Uno de mis primeros trabajos después de la secundaria fue repartir diarios en Villa Luro, que por entonces era mi barrio. No tenía más de dieciocho cuando me levantaba de madrugada para hacer la primera ronda de reparto por los edificios de la cuadra, actividad que tenía para mí algo de intrusión y eso multiplicaba mi entusiasmo. Alucinaba con encontrar alguna vecina recién levantada que saliera a la puerta en bata para agradecerme el encargo en persona: de más está decir que mi fantasía porno soft nunca se cumplió, pero el destino me lo compensó con otro tipo de especias.
Una mañana de invierno, en el umbral de un local del barrio encontré un paquetito prolijo en el que un alma no sé si bondadosa o torturada, había dejado dos o tres números de la revista Eroticón y varios libros de temáticas afines. Una novela erótica y el Kama Sutra fueron parte del hallazgo, pero el que más me sorprendió fue un ejemplar del Ananga Ranga, poema indio medieval cuyo título fermentó en mí las más lúbricas interpretaciones, en el que el autor da instrucciones explicitas para que los maridos aprendan a promover el amor de sus esposas a partir del goce sexual.
No voy a mentir diciendo que lo leí completo pero, eso sí, las revistas se convirtieron en material de consulta permanente durante los últimos años de mi adolescencia.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
domingo, 30 de marzo de 2014
viernes, 28 de marzo de 2014
CINE - "Lo mejor de nuestras vidas" (Casse-tête chinois), de Cédric Klapisch: Todo en su lugar (común)
Comedia francesa a la americana o comedia americana a la francesa, Lo mejor de nuestras vidas resulta un film híbrido que apenas consigue hacer equilibrio a mitad de ese camino. Porque no es, en rigor, una comedia americana en el sentido clásico y mucho menos en el moderno, tan lejos de Billy Wilder como de Judd Apatow. Pero tampoco lo que se entiende por comedia francesa cuando se piensa en puntos distantes como Pierre Etaix o Francis Veber. No es que debiera ser una cosa o la otra, no. Es sólo que Lo mejor de nuestras vidas conjura los lugares comunes del cine mainstream, se filme donde se filme: una comedia romántica cargada de estereotipos, con una trama tan amplia como para captar públicos diversos y más preocupada por la cáscara que por el contenido.
En busca de esa improbable panacea cinematográfica (una película que guste a todos), el guionista y director Cédric Klapisch plantea en esta tercera parte de una saga que incluye otros dos filmes (Piso compartido, de 2002, y Las muñecas rusas, de 2005) la historia de Xavier, un incipiente cuarentón que creyendo tener todo resuelto se encuentra con que, de un día para otro, su mundo queda patas arriba. Casado con una inglesa, dos hijos hermosos, una prometedora carrera como escritor y departamento en París, todo se desmorona cuando decide ayudar a que su mejor amiga (y lesbiana) Isabelle pueda cumplir el sueño de ser madre. Tomando como punto de partida el modelo de familias ensambladas y la disfuncionalidad propia de la vida en el siglo XXI, Klapisch utiliza una forma de relato que remeda la lógica de Windows, el sistema operativo más famoso del mundo, con ventanas narrativas abriéndose acá y allá para hacer que la historia avance. Aunque él prefiere jugar con la idea del rompecabezas chino. Como sea, el sistema le permite ir y venir en el tiempo, intercalar sin aviso la realidad con la fantasía, y meter o sacar personajes muchas veces sin saber bien de dónde, solo para poder resolver (o complicar aún más) las vueltas de tuerca del guión. De este modo el director corporiza lo que el propio Xavier dice con claridad al comienzo de la película: su dificultad para hacer que su vida vaya del punto A hasta el punto B sin perderse en innumerables desvíos.
El relato se traslada a Nueva York cuando su mujer decide dejarlo por otro tipo y se lleva para allá a los chicos. La Gran Manzana es el lugar ideal para sumar estereotipos, con la lesbiana que quiere ser madre y el separado que no sabe cómo rehacer su vida en los papeles principales, y taxistas chinos, niñeras pacatas dispuestas a perder la cabeza, o abogados baratos y parlanchines como secundarios. Klapisch confunde complejo con complicado y a pesar de la omnipresencia de la figura de Xavier, solo en contadas ocasiones consigue ir más allá de las consecuencias superficiales que las diferentes situaciones provocan en él. Ahí donde debiera generar empatía o intimidad, Lo mejor de nuestras vidas apenas permite mirar desde afuera, cómodamente, alegres y sin compromiso, el espectáculo de la vida ajena. El resultado es una comedia complaciente con, por supuesto, final feliz.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
En busca de esa improbable panacea cinematográfica (una película que guste a todos), el guionista y director Cédric Klapisch plantea en esta tercera parte de una saga que incluye otros dos filmes (Piso compartido, de 2002, y Las muñecas rusas, de 2005) la historia de Xavier, un incipiente cuarentón que creyendo tener todo resuelto se encuentra con que, de un día para otro, su mundo queda patas arriba. Casado con una inglesa, dos hijos hermosos, una prometedora carrera como escritor y departamento en París, todo se desmorona cuando decide ayudar a que su mejor amiga (y lesbiana) Isabelle pueda cumplir el sueño de ser madre. Tomando como punto de partida el modelo de familias ensambladas y la disfuncionalidad propia de la vida en el siglo XXI, Klapisch utiliza una forma de relato que remeda la lógica de Windows, el sistema operativo más famoso del mundo, con ventanas narrativas abriéndose acá y allá para hacer que la historia avance. Aunque él prefiere jugar con la idea del rompecabezas chino. Como sea, el sistema le permite ir y venir en el tiempo, intercalar sin aviso la realidad con la fantasía, y meter o sacar personajes muchas veces sin saber bien de dónde, solo para poder resolver (o complicar aún más) las vueltas de tuerca del guión. De este modo el director corporiza lo que el propio Xavier dice con claridad al comienzo de la película: su dificultad para hacer que su vida vaya del punto A hasta el punto B sin perderse en innumerables desvíos.
El relato se traslada a Nueva York cuando su mujer decide dejarlo por otro tipo y se lleva para allá a los chicos. La Gran Manzana es el lugar ideal para sumar estereotipos, con la lesbiana que quiere ser madre y el separado que no sabe cómo rehacer su vida en los papeles principales, y taxistas chinos, niñeras pacatas dispuestas a perder la cabeza, o abogados baratos y parlanchines como secundarios. Klapisch confunde complejo con complicado y a pesar de la omnipresencia de la figura de Xavier, solo en contadas ocasiones consigue ir más allá de las consecuencias superficiales que las diferentes situaciones provocan en él. Ahí donde debiera generar empatía o intimidad, Lo mejor de nuestras vidas apenas permite mirar desde afuera, cómodamente, alegres y sin compromiso, el espectáculo de la vida ajena. El resultado es una comedia complaciente con, por supuesto, final feliz.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
domingo, 16 de marzo de 2014
CINE - Terminó el 17° Festival de Internacional de Cine de Punta del Este: ¡Vamo arriba, Uruguay!
Tras una semana de cine llegó a su fin el Festival Internacional de Cine de Punta del Este, que ha última hora de ayer entregó sus premios en una competencia integrada por producciones latinoamericanas. Dentro de la misma, la presencia más fuerte fue la de Brasil, con tres películas, a las que se sumaron otras seis provenientes de la Argentina, Perú, México, Chile, Venezuela y Paraguay, estas dos últimas realizadas respectivamente en coproducción con España y Argentina. De gran variedad estética, las películas mostraron predilección por algunos tópicos como la problemática política e histórica de la región, la temática de género y las miradas sobre las diferentes idiosincrasias nacionales. Sin grandes favoritas, el film Tatuaje del brasileño Hilton Lacerda se terminó alzando sin embargo con tres de los cuatro premios oficiales del festival, los correspondientes a la mejor película, dirección y actor. Curiosamente el jurado decidió entregar una mención en el rubro Actuación Masculina, que recibió Diego Ruiz, protagonista del film de origen chileno I am from Chile de Gonzalo Díaz Ugarte, y declarar desierto el rubro de Actuación Femenina, en una decisión cuestionable que llamó la atención de todos los presentes.
Ante el paisaje por lo menos gris de una competencia que apenas superó la media, la gran estrella de esta edición fue el cine uruguayo. Sin películas dentro de la categoría principal ni de los panoramas, los trabajos locales se limitaron a la función de apertura y a exhibiciones especiales que terminaron siendo el inesperado y bienvenido plato principal. El festival comenzó con Maracaná, documental dirigido por la dupla integrada por Sebastián Bednarik y Andrés Varela, que reconstruye la leyenda del campeonato mundial de fútbol obtenido por la selección uruguaya en el torneo que se disputó en Brasil, en 1950, cuando derrotó inesperadamente al equipo local. Hito no sólo de orden deportivo, el Maracanazo –nombre con el que se conoce a aquella gesta que sacudió como pocas al deporte más popular del mundo– es un acontecimiento central de la cultura uruguaya y parte fundamental del ser nacional al otro lado del Río de la Plata.
Aunque los directores eligieron abordar el tema a partir de los recursos tradicionales del género, de las cabezas parlantes a un uso copioso del material de archivo (dentro del que se supone se encuentran buena cantidad de imágenes nunca antes vistas), saludablemente el relato dista de ser aséptico. Cargado de pasión futbolera y sobre todo de un espíritu heroico que no desentona con el carácter de patriada que aquel acontecimiento aún tiene para los uruguayos, puede definirse a Maracaná como un film épico. Al estilo de 300, la película de Zack Znyder basada en la historieta de Frank Miller que ya se ha vuelto un clásico a pesar de sus limitaciones, este documental es una versión futbolera de la batalla de las Termópilas, en la que la figura del inolvidable Negro Jefe, Obdulio Varela, prócer del fútbol uruguayo, es la reencarnación del espartano Leónidas.
