Siguiendo con la tendencia de explotar las franquicias incluso después de dar pruebas fehacientes de su agotamiento, llega a las salas argentinas Annabelle 2: La creación. Se trata del segundo episodio de la saga de la muñeca maldita, que es en realidad una derivación de otra saga, El conjuro, que también lleva dos películas, ambas dirigidas por James Wan, y que seguramente acabará convirtiéndose en un clásico del cine de terror de los 2010, aunque no tenga demasiados argumentos válidos para llegar a tanto. En este caso se trata de rastrear los orígenes de ese objeto diabólico con forma de muñeca vintage que apenas era presentado en la primera El conjuro (2013) y que ya tuvo un primer acercamiento en 2014. Lo curioso y quizá lo más interesante de la saga Annabelle es que las dos películas van recorriendo la historia de la muñeca en sentido inverso. Si El conjuro la mostraba en el marco de una historia ambientada en los años 70 y los hechos narrados en Annabelle (2014) tenían lugar sobre los últimos años de la década anterior, los sucesos de esta segunda entrega se desarrollan en algún punto entre la década de 1940 y mediados de la siguiente.
Enmarcada en el paisaje vasto y solitario del oeste rural, Annabelle 2 comienza con la historia de un juguetero artesanal y su mujer, quienes pierden trágicamente a su pequeña hija en un accidente de tránsito. La escena en que una vieja camioneta de campo atropella a la niña en un camino polvoriento está no sólo dentro de lo mejor de la película, sino también en el trailer, revelando así uno de los momentos de mayor impacto emotivo del relato. Doce años después, aquel matrimonio recibe en su casona a un grupo de huérfanas y a la monja que las cuida. Claro que el cuarto que perteneció a la niña es una zona tabú dentro de la casa, lo mismo que la habitación donde la madre vive recluida. Por supuesto, enseguida empezarán a pasar cosas raras de las que sólo las pequeñas huéspedes serán testigo.
Como ocurre con la mayoría de las películas de terror, incluyendo en el conjunto tanto a las buenas como a las malas, la segunda parte de la muñeca maldita vuelve a parecerse a un manifiesto de propaganda cristiana, donde el mal siempre responde a un infierno, sus amanuenses son demonios que respetan hasta el protocolo de tener cuernos y la salvación procede solo de las palabras impresas en su libro santo. Por supuesto que hay films como La bruja (The VVitch, Robert Eggers, 2015) que se permiten releer esa tradición de modo más rico, yendo más allá de las convenciones, buceando en motivaciones psicológicas y hasta históricas para enriquecer dicho universo. El problema es que no hay nada de eso en Annabelle 2, sino todo lo contrario: un estilizado refrito de lo que ya mostraron incluso sus antecesoras de saga, construido a partir de una estructura de scketches terroríficos que el relato va encadenando. Algo que también hereda del segundo episodio de El conjuro.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 31 de agosto de 2017
lunes, 28 de agosto de 2017
CINE - Concluyó el Festival de Gramado: La alegría no es sólo brasilera
Un huracán argentino pasó el fin de semana por Gramado: un huracán de cine. Es que las dos representantes nacionales en la 45° edición del popular festival que se lleva a cabo en esa ciudad del sur del Brasil, que concluyó en la madrugada de ayer, se alzaron con cinco de los premios más importantes que repartió la competencia de Películas Extranjeras. Mientras Pinamar, de Federico Godfrid, fue distinguida con tres Kikitos, la famosa estatuilla que es el símbolo del festival, Sinfonía para Ana, debut en la ficción de los documentalistas Virna Molina y Ernesto Ardito, cosechó otros dos. La primera triunfó en las categorías de Mejor Director y Mejor Actor (ex aequo para Juan Grandinetti y Agustín Pardella), además de obtener el premio de Mejor Película otorgado por el jurado de la crítica, y la segunda en las de Mejor Fotografía y Mejor Película. Curiosamente ambas se encuentran en los extremos opuestos de sus recorridos, ya que por un lado Pinamar realizará su última proyección el sábado 2 de septiembre a las 18hs. en el Malba, y Sinfonía para Ana prepara su estreno para el 19 de octubre.
Buena parte de los más interesante que ocurrió este año en Gramado tuvo lugar en su Competencia de Películas brasileñas. Tras pasar por la Berlinale, el film Como nossos pais (Como nuestros padres), de la cineasta Laís Bodanzky, resultó el gran ganador de la 45° edición, llevándose seis estatuillas. Este drama familiar que coquetea con el melodrama pero también matiza su relato con pincelazos de humor, cuenta la historia de Clarice, quien a sus 38 años se entera durante un almuerzo familiar que no es hija de su padre. De modo frío y desapegado, su madre le revela que en realidad es fruto de la aventura de una noche durante un viaje a Cuba en los ’70. La transformación de Clarice es el alma de la historia: demolida por la noticia que cambia su vida, madre de dos hijas y con su matrimonio y carrera profesional en crisis, ella se convertirá en su propia arquitecta para reconstruirse como una mujer nueva. Con buenas actuaciones y gran trabajo de diseño y creación de personajes, Como nossos pais involucra al público en dicho proceso de cambio sin necesidad de juzgar a sus criaturas. En el film de Bodanzky no hay malas personas, sino individuos lidiando con su realidad. Lo que si hay es una excesiva pasión por hacer girar la tuerca más de la cuenta durante el tercio final de la película, dejando la sensación de que la historia de más vueltas de las necesarias para llegar a su destino.
Igualmente incluida en la programación del festival berlinés, As duas Irenes (Las dos Irenes) también se mueve dentro del drama familiar y se sostiene con uno de sus pies afirmado con delicadeza en el terreno de la comedia. Dirigida por Fabio Meira y ambientada en los ‘60 en un pueblo de provincia, aborda el conflicto de una adolescente que descubre que su padre tiene otra familia en una ciudad vecina, incluyendo una hija de su misma edad y nombre. Meira retrata con precisión el arco dramático que recorre la protagonista, yendo del odio filial y la envidia por esa otra Irene que en principio parece opuesta, a la desesperada necesidad de ser objeto del cariño de ese hombre y a construir una amistad simbiótica y secreta con su media hermana, las mitades de una entidad dual. La película es un retrato vívido de la vida adolescente, de la ambigüedad sinuosa del despertar sexual, de las disputas con la madre en el terreno femenino y de la edípica (¿debería decirse eléctrica?) relación con el padre. Y se mueve con astucia en el juego de las duplicidades, poniendo en espejo la doble vida paterna con el vínculo de identificación entre las dos Irenes, suerte de mellizas gestadas en vientres distintos. Con austeridad pero sin caer en el desapego, As duas Irenes (que fue elegida como Mejor Película por el jurado de la crítica) acompaña a sus personajes sin buscar culpables y su único exceso podría ser tal vez una resolución que peca de una mínima veleidad efectista pero que, sin embargo, no deja de funcionar bien dentro de su prolija y estimulante construcción.
Aunque no consiguió el reconocimiento de los jurados, la coproducción argentino brasileña Pela Janela (Por la ventana), de Caroline Leone, logra la proeza de construir sin efectismo un relato profundo y vívido de transformación, demostrando que no se necesitan grandes inversiones para hacer buen cine. Road movie emocional centrada en la historia de una mujer de 50 y pocos que pierde su trabajo tras 30 años de servicio, el film atraviesa y une las geografías e idiosincrasias culturales de los dos países más grandes de América Latina. Sin olvidarse de su personaje, Leone va registrando el cambio interior que ella realiza en el trayecto que va de San Pablo a Buenos Aires de forma apenas perceptible, del mismo modo en que el paisaje de un país se funde con el otro de forma paulatina. De sensibilidad minimalista, Pela Janela merecía el reconocimiento formal de Gramado.
Aunque no se encuentra entre lo más memorable de esta edición, O matador de Marcelo Galvão corporiza los cambios que las plataformas on demand provocan en la industria del cine. Se trata de la primera incursión cinematográfica que Netflix realiza en América latina, marcando el ingreso de un nuevo jugador en la creación de contenidos industriales de la región. Western que no aborda al género desde su vertiente clásica, sino dando un rodeo por el camino largo de la versión europea, el spaghetti, de la cual O matador busca retomar sus recursos. Sin embargo lo hace cómodamente, a través del atajo de Quentin Tarantino (Django sin cadenas, 2012, y Los 8 más odiados, 2016). Como en la obra de este y buscando aprovechar el paisaje árido del sertão nordestino de principios del siglo XX, marco histórico de los legendarios cangaceiros, Galvão se propone hacer un uso lúdico de la violencia. Pero no siempre tiene éxito en ese objetivo, quedando a veces un poco más cerca de la caricatura que de la farsa o el homenaje.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Buena parte de los más interesante que ocurrió este año en Gramado tuvo lugar en su Competencia de Películas brasileñas. Tras pasar por la Berlinale, el film Como nossos pais (Como nuestros padres), de la cineasta Laís Bodanzky, resultó el gran ganador de la 45° edición, llevándose seis estatuillas. Este drama familiar que coquetea con el melodrama pero también matiza su relato con pincelazos de humor, cuenta la historia de Clarice, quien a sus 38 años se entera durante un almuerzo familiar que no es hija de su padre. De modo frío y desapegado, su madre le revela que en realidad es fruto de la aventura de una noche durante un viaje a Cuba en los ’70. La transformación de Clarice es el alma de la historia: demolida por la noticia que cambia su vida, madre de dos hijas y con su matrimonio y carrera profesional en crisis, ella se convertirá en su propia arquitecta para reconstruirse como una mujer nueva. Con buenas actuaciones y gran trabajo de diseño y creación de personajes, Como nossos pais involucra al público en dicho proceso de cambio sin necesidad de juzgar a sus criaturas. En el film de Bodanzky no hay malas personas, sino individuos lidiando con su realidad. Lo que si hay es una excesiva pasión por hacer girar la tuerca más de la cuenta durante el tercio final de la película, dejando la sensación de que la historia de más vueltas de las necesarias para llegar a su destino.
Igualmente incluida en la programación del festival berlinés, As duas Irenes (Las dos Irenes) también se mueve dentro del drama familiar y se sostiene con uno de sus pies afirmado con delicadeza en el terreno de la comedia. Dirigida por Fabio Meira y ambientada en los ‘60 en un pueblo de provincia, aborda el conflicto de una adolescente que descubre que su padre tiene otra familia en una ciudad vecina, incluyendo una hija de su misma edad y nombre. Meira retrata con precisión el arco dramático que recorre la protagonista, yendo del odio filial y la envidia por esa otra Irene que en principio parece opuesta, a la desesperada necesidad de ser objeto del cariño de ese hombre y a construir una amistad simbiótica y secreta con su media hermana, las mitades de una entidad dual. La película es un retrato vívido de la vida adolescente, de la ambigüedad sinuosa del despertar sexual, de las disputas con la madre en el terreno femenino y de la edípica (¿debería decirse eléctrica?) relación con el padre. Y se mueve con astucia en el juego de las duplicidades, poniendo en espejo la doble vida paterna con el vínculo de identificación entre las dos Irenes, suerte de mellizas gestadas en vientres distintos. Con austeridad pero sin caer en el desapego, As duas Irenes (que fue elegida como Mejor Película por el jurado de la crítica) acompaña a sus personajes sin buscar culpables y su único exceso podría ser tal vez una resolución que peca de una mínima veleidad efectista pero que, sin embargo, no deja de funcionar bien dentro de su prolija y estimulante construcción.
Aunque no consiguió el reconocimiento de los jurados, la coproducción argentino brasileña Pela Janela (Por la ventana), de Caroline Leone, logra la proeza de construir sin efectismo un relato profundo y vívido de transformación, demostrando que no se necesitan grandes inversiones para hacer buen cine. Road movie emocional centrada en la historia de una mujer de 50 y pocos que pierde su trabajo tras 30 años de servicio, el film atraviesa y une las geografías e idiosincrasias culturales de los dos países más grandes de América Latina. Sin olvidarse de su personaje, Leone va registrando el cambio interior que ella realiza en el trayecto que va de San Pablo a Buenos Aires de forma apenas perceptible, del mismo modo en que el paisaje de un país se funde con el otro de forma paulatina. De sensibilidad minimalista, Pela Janela merecía el reconocimiento formal de Gramado.
Aunque no se encuentra entre lo más memorable de esta edición, O matador de Marcelo Galvão corporiza los cambios que las plataformas on demand provocan en la industria del cine. Se trata de la primera incursión cinematográfica que Netflix realiza en América latina, marcando el ingreso de un nuevo jugador en la creación de contenidos industriales de la región. Western que no aborda al género desde su vertiente clásica, sino dando un rodeo por el camino largo de la versión europea, el spaghetti, de la cual O matador busca retomar sus recursos. Sin embargo lo hace cómodamente, a través del atajo de Quentin Tarantino (Django sin cadenas, 2012, y Los 8 más odiados, 2016). Como en la obra de este y buscando aprovechar el paisaje árido del sertão nordestino de principios del siglo XX, marco histórico de los legendarios cangaceiros, Galvão se propone hacer un uso lúdico de la violencia. Pero no siempre tiene éxito en ese objetivo, quedando a veces un poco más cerca de la caricatura que de la farsa o el homenaje.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 24 de agosto de 2017
CINE - "Valerian y la ciudad de los mil planetas" (The city of a thousand planets), de Luc Besson: Regurgita, regurgita, que algo quedará
Nueva película de ciencia ficción con aspiraciones de saga y pensada para un público adolescente, Valerian y la ciudad de los mil planetas es además el último mega proyecto del director y productor francés Luc Besson. Este último dato funciona como una definición cinematográfica en sí misma y permite hacerse una idea rápida y somera de qué es lo que se puede esperar de ella. Desborde imaginativo basado casi exclusivamente en un dispositivo visual barroco; la utilización del recurso del humor como fin antes que como medio y la acción sin pausa como norte narrativo, son algunas de las características que definen a la categoría “Film de Luc Besson” y que en este caso se cumplen a pies juntillas.
Basada en una historieta de origen francés, Valerian... es la historia de dos agentes especiales de un estado interplanetario, a quienes se les encomienda la misión de recuperar un objeto extraño y valioso del cual lo ignoran todo. Pero, claro, todo lo que pueda fallar, fallará, dando pie a la aventura. Deudora de emblemáticas sagas espaciales tanto en lo estético como en lo narrativo, la película no le aporta nada nuevo ni interesante al universo imaginativo de este tipo de productos. Como la mayoría de los trabajos en los que Besson participa, sea como productor, director o ambos, Valerian... es un producto de exploitation, que en este caso sería Spacexploitation. Besson fagocita, vampiriza y parasita antes que releer, reescribir o ampliar el género del cual se alimenta, dando como resultado una película pobre, chata y predecible.
El principal argumento para tratar de convertir a Valerian... en un éxito de ventas es la promoción de un despliegue visual con pretensiones de vanguardismo, que sin embargo no es tal. Aunque se invirtieron millones en su diseño y realización, el universo imaginativo de la película es, empero, muy limitado, atado a cuanto estereotipo se le cruza. Ejemplo claro de esa morosidad es la secuencia que transcurre en un mercado intergaláctico clandestino. De modo predecible, dicho mercado no solo remite al modelo de las ferias persas o turcas, suerte de La Salada del espacio, sino que se encuentra enclavado en un plantea desértico. Y como hay desierto, el director llena todo de una ornamentación arábiga adaptada a lo cósmico, incluyendo ridículos personajes con turbantes, una arquitectura y una banda sonora al tono, y un ambiente babélico similar al que George Lucas creó para su emblemática taberna de mercenarios.
