Un montón de italianos (ítalo-norteamericanos para ser más precisos) están reunidos frente a una peluquería típica de la Nueva York de comienzos de los años ‘60. Ninguno parece trigo limpio y conversan en la vereda a los gritos, porque aunque la mayoría haya nacido en el Nuevo Mundo son tan italianos como cualquiera. De repente un auto llega a toda velocidad, golpea contra el cordón y frena a centímetros de los contertulios haciendo chillar las gomas. De él se baja una mujer hermosa, joven, que hecha una furia encara a uno de ellos a los empujones y delante de todos lo increpa: “¡Cómo se te ocurre dejarme plantada! ¿Quién te creés que sos? ¿Frankie Valli?”.
La escena no pertenece a Jersey Boys: Persiguiendo la música, última y una vez más estupenda película de Clint Eastwood, sino a Buenos Muchachos, de Martin Scorsese, y tan notorio es el cruce entre ellas que para hablar de una resulta inevitable comenzar por la otra. No sólo porque la película de Eastwood gira en torno de la vida de los cuatro miembros de la clásica banda de rock The Four Seasons, en la que cantaba el mencionado Valli; ni porque Joe Pesci interpreta en el film de Scorsese a uno de los malandras más sacados de la historia del cine cuyo nombre, Tommy DeVito, es el mismo que el del guitarrista de esa banda. O porque el propio Pesci haya sido vecino y compartido la adolescencia con los músicos, y aparezca en la película de Eastwood también convertido en personaje. No son sólo estos (y otros) detalles coloridos los que dan forma al vínculo entre las películas, sino que Jersey Boys pone en paralelo el cine de dos de los más grandes directores de los Estados Unidos de los últimos cuarenta años, como no lo había hecho ninguno de sus trabajos anteriores hasta ahora.
La decisión de Eastwood de contar la historia de cuatro jóvenes ligados a las redes de la mafia, desde su adolescencia en Nueva Jersey a finales de los años ‘50 hasta bien entrados los ‘70 y saltando de ahí a 1990, siguiéndolos en su ascenso pero sin olvidarse de ellos cuando el mundo se les viene abajo, es parte vital de ese enlace. Y aunque en ambos casos el foco esté atento a distintos detalles, hay coincidencias de fondo y forma: algo huele a Scorsese en el tono, en las estructuras y los recursos narrativos que dan forma a Jersey Boys. El uso de una voz narradora, una posta que acá se pasan los cuatro jóvenes músicos, acentúa el efecto espejo. Sobre todo porque los personajes no narran en off sino mirando a cámara y en medio de la acción, rompiendo las convenciones igual que Ray Liotta en la escena final de Buenos Muchachos, involucrando a testigos que están más allá de la pantalla. Tampoco es frecuente en Eastwood el humor ligero que impregna el relato y es preciso remontarse a Jinetes del espacio (2000), un film muy inferior a éste, para hallar una carga análoga.
La precisión rítmica con que se articula la historia de los Four Seasons, la forma en que cada escena desemboca sutilmente y da sentido a la que sigue, y el timing que organiza los números musicales dentro de la trama tienen algo de operístico que Eastwood maneja con maestría. Un carácter que en este caso la película recibe del musical homónimo en el que está basada y que cosechó varios premios Tony en 2006. Entre ellos el de mejor actor a John Lloyd Young por su interpretación de Valli, y que acá repite con honores, siendo junto a Vincent Piazza en el papel de DeVito los puntos más altos de un elenco parejo y efectivo. No sería raro que ambos acabaran heredando el trono que hace rato dejaron vacante Pacino y De Niro.
Jersey Boys expone la versatilidad de Eastwood, capaz de encarar un policial, un drama místico, biopics, películas románticas o bélicas y ahora también comedias musicales de un modo siempre conmovedor pero sin resignar tensión dramática ni emotiva. Porque el mérito más grande de este film reside en su capacidad para provocar respuestas físicas, para lograr, sin necesidad de artificios groseros, que de este lado de la pantalla la experiencia del goce cinematográfico sea corporal y absoluta. Eastwood consigue crear un clima tal de familiaridad con los personajes que sus alegrías y éxitos, sus miserias y tragedias, nunca resultan ajenos, sino parte de un ejercicio que merece, debe y se agradece compartir dentro de un cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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