A contramano del conservador y limitado mercado actual, a veces ocurre el milagro y aparece algún distribuidor con ganas de arriesgarse sólo para sacarse las ganas de estrenar una gran película. Una aventura de esas representa la llegada a los cines porteños de la exquisita comedia Casa vampiro, inexacto (pero no tan mal) título local de este falso documental neozelandés sobre vampiros, bautizado originalmente What we do in the shadows (Lo que hacemos en las sombras). Se trata de uno de los grandes descubrimientos realizados por los programadores del Festival de Cine de Mar del Plata para su última edición, junto con la no menos notable Te sigue (It follows), muy buen film de terror que también, para sorpresa de los que habían pedido la fe, se estrenará comercialmente dentro de un mes.
La idea detrás de Casa vampiro es simple: un documental que registra la vida cotidiana de un ecléctico grupo de vampiros que comparten una tenebrosa casona en los suburbios de Wellington, Nueva Zelandia. Los guionistas, directores e intérpretes de la película, Taika Waititi y Jemaine Clement, aprovechan a sus cuatro protagonistas para reunir en ellos las señas particulares de todos los personajes importantes que ese subgénero del cine de terror ha ido acumulando a lo largo de su nutrida historia. Ahí están Viago, que con sus casi 400 años de edad sigue siendo un dandy del siglo XVIII en plena era digital y tiene algo de Lestat, el afectado personaje de Entrevista con el vampiro; Vladislav, que con sus más de 800 años encarna al clásico vampiro medieval y sanguinario al estilo del Drácula coppoliano; Deacon, el joven y rebelde del grupo, de apenas 189 años; y Petyr, un monstruo de 80 siglos hecho a imagen y semejanza del Nosferatu de Murnau. Tampoco faltarán referencias a la saga Crepúsculo, a La danza de los vampiros, gran comedia de Roman Polanski, a Blade, cazador de vampiros o a la inigualable fábula sueca Criatura de la noche. Pero también a personajes clásicos de la mitología y la literatura vampírica, como la condesa Báthory o Carmillia de Sheridan Le Fanú, por citar apenas dos.
A diferencia de cierta comedia actual, en la que sus responsables no se permiten ir más allá del límite de lo probado o bien desbarrancan en la grosería más banal para tratar de conseguir por ese medio lo que no logran con inteligencia (la risa), Casa vampiro no le teme a meterse en cuanto vericueto exista dentro del género. Así se permiten ir y volver entre el chiste grueso y el humor blanco, o de la comedia física a la sátira, siempre con una delicadeza y una precisión que abruman. La película no se desespera por amontonar carcajadas –que por otra parte tampoco faltan—, sino que como un estilista del boxeo va construyendo el knock out por acumulación de golpes calculados con rigor. Uno de los motivos que hacen de esta una película fabulosa es que no trata de manera condescendiente al espectador. Aunque es posible que consigan disfrutarla mejor quienes conozcan a fondo todos los caminos y atajos del mito del vampiro, eso no significa que el resto vaya a pasarla mal. Al contrario, la película incluye también infinidad de referencias a la cultura popular moderna, como el universo de los Reality Show (el título local es una referencia directa a la casa de Gran Hermano), o la tecnología digital, de YouTube a Skype y el mensaje de texto.
En el libro Zilele Dracului, compilación de ensayos sobre vampiros, José E. Burucúa (h) y Fernanda Gil Lozano señalan que “el horror resulta compañero habitual del ridículo” y que en la risa hay “un temple que no se debería descartar” al aproximarse a la figura de Drácula, epítome del vampiro moderno. Casa vampiro expone el modo en que el abuso que el cine ha hecho de la figura del vampiro derivó en su inevitable degradación. Si esta cofradía de cuatro (y luego cinco) vampiros ya no asustan a nadie no es porque hayan dejado de representar un peligro, sino porque la industria ha transmutado al vampiro en monigote. Siguiendo la idea de Gil Lozano y Burucúa, se puede decir que la reiteración ha ido diluyendo el horror, dejando cada vez más en evidencia las aristas ridículas del mito, que Clement y Waititi aprovechan con tanta inteligencia en esta, a la que tal vez ya pueda considerarse como la película definitiva sobre vampiros.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 30 de abril de 2015
CINE - "Casa vampiro" (What we do in the shadows), de Taika Waititi y Jemaine Clement: La película definitiva sobre vampiros
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sábado, 25 de abril de 2015
CINE - 17 BAFICI: "Dark Star - HR Giger's world", de Belinda Sallin - Un cordero con piel de lobo
Si algo tiene Bafici son esas pequeñas golosinas que representan la oportunidad de ingresar en universos desconocidos. El documental Dark Star -HR Giger’s world, de Belinda Sallin, es uno de esos portales hacia mundos secretos, aunque en el caso del carismático (y enigmático) artista plástico y escultor suizo HR Giger, se trate de un secreto a voces.
A pesar de haber creado el monstruo de la película Alien de Ridley Scott, uno de los más aterradores y populares de la historia del cine, Giger es sobre todo un artista de culto. Su carrera comenzó en los años '60 y ya ese dato significa una sorpresa: resulta difícil aceptar que este hombre, cuyos cuadros y esculturas representan lo oscuro, lo demoníaco y el horror como pocos artistas lo hicieron antes, haya convivido con el hippismo y el flower power. Una mirada menos superficial recuerda que sus primeros trabajos son contemporáneos de otros artistas para quienes la oscuridad también eran un refugio, como Black Sabbath, por citar un ejemplo oportuno, pero además de realidades que parecían salidas del mismo infierno, como los asesinatos cometidos por
Charles Manson y su banda y, sobre todo, el clima asfixiante de la Guerra Fría.
El documental retrata con detalle el trabajo de Giger, desde las imágenes de la obra que le dio el primer impulso, el famoso Necronomicón; pasando por Alien, por el que ganó un Oscar y que lo salvó económicamente para toda la vida; el trencito fantasma que montó en el enorme jardín trasero de su casa; para terminar la recorrida en el lujoso museo Giger. Y también da cuenta de sus vínculos con otros mundos sombríos, como los nexos con la escena del heavy metal extremo en su país.
Al mismo tiempo muestra a un hombre ya viejo y achacoso, al que los años han convertido casi en una de sus propias creaciones; un abuelito sensible y temeroso, para quien sus monstruos representaron una forma sana de convivir con sus propios miedos, porque en realidad se siente a gusto habitando lo pavoroso.
Un cordero con piel de lobo.
Dark Star - HR Giger's world, de Belinda Sallin, puede verse por última vez hoy a las 17:45 en Malba Cine, Av. Figueroa Alcorta 3415.
Arículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo
A pesar de haber creado el monstruo de la película Alien de Ridley Scott, uno de los más aterradores y populares de la historia del cine, Giger es sobre todo un artista de culto. Su carrera comenzó en los años '60 y ya ese dato significa una sorpresa: resulta difícil aceptar que este hombre, cuyos cuadros y esculturas representan lo oscuro, lo demoníaco y el horror como pocos artistas lo hicieron antes, haya convivido con el hippismo y el flower power. Una mirada menos superficial recuerda que sus primeros trabajos son contemporáneos de otros artistas para quienes la oscuridad también eran un refugio, como Black Sabbath, por citar un ejemplo oportuno, pero además de realidades que parecían salidas del mismo infierno, como los asesinatos cometidos por
El documental retrata con detalle el trabajo de Giger, desde las imágenes de la obra que le dio el primer impulso, el famoso Necronomicón; pasando por Alien, por el que ganó un Oscar y que lo salvó económicamente para toda la vida; el trencito fantasma que montó en el enorme jardín trasero de su casa; para terminar la recorrida en el lujoso museo Giger. Y también da cuenta de sus vínculos con otros mundos sombríos, como los nexos con la escena del heavy metal extremo en su país.
Al mismo tiempo muestra a un hombre ya viejo y achacoso, al que los años han convertido casi en una de sus propias creaciones; un abuelito sensible y temeroso, para quien sus monstruos representaron una forma sana de convivir con sus propios miedos, porque en realidad se siente a gusto habitando lo pavoroso.
Un cordero con piel de lobo.
Dark Star - HR Giger's world, de Belinda Sallin, puede verse por última vez hoy a las 17:45 en Malba Cine, Av. Figueroa Alcorta 3415.
Arículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo
jueves, 23 de abril de 2015
CINE - El cuarto azul (Le chambre bleue), de Mathieu Amalric: Las dos caras de la pasión
El nuevo trabajo como director de quien tal vez sea en la actualidad el más destacado actor del cine francés, Mathieu Amalric, es una película acerca de la pasión, dicho esto en los dos grandes sentidos en que esa palabra suele ser definida. Es decir que en El cuarto azul, basada en una novela del clásico autor de policiales Georges Simenon, por un lado se pone en escena el deseo ardiente e incontrolable que surge entre dos personas (“inclinación muy viva de una persona hacia otra”, indica con más mesura una vieja edición del Pequeño Larousse), pero también la pasión entendida al modo cristiano, como aquella sucesión de tormentos que anteceden a la muerte. De hecho la estructura del relato consiste en recorrer narrativamente el camino que va de una idea a la otra, en lo que tal vez sea un intento por comprender por qué misterioso capricho del lenguaje es posible que esos dos extremos convivan dentro de una misma palabra. Y, de manera más romántica, por qué una cosa suele desembocar en la otra, aparentemente de manera irremediable. A su manera, El cuarto azul es una puesta en extremo de cualquier historia de amor, en donde el punto de partida es siempre un deseo fuera de control y el final, inevitablemente remite a la muerte.
