolescencia en Nueva Jersey a finales de los años ‘50 hasta bien entrados los ‘70 y saltando de ahí a 1990, siguiéndolos en su ascenso pero sin olvidarse de ellos cuando el mundo se les viene abajo, es parte vital de ese enlace. Y aunque en ambos casos el foco esté atento a distintos detalles, hay coincidencias de fondo y forma: algo huele a Scorsese en el tono, en las estructuras y los recursos narrativos que dan forma a Jersey Boys. El uso de una voz narradora, una posta que acá se pasan los cuatro jóvenes músicos, acentúa el efecto espejo. Sobre todo porque los personajes no narran en off sino mirando a cámara y en medio de la acción, rompiendo las convenciones igual que Ray Liotta en la escena final de Buenos Muchachos, involucrando a testigos que están más allá de la pantalla. Tampoco es frecuente en Eastwood el humor ligero que impregna el relato y es preciso remontarse a Jinetes del espacio (2000), un film muy inferior a éste, para hallar una carga análoga.
La precisión rítmica con que se articula la historia de los Four Seasons, la forma en que cada escena desemboca sutilmente y da sentido a la que sigue, y el timing que organiza los números musicales dentro de la trama tienen algo de operístico que Eastwood maneja con maestría. Un carácter que en este caso la película recibe del musical homónimo en el que está basada y que cosechó varios premios Tony en 2006. Entre ellos el de mejor actor a John Lloyd Young por su interpretación de Valli, y que acá repite con honores, siendo junto a Vincent Piazza en el papel de DeVito los puntos más altos de un elenco parejo y efectivo. No sería raro que ambos acabaran heredando el trono que hace rato dejaron vacante Pacino y De Niro.
Jersey Boys expone la versatilidad de Eastwood, capaz de encarar un policial, un drama místico, biopics, películas románticas o bélicas y ahora también comedias musicales de un modo siempre conmovedor pero sin resignar tensión dramática ni emotiva. Porque el mérito más grande de este film reside en su capacidad para provocar respuestas físicas, para lograr, sin necesidad de artificios groseros, que de este lado de la pantalla la experiencia del goce cinematográfico sea corporal y absoluta. Eastwood consigue crear un clima tal de familiaridad con los personajes que sus alegrías y éxitos, sus miserias y tragedias, nunca resultan ajenos, sino parte de un ejercicio que merece, debe y se agradece compartir dentro de un cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
La escena no pertenece a Jersey Boys: Persiguiendo la música, última y una vez más estupenda película de Clint Eastwood, sino a Buenos Muchachos, de Martin Scorsese, y tan notorio es el cruce entre ellas que para hablar de una resulta inevitable comenzar por la otra. No sólo porque la película de Eastwood gira en torno de la vida de los cuatro miembros de la clásica banda de rock The Four Seasons, en la que cantaba el mencionado Valli; ni porque Joe Pesci interpreta en el film de Scorsese a uno de los malandras más sacados de la historia del cine cuyo nombre, Tommy DeVito, es el mismo que el del guitarrista de esa banda. O porque el propio Pesci haya sido vecino y compartido la adolescencia con los músicos, y aparezca en la película de Eastwood también convertido en personaje. No son sólo estos (y otros) detalles coloridos los que dan forma al vínculo entre las películas, sino que Jersey Boys pone en paralelo el cine de dos de los más grandes directores de los Estados Unidos de los últimos cuarenta años, como no lo había hecho ninguno de sus trabajos anteriores hasta ahora.
La decisión de Eastwood de contar la historia de cuatro jóvenes ligados a las redes de la mafia, desde su adolescencia en Nueva Jersey a finales de los años ‘50 hasta bien entrados los ‘70 y saltando de ahí a 1990, siguiéndolos en su ascenso pero sin olvidarse de ellos cuando el mundo se les viene abajo, es parte vital de ese enlace. Y aunque en ambos casos el foco esté atento a distintos detalles, hay coincidencias de fondo y forma: algo huele a Scorsese en el tono, en las estructuras y los recursos narrativos que dan forma a Jersey Boys. El uso de una voz narradora, una posta que acá se pasan los cuatro jóvenes músicos, acentúa el efecto espejo. Sobre todo porque los personajes no narran en off sino mirando a cámara y en medio de la acción, rompiendo las convenciones igual que Ray Liotta en la escena final de Buenos Muchachos, involucrando a testigos que están más allá de la pantalla. Tampoco es frecuente en Eastwood el humor ligero que impregna el relato y es preciso remontarse a Jinetes del espacio (2000), un film muy inferior a éste, para hallar una carga análoga.
La precisión rítmica con que se articula la historia de los Four Seasons, la forma en que cada escena desemboca sutilmente y da sentido a la que sigue, y el timing que organiza los números musicales dentro de la trama tienen algo de operístico que Eastwood maneja con maestría. Un carácter que en este caso la película recibe del musical homónimo en el que está basada y que cosechó varios premios Tony en 2006. Entre ellos el de mejor actor a John Lloyd Young por su interpretación de Valli, y que acá repite con honores, siendo junto a Vincent Piazza en el papel de DeVito los puntos más altos de un elenco parejo y efectivo. No sería raro que ambos acabaran heredando el trono que hace rato dejaron vacante Pacino y De Niro.
Jersey Boys expone la versatilidad de Eastwood, capaz de encarar un policial, un drama místico, biopics, películas románticas o bélicas y ahora también comedias musicales de un modo siempre conmovedor pero sin resignar tensión dramática ni emotiva. Porque el mérito más grande de este film reside en su capacidad para provocar respuestas físicas, para lograr, sin necesidad de artificios groseros, que de este lado de la pantalla la experiencia del goce cinematográfico sea corporal y absoluta. Eastwood consigue crear un clima tal de familiaridad con los personajes que sus alegrías y éxitos, sus miserias y tragedias, nunca resultan ajenos, sino parte de un ejercicio que merece, debe y se agradece compartir dentro de un cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
jueves, 19 de junio de 2014
CINE - "Cómo entrenar a tu dragón 2" (How to train your dragon 2), de Dean DeBlois: Para mensajes, el celular
Ya es habitual que los grandes estudios canten ¡bingo! cuando una de sus películas animadas resulta un éxito, porque saben que eso les permite seguir exprimiendo la misma naranja. Ni siquiera es necesario que se trate de grandes logros, porque hasta los éxitos moderados alientan la esperanza de convertirse en franquicias. Es lo que pasa con Cómo entrenar a tu dragón (2010), cuya recaudación apenas menor a los quinientos millones de dólares está muy lejos de los casi mil de Mi villano favorito 2 o Shrek 2, y de los más de mil de Toy story 3 o Frozen, pero son suficientes para doblar la apuesta inicial. Sobre todo porque, como se ve, las sagas animadas para chicos suelen tener sus picos de ganancias no con la primera entrega, sino con sus secuelas, incluso cuando muchas veces resulten menos interesantes que la original. Este es uno de esos casos.
No resulta una sorpresa que esta segunda parte se ubique un par de escalones más abajo que su antecesora, porque si bien ambas películas comparten un mismo registro y son coherentes en sus virtudes, también lo son en sus defectos que, por cierto, no tienen que ver ni con lo técnico ni con lo estrictamente narrativo. Porque Cómo entrenar a tu dragón 2 es otro exponente del nivel que han alcanzado los estudios dedicados a la animación digital (en este caso Dreamworks) y debe decirse que si se limitara a contar su historia de jóvenes vikingos, habitantes de una aldea que aprendió a domesticar a las míticas criaturas del título, sin dudas sería una mejor película. Pero en lugar de eso, no se conforma con su destino de cuento para chicos –categoría que suele ser minimizada injustamente–, sino que abriga la torpe pretensión de dejar un mensaje, una enseñanza, y se encarga de machacarla y de ponerla burdamente en evidencia. Y ni siquiera se trata de una gran enseñanza.