Con acierto la película pone en paralelo los contextos sociales y sobre todo deportivos de ambos países. Se opone así la fastuosidad con que Brasil se preparó para recibir el primer mundial de fútbol de pos guerra, a la gran crisis del fútbol uruguayo que por entonces venía de una huelga de jugadores, que había durado varios años y generado divisiones entre huelguistas y “carneros”. Por el contrario, Brasil era por primera vez en la historia el favorito excluyente a ganar la copa, privilegio que han mantenido desde entonces hasta la actualidad. Con inteligencia, Maracaná traza las parábolas inversas que recorrieron ambas selecciones: de cenicientas a héroes olímpicos los de celeste; de campeones consumados a genocidas de un sueño colectivo en el caso de los brasileños. Una curiosidad: la proyección contó con la presencia en sala de Alcídes Ghiggia, el otro gran héroe de aquella hazaña, único sobreviviente de aquel equipo y autor del gol que le valió a Uruguay su segundo título del mundo y al mismo tiempo dio vida a la leyenda más grande de la historia del fútbol. Su presencia, sumada al emotivo (y algo patriotero) montaje imaginado por Bednarik y Varela, crearon el ambiente perfecto. Eso explica que la secuencia que culmina en el 2 a 1, tras la corrida interminable de Ghiggia por la banda derecha, desatará el grito de gol de los 500 espectadores, convirtiendo a la sala Cantegrill en una tribuna, algo que en el siglo XXI es muy difícil de ver.
Otra de las producciones uruguayas proyectadas fue El lugar del hijo del montevideano Manolo Nieto, que fuera parte de la programación del último Festival de Cine de Toronto. La misma cuenta con la presencia del prestigioso director argentino Lisandro Alonso entre sus productores y algunos puntos de contacto estéticos y narrativos con el Nuevo Cine Argentino post Mariano Llinás. La película sigue contra viento y marea a Ariel Cruz, un joven militante universitario que ante la repentina muerte de su padre debe volver a su pueblo, en el interior uruguayo, para hacerse cargo de algunas cuestiones pendientes. Con notorias incapacidades físicas cuyo origen, con acierto, el relato no se ocupa de aclarar, Ariel Cruz realizará un itinerario con tres paradas que es a la vez uno y muchos, y que de alguna manera puede leerse como el descenso del Dante hacia el infierno. Por un lado el viaje lo llevará de la ciudad al pueblo y de ahí al campo, formando un triángulo social cuyos vértices se superponen con el recorrido que el personaje realiza entre sus vínculos con la política, el empresariado terrateniente y los trabajadores, espacios cuya credibilidad el guión de Nieto se encarga de demoler a golpes de ironía y sarcasmo. Nadie queda bien parado en el retrato escéptico que el director hace del Uruguay a través de su protagonista, una suerte de Forrest Gump que, como aquel, se va encontrando casi azarosamente ante situaciones puntuales que terminan por trazar un mapa ácido de la historia reciente de su país.
La presencia uruguaya en el festival se completó con los documentales Carretilleros de Aiguá, de Camila Rijo, el divertido Manual del macho alfa, en el que Guillermo Kloetzer asimila las conductas de humanos y lobos marinos, y El padre de Gardel, documental de corte clásico y fondo engañoso realizado por el director Ricardo Casas. Engañoso porque desde el título parece que sólo se trata de un trabajo que pretende aportar pruebas acerca del probable origen uruguayo del más grande artista popular argentino, pero en realidad es mucho más. Se trata de profundizar en la historia del coronel Carlos Escayola, uno de los hombres que forjaron el Uruguay decimonónico. Personaje fascinante, en Escayola confluían las figuras del señor feudal, del mecenas y benefactor de la vida cultural de la ciudad de Tacuarembó, del militar despiadado con los opositores y una vida familiar turbulenta, plagada de secretos de alcoba. La revisión de semejante figura histórica, de quién la película sospecha con bastante certeza que pudiera ser el padre del Zorzal, es también una mirada a una parte silenciada de la historia uruguaya que sirve para comprender mejor toda una época. En la charla posterior, Casas reveló que los descendientes de Escayola, obligados durante más de un siglo a callar la historia del hijo secreto del Coronel, están dispuestos a pedir los estudios de ADN que podrían ponerle (o no) un punto final a la discusión acerca del origen de Carlos Gardel.
Versión ampliada del artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de página/12. Para acceder al texto original, hacer click ACÁ.
Ante el paisaje por lo menos gris de una competencia que apenas superó la media, la gran estrella de esta edición fue el cine uruguayo. Sin películas dentro de la categoría principal ni de los panoramas, los trabajos locales se limitaron a la función de apertura y a exhibiciones especiales que terminaron siendo el inesperado y bienvenido plato principal. El festival comenzó con Maracaná, documental dirigido por la dupla integrada por Sebastián Bednarik y Andrés Varela, que reconstruye la leyenda del campeonato mundial de fútbol obtenido por la selección uruguaya en el torneo que se disputó en Brasil, en 1950, cuando derrotó inesperadamente al equipo local. Hito no sólo de orden deportivo, el Maracanazo –nombre con el que se conoce a aquella gesta que sacudió como pocas al deporte más popular del mundo– es un acontecimiento central de la cultura uruguaya y parte fundamental del ser nacional al otro lado del Río de la Plata.
Aunque los directores eligieron abordar el tema a partir de los recursos tradicionales del género, de las cabezas parlantes a un uso copioso del material de archivo (dentro del que se supone se encuentran buena cantidad de imágenes nunca antes vistas), saludablemente el relato dista de ser aséptico. Cargado de pasión futbolera y sobre todo de un espíritu heroico que no desentona con el carácter de patriada que aquel acontecimiento aún tiene para los uruguayos, puede definirse a Maracaná como un film épico. Al estilo de 300, la película de Zack Znyder basada en la historieta de Frank Miller que ya se ha vuelto un clásico a pesar de sus limitaciones, este documental es una versión futbolera de la batalla de las Termópilas, en la que la figura del inolvidable Negro Jefe, Obdulio Varela, prócer del fútbol uruguayo, es la reencarnación del espartano Leónidas.
Con acierto la película pone en paralelo los contextos sociales y sobre todo deportivos de ambos países. Se opone así la fastuosidad con que Brasil se preparó para recibir el primer mundial de fútbol de pos guerra, a la gran crisis del fútbol uruguayo que por entonces venía de una huelga de jugadores, que había durado varios años y generado divisiones entre huelguistas y “carneros”. Por el contrario, Brasil era por primera vez en la historia el favorito excluyente a ganar la copa, privilegio que han mantenido desde entonces hasta la actualidad. Con inteligencia, Maracaná traza las parábolas inversas que recorrieron ambas selecciones: de cenicientas a héroes olímpicos los de celeste; de campeones consumados a genocidas de un sueño colectivo en el caso de los brasileños. Una curiosidad: la proyección contó con la presencia en sala de Alcídes Ghiggia, el otro gran héroe de aquella hazaña, único sobreviviente de aquel equipo y autor del gol que le valió a Uruguay su segundo título del mundo y al mismo tiempo dio vida a la leyenda más grande de la historia del fútbol. Su presencia, sumada al emotivo (y algo patriotero) montaje imaginado por Bednarik y Varela, crearon el ambiente perfecto. Eso explica que la secuencia que culmina en el 2 a 1, tras la corrida interminable de Ghiggia por la banda derecha, desatará el grito de gol de los 500 espectadores, convirtiendo a la sala Cantegrill en una tribuna, algo que en el siglo XXI es muy difícil de ver.
Otra de las producciones uruguayas proyectadas fue El lugar del hijo del montevideano Manolo Nieto, que fuera parte de la programación del último Festival de Cine de Toronto. La misma cuenta con la presencia del prestigioso director argentino Lisandro Alonso entre sus productores y algunos puntos de contacto estéticos y narrativos con el Nuevo Cine Argentino post Mariano Llinás. La película sigue contra viento y marea a Ariel Cruz, un joven militante universitario que ante la repentina muerte de su padre debe volver a su pueblo, en el interior uruguayo, para hacerse cargo de algunas cuestiones pendientes. Con notorias incapacidades físicas cuyo origen, con acierto, el relato no se ocupa de aclarar, Ariel Cruz realizará un itinerario con tres paradas que es a la vez uno y muchos, y que de alguna manera puede leerse como el descenso del Dante hacia el infierno. Por un lado el viaje lo llevará de la ciudad al pueblo y de ahí al campo, formando un triángulo social cuyos vértices se superponen con el recorrido que el personaje realiza entre sus vínculos con la política, el empresariado terrateniente y los trabajadores, espacios cuya credibilidad el guión de Nieto se encarga de demoler a golpes de ironía y sarcasmo. Nadie queda bien parado en el retrato escéptico que el director hace del Uruguay a través de su protagonista, una suerte de Forrest Gump que, como aquel, se va encontrando casi azarosamente ante situaciones puntuales que terminan por trazar un mapa ácido de la historia reciente de su país.
La presencia uruguaya en el festival se completó con los documentales Carretilleros de Aiguá, de Camila Rijo, el divertido Manual del macho alfa, en el que Guillermo Kloetzer asimila las conductas de humanos y lobos marinos, y El padre de Gardel, documental de corte clásico y fondo engañoso realizado por el director Ricardo Casas. Engañoso porque desde el título parece que sólo se trata de un trabajo que pretende aportar pruebas acerca del probable origen uruguayo del más grande artista popular argentino, pero en realidad es mucho más. Se trata de profundizar en la historia del coronel Carlos Escayola, uno de los hombres que forjaron el Uruguay decimonónico. Personaje fascinante, en Escayola confluían las figuras del señor feudal, del mecenas y benefactor de la vida cultural de la ciudad de Tacuarembó, del militar despiadado con los opositores y una vida familiar turbulenta, plagada de secretos de alcoba. La revisión de semejante figura histórica, de quién la película sospecha con bastante certeza que pudiera ser el padre del Zorzal, es también una mirada a una parte silenciada de la historia uruguaya que sirve para comprender mejor toda una época. En la charla posterior, Casas reveló que los descendientes de Escayola, obligados durante más de un siglo a callar la historia del hijo secreto del Coronel, están dispuestos a pedir los estudios de ADN que podrían ponerle (o no) un punto final a la discusión acerca del origen de Carlos Gardel.
Versión ampliada del artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de página/12. Para acceder al texto original, hacer click ACÁ.
jueves, 13 de marzo de 2014
CINE - "La tercera orilla", de Celina Murga: Sólo, pero en familia
Como ocurría con Una semana solos, una de sus películas anteriores, el relato que Celina Murga hace en La tercera orilla representa un tour de force por la adolescencia, en una versión recargada sobre una víctima solitaria. Pero aunque su cuarto trabajo tiene un protagonista único, Nicolás, más allá de los detalles puntuales de su historia y de la intensidad con que éstos se van dando, la estructura del arco dramático que trazan bien puede trasladarse a casi cualquier joven. Al mismo tiempo, esta cuarta película de la directora argentina, apadrinada por Martin Scorsese, es también una nueva versión del mito edípico. Cruda, como corresponde, pero mucho más sutil que aquella contenida en “The end”, épica canción de los Doors en la que un catártico Jim Morrison teatralizaba el deseo de matar al padre y también, de manera no del todo velada, de cogerse a la madre. Pero en la esencia metafórica, película y canción tratan más o menos de lo mismo.