Una de las decisiones más interesantes que toman Amalric y Stéphanie Cléau como guionistas (ambos también se encargan de interpretar a la pareja protagónica), es la de contar ambas versiones de la pasión en forma paralela. La primera escena de la película corresponde al registro de una escena de amor clandestino entre Julien y Esther en un hotel del pueblo en el que viven. Ambos están casados pero, claro, no entre sí. Ella es la esposa del farmacéutico del lugar y él ha formado una familia que podría ser perfecta con Delphine, una mujer amable y dócil con la que comparte una pequeña hija. Al contrario de Delphine, de expresiones amorosas contenidas y dueña de esa belleza elegante pero fría con la que suele estereotiparse a algunas francesas, Esther es calculadora y tiene la sangre caliente: ella representa para Julien la pérdida del control. Porque si en su casa es él quien gobierna el devenir del relato familiar, en el cuarto azul del hotel donde se juntan con regularidad la que manda es Esther. Que ese primer encuentro de sexo apasionado termine con ella mordiendo y haciéndole sangrar el labio a Julien, le confiere al comienzo de la historia una carga simbólica determinante, que define cuáles son los roles que cada uno de ellos ocupa en esta pareja y en esta historia.
La siguiente escena muestra a Julien en una dependencia judicial, en donde se encuentra en carácter de detenido, contándole a un juez los detalles de su vínculo con Esther. Amalric se sirve de esta estructura bífida del relato para mostrar a Julien como un hombre partido en varias mitades, debatiéndose entre dos mujeres, entre dos formas de vivir el amor, tironeado entre lo previsible de una vida tabulada y la constante aventura de una existencia paralela, pero también entre dos destinos posibles. Curiosamente, a medida que ambas líneas del relato comiencen a confluir, se hará cada vez más evidente que esa dicotomía tal vez no sea tal y que, elija lo que elija, quizá no hay posibilidad de que las cosas pudieran terminar bien para Julien.
El cuarto azul representa un salto interesante para Amalric como director. Si su película anterior, Tournée, aún moviéndose dentro de un ambiente de cierta sordidez como el de los espectáculos de burlesque, era sobre todo lúdica y festiva, una oda de alegría a la vida bien vivida incluso en los peores momentos, acá todo es distinto. Casi opuesto. Donde antes había color, ahora no hay sino tonos de grises y el único detalle cromático que se destaca es el ocasional, pero definitivo, rojo de la sangre. Y, claro, el azul de ese cuarto de hotel en donde Julien y Esther se juntan para amarse sin límites, que tiene su correlato en el empapelado del tribunal en donde se desarrolla el acto final de la película. Dos pasiones unidas por un mismo color.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Una de las decisiones más interesantes que toman Amalric y Stéphanie Cléau como guionistas (ambos también se encargan de interpretar a la pareja protagónica), es la de contar ambas versiones de la pasión en forma paralela. La primera escena de la película corresponde al registro de una escena de amor clandestino entre Julien y Esther en un hotel del pueblo en el que viven. Ambos están casados pero, claro, no entre sí. Ella es la esposa del farmacéutico del lugar y él ha formado una familia que podría ser perfecta con Delphine, una mujer amable y dócil con la que comparte una pequeña hija. Al contrario de Delphine, de expresiones amorosas contenidas y dueña de esa belleza elegante pero fría con la que suele estereotiparse a algunas francesas, Esther es calculadora y tiene la sangre caliente: ella representa para Julien la pérdida del control. Porque si en su casa es él quien gobierna el devenir del relato familiar, en el cuarto azul del hotel donde se juntan con regularidad la que manda es Esther. Que ese primer encuentro de sexo apasionado termine con ella mordiendo y haciéndole sangrar el labio a Julien, le confiere al comienzo de la historia una carga simbólica determinante, que define cuáles son los roles que cada uno de ellos ocupa en esta pareja y en esta historia.
La siguiente escena muestra a Julien en una dependencia judicial, en donde se encuentra en carácter de detenido, contándole a un juez los detalles de su vínculo con Esther. Amalric se sirve de esta estructura bífida del relato para mostrar a Julien como un hombre partido en varias mitades, debatiéndose entre dos mujeres, entre dos formas de vivir el amor, tironeado entre lo previsible de una vida tabulada y la constante aventura de una existencia paralela, pero también entre dos destinos posibles. Curiosamente, a medida que ambas líneas del relato comiencen a confluir, se hará cada vez más evidente que esa dicotomía tal vez no sea tal y que, elija lo que elija, quizá no hay posibilidad de que las cosas pudieran terminar bien para Julien.
El cuarto azul representa un salto interesante para Amalric como director. Si su película anterior, Tournée, aún moviéndose dentro de un ambiente de cierta sordidez como el de los espectáculos de burlesque, era sobre todo lúdica y festiva, una oda de alegría a la vida bien vivida incluso en los peores momentos, acá todo es distinto. Casi opuesto. Donde antes había color, ahora no hay sino tonos de grises y el único detalle cromático que se destaca es el ocasional, pero definitivo, rojo de la sangre. Y, claro, el azul de ese cuarto de hotel en donde Julien y Esther se juntan para amarse sin límites, que tiene su correlato en el empapelado del tribunal en donde se desarrolla el acto final de la película. Dos pasiones unidas por un mismo color.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "Avengers: La era de Ultrón" (Avengers: Age of Ultron), de Joss Whedon: Entre la destrucción
A partir de toda la parafernalia que rodea a los productos de Marvel que quedaron dentro de la órbita de Disney -a partir de que la compañía del ratón comprara a la de superhéroes en 2009-, puede decirse que Avengers, La era de Ultrón era la película más esperada de los últimos años. Al menos hasta que hace unos días se conoció el nuevo avance de La guerra de las galaxias VII: El despertar de la fuerza. Varios motivos justificaban la expectativa. Primero, el cuidado que mostraron los responsables de este universo en cada una de las películas que involucran a sus personajes, todas ellas de buen nivel. Luego, el tremendo rendimiento en las boleterías del primer episodio de esta saga, Avengers: Los Vengadores (2012), que se ubicó con comodidad en el tercer lugar de la tabla mundial de recaudaciones de todos los tiempos, sólo detrás de Titánic y Avatar, éxitos inalcanzables de James Cameron (aunque es probable que la recién estrenada Rápidos y Furiosos 7 se meta pronto en esta discusión). Claro que cuando el interés previo es tanto, cierta desilusión puede ser un efecto colateral. ¿Pero ocurre eso con La era de Ultrón?
Hay dos maneras de resolver este dilema y tienen que ver con el punto de vista que se elija a la hora de evaluar la película. Si el asunto se mira desde el lugar del consumidor de historietas y en particular de las aventuras de este grupo de justicieros, la respuesta será que no. La era de Ultrón responde no sólo al desarrollo que venían teniendo los personajes en las películas anteriores, sino que representa una buena adaptación de los universos ideados por Stan Lee y Jack Kirby para el cómic en la década de 1960. Está claro que este es el punto de vista más amable, pero no el único.
Porque corriéndose de esa superficie, no es mucho lo que la nueva entrega le aporta ni a la saga ni al total del universo cinematográfico de los Avengers. Sobre todo porque adolece de los males del moderno cine de acción para las masas, en donde es más fácil identificar los actos en los que se divide la estructura del relato por las ciudades que en ellos se destruyen (tres en total; o cuatro si se cuenta la ciudadela fortificada de la escena de apertura) que por sus quiebres dramáticos. La destrucción de ciudades se volvió un tópico recurrente del cine norteamericano y es fácil asociar la tendencia a la tragedia del 11/S, como si la realidad hubiera empujado a la ficción a la compulsión por poner una y otra vez en escena la más dolorosa herida que el pueblo estadounidense ha recibido en su historia. ¿O alguien recuerda el uso sistemático de este recurso durante el siglo XX?
El resto de la película es aquello que transcurre cuando los héroes no están ocupados en romperlo todo como única alternativa para salvar al mundo. Y ahí, en esas charlas de amigos reunidos, en donde abundan las chicanas, el humor, las respuestas rápidas e ingeniosas, pero también las muestras de afecto que son el verdadero poder que mantiene unido a este grupo de héroes, justo ahí donde la película se vuelve humana, es donde está lo mejor de ella.
Artículo originalmente publicado en la sección Espectáculos de Página/12.
Hay dos maneras de resolver este dilema y tienen que ver con el punto de vista que se elija a la hora de evaluar la película. Si el asunto se mira desde el lugar del consumidor de historietas y en particular de las aventuras de este grupo de justicieros, la respuesta será que no. La era de Ultrón responde no sólo al desarrollo que venían teniendo los personajes en las películas anteriores, sino que representa una buena adaptación de los universos ideados por Stan Lee y Jack Kirby para el cómic en la década de 1960. Está claro que este es el punto de vista más amable, pero no el único.
Porque corriéndose de esa superficie, no es mucho lo que la nueva entrega le aporta ni a la saga ni al total del universo cinematográfico de los Avengers. Sobre todo porque adolece de los males del moderno cine de acción para las masas, en donde es más fácil identificar los actos en los que se divide la estructura del relato por las ciudades que en ellos se destruyen (tres en total; o cuatro si se cuenta la ciudadela fortificada de la escena de apertura) que por sus quiebres dramáticos. La destrucción de ciudades se volvió un tópico recurrente del cine norteamericano y es fácil asociar la tendencia a la tragedia del 11/S, como si la realidad hubiera empujado a la ficción a la compulsión por poner una y otra vez en escena la más dolorosa herida que el pueblo estadounidense ha recibido en su historia. ¿O alguien recuerda el uso sistemático de este recurso durante el siglo XX?