Es sabido que los mejores relatos, así en la literatura como en el cine, son aquellos que delegan en el receptor la potestad de encontrar posibles “mensajes”. Y un poco llama la atención este tropiezo si se atiende al currículum del director Dean DeBlois, quien debutó en cine con Lilo y Stich (2002), una de las mejores películas clase B de Disney. Pero ya en la primera entrega de esta saga se pegaba un buen resbalón con la moraleja de las capacidades diferentes, ahí mismo donde Buscando a Nemo (Andrew Stanton y Lee Unkrich, 2004) supo ser elegante y efectiva. Y en Cómo entrenar a tu dragón 2 se encarga de cantar loas a la guerra cuando es en defensa propia, cuando cualquiera sabe que para hacer una excelente película de guerra no es necesario glorificarla. Ejemplos sobran. Acá los personajes dicen cosas como: “Es imposible razonar con quienes asesinan sin razón” o “El que es malo no tiene cura”, afirmaciones que tanto pueden ser vistas como una versión ligera de “No negociamos con terroristas”, como un argumento a favor de la pena de muerte o la tortura. Temas en los que, según parece, hay quienes creen necesario ir formando a los chicos.
Artículo publicado originalmente en la sección CUltura y Espectáculos de Página/12.
No resulta una sorpresa que esta segunda parte se ubique un par de escalones más abajo que su antecesora, porque si bien ambas películas comparten un mismo registro y son coherentes en sus virtudes, también lo son en sus defectos que, por cierto, no tienen que ver ni con lo técnico ni con lo estrictamente narrativo. Porque Cómo entrenar a tu dragón 2 es otro exponente del nivel que han alcanzado los estudios dedicados a la animación digital (en este caso Dreamworks) y debe decirse que si se limitara a contar su historia de jóvenes vikingos, habitantes de una aldea que aprendió a domesticar a las míticas criaturas del título, sin dudas sería una mejor película. Pero en lugar de eso, no se conforma con su destino de cuento para chicos –categoría que suele ser minimizada injustamente–, sino que abriga la torpe pretensión de dejar un mensaje, una enseñanza, y se encarga de machacarla y de ponerla burdamente en evidencia. Y ni siquiera se trata de una gran enseñanza.
Es sabido que los mejores relatos, así en la literatura como en el cine, son aquellos que delegan en el receptor la potestad de encontrar posibles “mensajes”. Y un poco llama la atención este tropiezo si se atiende al currículum del director Dean DeBlois, quien debutó en cine con Lilo y Stich (2002), una de las mejores películas clase B de Disney. Pero ya en la primera entrega de esta saga se pegaba un buen resbalón con la moraleja de las capacidades diferentes, ahí mismo donde Buscando a Nemo (Andrew Stanton y Lee Unkrich, 2004) supo ser elegante y efectiva. Y en Cómo entrenar a tu dragón 2 se encarga de cantar loas a la guerra cuando es en defensa propia, cuando cualquiera sabe que para hacer una excelente película de guerra no es necesario glorificarla. Ejemplos sobran. Acá los personajes dicen cosas como: “Es imposible razonar con quienes asesinan sin razón” o “El que es malo no tiene cura”, afirmaciones que tanto pueden ser vistas como una versión ligera de “No negociamos con terroristas”, como un argumento a favor de la pena de muerte o la tortura. Temas en los que, según parece, hay quienes creen necesario ir formando a los chicos.
Artículo publicado originalmente en la sección CUltura y Espectáculos de Página/12.
lunes, 16 de junio de 2014
LIBROS - Traducir el miedo en imágenes:Entrevista con los ilustradores Eugenia Nobati, Rodrigo Folgueira y Poly Bernatene
A qué chico no le gusta asustarse? Aunque se tapen los ojos con las dos manos, siempre separan los deditos para ver un poco más. Aunque después le escapen a la oscuridad y pidan dormir con el velador encendido, los chicos aman a los monstruos. Aunque se escapen chillando de miedo, siempre vuelven. No se trata de nuevas tendencias surgidas entre las sombras del cine y los reflejos de la televisión: ya en el siglo XIX había autores de historias para chicos, como el danés Hans Christian Andersen o los hermanos Grimm, que sabían esconder verdaderas atrocidades entre sus cuentitos. Por no hablar de trabajos más aterradores, como el escabroso y aleccionador Struwwelpeter, libro en donde el médico alemán Heinrich Hoffmann, a partir de unos versitos muy en línea con los limeriks de Edward Lear, contaba historias de chicos a los que les cortaban los dedos por tener las uñas largas o que simplemente acababan carbonizados por andar jugando con fuego. Struwwelpeter se publicó por primera vez en 1845 y sus explícitas ilustraciones, realizadas por el propio Hoffmann, son parte fundamental de la obra.
Más allá de los antecedentes, es cierto que los chicos del siglo XXI tienen una especial inclinación a disfrutar de lo monstruoso, del sobresalto y las historias sombrías o melancólicas que durante buena parte del siglo anterior fueron estigmatizadas con la etiqueta de las malas influencias. El tono gótico que hizo famoso al director de cine Tim Burton, el auge de historietas japonesas como Death Note o dibujos animados como Hora de aventuras, de engañosa superficie naif, son el emergente estético más obvio de una tendencia que indica que a los chicos nunca dejó de gustarles eso de asustarse un poco. Por supuesto que el terreno literario no es ajeno a su propia época y los libros de miedo para chicos son parte importante de la producción editorial actual. Dentro de ella, sin embargo, no deja de llamar la atención el auge de los libros ilustrados centrados en la obra de autores que hasta hace muy poco difícilmente fueran incluidos dentro del canon de la literatura para chicos. Edgar Allan Poe, Saki o los cuentos de locura y muerte de Horacio Quiroga han sido en años recientes protagonistas de estupendas colecciones infantiles, donde el complemento gráfico es un importante valor agregado. El trabajo de los artistas dedicados a ilustrar sobre una base tan ominosa no parece sencillo, en tanto deben hacer equilibrio entre respetar las escabrosas ficciones creadas por esos autores, pero sin desatender los límites del público infantil, que no por su afición al miedo ha perdido su inocencia.
Para conocer más acerca de esta delicada labor, qué mejor que la voz de tres expertos. Se trata de los ilustradores Eugenia Nobati, Rodrigo Folgueira y Poly Bernatene, quienes han trabajado sobre estos tres autores en particular para colecciones de diferentes editoriales y conocen a fondo los problemas que este implica. "Yo no hablaría de problemas, sino de desafíos", dice Folgueira, quien ha adaptado varios cuentos de Quiroga para editorial Losada y también trabajó con Saki. "Más que nada se trata de estar a la altura del trabajo, del autor y de las propias expectativas, que siempre son muchas", completa. Para Bernatene, que dibujó a Poe para una colección de editorial Guadal, la dificultad radica en que se trata de "clásicos que fueron varias veces adaptados al cine, el teatro o la historieta, por lo que nuestros trabajos son meras interpretaciones artísticas de universos muy explotados desde lo visual". Algo similar piensa Nobati, quien también trabajó sobre textos de Poe: "Al ilustrar obras muy transitadas, como cualquier historia clásica, el primer problema es cómo despegarse de esa enorme cantidad de imágenes previas que trae la memoria. Olvidar todo eso y encontrar la imagen propia a partir del texto en sí, ya es un tema", afirma ella.
–¿Y qué sensaciones o sentimientos les provoca haber abordado de manera exitosa trabajos tan difíciles, que llegan con el peso extra de esos nombres?
Poly Bernatene: –Una enorme satisfacción de haber podido contar esas historias con mi propia voz. Desde el momento que leemos por primera vez esos textos, miles de imágenes invaden nuestras cabezas, y poder sacarlas y mostrarlas al mundo es como concretar un sueño.
Rodrigo Folgueira: –Yo fantaseo con el lector anónimo que va a tener ese trabajo en sus manos y va a ponerme a mí en el mismo universo de Saki o Quiroga; aunque más no sea por unos instantes.
Eugenia Nobati: –A mí me pasa que viendo el trabajo terminado, siempre me aparece la duda de si hubiese podido hacerlo mejor, entrar más profundo en la historia o encontrarle soluciones distintas a cada situación.
RF: –En mi caso, también siento el deseo casi inmediato de cambiar todo. De empezar de nuevo. Pienso: ¿"Por qué no lo hice de este modo?, ¿por qué no cambié esta imagen o aquella idea?"
–¿Por qué creen que se da esta tendencia de incorporar autores como estos dentro de colecciones literarias destinadas al público infantil?
EN: –Son los chicos los que piden historias de miedo, suspenso o de intriga alrededor de los ocho o nueve años.
PB: –La brecha entre el público infanto-juvenil y el adulto se ha ido reduciendo con el paso de los años debido a que estos últimos, lejos de prejuicios tontos, se acercaron y aprendieron a disfrutar de los libros ilustrados, ampliando las formas de percibir estas temáticas oscuras.