Besson no imagina: regurgita. Avatar, La guerra de las galaxias, Viaje a las estrellas, los videojuegos en primera persona: Valerian... es una caricatura mala en la que las referencias se superponen a la velocidad de la luz, como si lo que se buscara fuera abrumar al espectador para no darle tiempo a pensar. Un desborde que como contrapartida apela todo el tiempo a discursos explicativos, en busca de echar agua pero sin conseguir que nada se aclare (y tampoco es que hiciera falta).
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Basada en una historieta de origen francés, Valerian... es la historia de dos agentes especiales de un estado interplanetario, a quienes se les encomienda la misión de recuperar un objeto extraño y valioso del cual lo ignoran todo. Pero, claro, todo lo que pueda fallar, fallará, dando pie a la aventura. Deudora de emblemáticas sagas espaciales tanto en lo estético como en lo narrativo, la película no le aporta nada nuevo ni interesante al universo imaginativo de este tipo de productos. Como la mayoría de los trabajos en los que Besson participa, sea como productor, director o ambos, Valerian... es un producto de exploitation, que en este caso sería Spacexploitation. Besson fagocita, vampiriza y parasita antes que releer, reescribir o ampliar el género del cual se alimenta, dando como resultado una película pobre, chata y predecible.
El principal argumento para tratar de convertir a Valerian... en un éxito de ventas es la promoción de un despliegue visual con pretensiones de vanguardismo, que sin embargo no es tal. Aunque se invirtieron millones en su diseño y realización, el universo imaginativo de la película es, empero, muy limitado, atado a cuanto estereotipo se le cruza. Ejemplo claro de esa morosidad es la secuencia que transcurre en un mercado intergaláctico clandestino. De modo predecible, dicho mercado no solo remite al modelo de las ferias persas o turcas, suerte de La Salada del espacio, sino que se encuentra enclavado en un plantea desértico. Y como hay desierto, el director llena todo de una ornamentación arábiga adaptada a lo cósmico, incluyendo ridículos personajes con turbantes, una arquitectura y una banda sonora al tono, y un ambiente babélico similar al que George Lucas creó para su emblemática taberna de mercenarios.
Besson no imagina: regurgita. Avatar, La guerra de las galaxias, Viaje a las estrellas, los videojuegos en primera persona: Valerian... es una caricatura mala en la que las referencias se superponen a la velocidad de la luz, como si lo que se buscara fuera abrumar al espectador para no darle tiempo a pensar. Un desborde que como contrapartida apela todo el tiempo a discursos explicativos, en busca de echar agua pero sin conseguir que nada se aclare (y tampoco es que hiciera falta).
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 20 de agosto de 2017
LIBROS - "Luto" y "Caminantes", dos libros de Edgardo Scott: Los opuestos complementarios
El escenario es el del sur del Conurbano pero con algo ligeramente cambiado, como en un relato de ciencia ficción donde el protagonista percibiera acá y allá anomalías mínimas que lo alejan de la realidad. Es 1990 y esas marcas sensibles que vuelven al paisaje un poco extraño son las que se han acumulado durante los casi 30 años que han transcurrido desde entonces: estamos en la dimensión paralela del pasado reciente. Una lo suficientemente distinta como para notar la diferencia, pero no tanto como para pensarla en los términos distantes de lo histórico.
En 1990 Chiche vive en una rutina que él siente cercana a la felicidad: atiende con su mujer un comercio donde vende muebles y electrodomésticos, y antes del mediodía sale a andar en bicicleta. Vuelve para cerrar juntos el negocio y almorzar con su hija adolescente. A la tarde es más o menos lo mismo. Pero un día cuando se supone que él no está, un grupo de hombres armados entra a robar el negocio y amenazan a su mujer. Sin embargo Chiche ha vuelto de forma imprevista y sin ser visto mata a tiros a uno de los ladrones. Casi al mismo tiempo otro de ellos mata a su mujer. La novela Luto, del argentino Edgardo Scott, es el relato pormenorizado de la vida de Chiche a partir del momento en que el destino (o el disparo de un ladrón) lo convierte en un hombre solo.
Narrada con una infrecuente combinación de ligereza y profundidad, Luto es también un mapa en el que puede constatarse la forma en que la sociedad argentina fue desfigurándose a partir de los emblemáticos ’90, para convertirse en lo que es hoy, tan parecida, tan distinta, tan monstruosa. Scott escribe una novela atravesada por miradas políticas y sociológicas, pero eludiendo con pericia el reduccionismo de lo explícito. Y construye en la figura de Chiche un arquetipo posible de lo argentino, uno en el que el tesón laburante puede convivir casi sin conflictos con un odio reaccionaria.
“Tuve mi infancia y juventud en esa época y en ese sentido respondo al modelo del escritor cuyos primeros libros siempre tienen para contar cosas relacionadas con lo que ya pasó”, confiesa Scott. “Eso a mí me sirve para evocar ciertos hechos y ver en ellos determinados problemas y tensiones sociales que están en juego hoy y que después, como también me interesa lo político y lo histórico, me sirve para ver que mucho de lo que seguimos viviendo todavía se lo debemos a los ’90”, agrega.
-Teniendo eso en cuenta, ¿cómo surge la idea de la novela?
-En ese momento estaba trabajando en otras dos novelas, que todavía siguen sin terminar –un libro de crónicas sobre el Riachuelo y una novela sobre mi padre, dos proyectos grandes—, y me di cuenta que necesitaba empezar algo que pudiera terminar rápido, que me diera otro aire. En este caso me vino un recuerdo particular, un episodio muy nítido de cuando en 1990 mataron a la tipa que vivía frente a mi casa. Esa fue mi primera muerte, la primera vez en que me dije “¡Ah! La gente que tengo cerca se muere”, pero que en lugar de ser una muerte familiar fue una muerte social. Un episodio muy violento en un barrio como Lanús, o Villa Caraza, que es de donde soy, a los que hoy es fácil vincular al tema de la inseguridad, pero que en los ’90 no era tan violentos. Eran barrios obreros, peronistas, de inmigrantes, de cabecitas negras pero también de ucranianos, italianos… Así es como está armado el conurbano. Y ahí viene el asunto, porque a mí me parece que la pauperización, seguida de marginalización, seguida de cómo eso derivó en lo delictivo, son procesos que ocurrieron en estos 30 años. Era simbólico que aquello hubiera pasado en 1990 y a su vez me permitía encontrar el tono del narrador como si se tratara de un vecino, alguien que mira muy de cerca pero no está del todo dentro de la historia. Esa distancia es muy linda y es lo que me permitió escribir la novela muy rápido, casi como si fuera un guión.
-La mirada que tiene Luto de los años ’90 permite percibirlos como el momento fundacional de la Argentina actual.
-Totalmente. Por supuesto que en los procesos históricos y sociales, como los que refleja la novela, todo es impuro. Uno pone marcas para delimitar los territorios y esos cortes influyen en las posibilidades de imaginación, porque uno imagina de acuerdo a como se presenta y se dispone la sociedad en el texto. Pero aún así es impuro.
-¿Cómo funciona el narrador? ¿De qué forma el paso del tiempo afecta su discurso?
-El narrador funciona como la memoria. Es decir que la historia está contada por un narrador que puede articularla sólo desde el presente. No es un narrador infantil. Después te diría que el tiempo y el espacio en la novela son siempre imaginarios, incluso un poco míticos, y nadie podría decir que se trata de un tiempo real en el sentido de la cronología. Porque si bien esto sucede en espacios y está inspirado en personajes que son reales, también es cierto que todo está dentro de algo que se llama libro y al menos yo leo todo libro como ficción.
-Fuera de lo histórico, el tiempo también es importante en la estructura que sostiene a la novela, ya que está organizada a partir de un andamiaje temporal que puede percibirse en el nombre de los capítulos, que se repiten siempre en el mismo orden del mismo modo en que todos los años se repiten los meses o las estaciones. ¿Cómo surgió ese sistema?
-Supongo que eso tiene que ver con la forma que mira el narrador en esas cuatro esquinas en las que transcurre la novela, que son como un panóptico donde es posible ver lo que ocurre en todas las direcciones. El lugar siempre determina todo, el lugar habla, le van pasando cosas y lo mismo a quienes los habitan. En cada espacio y en cada personaje es posible comprobar el paso del tiempo. Es cierto que también podría haber contado todo de forma aleatoria, pero me gustaba esa cosa de ronda, de calesita lenta o de tirabuzón en descenso que se producía a partir de esta estructura de repeticiones que le aportaba a la narración un pacto de lectura folletinesco, donde ya sabés que va a haber otro capítulo dedicado al baldío, a los perros, a la hija, a los negros. Y después la propia dinámica del dispositivo también me fue empujando en la escritura, porque así como la forma a veces es una traba, otras veces te arrastra.
-Esa cosa de espiral descendente de alguna forma es el correlato del descenso del protagonista en su propia soledad, en sus obsesiones, sus prejuicios y sus dolores.
-En la literatura el descenso siempre es infernal, tanto en Dante o Marechal como en Shakespeare. Es descenso siempre es ir hacia lo bajo, que en este caso empieza con una desgracia y termina como un tragedia. Como un western isabelino en el que mueren todos.
-Lo más fácil con Chiche es juzgarlo, calificarlo por sus defectos, por su forma violenta de ver la realidad. Sin embargo la novela permite reconocer sus dificultades, su dolor…
-A mí los personajes me parecen siempre lo menos verosímil de una novela. Son una construcción verbal que puede ser uno o cualquiera. Chiche es como una discusión, una suma de discursos complejos y uno lo construye así, tratando de acercarse a la vida, que es un caos. Uno trata de darle un poco de forma, pero tampoco hay que pasarse con la forma porque entonces se vuelve una caricatura. Lo que hace real a un personaje es esa complejidad que permite que el lector se identifique, se reconozca y se desconozca en él. Chiche es como la conciencia de la novela y tiene su contrapunto en el personaje de su amigo Miguel. Juntos son como dos versiones de lo masculino que me permiten pensar en qué es hoy la hombría, qué es el coraje, temas que son (o eran) muy masculinos. Y en un tiempo tan femenino, por no decir feminista, como el actual, me interesaba escribir la historia de un hombre.
-¿Luto es el relato de clausura de un paradigma masculino?
-Puede ser. Por algo algunos la están leyendo por el lado del western. Porque finalmente el barrio no es muy distinto del desierto norteamericano del 1800. Estamos en un momento en el que claramente la mujer ocupa otro lugar. Siempre hablando de occidente y de las ciudades, claro. Otro lugar simbólico y entonces el hombre también tiene que ocupar otro lugar.
-Pensándola desde la dualidad civilización y barbarie, en Luto parece no haber lugar para la civilización, porque Chiche se cree civilizado y juzga a “los negros” como bárbaros, pero no tiene conciencia de su propia barbarie.
-Completamente. Como decía Borges de Sarmiento y su Facundo: escribió un libro bárbaro. Por eso hablo de la construcción verbal del personaje y de la suma de discursos. Siempre el discurso es embrutecedor y embrutecido, porque no se piensa solo sino que es un dictado. Los discursos son nuestro instinto, lo que nos determina. Y Chiche es hablado y conducido por una suma de discursos: el de su padre, el de la televisión, el político…
-Diferentes versiones de la barbarie.
-Claro. El primer bárbaro es el estado y la utopía es siempre anárquica, donde cada uno hace lo que se le canta en comunión con el otro. La ley es siempre una convención, no es ni el orden natural ni el orden cultural.
Caminar: el arte de leer el entorno
Apenas unos meses antes de que Luto apareciera en las librerías, Edgardo Scott publicó otro libro que de tan distinto parece su complemento. Se trata de Caminantes. Flâneurs, paseantes, vagabundos, peregrinos, un ensayo breve en el que el escritor rastrea los avatares literarios de estas diferentes figuras e indaga en el modo en que se vinculan estéticamente con el acto de caminar. Publicado por Ediciones Godot, el libro es un encantador catálogo de personajes apasionados por el arte de recorrer el mundo a pie.
Pero si Caminantes y Luto parecen libros opuestos no es solo por la diferencia obvia entre ensayo y novela, sino porque mientras en uno Scott observa a un hombre sedentario, en el otro se dedica a rastrear las diferentes especies de hombres ambulantes. Como se desprende de lo anterior, en ambos lo masculino juega un rol central.
"Es cierto: no hay casi mujeres vinculadas al pasatiempo de caminar", dice al ser consultado por la ausencia casi completa del elemento femenino en Caminantes. "No me gusta incluir nada por cupo y hoy todo está funcionando un poco de esa forma. Si querés ligarlo a la masculinidad, en él hay una indagación de lo masculino pero también de la elegancia. En cambio en el caso de Chiche hay algo de un paisaje que te lleva hacia representaciones irremediablemente más pobres. Desérticas, volviendo un poco al western."
-¿Qué te interesó de la figura de los andantes?
-Empecé a notar que había una frivolización de todo el que caminaba, convirtiendo a cualquiera que se dedica a caminar un rato en flâneur. Que la categoría se estaba volviendo un poco laxa. Por lo menos acá en Buenos Aires, que es una ciudad donde cada vez se camina menos. Entonces quise indagar en eso, organizarlo un poco. Distinguir.
-¿Cuál es tu vínculo emotivo con la figura del andante?
-A mí me gusta el nomadismo como no me gusta la propiedad. Soy lo contrario de Chiche, que es “un hombre de su casa”. Entonces hay algo que por decantación me impulsa al viaje, a caminar, a pasear. Me gusta la idea de volver a caminar como una forma de lectura. Una lectura del entorno. Ahora la gente navega y está todo el tiempo acá [señala su teléfono] y entonces hay algo del entorno real o concreto que se afantsama. Porque si esto se vuelve real hay algo de la materialidad que se borronea y entonces vas ciego al entorno sensible de lo que ves. No podés reconocer de qué está hecho tu entorno.
-¿Y con cuál de estas figuras te sentís más afín? Porque no es lo mismo un flaneur que un paseante, que un vagabundo o que un peregrino.
-Quisiera ser un peregrino, porque en el centro de su caminata está la fe, está la causa. Creo que soy algo de eso, aunque por mi carácter también creo que tiendo a ser más paseante que otra cosa, en el sentido en que finalmente siempre pico en la realidad, como una libación de la realidad, pero enseguida empiezo a pasear en la cabeza. Y enseguida también me pongo a escribir. Camino cinco cuadras, o veinte, pero finalmente me siento y escribo.
En 1990 Chiche vive en una rutina que él siente cercana a la felicidad: atiende con su mujer un comercio donde vende muebles y electrodomésticos, y antes del mediodía sale a andar en bicicleta. Vuelve para cerrar juntos el negocio y almorzar con su hija adolescente. A la tarde es más o menos lo mismo. Pero un día cuando se supone que él no está, un grupo de hombres armados entra a robar el negocio y amenazan a su mujer. Sin embargo Chiche ha vuelto de forma imprevista y sin ser visto mata a tiros a uno de los ladrones. Casi al mismo tiempo otro de ellos mata a su mujer. La novela Luto, del argentino Edgardo Scott, es el relato pormenorizado de la vida de Chiche a partir del momento en que el destino (o el disparo de un ladrón) lo convierte en un hombre solo.