El resto de la película es aquello que transcurre cuando los héroes no están ocupados en romperlo todo como única alternativa para salvar al mundo. Y ahí, en esas charlas de amigos reunidos, en donde abundan las chicanas, el humor, las respuestas rápidas e ingeniosas, pero también las muestras de afecto que son el verdadero poder que mantiene unido a este grupo de héroes, justo ahí donde la película se vuelve humana, es donde está lo mejor de ella.
Artículo originalmente publicado en la sección Espectáculos de Página/12.
miércoles, 22 de abril de 2015
CINE - 17 BAFICI: Michel Houellebecq en BAFICI - Dos películas en los márgenes
Una
sorpresa en la programación del 17º Festival Internacional de Cine
Independiente de Buenos Aires (Bafici): eso representan las dos películas que
tienen como protagonista a Michel Houellebecq. Lo curioso de ambas, que
cualquiera podría imaginar que vienen por el lado del documental sobre su
figura o del ensayo acerca de su obra, es que en realidad son ficciones donde
el ácido escritor francés ocupa (y se destaca en) el infrecuente rol de actor.
Una es Near Death Experience (Experiencia cercana a la muerte, 2014), de la
excéntrica dupla de directores integrada por Benoît Delépine y Gustave Kervern,
que participa de la Competencia Vanguardia y Género; la otra, L’enlèvement de
Michel Houellebecq (El secuestro de MH, 2014), extraño film del director
Guillaume Nicloux, en el que el escritor se interpreta a sí mismo, pero sin
salirse del marco ficcional. Más allá de la relevancia del autor dentro del
panorama literario mundial en la actualidad, no está de más indagar acerca de
si hay más allá de él, algún valor cinematográfico en las películas.
Si alguien preguntaba por Houellebecq, digamos, seis meses atrás, sólo quienes tuvieran un vínculo cercano con la literatura o la lectura como actividad cotidiana lo hubieran reconocido. Pero la fuerza de la masacre de París, en la que 12 personas, la mayoría humoristas gráficos, fueron asesinadas dentro de la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo a manos de una célula de extremistas islámicos, consiguió hacer que su nombre trascendiera involuntariamente los círculos cerrados, para instalarse más allá de las fronteras mediáticas. El enlace entre la matanza y él estuvo dado por la presencia de una caricatura suya ilustrando la primera plana del número de esa revista que estuvo en la calle dos días después de los asesinatos. En ella, bajo el título de Las predicciones del mago Houellebecq, se presentaba al escritor con un gorro cónico estilo mago Merlín y un cigarrillo como varita mágica. El personaje daba dos vaticinios: "En 2015 perderé mis dientes" y "¡en 2022 haré el Ramadán!".
El chiste hace referencia a su última novela, Sumisión, que llegó a las librerías el mismo día en que ese número de la revista salió a la venta. En ella el escritor imagina que en 2022 una coalición política liderada por una agrupación islámica derrota a los partidos tradicionales franceses en las elecciones nacionales, imponiendo al primer presidente musulmán de la historia de Francia. Si esa fantasía a priori hacía aparecer a Sumisión como una "novela de terror" para muchos ciudadanos franceses, individuos que forman parte de una sociedad en la que la islamofóbica es un fenómeno crecientemente, los hechos posteriores terminaron de quitarle a la figura de Houellebecq toda posibilidad de grises. Se lo defiende o se lo condena sin posibilidad de hacer paradas en las estaciones intermedias.
¿Pero esa pirueta hacia las primeras planas globales realmente representó un acto involuntario? Todo hace pensar que no. Un autor tan conocedor de los laberintos de la realidad y de su tiempo, dueño de una vocación de polemista tan autoconsciente, difícilmente no haya calculado la posibilidad de que cualquier acción del radicalismo islámico podría terminar con él mismo enredado en la maraña mediática. Quizá no como instigador o apologeta, pero sí en tanto agitador cultural, porque eso es Houellebecq en la Francia del siglo XXI. Una de las películas juega con esa idea. Los riesgos que toman ambos films, que coinciden en el manejo de herramientas narrativas similares, son buena prueba de ello. Se trata de comedias corrosivas no exentas de drama, aunque es posible pensar en Near Death Experience como oscura comedia existencial, en tanto que El secuestro de MH se aproxima más a la categoría de sátira política.
Por empezar, los sucesos de esta última se desarrollan en el icónico mes de septiembre de 2011. El escritor desaparece mientras se encuentra en una supuesta gira promocional. Los rumores se desatan y llegan a mencionar que Al Qaeda o seres del espacio exterior podrían tener algo que ver. Curiosamente, una semana después de los asesinatos en la redacción de Charlie Hebdo, el Houellebecq real salió de París con rumbo desconocido luego de recibir amenazas supuestamente de Al Qaeda. Lejos de eso, sus secuestradores son un grupo de franceses del montón y ese hecho se arriesga a poner en escena a la violencia y a ponerla en manos del actor social menos sospechado de abonar el terror como recurso. La idea de la banda es usarlo para dar a conocer sus exigencias y para ello lo obligan a fotografiarse sosteniendo un ejemplar del diario Liberation, en cuya tapa se ve al presidente François Hollande junto al titular Deseo de futuro.
A través de esos juegos con la realidad, El secuestro de MH se deja penetrar por un clima social en el que la intolerancia étnica y cultural marcan el signo de los tiempos. "Para empezar me sorprende que no lleven máscaras", dice Houellebecq a sus captores mientras toma un vaso de agua en una ronda de charla de apariencia distendida y concluye, con lógica literaria, "que en las novelas eso nunca es buena señal". Los secuestradores se sorprenden y, para calmarlo, algunas escenas después le festejan el cumpleaños sentados a la misma mesa. Pero esta vez cada uno tiene el rostro cubierto con una de esas máscaras que se usan en los carnavales cariocas de las fiestas. Como en la Francia actual, no hay caretas que alcancen para cubrir lo evidente: el desprecio, los prejuicios o el humor hiriente, convertido en tapa de revista a caballo de la libertad, para que los límites deban cuestionarse una vez más en medio de un patético baile de máscaras.
Near Death Experience representa la colaboración del escritor con Kervern y Delèpine, dos cineastas tan iconoclastas como él: no hay dos directores más oportunos para unirse a Houellebecq. Entre los tres cuentan la historia de un hombre vulgar, con un trabajo y una familia tipo, que de un día para el otro se desmorona ante su propia realidad y deja su casa como quien va a comprar cigarrillos y vuelve. Aunque acá no se interpreta a sí mismo, el personaje y la película también tienen puntos de contacto con el escritor. Por un lado los físicos y gestuales: Paul se mueve como Houellebecq, babea como él y demuestra la misma habilidad para fumar sin que la ceniza nunca se desprenda del cigarrillo. Por el otro la película, que utiliza como guía la voz en off del escritor, consigue sostener a partir del discurso interno del personaje cierta "profundidad literaria".Vestido de ciclista, casi convertido en uno de los personajes de Las trillizas de Belville –magistral película animada del director francés Sylvain Chomet–, Houellebecq se extravía deliberadamente en las montañas, en una subida que tiene mucho de las doce paradas del Vía Crucis: una pasión según Houellebecq. La película instala su relato en las fronteras de la muerte y ahí parece sentirse cómoda. Paul va y viene entre los intentos de suicidio y el examen de conciencia, y son varios los días y noches que el protagonista pasa en la montaña como un Cristo aún sin resucitar. Un rito que tanto puede ser de iniciación como de despedida, pero que sin dudas lleva consigo un ineludible carácter liberador. La película define al ser humano como maquinaria obsoleta, pero no de manera explícita, claro, sino a través de la acción, elemento central del dispositivo cinematográfico. Aunque en el universo de Near Death Experience el sistema es lo importante y sus piezas, prescindibles, Delèpine y Kervern se permiten reservarle un lugar destacado a la voluntad. Sin ella no es posible vivir pero, mejor todavía, tampoco es posible morir. Porque, y más o menos así lo dice Paul, "un hombre muerto es mejor que un hombre sin vida". Suficiente como para que ir a ver a Houellebecq al cine esté plenamente justificado.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
Si alguien preguntaba por Houellebecq, digamos, seis meses atrás, sólo quienes tuvieran un vínculo cercano con la literatura o la lectura como actividad cotidiana lo hubieran reconocido. Pero la fuerza de la masacre de París, en la que 12 personas, la mayoría humoristas gráficos, fueron asesinadas dentro de la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo a manos de una célula de extremistas islámicos, consiguió hacer que su nombre trascendiera involuntariamente los círculos cerrados, para instalarse más allá de las fronteras mediáticas. El enlace entre la matanza y él estuvo dado por la presencia de una caricatura suya ilustrando la primera plana del número de esa revista que estuvo en la calle dos días después de los asesinatos. En ella, bajo el título de Las predicciones del mago Houellebecq, se presentaba al escritor con un gorro cónico estilo mago Merlín y un cigarrillo como varita mágica. El personaje daba dos vaticinios: "En 2015 perderé mis dientes" y "¡en 2022 haré el Ramadán!".
El chiste hace referencia a su última novela, Sumisión, que llegó a las librerías el mismo día en que ese número de la revista salió a la venta. En ella el escritor imagina que en 2022 una coalición política liderada por una agrupación islámica derrota a los partidos tradicionales franceses en las elecciones nacionales, imponiendo al primer presidente musulmán de la historia de Francia. Si esa fantasía a priori hacía aparecer a Sumisión como una "novela de terror" para muchos ciudadanos franceses, individuos que forman parte de una sociedad en la que la islamofóbica es un fenómeno crecientemente, los hechos posteriores terminaron de quitarle a la figura de Houellebecq toda posibilidad de grises. Se lo defiende o se lo condena sin posibilidad de hacer paradas en las estaciones intermedias.