–¿Creen que el crecimiento y la familiaridad con los medios audiovisuales puede haber tenido influencia en esa percepción?
EN: –Puede ser que esta baja de la edad sea provocada por el cine y la televisión, que les deja asomarse al género cada vez más temprano. Pero en el fondo creo que nunca dejaron de necesitarlas, sólo que en determinado momento el miedo a traumatizarlos hizo que los adultos los sustrajeran a esta clase de historias. Pero antes de los '60 cualquier chico tenía a disposición los clásicos de Andersen o las historias de Salgari, entre otros, que si bien no son terror, son bastante truculentas.
RF: –Diría más: Poe, Saki o Quiroga son autores que están directamente ligados al público joven. Yo los leí a todos por primera vez antes de los 15 años. Cuando uno es chico entra mucho más confiado e inocente a los mundos que estos autores proponen.
PB: –Es lógico que dentro de las primeras lecturas adolescentes sean protagonistas las lecturas oscuras, góticas o fantásticas, y en este sentido las editoriales supieron adaptarse y captar a este público acostumbrado a recibir todo a través de lo visual.
RF: –Además, les ofrecés buena literatura a chicos y jóvenes, y eso los hará más exigentes y curiosos cuando crezcan. De adulto, uno vuelve a leerlos y descubre nuevas aristas, nuevos tesoros en ellos. Pero la fascinación que despiertan en un lector joven, despiertan en un lector joven, con un espíritu mucho más romántico, mucho más dispuesto a la fantasía, es única.
EN: –Estas historias funcionan igual que la montaña rusa: permiten experimentar el miedo, pero desde la seguridad de que se está bien sujeto a la realidad. Intuyo que a los chicos les sirven para desafiarse a sí mismos, y también para comprobar que pueden entrar en la fantasía y volver de ahí más ricos y sin daño. Creo que asomarse al miedo en el papel es un aprendizaje para poder enfrentarlo en la vida.
–¿El trabajo de qué artistas les resulta inspirador o reconocen como influencia?
EN: –Puedo decir quienes me atraparon y me marcaron, pero no sabría decir acerca de influencias. Me cuesta detectarlas, quizás por esto de que cada uno va buscando su camino personal y, como no he tenido formación académica fueron, apareciendo en forma desordenada. El primero de todos fue Brueguel con sus delirios abigarrados. Después Carlos Alonso, Egon Schiele, los Brescia, Klimt, Carlos Nine, Arthur Rackham. La lista es larguísima.
RF: –Mi formación como dibujante está ligada al mundo de la pintura y mis ilustradores más admirados pertenecen al mudo de la historieta. Eso genera un universo en el que se juntan Schiele, Alberto Breccia, Alonso, Nine, Spilimbergo, Mandrafina, y te podría seguir nombrando a muchos.
PB: –Mi entrada a la literatura de este tipo fue a través de la historieta. Y por la puerta grande, porque lo hice a través de Alberto Breccia, quien hizo muchas adaptaciones de Poe, Lovecraft, Quiroga o Stevenson, entre otros. Su inacabable forma de buscar nuevas maneras de contar siempre ha sido una gran inspiración en mi carrera.
–¿De qué forma sienten que esa influencia se manifiesta? ¿Qué movimientos provoca en sus trabajos?
RF: –Reconozco que soy muy curioso e influenciable. Veo un nuevo libro o una muestra y siento la urgencia de dibujar. Admiro el trabajo de muchos artistas, me gusta buscar y conocer nuevos dibujantes y sus maneras de interpretar la realidad y transformarla en un hecho plástico.
EN: –Para mí, la idea es generar en uno mismo cuando dibuja y en otros cuando ven ese dibujo, la intensidad de sensaciones que me produjeron estos artistas con sus obras. Lograrlo es otra historia, por supuesto.
PB: –Saber aprovechar estas influencias a la hora de hacer nuestras propias interpretaciones puede convertirse también en un gran obstáculo. Pero una vez que lo logramos, son muy estimulantes y proporcionan herramientas valiosas a la hora de producir una obra propia.
–¿A qué otro escritor les gustaría tener la posibilidad de ilustrar?
EN: –La lista es larga. Tengo una versión inconclusa de Alicia en el país de las maravillas. Las Crónicas marcianas o El árbol de las brujas de Ray Bradbury serían un placer; La historia sin fin, de Michael Ende; algunos cuentos de Calvino, o Cortázar. O El enano, de Pär Lagerkvist y también Bomarzo, de Mujica Láinez son algunas de las cosas tentadoras que se me ocurren ahora.
PB: –Ray Bradbury también es uno con el que me gustaría hacer algo. Pero en estos momentos estoy más abierto a conocer otro tipo de autores, clásicos que no hayan sido tan abordados o conocidos por la mayoría de la gente.
RF: –Para mí, siempre es un gusto encontrarme con la propuesta del editor. Pero reconozco que me gustaría mucho trabajar autores argentinos: creo que hay una cantidad enorme de material de excelente calidad. «
Dibujando las maldades de Saki y Poe
En los últimos años se ha extendido la tendencia editorial de pensar colecciones ilustradas de autores clásicos orientadas al público infantil y adolescente, pero que se corren de la lista de los sospechosos de siempre como Julio Verne, Robert L. Stevenson o Jack London. Es el caso de la que lanzó editorial UnaLuna, que en el transcurso del último año acaba de publicar dos volúmenes dedicados a grandes cuentistas del siglo XIX y los primeros años del siglo XX, que comparten un fondo estético tenebroso y oscuro. Se trata, por un lado, de Relatos horriblemente buenos y escalofriantes, del inglés Saki (seudónimo con el que se hizo famoso el malévolo y sarcástico Hugh Munro), y Cuentos grotescos y espeluznantes, que reúne una selección de los más reconocidos trabajos de Edgar Allan Poe, ambos ilustrados con acierto por Rodrigo Folgueira y Eugenia Nobati, respectivamente. Aunque Saki y Poe comparten algunas características literarias como cierto placer por el horror y lo morboso, es mucho más lo que los separa que lo que los une. Así como puede decirse que el estadounidense parece tomarse todas sus fantasías góticas con la mayor seriedad, tal vez porque su propia vida torturada se cuela a cada rato en su literatura, en el caso del inglés es imposible no reconocer una liviandad incluso frívola hasta en sus relatos más atroces. Tal vez porque Poe estaba realmente solo entre sus monstruos y Saki, en cambio, formó parte de una generación de escritores dandies dedicados a la buena vida –también monstruos a su manera– que tuvieron en Oscar Wilde a su mayor exponente. Folgueira y Nobati dan perfecta cuenta de esas coincidencias y disidencias en las ilustraciones de ambos libros. Entonces, mientras la traducción gráfica que hace Nobati de Poe es oportunamente opresiva, densa y abundante de grises y rojos, el trabajo de Folgueira utiliza una paleta más amplia y un trazo mucho menos profundo y ominoso, más acorde a la malevolencia juguetona del inglés. El resultado, sin embargo, es el mismo: se trata de dos libros exquisitos.
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
Más allá de los antecedentes, es cierto que los chicos del siglo XXI tienen una especial inclinación a disfrutar de lo monstruoso, del sobresalto y las historias sombrías o melancólicas que durante buena parte del siglo anterior fueron estigmatizadas con la etiqueta de las malas influencias. El tono gótico que hizo famoso al director de cine Tim Burton, el auge de historietas japonesas como Death Note o dibujos animados como Hora de aventuras, de engañosa superficie naif, son el emergente estético más obvio de una tendencia que indica que a los chicos nunca dejó de gustarles eso de asustarse un poco. Por supuesto que el terreno literario no es ajeno a su propia época y los libros de miedo para chicos son parte importante de la producción editorial actual. Dentro de ella, sin embargo, no deja de llamar la atención el auge de los libros ilustrados centrados en la obra de autores que hasta hace muy poco difícilmente fueran incluidos dentro del canon de la literatura para chicos. Edgar Allan Poe, Saki o los cuentos de locura y muerte de Horacio Quiroga han sido en años recientes protagonistas de estupendas colecciones infantiles, donde el complemento gráfico es un importante valor agregado. El trabajo de los artistas dedicados a ilustrar sobre una base tan ominosa no parece sencillo, en tanto deben hacer equilibrio entre respetar las escabrosas ficciones creadas por esos autores, pero sin desatender los límites del público infantil, que no por su afición al miedo ha perdido su inocencia.