Narrada con una infrecuente combinación de ligereza y profundidad, Luto es también un mapa en el que puede constatarse la forma en que la sociedad argentina fue desfigurándose a partir de los emblemáticos ’90, para convertirse en lo que es hoy, tan parecida, tan distinta, tan monstruosa. Scott escribe una novela atravesada por miradas políticas y sociológicas, pero eludiendo con pericia el reduccionismo de lo explícito. Y construye en la figura de Chiche un arquetipo posible de lo argentino, uno en el que el tesón laburante puede convivir casi sin conflictos con un odio reaccionaria.
“Tuve mi infancia y juventud en esa época y en ese sentido respondo al modelo del escritor cuyos primeros libros siempre tienen para contar cosas relacionadas con lo que ya pasó”, confiesa Scott. “Eso a mí me sirve para evocar ciertos hechos y ver en ellos determinados problemas y tensiones sociales que están en juego hoy y que después, como también me interesa lo político y lo histórico, me sirve para ver que mucho de lo que seguimos viviendo todavía se lo debemos a los ’90”, agrega.
-Teniendo eso en cuenta, ¿cómo surge la idea de la novela?
-En ese momento estaba trabajando en otras dos novelas, que todavía siguen sin terminar –un libro de crónicas sobre el Riachuelo y una novela sobre mi padre, dos proyectos grandes—, y me di cuenta que necesitaba empezar algo que pudiera terminar rápido, que me diera otro aire. En este caso me vino un recuerdo particular, un episodio muy nítido de cuando en 1990 mataron a la tipa que vivía frente a mi casa. Esa fue mi primera muerte, la primera vez en que me dije “¡Ah! La gente que tengo cerca se muere”, pero que en lugar de ser una muerte familiar fue una muerte social. Un episodio muy violento en un barrio como Lanús, o Villa Caraza, que es de donde soy, a los que hoy es fácil vincular al tema de la inseguridad, pero que en los ’90 no era tan violentos. Eran barrios obreros, peronistas, de inmigrantes, de cabecitas negras pero también de ucranianos, italianos… Así es como está armado el conurbano. Y ahí viene el asunto, porque a mí me parece que la pauperización, seguida de marginalización, seguida de cómo eso derivó en lo delictivo, son procesos que ocurrieron en estos 30 años. Era simbólico que aquello hubiera pasado en 1990 y a su vez me permitía encontrar el tono del narrador como si se tratara de un vecino, alguien que mira muy de cerca pero no está del todo dentro de la historia. Esa distancia es muy linda y es lo que me permitió escribir la novela muy rápido, casi como si fuera un guión.
-La mirada que tiene Luto de los años ’90 permite percibirlos como el momento fundacional de la Argentina actual.
-Totalmente. Por supuesto que en los procesos históricos y sociales, como los que refleja la novela, todo es impuro. Uno pone marcas para delimitar los territorios y esos cortes influyen en las posibilidades de imaginación, porque uno imagina de acuerdo a como se presenta y se dispone la sociedad en el texto. Pero aún así es impuro.
-¿Cómo funciona el narrador? ¿De qué forma el paso del tiempo afecta su discurso?
-El narrador funciona como la memoria. Es decir que la historia está contada por un narrador que puede articularla sólo desde el presente. No es un narrador infantil. Después te diría que el tiempo y el espacio en la novela son siempre imaginarios, incluso un poco míticos, y nadie podría decir que se trata de un tiempo real en el sentido de la cronología. Porque si bien esto sucede en espacios y está inspirado en personajes que son reales, también es cierto que todo está dentro de algo que se llama libro y al menos yo leo todo libro como ficción.
-Fuera de lo histórico, el tiempo también es importante en la estructura que sostiene a la novela, ya que está organizada a partir de un andamiaje temporal que puede percibirse en el nombre de los capítulos, que se repiten siempre en el mismo orden del mismo modo en que todos los años se repiten los meses o las estaciones. ¿Cómo surgió ese sistema?
-Supongo que eso tiene que ver con la forma que mira el narrador en esas cuatro esquinas en las que transcurre la novela, que son como un panóptico donde es posible ver lo que ocurre en todas las direcciones. El lugar siempre determina todo, el lugar habla, le van pasando cosas y lo mismo a quienes los habitan. En cada espacio y en cada personaje es posible comprobar el paso del tiempo. Es cierto que también podría haber contado todo de forma aleatoria, pero me gustaba esa cosa de ronda, de calesita lenta o de tirabuzón en descenso que se producía a partir de esta estructura de repeticiones que le aportaba a la narración un pacto de lectura folletinesco, donde ya sabés que va a haber otro capítulo dedicado al baldío, a los perros, a la hija, a los negros. Y después la propia dinámica del dispositivo también me fue empujando en la escritura, porque así como la forma a veces es una traba, otras veces te arrastra.
-Esa cosa de espiral descendente de alguna forma es el correlato del descenso del protagonista en su propia soledad, en sus obsesiones, sus prejuicios y sus dolores.
-En la literatura el descenso siempre es infernal, tanto en Dante o Marechal como en Shakespeare. Es descenso siempre es ir hacia lo bajo, que en este caso empieza con una desgracia y termina como un tragedia. Como un western isabelino en el que mueren todos.
-Lo más fácil con Chiche es juzgarlo, calificarlo por sus defectos, por su forma violenta de ver la realidad. Sin embargo la novela permite reconocer sus dificultades, su dolor…
-A mí los personajes me parecen siempre lo menos verosímil de una novela. Son una construcción verbal que puede ser uno o cualquiera. Chiche es como una discusión, una suma de discursos complejos y uno lo construye así, tratando de acercarse a la vida, que es un caos. Uno trata de darle un poco de forma, pero tampoco hay que pasarse con la forma porque entonces se vuelve una caricatura. Lo que hace real a un personaje es esa complejidad que permite que el lector se identifique, se reconozca y se desconozca en él. Chiche es como la conciencia de la novela y tiene su contrapunto en el personaje de su amigo Miguel. Juntos son como dos versiones de lo masculino que me permiten pensar en qué es hoy la hombría, qué es el coraje, temas que son (o eran) muy masculinos. Y en un tiempo tan femenino, por no decir feminista, como el actual, me interesaba escribir la historia de un hombre.
-¿Luto es el relato de clausura de un paradigma masculino?
-Puede ser. Por algo algunos la están leyendo por el lado del western. Porque finalmente el barrio no es muy distinto del desierto norteamericano del 1800. Estamos en un momento en el que claramente la mujer ocupa otro lugar. Siempre hablando de occidente y de las ciudades, claro. Otro lugar simbólico y entonces el hombre también tiene que ocupar otro lugar.
-Pensándola desde la dualidad civilización y barbarie, en Luto parece no haber lugar para la civilización, porque Chiche se cree civilizado y juzga a “los negros” como bárbaros, pero no tiene conciencia de su propia barbarie.
-Completamente. Como decía Borges de Sarmiento y su Facundo: escribió un libro bárbaro. Por eso hablo de la construcción verbal del personaje y de la suma de discursos. Siempre el discurso es embrutecedor y embrutecido, porque no se piensa solo sino que es un dictado. Los discursos son nuestro instinto, lo que nos determina. Y Chiche es hablado y conducido por una suma de discursos: el de su padre, el de la televisión, el político…
-Diferentes versiones de la barbarie.
-Claro. El primer bárbaro es el estado y la utopía es siempre anárquica, donde cada uno hace lo que se le canta en comunión con el otro. La ley es siempre una convención, no es ni el orden natural ni el orden cultural.
Caminar: el arte de leer el entorno
Apenas unos meses antes de que Luto apareciera en las librerías, Edgardo Scott publicó otro libro que de tan distinto parece su complemento. Se trata de Caminantes. Flâneurs, paseantes, vagabundos, peregrinos, un ensayo breve en el que el escritor rastrea los avatares literarios de estas diferentes figuras e indaga en el modo en que se vinculan estéticamente con el acto de caminar. Publicado por Ediciones Godot, el libro es un encantador catálogo de personajes apasionados por el arte de recorrer el mundo a pie.
Pero si Caminantes y Luto parecen libros opuestos no es solo por la diferencia obvia entre ensayo y novela, sino porque mientras en uno Scott observa a un hombre sedentario, en el otro se dedica a rastrear las diferentes especies de hombres ambulantes. Como se desprende de lo anterior, en ambos lo masculino juega un rol central.
"Es cierto: no hay casi mujeres vinculadas al pasatiempo de caminar", dice al ser consultado por la ausencia casi completa del elemento femenino en Caminantes. "No me gusta incluir nada por cupo y hoy todo está funcionando un poco de esa forma. Si querés ligarlo a la masculinidad, en él hay una indagación de lo masculino pero también de la elegancia. En cambio en el caso de Chiche hay algo de un paisaje que te lleva hacia representaciones irremediablemente más pobres. Desérticas, volviendo un poco al western."
-¿Qué te interesó de la figura de los andantes?
-Empecé a notar que había una frivolización de todo el que caminaba, convirtiendo a cualquiera que se dedica a caminar un rato en flâneur. Que la categoría se estaba volviendo un poco laxa. Por lo menos acá en Buenos Aires, que es una ciudad donde cada vez se camina menos. Entonces quise indagar en eso, organizarlo un poco. Distinguir.
-¿Cuál es tu vínculo emotivo con la figura del andante?
-A mí me gusta el nomadismo como no me gusta la propiedad. Soy lo contrario de Chiche, que es “un hombre de su casa”. Entonces hay algo que por decantación me impulsa al viaje, a caminar, a pasear. Me gusta la idea de volver a caminar como una forma de lectura. Una lectura del entorno. Ahora la gente navega y está todo el tiempo acá [señala su teléfono] y entonces hay algo del entorno real o concreto que se afantsama. Porque si esto se vuelve real hay algo de la materialidad que se borronea y entonces vas ciego al entorno sensible de lo que ves. No podés reconocer de qué está hecho tu entorno.
-¿Y con cuál de estas figuras te sentís más afín? Porque no es lo mismo un flaneur que un paseante, que un vagabundo o que un peregrino.
-Quisiera ser un peregrino, porque en el centro de su caminata está la fe, está la causa. Creo que soy algo de eso, aunque por mi carácter también creo que tiendo a ser más paseante que otra cosa, en el sentido en que finalmente siempre pico en la realidad, como una libación de la realidad, pero enseguida empiezo a pasear en la cabeza. Y enseguida también me pongo a escribir. Camino cinco cuadras, o veinte, pero finalmente me siento y escribo.
sábado, 19 de agosto de 2017
CINE - Comenzó la 45° edición del Festival de Cine de Gramado: El valor de la experiencia
El mundo de los festivales de cine tiene sus linajes y prestigios, fundados a partir del balance entre su calidad de programación y su historia, ecuación de la que surge el reconocimiento. Dentro de esta genealogía, un grupo importante lo conforman aquellos festivales a los que se puede considerar ancestrales, los que integran las primeras generaciones de este tipo de eventos que en el continente americano comenzaron a realizarse de manera regular a partir de la década de 1950. Por aquellos años nacieron los de Punta del Este (Uruguay, 1951) o Mar del Plata (1954), decanos de los festivales de cine en América Latina. Aunque hoy ambos gozan de buena salud, también es cierto que han sufrido reiteradas interrupciones a lo largo de su historia que han afectado su continuidad. Pero hay otros que siendo más jóvenes sin embargo han conseguido cultivar el don de la constancia. Entre ellos se encuentra, por ejemplo, el Festival de Cine de Gramado, en Brasil, que se realiza de forma ininterrumpida desde el año 1973 y que en la actualidad va por su 45º edición. Nada menos.
El Festival de Gramado se realiza en la pintoresca ciudad homónima ubicada en Rio Grande do Sul, el estado gaúcho que limita con las provincias de Corrientes y Misiones. A diferencia de las ciudades más populares y turísticas del Brasil, que se alzan sobre la costa atlántica, Gramado es una localidad serrana cuya arquitectura de típico estilo alpino le confiere un aire de familia con la ciudad de Villa General Belgrano, aunque el paisaje de la sierra cordobesa es mucho más seco y pedregoso que el de la serra gaúcha, donde la vegetación tupida se vuelve casi selvática. Ese es marco en el que el día de ayer comenzó la edición número 45 del festival, que tendrá lugar hasta el 26 de agosto, ofreciendo una programación pequeña pero potente que podrá verse distribuida en once sedes. Dicha programación se encuentra ordenada en torno de sus dos competencias principales, una dedicada al cine latinoamericano y la otra a la producción local. Las actividades se completan con otras dos competencias de cortometrajes, una de carácter nacional y la otra integrada por trabajos procedentes del estado sureño, cuya capital es la populosa Porto Alegre.
Las actividades comenzaron con la proyección del film de apertura, João, o maestro, del director paulista Mauro Lima. De sinopsis clásica, por no decir reiterada, se trata de la vieja historia de superación personal y éxito, esta vez basada en la vida del célebre músico brasilero João Carlos Martins. Prodigioso ejecutante de piano especializado en la obra de Bach, Martins sufre en diferentes etapas de su vida dos accidentes que van limitando su vínculo con el instrumento. Sin embargo, apelando a una combinación de tenacidad y obsesión consigue siempre sobreponerse al peor de los destinos: perder lo que más ama, la música. Apelando sobre todo a una paleta de recursos emotivos y de prolija factura industrial, João, o maestro se propone emocionar y muchas veces lo consigue.
Tras la apertura pudo verse otro film local, O matador, un violento western ambientado en el sertao nordestino durante las primeras décadas del siglo XX, dirigido por el carioca Marcelo Galvão. La misma se proyectó en una versión con sistema de audiodescripción, especial para público no vidente. Una iniciativa infrecuente dentro de las actividades regulares de un festival de cine, pero que habla a las claras del carácter inclusivo y el lugar social que el de Gramado pretende ocupar al interior de su comunidad. O matador es adenás la primera película producida por Netflix en Brasil, confirmando la intención global de la exitosa plataforma de cine on demand de establecerse de forma definitiva también en el área de producción.
Dentro de la Competencia Internacional que, como se dijo, está orientada a la producción latinoamericana y en especial a la original del Mercosur, el cine nacional tiene un lugar de privilegio ya que dos de las siete películas seccionadas son argentinas. En primer lugar debe mencionarse a Pinamar, primer trabajo en solitario del director Federico Godfrid. De extenso y exitoso recorrido por festivales de todo el mundo, incluyendo los de Mar del Plata y Punta del Este, Pinamar ya tuvo su estreno comercial en la Argentina durante el mes de Mayo. El film aborda el vínculo delicado entre dos hermanos jóvenes que transitan el duelo por la muerte de su madre. Ambos viajan a la ciudad balnearia del título para vender el departamento familiar en el que pasaron todos sus veranos. Pero una vez ahí se encontrarán con una amiga de la infancia, una figura luminosa que sin proponérselo les permitirá ver el presente desde una nueva perspectiva. Cálida y sensible, la película de Godfrid tiene bien ganados los elogios recibidos hasta ahora y sin duda volverá a cosecharlos acá en Gramado.
El otro film argentino de la competencia es Sinfonía para Ana, de Virna Molina y Ernesto Ardito, todavía inédita en los cines argentinos. Como en La mirada invisible (2010), de Diego Lerman basada en la novela Ciencias Morales del escritor Martín Kohan, el Colegio Nacional Buenos Aires vuelve a ser el escenario de una historia cercana al golpe de estado de 1976. Como aquella, Sinfonía para Ana también tiene un origen literario, en este caso la novela de culto homónima de la escritora Gaby Meik. El film narra el encuentro amoroso de dos adolescentes a los que la violenta llegada al poder de los militares les cambiará radicalmente la vida, obligándolos a enfrentarse a situaciones tan impensadas como irreversibles. Sinfonía para Ana, que viene de ser premiada por el jurado de la crítica en el Festival de Cine de Moscú, donde también resultó una de las favoritas del público, representa además el debut en la ficción para Molina y Ardito, quienes comparten una extensa filmografía orientada al cine documental.