¿Pero esa pirueta hacia las primeras planas globales realmente representó un acto involuntario? Todo hace pensar que no. Un autor tan conocedor de los laberintos de la realidad y de su tiempo, dueño de una vocación de polemista tan autoconsciente, difícilmente no haya calculado la posibilidad de que cualquier acción del radicalismo islámico podría terminar con él mismo enredado en la maraña mediática. Quizá no como instigador o apologeta, pero sí en tanto agitador cultural, porque eso es Houellebecq en la Francia del siglo XXI. Una de las películas juega con esa idea. Los riesgos que toman ambos films, que coinciden en el manejo de herramientas narrativas similares, son buena prueba de ello. Se trata de comedias corrosivas no exentas de drama, aunque es posible pensar en Near Death Experience como oscura comedia existencial, en tanto que El secuestro de MH se aproxima más a la categoría de sátira política.
Por empezar, los sucesos de esta última se desarrollan en el icónico mes de septiembre de 2011. El escritor desaparece mientras se encuentra en una supuesta gira promocional. Los rumores se desatan y llegan a mencionar que Al Qaeda o seres del espacio exterior podrían tener algo que ver. Curiosamente, una semana después de los asesinatos en la redacción de Charlie Hebdo, el Houellebecq real salió de París con rumbo desconocido luego de recibir amenazas supuestamente de Al Qaeda. Lejos de eso, sus secuestradores son un grupo de franceses del montón y ese hecho se arriesga a poner en escena a la violencia y a ponerla en manos del actor social menos sospechado de abonar el terror como recurso. La idea de la banda es usarlo para dar a conocer sus exigencias y para ello lo obligan a fotografiarse sosteniendo un ejemplar del diario Liberation, en cuya tapa se ve al presidente François Hollande junto al titular Deseo de futuro.
A través de esos juegos con la realidad, El secuestro de MH se deja penetrar por un clima social en el que la intolerancia étnica y cultural marcan el signo de los tiempos. "Para empezar me sorprende que no lleven máscaras", dice Houellebecq a sus captores mientras toma un vaso de agua en una ronda de charla de apariencia distendida y concluye, con lógica literaria, "que en las novelas eso nunca es buena señal". Los secuestradores se sorprenden y, para calmarlo, algunas escenas después le festejan el cumpleaños sentados a la misma mesa. Pero esta vez cada uno tiene el rostro cubierto con una de esas máscaras que se usan en los carnavales cariocas de las fiestas. Como en la Francia actual, no hay caretas que alcancen para cubrir lo evidente: el desprecio, los prejuicios o el humor hiriente, convertido en tapa de revista a caballo de la libertad, para que los límites deban cuestionarse una vez más en medio de un patético baile de máscaras.
Near Death Experience representa la colaboración del escritor con Kervern y Delèpine, dos cineastas tan iconoclastas como él: no hay dos directores más oportunos para unirse a Houellebecq. Entre los tres cuentan la historia de un hombre vulgar, con un trabajo y una familia tipo, que de un día para el otro se desmorona ante su propia realidad y deja su casa como quien va a comprar cigarrillos y vuelve. Aunque acá no se interpreta a sí mismo, el personaje y la película también tienen puntos de contacto con el escritor. Por un lado los físicos y gestuales: Paul se mueve como Houellebecq, babea como él y demuestra la misma habilidad para fumar sin que la ceniza nunca se desprenda del cigarrillo. Por el otro la película, que utiliza como guía la voz en off del escritor, consigue sostener a partir del discurso interno del personaje cierta "profundidad literaria".Vestido de ciclista, casi convertido en uno de los personajes de Las trillizas de Belville –magistral película animada del director francés Sylvain Chomet–, Houellebecq se extravía deliberadamente en las montañas, en una subida que tiene mucho de las doce paradas del Vía Crucis: una pasión según Houellebecq. La película instala su relato en las fronteras de la muerte y ahí parece sentirse cómoda. Paul va y viene entre los intentos de suicidio y el examen de conciencia, y son varios los días y noches que el protagonista pasa en la montaña como un Cristo aún sin resucitar. Un rito que tanto puede ser de iniciación como de despedida, pero que sin dudas lleva consigo un ineludible carácter liberador. La película define al ser humano como maquinaria obsoleta, pero no de manera explícita, claro, sino a través de la acción, elemento central del dispositivo cinematográfico. Aunque en el universo de Near Death Experience el sistema es lo importante y sus piezas, prescindibles, Delèpine y Kervern se permiten reservarle un lugar destacado a la voluntad. Sin ella no es posible vivir pero, mejor todavía, tampoco es posible morir. Porque, y más o menos así lo dice Paul, "un hombre muerto es mejor que un hombre sin vida". Suficiente como para que ir a ver a Houellebecq al cine esté plenamente justificado.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
lunes, 20 de abril de 2015
CINE - 17 BAFICI: "El botón de nácar", de Patricio Guzmán - La memoria del agua
Conviene comenzar con una afirmación tajante: el documental es el más bastardeado de los géneros cinematográficos. No pocas veces se escucha a personajes vinculados al mundo de la industria cinematográfica desacreditarlo con argumentos insólitamente banales o torpes, tomándolo por menor o afirmando que el verdadero cine es la ficción. “Cualquier película en la que haya actores es siempre un trabajo más complejo que simplemente prender una cámara y filmar la realidad”, dicen ellos, sin saber que se ponen en ridículo. Nadie niega las diferencias entre ficción y documental, como tampoco se puede evitar que cada quien prefiera una de estas modalidades por sobre la otra. Pero establecer entre ambas un escalafón valorativo no sólo es inadmisible, sino una completa muestra de ignorancia por parte de quien se atreva a sostener una afirmación como esta o cualquier otra que menosprecie y pretenda relegar al documental a una inexistente categoría inferior. Basta decir que muchos directores, muy reconocidos por sus trabajos de ficción, han sido o son además consumados documentalistas, como Werner Herzog o Roberto Rosellini, por dar apenas un par de ejemplos concluyentes.
América Latina es una región en donde no pocos artistas han brillado especialmente dentro del género, como el brasileño Glauber Rocha o los argentinos Raymundo Gleyzer, Fernando Solanas u Octavio Gettino. Este año la edición número 17 del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI) ofrece una oportunidad imperdible de conocer a uno de los más destacados documentalistas latinoamericanos de los últimos 40 años. Se trata del cineasta chileno radicado en Francia Patricio Guzmán, quien ha dedicado gran parte de su obra a intentar exponer, analizar y entender la historia reciente de su país a partir de una serie de documentales que se destacan no sólo por lo poderoso de su contenido, sino por la complejidad formal con que el director evade las convenciones del género. Los trabajos de Guzmán están conformados por partes iguales de filosofía, de ciencia, de mística y de poesía puestas al servicio del cine y de revisar la historia, pero no como ejercicio estéril o masturbatorio, sino con la intensión manifiesta de fecundar a cada espectador, de encontrar en ellos un terreno fértil en donde echar raíces.
La programación de BAFICI propone este año dos películas para darse una idea bien clara de quién es Patricio Guzmán. Una de ellas a partir de la mirada de un tercero, a través del documental Filmer obstinément, reencontré avec Patricio Guzmán (Filmar obstinadamente, encuentro con Patricio Guzmán; 2014), donde el director francés Boris Nicot recorre la obra del chileno yendo desde La batalla de Chile (1975), su trabajo fundacional, el más épico y emblemático de su obra, hasta El botón de nácar, su película más reciente, que entonces se encontraba todavía inconclusa. La otra alternativa que permite completar este acercamiento a la figura y la obra de Guzmán está dado, justamente, por la proyección de ese recién aludido último y exquisito trabajo, que acaba de ser estrenado y premiado en el festival de Berlín con el Oso de Plata al mejor guión. Se trata de una pieza que viene a complementar su película anterior, Nostalgia de la luz (2010), en donde la astronomía y el cosmos son portales abiertos hacia el pasado que le permiten al chileno rescatar detalles silenciados de la historia de su país, para abordar temas como la identidad y la memoria.
Como ya ocurría en Nostalgia de la luz, el recorrido que Guzmán propone en El botón de Nácar vuelve a tener como punto de partida el desierto de Atacama, al norte de Chille. La inconfundible y cálida voz del director, narrador omnipresente en la mayoría de sus trabajos, revela que se trata del lugar más seco del planeta y es por eso que ahí se han instalado algunos de los más importantes observatorios astronómicos del mundo, para intentar llegar a los confines del universo con la menor cantidad de obstáculos atmosféricos posibles. Más adelante, sobre la parte final de la película, el director afirma que este tipo de avances tecnológicos “no son sino un esfuerzo por volver a cosas que ya se sabían desde antes, pero de forma poética”: que somos hijos de las estrellas y que en ellas podemos leer nuestro pasado y futuro. Si en su película anterior Guzmán aprovechaba la luz de las estrellas para sumergirse en el pasado, en esta oportunidad se sirve del agua como elemento vital para interconectar lo cósmico y lo mundano; lo trascendente y lo finito; la historia y el presente; lo prosaico y lo poético. Porque, como él mismo afirma, “el agua es un órgano mediador entre las estrellas y nosotros”. Con una vigorosa lógica poética, el director vincula al agua dispersa por el universo en infinidad de planetas, nebulosas y galaxias lejanas, con los pueblos originarios de la Patagonia chilena, nomades del agua que convivían con el mar como parte indivisible de su cultura y su naturaleza.