Para conocer más acerca de esta delicada labor, qué mejor que la voz de tres expertos. Se trata de los ilustradores Eugenia Nobati, Rodrigo Folgueira y Poly Bernatene, quienes han trabajado sobre estos tres autores en particular para colecciones de diferentes editoriales y conocen a fondo los problemas que este implica. "Yo no hablaría de problemas, sino de desafíos", dice Folgueira, quien ha adaptado varios cuentos de Quiroga para editorial Losada y también trabajó con Saki. "Más que nada se trata de estar a la altura del trabajo, del autor y de las propias expectativas, que siempre son muchas", completa. Para Bernatene, que dibujó a Poe para una colección de editorial Guadal, la dificultad radica en que se trata de "clásicos que fueron varias veces adaptados al cine, el teatro o la historieta, por lo que nuestros trabajos son meras interpretaciones artísticas de universos muy explotados desde lo visual". Algo similar piensa Nobati, quien también trabajó sobre textos de Poe: "Al ilustrar obras muy transitadas, como cualquier historia clásica, el primer problema es cómo despegarse de esa enorme cantidad de imágenes previas que trae la memoria. Olvidar todo eso y encontrar la imagen propia a partir del texto en sí, ya es un tema", afirma ella.
–¿Y qué sensaciones o sentimientos les provoca haber abordado de manera exitosa trabajos tan difíciles, que llegan con el peso extra de esos nombres?
Poly Bernatene: –Una enorme satisfacción de haber podido contar esas historias con mi propia voz. Desde el momento que leemos por primera vez esos textos, miles de imágenes invaden nuestras cabezas, y poder sacarlas y mostrarlas al mundo es como concretar un sueño.
Rodrigo Folgueira: –Yo fantaseo con el lector anónimo que va a tener ese trabajo en sus manos y va a ponerme a mí en el mismo universo de Saki o Quiroga; aunque más no sea por unos instantes.
Eugenia Nobati: –A mí me pasa que viendo el trabajo terminado, siempre me aparece la duda de si hubiese podido hacerlo mejor, entrar más profundo en la historia o encontrarle soluciones distintas a cada situación.
RF: –En mi caso, también siento el deseo casi inmediato de cambiar todo. De empezar de nuevo. Pienso: ¿"Por qué no lo hice de este modo?, ¿por qué no cambié esta imagen o aquella idea?"
–¿Por qué creen que se da esta tendencia de incorporar autores como estos dentro de colecciones literarias destinadas al público infantil?
EN: –Son los chicos los que piden historias de miedo, suspenso o de intriga alrededor de los ocho o nueve años.
PB: –La brecha entre el público infanto-juvenil y el adulto se ha ido reduciendo con el paso de los años debido a que estos últimos, lejos de prejuicios tontos, se acercaron y aprendieron a disfrutar de los libros ilustrados, ampliando las formas de percibir estas temáticas oscuras.
–¿Creen que el crecimiento y la familiaridad con los medios audiovisuales puede haber tenido influencia en esa percepción?
EN: –Puede ser que esta baja de la edad sea provocada por el cine y la televisión, que les deja asomarse al género cada vez más temprano. Pero en el fondo creo que nunca dejaron de necesitarlas, sólo que en determinado momento el miedo a traumatizarlos hizo que los adultos los sustrajeran a esta clase de historias. Pero antes de los '60 cualquier chico tenía a disposición los clásicos de Andersen o las historias de Salgari, entre otros, que si bien no son terror, son bastante truculentas.
RF: –Diría más: Poe, Saki o Quiroga son autores que están directamente ligados al público joven. Yo los leí a todos por primera vez antes de los 15 años. Cuando uno es chico entra mucho más confiado e inocente a los mundos que estos autores proponen.
PB: –Es lógico que dentro de las primeras lecturas adolescentes sean protagonistas las lecturas oscuras, góticas o fantásticas, y en este sentido las editoriales supieron adaptarse y captar a este público acostumbrado a recibir todo a través de lo visual.
RF: –Además, les ofrecés buena literatura a chicos y jóvenes, y eso los hará más exigentes y curiosos cuando crezcan. De adulto, uno vuelve a leerlos y descubre nuevas aristas, nuevos tesoros en ellos. Pero la fascinación que despiertan en un lector joven, despiertan en un lector joven, con un espíritu mucho más romántico, mucho más dispuesto a la fantasía, es única.
EN: –Estas historias funcionan igual que la montaña rusa: permiten experimentar el miedo, pero desde la seguridad de que se está bien sujeto a la realidad. Intuyo que a los chicos les sirven para desafiarse a sí mismos, y también para comprobar que pueden entrar en la fantasía y volver de ahí más ricos y sin daño. Creo que asomarse al miedo en el papel es un aprendizaje para poder enfrentarlo en la vida.
–¿El trabajo de qué artistas les resulta inspirador o reconocen como influencia?
EN: –Puedo decir quienes me atraparon y me marcaron, pero no sabría decir acerca de influencias. Me cuesta detectarlas, quizás por esto de que cada uno va buscando su camino personal y, como no he tenido formación académica fueron, apareciendo en forma desordenada. El primero de todos fue Brueguel con sus delirios abigarrados. Después Carlos Alonso, Egon Schiele, los Brescia, Klimt, Carlos Nine, Arthur Rackham. La lista es larguísima.
RF: –Mi formación como dibujante está ligada al mundo de la pintura y mis ilustradores más admirados pertenecen al mudo de la historieta. Eso genera un universo en el que se juntan Schiele, Alberto Breccia, Alonso, Nine, Spilimbergo, Mandrafina, y te podría seguir nombrando a muchos.
PB: –Mi entrada a la literatura de este tipo fue a través de la historieta. Y por la puerta grande, porque lo hice a través de Alberto Breccia, quien hizo muchas adaptaciones de Poe, Lovecraft, Quiroga o Stevenson, entre otros. Su inacabable forma de buscar nuevas maneras de contar siempre ha sido una gran inspiración en mi carrera.
–¿De qué forma sienten que esa influencia se manifiesta? ¿Qué movimientos provoca en sus trabajos?
RF: –Reconozco que soy muy curioso e influenciable. Veo un nuevo libro o una muestra y siento la urgencia de dibujar. Admiro el trabajo de muchos artistas, me gusta buscar y conocer nuevos dibujantes y sus maneras de interpretar la realidad y transformarla en un hecho plástico.
EN: –Para mí, la idea es generar en uno mismo cuando dibuja y en otros cuando ven ese dibujo, la intensidad de sensaciones que me produjeron estos artistas con sus obras. Lograrlo es otra historia, por supuesto.
PB: –Saber aprovechar estas influencias a la hora de hacer nuestras propias interpretaciones puede convertirse también en un gran obstáculo. Pero una vez que lo logramos, son muy estimulantes y proporcionan herramientas valiosas a la hora de producir una obra propia.
–¿A qué otro escritor les gustaría tener la posibilidad de ilustrar?
EN: –La lista es larga. Tengo una versión inconclusa de Alicia en el país de las maravillas. Las Crónicas marcianas o El árbol de las brujas de Ray Bradbury serían un placer; La historia sin fin, de Michael Ende; algunos cuentos de Calvino, o Cortázar. O El enano, de Pär Lagerkvist y también Bomarzo, de Mujica Láinez son algunas de las cosas tentadoras que se me ocurren ahora.
PB: –Ray Bradbury también es uno con el que me gustaría hacer algo. Pero en estos momentos estoy más abierto a conocer otro tipo de autores, clásicos que no hayan sido tan abordados o conocidos por la mayoría de la gente.