Hijo mayor de una pareja separada, Nicolás vive con su madre y dos hermanos, que son visitados asiduamente por Jorge, el padre, quien suele venir con un hijo de otra pareja a pasar un rato con todos. Y también a acostarse con su ex, un hecho que no pasa inadvertido para Nicolás y sus hermanos. La situación es confusa: Jorge vive con su otra mujer, pero frecuenta ambas casas con una familiaridad incómoda y algo siniestra. La figura de Jorge remite enseguida al estereotipo del macho alfa, pero aunque parece omnipresente, será Nicolás quien proteja al menor de sus hermanos cuando éste se ponga a espiar el cuarto de sus padres por la cerradura, y también el que ayude a su hermana con la fiesta de 15, el que defienda a su medio hermano del acoso de sus compañeros de escuela y el que consuele el llanto de la madre en la misma cama en la que se acaba de acostar con Jorge. No han transcurrido más que quince minutos de película y todos los elementos de la tragedia griega ya están en su lugar.
La película teje un cerco en torno del protagonista y Jorge (Daniel Veronese, cumpliendo un inmejorable debut en cine) será el factótum detrás de esa trama de conflictos asordinados que van dejando a Nicolás sin aire. Lo pondrá a trabajar en su consultorio médico, lo llevará al campo familiar para que se haga cargo de empezar a manejarlo, irá con él al cabaret del pueblo, para que de una vez se haga hombre. El padre vampiriza al hijo hasta convertirlo en un espectro condenado a vivir en un laberinto, sin que nadie puede ver más allá de su máscara rígida, ni sospechar la complejidad de lo que se va macerando dentro de él.
Nicolás irá juntando presión. Una pelea con otro joven por defender a sus respectivos hermanos menores y el momento en que canta con su hermana “Rezo por vos” en un pub con karaoke marcarán de algún modo su llegada a la madurez. Ambos funcionan como catalizadores de los conflictos que el relato ha apilado sobre el protagonista y serán una patada a ese hormiguero de furias contenidas en el que éste se ha transformado. Aunque todavía falta para el giro final, es éste el momento central de la película, el que equivale al instante en que el carrito llega a lo más alto de la montaña rusa, pero ya es posible sentir el vértigo de la gran caída por venir.
Por un lado, en la pelea mano a mano con un par, cada uno defendiendo a los de su manada, Nicolás terminará de reconocer la fuerza de su madurez, la que necesita para enfrentar el poderoso liderazgo de Jorge. Por otro, la escena en que canta con su hermana representa un momento litúrgico, un ritual iniciático en el que la resistencia interior cede y Nicolás al fin se entrega a una sanadora pérdida del control. Todo ocurre de forma natural, progresiva y sin la intermediación de una decisión consciente por parte del personaje. Saltando, casi gritando una genuina versión proto punk de la canción de Charly García, el chico consigue en escena caer en un trance que, como es esperable, significará para él un cambio de piel, un renacer. Después de eso, el clímax, la explosión, será inevitable. Y cuando ocurra representará un cimbronazo que irá más allá del relato en sí mismo.
Al final, cuando parece que Nicolás ha conseguido abrir una brecha en ese anillo que se cierra sobre él cada vez más, liberando una válvula de escape para aliviar la presión, lo que habrá hecho en realidad es cerrar el círculo por dentro, para probar aquello de que la única forma de escapar de un laberinto es por arriba. La escena culminante significa no sólo un cambio de actitud en Nicolás, sino también un giro estético dentro de los códigos cinematográficos con que la película se construyó hasta ahí. Es posible que algunos pudieran sentirse incómodos ante este salto en el registro, pero, a través de él, Murga consigue con inteligencia replicar y trasladar a la estructura del relato la alteración que opera en el protagonista. Como Flaubert, ella también parece decir: “Nicolás soy yo”.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Hijo mayor de una pareja separada, Nicolás vive con su madre y dos hermanos, que son visitados asiduamente por Jorge, el padre, quien suele venir con un hijo de otra pareja a pasar un rato con todos. Y también a acostarse con su ex, un hecho que no pasa inadvertido para Nicolás y sus hermanos. La situación es confusa: Jorge vive con su otra mujer, pero frecuenta ambas casas con una familiaridad incómoda y algo siniestra. La figura de Jorge remite enseguida al estereotipo del macho alfa, pero aunque parece omnipresente, será Nicolás quien proteja al menor de sus hermanos cuando éste se ponga a espiar el cuarto de sus padres por la cerradura, y también el que ayude a su hermana con la fiesta de 15, el que defienda a su medio hermano del acoso de sus compañeros de escuela y el que consuele el llanto de la madre en la misma cama en la que se acaba de acostar con Jorge. No han transcurrido más que quince minutos de película y todos los elementos de la tragedia griega ya están en su lugar.
La película teje un cerco en torno del protagonista y Jorge (Daniel Veronese, cumpliendo un inmejorable debut en cine) será el factótum detrás de esa trama de conflictos asordinados que van dejando a Nicolás sin aire. Lo pondrá a trabajar en su consultorio médico, lo llevará al campo familiar para que se haga cargo de empezar a manejarlo, irá con él al cabaret del pueblo, para que de una vez se haga hombre. El padre vampiriza al hijo hasta convertirlo en un espectro condenado a vivir en un laberinto, sin que nadie puede ver más allá de su máscara rígida, ni sospechar la complejidad de lo que se va macerando dentro de él.
Nicolás irá juntando presión. Una pelea con otro joven por defender a sus respectivos hermanos menores y el momento en que canta con su hermana “Rezo por vos” en un pub con karaoke marcarán de algún modo su llegada a la madurez. Ambos funcionan como catalizadores de los conflictos que el relato ha apilado sobre el protagonista y serán una patada a ese hormiguero de furias contenidas en el que éste se ha transformado. Aunque todavía falta para el giro final, es éste el momento central de la película, el que equivale al instante en que el carrito llega a lo más alto de la montaña rusa, pero ya es posible sentir el vértigo de la gran caída por venir.
Por un lado, en la pelea mano a mano con un par, cada uno defendiendo a los de su manada, Nicolás terminará de reconocer la fuerza de su madurez, la que necesita para enfrentar el poderoso liderazgo de Jorge. Por otro, la escena en que canta con su hermana representa un momento litúrgico, un ritual iniciático en el que la resistencia interior cede y Nicolás al fin se entrega a una sanadora pérdida del control. Todo ocurre de forma natural, progresiva y sin la intermediación de una decisión consciente por parte del personaje. Saltando, casi gritando una genuina versión proto punk de la canción de Charly García, el chico consigue en escena caer en un trance que, como es esperable, significará para él un cambio de piel, un renacer. Después de eso, el clímax, la explosión, será inevitable. Y cuando ocurra representará un cimbronazo que irá más allá del relato en sí mismo.
Al final, cuando parece que Nicolás ha conseguido abrir una brecha en ese anillo que se cierra sobre él cada vez más, liberando una válvula de escape para aliviar la presión, lo que habrá hecho en realidad es cerrar el círculo por dentro, para probar aquello de que la única forma de escapar de un laberinto es por arriba. La escena culminante significa no sólo un cambio de actitud en Nicolás, sino también un giro estético dentro de los códigos cinematográficos con que la película se construyó hasta ahí. Es posible que algunos pudieran sentirse incómodos ante este salto en el registro, pero, a través de él, Murga consigue con inteligencia replicar y trasladar a la estructura del relato la alteración que opera en el protagonista. Como Flaubert, ella también parece decir: “Nicolás soy yo”.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
sábado, 8 de marzo de 2014
CINE - 17° Festival Internacional de Cine de Punta del Este: América Latina de perfil
“Uruguay es un país pequeño pero orgulloso: orgulloso de su estabilidad política, de su tranquilidad, de sus hazañas deportivas, de sus leyes sociales, de su música y su literatura y, más recientemente, de su cine.” De esta manera, serena, pero sin eludir un claro posicionamiento político, Alejandra Trelles, programadora de la tradicional Cinemateca Uruguaya, definió sintéticamente qué es lo que se entiende cuando se habla del ser uruguayo. Deconstruir la identidad del Uruguay fue la forma que eligió Trelles para presentar hace unos días la programación de la decimoséptima edición del Festival Internacional de Cine de Punta del Este, que se inaugura hoy y se extenderá hasta el domingo 16. Una identidad que para los argentinos es un espejo inevitable al otro lado de un río que a la vez une y separa y al que desde esta orilla se suele mirar no pocas veces: en lo político, en lo deportivo y en lo cultural, espacio vasto que por supuesto incluye a la producción cinematográfica. Pero también fue una declaración de principios, la forma de comenzar a justificar el perfil cada vez más regional que este tradicional encuentro de cine a orillas del mar va reafirmando año tras año.
Para corroborar que este festival busca hacerse fuerte en la construcción de una programación sólidamente latinoamericana, sólo se necesitan hacer algunos números. Alcanza nomás con decir que de las cuarenta películas que conforman la grilla de esta edición, las nueve que integran la competencia, diecisiete de la sección Panorama, más cuatro largometrajes y un mediometraje de producción local, son producciones realizadas por distintos países de America latina. Si a eso se le suma otro largometraje coproducido con capitales uruguayos, brasileños y alemanes, puede concluirse que casi el 75 por ciento de la programación de este festival es latinoamericana. Dentro de estas virtuales tres cuartas partes de la programación se destaca la importante presencia de producciones argentinas.