La competencia internacional también incluye dos películas uruguayas, un documental y una ficción. El sereno, de Jaoquín Mauad y Oscar Estévez, está protagonizada por Gastón Pauls y el uruguayo César Troncoso, y cuenta la historia de un hombre encargado de custodiar durante la noche un laberíntico depósito en el que tienen lugar situaciones inesperadas. Cercana al cine de género, en especial a la estética del terror, El sereno se juega a crear una atmósfera de tensión angustiante, subrayada por un efectivo trabajo fotográfico. Por su parte el documental Mirando al cielo, de Guzmán García, retrata a los integrantes de la tropue de teatro comunitario Ateneos, atendiendo sobre todo al particular amateurismo con que abordan sus actividades y el carácter de refugio que para ellos representa dicho espacio.
La sección se completa con la película peruana La última tarde, de Joel Calero; el documental Los niños, de la chilena Maite Alberdi, que viene precedido por cierta controversia por la forma en que registra la vida de un grupo de adultos con síndrome de down; y X500, coproducción entre Colombia, Canadá y México dirigida por Juan Andrés Arango, que compitió en el Festival de Rotterdam y que cruza desde la ficción tres historias de migrantes en distintas partes del mundo. Por su parte la competencia brasilera incluye, además de O matador, filmes como A fera na selva, un drama de pareja basado en el cuento “La bestia en la jungla” de Henry James. O Las dos Irenes, otro drama, esta vez adolescente, que compitió por Mejor Opera Prima en la última edición de la Berlinale. Otra que pasó por ese festival es Como nossos país, también drama, que compitió por el Teddy, premio al cine con temática de género. También forma parte de esta competencia Por la ventana, de reciente estreno en Argentina.
Artículo incluido originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
El Festival de Gramado se realiza en la pintoresca ciudad homónima ubicada en Rio Grande do Sul, el estado gaúcho que limita con las provincias de Corrientes y Misiones. A diferencia de las ciudades más populares y turísticas del Brasil, que se alzan sobre la costa atlántica, Gramado es una localidad serrana cuya arquitectura de típico estilo alpino le confiere un aire de familia con la ciudad de Villa General Belgrano, aunque el paisaje de la sierra cordobesa es mucho más seco y pedregoso que el de la serra gaúcha, donde la vegetación tupida se vuelve casi selvática. Ese es marco en el que el día de ayer comenzó la edición número 45 del festival, que tendrá lugar hasta el 26 de agosto, ofreciendo una programación pequeña pero potente que podrá verse distribuida en once sedes. Dicha programación se encuentra ordenada en torno de sus dos competencias principales, una dedicada al cine latinoamericano y la otra a la producción local. Las actividades se completan con otras dos competencias de cortometrajes, una de carácter nacional y la otra integrada por trabajos procedentes del estado sureño, cuya capital es la populosa Porto Alegre.
Las actividades comenzaron con la proyección del film de apertura, João, o maestro, del director paulista Mauro Lima. De sinopsis clásica, por no decir reiterada, se trata de la vieja historia de superación personal y éxito, esta vez basada en la vida del célebre músico brasilero João Carlos Martins. Prodigioso ejecutante de piano especializado en la obra de Bach, Martins sufre en diferentes etapas de su vida dos accidentes que van limitando su vínculo con el instrumento. Sin embargo, apelando a una combinación de tenacidad y obsesión consigue siempre sobreponerse al peor de los destinos: perder lo que más ama, la música. Apelando sobre todo a una paleta de recursos emotivos y de prolija factura industrial, João, o maestro se propone emocionar y muchas veces lo consigue.
Tras la apertura pudo verse otro film local, O matador, un violento western ambientado en el sertao nordestino durante las primeras décadas del siglo XX, dirigido por el carioca Marcelo Galvão. La misma se proyectó en una versión con sistema de audiodescripción, especial para público no vidente. Una iniciativa infrecuente dentro de las actividades regulares de un festival de cine, pero que habla a las claras del carácter inclusivo y el lugar social que el de Gramado pretende ocupar al interior de su comunidad. O matador es adenás la primera película producida por Netflix en Brasil, confirmando la intención global de la exitosa plataforma de cine on demand de establecerse de forma definitiva también en el área de producción.
Dentro de la Competencia Internacional que, como se dijo, está orientada a la producción latinoamericana y en especial a la original del Mercosur, el cine nacional tiene un lugar de privilegio ya que dos de las siete películas seccionadas son argentinas. En primer lugar debe mencionarse a Pinamar, primer trabajo en solitario del director Federico Godfrid. De extenso y exitoso recorrido por festivales de todo el mundo, incluyendo los de Mar del Plata y Punta del Este, Pinamar ya tuvo su estreno comercial en la Argentina durante el mes de Mayo. El film aborda el vínculo delicado entre dos hermanos jóvenes que transitan el duelo por la muerte de su madre. Ambos viajan a la ciudad balnearia del título para vender el departamento familiar en el que pasaron todos sus veranos. Pero una vez ahí se encontrarán con una amiga de la infancia, una figura luminosa que sin proponérselo les permitirá ver el presente desde una nueva perspectiva. Cálida y sensible, la película de Godfrid tiene bien ganados los elogios recibidos hasta ahora y sin duda volverá a cosecharlos acá en Gramado.
El otro film argentino de la competencia es Sinfonía para Ana, de Virna Molina y Ernesto Ardito, todavía inédita en los cines argentinos. Como en La mirada invisible (2010), de Diego Lerman basada en la novela Ciencias Morales del escritor Martín Kohan, el Colegio Nacional Buenos Aires vuelve a ser el escenario de una historia cercana al golpe de estado de 1976. Como aquella, Sinfonía para Ana también tiene un origen literario, en este caso la novela de culto homónima de la escritora Gaby Meik. El film narra el encuentro amoroso de dos adolescentes a los que la violenta llegada al poder de los militares les cambiará radicalmente la vida, obligándolos a enfrentarse a situaciones tan impensadas como irreversibles. Sinfonía para Ana, que viene de ser premiada por el jurado de la crítica en el Festival de Cine de Moscú, donde también resultó una de las favoritas del público, representa además el debut en la ficción para Molina y Ardito, quienes comparten una extensa filmografía orientada al cine documental.
La competencia internacional también incluye dos películas uruguayas, un documental y una ficción. El sereno, de Jaoquín Mauad y Oscar Estévez, está protagonizada por Gastón Pauls y el uruguayo César Troncoso, y cuenta la historia de un hombre encargado de custodiar durante la noche un laberíntico depósito en el que tienen lugar situaciones inesperadas. Cercana al cine de género, en especial a la estética del terror, El sereno se juega a crear una atmósfera de tensión angustiante, subrayada por un efectivo trabajo fotográfico. Por su parte el documental Mirando al cielo, de Guzmán García, retrata a los integrantes de la tropue de teatro comunitario Ateneos, atendiendo sobre todo al particular amateurismo con que abordan sus actividades y el carácter de refugio que para ellos representa dicho espacio.
La sección se completa con la película peruana La última tarde, de Joel Calero; el documental Los niños, de la chilena Maite Alberdi, que viene precedido por cierta controversia por la forma en que registra la vida de un grupo de adultos con síndrome de down; y X500, coproducción entre Colombia, Canadá y México dirigida por Juan Andrés Arango, que compitió en el Festival de Rotterdam y que cruza desde la ficción tres historias de migrantes en distintas partes del mundo. Por su parte la competencia brasilera incluye, además de O matador, filmes como A fera na selva, un drama de pareja basado en el cuento “La bestia en la jungla” de Henry James. O Las dos Irenes, otro drama, esta vez adolescente, que compitió por Mejor Opera Prima en la última edición de la Berlinale. Otra que pasó por ese festival es Como nossos país, también drama, que compitió por el Teddy, premio al cine con temática de género. También forma parte de esta competencia Por la ventana, de reciente estreno en Argentina.
Artículo incluido originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
viernes, 18 de agosto de 2017
CINE - "Monger", de Jeff Zorrilla: Cómo consumir chicas
Ramiro es argentino, pero cuando tenía seis meses su familia se mudó a Houston, Texas. Por alguna razón que nunca especificada (porque no está acá por voluntad propia), vive en Buenos Aires desde los 35 años. Ahora tendrá unos 50 y en su persona confluyen lo peor de las clases medias de la Argentina y Estados Unidos. “Hola, amigo”, saluda a alguien en la calle, pero dos pasos más allá, cuando el otro ya no lo oye, lo insulta. “¡Fuck You!”, dice entrando en un supermercado donde compra una petaca de whisky berreta, y se la toma mientras sigue camino. Al rato habla (en español) con un policía en un andén del metrobús de 9 de Julio. Le cuenta que en Texas es legal que todos vayan armados y el policía no sabe bien qué responder a eso. Otros dos pasos más y Ramiro confiesa a cámara (en inglés) que “hay que hablar con los fucking indians de vez en cuando”. Enseguida señala la imagen gigante de Evita que decora el edificio del Ministerio de Desarrollo Social y cuenta que va a llevar a unos turistas a visitar su tumba. “Les voy a mostrar las flores que deja la gente que la quiere tanto a esa puta de mierda. ¡Y les voy a contar la verdad!”, dice y con el gesto desencajado grita: “She’s a comunist, she ruined this country!”.
Monger, documental del estadounidense Jeff Zorrilla que aborda el tema del turismo sexual en Buenos Aires, tiene en Ramiro a su protagonista. No es el único, pero sí el que más llama la atención, el que provoca más curiosidad y a quien dan ganas de seguir viendo. No porque caiga simpático ni despierte empatía, sino lo contrario. Pero la película no se ensaña con él: simplemente lo sigue, lo observa y lo deja hablar. No hace falta más. “En la Argentina me puedo coger a una chica que se parece a una que vi en la revista Penthouse cuando tenía 13 años. Me cuesta menos que una cena y mi sueño se hizo realidad”, cuenta Ramiro, hombre de la noche, putañero y... (el espectador puede completar la descripción con las palabras que mejor le parezcan).
La palabra “monger” (o mongering) se aplica a aquellas personas que se dedican al turismo sexual, quienes suelen habitar en comunidades virtuales, agrupándose en foros y sitios donde comparten sus experiencias y se hacen recomendaciones. La película de Zorrilla no pretende ser un informe sobre mongering (aunque descorre un par de velos para espiar y ver de qué se trata), sino que se concentra en tres casos para contar la intimidad de sus experiencias. Ramiro es uno y pronto se hace obvio que sus paseos para turistas en Recoleta no son su principal ocupación, sino un adicional que viene incluido en el precio de conseguirles chicas y guiarlos por la noche: un fiolo moderno. José Reyes, típico yanqui grandote y con pinta de exuniversitario que llega a BA para alcanzar la marca de 400 mujeres, es otro de ellos. Está a 15 de su récord personal y lleva un detallado registro de cada una incluyendo, claro, puntajes por sus tetas, culos y su desempeño en la cama. El tercero es un inglés con un perfil distinto: tuvo un hijo con una chica que conoció en un privado y se quedó en el país para criarlo, porque ella tiene su propia familia. El quiere que crezca en contacto con ambos, aunque sabe que ella no puede prestarle la atención debida y que el nene tendría mejor futuro en Inglaterra.
Ramiro define a la prostitución como “un crimen sin víctima, uno de los pocos verdaderos libre mercados que quedan en el mundo”. Habrá quien le pueda objetar a Zorrilla la ausencia de una mirada más profunda a uno de los lados del “negocio”, alguien que demuela los razonamientos simplistas y el machismo torpe de sus personajes, pero Monger no se trata de mostrar las dos caras de la moneda de forma obvia. En ese simple dejar hablar, Zorrilla consigue que sean esos hombres consumidores de mujeres los que dejen en evidencia sus empobrecidas miradas de la realidad, sus dificultades para vincularse más allá del “intercambio comercial”. Incluso consigue ponerlos en situaciones paradójicas, que si bien no dicen más de lo que podría decir un psicólogo o una militante feminista respecto de lo miserable de la explotación de las mujeres, tal vez lo dicen mejor. Cinematográficamente mejor. Como cuando la cámara sigue a José Reyes en su recorrida por la ciudad y lo captura mientras se filma a sí mismo con su celular, realizando uno de sus reportes en video para los seguidores de su sitio web, donde cuenta sus “hazañas”. Lo interesante no es lo que José dice, porque no dice demasiado, sino que lo haga desde el Puente de la Mujer en Puerto Madero, ignorando el hecho por completo del mismo modo en qué vive ignorando qué pasa al otro lado de sus “aventuras”.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Monger, documental del estadounidense Jeff Zorrilla que aborda el tema del turismo sexual en Buenos Aires, tiene en Ramiro a su protagonista. No es el único, pero sí el que más llama la atención, el que provoca más curiosidad y a quien dan ganas de seguir viendo. No porque caiga simpático ni despierte empatía, sino lo contrario. Pero la película no se ensaña con él: simplemente lo sigue, lo observa y lo deja hablar. No hace falta más. “En la Argentina me puedo coger a una chica que se parece a una que vi en la revista Penthouse cuando tenía 13 años. Me cuesta menos que una cena y mi sueño se hizo realidad”, cuenta Ramiro, hombre de la noche, putañero y... (el espectador puede completar la descripción con las palabras que mejor le parezcan).
La palabra “monger” (o mongering) se aplica a aquellas personas que se dedican al turismo sexual, quienes suelen habitar en comunidades virtuales, agrupándose en foros y sitios donde comparten sus experiencias y se hacen recomendaciones. La película de Zorrilla no pretende ser un informe sobre mongering (aunque descorre un par de velos para espiar y ver de qué se trata), sino que se concentra en tres casos para contar la intimidad de sus experiencias. Ramiro es uno y pronto se hace obvio que sus paseos para turistas en Recoleta no son su principal ocupación, sino un adicional que viene incluido en el precio de conseguirles chicas y guiarlos por la noche: un fiolo moderno. José Reyes, típico yanqui grandote y con pinta de exuniversitario que llega a BA para alcanzar la marca de 400 mujeres, es otro de ellos. Está a 15 de su récord personal y lleva un detallado registro de cada una incluyendo, claro, puntajes por sus tetas, culos y su desempeño en la cama. El tercero es un inglés con un perfil distinto: tuvo un hijo con una chica que conoció en un privado y se quedó en el país para criarlo, porque ella tiene su propia familia. El quiere que crezca en contacto con ambos, aunque sabe que ella no puede prestarle la atención debida y que el nene tendría mejor futuro en Inglaterra.