RF: –Para mí, siempre es un gusto encontrarme con la propuesta del editor. Pero reconozco que me gustaría mucho trabajar autores argentinos: creo que hay una cantidad enorme de material de excelente calidad. «
Dibujando las maldades de Saki y Poe
En los últimos años se ha extendido la tendencia editorial de pensar colecciones ilustradas de autores clásicos orientadas al público infantil y adolescente, pero que se corren de la lista de los sospechosos de siempre como Julio Verne, Robert L. Stevenson o Jack London. Es el caso de la que lanzó editorial UnaLuna, que en el transcurso del último año acaba de publicar dos volúmenes dedicados a grandes cuentistas del siglo XIX y los primeros años del siglo XX, que comparten un fondo estético tenebroso y oscuro. Se trata, por un lado, de Relatos horriblemente buenos y escalofriantes, del inglés Saki (seudónimo con el que se hizo famoso el malévolo y sarcástico Hugh Munro), y Cuentos grotescos y espeluznantes, que reúne una selección de los más reconocidos trabajos de Edgar Allan Poe, ambos ilustrados con acierto por Rodrigo Folgueira y Eugenia Nobati, respectivamente. Aunque Saki y Poe comparten algunas características literarias como cierto placer por el horror y lo morboso, es mucho más lo que los separa que lo que los une. Así como puede decirse que el estadounidense parece tomarse todas sus fantasías góticas con la mayor seriedad, tal vez porque su propia vida torturada se cuela a cada rato en su literatura, en el caso del inglés es imposible no reconocer una liviandad incluso frívola hasta en sus relatos más atroces. Tal vez porque Poe estaba realmente solo entre sus monstruos y Saki, en cambio, formó parte de una generación de escritores dandies dedicados a la buena vida –también monstruos a su manera– que tuvieron en Oscar Wilde a su mayor exponente. Folgueira y Nobati dan perfecta cuenta de esas coincidencias y disidencias en las ilustraciones de ambos libros. Entonces, mientras la traducción gráfica que hace Nobati de Poe es oportunamente opresiva, densa y abundante de grises y rojos, el trabajo de Folgueira utiliza una paleta más amplia y un trazo mucho menos profundo y ominoso, más acorde a la malevolencia juguetona del inglés. El resultado, sin embargo, es el mismo: se trata de dos libros exquisitos.
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
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sábado, 14 de junio de 2014
LIBROS - "Rayuela, una muestra para armar" en el Museo el Libro: Paseando por Rayuela
Dentro del año en que se celebran los cincuenta de la publicación de Rayuela y el centenario del nacimiento de su autor, Julio Cortázar, el Museo del Libro y de la Lengua, dependiente de la Biblioteca Nacional, organiza una muestra en homenaje a la emblemática novela. La misma lleva como nombre Rayuela, una muestra para armar, en el que se ensamblan los nombres de las dos novelas más importantes dentro de la obra del escritor argentino: el de la novela homenajeada y 62 modelo para armar. Ambas novelas, pero sobre todo Rayuela, representaron una revolución formal que a su vez formó parte de un movimiento mayor e igualmente novedoso: el Boom Latinoamericano del que fueron parte, además de Cortázar, escritores notables como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes, entre otros.
La muestra intenta replicar los diferentes recursos formales con que la novela de Cortázar desafiaba al lector de aquellos años. Organizada a partir de estaciones que parecen desarticuladas, el visitante debe recorrerla utilizando como guía un tablero que lo orientará en la travesía, sugiriendo diferentes caminos para avanzar. Rayuela, una muestra para armar ocupa además la totalidad del inmenso espacio del museo, por lo que el recorrido de la muestra implica avanzar y retroceder, subir y bajar, pero también ir en busca de tesoros ocultos. Para María Pía López, directora del museo, replicar ese espíritu juguetón es parte fundamental de una muestra que homenajea a una obra que es mucho más que un libro. “Elegimos Rayuela por lo que significa en sí misma antes que como un homenaje a Cortázar”, confiesa López. “Empezamos a pensarlo en función de esos libros que alguna vez te conmovieron y por el efecto que sigue teniendo sobre generaciones nuevas de lectores. Es un libro fundamental para los años 60, pero que siempre recupera un público juvenil”, concluye la directora.
-¿Creen que la muestra tal como está planteada le permitirá entender a los visitantes la magnitud de la novela dentro de su época?
-Espero que sí. Una de las cosas que nos pasaba con la novela era que nos impresionaba su carácter vanguardista: es una novela muy experimental, que exige mucho esfuerzo del lector. Que propone una cosa lúdica pero difícil para quien lee, que es aceptar los saltos, la ruptura de los tiempos. Aceptar formas vanguardistas de la lengua y juegos inventivos que no son tan fáciles de seguir. Lo que es extraordinario es que la novela tiene ese carácter experimental, pero al mismo tiempo consigue ser muy popular. Sería un caso prácticamente único de una obra que se convierte en un libro muy vendido, pero que a la vez representa un gran desafío. Aspiramos a eso, a que pueda ser disfrutada por los que leyeron la novela pero también por los que todavía no lo hicieron, que pueda ser una muestra popular aun cuando te pone frente a un trabajo desconocido y vanguardista.
-¿Para ustedes también representó un desafío intentar replicar esa estructura en el formato de la muestra?
-Nosotros tomamos la decisión de evitar las formas más literales de ligarse a ella. Para decirlo muy rápidamente: en toda la muestra no hay ni una sola imagen de una rayuela.
-Sería el equivalente a la ausencia de camellos en el Corán que mencionaba Borges como prueba de autenticidad del libro sagrado del Islam.
-Eso. Esquivamos las formas icónicas con las que más inmediatamente se puede identificar a la novela. Dijimos: un buen lector es aquel que puede aceptar la elipsis de los elementos por los cuales el mercado consagraría el producto Rayuela. En cambio, decidimos avanzar por una especie de homenaje al espíritu de la novela, organizando la muestra para ser recorrida con un tablero que es la guía que permite avanzar entre las diferentes estaciones que la componen, igual que como se va de un capítulo a otro en la novela. Y esos saltos implican que uno tiene que cambiar de piso dentro del museo, desplazarse de una parte de la muestra a otra o encontrar números que están medio escondidos. Tratamos de pedirle al visitante que sea tan activo como Cortázar se lo exige al lector de Rayuela.
-Ya dijiste lo que significó el enorme salto formal que representó la novela en la década de 1960, pero en el siglo XXI la estructura de Rayuela se encuentra replicada al infinito en el sistema derivativo de hipervínculos sobre el que se organiza la lógica de internet. ¿Creés que los nuevos lectores todavía pueden sorprenderse con esa estructura y en qué puede ayudar la muestra para inducirlos a abordar la novela?
-Rayuela sigue estando presente en las lecturas juveniles. Gran parte de la experiencia como lector de Rayuela es haber transitado por ella en los tramos finales de la adolescencia. Una de las preguntas que nos hacíamos es por qué existen en distintas épocas nuevos lectores para algunos libros. Es cierto que en Rayuela hay algunos anacronismos y zonas que parecen envejecidas, pero me parece que lo que sigue teniendo un poder sobre el lector es que tiene un fondo narrativo de educación sentimental. Esa sensación de viaje, de descubrimiento de una ciudad o de una relación amorosa, de descubrimiento de los vínculos eróticos, que me parece que sigue convocando al nuevo lector aunque haya perdido esa cosa de novedad de época.
-Tampoco ha habido, de los 60 para acá, ningún movimiento que en términos literarios replicara una potencia análoga, ni que haya significado tanto y en tantos sentidos como el Boom Latinoamericano, del que Rayuela es parte fundamental. ¿Es posible transmitir esa sensación revolucionaria a quienes no fueron contemporáneos del Boom?
-Para hacerlo nosotros elegimos contar de qué se trató el Boom. Porque es cierto que no volvió a repetirse un momento tan impresionante de articulación entre un conjunto de escritores, con un despliegue de nuevas estrategias de la crítica literaria que fueron formidables, y una explosión de público en relación con ambas cosas. Eso fue lo que articuló el Boom y no ha vuelto a pasar. Nosotros intentamos narrar eso, pero no sólo para que se perciba la importancia y la novedad que tuvo el Boom, sino también por dos cosas. Primero, que se trató de un momento de expansión del público en el que no hubo concesiones a lo que serían las mayorías establecidas de público. Es decir, no se trata e escrituras que renuncien a un grado de experimentación formal ni temática ni lingüística, sino que por el contrario aumentan su masa de lectores a partir de esos riesgos. La otra es que ese mismo fenómeno estuvo acompañado por una serie de discusiones que atravesaron la obra de Cortázar, y nos parecía que una muestra que fuera justa con una novela de esta importancia debía ponerlas de manifiesto. Porque las grandes obras son también aquellas que transitan las polémicas y generan discusiones.
-¿Puede decirse entonces que la muestra aprovecha el carácter hipervincular para crear enlaces no sólo dentro de la estructura de Rayuela, sino también para insertar a la novela dentro de su contexto?