Apoyado en la idea de que “las leyes del pensamiento son las mismas que rigen la conducta del agua”, porque ambos elementos tienden a adaptarse a todo, el discurso de Guzmán fluye con potencia, ligando momentos históricos en apariencia inconexos entre sí. De esta forma convierte a aquellos dueños originales de la tierra en los primeros desaparecidos de la historia chilena, un antecedente directo de las atrocidades cometidas un siglo después por la dictadura que derrocó al presidente Salvador Allende “con el apoyo financiero de los Estados Unidos” y que mantuvo al general Augusto Pinochet durante 14 años usurpando el gobierno de aquel país. Para Guzmán entonces los desaparecidos no empiezan ni terminan en ese período histórico reciente, sino que su origen se remonta a las matanzas de aquellos habitantes patagónicos a finales del siglo XIX y comienzos del siglo siguiente. Entre aquellos a quien el director ha elegido para apoyar esta versión cósmica de la historia de su país está el poeta Raúl Zurita, quien con una voz que por momentos recuerda a los característicos balbuceos del Borges oral, afirma que “en Chile se acumula una impunidad de siglos” y que “encontrar a los culpables no es el fin del camino, sino recién el comienzo.” Es que tal vez para Guzmán la historia, lejos de desarrollarse en línea recta, sea en realidad un relato continuo y espiralado como muchas galaxias, en donde inevitablemente se pasa una y otra vez cerca de los mismos lugares. Es por eso que la memoria se convierte en una herramienta vital.
Pero El botón de nácar no solamente es extraordinaria desde su contenido. La película es además un prodigio fotográfico y cinematográfico, que trabaja sobre todo generando explosiones y contrastes de color, tal vez como correlato del modo en que también se va desenrollando el discurso. Sólo así los brillos que la luz produce en un plano fijo de la superficie desenfocada de un curso de agua se convierten, de un modo casi mágico, en un cielo estrellado en movimiento. Vivo. Únicamente de esa manera la mirada puede perderse por enormes glaciares como si la cámara, y con ella cada espectador, estuviera adentro mismo de esos enormes bloques de hielo azul. Después de ver El botón de nácar es difícil creer que alguien pueda seguir pensando en el documental como un género menor.
El título de la película hace referencia a una historia que no por conocida deja de ser digna de mención y a la que Guzmán consigue darle nuevas implicancias. Cuenta el director que una expedición al mando del explorador Fitz Roy fue la responsable de trazar los primeros mapas de la Patagonia. Tan preciso fue el trabajo realizado que su cartografía siguió siendo utilizada por los viajeros durante más de cien años. Fitz Roy y sus marinos fueron además unos de los primeros europeos en tomar contacto directo con los pueblos patagónicos y uno de los responsables de aquella extraña idea de llevarse consigo a cuatro de ellos en su regreso a Inglaterra, para realizar el experimento de “civilizarlos”. Uno de esos cuatro indios recibió el nombre de Jemmy Button, porque accedió a subir al barco de Fitz Roy a cambio de un botón de nácar. Jemmy Button permaneció durante un año en Londres, donde fue educado casi hasta convertirse, en las propias palabras de Guzmán, en un lord inglés. Cumplido ese tiempo y ya adaptado a una nueva realidad, Jemmy fue traído de vuelta a su tierra. Al llegar lo primero que hizo fue quitarse la opresiva ropa europea y, desnudo, meterse al agua: había regresado a su hogar, al helado mar del sur. Sin embargo nunca pudo volver a recuperar por completo a su vida anterior; ni siquiera consiguió reconstruir completamente su idioma y hasta su muerte habló una lengua bastarda, un híbrido entre el inglés y su lengua madre. La conclusión de Guzmán es estremecedora: en ese viaje de la Patagonia a Londres, Jemmy Button había viajado 30 millones de años entre la edad de piedra y la revolución industrial. En el camino había perdido (o le habían usurpado) la identidad. Sobre el final Guzmán traza líneas por el infinito para unir esa historia con otra, en la que el agua es una fosa común y donde otro botón vuelve a contar la historia de una identidad arrebatada por la prepotencia de aquellos que se creen dueños de todas las historias.
En la Argentina existe la expresión “para muestra alcanza un botón”, que se utiliza para expresar que a partir de un elemento mínimo es posible tener cierta certeza del todo. Pero Guzmán no se queda en sus botones, sino que los aprovecha para dar una verdadera lección de historia, y no solo chilena, sino latinoamericana. Porque si algo se revela en El botón de nácar es que los relatos históricos de nuestros países son espejos en los cuales es posible buscar y reconocer los propios errores y horrores. Entender esto de una manera integral, cósmica, como la que el director propone, permite ganar para nuestra propia historia a un artista extraordinario como Patricio Guzmán. Y confirmar de manera definitiva que el género documental también produce obras de arte. Cine con mayúsculas.
El botón de nácar, de Patricio Guzmán, puede verse hoy a las 16:30 por última vez en el marco del 17 BAFICI. En el cine Artemultiplex Belgrano, Av. Cabildo 2829.
Versión completa del artículo publicado parcialmente en la sección Cultura de Tiempo.
América Latina es una región en donde no pocos artistas han brillado especialmente dentro del género, como el brasileño Glauber Rocha o los argentinos Raymundo Gleyzer, Fernando Solanas u Octavio Gettino. Este año la edición número 17 del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI) ofrece una oportunidad imperdible de conocer a uno de los más destacados documentalistas latinoamericanos de los últimos 40 años. Se trata del cineasta chileno radicado en Francia Patricio Guzmán, quien ha dedicado gran parte de su obra a intentar exponer, analizar y entender la historia reciente de su país a partir de una serie de documentales que se destacan no sólo por lo poderoso de su contenido, sino por la complejidad formal con que el director evade las convenciones del género. Los trabajos de Guzmán están conformados por partes iguales de filosofía, de ciencia, de mística y de poesía puestas al servicio del cine y de revisar la historia, pero no como ejercicio estéril o masturbatorio, sino con la intensión manifiesta de fecundar a cada espectador, de encontrar en ellos un terreno fértil en donde echar raíces.
La programación de BAFICI propone este año dos películas para darse una idea bien clara de quién es Patricio Guzmán. Una de ellas a partir de la mirada de un tercero, a través del documental Filmer obstinément, reencontré avec Patricio Guzmán (Filmar obstinadamente, encuentro con Patricio Guzmán; 2014), donde el director francés Boris Nicot recorre la obra del chileno yendo desde La batalla de Chile (1975), su trabajo fundacional, el más épico y emblemático de su obra, hasta El botón de nácar, su película más reciente, que entonces se encontraba todavía inconclusa. La otra alternativa que permite completar este acercamiento a la figura y la obra de Guzmán está dado, justamente, por la proyección de ese recién aludido último y exquisito trabajo, que acaba de ser estrenado y premiado en el festival de Berlín con el Oso de Plata al mejor guión. Se trata de una pieza que viene a complementar su película anterior, Nostalgia de la luz (2010), en donde la astronomía y el cosmos son portales abiertos hacia el pasado que le permiten al chileno rescatar detalles silenciados de la historia de su país, para abordar temas como la identidad y la memoria.
Como ya ocurría en Nostalgia de la luz, el recorrido que Guzmán propone en El botón de Nácar vuelve a tener como punto de partida el desierto de Atacama, al norte de Chille. La inconfundible y cálida voz del director, narrador omnipresente en la mayoría de sus trabajos, revela que se trata del lugar más seco del planeta y es por eso que ahí se han instalado algunos de los más importantes observatorios astronómicos del mundo, para intentar llegar a los confines del universo con la menor cantidad de obstáculos atmosféricos posibles. Más adelante, sobre la parte final de la película, el director afirma que este tipo de avances tecnológicos “no son sino un esfuerzo por volver a cosas que ya se sabían desde antes, pero de forma poética”: que somos hijos de las estrellas y que en ellas podemos leer nuestro pasado y futuro. Si en su película anterior Guzmán aprovechaba la luz de las estrellas para sumergirse en el pasado, en esta oportunidad se sirve del agua como elemento vital para interconectar lo cósmico y lo mundano; lo trascendente y lo finito; la historia y el presente; lo prosaico y lo poético. Porque, como él mismo afirma, “el agua es un órgano mediador entre las estrellas y nosotros”. Con una vigorosa lógica poética, el director vincula al agua dispersa por el universo en infinidad de planetas, nebulosas y galaxias lejanas, con los pueblos originarios de la Patagonia chilena, nomades del agua que convivían con el mar como parte indivisible de su cultura y su naturaleza.
Apoyado en la idea de que “las leyes del pensamiento son las mismas que rigen la conducta del agua”, porque ambos elementos tienden a adaptarse a todo, el discurso de Guzmán fluye con potencia, ligando momentos históricos en apariencia inconexos entre sí. De esta forma convierte a aquellos dueños originales de la tierra en los primeros desaparecidos de la historia chilena, un antecedente directo de las atrocidades cometidas un siglo después por la dictadura que derrocó al presidente Salvador Allende “con el apoyo financiero de los Estados Unidos” y que mantuvo al general Augusto Pinochet durante 14 años usurpando el gobierno de aquel país. Para Guzmán entonces los desaparecidos no empiezan ni terminan en ese período histórico reciente, sino que su origen se remonta a las matanzas de aquellos habitantes patagónicos a finales del siglo XIX y comienzos del siglo siguiente. Entre aquellos a quien el director ha elegido para apoyar esta versión cósmica de la historia de su país está el poeta Raúl Zurita, quien con una voz que por momentos recuerda a los característicos balbuceos del Borges oral, afirma que “en Chile se acumula una impunidad de siglos” y que “encontrar a los culpables no es el fin del camino, sino recién el comienzo.” Es que tal vez para Guzmán la historia, lejos de desarrollarse en línea recta, sea en realidad un relato continuo y espiralado como muchas galaxias, en donde inevitablemente se pasa una y otra vez cerca de los mismos lugares. Es por eso que la memoria se convierte en una herramienta vital.