Ramiro define a la prostitución como “un crimen sin víctima, uno de los pocos verdaderos libre mercados que quedan en el mundo”. Habrá quien le pueda objetar a Zorrilla la ausencia de una mirada más profunda a uno de los lados del “negocio”, alguien que demuela los razonamientos simplistas y el machismo torpe de sus personajes, pero Monger no se trata de mostrar las dos caras de la moneda de forma obvia. En ese simple dejar hablar, Zorrilla consigue que sean esos hombres consumidores de mujeres los que dejen en evidencia sus empobrecidas miradas de la realidad, sus dificultades para vincularse más allá del “intercambio comercial”. Incluso consigue ponerlos en situaciones paradójicas, que si bien no dicen más de lo que podría decir un psicólogo o una militante feminista respecto de lo miserable de la explotación de las mujeres, tal vez lo dicen mejor. Cinematográficamente mejor. Como cuando la cámara sigue a José Reyes en su recorrida por la ciudad y lo captura mientras se filma a sí mismo con su celular, realizando uno de sus reportes en video para los seguidores de su sitio web, donde cuenta sus “hazañas”. Lo interesante no es lo que José dice, porque no dice demasiado, sino que lo haga desde el Puente de la Mujer en Puerto Madero, ignorando el hecho por completo del mismo modo en qué vive ignorando qué pasa al otro lado de sus “aventuras”.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
miércoles, 16 de agosto de 2017
CINE - Bicentenario del Cruce de Los Andes: El General en su laberinto de cine
Como en todo el mundo, el cine argentino también ha sido un vehículo importante a la hora de generar, o más bien subrayar, los relatos históricos. Sin embargo, lejos del ejemplo estadounidense, que a través de un género como el western consiguió inventarle una épica a su propia historia, las películas argentinas han sido concebidas con frecuencia como extensiones de los manuales de estudio, replicando en el espectador esa sensación de tedio con la que suelen recordarse las lecturas escolares. Muchos de los filmes enfocados en la figura del general José de San Martín no han sido la excepción, desaprovechando en la mayoría de los casos el gran poder empático del lenguaje del cine. Los ejemplos no son tantos, apenas una media docena de títulos lo tienen como protagonista o figura de reparto. En cada uno el perfil del prócer es objeto de sutiles diferencias que obedecen tanto al tratamiento narrativo como al orden de lo político y siempre en diálogo con sus propios climas de época.
No extraña entonces que en El general y la fiebre (1992), de Jorge Coscia, el San Martín interpretado por Rubén Stella sea el que expresa un mayor contenido político, exponiendo las internas que signaron su tirante vínculo con el gobierno de Buenos Aires. Hecho que se corresponde con el perfil político (y también ideológico) que caracteriza a la filmografía de Coscia. Tampoco es raro que esta versión politizada se diera en la década de 1990, en pleno crecimiento del menemismo, época signada por un profundo proceso de despolitización y desideologización.
El clima de época también atraviesa El encuentro de Guayaquil (2015), de Nicolás Capelli. Esta se basa en una conjetura histórica acerca diálogo a puertas cerradas que San Martín –interpretado por Pablo Echarri, quien desempeñó el mismo papel en Belgrano (2010), de Sebastián Pivoto— mantuvo con su par Simón Bolívar, el otro gran héroe de las guerras de la independencia sudamericana, y sobre cuyo contenido no existen documentos históricos. No es casual que la hipótesis latinoamericanista expresada en la película se corresponda con la idea de Patria Grande que signó la política regional de los primeros 15 años del siglo XXI. Ni que el guión esté basado en la obra de teatro homónima de Pacho O’Donnell. Ambas películas ofrecen además versiones más humanas del héroe, mostrándolo enfermo y no tan santo de la espada, aunque sin poner en duda ni sus convicciones ni su ética.
Lo que llama la atención de Nuestra tierra de paz (1939), de Arturo S. Mom, es la estructura religiosa, casi evangélica, que organiza el relato: el nacimiento en la correntina Yapeyú (nada más parecido a un pesebre para la centralista mirada porteña); la temprana revelación de la vocación; el carácter salomónico de San Martín en la administración de la justicia; el lugar de salvador y campeón moral que se le adjudica durante toda la película; e incluso una escena que remite a aquella de Jesús en el desierto, en la que el General recibe la visita del espíritu de la Gloria, que lo tienta con promesas de poder que él rechaza. La voluntad didáctica del film queda clara en su disparador: un abuelo le cuenta a su nietita la historia del héroe, organizada en forma de breves secuencias que parecen inspiradas en las figuritas de la revista Billiken. Nuestra tierra de paz está cargada de alegorías muy básicas, como aquel personaje femenino de nombre América que se enamora del General a primera vista, enseguida lleva a sus hermanos para que se enrolen en el ejército –ambos morirán como héroes— y que, a pesar del dolor, terminará postrada a sus pies. Si bien la caracterización física del actor Pedro Tocci es muy lograda, su actuación a veces resulta risible vista desde la actualidad, incluyendo una impostación vocal que recuerda a la de Carlos Gardel.
No es muy distinto el punto de vista que Torre Nilsson propuso en El santo de la espada (1970), en la que Alfredo Alcón se luce en el protagónico a pesar del engolado y conservador tratamiento de la historia. Basado en otra obra teatral, escrita por Ricardo Rojas, y estrenado durante el último año del gobierno de facto del general Onganía, en este film es más evidente el ensalzamiento militarista que sostiene su discurso. Las escenas de batalla son tan abundantes y multitudinarias como reiterativas, y la película parece guiada por la intención de convertir a la ética sanmartiniana en el rasgo distintivo de la institución castrense. El resultado final es tan de manual como el del film anterior, pero aún más solemne, pomposo y acartonado. Vista por casi tres millones de espectadores, es una de las más taquilleras del cine argentino. Un dato curioso en el que se entromete otra realidad histórica: en los créditos iniciales de la película figura como asesor militar el general Andrés Fernández Cendoya, quien moriría más tarde en un atentado de Montoneros a la Subsecretaría de Planeamiento del Ministerio de Defensa en diciembre de 1976, ya durante la última y trágica dictadura militar. Su hijo se desempeña actualmente como presidente de la Asociación de familiares y amigos de víctimas del terrorismo en la Argentina (Afavita).
De todas estas películas Revolución (2010), de Leandro Ipiña, es la que mejor aprovecha el artificio del cine para abordar un segmento determinante en la vida del personaje: el cruce de los Andes, hazaña de la cual este año se celebró su bicentenario. La historia es contada por un personaje ficticio, un ex miembro de la expedición que siendo adolescente se desempeñó como escriba de San Martín, quien 60 años después es entrevistado por un periodista que quiere saber cómo era el General. Un viejo truco narrativo en el que las hazañas del héroe son relatadas indirectamente a través de un testigo. Ipiña utiliza de manera oportuna los recursos del western, que le permiten tensar la cuerda de la aventura y aligerar la sobrecarga bélica, y Rodrigo de la Serna compone al más venal de todos los sanmartines del cine, mostrándolo malhumorado, a veces inseguro, menos monolítico pero no por eso menos honorable.
En el momento de su estreno Revolución fue calificada como una producción kirchnerista por Pablo Sirvén, periodista de La Nación, afirmando que la figura del periodista que interpreta Lautaro Delgado representa una “bajada de línea”. Imagina quizá una alusión velada a cierto ex presidente de la República que por aquellos años fundó cierto diario y después se dedicó a escribir su propia versión de la historia argentina, una en la que San Martín no grita ni tiene miedo, sino que desde su catafalco nos mira a todos con los severos ojos del bronce.
Artículo publicado originalmente en la revista Caras y Caretas
No extraña entonces que en El general y la fiebre (1992), de Jorge Coscia, el San Martín interpretado por Rubén Stella sea el que expresa un mayor contenido político, exponiendo las internas que signaron su tirante vínculo con el gobierno de Buenos Aires. Hecho que se corresponde con el perfil político (y también ideológico) que caracteriza a la filmografía de Coscia. Tampoco es raro que esta versión politizada se diera en la década de 1990, en pleno crecimiento del menemismo, época signada por un profundo proceso de despolitización y desideologización.
El clima de época también atraviesa El encuentro de Guayaquil (2015), de Nicolás Capelli. Esta se basa en una conjetura histórica acerca diálogo a puertas cerradas que San Martín –interpretado por Pablo Echarri, quien desempeñó el mismo papel en Belgrano (2010), de Sebastián Pivoto— mantuvo con su par Simón Bolívar, el otro gran héroe de las guerras de la independencia sudamericana, y sobre cuyo contenido no existen documentos históricos. No es casual que la hipótesis latinoamericanista expresada en la película se corresponda con la idea de Patria Grande que signó la política regional de los primeros 15 años del siglo XXI. Ni que el guión esté basado en la obra de teatro homónima de Pacho O’Donnell. Ambas películas ofrecen además versiones más humanas del héroe, mostrándolo enfermo y no tan santo de la espada, aunque sin poner en duda ni sus convicciones ni su ética.
Lo que llama la atención de Nuestra tierra de paz (1939), de Arturo S. Mom, es la estructura religiosa, casi evangélica, que organiza el relato: el nacimiento en la correntina Yapeyú (nada más parecido a un pesebre para la centralista mirada porteña); la temprana revelación de la vocación; el carácter salomónico de San Martín en la administración de la justicia; el lugar de salvador y campeón moral que se le adjudica durante toda la película; e incluso una escena que remite a aquella de Jesús en el desierto, en la que el General recibe la visita del espíritu de la Gloria, que lo tienta con promesas de poder que él rechaza. La voluntad didáctica del film queda clara en su disparador: un abuelo le cuenta a su nietita la historia del héroe, organizada en forma de breves secuencias que parecen inspiradas en las figuritas de la revista Billiken. Nuestra tierra de paz está cargada de alegorías muy básicas, como aquel personaje femenino de nombre América que se enamora del General a primera vista, enseguida lleva a sus hermanos para que se enrolen en el ejército –ambos morirán como héroes— y que, a pesar del dolor, terminará postrada a sus pies. Si bien la caracterización física del actor Pedro Tocci es muy lograda, su actuación a veces resulta risible vista desde la actualidad, incluyendo una impostación vocal que recuerda a la de Carlos Gardel.
No es muy distinto el punto de vista que Torre Nilsson propuso en El santo de la espada (1970), en la que Alfredo Alcón se luce en el protagónico a pesar del engolado y conservador tratamiento de la historia. Basado en otra obra teatral, escrita por Ricardo Rojas, y estrenado durante el último año del gobierno de facto del general Onganía, en este film es más evidente el ensalzamiento militarista que sostiene su discurso. Las escenas de batalla son tan abundantes y multitudinarias como reiterativas, y la película parece guiada por la intención de convertir a la ética sanmartiniana en el rasgo distintivo de la institución castrense. El resultado final es tan de manual como el del film anterior, pero aún más solemne, pomposo y acartonado. Vista por casi tres millones de espectadores, es una de las más taquilleras del cine argentino. Un dato curioso en el que se entromete otra realidad histórica: en los créditos iniciales de la película figura como asesor militar el general Andrés Fernández Cendoya, quien moriría más tarde en un atentado de Montoneros a la Subsecretaría de Planeamiento del Ministerio de Defensa en diciembre de 1976, ya durante la última y trágica dictadura militar. Su hijo se desempeña actualmente como presidente de la Asociación de familiares y amigos de víctimas del terrorismo en la Argentina (Afavita).
De todas estas películas Revolución (2010), de Leandro Ipiña, es la que mejor aprovecha el artificio del cine para abordar un segmento determinante en la vida del personaje: el cruce de los Andes, hazaña de la cual este año se celebró su bicentenario. La historia es contada por un personaje ficticio, un ex miembro de la expedición que siendo adolescente se desempeñó como escriba de San Martín, quien 60 años después es entrevistado por un periodista que quiere saber cómo era el General. Un viejo truco narrativo en el que las hazañas del héroe son relatadas indirectamente a través de un testigo. Ipiña utiliza de manera oportuna los recursos del western, que le permiten tensar la cuerda de la aventura y aligerar la sobrecarga bélica, y Rodrigo de la Serna compone al más venal de todos los sanmartines del cine, mostrándolo malhumorado, a veces inseguro, menos monolítico pero no por eso menos honorable.
En el momento de su estreno Revolución fue calificada como una producción kirchnerista por Pablo Sirvén, periodista de La Nación, afirmando que la figura del periodista que interpreta Lautaro Delgado representa una “bajada de línea”. Imagina quizá una alusión velada a cierto ex presidente de la República que por aquellos años fundó cierto diario y después se dedicó a escribir su propia versión de la historia argentina, una en la que San Martín no grita ni tiene miedo, sino que desde su catafalco nos mira a todos con los severos ojos del bronce.
Artículo publicado originalmente en la revista Caras y Caretas
domingo, 13 de agosto de 2017
LIBROS - Entrevista a Elvio Gandolfo: La nueva vieja estrella de la literatura argentina
De golpe parece que en Buenos Aires todo el mundo se acordó de Elvio Gandolfo. Notas, notas y notas sobre su última y gran novela Mi mundo privado, que a fines del año pasado publicó la editorial Tusquets. Pero el movimiento empezó antes. Ya en 2014 el jurado de la crítica que se reúne antes de cada edición de la Feria del Libro había sorprendido eligiendo a su libro de cuentos Cada vez más cerca como el mejor del año. La sorpresa tenía que ver sobre todo con una edición de alcance limitado a través de Caballo negro, un pequeño sello de Córdoba, pero también con ese lugar siempre periférico que, muy a pesar suyo, el propio Gandolfo ocupaba como escritor. Pero ese rol parece haber cambiado. De golpe.
El año pasado Caballo negro lanzó el volumen de cuentos completos Vivir en la salina. Poco antes Eudeba había reditado La reina de las nieves, uno de sus libros de cuentos más populares, y el sello independiente Blatt & Ríos relanzó hace pocos meses una edición aumentada de El libro de los géneros, colección de ensayos y artículos periodísticos en los que desmenuza la esencia de los clásicos géneros literarios (y cinematográficos) como el policial, la ciencia ficción, el terror y el fantástico. Las editoriales también parecen haber redescubierto a Gandolfo.
“Por un lado estoy escribiendo más desde que cerró el suplemento Cultural de El País de Montevideo, donde era editor. Pero también… ¿viste cuando te agarra el viejazo? Bueno, empecé a seguir en los diarios quiénes se morían de mi generación. Entonces empecé a hacer régimen –estoy más flaco— y a terminar los libros que tenía pendientes. Porque antes sentía que tenía un tiempo eterno y ya no es tan así. Con que viviera 10 años más estaría bárbaro y si vivo 20, también. Pero por ahí me quedan cinco… Entonces me hago más tiempo para escribir y noto que funciono, porque tener el tiempo no significa nada si te sentás y te sale cualquier garcha” dice.
-¿Sentís que ha habido una revaloración de tu figura?
-Sí, como si se hubieran acordado de que existo. Sabés que llegué a pensar que en eso hay como un complejo de culpa, porque jamás me hicieron tantos reportajes como cuando salió Mi mundo privado.
-¿Cómo te sentís en esa situación nueva de exposición mediática?
-Y, bien… porque a su vez a mí me mata cierta actitud que yo no sé que tengo, pero que la tengo, porque ya me la han destacado bastante. El que la argumentó mejor como metáfora fue Fabián Casas, que contaba que una vez se le salió el taco de un zapato y de golpe se dio cuenta que a una cuadra de su casa tenía un zapatero, que había estado siempre pero al que no había visto nunca, y entonces se lo llevó y se lo arregló perfecto. “Gandolfo es igual", dice, "vos no sabés que está, pero cuando acudís es muy bueno” (risas). Una vez me preguntaron si me sentía medio invisible y respondí que no, que yo me sentía medio visible (risas).
-¿Ahora te ponés plazos a la hora de cerrar un libro?
-No, si se me alarga me la banco. Claro que me gustaría terminar libros y publicar, pero la manera en que las editoriales pautan casi te obliga a que no saques más de un libro al año.
-¿Pero no se supone que el escritor vive de lo que publica? Porque como artista tu única preocupación es escribir, pero como trabajador tu salario surge de la publicación.