-Si, pero también dentro del marco más general de la reflexión sobre la lengua y la estética. Ambas cosas que están dentro de la novela, pero que al mismo tiempo se disparan y se derivan por fuera de ella. Algo que también intentamos que aparezca en la muestra, es que haya distintos niveles de interpelación a los visitantes. Que se pueda ser disfrutada y comprendida por alguien que nunca haya leído a Cortázar pero igual pueda ver estas escenas e interactuar lúdicamente con ellas. Y también por alguien que conoce todas estas discusiones y le interesa el modo en que se sitúa críticamente una idea de la literatura.
La muestra Rayuela, una muestra para armar podrá visitarse del 12 de junio al 31 de octubre, de martes a domingos de 14 a 19 horas.
En el Museo del Libro y de la Lengua, av. Las Heras 2555.
La entrada es libre y gratuita.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Tiempo Argentino.
La muestra intenta replicar los diferentes recursos formales con que la novela de Cortázar desafiaba al lector de aquellos años. Organizada a partir de estaciones que parecen desarticuladas, el visitante debe recorrerla utilizando como guía un tablero que lo orientará en la travesía, sugiriendo diferentes caminos para avanzar. Rayuela, una muestra para armar ocupa además la totalidad del inmenso espacio del museo, por lo que el recorrido de la muestra implica avanzar y retroceder, subir y bajar, pero también ir en busca de tesoros ocultos. Para María Pía López, directora del museo, replicar ese espíritu juguetón es parte fundamental de una muestra que homenajea a una obra que es mucho más que un libro. “Elegimos Rayuela por lo que significa en sí misma antes que como un homenaje a Cortázar”, confiesa López. “Empezamos a pensarlo en función de esos libros que alguna vez te conmovieron y por el efecto que sigue teniendo sobre generaciones nuevas de lectores. Es un libro fundamental para los años 60, pero que siempre recupera un público juvenil”, concluye la directora.
-¿Creen que la muestra tal como está planteada le permitirá entender a los visitantes la magnitud de la novela dentro de su época?
-Espero que sí. Una de las cosas que nos pasaba con la novela era que nos impresionaba su carácter vanguardista: es una novela muy experimental, que exige mucho esfuerzo del lector. Que propone una cosa lúdica pero difícil para quien lee, que es aceptar los saltos, la ruptura de los tiempos. Aceptar formas vanguardistas de la lengua y juegos inventivos que no son tan fáciles de seguir. Lo que es extraordinario es que la novela tiene ese carácter experimental, pero al mismo tiempo consigue ser muy popular. Sería un caso prácticamente único de una obra que se convierte en un libro muy vendido, pero que a la vez representa un gran desafío. Aspiramos a eso, a que pueda ser disfrutada por los que leyeron la novela pero también por los que todavía no lo hicieron, que pueda ser una muestra popular aun cuando te pone frente a un trabajo desconocido y vanguardista.
-¿Para ustedes también representó un desafío intentar replicar esa estructura en el formato de la muestra?
-Nosotros tomamos la decisión de evitar las formas más literales de ligarse a ella. Para decirlo muy rápidamente: en toda la muestra no hay ni una sola imagen de una rayuela.
-Sería el equivalente a la ausencia de camellos en el Corán que mencionaba Borges como prueba de autenticidad del libro sagrado del Islam.
-Eso. Esquivamos las formas icónicas con las que más inmediatamente se puede identificar a la novela. Dijimos: un buen lector es aquel que puede aceptar la elipsis de los elementos por los cuales el mercado consagraría el producto Rayuela. En cambio, decidimos avanzar por una especie de homenaje al espíritu de la novela, organizando la muestra para ser recorrida con un tablero que es la guía que permite avanzar entre las diferentes estaciones que la componen, igual que como se va de un capítulo a otro en la novela. Y esos saltos implican que uno tiene que cambiar de piso dentro del museo, desplazarse de una parte de la muestra a otra o encontrar números que están medio escondidos. Tratamos de pedirle al visitante que sea tan activo como Cortázar se lo exige al lector de Rayuela.
-Ya dijiste lo que significó el enorme salto formal que representó la novela en la década de 1960, pero en el siglo XXI la estructura de Rayuela se encuentra replicada al infinito en el sistema derivativo de hipervínculos sobre el que se organiza la lógica de internet. ¿Creés que los nuevos lectores todavía pueden sorprenderse con esa estructura y en qué puede ayudar la muestra para inducirlos a abordar la novela?
-Rayuela sigue estando presente en las lecturas juveniles. Gran parte de la experiencia como lector de Rayuela es haber transitado por ella en los tramos finales de la adolescencia. Una de las preguntas que nos hacíamos es por qué existen en distintas épocas nuevos lectores para algunos libros. Es cierto que en Rayuela hay algunos anacronismos y zonas que parecen envejecidas, pero me parece que lo que sigue teniendo un poder sobre el lector es que tiene un fondo narrativo de educación sentimental. Esa sensación de viaje, de descubrimiento de una ciudad o de una relación amorosa, de descubrimiento de los vínculos eróticos, que me parece que sigue convocando al nuevo lector aunque haya perdido esa cosa de novedad de época.
-Tampoco ha habido, de los 60 para acá, ningún movimiento que en términos literarios replicara una potencia análoga, ni que haya significado tanto y en tantos sentidos como el Boom Latinoamericano, del que Rayuela es parte fundamental. ¿Es posible transmitir esa sensación revolucionaria a quienes no fueron contemporáneos del Boom?
-Para hacerlo nosotros elegimos contar de qué se trató el Boom. Porque es cierto que no volvió a repetirse un momento tan impresionante de articulación entre un conjunto de escritores, con un despliegue de nuevas estrategias de la crítica literaria que fueron formidables, y una explosión de público en relación con ambas cosas. Eso fue lo que articuló el Boom y no ha vuelto a pasar. Nosotros intentamos narrar eso, pero no sólo para que se perciba la importancia y la novedad que tuvo el Boom, sino también por dos cosas. Primero, que se trató de un momento de expansión del público en el que no hubo concesiones a lo que serían las mayorías establecidas de público. Es decir, no se trata e escrituras que renuncien a un grado de experimentación formal ni temática ni lingüística, sino que por el contrario aumentan su masa de lectores a partir de esos riesgos. La otra es que ese mismo fenómeno estuvo acompañado por una serie de discusiones que atravesaron la obra de Cortázar, y nos parecía que una muestra que fuera justa con una novela de esta importancia debía ponerlas de manifiesto. Porque las grandes obras son también aquellas que transitan las polémicas y generan discusiones.
-¿Puede decirse entonces que la muestra aprovecha el carácter hipervincular para crear enlaces no sólo dentro de la estructura de Rayuela, sino también para insertar a la novela dentro de su contexto?
-Si, pero también dentro del marco más general de la reflexión sobre la lengua y la estética. Ambas cosas que están dentro de la novela, pero que al mismo tiempo se disparan y se derivan por fuera de ella. Algo que también intentamos que aparezca en la muestra, es que haya distintos niveles de interpelación a los visitantes. Que se pueda ser disfrutada y comprendida por alguien que nunca haya leído a Cortázar pero igual pueda ver estas escenas e interactuar lúdicamente con ellas. Y también por alguien que conoce todas estas discusiones y le interesa el modo en que se sitúa críticamente una idea de la literatura.
La muestra Rayuela, una muestra para armar podrá visitarse del 12 de junio al 31 de octubre, de martes a domingos de 14 a 19 horas.
En el Museo del Libro y de la Lengua, av. Las Heras 2555.
La entrada es libre y gratuita.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Tiempo Argentino.
jueves, 12 de junio de 2014
CINE - "Love punch", de Joel Hopkins: Dos actores en busca de una película
Pierce Brosnan y Emma Thompson son dos buenos actores. De verdad. No importa cuán buenos o si uno de ellos es mejor que el otro. Son buenos y con oficio de sobra como para ponerse al hombro algunas películas; y a veces lo hacen. En Love Punch, por ejemplo, casi lo consiguen. Y si en realidad no lo logran es porque la propia película resulta a veces un lastre excesivo. Aunque esa afirmación es por completo cierta, es necesario hacer algunas aclaraciones para que la cosa no suene más tremenda de lo que es en realidad. Love Punch tiene momentos disfrutables, segmentos en los que las situaciones que propone funcionan y entrega algunas grageas aceptables de comedia. Sin embargo, al tratar de identificar el origen de este desequilibrio, resulta obvio que esos buenos momentos están siempre coreografiados en torno de las figuras de Thompson y Brosnan, y enseguida vuelve la duda. ¿Es que se trata de una comedia con altibajos en la que, como una torta a medio cocer, algunos elementos han conseguido cuajar y otros en cambio han quedado un poco crudos? ¿O es que, en efecto, Brosnan y Thompson son capaces de ordeñar a las piedras?