Pero El botón de nácar no solamente es extraordinaria desde su contenido. La película es además un prodigio fotográfico y cinematográfico, que trabaja sobre todo generando explosiones y contrastes de color, tal vez como correlato del modo en que también se va desenrollando el discurso. Sólo así los brillos que la luz produce en un plano fijo de la superficie desenfocada de un curso de agua se convierten, de un modo casi mágico, en un cielo estrellado en movimiento. Vivo. Únicamente de esa manera la mirada puede perderse por enormes glaciares como si la cámara, y con ella cada espectador, estuviera adentro mismo de esos enormes bloques de hielo azul. Después de ver El botón de nácar es difícil creer que alguien pueda seguir pensando en el documental como un género menor.
El título de la película hace referencia a una historia que no por conocida deja de ser digna de mención y a la que Guzmán consigue darle nuevas implicancias. Cuenta el director que una expedición al mando del explorador Fitz Roy fue la responsable de trazar los primeros mapas de la Patagonia. Tan preciso fue el trabajo realizado que su cartografía siguió siendo utilizada por los viajeros durante más de cien años. Fitz Roy y sus marinos fueron además unos de los primeros europeos en tomar contacto directo con los pueblos patagónicos y uno de los responsables de aquella extraña idea de llevarse consigo a cuatro de ellos en su regreso a Inglaterra, para realizar el experimento de “civilizarlos”. Uno de esos cuatro indios recibió el nombre de Jemmy Button, porque accedió a subir al barco de Fitz Roy a cambio de un botón de nácar. Jemmy Button permaneció durante un año en Londres, donde fue educado casi hasta convertirse, en las propias palabras de Guzmán, en un lord inglés. Cumplido ese tiempo y ya adaptado a una nueva realidad, Jemmy fue traído de vuelta a su tierra. Al llegar lo primero que hizo fue quitarse la opresiva ropa europea y, desnudo, meterse al agua: había regresado a su hogar, al helado mar del sur. Sin embargo nunca pudo volver a recuperar por completo a su vida anterior; ni siquiera consiguió reconstruir completamente su idioma y hasta su muerte habló una lengua bastarda, un híbrido entre el inglés y su lengua madre. La conclusión de Guzmán es estremecedora: en ese viaje de la Patagonia a Londres, Jemmy Button había viajado 30 millones de años entre la edad de piedra y la revolución industrial. En el camino había perdido (o le habían usurpado) la identidad. Sobre el final Guzmán traza líneas por el infinito para unir esa historia con otra, en la que el agua es una fosa común y donde otro botón vuelve a contar la historia de una identidad arrebatada por la prepotencia de aquellos que se creen dueños de todas las historias.
En la Argentina existe la expresión “para muestra alcanza un botón”, que se utiliza para expresar que a partir de un elemento mínimo es posible tener cierta certeza del todo. Pero Guzmán no se queda en sus botones, sino que los aprovecha para dar una verdadera lección de historia, y no solo chilena, sino latinoamericana. Porque si algo se revela en El botón de nácar es que los relatos históricos de nuestros países son espejos en los cuales es posible buscar y reconocer los propios errores y horrores. Entender esto de una manera integral, cósmica, como la que el director propone, permite ganar para nuestra propia historia a un artista extraordinario como Patricio Guzmán. Y confirmar de manera definitiva que el género documental también produce obras de arte. Cine con mayúsculas.
El botón de nácar, de Patricio Guzmán, puede verse hoy a las 16:30 por última vez en el marco del 17 BAFICI. En el cine Artemultiplex Belgrano, Av. Cabildo 2829.
Versión completa del artículo publicado parcialmente en la sección Cultura de Tiempo.
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sábado, 18 de abril de 2015
LIBROS - "Cemento, semillero del rock", de Nicolás Igarzábal: Un Aleph para el Rock en la Argentina.
En la década de 1980 salir a la noche era como jugar al Jumanji, aquel juego de película en donde las fantasías, las más disparatadas y las más atroces, solían volverse realidad. Uno podía encontrarse con especies extrañas, algunas más amenazantes que otras, que invariablemente causaban estupor entre la gente mayor y no tanto. Salir en los ’80 era una aventura que no siempre terminaba bien pero, como ha escrito por ahí Clarice Lispector, “perderse también es camino”. Hoy nadie se asusta si por la calle se cruza con un chico con toda la cara atravesada por ganchos y colgantes, o si al dar vuelta en una esquina queda frente a frente con una chica toda maquillada de negro y tatuada de pies a cabeza. Nadie se asombra si una pareja de dos chicos o dos chicas pasean de la mano o se besan en la boca en el banco de una plaza.
Pero que en el presente la tolerancia y la aceptación hayan ido ganando espacios no es un milagro ni un invento de laboratorio. Más bien se trata de un eslabón muy importante dentro de un proceso que en la Argentina comenzó a mediados de los ’80, luego de que siete años de sangrienta dictadura volvieran a foja cero las conquistas de las décadas anteriores. Y en los ’80 el centro del universo estaba en Cemento, un Aleph contracultural que nació como una extraña discotheque, que se convirtió brevemente en un espacio que cobijó las expresiones artísticas más eclécticas, pero que enseguida encontró su destino definitivo: ser un templo sagrado para todas las ramas del rock que se extendieron en la Argentina hasta que a fines de 2004 el local cerró sus puertas.
Nicolás Igarzabal acaba de publicar su primer libro, Cemento, semillero del rock, en el que se impone la titánica tarea de intentar dar una idea más o menos aproximada de qué era y qué representó dentro del mapa de la cultura popular ese lugar en el que la mística y el caos convivían en tenso equilibrio. El libro parte de hipótesis de que el rock del país no sería el mismo si no hubiera existido Cemento como ámbito de experimentación y formación de tres o cuatro generaciones de bandas. Desde los Redonditos de Ricota, Sumo, Virus y Don Cornelio en sus primeros años; la llamada movida sónica que incluía a Peligrosos Gorriones, Los Brujos y Babasónicos en los primeros ’90; pasando por varias camadas de las del punk y el heavy metal, para llegar a la explosión del rock barrial, todo el espectro del rock argentino pasó por Cemento.
Fundado y regenteado por el gestor cultural y empresario Omar Chabán junto a su entonces pareja, la actriz Katja Alemann, el lugar era una criatura hecha a imagen y semejanza de su hacedor. Excéntrico, histriónico e hiperactivo, Chabán manejaba a su antojo el local ubicado en la calle Estados Unidos 1234, casi como un almacén de barrio. Y todos, o casi todos, los que pasaron por su inmenso escenario están agradecidos con él. Lo cual no significa negar sus descuidos y negligencias, algo que se hizo evidente con la tragedia ocurrida en Cromañón, el otro local del que Chabán era dueño y donde el 30 de diciembre de 2004 murieron 194 chicos luego de que parte del público encendiera bengalas durante un show de la banda Callejeros. Una semana más tarde, Cemento también cerraba sus puertas para siempre. Más allá de lo justo injusto de ese cierre, Igarzábal cree que “se perdió mucho con el cierre; pero no fue sólo el de Cemento, porque en los primeros días posteriores a la tragedia habían cerrado casi todos los boliches y el panorama cultural era agónico”. Durante varios años el circuito del rock llegó casi a su extinción. “Recuerdo el verano de 2005 con desolación, entre la pérdida de tantos chicos, la sensación de incertidumbre y la sequía de recitales. Con el tiempo, los boliches cambiaron los horarios, las normas de seguridad, los precios, y las bandas y el público se adaptaron a esas nuevas costumbres. Pero quedó un vacío enorme que tardó mucho en volver a llenarse”, reseña el autor.
Siendo un libro que busca retratar un espacio, Cemento, semillero del rock inevitablemente termina siendo también una especie de biografía parcial de Chabán, como si no fuera posible pensar en Cemento sino como una proyección o un reflejo del propio creador. “Es algo que fui descubriendo al escribir el libro y que roza lo filosófico: Chabán es Cemento y Cemento es Chabán, son figuras inseparables”, confirma Igarzábal. “No hubiera sido el mismo lugar sin sus manejos y él no hubiera tenido el reconocimiento que tuvo en el rock local si no hubiera sido por Cemento, algo que está bien reflejado en el agradecimiento continuo de los músicos en el libro. Pensemos que el boliche duró casi 20 años. Cemento funcionando era un mito viviente, un dinosaurio fuera de los museos.” Entonces parece imposible determinar si lo realmente importante fue la existencia de Cemento como espacio o el trabajo de Chabán como agitador cultural: “el rol de Chabán como promotor cultural fue fundamental y por eso Cemento es único”, afirma el escritor. “Con otra persona al frente del lugar, no sé si las bandas hubieran tenido el espacio que tuvieron con Chabán”, concluye.