La Competencia Oficial está integrada por nueve películas procedentes de la Argentina, Brasil, Perú, Paraguay, Chile, Venezuela y México: Bomba, dirigida por el también escritor y guionista Sergio Bizzio; Tatuaje, ópera prima del brasileño Milton Lacerda, quien como el argentino ha desarrollado su carrera como guionista, y también de Brasil se proyectará Flores raras, de Bruno Barreto, director de la recordada Doña Flor y sus dos maridos. La competencia se completa con la mexicana Las lágrimas, de Pablo Delgado Sánchez; Cuchillos en el cielo, de Alberto Chicho Durant, de Perú; la coproducción entre Venezuela y España La distancia más larga, de la directora Claudia Pinto, elegido mejor film latinoamericano en el Festival de Montreal; la chilena I Am from Chile, de Gonzalo Díaz, y la también coproducción, en este caso paraguayo-argentina, Lectura según Justino, ópera prima como director del popular actor Arnaldo André. Como se puede ver, una amplia variedad de orígenes y propuestas que soportan el espíritu regional de la programación.
De la Argentina también se proyectarán, fuera de competencia, los importantes trabajos de dos directoras. Se trata de Habi, la extranjera, historia de iniciación adolescente y relato costumbrista de Florencia Alvarez, y la inquietante Deshora, gran debut en la dirección de la salteña Bárbara Sarasola-Day. Ambos trabajos, como el film de Bizzio, formaron parte de la Competencia Argentina del último Bafici y las dos directoras se encuentran entre los invitados al festival. También se verá Condenados, dirigida por Carlos Martínez y protagonizada por la gran Ingrid Pellicori, que retrata de qué forma el ingenio y el humor fueron herramientas de resistencia para un grupo de presos políticos en los Pabellones de la Muerte. Actriz y director estarán presentes en el festival para presentar la película. El último de los films nacionales que forman parte de la programación será la comedia Mar del Plata, dirigida por Sebastián Dietsch y Jonathan Klajman. Atendiendo a las cinco películas que componen este bloque argentino (cinco y media, si se toma en cuenta la coproducción dirigida por André), puede concluirse que los programadores se han inclinado por trabajos que, por género, tono narrativo o perfil temático, cuentan con herramientas suficientes para generar rápidamente un vínculo con el espectador.
Por diferentes motivos, es necesario destacar las películas de apertura y cierre de esta edición número 17 del Festival de Punta del Este. El honor de inaugurar el encuentro le corresponde al documental uruguayo Maracaná, de los directores Andrés Varela y Sebastián Bednarik, que revive la epopeya de la selección uruguaya campeona en el Mundial de Fútbol de Brasil del año 1950. Una forma de ir poniéndole clima desde el cine a este año también mundialista, en el que la copa volverá a disputarse en estadios brasileños. Por su parte, el honor de bajarle el telón al festival le corresponderá a Vivir es fácil con los ojos cerrados, película con la que David Trueba se quedó hace muy poco con el premio Goya a la mejor dirección. El director español también estará presente en el festival. También ganadora de un Goya, en este caso al mejor documental, Las maestras de la República, de Pilar Pérez Solano, repasa el rol preponderante que tuvieron las maestras republicanas en la democracia de la Segunda República y será una buena excusa para celebrar el Día de la Mujer, que en la República Oriental se celebra hoy.
Dentro del panorama internacional debe remarcarse la presencia de la última ganadora de la Palma de Oro en Cannes, la delicada y provocadora La vida de Adèle, de Abdellatif Kechiche, un retrato del amor entre dos muchachas interpretadas por Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux. Justamente sus actuaciones obligaron al jurado del festival francés a tomar la inédita decisión de que la palma dorada no sólo fuera para la película, sino también para las actrices. La presencia internacional se completa con Stand Clear of the Closing Doors, de Sam Fleischner; Un amor entre dos mundos, coproducción franco-canadiense que combina romance y ciencia ficción dirigida por Juan Solanas y con Kirsten Dunst en el rol protagónico, y la mexicana Después de Lucía, de Michel Franco, ganadora hace unos años de la sección Un Certain Regard, en Cannes, que aborda de manera por lo menos discutible la creciente problemática del “bullying”, a través de la truculenta historia de una adolescente que además del acoso de sus compañeros de escuela enfrenta una tragedia familiar.
El festival también sirve para poner de manifiesto el buen momento que atraviesa el cine oriental, al menos desde la producción. Entre las películas uruguayas presentes se destacan El padre de Gardel, documental que intenta aclarar el oscuro y disputado origen del Zorzal, y El lugar del hijo, nuevo largometraje del director de La perrera, Manolo Nieto, que viene de recibir tres premios en el Festival de La Habana y de participar de los de Toronto y Rotterdam. De esta manera, el decimoséptimo Festival Internacional de Cine de Punta del Este tiene todo listo para dar esta noche el puntapié inicial, metáfora futbolística que en el año del Mundial y en la tierra de los héroes del Maracanazo, no puede ser más oportuna.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y espectáculos de Página/12. Clik ACA para ver publicación original.
Para corroborar que este festival busca hacerse fuerte en la construcción de una programación sólidamente latinoamericana, sólo se necesitan hacer algunos números. Alcanza nomás con decir que de las cuarenta películas que conforman la grilla de esta edición, las nueve que integran la competencia, diecisiete de la sección Panorama, más cuatro largometrajes y un mediometraje de producción local, son producciones realizadas por distintos países de America latina. Si a eso se le suma otro largometraje coproducido con capitales uruguayos, brasileños y alemanes, puede concluirse que casi el 75 por ciento de la programación de este festival es latinoamericana. Dentro de estas virtuales tres cuartas partes de la programación se destaca la importante presencia de producciones argentinas.
La Competencia Oficial está integrada por nueve películas procedentes de la Argentina, Brasil, Perú, Paraguay, Chile, Venezuela y México: Bomba, dirigida por el también escritor y guionista Sergio Bizzio; Tatuaje, ópera prima del brasileño Milton Lacerda, quien como el argentino ha desarrollado su carrera como guionista, y también de Brasil se proyectará Flores raras, de Bruno Barreto, director de la recordada Doña Flor y sus dos maridos. La competencia se completa con la mexicana Las lágrimas, de Pablo Delgado Sánchez; Cuchillos en el cielo, de Alberto Chicho Durant, de Perú; la coproducción entre Venezuela y España La distancia más larga, de la directora Claudia Pinto, elegido mejor film latinoamericano en el Festival de Montreal; la chilena I Am from Chile, de Gonzalo Díaz, y la también coproducción, en este caso paraguayo-argentina, Lectura según Justino, ópera prima como director del popular actor Arnaldo André. Como se puede ver, una amplia variedad de orígenes y propuestas que soportan el espíritu regional de la programación.
De la Argentina también se proyectarán, fuera de competencia, los importantes trabajos de dos directoras. Se trata de Habi, la extranjera, historia de iniciación adolescente y relato costumbrista de Florencia Alvarez, y la inquietante Deshora, gran debut en la dirección de la salteña Bárbara Sarasola-Day. Ambos trabajos, como el film de Bizzio, formaron parte de la Competencia Argentina del último Bafici y las dos directoras se encuentran entre los invitados al festival. También se verá Condenados, dirigida por Carlos Martínez y protagonizada por la gran Ingrid Pellicori, que retrata de qué forma el ingenio y el humor fueron herramientas de resistencia para un grupo de presos políticos en los Pabellones de la Muerte. Actriz y director estarán presentes en el festival para presentar la película. El último de los films nacionales que forman parte de la programación será la comedia Mar del Plata, dirigida por Sebastián Dietsch y Jonathan Klajman. Atendiendo a las cinco películas que componen este bloque argentino (cinco y media, si se toma en cuenta la coproducción dirigida por André), puede concluirse que los programadores se han inclinado por trabajos que, por género, tono narrativo o perfil temático, cuentan con herramientas suficientes para generar rápidamente un vínculo con el espectador.
Por diferentes motivos, es necesario destacar las películas de apertura y cierre de esta edición número 17 del Festival de Punta del Este. El honor de inaugurar el encuentro le corresponde al documental uruguayo Maracaná, de los directores Andrés Varela y Sebastián Bednarik, que revive la epopeya de la selección uruguaya campeona en el Mundial de Fútbol de Brasil del año 1950. Una forma de ir poniéndole clima desde el cine a este año también mundialista, en el que la copa volverá a disputarse en estadios brasileños. Por su parte, el honor de bajarle el telón al festival le corresponderá a Vivir es fácil con los ojos cerrados, película con la que David Trueba se quedó hace muy poco con el premio Goya a la mejor dirección. El director español también estará presente en el festival. También ganadora de un Goya, en este caso al mejor documental, Las maestras de la República, de Pilar Pérez Solano, repasa el rol preponderante que tuvieron las maestras republicanas en la democracia de la Segunda República y será una buena excusa para celebrar el Día de la Mujer, que en la República Oriental se celebra hoy.
Dentro del panorama internacional debe remarcarse la presencia de la última ganadora de la Palma de Oro en Cannes, la delicada y provocadora La vida de Adèle, de Abdellatif Kechiche, un retrato del amor entre dos muchachas interpretadas por Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux. Justamente sus actuaciones obligaron al jurado del festival francés a tomar la inédita decisión de que la palma dorada no sólo fuera para la película, sino también para las actrices. La presencia internacional se completa con Stand Clear of the Closing Doors, de Sam Fleischner; Un amor entre dos mundos, coproducción franco-canadiense que combina romance y ciencia ficción dirigida por Juan Solanas y con Kirsten Dunst en el rol protagónico, y la mexicana Después de Lucía, de Michel Franco, ganadora hace unos años de la sección Un Certain Regard, en Cannes, que aborda de manera por lo menos discutible la creciente problemática del “bullying”, a través de la truculenta historia de una adolescente que además del acoso de sus compañeros de escuela enfrenta una tragedia familiar.
El festival también sirve para poner de manifiesto el buen momento que atraviesa el cine oriental, al menos desde la producción. Entre las películas uruguayas presentes se destacan El padre de Gardel, documental que intenta aclarar el oscuro y disputado origen del Zorzal, y El lugar del hijo, nuevo largometraje del director de La perrera, Manolo Nieto, que viene de recibir tres premios en el Festival de La Habana y de participar de los de Toronto y Rotterdam. De esta manera, el decimoséptimo Festival Internacional de Cine de Punta del Este tiene todo listo para dar esta noche el puntapié inicial, metáfora futbolística que en el año del Mundial y en la tierra de los héroes del Maracanazo, no puede ser más oportuna.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y espectáculos de Página/12. Clik ACA para ver publicación original.