Love Punch tiene una primera escena muy prometedora, de esas que predisponen positivamente a cualquiera. Kate y Richard son una pareja divorciada de cincuentones que coinciden en la fiesta de casamiento de algún conocido en común. Es una agradable tarde de primavera y ella está parada frente a la barra tomando algo, con la belleza sobria que Thompson les suele prestar a sus personajes. Él la ve, se acerca y es evidente que la edad no le ha quitado ni un poco de su encanto irlandés, el mismo que Brosnan ha mostrado desde su aparición en la vieja serie de televisión Remington Steele. Lo que sigue es un juego de seducción, encarnado en una seguidilla de acotaciones y retruécanos que los protagonistas se arrojan como dardos dialécticos envenenados de ironía, sarcasmo y un humor inteligente pero sin pretensiones y una ligereza (en todo el amplio espectro de la palabra) que se agradece. Y se agradecería todavía más si ese tono se mantuviera de forma homogénea durante toda la película. Sin embargo, enseguida el guión elige avanzar por un camino inesperado, lleno de baches y parches, provocando que los tornillos de la trama empiecen a aflojarse con tanto sacudón.
Si Love Punch empieza como comedia de reenamoramiento ubicada en la frontera entre la mediana y la tercera edad, enseguida se convierte en una de esas aventuras crepusculares en la que los protagonistas deben lidiar con situaciones que, por edad y por contexto, les son por completo ajenas. En ese salto la película pierde espontaneidad, entorpece su registro humorístico y sobrecarga las actuaciones con una pátina de farsa, limitando sus mejores momentos a algunos cruces en los que Thompson y Brosnan consiguen sacarse algunas chispas más y hacer que la cosa brille. Aunque más no sea por un par de ratitos.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Love Punch tiene una primera escena muy prometedora, de esas que predisponen positivamente a cualquiera. Kate y Richard son una pareja divorciada de cincuentones que coinciden en la fiesta de casamiento de algún conocido en común. Es una agradable tarde de primavera y ella está parada frente a la barra tomando algo, con la belleza sobria que Thompson les suele prestar a sus personajes. Él la ve, se acerca y es evidente que la edad no le ha quitado ni un poco de su encanto irlandés, el mismo que Brosnan ha mostrado desde su aparición en la vieja serie de televisión Remington Steele. Lo que sigue es un juego de seducción, encarnado en una seguidilla de acotaciones y retruécanos que los protagonistas se arrojan como dardos dialécticos envenenados de ironía, sarcasmo y un humor inteligente pero sin pretensiones y una ligereza (en todo el amplio espectro de la palabra) que se agradece. Y se agradecería todavía más si ese tono se mantuviera de forma homogénea durante toda la película. Sin embargo, enseguida el guión elige avanzar por un camino inesperado, lleno de baches y parches, provocando que los tornillos de la trama empiecen a aflojarse con tanto sacudón.
Si Love Punch empieza como comedia de reenamoramiento ubicada en la frontera entre la mediana y la tercera edad, enseguida se convierte en una de esas aventuras crepusculares en la que los protagonistas deben lidiar con situaciones que, por edad y por contexto, les son por completo ajenas. En ese salto la película pierde espontaneidad, entorpece su registro humorístico y sobrecarga las actuaciones con una pátina de farsa, limitando sus mejores momentos a algunos cruces en los que Thompson y Brosnan consiguen sacarse algunas chispas más y hacer que la cosa brille. Aunque más no sea por un par de ratitos.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
viernes, 6 de junio de 2014
CINE - "Amapola", de Eugenio Zanetti: La estética del exceso
Eugenio Zanetti se ha ganado un lugar destacado en el universo del cine como director de arte. Se lo considera un artista versátil y su trabajo es reconocido en todo el mundo. Su currículum da sobrada cuenta de eso. El mismo incluye un catálogo de películas con puestas en escena sumamente disímiles, que comienzan con La tregua de Sergio Renán, primera película argentina nominada al Oscar en 1975; que va de ahí hasta la muy subvalorada comedia fantástica de acción El último gran héroe (John McTiernan, 1993) y tiene su punto más alto en las nominaciones al Oscar por Más allá de los sueños (Vincent Ward, 1998) y Restauración, de Michael Hoffman, por la que además recibió dicho premio en 1996. Es indiscutible que Zanetti es un director de arte de enorme talento pero, lamentablemente, todos esos antecedentes no sirven de nada a la hora de hablar de Amapola, su debut como director y guionista.
Se trata de una película emparentada con ciertos trabajos de Giuseppe Tornatore como Cinema Paradiso o Baaria, con los que comparte algunas características. Un tono nostálgico, romántico, de algún modo operístico y con tendencia al desborde sentimental; la pretensión de usar el relato como excusa para atravesar un determinado período de la historia de un pueblo o un país; las idas y venidas en el tiempo; la mixtura entre costumbrismo y lirismo; y sobre todo una producción desmesurada. Amapola introduce además un importante elemento de realismo mágico que las películas de Tornatore no tienen, pero que tranquilamente podrían haber tenido. Como se ve, se trata de una película que tiene en el exceso una de sus matrices.
Excesos de un guión que pretende ser poético a partir de diálogos sobrecargados de un lirismo artificial y pomposo. Excesos musicales que se manifiestan en la compulsión de interrumpir la continuidad cada diez minutos con intermezzos coreográficos y números de canto o danza. Excesos de contexto histórico, intercalando transmisiones radiales o televisivas que refieren a momentos claves de la historia argentina, pero sin incidencia real sobre la trama. Excesos en las actuaciones, que van sin balance de una solemnidad impostada al folletín, muchas veces superponiéndose, sin conseguir nunca que lo que se actúa resulte verosímil. Excesos fotográficos, filmando todo con una empalagosa luz anaranjada que induce a creer que la película completa transcurre en los 30 minutos que dura la hora mágica del amanecer o el ocaso. O con un tono azul metálico cuando la cosa deviene tragedia. Excesos de diseño que se hacen evidentes en el barroquismo con que Zanetti recarga todo, como queriendo mostrar en cada escena que es capaz de pintar cuadros visuales. Y los excesos narrativos, los más graves, que hacen de Amapola una versión melosa, mística y kitsch de la cada vez más revisitada Hechizo de tiempo. Excesos que prueban que los talentos de un director de arte no siempre son análogos a los del director de cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Se trata de una película emparentada con ciertos trabajos de Giuseppe Tornatore como Cinema Paradiso o Baaria, con los que comparte algunas características. Un tono nostálgico, romántico, de algún modo operístico y con tendencia al desborde sentimental; la pretensión de usar el relato como excusa para atravesar un determinado período de la historia de un pueblo o un país; las idas y venidas en el tiempo; la mixtura entre costumbrismo y lirismo; y sobre todo una producción desmesurada. Amapola introduce además un importante elemento de realismo mágico que las películas de Tornatore no tienen, pero que tranquilamente podrían haber tenido. Como se ve, se trata de una película que tiene en el exceso una de sus matrices.
Excesos de un guión que pretende ser poético a partir de diálogos sobrecargados de un lirismo artificial y pomposo. Excesos musicales que se manifiestan en la compulsión de interrumpir la continuidad cada diez minutos con intermezzos coreográficos y números de canto o danza. Excesos de contexto histórico, intercalando transmisiones radiales o televisivas que refieren a momentos claves de la historia argentina, pero sin incidencia real sobre la trama. Excesos en las actuaciones, que van sin balance de una solemnidad impostada al folletín, muchas veces superponiéndose, sin conseguir nunca que lo que se actúa resulte verosímil. Excesos fotográficos, filmando todo con una empalagosa luz anaranjada que induce a creer que la película completa transcurre en los 30 minutos que dura la hora mágica del amanecer o el ocaso. O con un tono azul metálico cuando la cosa deviene tragedia. Excesos de diseño que se hacen evidentes en el barroquismo con que Zanetti recarga todo, como queriendo mostrar en cada escena que es capaz de pintar cuadros visuales. Y los excesos narrativos, los más graves, que hacen de Amapola una versión melosa, mística y kitsch de la cada vez más revisitada Hechizo de tiempo. Excesos que prueban que los talentos de un director de arte no siempre son análogos a los del director de cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
jueves, 5 de junio de 2014
CINE - "Wildness", de Wu Tsang: Las niñas del sur salvaje
Con sus actividades ya comenzadas hace dos días, hoy continúan las proyecciones de Asterisco - Festival Internacional de Cine LGBTIQ. No está de más aclarar la cada vez más compleja sigla que suele englobar a las organizaciones y eventos que buscan visibilizar las cuestiones de género: LGBTIQ refiere a las iniciales de Lesbianas, Gays, Bisexuales, Trans, Intersexuales y Queers. Una sigla que, signo de los tiempos, intenta abarcar e incluir a todos según el modo en que cada uno se percibe. Porque la idea es que nadie se quede afuera de Asterisco. De hecho el nombre del festival remite al clásico símbolo que suele utilizarse para reemplazar las connotaciones masculinas o femeninas que las vocales A y O le imprimen a algunas palabras, en busca de eliminar las fronteras simbólicas del lenguaje. Aunque las cuestiones lingüísticas o gramaticales del idioma español son ciertamente debatibles, lo que no puede discutirse es la necesidad de cada ser humano de sentirse representado, incluido y respetado dentro del conjunto social, y por ese camino avanza Asterisco. Bienvenido, entonces, este festival de cine que cuenta con el apoyo de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, a través de la Subsecretaría de Promoción de Derechos Humanos.