-En mi caso no es así, porque también tengo al periodismo. La producción y la publicación son dos cosas que no tienen nada que ver. Digamos que cuando tengo algo para publicar, lo hago. A mí me salva que me llevo bien con las editoriales chicas. Por ejemplo el año pasado Mi mundo privado y El libro de los géneros recargado salieron casi al mismo tiempo. Y no pasa nada.
-Mencionaste tu buen vínculo con las editoriales chicas.
-Es que para mí el supuesto savoir-faire de las editoriales llamadas grandes es una pelotudez abismal, porque lo que hacen es alimentar grandes mesas de liquidación. Pero las editoriales chicas tienen el problema de que distribuyen como el orto. Siempre. No vendés un joraca, digamos. A mí me alegra lo que están haciendo los chicos de Blatt & Ríos: tienen un chica que les hace la prensa, mejoraron mucho la distribución y todo eso ayuda. Por eso El libro de los géneros está vendiendo bien. Pero el libro de cuentos completos que edité en Córdoba (Vivir en la salina) casi ni circuló en Buenos Aires. Pero no te podés poner loco, porque el que está atrás de una editorial chica tiene que encargarse de todo junto, sin olvidarse de los asuntos de su propia vida. Es decir: las cagadas se las mandan igual las editoriales grandes y las chiquitas. Eso de que las editoriales chicas son mejores, son buenas y recopadas también es una zanata. Algunas lo son y otras no, y muchas de las que no lo son lo hacen sin intención, de pura estupidez.
-Vos vivís en Uruguay. ¿Qué te entusiasma de Argentina mirándola desde allá?
-Hay cosas de Argentina que me recopan, como la literatura, que es prodigiosa. No, si querés, a nivel de grandes nombres. En eso es igual allá: en estos momentos no hay un Mario Levrero, ni hablar de un Felisberto o de un Onetti. En Uruguay es mucho más limitada la cantidad de escritores y existe una convicción nacional de que jamás vas a ganar un mango porque es un país chico. Una excusa ridícula, porque no es tan chico. Pero el culto nacional es el del problema, no el de la solución.
-¿Lees la nueva literatura uruguaya?
-Claro, leo todo lo que puedo. Para mí el peso pesado que queda es Felipe Poleri, que tiene una obra muy particular y la mantiene a muerte. Tiene una entrega absoluta a lo literario que le ha costado algunos problemas. Después un gran autor, relativamente nuevo, es Daniel Mella. Muy capo. Su última novela, El hermano mayor, es espectacular. Después tengo que volver a leer a un chico que se llama Agustín Acevedo Kanopa, de quién leí un libro anterior, Eucalíptus, que me tuvo ahí… pero todavía no leí su último trabajo, Historia de nuestros perros. Hay muchas poetas nuevas muy buenas. A mí me gusta mucho Ana… Ana… ¿Cómo se llamaba? Ana Fornaro.
-¿Y de acá que escritores te gustan?
-Bueno, Mariana Enríquez es una. En cualquier momento va a dejar de ir a Página/12 (risas. NdeR: Enríquez es uno de los editores del suplemento Radar). El único de sus libros que no me gustó fue aquel que publicó después de la crisis, Cómo desaparecer completamente. Me gustó mucho el de los cementerios (Alguien camina sobre tu tumba) y me pareció un poco apurada su última novela, Este es el mar. Imagino que la debe estar haciendo pelota la permanente promoción que está haciendo por todo el mundo con las traducciones. Ella me cae muy bien: parece una tana enojada (risas). Samanta Schweblin también me gusta mucho. Lo que pasa en la Argentina es que siempre tiene innumerables autores secretos. Me gusta mucho el libro de cuentos El interior S.A. de Alejandro Güerri. Hay una rosarina, Delia Crochet, que no es una escritora nueva, pero si secreta, que también es una cuentista extraordinaria. El otro tipo raro que en su momento impactó, después desapareció, reapareció y volvió a desaparecer es el que hace unos años escribió La conspiración de los porteros… Ricardo Colautti. Siempre me gustaron mucho Pablo De Santis y Fabián Casas. Y Pedro Mairal, por supuesto, que es un grande. El gran surubí es una novela que no se puede creer. Muy fuerte. Otro que me gusta mucho es Osvaldo Aguirre: leer su novela policial Todos mienten es como ver una película de Brian De Palma. De las buenas, obvio (risas). Y Aira, claro, que es como la literatura argentina: a veces saca unos libros de mierda que lo querés matar, y otros muy buenos, pero fuera del “estilo Aira”. Una cosa estúpida que hacen sus fanáticos es decir “¡Ay, de Aira no se puede hablar de tan genial que es!”. ¡Pero dejate de joder! Por supuesto que tiene libros que te parten la cabeza, como La vida nueva.
-¿Ese carácter multifacético define a la literatura argentina?
-En la literatura argentina, hagas lo que hagas, va a haber otras siete u ocho personas que hacen lo mismo que vos. Aunque seas un chiflado, aunque hagas literatura nazi va a haber otros siete autores nazis. Acá hay literatura experimental, policial, realista… Una de las cosas chotas que tiene Buenos Aires, es el berretín de convertir en genios a autores jóvenes que recién comienzan, porque los hunden. Eso es culpa de las editoriales.
De Macri a Cristina y de Uruguay a la Argentina
Gandolfo, periodista al fin, pregunta por la situación de Tiempo, por la cooperativa y le resumo en tres líneas un año y medio de luchas. Cuando el relato llega a la intrusión sufrida a manos de la patota dirigida por el supuesto empresario Mariano Martínez Rojas, no puede evitar reírse, aunque sabe que la cosa no tiene ninguna gracia. “Eso es muy de esta época: ¡Macri es terrible, loco! Es infinitamente más cretino que cualquier editorial chica o grande, aún la peor (risas). El tipo no puede parar.”
-¿Pero Macri es el único responsable del clima social?
-Claro que no. También hay una especie de vaciamiento cerebral en el que mucha gente sigue estando dispuesta a darle un tiempo más para que haga lo suyo. Creo que es un error, porque lo único que va a hacer es acentuar la tendencia. Además si hay un tipo al que no podés llamar limpio es a él. Pero hay buena gente que no puede ver esa realidad. Su único argumento es “¡Afanaron, afanaron!”, pero si les pedís que demuestren que acá realmente no quedaba un mango tampoco lo pueden hacer. Además no hay un solo juicio eficaz en contra de nadie y eso es muy loco.
-Bueno, a los juicios los siguen promoviendo.
-No: los siguen manteniendo. No es lo mismo: mantienen el tema eterno. En Uruguay no entienden cómo es que si realmente Cristina está involucrada en delitos tan terribles puede entonces presentarse como candidata.
-¿Resulta difícil entender a la Argentina desde Uruguay?
-Totalmente. El peronismo no les entra en la cabeza. Los consideran unos delirantes de mierda y que menos mal que allá no son como acá (risas). Alguien que pensó muy bien nuestras diferencias fue Carlos Real de Azúa, que escribió un libro llamado Uruguay, ¿una sociedad amortiguadora?, en el que estudia el origen de los dos países. Dice que la Argentina nace, se desarrolla y va a seguir en la confrontación eterna, mientras que Uruguay nace, se desarrolla y va a seguir en la negociación eterna, y que ninguno de los dos métodos es mejor que el otro, sino que son igualmente cagadores.
Sobre García Márquez y Vargas Llosa
-Hace unas semanas se le dio manija a lo que Vargas Llosa dijo sobre García Márquez después de muchos años de enemistad. ¿Leiste algo?
-No. Pero Vargas Llosa ya no sabe qué hacer para seguir en el candelero. ¿Qué dijo?
-Habló de sus diferencias políticas, dando a entender que él siempre estuvo del lado correcto, mientras que García Márquez eligió el suyo por conveniencia.
-Es que una vez que García Márquez prácticamente se casó con Fidel Castro a Vargas Llosa se le deben haber roto los huevos. Y después estuvo la trompada que Vargas Llosa le da en México. Eso está muy bien contado en Aquellos años del Boom, el libro de 900 páginas del periodista español Xavi Ayén, lo mejor que se escribió sobre el tema. Un gran laburo de periodismo cultural… Lo que pasa también es que Vargas Llosa es un forro… (risas).
-¿Por qué?
-Por ejemplo: él estuvo casado con una tía y sobre esa relación escribe una novela, La tía Julia y el escribidor. En un momento le dona a ella los derechos del libro, pero después se los saca, porque sí. Eso no está bueno.
-¿Cómo inciden estas opiniones personales en tu consideración sobresu obra?
-Alguna época de Vargas Llosa me gusta mucho. La última novela que me gustó es La fiesta del chivo, pero me causa impresión lo malo que es ahora. Además ideológicamente es muy de derecha… pero de derecha aburrido, un opio. Sobre todo cuando escribe sus columnas, donde apoya cualquier cosa. Está como atrapado por sí mismo y a veces me causa hasta cierta gracia.
-¿Y García Márquez?
-Cien años de soledad la leí un par de años después que salió y me costó bastante. Sus libros más extraordinarios me parecen El coronel no tiene quien le escriba y Crónica de una muerte anunciada, que es una proeza técnica bestial, porque te deschaba todo en el primer párrafo pero después te tiene igual agarrado de las pelotas hasta el final.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
El año pasado Caballo negro lanzó el volumen de cuentos completos Vivir en la salina. Poco antes Eudeba había reditado La reina de las nieves, uno de sus libros de cuentos más populares, y el sello independiente Blatt & Ríos relanzó hace pocos meses una edición aumentada de El libro de los géneros, colección de ensayos y artículos periodísticos en los que desmenuza la esencia de los clásicos géneros literarios (y cinematográficos) como el policial, la ciencia ficción, el terror y el fantástico. Las editoriales también parecen haber redescubierto a Gandolfo.
“Por un lado estoy escribiendo más desde que cerró el suplemento Cultural de El País de Montevideo, donde era editor. Pero también… ¿viste cuando te agarra el viejazo? Bueno, empecé a seguir en los diarios quiénes se morían de mi generación. Entonces empecé a hacer régimen –estoy más flaco— y a terminar los libros que tenía pendientes. Porque antes sentía que tenía un tiempo eterno y ya no es tan así. Con que viviera 10 años más estaría bárbaro y si vivo 20, también. Pero por ahí me quedan cinco… Entonces me hago más tiempo para escribir y noto que funciono, porque tener el tiempo no significa nada si te sentás y te sale cualquier garcha” dice.
-¿Sentís que ha habido una revaloración de tu figura?
-Sí, como si se hubieran acordado de que existo. Sabés que llegué a pensar que en eso hay como un complejo de culpa, porque jamás me hicieron tantos reportajes como cuando salió Mi mundo privado.
-¿Cómo te sentís en esa situación nueva de exposición mediática?
-Y, bien… porque a su vez a mí me mata cierta actitud que yo no sé que tengo, pero que la tengo, porque ya me la han destacado bastante. El que la argumentó mejor como metáfora fue Fabián Casas, que contaba que una vez se le salió el taco de un zapato y de golpe se dio cuenta que a una cuadra de su casa tenía un zapatero, que había estado siempre pero al que no había visto nunca, y entonces se lo llevó y se lo arregló perfecto. “Gandolfo es igual", dice, "vos no sabés que está, pero cuando acudís es muy bueno” (risas). Una vez me preguntaron si me sentía medio invisible y respondí que no, que yo me sentía medio visible (risas).
-¿Ahora te ponés plazos a la hora de cerrar un libro?
-No, si se me alarga me la banco. Claro que me gustaría terminar libros y publicar, pero la manera en que las editoriales pautan casi te obliga a que no saques más de un libro al año.
-¿Pero no se supone que el escritor vive de lo que publica? Porque como artista tu única preocupación es escribir, pero como trabajador tu salario surge de la publicación.
-En mi caso no es así, porque también tengo al periodismo. La producción y la publicación son dos cosas que no tienen nada que ver. Digamos que cuando tengo algo para publicar, lo hago. A mí me salva que me llevo bien con las editoriales chicas. Por ejemplo el año pasado Mi mundo privado y El libro de los géneros recargado salieron casi al mismo tiempo. Y no pasa nada.
-Mencionaste tu buen vínculo con las editoriales chicas.
-Es que para mí el supuesto savoir-faire de las editoriales llamadas grandes es una pelotudez abismal, porque lo que hacen es alimentar grandes mesas de liquidación. Pero las editoriales chicas tienen el problema de que distribuyen como el orto. Siempre. No vendés un joraca, digamos. A mí me alegra lo que están haciendo los chicos de Blatt & Ríos: tienen un chica que les hace la prensa, mejoraron mucho la distribución y todo eso ayuda. Por eso El libro de los géneros está vendiendo bien. Pero el libro de cuentos completos que edité en Córdoba (Vivir en la salina) casi ni circuló en Buenos Aires. Pero no te podés poner loco, porque el que está atrás de una editorial chica tiene que encargarse de todo junto, sin olvidarse de los asuntos de su propia vida. Es decir: las cagadas se las mandan igual las editoriales grandes y las chiquitas. Eso de que las editoriales chicas son mejores, son buenas y recopadas también es una zanata. Algunas lo son y otras no, y muchas de las que no lo son lo hacen sin intención, de pura estupidez.
-Vos vivís en Uruguay. ¿Qué te entusiasma de Argentina mirándola desde allá?
-Hay cosas de Argentina que me recopan, como la literatura, que es prodigiosa. No, si querés, a nivel de grandes nombres. En eso es igual allá: en estos momentos no hay un Mario Levrero, ni hablar de un Felisberto o de un Onetti. En Uruguay es mucho más limitada la cantidad de escritores y existe una convicción nacional de que jamás vas a ganar un mango porque es un país chico. Una excusa ridícula, porque no es tan chico. Pero el culto nacional es el del problema, no el de la solución.
-¿Lees la nueva literatura uruguaya?
-Claro, leo todo lo que puedo. Para mí el peso pesado que queda es Felipe Poleri, que tiene una obra muy particular y la mantiene a muerte. Tiene una entrega absoluta a lo literario que le ha costado algunos problemas. Después un gran autor, relativamente nuevo, es Daniel Mella. Muy capo. Su última novela, El hermano mayor, es espectacular. Después tengo que volver a leer a un chico que se llama Agustín Acevedo Kanopa, de quién leí un libro anterior, Eucalíptus, que me tuvo ahí… pero todavía no leí su último trabajo, Historia de nuestros perros. Hay muchas poetas nuevas muy buenas. A mí me gusta mucho Ana… Ana… ¿Cómo se llamaba? Ana Fornaro.
-¿Y de acá que escritores te gustan?
-Bueno, Mariana Enríquez es una. En cualquier momento va a dejar de ir a Página/12 (risas. NdeR: Enríquez es uno de los editores del suplemento Radar). El único de sus libros que no me gustó fue aquel que publicó después de la crisis, Cómo desaparecer completamente. Me gustó mucho el de los cementerios (Alguien camina sobre tu tumba) y me pareció un poco apurada su última novela, Este es el mar. Imagino que la debe estar haciendo pelota la permanente promoción que está haciendo por todo el mundo con las traducciones. Ella me cae muy bien: parece una tana enojada (risas). Samanta Schweblin también me gusta mucho. Lo que pasa en la Argentina es que siempre tiene innumerables autores secretos. Me gusta mucho el libro de cuentos El interior S.A. de Alejandro Güerri. Hay una rosarina, Delia Crochet, que no es una escritora nueva, pero si secreta, que también es una cuentista extraordinaria. El otro tipo raro que en su momento impactó, después desapareció, reapareció y volvió a desaparecer es el que hace unos años escribió La conspiración de los porteros… Ricardo Colautti. Siempre me gustaron mucho Pablo De Santis y Fabián Casas. Y Pedro Mairal, por supuesto, que es un grande. El gran surubí es una novela que no se puede creer. Muy fuerte. Otro que me gusta mucho es Osvaldo Aguirre: leer su novela policial Todos mienten es como ver una película de Brian De Palma. De las buenas, obvio (risas). Y Aira, claro, que es como la literatura argentina: a veces saca unos libros de mierda que lo querés matar, y otros muy buenos, pero fuera del “estilo Aira”. Una cosa estúpida que hacen sus fanáticos es decir “¡Ay, de Aira no se puede hablar de tan genial que es!”. ¡Pero dejate de joder! Por supuesto que tiene libros que te parten la cabeza, como La vida nueva.