LIBROS - "Alicia en el país de las maravillas" (Alice in wonderland), de Lewis Carroll: Mapa fotográfico de una fantasía posible
Mucho se ha escrito acerca de Alicia en el país de las maravillas y de su autor, el inglés Lewis Carroll, seudónimo literario de Charles Lutwidge Dodgson, quien además (y antes) de ser escritor era diácono anglicano y un apasionado de la fotografía, actividad en la que se lo podría considerar un verdadero pionero. Inevitablemente, todas estas máscaras de la personalidad de Carroll se cruzaron en más de una oportunidad, con resultados siempre potentes, pero nunca tanto como en su fascinación por las niñas, en las que muchas veces se ha querido rastrear la sombra de cierta pasión insana. El asunto requiere cierta cautela.
En enero pasado se cumplieron los aniversarios tanto del nacimiento como de la muerte de Carroll, fallecido en 1898 dos semanas antes de cumplir 66 años, y el primer libro de Alicia, obvio catalizador de los grandes placeres del escritor, cumplirá 149 en mayo próximo. Aunque es bien conocida la historia de ese libro, uno de los más populares cuentos para chicos escritos durante el último siglo y medio, vale la pena contarla de nuevo, atendiendo a detalles que parecen distantes del hecho puntual, pero fundamentales en la gestación de la obra.
Hijo de una tradicional familia de intelectuales ingleses y raíces irlandesas, Carroll heredó el gusto por la fotografía de uno de sus tíos, un tipo fanático de lo que hoy se conoce como “gadgets”, todo un antepasado de los contemporáneos geeks: de manos de este tío recibió su primer equipo fotográfico. En el estudio introductorio del libro Niñas, editado hace casi veinte años por Editorial Lumen y en el que se aborda la particular relación de Carroll con las nenas, el célebre fotógrafo húngaro Brassaï destaca que en ese momento (1856) el futuro escritor tenía solamente 24 años, apenas siete más que la propia fotografía, parida oficialmente en 1839 por el francés Louis Daguerre.
Aunque Carroll se dedicó inicialmente a la fotografía social, retratando a distintas personalidades de su época, su trabajo utilizando nenas impúberes como modelos sobresale dentro de su obra como fotógrafo, al punto de ser considerado el retratista de niños más destacado del siglo XIX. Decenas de niñas a lo largo de más de tres décadas posaron para él, dejando una colección impresionante compuesta por una docena de álbumes perdidos durante más de cincuenta años, recuperados de forma tardía y algo azarosa a mediados del siglo XX. Las fotografías que en ellos se conservan representan menos un documento de la infancia femenina durante la era victoriana, que un espléndido catálogo de las fantasías de Carroll. En ellas se pueden apreciar aquello que el escritor gustaba encontrar en sus modelos, generalmente hijas de amigos, colegas o vecinos: la posibilidad de crear personajes. A veces vestidas como princesitas rusas, mendigas, cortesanas de la china o caperucitas rojas, muchas otras simplemente disfrazadas de mujer, las fotografías de Carroll son siempre una puesta en escena. Un delicado juego de impostura que a veces bordea lo erótico, con sus pequeñas fingiendo dormir sobre mullidos chaise longues, u otras en donde amplios camisones de franela (los favoritos de Carroll) dejan al aire sus hombros desnudos, pero con una inocencia que desconoce la posibilidad de las segundas interpretaciones de ese gesto. Brassaï revela que Carroll no tardó mucho en incursionar en los desnudos totales de sus modelos aunque, para conseguirlas, en estos casos solía recurrir “a familias más humildes y menos estrictas”. De esas fotos sólo se conservan algunas referencias en sus diarios y cuadernos de notas: se presume que todas fueron destruidas.
Hay mucho para decir (y es mucho lo que ya se ha dicho) al respecto. Pero mejor volver a la idea menos truculenta y más cristalina de puesta en escena, a la posibilidad de contar una historia a través de una imagen, porque ahí está, en parte, el germen del fabuloso narrador que es Carroll. Una de las primeras nenas en ser fotografiadas por él fue Alice Liddell, quien acabaría siendo a la vez la inspiradora y la homenajeada por aquella Alicia que, siguiendo a un conejo blanco, cayó a través de un pozo hasta el país de las maravillas. Sólo doce fotos tomó Carroll de Alice, sola o en compañía de sus hermanas, pero en ellas es imposible no percibir la fascinación que provocaba en el fotógrafo. Sin embargo, la construcción de la evidente intimidad que transmiten las imágenes de la Alicia original, llevó mucho más tiempo que el que por entonces demandaba sacar una docena de fotos. Las tres hermanas Liddell, hijas de un colega religioso del escritor, compartieron con él largas tardes de paseos y excursiones por el río que ellas siempre aprovechaban para pedirle a su amigo grande que les contara un cuento. En esos paseos nació la obra más famosa de Carroll. La propia Alice cuenta cómo fue:
“Creo que el principio de Alicia nos lo contó una tarde de verano en la que el sol quemaba tanto que tuvimos que poner pie en tierra, abandonando la barca para refugiarnos en el único trozo de sombra que pudimos descubrir. Allí llegó, de las tres, la habitual petición: ‘Cuéntenos una historia’.” Hábil narrador, Carroll sabía cómo abonar la curiosidad sólo con palabras: “De vez en cuando, para hacernos rabiar –y quizá porque realmente estaba cansado-, el señor Dodgson se paraba de pronto, diciendo: ‘Esto es todo, hasta la próxima vez’. ‘Oh, ahora es la próxima vez’, exclamábamos las tres a un tiempo; y, tras algunos esfuerzos de persuasión, la historia se reanudaba aún más bonita”. Otro de sus trucos para generar un vínculo con sus amigas- niñas provenía de su habilidad para improvisar a partir de las preguntas con que ellas interrumpían sus relatos. Gertrude Chataway, otra de sus pequeñas modelos, lo explica mejor:
“Algo que hacía que sus cuentos fueran particularmente encantadores para una niña era que a menudo su ingenio surgía de un comentario de la niña: una pregunta, por ejemplo, lo llevaba hacia un nuevo caudal de ideas, por lo que una creía que había ayudado a hacer la historia”. Todo un consejo para padres que cuentan cuentos a sus hijos a la hora de dormir.
En Carroll, entonces, la narración puede pensarse como una consecuencia de su pasión por la fotografía y de la avidez por cautivar a sus amigas-niñas, una suerte de efecto colateral tan inesperado como maravilloso que le permite a la humanidad disfrutar de su mejor legado: el literario. Una suposición que es cierta a medias, porque sus primeros textos y poesías se publicaron poco antes de su contacto con la fotografía. Tanto como que sus mejores obras sólo llegaron después de esa epifanía. Al punto de que es posible leer muchos fragmentos de los dos libros de Alicia como metáforas de la fotografía e, incluso, como anticipación poética del cine, que no es otra cosa que el arte de la fotografía en movimiento.
¿O acaso la famosa imagen de Alicia asomada a la puerta diminuta por la que ve por primera vez el jardín maravilloso no podría representar al propio Lewis Carroll, viendo surgir a través del visor de su cámara un país de las maravillas personal en cada una de sus niñas-modelo, como si siempre fuera la primera? ¿O no es la fotografía el reverso extraordinario de un espejo capaz de reflejar los propios deseos? Como sea, la obra de Lewis Carroll resulta tan visualmente poderosa que ha inspirado gran cantidad de películas (del aséptico clásico Disney a Jabberwocky, debut en solitario del por entonces Monty Python Terry Gilliam) y centenares de libros en los que talentosos ilustradores ceden a la tentación de dar su propia versión de Alicia.
Dos versiones de Alicia para chicos
Entre las versiones ilustradas de Alicia en el país de las maravillas recientemente editadas en la Argentina, hay dos que se destacan en particular. La primera de ellas, publicada por editorial Unaluna, es una impecable adaptación realizada por Soon-bong Heo e ilustraciones de la artista italiana Glenda Sburelin. Pensada para los lectores más pequeños (es decir, aquellos que sólo leen interpósito padre o madre), esta colorida versión pone el acento, por obvias cuestiones de target, sobre el costado más infantil del relato. Sus ilustraciones eligen contar desde la ingenuidad, buscando abonar el vínculo de empatía entre el lector y la protagonista, Alicia, que en este caso es retratada con un aire que tiene algo de simpáticamente oriental.
El otro libro sobre el clásico relato es el editado por Fondo de Cultura Económica, editorial que tiene un destacado catálogo de literatura infantil. En este caso el texto es el original, en tanto que las ilustraciones son responsabilidad de la francesa Rébecca Dautremer, artista que entre otras obras también adaptó textos como Seda, de Alessandro Baricco, o tradicionales como Cyrano y Nasrudín. La pluma oscura de la artista francesa es perfecta para crear una Alicia de tono más oscuro, entre gótico y victoriano con algo de cyberpunk. Sin dudas esta increíble y lujosa versión ha sido pensada para chicos mayores de 10 años y adolescentes, que encontrarán en las ilustraciones una potente traducción visual de la fantasía carrolliana.
Los dos libros muestran un diseño amplio, perfecto para que sus exuberantes ilustraciones puedan ser plenamente disfrutadas sin perder ninguno de sus infinitos detalles. Ambos representan una oportunidad de lujo para entrar por primera vez en la obra de Carroll, que es también una de las más importantes de la historia de la literatura escrita pensando en los chicos. Que ambos también hayan sido ilustrados por dos chicas es algo que, es posible, pondría muy contento al tío Carroll.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
En enero pasado se cumplieron los aniversarios tanto del nacimiento como de la muerte de Carroll, fallecido en 1898 dos semanas antes de cumplir 66 años, y el primer libro de Alicia, obvio catalizador de los grandes placeres del escritor, cumplirá 149 en mayo próximo. Aunque es bien conocida la historia de ese libro, uno de los más populares cuentos para chicos escritos durante el último siglo y medio, vale la pena contarla de nuevo, atendiendo a detalles que parecen distantes del hecho puntual, pero fundamentales en la gestación de la obra.
Hijo de una tradicional familia de intelectuales ingleses y raíces irlandesas, Carroll heredó el gusto por la fotografía de uno de sus tíos, un tipo fanático de lo que hoy se conoce como “gadgets”, todo un antepasado de los contemporáneos geeks: de manos de este tío recibió su primer equipo fotográfico. En el estudio introductorio del libro Niñas, editado hace casi veinte años por Editorial Lumen y en el que se aborda la particular relación de Carroll con las nenas, el célebre fotógrafo húngaro Brassaï destaca que en ese momento (1856) el futuro escritor tenía solamente 24 años, apenas siete más que la propia fotografía, parida oficialmente en 1839 por el francés Louis Daguerre.