La programación de Asterisco está compuesta por películas –140 en total, incluyendo largos y cortometrajes- cuyas temáticas reflejan de modos diversos las problemáticas, intereses y formas de ver el mundo de las diferentes identidades y géneros. Dentro de ellas se destaca el estreno de Wildness, documental de origen estadounidense, dirigido por el artista y performer Wu Tsang, que se proyecta hoy a las 19 horas y el domingo a las 17, en el auditorio de Fundación PROA. Aunque en muchos sentidos se trata de un documental de estética clásica, Wildness incorpora una serie de elementos más o menos novedoso en los que se combinan con inteligencia lo ficcional y lo poético. Wu Tsang, cuyos proyectos como artista conceptual han pasado por algunas de las instituciones más destacadas del mundo dedicadas a exhibir y promover el arte moderno -del MoMA neoyorkino al Tate Modern de Londres-, consigue trazar un retrato bastante vívido del vínculo que establecen un grupo de personas (incluído él mismo) con un espacio físico. Lo cual, de algún modo, no es sino otra historia de amor.
Wildness cuenta la historia de Silver Platter, una suerte de pub o bar ubicado en lo que hoy es el barrio latino de Los Angeles. Un bar que nació en la década de 1950, pero que con el paso de los años comenzó a convertirse en el punto de convergencia de la comunidad homosexual de aquella ciudad. Cerrando cada vez más ese círculo, hoy y desde hace ya algunas décadas, el Silver Platter es el espacio de reunión elegido por la comunidad trans de los inmigrantes latinoamericanos. Wu Tsang opta por contar pasado y presente del Silver Platter valiéndose de un relato en off en el que una voz sumamente expresiva, de textura femenina pero de género indeterminado, representa la voz del propio bar. Es el mismo Silver Platter el que cuenta su historia en primera persona. Pero lejos del tono neutro y aséptico de ciertos relatos autobiográficos, la voz de ese espacio lúbrico es seductora y cálida, y se encarga de transmitir la pasión que une al Silver Platter con quienes suelen habitar sus rincones y esconderse entre los reflejos de sus anacrónicas luces de neón. Pero lo más importante de todo eso es que, igual que la mayoría de esos hijos que cobija entre sus paredes, el bar habla en castellano.
En 2008 Wu Tsang y un grupo de amigos alquilan el Silver Platter para realizar todos los martes una serie de fiestas performáticas a la que suelen acudir sobre todo jóvenes blancos y universitarios, y a la que bautizan Wildness, vocablo intraducible en una sola palabra, que refiere a lo salvaje. ¿Salvajidad? Lo que Wildness provoca en el Silver Platter es el choque y posterior asimilación entre ambientes mutuamente extraños. Un proceso que se presta a diferentes interpretaciones. Dicha mixtura (o melting pot, para seguir jugando al spanglish, que es la lengua que recorre por lo bajo toda la trama de Wildness) puede verse como partícula esencial de la cultura norteamericana moderna, construida desde lo multicultural, cada vez más multiétnica y multilingüistica, y ahora también plurigenérica. Wildness es entonces una construcción que retrata a los Estados Unidos modernos, pero también una y muchas búsquedas de identidades perdidas o desconocidas. “Mi padre nunca me enseñó a hablar chino”, dice en un momento Wu Tsang, “así que nunca tuve palabras para expresar y entender una parte de mí”. Está claro que en esta declaración el director no sólo habla de sus antepasados, sino de las dificultades para construir (o construirse) una identidad propia. Desde ese lugar, Wildness representa también una película que de algún modo condensa las buenas intenciones y preocupaciones de un festival de cine como Asterisco.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
La programación de Asterisco está compuesta por películas –140 en total, incluyendo largos y cortometrajes- cuyas temáticas reflejan de modos diversos las problemáticas, intereses y formas de ver el mundo de las diferentes identidades y géneros. Dentro de ellas se destaca el estreno de Wildness, documental de origen estadounidense, dirigido por el artista y performer Wu Tsang, que se proyecta hoy a las 19 horas y el domingo a las 17, en el auditorio de Fundación PROA. Aunque en muchos sentidos se trata de un documental de estética clásica, Wildness incorpora una serie de elementos más o menos novedoso en los que se combinan con inteligencia lo ficcional y lo poético. Wu Tsang, cuyos proyectos como artista conceptual han pasado por algunas de las instituciones más destacadas del mundo dedicadas a exhibir y promover el arte moderno -del MoMA neoyorkino al Tate Modern de Londres-, consigue trazar un retrato bastante vívido del vínculo que establecen un grupo de personas (incluído él mismo) con un espacio físico. Lo cual, de algún modo, no es sino otra historia de amor.
Wildness cuenta la historia de Silver Platter, una suerte de pub o bar ubicado en lo que hoy es el barrio latino de Los Angeles. Un bar que nació en la década de 1950, pero que con el paso de los años comenzó a convertirse en el punto de convergencia de la comunidad homosexual de aquella ciudad. Cerrando cada vez más ese círculo, hoy y desde hace ya algunas décadas, el Silver Platter es el espacio de reunión elegido por la comunidad trans de los inmigrantes latinoamericanos. Wu Tsang opta por contar pasado y presente del Silver Platter valiéndose de un relato en off en el que una voz sumamente expresiva, de textura femenina pero de género indeterminado, representa la voz del propio bar. Es el mismo Silver Platter el que cuenta su historia en primera persona. Pero lejos del tono neutro y aséptico de ciertos relatos autobiográficos, la voz de ese espacio lúbrico es seductora y cálida, y se encarga de transmitir la pasión que une al Silver Platter con quienes suelen habitar sus rincones y esconderse entre los reflejos de sus anacrónicas luces de neón. Pero lo más importante de todo eso es que, igual que la mayoría de esos hijos que cobija entre sus paredes, el bar habla en castellano.
En 2008 Wu Tsang y un grupo de amigos alquilan el Silver Platter para realizar todos los martes una serie de fiestas performáticas a la que suelen acudir sobre todo jóvenes blancos y universitarios, y a la que bautizan Wildness, vocablo intraducible en una sola palabra, que refiere a lo salvaje. ¿Salvajidad? Lo que Wildness provoca en el Silver Platter es el choque y posterior asimilación entre ambientes mutuamente extraños. Un proceso que se presta a diferentes interpretaciones. Dicha mixtura (o melting pot, para seguir jugando al spanglish, que es la lengua que recorre por lo bajo toda la trama de Wildness) puede verse como partícula esencial de la cultura norteamericana moderna, construida desde lo multicultural, cada vez más multiétnica y multilingüistica, y ahora también plurigenérica. Wildness es entonces una construcción que retrata a los Estados Unidos modernos, pero también una y muchas búsquedas de identidades perdidas o desconocidas. “Mi padre nunca me enseñó a hablar chino”, dice en un momento Wu Tsang, “así que nunca tuve palabras para expresar y entender una parte de mí”. Está claro que en esta declaración el director no sólo habla de sus antepasados, sino de las dificultades para construir (o construirse) una identidad propia. Desde ese lugar, Wildness representa también una película que de algún modo condensa las buenas intenciones y preocupaciones de un festival de cine como Asterisco.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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