Uno de los méritos de Cemento, semillero del rock consiste en tratar de presentar al lugar y a su creador de la manera más amplia posible, y que sean los protagonistas quienes enaltezcan sus méritos y virtudes, pero sin minimizar ni esconder sus enormes defectos. De hecho, en muchas de las críticas que diferentes músicos dicen haberle realizado cuando Cemento y Chabán aún estaban vivos, se percibe con mucha fuerza que lo que ocurrió en Cromañón quizá podría haber ocurrido antes en el local de la calle Estados Unidos. “Me pareció honesto mostrar también sus miserias, más allá de sus aciertos artísticos y comerciales”, reconoce Igarzabal. “Muchos músicos coinciden en ese diagnóstico, pero yo tengo mis diferencias: Cromañón no podría haber sucedido en Cemento porque el lugar era todo de concreto (paredes, techo, entrada, camarines), o sea, 100% ignífugo. No podría haber sucedido un siniestro de esa magnitud y, de hecho, Cemento cierra de rebote, porque se queda sin conducción tras la tragedia de Cromañón y no porque haya habido algún accidente concreto dentro. El día mismo de la tragedia Cemento estaba abierto y la clausura más importante que tuvo fue en 1993, tras el show de la banda inglesa The Exploited, aunque los incidentes fueron en las calles y no dentro del boliche”. Aunque el lugar fue clausurado varias veces por las causas más diversas, como por el uso indebido de una parrilla gigante instalada dentro de un local si la ventilación adecuada para tal fin, Igarzabal cree que la de Cemento no fue la crónica de una muerte anunciada. “Cemento era un lugar congelado en el tiempo, que sobrevivió a los '80 y '90, y para mí podría haber seguido varias décadas con la misma rusticidad de siempre, si no fuera por lo de Cromañón. Lo que era anunciado y previsible es que el lugar no podría haber vuelto a abrir sus puertas después eso, siendo que pertenecía al mismo dueño de Cromañón, y ese estigma pesaba mucho.”
Haciendo un poco de ciencia ficción e imaginando que la desgraciada noche del 30 de diciembre de 2004 no hubiera ocurrido y esas lamentables 194 víctimas aún estuvieran con los suyos, pero atendiendo al decreciente interés de las nuevas generaciones por el rock, volcadas mucho más a ritmos como la cumbia, el cuarteto o el reggaetón: ¿hubiera sobrevivido Cemento o esta coyuntura también lo habría empujado a la extinción? Y en tal caso, ¿hubiera podido sobrevivir como un espacio propio de la cultura rockera o hubiera tenido que mutar en otra cosa? “Así como Cemento vio crecer todos los estilos, como el punk, el metal y el dark en los '80 o lo barrial y lo alternativo en los '90, creo que si estuviera abierto hoy podría haber sido una base de operaciones importante para el movimiento indie, encabezado por grupos de La Plata como El Mató a un Policía Motorizado, Sr Tomate o 107 Faunos”, afirma convencido Igarzabal. “Cemento podría haber aglutinado tranquilamente esa escena que se hizo fuerte después de Cromañón, sin abandonar los otros géneros que abrazó siempre desde su inauguración. El Mató hoy podría estar llenando Cemento, no tengo dudas”.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Pero que en el presente la tolerancia y la aceptación hayan ido ganando espacios no es un milagro ni un invento de laboratorio. Más bien se trata de un eslabón muy importante dentro de un proceso que en la Argentina comenzó a mediados de los ’80, luego de que siete años de sangrienta dictadura volvieran a foja cero las conquistas de las décadas anteriores. Y en los ’80 el centro del universo estaba en Cemento, un Aleph contracultural que nació como una extraña discotheque, que se convirtió brevemente en un espacio que cobijó las expresiones artísticas más eclécticas, pero que enseguida encontró su destino definitivo: ser un templo sagrado para todas las ramas del rock que se extendieron en la Argentina hasta que a fines de 2004 el local cerró sus puertas.
Nicolás Igarzabal acaba de publicar su primer libro, Cemento, semillero del rock, en el que se impone la titánica tarea de intentar dar una idea más o menos aproximada de qué era y qué representó dentro del mapa de la cultura popular ese lugar en el que la mística y el caos convivían en tenso equilibrio. El libro parte de hipótesis de que el rock del país no sería el mismo si no hubiera existido Cemento como ámbito de experimentación y formación de tres o cuatro generaciones de bandas. Desde los Redonditos de Ricota, Sumo, Virus y Don Cornelio en sus primeros años; la llamada movida sónica que incluía a Peligrosos Gorriones, Los Brujos y Babasónicos en los primeros ’90; pasando por varias camadas de las del punk y el heavy metal, para llegar a la explosión del rock barrial, todo el espectro del rock argentino pasó por Cemento.
Fundado y regenteado por el gestor cultural y empresario Omar Chabán junto a su entonces pareja, la actriz Katja Alemann, el lugar era una criatura hecha a imagen y semejanza de su hacedor. Excéntrico, histriónico e hiperactivo, Chabán manejaba a su antojo el local ubicado en la calle Estados Unidos 1234, casi como un almacén de barrio. Y todos, o casi todos, los que pasaron por su inmenso escenario están agradecidos con él. Lo cual no significa negar sus descuidos y negligencias, algo que se hizo evidente con la tragedia ocurrida en Cromañón, el otro local del que Chabán era dueño y donde el 30 de diciembre de 2004 murieron 194 chicos luego de que parte del público encendiera bengalas durante un show de la banda Callejeros. Una semana más tarde, Cemento también cerraba sus puertas para siempre. Más allá de lo justo injusto de ese cierre, Igarzábal cree que “se perdió mucho con el cierre; pero no fue sólo el de Cemento, porque en los primeros días posteriores a la tragedia habían cerrado casi todos los boliches y el panorama cultural era agónico”. Durante varios años el circuito del rock llegó casi a su extinción. “Recuerdo el verano de 2005 con desolación, entre la pérdida de tantos chicos, la sensación de incertidumbre y la sequía de recitales. Con el tiempo, los boliches cambiaron los horarios, las normas de seguridad, los precios, y las bandas y el público se adaptaron a esas nuevas costumbres. Pero quedó un vacío enorme que tardó mucho en volver a llenarse”, reseña el autor.
Siendo un libro que busca retratar un espacio, Cemento, semillero del rock inevitablemente termina siendo también una especie de biografía parcial de Chabán, como si no fuera posible pensar en Cemento sino como una proyección o un reflejo del propio creador. “Es algo que fui descubriendo al escribir el libro y que roza lo filosófico: Chabán es Cemento y Cemento es Chabán, son figuras inseparables”, confirma Igarzábal. “No hubiera sido el mismo lugar sin sus manejos y él no hubiera tenido el reconocimiento que tuvo en el rock local si no hubiera sido por Cemento, algo que está bien reflejado en el agradecimiento continuo de los músicos en el libro. Pensemos que el boliche duró casi 20 años. Cemento funcionando era un mito viviente, un dinosaurio fuera de los museos.” Entonces parece imposible determinar si lo realmente importante fue la existencia de Cemento como espacio o el trabajo de Chabán como agitador cultural: “el rol de Chabán como promotor cultural fue fundamental y por eso Cemento es único”, afirma el escritor. “Con otra persona al frente del lugar, no sé si las bandas hubieran tenido el espacio que tuvieron con Chabán”, concluye.
Uno de los méritos de Cemento, semillero del rock consiste en tratar de presentar al lugar y a su creador de la manera más amplia posible, y que sean los protagonistas quienes enaltezcan sus méritos y virtudes, pero sin minimizar ni esconder sus enormes defectos. De hecho, en muchas de las críticas que diferentes músicos dicen haberle realizado cuando Cemento y Chabán aún estaban vivos, se percibe con mucha fuerza que lo que ocurrió en Cromañón quizá podría haber ocurrido antes en el local de la calle Estados Unidos. “Me pareció honesto mostrar también sus miserias, más allá de sus aciertos artísticos y comerciales”, reconoce Igarzabal. “Muchos músicos coinciden en ese diagnóstico, pero yo tengo mis diferencias: Cromañón no podría haber sucedido en Cemento porque el lugar era todo de concreto (paredes, techo, entrada, camarines), o sea, 100% ignífugo. No podría haber sucedido un siniestro de esa magnitud y, de hecho, Cemento cierra de rebote, porque se queda sin conducción tras la tragedia de Cromañón y no porque haya habido algún accidente concreto dentro. El día mismo de la tragedia Cemento estaba abierto y la clausura más importante que tuvo fue en 1993, tras el show de la banda inglesa The Exploited, aunque los incidentes fueron en las calles y no dentro del boliche”. Aunque el lugar fue clausurado varias veces por las causas más diversas, como por el uso indebido de una parrilla gigante instalada dentro de un local si la ventilación adecuada para tal fin, Igarzabal cree que la de Cemento no fue la crónica de una muerte anunciada. “Cemento era un lugar congelado en el tiempo, que sobrevivió a los '80 y '90, y para mí podría haber seguido varias décadas con la misma rusticidad de siempre, si no fuera por lo de Cromañón. Lo que era anunciado y previsible es que el lugar no podría haber vuelto a abrir sus puertas después eso, siendo que pertenecía al mismo dueño de Cromañón, y ese estigma pesaba mucho.”
Haciendo un poco de ciencia ficción e imaginando que la desgraciada noche del 30 de diciembre de 2004 no hubiera ocurrido y esas lamentables 194 víctimas aún estuvieran con los suyos, pero atendiendo al decreciente interés de las nuevas generaciones por el rock, volcadas mucho más a ritmos como la cumbia, el cuarteto o el reggaetón: ¿hubiera sobrevivido Cemento o esta coyuntura también lo habría empujado a la extinción? Y en tal caso, ¿hubiera podido sobrevivir como un espacio propio de la cultura rockera o hubiera tenido que mutar en otra cosa? “Así como Cemento vio crecer todos los estilos, como el punk, el metal y el dark en los '80 o lo barrial y lo alternativo en los '90, creo que si estuviera abierto hoy podría haber sido una base de operaciones importante para el movimiento indie, encabezado por grupos de La Plata como El Mató a un Policía Motorizado, Sr Tomate o 107 Faunos”, afirma convencido Igarzabal. “Cemento podría haber aglutinado tranquilamente esa escena que se hizo fuerte después de Cromañón, sin abandonar los otros géneros que abrazó siempre desde su inauguración. El Mató hoy podría estar llenando Cemento, no tengo dudas”.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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jueves, 16 de abril de 2015
CINE - "Terror en el bosque" (Exists), de Eduardo Sánchez: Entre el empirismo digital y el regreso a las fuentes
Lo mejor es admitir de entrada que Terror en el bosque no es una gran película. Este acto de sinceridad no sólo permitirá señalar sus debilidades, sino también reconocer y aceptar sus virtudes, que no alcanzan para convertirla en buena, pero le permiten mantenerse a una distancia prudente del círculo infernal de las películas malas. Porque a pesar de que el pésimo nombre elegido para su estreno local no ayuda (el original Exists, “Existe”, es más contundente y hasta filosóficamente más adecuado; ya se verá por qué) y de que su desarrollo se apega en exceso a las convenciones del formato narrativo elegido, Terror en el bosque tiene al menos dos sólidos puntos a favor. Que, para jugar con el suspenso, conviene dejar para el final.