Aunque Carroll se dedicó inicialmente a la fotografía social, retratando a distintas personalidades de su época, su trabajo utilizando nenas impúberes como modelos sobresale dentro de su obra como fotógrafo, al punto de ser considerado el retratista de niños más destacado del siglo XIX. Decenas de niñas a lo largo de más de tres décadas posaron para él, dejando una colección impresionante compuesta por una docena de álbumes perdidos durante más de cincuenta años, recuperados de forma tardía y algo azarosa a mediados del siglo XX. Las fotografías que en ellos se conservan representan menos un documento de la infancia femenina durante la era victoriana, que un espléndido catálogo de las fantasías de Carroll. En ellas se pueden apreciar aquello que el escritor gustaba encontrar en sus modelos, generalmente hijas de amigos, colegas o vecinos: la posibilidad de crear personajes. A veces vestidas como princesitas rusas, mendigas, cortesanas de la china o caperucitas rojas, muchas otras simplemente disfrazadas de mujer, las fotografías de Carroll son siempre una puesta en escena. Un delicado juego de impostura que a veces bordea lo erótico, con sus pequeñas fingiendo dormir sobre mullidos chaise longues, u otras en donde amplios camisones de franela (los favoritos de Carroll) dejan al aire sus hombros desnudos, pero con una inocencia que desconoce la posibilidad de las segundas interpretaciones de ese gesto. Brassaï revela que Carroll no tardó mucho en incursionar en los desnudos totales de sus modelos aunque, para conseguirlas, en estos casos solía recurrir “a familias más humildes y menos estrictas”. De esas fotos sólo se conservan algunas referencias en sus diarios y cuadernos de notas: se presume que todas fueron destruidas.
Hay mucho para decir (y es mucho lo que ya se ha dicho) al respecto. Pero mejor volver a la idea menos truculenta y más cristalina de puesta en escena, a la posibilidad de contar una historia a través de una imagen, porque ahí está, en parte, el germen del fabuloso narrador que es Carroll. Una de las primeras nenas en ser fotografiadas por él fue Alice Liddell, quien acabaría siendo a la vez la inspiradora y la homenajeada por aquella Alicia que, siguiendo a un conejo blanco, cayó a través de un pozo hasta el país de las maravillas. Sólo doce fotos tomó Carroll de Alice, sola o en compañía de sus hermanas, pero en ellas es imposible no percibir la fascinación que provocaba en el fotógrafo. Sin embargo, la construcción de la evidente intimidad que transmiten las imágenes de la Alicia original, llevó mucho más tiempo que el que por entonces demandaba sacar una docena de fotos. Las tres hermanas Liddell, hijas de un colega religioso del escritor, compartieron con él largas tardes de paseos y excursiones por el río que ellas siempre aprovechaban para pedirle a su amigo grande que les contara un cuento. En esos paseos nació la obra más famosa de Carroll. La propia Alice cuenta cómo fue:
“Creo que el principio de Alicia nos lo contó una tarde de verano en la que el sol quemaba tanto que tuvimos que poner pie en tierra, abandonando la barca para refugiarnos en el único trozo de sombra que pudimos descubrir. Allí llegó, de las tres, la habitual petición: ‘Cuéntenos una historia’.” Hábil narrador, Carroll sabía cómo abonar la curiosidad sólo con palabras: “De vez en cuando, para hacernos rabiar –y quizá porque realmente estaba cansado-, el señor Dodgson se paraba de pronto, diciendo: ‘Esto es todo, hasta la próxima vez’. ‘Oh, ahora es la próxima vez’, exclamábamos las tres a un tiempo; y, tras algunos esfuerzos de persuasión, la historia se reanudaba aún más bonita”. Otro de sus trucos para generar un vínculo con sus amigas- niñas provenía de su habilidad para improvisar a partir de las preguntas con que ellas interrumpían sus relatos. Gertrude Chataway, otra de sus pequeñas modelos, lo explica mejor:
“Algo que hacía que sus cuentos fueran particularmente encantadores para una niña era que a menudo su ingenio surgía de un comentario de la niña: una pregunta, por ejemplo, lo llevaba hacia un nuevo caudal de ideas, por lo que una creía que había ayudado a hacer la historia”. Todo un consejo para padres que cuentan cuentos a sus hijos a la hora de dormir.
En Carroll, entonces, la narración puede pensarse como una consecuencia de su pasión por la fotografía y de la avidez por cautivar a sus amigas-niñas, una suerte de efecto colateral tan inesperado como maravilloso que le permite a la humanidad disfrutar de su mejor legado: el literario. Una suposición que es cierta a medias, porque sus primeros textos y poesías se publicaron poco antes de su contacto con la fotografía. Tanto como que sus mejores obras sólo llegaron después de esa epifanía. Al punto de que es posible leer muchos fragmentos de los dos libros de Alicia como metáforas de la fotografía e, incluso, como anticipación poética del cine, que no es otra cosa que el arte de la fotografía en movimiento.
¿O acaso la famosa imagen de Alicia asomada a la puerta diminuta por la que ve por primera vez el jardín maravilloso no podría representar al propio Lewis Carroll, viendo surgir a través del visor de su cámara un país de las maravillas personal en cada una de sus niñas-modelo, como si siempre fuera la primera? ¿O no es la fotografía el reverso extraordinario de un espejo capaz de reflejar los propios deseos? Como sea, la obra de Lewis Carroll resulta tan visualmente poderosa que ha inspirado gran cantidad de películas (del aséptico clásico Disney a Jabberwocky, debut en solitario del por entonces Monty Python Terry Gilliam) y centenares de libros en los que talentosos ilustradores ceden a la tentación de dar su propia versión de Alicia.
Dos versiones de Alicia para chicos
Entre las versiones ilustradas de Alicia en el país de las maravillas recientemente editadas en la Argentina, hay dos que se destacan en particular. La primera de ellas, publicada por editorial Unaluna, es una impecable adaptación realizada por Soon-bong Heo e ilustraciones de la artista italiana Glenda Sburelin. Pensada para los lectores más pequeños (es decir, aquellos que sólo leen interpósito padre o madre), esta colorida versión pone el acento, por obvias cuestiones de target, sobre el costado más infantil del relato. Sus ilustraciones eligen contar desde la ingenuidad, buscando abonar el vínculo de empatía entre el lector y la protagonista, Alicia, que en este caso es retratada con un aire que tiene algo de simpáticamente oriental.
El otro libro sobre el clásico relato es el editado por Fondo de Cultura Económica, editorial que tiene un destacado catálogo de literatura infantil. En este caso el texto es el original, en tanto que las ilustraciones son responsabilidad de la francesa Rébecca Dautremer, artista que entre otras obras también adaptó textos como Seda, de Alessandro Baricco, o tradicionales como Cyrano y Nasrudín. La pluma oscura de la artista francesa es perfecta para crear una Alicia de tono más oscuro, entre gótico y victoriano con algo de cyberpunk. Sin dudas esta increíble y lujosa versión ha sido pensada para chicos mayores de 10 años y adolescentes, que encontrarán en las ilustraciones una potente traducción visual de la fantasía carrolliana.
Los dos libros muestran un diseño amplio, perfecto para que sus exuberantes ilustraciones puedan ser plenamente disfrutadas sin perder ninguno de sus infinitos detalles. Ambos representan una oportunidad de lujo para entrar por primera vez en la obra de Carroll, que es también una de las más importantes de la historia de la literatura escrita pensando en los chicos. Que ambos también hayan sido ilustrados por dos chicas es algo que, es posible, pondría muy contento al tío Carroll.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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jueves, 6 de marzo de 2014
CINE - "Tras la puerta" (Az ajtó/ The door), de István Szabó: Sovietismo tardío y poesía gruesa
Es inevitable que el nombre de István Szabó remita al cine europeo de qualité de los años ’80. Películas como Mephisto (Oscar a la Mejor Película Extranjera 1982 y varios premios en Cannes), Coronel Redl y Hanussen (1985 y 1988, también candidatas en ambas instancias) confirmarán que la idea no es incorrecta. Para quienes por entonces seguían la carrera de Szabó, lo primero que notarán es el agujero negro de 25 años que separa esos títulos del estreno de Tras la puerta, última película del húngaro que llega a Buenos Aires con dos años de demora (aunque en realidad varios de sus trabajos posteriores también llegaron al país). Lo segundo será confirmar que lo de Szabó sigue siendo el cine de qualité, con la salvedad de que para su estética cinematográfica esas dos décadas y media parecen no haber pasado: Tras la puerta ha sido construida a partir de recursos cinematográficos y poéticos evidentemente anacrónicos, que dan por resultado un film estéticamente envejecido.
Que Szabó elija filmar una historia que transcurre a comienzos de la década del ’60, en el apogeo de los regímenes comunistas en Europa oriental en un tono –narrativo, fotográfico, actoral– que podría calificarse de soviético tampoco ayuda. Se trata de la historia de Emerenc (pronúnciese “Emerenz”), una vieja empleada doméstica cascarrabias a la que todos en su pueblo temen en la misma medida en que adoran. Ella ha sufrido mucho durante la guerra, cuyo fantasma sobrevuela todo el relato, y por eso la comunidad la respeta y le tolera sus malos modos y su reserva (nadie ha entrado a su casa desde que la guerra terminó hace 15 años). Tras la puerta pretende entonces echar una (no tan) nueva mirada al horror de la guerra y la vida gris de los años rojos que resulta tan fuera de época como su estética, creando un círculo en el que no termina de quedar claro si es el pasado el que tiñe al cine, o si es Szabó quien cree que la única forma de filmar el pasado es fingiendo su color.