-¿Ese carácter multifacético define a la literatura argentina?
-En la literatura argentina, hagas lo que hagas, va a haber otras siete u ocho personas que hacen lo mismo que vos. Aunque seas un chiflado, aunque hagas literatura nazi va a haber otros siete autores nazis. Acá hay literatura experimental, policial, realista… Una de las cosas chotas que tiene Buenos Aires, es el berretín de convertir en genios a autores jóvenes que recién comienzan, porque los hunden. Eso es culpa de las editoriales.
De Macri a Cristina y de Uruguay a la Argentina
Gandolfo, periodista al fin, pregunta por la situación de Tiempo, por la cooperativa y le resumo en tres líneas un año y medio de luchas. Cuando el relato llega a la intrusión sufrida a manos de la patota dirigida por el supuesto empresario Mariano Martínez Rojas, no puede evitar reírse, aunque sabe que la cosa no tiene ninguna gracia. “Eso es muy de esta época: ¡Macri es terrible, loco! Es infinitamente más cretino que cualquier editorial chica o grande, aún la peor (risas). El tipo no puede parar.”
-¿Pero Macri es el único responsable del clima social?
-Claro que no. También hay una especie de vaciamiento cerebral en el que mucha gente sigue estando dispuesta a darle un tiempo más para que haga lo suyo. Creo que es un error, porque lo único que va a hacer es acentuar la tendencia. Además si hay un tipo al que no podés llamar limpio es a él. Pero hay buena gente que no puede ver esa realidad. Su único argumento es “¡Afanaron, afanaron!”, pero si les pedís que demuestren que acá realmente no quedaba un mango tampoco lo pueden hacer. Además no hay un solo juicio eficaz en contra de nadie y eso es muy loco.
-Bueno, a los juicios los siguen promoviendo.
-No: los siguen manteniendo. No es lo mismo: mantienen el tema eterno. En Uruguay no entienden cómo es que si realmente Cristina está involucrada en delitos tan terribles puede entonces presentarse como candidata.
-¿Resulta difícil entender a la Argentina desde Uruguay?
-Totalmente. El peronismo no les entra en la cabeza. Los consideran unos delirantes de mierda y que menos mal que allá no son como acá (risas). Alguien que pensó muy bien nuestras diferencias fue Carlos Real de Azúa, que escribió un libro llamado Uruguay, ¿una sociedad amortiguadora?, en el que estudia el origen de los dos países. Dice que la Argentina nace, se desarrolla y va a seguir en la confrontación eterna, mientras que Uruguay nace, se desarrolla y va a seguir en la negociación eterna, y que ninguno de los dos métodos es mejor que el otro, sino que son igualmente cagadores.
Sobre García Márquez y Vargas Llosa
-Hace unas semanas se le dio manija a lo que Vargas Llosa dijo sobre García Márquez después de muchos años de enemistad. ¿Leiste algo?
-No. Pero Vargas Llosa ya no sabe qué hacer para seguir en el candelero. ¿Qué dijo?
-Habló de sus diferencias políticas, dando a entender que él siempre estuvo del lado correcto, mientras que García Márquez eligió el suyo por conveniencia.
-Es que una vez que García Márquez prácticamente se casó con Fidel Castro a Vargas Llosa se le deben haber roto los huevos. Y después estuvo la trompada que Vargas Llosa le da en México. Eso está muy bien contado en Aquellos años del Boom, el libro de 900 páginas del periodista español Xavi Ayén, lo mejor que se escribió sobre el tema. Un gran laburo de periodismo cultural… Lo que pasa también es que Vargas Llosa es un forro… (risas).
-¿Por qué?
-Por ejemplo: él estuvo casado con una tía y sobre esa relación escribe una novela, La tía Julia y el escribidor. En un momento le dona a ella los derechos del libro, pero después se los saca, porque sí. Eso no está bueno.
-¿Cómo inciden estas opiniones personales en tu consideración sobresu obra?
-Alguna época de Vargas Llosa me gusta mucho. La última novela que me gustó es La fiesta del chivo, pero me causa impresión lo malo que es ahora. Además ideológicamente es muy de derecha… pero de derecha aburrido, un opio. Sobre todo cuando escribe sus columnas, donde apoya cualquier cosa. Está como atrapado por sí mismo y a veces me causa hasta cierta gracia.
-¿Y García Márquez?
-Cien años de soledad la leí un par de años después que salió y me costó bastante. Sus libros más extraordinarios me parecen El coronel no tiene quien le escriba y Crónica de una muerte anunciada, que es una proeza técnica bestial, porque te deschaba todo en el primer párrafo pero después te tiene igual agarrado de las pelotas hasta el final.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
jueves, 10 de agosto de 2017
CINE - "El fútbol o yo", de Marcos Carnevale: Jugada de taquito que salió pifiada
Con su nueva película, El fútbol o yo, dirigida por Marcos Carnevale, Adrián Suar sigue apostando a caballo ganador. Es decir: se calza uno de esos personajes que le salen de memoria, se abraza a una historia que tranquilamente podría ser el argumento de una serie costumbrista, esas que durante años fueron la marca registrada de su productora Pol-ka, y apuesta por la comedia, el género que desde hace más de una década lo convirtió de manera decidida en una de las figuras más taquilleras del cine argentino.
Una apuesta segura, por supuesto, pero también conservadora. Y no sólo comercialmente, en tanto se aferra a un modelo de éxito probado –tratándose de una película en torno de un espectador adicto al fútbol es una tentación volver a la máxima que afirma que “equipo que gana no se toca”–, sino también en lo artístico, ya que representa un trabajo que desde lo actoral Suar realiza de taquito. Y se nota, algo que en este caso no es un elogio.
Es necesario aclarar, para ser justos, que El fútbol o yo ofrece algunos momentos de diversión genuina al contar la historia de Pedro, un hombre cuya compulsión por ver todos los partidos de fútbol que puede, ya sea en la cancha o por televisión, acaba por poner a su vida al filo del derrumbe. Pedro pierde su trabajo como ejecutivo en una empresa importante, luego de que las cámaras de seguridad lo pescan viendo fútbol todo el tiempo en horario de oficina, y su mujer lo conmina con la frase del título a ver qué es lo que quiere hacer con su vida. Sin embargo también debe ser dicho que los mejores momentos surgen sobre todo del mérito individual de algunos miembros del elenco. Sobre todo del trabajo de Alfredo Casero, quien interpreta a uno de los miembros de un grupo de alcohólicos anónimos al que el protagonista acude cuando reconoce que tiene un problema, o a Miriam Odorico, a cargo de un papel breve pero efectivo. Y a veces, claro, a Adrián Suar.
Porque en cuanto a la historia, su construcción se aferra a estructuras convencionales con una rigidez que le impide al relato avanzar libremente. Producto de esa decisión ocurre que en El fútbol o yo todo está en su lugar y no hay espacio para ninguna (ninguna) sorpresa, ni siquiera en sus mejores momentos. La forma de abordar al personaje es siempre superficial y se lamenta que la trama no se permita ir más profundo en una cuestión de la cual su adicción al fútbol parece ser apenas el avatar más visible. Porque lo que en el fondo parece estar ocurriéndole a Pedro es ni más ni menos que la crisis de la mediana edad, algo que solo podría haber aparecido con una mirada más atenta, más humana del personaje. Por el contrario, la película se contenta con ponerle la cámara encima para seguirlo bien de cerca y no perderse ni uno de los tropiezos que irá dando en su desorientado periplo, para reírse de él, de sus desventuras y de su patético deambular de una escena emotiva a la otra, solo porque el recetario de la comedia así lo prescribe.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Una apuesta segura, por supuesto, pero también conservadora. Y no sólo comercialmente, en tanto se aferra a un modelo de éxito probado –tratándose de una película en torno de un espectador adicto al fútbol es una tentación volver a la máxima que afirma que “equipo que gana no se toca”–, sino también en lo artístico, ya que representa un trabajo que desde lo actoral Suar realiza de taquito. Y se nota, algo que en este caso no es un elogio.
Es necesario aclarar, para ser justos, que El fútbol o yo ofrece algunos momentos de diversión genuina al contar la historia de Pedro, un hombre cuya compulsión por ver todos los partidos de fútbol que puede, ya sea en la cancha o por televisión, acaba por poner a su vida al filo del derrumbe. Pedro pierde su trabajo como ejecutivo en una empresa importante, luego de que las cámaras de seguridad lo pescan viendo fútbol todo el tiempo en horario de oficina, y su mujer lo conmina con la frase del título a ver qué es lo que quiere hacer con su vida. Sin embargo también debe ser dicho que los mejores momentos surgen sobre todo del mérito individual de algunos miembros del elenco. Sobre todo del trabajo de Alfredo Casero, quien interpreta a uno de los miembros de un grupo de alcohólicos anónimos al que el protagonista acude cuando reconoce que tiene un problema, o a Miriam Odorico, a cargo de un papel breve pero efectivo. Y a veces, claro, a Adrián Suar.
Porque en cuanto a la historia, su construcción se aferra a estructuras convencionales con una rigidez que le impide al relato avanzar libremente. Producto de esa decisión ocurre que en El fútbol o yo todo está en su lugar y no hay espacio para ninguna (ninguna) sorpresa, ni siquiera en sus mejores momentos. La forma de abordar al personaje es siempre superficial y se lamenta que la trama no se permita ir más profundo en una cuestión de la cual su adicción al fútbol parece ser apenas el avatar más visible. Porque lo que en el fondo parece estar ocurriéndole a Pedro es ni más ni menos que la crisis de la mediana edad, algo que solo podría haber aparecido con una mirada más atenta, más humana del personaje. Por el contrario, la película se contenta con ponerle la cámara encima para seguirlo bien de cerca y no perderse ni uno de los tropiezos que irá dando en su desorientado periplo, para reírse de él, de sus desventuras y de su patético deambular de una escena emotiva a la otra, solo porque el recetario de la comedia así lo prescribe.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 6 de agosto de 2017
CINE - Santiago Loza: Un luminoso acto de redención
“Soy un pesimista desesperadamente esperanzado”, me dijo Santiago Loza cuando nos conocimos hace ocho años, durante una entrevista por el estreno de La invención de la carne. No había visto sus películas anteriores (Extraño, 2003; Cuatro mujeres descalzas, 2004; y Ártico, 2008), pero lo que mostraba en esta parecía encajar con precisión dentro de esa definición de sí mismo que también vale para sus trabajos posteriores (Rosa patria, 2008; La paz, 2013; o Los labios, 2010, codirigida con Iván Fund, entre otros).
En ella cuenta el viaje que realizan dos jóvenes tras conocerse en una clase de anatomía en la que él es uno de los alumnos y ella, la que se alquila para que los estudiantes realicen sus prácticas sobre un cuerpo vivo. La piedad y el pulso amoroso con que Loza sigue y aborda a sus personajes permiten imaginar que comparte con ellos esa sensibilidad, su tristeza, y de ese modo convierte el dolor en película.
Loza filma sus sombras y así como se lo reconoce en esa oscuridad emocional, no menos íntima y propia resulta la naturalidad luminosamente humana de la mirada con la que contempla todo, dejando siempre entreabierta una puerta de salida a disposición de sus criaturas. “Si uno retrata aun situaciones muy extremas con cierta belleza y cierto cuidado, eso ya es esperanzador”, me dijo también aquella mañana. Y por cierto que así es como se percibe su cine: como un exorcismo a corazón abierto en el que la esperanza siempre consigue arrojar fuera del cuerpo al fantasma de un pesimista confeso. Un acto de redención a través de la belleza.
Columna publicada originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino, como complemento de la entrevista a Santiago Loza, realizada por Mónica López Ocón, con motivo de la publicación de su primera novela, El hombre que duerme a mí lado.
En ella cuenta el viaje que realizan dos jóvenes tras conocerse en una clase de anatomía en la que él es uno de los alumnos y ella, la que se alquila para que los estudiantes realicen sus prácticas sobre un cuerpo vivo. La piedad y el pulso amoroso con que Loza sigue y aborda a sus personajes permiten imaginar que comparte con ellos esa sensibilidad, su tristeza, y de ese modo convierte el dolor en película.
Loza filma sus sombras y así como se lo reconoce en esa oscuridad emocional, no menos íntima y propia resulta la naturalidad luminosamente humana de la mirada con la que contempla todo, dejando siempre entreabierta una puerta de salida a disposición de sus criaturas. “Si uno retrata aun situaciones muy extremas con cierta belleza y cierto cuidado, eso ya es esperanzador”, me dijo también aquella mañana. Y por cierto que así es como se percibe su cine: como un exorcismo a corazón abierto en el que la esperanza siempre consigue arrojar fuera del cuerpo al fantasma de un pesimista confeso. Un acto de redención a través de la belleza.
Columna publicada originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino, como complemento de la entrevista a Santiago Loza, realizada por Mónica López Ocón, con motivo de la publicación de su primera novela, El hombre que duerme a mí lado.
viernes, 4 de agosto de 2017
CINE - "Lantéc chaná", de Marina Zeising: El último hombre en la tierra
El documental Lantéc chaná, de Marina Zeising, rescata un caso que merece conocerse no sólo porque registra un hecho vital de la identidad multicultural argentina, sino uno que es único en el mundo. Se trata de la historia de Blas Jaime, último hablante de chaná, lengua que se creía extinguida desde finales del siglo XIX junto con el pueblo litoraleño del mismo nombre. Para mensurar la importancia de Jaime basta mencionar que su aparición motivó la inclusión del chaná en el Atlas Universal de Lenguas de la UNESCO como uno de los 18 idiomas hablados dentro del territorio argentino, consignando que sólo existe 1 (un) hablante.
Jaime cuenta que aprendió el chaná a través de su madre, quien le transmitió lo que ella misma había aprendido de madre, y esta de su abuela, siempre por vía oral. Una lengua materna, nunca mejor dicho. El dato revela más que lo que la anécdota cuenta, porque habla del rol de la mujer dentro de la sociedad chaná como guardiana y transmisora del acervo de su pueblo. Un matriarcado cultural, idea que se confirma en el hecho de que ellas eran además las encargadas de realizar las tareas de alfarería, produciendo las piezas destinadas a la labor doméstica, pero también aquellas que cumplían funciones decorativas o religiosas.
“Las mujeres eran las que impulsaban los cambios de lugar [mudanzas]”, cuenta Jaime. “Y cuando se abandonaba un territorio, ellas rompían todas las vasijas y las iban arrojando por el camino para dejar atrás los malos espíritus que hubiera ahí”. A través de él también es posible conocer algunas de las costumbres de los hombres dentro de la tradición chaná. Al hablar de sí mismo dirá: “yo nunca he llorado todavía. Ni río ni lloro. Ni risa ni llanto, ni baile ni canto. El hombre, el guerrero, no canta ni baila, ni se rinde ni se arrodilla ni traiciona. Todas esas son las utapec, las prohibiciones de la cultura”.