La relación de Emerenc con Magda, una mujer más joven e intelectual que requiere los servicios de Emerenc para dedicarse a escribir novelas, servirá para oponer los viejos temores de la empleada a los traumas y culpas del ama. Una de las tantas metáforas un poco gruesas sobre las que la película de Szabó se apoya. Es que el director no duda en trazar paralelos obvios entre gatos encerrados y judíos escondidos, u otros en donde las memorias ficcionalizadas por Emerenc no son sino la forclusión de un pasado tan doloroso como obvio. Que la vieja sea interpretada por Helen Mirren es una ventaja desaprovechada. Su personaje se la pasa hablando a través de epigramas previamente untados con una pátina de tosca sabiduría popular: el director parece haber creído que lubricados de esa manera podrían pasar por verdadera poesía. Esa misma impostación es la que hace de Tras la puerta una película recargada y falsamente lírica.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Que Szabó elija filmar una historia que transcurre a comienzos de la década del ’60, en el apogeo de los regímenes comunistas en Europa oriental en un tono –narrativo, fotográfico, actoral– que podría calificarse de soviético tampoco ayuda. Se trata de la historia de Emerenc (pronúnciese “Emerenz”), una vieja empleada doméstica cascarrabias a la que todos en su pueblo temen en la misma medida en que adoran. Ella ha sufrido mucho durante la guerra, cuyo fantasma sobrevuela todo el relato, y por eso la comunidad la respeta y le tolera sus malos modos y su reserva (nadie ha entrado a su casa desde que la guerra terminó hace 15 años). Tras la puerta pretende entonces echar una (no tan) nueva mirada al horror de la guerra y la vida gris de los años rojos que resulta tan fuera de época como su estética, creando un círculo en el que no termina de quedar claro si es el pasado el que tiñe al cine, o si es Szabó quien cree que la única forma de filmar el pasado es fingiendo su color.
La relación de Emerenc con Magda, una mujer más joven e intelectual que requiere los servicios de Emerenc para dedicarse a escribir novelas, servirá para oponer los viejos temores de la empleada a los traumas y culpas del ama. Una de las tantas metáforas un poco gruesas sobre las que la película de Szabó se apoya. Es que el director no duda en trazar paralelos obvios entre gatos encerrados y judíos escondidos, u otros en donde las memorias ficcionalizadas por Emerenc no son sino la forclusión de un pasado tan doloroso como obvio. Que la vieja sea interpretada por Helen Mirren es una ventaja desaprovechada. Su personaje se la pasa hablando a través de epigramas previamente untados con una pátina de tosca sabiduría popular: el director parece haber creído que lubricados de esa manera podrían pasar por verdadera poesía. Esa misma impostación es la que hace de Tras la puerta una película recargada y falsamente lírica.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
martes, 4 de marzo de 2014
LIBROS - "Charly en el país de las alegorías" de Mara Favoretto: Parte del gen argentino
Si hubiera que establecer los ingredientes fundamentales que componen la receta del gen argentino, podría decirse que se necesitan 100 gramos de unitarios y otros 100 de federales; dos o tres laberintos borgeanos; una cucharadita de sonrisa gardeliana y un puñado generoso de Evita. Para que todo cuaje habría que agregar un huevo de Perón (completar con otro de Maradona), esencia de San Martín para aromatizar y, no caben dudas, una pizca de Charly García para que la cosa se ponga picante. Porque a esta altura es imposible negar que Charly es mucho más que el emblema del rock nacional: es uno de los grandes mitos modernos de los argentinos. El hombre del bigote dual; el que le dijo al jefe Springsteen que acá mandaba él; el culo más famoso de los escenarios latinoamericanos; un objeto volador no identificado capaz de aterrizar en las piletas de los mismos hoteles que primero se encarga de demoler. Hoy es imposible hablar de la cultura argentina sin mencionarlo. Algo de eso alimenta el libro Charly en el país de las alegorías, en el que su autora, Mara Favoretto, realiza un estudio detalladísimo de la poética que sostiene la obra del último gran músico popular argentino.
En él Favoretto destaca la forma en que García trabaja poéticamente los textos de sus canciones a partir de la alegoría, un recurso metafórico que es a la vez clásico y popular. Pero también vuelve evidente que el contexto es fundamental para acceder al mensaje que ellas contienen, en tanto se vinculan fuertemente con “el aquí y ahora”, para decirlo con palabras de Favoretto. Según esta mirada, Charly García es un perspicaz observador de la realidad y del presente, pero con inteligencia de sobra como para no desconocer su pertenencia a un marco histórico y cultural determinado. Por eso Charly es sinónimo de Rock Nacional.
Y por eso nadie se sorprenderá si una de las ideas que aparecen de entrada al recorrer las páginas de Charly en el país de las alegorías es la proximidad que parece tener la poética de García con cierto espíritu tanguero. Por caso, la primera letra que se reproduce en el libro es la de “Cuando comenzamos a nacer”, que con unas leves modificaciones da la impresión de que bien podría ser uno de esos tangos de tono existencial, al estilo de los que solía crear Enrique Santos Discépolo. Versos como “Qué poca cosa es la realidad,/mejor seguir, mejor soñar,/que lo que vale no es el día”; o “Pero si te ofrecen el final,/ dirás igual me he de quedar/ porque soy yo, porque es mi vida”, bien pueden pasar por obra del autor de “Cambalache” con sólo cambiar la entonación y la actitud con que se los canta. “Por supuesto que el vínculo entre tango y rock existe, y no sólo en Charly”, dice Favoretto y para ella no hay dudas. “Desde sus comienzos hay tango en sus composiciones, porque si bien Charly es rock, lo es desde la Argentina y desde Buenos Aires. Compone desde un contexto en el que el tango es parte del aire que se respira. Y él mismo se encarga de dejarlo claro en 1982: “escucho un tango y un rock y presiento que soy yo” (“Yo no quiero volverme tan loco”, Yendo de la cama al living.) Casi 20 años más tarde, en Rock and Roll Yo (2010) incluye dos versiones de la canción ‘V.S.D’, una de ellas es un tango bien clásico. Es decir, su identificación con el tango está muy clara.”
Pero también hay una idea poética muy clara. Cuando Fidel Nadal era cantante de Todos Tus Muertos, se manifestó en contra de la poesía de Charly justamente porque designaba como “dinosaurios” a lo que en realidad era otra cosa. Es decir, abjuraba de los procedimientos poéticos más básicos.
-¿En algún momento aparece en el trabajo de Charly algún conflicto con esa forma de trabajar a través de la alegoría?
-Todo lo contrario, la poesía tiene una belleza innegable, aunque uses una metáfora de “dinosaurios” o monstruos, que, en todo caso, era menos espeluznante que la realidad a la que se refería tal figura. En aquel momento era una forma bastante sutil de describir una realidad dura. La poesía de Charly no utiliza palabras complejas, sino que utiliza palabras simples en una estructura compleja que es la alegoría. Su forma es interesante porque es un lenguaje universal, es una estrategia retórica muy antigua y todavía vigente, y esto, lejos de ser un conflicto, para mí es una fortaleza en sus letras, porque a simple viste parece un texto sencillo, pero al escarbarlo, entrás en un laberinto de significados. Entonces la audiencia cumple un rol muy activo porque debe pensar y analizar si desea que esas palabras tengan un significado. A la vez, al carecer de referencias exactas en el texto, tiene toda la libertad para interpretarlas como quiera. Me parece bellísimo que la canción cree esa complicidad, esa intimidad entre el artista y su público.
-Sin entrar en discusiones, Luis Alberto Spinetta es considerado el gran poeta del rock nacional, afirmación que en esencia representa el olvido de otros grandes letristas como el propio Charly. A priori ambos parecen andar por caminos opuestos en sus operaciones poéticas. ¿En qué se diferencian Spinetta y Charly a partir del uso del lenguaje y las intensiones con que trabajaran sus canciones?
-Ambos ocupan un lugar central en el rock nacional y tal vez hasta son complementarios en cierto modo. El lenguaje de Charly es más sencillo, más cotidiano, más a nivel personal, (mi aquí/ahora, mi yo), con muchas de sus canciones escritas en primera persona. Spinetta es más cósmico, más universal, va más allá del conflicto a nivel subjetivo. Spinetta tiraba para el lado del surrealismo y su interés artístico era diferente al de Charly, que es más rebelde, más polémico, más desafiante.
-Justamente el libro menciona cierto mito en relación al vínculo artístico entre ellos, aludiendo a “lo peligroso que podría haber sido que ambos músicos continuaran componiendo juntos”. ¿Cuál sería exactamente el mito y en dónde radicaba ese peligro?
-Charly lo explicó más de una vez: juntos eran dinamita, había una energía muy fuerte cuando estaban juntos. Esa cita que decís se refiere a una anécdota de cuando estaban componiendo “Rezo por vos”. La canción dice “Y quemé las cortinas y me encendí de amor” y a los pocos días el departamento de Charly se incendió de verdad. Ellos tomaron el hecho como una señal y el disco no se concretó. Lo que puede haber sido una casualidad o un accidente se contó de tal forma que creó un mito: el de la fuerza incontrolable que ellos producían. Según esa lógica, si una canción iniciaba un incendio, imaginate lo que podría haber ocurrido con un disco. Es probable que esa no sea la razón por la que el disco no se hizo. Pero el episodio y la forma en que Charly lo cuenta alimentaron esa idea y a su público nos encanta pensar que es cierto, como si dos dioses combinaran sus superpoderes y el resultado fuese enigmático e incontrolable. De nuevo estamos frente a un desafío: imaginar cómo nos gustaría que hubiese sido ese encuentro de dioses.
-Desde lo musical hay un evidente cambio en los trabajos de Charly a partir de la edición de La hija de la lágrima, a mediados de la década del 90, que coincide con la etapa más problemática en su vida personal y su conducta pública. ¿Esto ha tenido un correlato en sus letras?
-Muchas veces el periodismo y la crítica se centraron demasiado en lo anecdótico y lo privado de su vida, cosa que él también alimentó a su manera. Me parece que hay que indagar más profundo y analizar sus composiciones sin quedarse en lo anecdótico. En La hija de la lágrima hay canciones de una profundidad impresionante, como “Chipi Chipi”, en la que el título distrae por su aparente superficialidad y sin embargo contiene una de las ideas más contundentes de esta etapa: la eternidad de su música y su misión. Charly se muestra consciente de su trascendencia y su rol en la cultura argentina: “Esta canción durará por siempre porque yo mismo la hice así”. En efecto, se propuso hacer ‘la canción sin fin’, una especie de cuento de la buena pipa a lo Charly, pero dejando claro que fue su decisión y su voluntad. Esta canción parece un testamento, un legado, “no te olvides nunca (....) ya se hace de noche, me tengo que ir.”
-¿Cuál dirías que es el gran mérito de Charly García como autor y poeta?
-Una forma de medir ese mérito tiene que ver con lo que se ha visto en sus últimos conciertos. Hoy llama mucho la atención ver la diferencia en edad en el público de sus conciertos, reuniendo a varias generaciones, a padres con hijos, y casi todos se saben las letras de las canciones, desde Sui Generis a Kill Gill. Algo similar pasó con los Beatles, con los Rolling Stones, pero en el rock argentino pienso que es único. Además Charly ha hecho cosas interesantes, como controlar su propia fama y popularidad evitando ser manejado por otros como un producto de consumo. Sabiendo que eso era un proceso inevitable, decidió ganarles de mano y explotar su popularidad a su antojo. También entendió las emociones de los argentinos y supo conmovernos: su versión del himno nacional es un ejemplo de su sensibilidad y de cómo sabe tocarnos las fibras íntimas.
-Eso también tiene que ver con el lugar que ocupa dentro de la cultura popular argentina. Parafraseando el título de uno de sus discos, ¿se puede decir que Charly se ha convertido en una “influencia” inevitable para los argentinos?
-Creo que su influencia es medible en la medida en que muchas frases de sus canciones aparecen como parte del habla cotidiana de los argentinos, ya forman parte de nuestro idioma local. Frecuentemente puede leerse en los diarios y hasta en tapas de libros sobre otros temas, frases tomadas de sus canciones. Eso mismo pasó con el tango. Y esto responde también a la primera pregunta que me hiciste. Su poesía ya entró en nuestro imaginario y hoy usamos palabras como ‘demoliendo’ o ‘tribulaciones, lamentos y ocaso’ sin necesidad de poner una nota al pie aclarando de dónde viene el dicho. Y eso no es poco. Además a los argentinos nos encanta idolatrar y entronizar a nuestros ídolos populares. Charly creó un trono en la cultura popular argentina y después se sentó en él.
Articulo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
En él Favoretto destaca la forma en que García trabaja poéticamente los textos de sus canciones a partir de la alegoría, un recurso metafórico que es a la vez clásico y popular. Pero también vuelve evidente que el contexto es fundamental para acceder al mensaje que ellas contienen, en tanto se vinculan fuertemente con “el aquí y ahora”, para decirlo con palabras de Favoretto. Según esta mirada, Charly García es un perspicaz observador de la realidad y del presente, pero con inteligencia de sobra como para no desconocer su pertenencia a un marco histórico y cultural determinado. Por eso Charly es sinónimo de Rock Nacional.
Y por eso nadie se sorprenderá si una de las ideas que aparecen de entrada al recorrer las páginas de Charly en el país de las alegorías es la proximidad que parece tener la poética de García con cierto espíritu tanguero. Por caso, la primera letra que se reproduce en el libro es la de “Cuando comenzamos a nacer”, que con unas leves modificaciones da la impresión de que bien podría ser uno de esos tangos de tono existencial, al estilo de los que solía crear Enrique Santos Discépolo. Versos como “Qué poca cosa es la realidad,/mejor seguir, mejor soñar,/que lo que vale no es el día”; o “Pero si te ofrecen el final,/ dirás igual me he de quedar/ porque soy yo, porque es mi vida”, bien pueden pasar por obra del autor de “Cambalache” con sólo cambiar la entonación y la actitud con que se los canta. “Por supuesto que el vínculo entre tango y rock existe, y no sólo en Charly”, dice Favoretto y para ella no hay dudas. “Desde sus comienzos hay tango en sus composiciones, porque si bien Charly es rock, lo es desde la Argentina y desde Buenos Aires. Compone desde un contexto en el que el tango es parte del aire que se respira. Y él mismo se encarga de dejarlo claro en 1982: “escucho un tango y un rock y presiento que soy yo” (“Yo no quiero volverme tan loco”, Yendo de la cama al living.) Casi 20 años más tarde, en Rock and Roll Yo (2010) incluye dos versiones de la canción ‘V.S.D’, una de ellas es un tango bien clásico. Es decir, su identificación con el tango está muy clara.”
Pero también hay una idea poética muy clara. Cuando Fidel Nadal era cantante de Todos Tus Muertos, se manifestó en contra de la poesía de Charly justamente porque designaba como “dinosaurios” a lo que en realidad era otra cosa. Es decir, abjuraba de los procedimientos poéticos más básicos.
-¿En algún momento aparece en el trabajo de Charly algún conflicto con esa forma de trabajar a través de la alegoría?
-Todo lo contrario, la poesía tiene una belleza innegable, aunque uses una metáfora de “dinosaurios” o monstruos, que, en todo caso, era menos espeluznante que la realidad a la que se refería tal figura. En aquel momento era una forma bastante sutil de describir una realidad dura. La poesía de Charly no utiliza palabras complejas, sino que utiliza palabras simples en una estructura compleja que es la alegoría. Su forma es interesante porque es un lenguaje universal, es una estrategia retórica muy antigua y todavía vigente, y esto, lejos de ser un conflicto, para mí es una fortaleza en sus letras, porque a simple viste parece un texto sencillo, pero al escarbarlo, entrás en un laberinto de significados. Entonces la audiencia cumple un rol muy activo porque debe pensar y analizar si desea que esas palabras tengan un significado. A la vez, al carecer de referencias exactas en el texto, tiene toda la libertad para interpretarlas como quiera. Me parece bellísimo que la canción cree esa complicidad, esa intimidad entre el artista y su público.
-Sin entrar en discusiones, Luis Alberto Spinetta es considerado el gran poeta del rock nacional, afirmación que en esencia representa el olvido de otros grandes letristas como el propio Charly. A priori ambos parecen andar por caminos opuestos en sus operaciones poéticas. ¿En qué se diferencian Spinetta y Charly a partir del uso del lenguaje y las intensiones con que trabajaran sus canciones?
-Ambos ocupan un lugar central en el rock nacional y tal vez hasta son complementarios en cierto modo. El lenguaje de Charly es más sencillo, más cotidiano, más a nivel personal, (mi aquí/ahora, mi yo), con muchas de sus canciones escritas en primera persona. Spinetta es más cósmico, más universal, va más allá del conflicto a nivel subjetivo. Spinetta tiraba para el lado del surrealismo y su interés artístico era diferente al de Charly, que es más rebelde, más polémico, más desafiante.
-Justamente el libro menciona cierto mito en relación al vínculo artístico entre ellos, aludiendo a “lo peligroso que podría haber sido que ambos músicos continuaran componiendo juntos”. ¿Cuál sería exactamente el mito y en dónde radicaba ese peligro?
-Charly lo explicó más de una vez: juntos eran dinamita, había una energía muy fuerte cuando estaban juntos. Esa cita que decís se refiere a una anécdota de cuando estaban componiendo “Rezo por vos”. La canción dice “Y quemé las cortinas y me encendí de amor” y a los pocos días el departamento de Charly se incendió de verdad. Ellos tomaron el hecho como una señal y el disco no se concretó. Lo que puede haber sido una casualidad o un accidente se contó de tal forma que creó un mito: el de la fuerza incontrolable que ellos producían. Según esa lógica, si una canción iniciaba un incendio, imaginate lo que podría haber ocurrido con un disco. Es probable que esa no sea la razón por la que el disco no se hizo. Pero el episodio y la forma en que Charly lo cuenta alimentaron esa idea y a su público nos encanta pensar que es cierto, como si dos dioses combinaran sus superpoderes y el resultado fuese enigmático e incontrolable. De nuevo estamos frente a un desafío: imaginar cómo nos gustaría que hubiese sido ese encuentro de dioses.
-Desde lo musical hay un evidente cambio en los trabajos de Charly a partir de la edición de La hija de la lágrima, a mediados de la década del 90, que coincide con la etapa más problemática en su vida personal y su conducta pública. ¿Esto ha tenido un correlato en sus letras?
-Muchas veces el periodismo y la crítica se centraron demasiado en lo anecdótico y lo privado de su vida, cosa que él también alimentó a su manera. Me parece que hay que indagar más profundo y analizar sus composiciones sin quedarse en lo anecdótico. En La hija de la lágrima hay canciones de una profundidad impresionante, como “Chipi Chipi”, en la que el título distrae por su aparente superficialidad y sin embargo contiene una de las ideas más contundentes de esta etapa: la eternidad de su música y su misión. Charly se muestra consciente de su trascendencia y su rol en la cultura argentina: “Esta canción durará por siempre porque yo mismo la hice así”. En efecto, se propuso hacer ‘la canción sin fin’, una especie de cuento de la buena pipa a lo Charly, pero dejando claro que fue su decisión y su voluntad. Esta canción parece un testamento, un legado, “no te olvides nunca (....) ya se hace de noche, me tengo que ir.”
-¿Cuál dirías que es el gran mérito de Charly García como autor y poeta?
-Una forma de medir ese mérito tiene que ver con lo que se ha visto en sus últimos conciertos. Hoy llama mucho la atención ver la diferencia en edad en el público de sus conciertos, reuniendo a varias generaciones, a padres con hijos, y casi todos se saben las letras de las canciones, desde Sui Generis a Kill Gill. Algo similar pasó con los Beatles, con los Rolling Stones, pero en el rock argentino pienso que es único. Además Charly ha hecho cosas interesantes, como controlar su propia fama y popularidad evitando ser manejado por otros como un producto de consumo. Sabiendo que eso era un proceso inevitable, decidió ganarles de mano y explotar su popularidad a su antojo. También entendió las emociones de los argentinos y supo conmovernos: su versión del himno nacional es un ejemplo de su sensibilidad y de cómo sabe tocarnos las fibras íntimas.
-Eso también tiene que ver con el lugar que ocupa dentro de la cultura popular argentina. Parafraseando el título de uno de sus discos, ¿se puede decir que Charly se ha convertido en una “influencia” inevitable para los argentinos?
-Creo que su influencia es medible en la medida en que muchas frases de sus canciones aparecen como parte del habla cotidiana de los argentinos, ya forman parte de nuestro idioma local. Frecuentemente puede leerse en los diarios y hasta en tapas de libros sobre otros temas, frases tomadas de sus canciones. Eso mismo pasó con el tango. Y esto responde también a la primera pregunta que me hiciste. Su poesía ya entró en nuestro imaginario y hoy usamos palabras como ‘demoliendo’ o ‘tribulaciones, lamentos y ocaso’ sin necesidad de poner una nota al pie aclarando de dónde viene el dicho. Y eso no es poco. Además a los argentinos nos encanta idolatrar y entronizar a nuestros ídolos populares. Charly creó un trono en la cultura popular argentina y después se sentó en él.
Articulo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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