Desde lo cinematográfico Lantéc chaná realiza un estupendo trabajo de fotografía, sobre todo en el retrato de los distintos espacios geográficos que se recorren durante el relato. Como contrapartida, en general no logra ir más allá de las herramientas básicas más usadas para presentar los testimonios recogidos, haciendo que el relato oscile entre una narrativa esquemática y el alto impacto visual.
Por encima de ambos elementos se encuentra la potencia de su protagonista, sobre quien la película se apoya de manera absoluta. El peso de los relatos de Jaime alcanza para incrementar el valor de Lantéc chaná. Su explicación de por qué se extinguieron su lengua y su pueblo es un buen ejemplo. Cuenta que los españoles tenían un método eficaz para imponer su idioma a los aborígenes, evitando que las culturas locales se propaguen a través de las lenguas originales. Dice el protagonista que a los niños que en lugar de hablar castellano lo hacían en el idioma de sus padres se les cortaba la punta de la lengua. A las niñas en cambio se les pinchaba un ojo. “Así cualquier idioma se pierde”, concluye.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Jaime cuenta que aprendió el chaná a través de su madre, quien le transmitió lo que ella misma había aprendido de madre, y esta de su abuela, siempre por vía oral. Una lengua materna, nunca mejor dicho. El dato revela más que lo que la anécdota cuenta, porque habla del rol de la mujer dentro de la sociedad chaná como guardiana y transmisora del acervo de su pueblo. Un matriarcado cultural, idea que se confirma en el hecho de que ellas eran además las encargadas de realizar las tareas de alfarería, produciendo las piezas destinadas a la labor doméstica, pero también aquellas que cumplían funciones decorativas o religiosas.
“Las mujeres eran las que impulsaban los cambios de lugar [mudanzas]”, cuenta Jaime. “Y cuando se abandonaba un territorio, ellas rompían todas las vasijas y las iban arrojando por el camino para dejar atrás los malos espíritus que hubiera ahí”. A través de él también es posible conocer algunas de las costumbres de los hombres dentro de la tradición chaná. Al hablar de sí mismo dirá: “yo nunca he llorado todavía. Ni río ni lloro. Ni risa ni llanto, ni baile ni canto. El hombre, el guerrero, no canta ni baila, ni se rinde ni se arrodilla ni traiciona. Todas esas son las utapec, las prohibiciones de la cultura”.
Desde lo cinematográfico Lantéc chaná realiza un estupendo trabajo de fotografía, sobre todo en el retrato de los distintos espacios geográficos que se recorren durante el relato. Como contrapartida, en general no logra ir más allá de las herramientas básicas más usadas para presentar los testimonios recogidos, haciendo que el relato oscile entre una narrativa esquemática y el alto impacto visual.
Por encima de ambos elementos se encuentra la potencia de su protagonista, sobre quien la película se apoya de manera absoluta. El peso de los relatos de Jaime alcanza para incrementar el valor de Lantéc chaná. Su explicación de por qué se extinguieron su lengua y su pueblo es un buen ejemplo. Cuenta que los españoles tenían un método eficaz para imponer su idioma a los aborígenes, evitando que las culturas locales se propaguen a través de las lenguas originales. Dice el protagonista que a los niños que en lugar de hablar castellano lo hacían en el idioma de sus padres se les cortaba la punta de la lengua. A las niñas en cambio se les pinchaba un ojo. “Así cualquier idioma se pierde”, concluye.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "Vuelo nocturno", de Nicolás Herzog: El mito y la geología del tiempo
Igual que un minero cava cada vez más profundo en busca del tesoro de su vida, o como un trovador, un contador de historias populares que en su continuidad también narran la historia de su propio pueblo, Nicolás Herzog presenta su segunda película, Vuelo nocturno, como un desvío que retoma un sendero que había quedado abierto en su ópera prima, Orquesta roja (2010). Se trata del relato mítico que revela la conexión argentina detrás de El principito, la obra ineludible de Antoine de Saint-Exupery, aquel aviador, fotógrafo y escritor que vivió algún tiempo en el país durante su juventud. Es decir, antes de convertirse en el autor del libro más traducido en la historia después de la mismísima Biblia. Cuenta esa “leyenda” que el francés, quien se encontraba en la Argentina como director de la Aeropostal francesa, en uno de sus vuelos debió aterrizar forzosamente en los inmensos jardines de un castillo habitado por una aristocrática familia de Concordia, Entre Ríos. Y que ahí conoció a Suzane y Edna, las dos niñas de la casa, con quienes de inmediato lo unió un gran cariño. Siempre se ha dicho que Saint-Exupery se inspiró en aquel vínculo para escribir su novela Tierra de hombres, pero que ahí también brotó el germen de su libro más famoso.
Esa historia ya había sido rozada por Herzog en su primer film, donde las ruinas del castillo San Carlos ocupaban un rol vital. Ese fue el improvisado escenario que en los ‘90 un grupo de militantes de izquierda, con la complicidad del canal Crónica TV, utilizaron para fraguar la noticia de un comando guerrillero que amenazaba con tomar las armas para “combatir al capital”. Una anécdota absurda que es el corazón de Orquesta roja, pero que dejaba abierto el misterio de aquel castillo abandonado. Siete años después el director reconstruye con detalle el paso del piloto escritor por tierra entrerriana y su relación con aquellas niñas que en realidad no eran tales, sino dos jóvenes de las que el francés parece haberse enamorado. Al menos platónicamente.
Herzog cuenta una historia de fantasmas y se vale de los únicos medios capaces de aprehender sus presencias: la fotografía, las grabaciones de audio y sobre todo, la memoria. A partir de fotos familiares, de viejas películas en las que las dos hermanas, ya grandes, retoman su relación con el piloto francés, y de la memoria de la gente del pueblo o de los familiares del autor de El principito, el director va aportando documentos a su reconstrucción. Sin embargo, lejos de cumplir con el objetivo de documentar, el efecto de Vuelo nocturno parece ser el contrario: el de alimentar la leyenda. Elementos para ellos sobran. Alcanza con mencionar la grabación en la que el propio Saint-Exupery realiza una serie de notas sonoras para una versión cinematográfica de Tierra de hombres, que Jean Renoir, nada menos, pensaba rodar en los Estados Unidos. Quizá se vuelvan excesivas las escenas dramatizadas con las que Herzog reconstruye escenas con dos niñas jugando a ser Suzane y Edna, pero más allá de ellas consigue llegar a lo profundo del mito. Al menos tan profundo como las capas del tiempo acumulado lo permiten.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Esa historia ya había sido rozada por Herzog en su primer film, donde las ruinas del castillo San Carlos ocupaban un rol vital. Ese fue el improvisado escenario que en los ‘90 un grupo de militantes de izquierda, con la complicidad del canal Crónica TV, utilizaron para fraguar la noticia de un comando guerrillero que amenazaba con tomar las armas para “combatir al capital”. Una anécdota absurda que es el corazón de Orquesta roja, pero que dejaba abierto el misterio de aquel castillo abandonado. Siete años después el director reconstruye con detalle el paso del piloto escritor por tierra entrerriana y su relación con aquellas niñas que en realidad no eran tales, sino dos jóvenes de las que el francés parece haberse enamorado. Al menos platónicamente.
Herzog cuenta una historia de fantasmas y se vale de los únicos medios capaces de aprehender sus presencias: la fotografía, las grabaciones de audio y sobre todo, la memoria. A partir de fotos familiares, de viejas películas en las que las dos hermanas, ya grandes, retoman su relación con el piloto francés, y de la memoria de la gente del pueblo o de los familiares del autor de El principito, el director va aportando documentos a su reconstrucción. Sin embargo, lejos de cumplir con el objetivo de documentar, el efecto de Vuelo nocturno parece ser el contrario: el de alimentar la leyenda. Elementos para ellos sobran. Alcanza con mencionar la grabación en la que el propio Saint-Exupery realiza una serie de notas sonoras para una versión cinematográfica de Tierra de hombres, que Jean Renoir, nada menos, pensaba rodar en los Estados Unidos. Quizá se vuelvan excesivas las escenas dramatizadas con las que Herzog reconstruye escenas con dos niñas jugando a ser Suzane y Edna, pero más allá de ellas consigue llegar a lo profundo del mito. Al menos tan profundo como las capas del tiempo acumulado lo permiten.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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jueves, 3 de agosto de 2017
CINE "Conjuros del más allá" (The Void), de J. Gillespie y S. Kostanski: Cinefilia (nada) barata y monstruos de goma
Cuando una película consigue reanimar con tanta potencia el espíritu de ese cine de terror al que se identifica con los años ‘80, trayendo de entre los recuerdos más profundos los nombres de John Carpenter, Clive Barker o Wes Craven, entre otros, para reproducir la misma sensación de sequedad en la boca que provocaba el hecho de ser espectador de sus creaciones más abrumadoras, entonces, sólo por esa maldita bendición se le debe al menos gratitud. La canadiense Conjuros del más allá, dirigida por la joven dupla que integran Jeremy Gillespie y Steven Kostanski, es esa película capaz de recuperar la memoria emotiva de aquellas experiencias juveniles, en las que el miedo era una fiesta a la que siempre se estaba invitado. La red que esta teje con la estética a la que se acaba de aludir es amplia y excede la mera enumeración de cineastas y referencias específicas, que por otro lado son fácilmente detectables. Porque si bien es cierto que los títulos a los que parece homenajear es interminable (El enigma de otro mundo, de Carpenter; Hellraiser, de Barker, o Re-Animator, de Stuart Gordon, por nombrar sólo a tres de ellos), también lo es que desde el guión y la dirección artística se ha hecho todo lo posible para que esta sensación pueda ser percibida con fuerza por cualquier espectador.
Ya desde el inicio mismo del relato, su puesta en escena y ubicación temporal, Gillespie y Kostanski eligen que los ‘80 (quizá los primeros ‘90) sean el campo de batalla sobre el que tendrá lugar la acción. La ausencia de telefonía celular; los viejos monitores de las computadoras, donde el sistema titila en luminosas letras verdes; o los modelos de los automóviles, entre otros detalles, establecen con certeza un tiempo que no es presente, sino un brumoso pasado próximo. Los directores, que también son los guionistas, deciden arrancar la narración in media res, para que de entrada a nadie le queden dudas de que la cosa va en serio.
La película reproduce en primera instancia el famoso dispositivo de encierro carpenteriano, en el que un grupo heterogéneo, aislado del mundo dentro de un viejo hospital, se ve obligado a enfrentar una inexplicable amenaza circundante, a la vez que son acosados por un enemigo interno no menos abominable y monstruoso. Pero la dupla no se conforma con hacer funcionar ese mecanismo, sino que le suma a la fórmula una siniestra secta esotérica liderada por un infernal científico loco, un purulento ejército de muertos vivos y una conexión cósmico- lisérgica con submundos demoníacos. Sí, es cierto, nada que ya no haya sido explorado por la primera temporada de la exitosa Stranger Things, aunque sin una sola pizca de esa fantasía naïve que todo el tiempo sobrevuela a la exitosa serie televisiva, que este año tendrá su esperada continuación.
Como en ella, en Conjuros del más allá también hay una pasión por lo analógico, por los monstruos de látex, las vísceras colgantes, los fluidos reales y el maquillaje tradicional, que le devuelven al género la sustancia física que aquella generación de cineastas supo explotar más de 30 años atrás. Sin embargo, si bien resultará grata para quienes el miedo y el asco representen experiencias disfrutables per se, hay algo de inconcluso, de excesivo y fallido en el pantagruélico pastiche que ofrecen Gillespie y Kostanski. Y es que por momentos la mera acumulación de detalles se termina pareciendo a un collage barroco y hasta surrealista, antes que a una serie de elementos encadenados con una lógica narrativa y con un fin bien determinado.
Como si se tratara de un cadáver exquisito en el que las partes se fueron sumando más allá del todo, confiando en que toda serie es capaz de generar un sentido, los elementos de los que se compone la trama parecen alimentar un enigma que no necesariamente podrá ser explicado. Pero si algo enseña el policial –y la máxima aplica a cualquier género en el que la intriga sea parte vital de la ecuación–, es que las pistas deben poder ordenarse para permitir que el misterio sea resuelto no sólo por los protagonistas sino, sobre todo, por el espectador. En cambio, en Conjuros del más allá parece haber sido más importante el trabajo de crear las preguntas que intentar responderlas y eso, sin remedio, se vuelve una debilidad que no puede evitar mencionarse. Con una ventaja: Gillespie y Kostanski se proponen y consiguen que de todas formas el recorrido completo sea grato de transitar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Ya desde el inicio mismo del relato, su puesta en escena y ubicación temporal, Gillespie y Kostanski eligen que los ‘80 (quizá los primeros ‘90) sean el campo de batalla sobre el que tendrá lugar la acción. La ausencia de telefonía celular; los viejos monitores de las computadoras, donde el sistema titila en luminosas letras verdes; o los modelos de los automóviles, entre otros detalles, establecen con certeza un tiempo que no es presente, sino un brumoso pasado próximo. Los directores, que también son los guionistas, deciden arrancar la narración in media res, para que de entrada a nadie le queden dudas de que la cosa va en serio.
La película reproduce en primera instancia el famoso dispositivo de encierro carpenteriano, en el que un grupo heterogéneo, aislado del mundo dentro de un viejo hospital, se ve obligado a enfrentar una inexplicable amenaza circundante, a la vez que son acosados por un enemigo interno no menos abominable y monstruoso. Pero la dupla no se conforma con hacer funcionar ese mecanismo, sino que le suma a la fórmula una siniestra secta esotérica liderada por un infernal científico loco, un purulento ejército de muertos vivos y una conexión cósmico- lisérgica con submundos demoníacos. Sí, es cierto, nada que ya no haya sido explorado por la primera temporada de la exitosa Stranger Things, aunque sin una sola pizca de esa fantasía naïve que todo el tiempo sobrevuela a la exitosa serie televisiva, que este año tendrá su esperada continuación.
Como en ella, en Conjuros del más allá también hay una pasión por lo analógico, por los monstruos de látex, las vísceras colgantes, los fluidos reales y el maquillaje tradicional, que le devuelven al género la sustancia física que aquella generación de cineastas supo explotar más de 30 años atrás. Sin embargo, si bien resultará grata para quienes el miedo y el asco representen experiencias disfrutables per se, hay algo de inconcluso, de excesivo y fallido en el pantagruélico pastiche que ofrecen Gillespie y Kostanski. Y es que por momentos la mera acumulación de detalles se termina pareciendo a un collage barroco y hasta surrealista, antes que a una serie de elementos encadenados con una lógica narrativa y con un fin bien determinado.
Como si se tratara de un cadáver exquisito en el que las partes se fueron sumando más allá del todo, confiando en que toda serie es capaz de generar un sentido, los elementos de los que se compone la trama parecen alimentar un enigma que no necesariamente podrá ser explicado. Pero si algo enseña el policial –y la máxima aplica a cualquier género en el que la intriga sea parte vital de la ecuación–, es que las pistas deben poder ordenarse para permitir que el misterio sea resuelto no sólo por los protagonistas sino, sobre todo, por el espectador. En cambio, en Conjuros del más allá parece haber sido más importante el trabajo de crear las preguntas que intentar responderlas y eso, sin remedio, se vuelve una debilidad que no puede evitar mencionarse. Con una ventaja: Gillespie y Kostanski se proponen y consiguen que de todas formas el recorrido completo sea grato de transitar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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