Debe decirse que se trata del nuevo trabajo de Eduardo Sánchez, uno de los responsables detrás de El proyecto Blair Witch, película que redefinió el concepto de negocio en el mundo del cine y que, a su modo, revolucionó el género del terror en 1999. Aunque en su filmografía hay una media decena de trabajos que la separan de aquella ópera prima, este es el que mayor cantidad de puntos de contacto guarda con ella. Aquí el director no sólo repite el truco de narrar a través de lo que los protagonistas filman con sus propias cámaras, sino que vuelve a meterse en el bosque para hacer que el miedo surja otra vez de ese fondo salvaje. Y más aún, de nuevo ancla su relato en un mito popular. Si en su primera película la historia giraba en torno a una bruja, criatura de origen europeo pero que forma parte de la mitología fundacional de las viejas colonias puritanas que forjaron a los Estados Unidos, acá se trata de Pie Grande, el Sasquatch, una leyenda clásica bien norteamericana. La diferencia es que los protagonistas de El proyecto Blair Witch iban voluntariamente en busca del personaje mítico, mientras que en este caso tienen la mala suerte de toparse con él.
Si bien es cierto que Terror en el bosque no sería posible sin ese antecedente, hay otra película que significa una referencia importante: la notable Cloverfield, de Matt Reeves. Como en aquella, el monstruo se hace visible de manera fragmentaria en esos pseudo videos amateurs que los protagonistas toman a medida que el horror los va cercando. Ahí reside uno de los puntos fuertes. La película se erige en documento de una época en donde las cámaras son parte indivisible de la realidad: esta historia, en la que los protagonistas parecen más preocupados por sus camaritas Go Pro que por sus propias vidas, hubiera sido inverosímil tan sólo 15 o 20 años atrás. Pero ocurre que aquello de “ser es ser percibido” ha devenido en “existir es ser filmado” y por eso el título original resultaba tan adecuado: alguien (o algo) sólo puede ser en tanto quede registro audiovisual de su existencia. Empirismo digital. Curiosamente la otra virtud de Terror en el bosque va en sentido contrario de esa modernidad y tiene que ver con el carácter analógico de la criatura. Con tino, Sánchez prescinde de efectos digitales para la creación de su Pie Grande, recurriendo en su lugar a los efectos especiales tradicionales, las prótesis y el maquillaje. Y, créanme: no saben lo bien que se siente ver de nuevo en pantalla a un monstruo de verdad, aunque no sea en una gran película.
Artículo publicado originalmente en las sección Espectáculos de Página/12.
Debe decirse que se trata del nuevo trabajo de Eduardo Sánchez, uno de los responsables detrás de El proyecto Blair Witch, película que redefinió el concepto de negocio en el mundo del cine y que, a su modo, revolucionó el género del terror en 1999. Aunque en su filmografía hay una media decena de trabajos que la separan de aquella ópera prima, este es el que mayor cantidad de puntos de contacto guarda con ella. Aquí el director no sólo repite el truco de narrar a través de lo que los protagonistas filman con sus propias cámaras, sino que vuelve a meterse en el bosque para hacer que el miedo surja otra vez de ese fondo salvaje. Y más aún, de nuevo ancla su relato en un mito popular. Si en su primera película la historia giraba en torno a una bruja, criatura de origen europeo pero que forma parte de la mitología fundacional de las viejas colonias puritanas que forjaron a los Estados Unidos, acá se trata de Pie Grande, el Sasquatch, una leyenda clásica bien norteamericana. La diferencia es que los protagonistas de El proyecto Blair Witch iban voluntariamente en busca del personaje mítico, mientras que en este caso tienen la mala suerte de toparse con él.
Si bien es cierto que Terror en el bosque no sería posible sin ese antecedente, hay otra película que significa una referencia importante: la notable Cloverfield, de Matt Reeves. Como en aquella, el monstruo se hace visible de manera fragmentaria en esos pseudo videos amateurs que los protagonistas toman a medida que el horror los va cercando. Ahí reside uno de los puntos fuertes. La película se erige en documento de una época en donde las cámaras son parte indivisible de la realidad: esta historia, en la que los protagonistas parecen más preocupados por sus camaritas Go Pro que por sus propias vidas, hubiera sido inverosímil tan sólo 15 o 20 años atrás. Pero ocurre que aquello de “ser es ser percibido” ha devenido en “existir es ser filmado” y por eso el título original resultaba tan adecuado: alguien (o algo) sólo puede ser en tanto quede registro audiovisual de su existencia. Empirismo digital. Curiosamente la otra virtud de Terror en el bosque va en sentido contrario de esa modernidad y tiene que ver con el carácter analógico de la criatura. Con tino, Sánchez prescinde de efectos digitales para la creación de su Pie Grande, recurriendo en su lugar a los efectos especiales tradicionales, las prótesis y el maquillaje. Y, créanme: no saben lo bien que se siente ver de nuevo en pantalla a un monstruo de verdad, aunque no sea en una gran película.
Artículo publicado originalmente en las sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "Mis días felices" (Les beaux jours), de Marion Vernoux: Femmes fatales eran las de antes
Típica comedia dramática crepuscular de pura cepa francesa, Mis días felices, de Marion Vernoux, tiene algunos de los encantos de este género particular, pero también sus berretines. Entre los encantos sobresale la presencia de Fanny Ardant, que con sus 60 y largos se encarga de dejar bien claro que difícilmente la historia del cine vuelva a tener una generación de actrices con el talento, la elegancia y la sensualidad que sólo las divas del cine francés de las décadas de 1960 y 1970 eran capaces conjurar. Sí: femmes fatales eran las de antes y en esta película la Ardant, ama y señora de cada escena, las hace todas juntas. Las miradas oblicuas cargadas de intenciones; la sonrisa llena de picardía que se niega a envejecer; las caminatas descalza por la playa al atardecer; o de noche, con tacos y medias negras, bajo la luz amarillenta del alumbrado público; la escena fumando en la cama (y no tabaco), riendo después de hacer el amor, apenas tapada por las sábanas y con la melena rubia salvaje pero cuidadosamente despeinada; los ojos desbordados de lágrimas que ella nunca llegan a arruinarle el maquillaje; las copas de vino buscando con insistencia sus labios, mientras ella mira de costado y deja que sus párpados se entrecierren de una manera calculada con tanta naturalidad que parece imposible y es inevitable preguntarse cómo lo hace. Todo un arsenal dramático y de seducción puesto al servicio de darle vida a Caroline, una dentista que acaba de jubilarse tras haber perdido a su mejor amiga y que termina enredada en una aventura apasionada con Julien, su profesor de computación, 30 años menor que ella.
Mis días felices es sobre todo una historia acerca de los límites, más que nada los finales, que son los más definitivos de todos los límites, y las diversas formas en que es posible enfrentarse a ellos. El final de la vida productiva, el final de la pasión y del deseo, el final del amor y la misma muerte se amontonan en el camino de Caroline, poniéndola ante la disyuntiva de evaluar cuál será la forma en que finalmente encarará este tramo de su vida. Por un lado está el vínculo plácido con Philippe, su marido, que encarna la seguridad de una compañía sin condiciones y que la empuja a encontrar una forma de seguir adelante. El problema es que, como suele ocurrirle a muchos, existe un defasaje aparente entre la edad cronológica y la percepción que Caroline empieza a tener de sí misma. ¿Llegar a cierta edad equivale a cerrar determinadas puertas, a dejar atrás por defecto muchas de las cosas de las que hasta ahora se gozó, solamente por aceptar la imposición del deber ser? Mis días felices se viste de liberal para acompañar a Caroline en ese recorrido, le permite disfrutar del paseo y recuperar el placer de volver a algunas zonas que ella creía clausuradas. Pero no se atreve a ir por más y se apaga en un final de lo más conservador.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Mis días felices es sobre todo una historia acerca de los límites, más que nada los finales, que son los más definitivos de todos los límites, y las diversas formas en que es posible enfrentarse a ellos. El final de la vida productiva, el final de la pasión y del deseo, el final del amor y la misma muerte se amontonan en el camino de Caroline, poniéndola ante la disyuntiva de evaluar cuál será la forma en que finalmente encarará este tramo de su vida. Por un lado está el vínculo plácido con Philippe, su marido, que encarna la seguridad de una compañía sin condiciones y que la empuja a encontrar una forma de seguir adelante. El problema es que, como suele ocurrirle a muchos, existe un defasaje aparente entre la edad cronológica y la percepción que Caroline empieza a tener de sí misma. ¿Llegar a cierta edad equivale a cerrar determinadas puertas, a dejar atrás por defecto muchas de las cosas de las que hasta ahora se gozó, solamente por aceptar la imposición del deber ser? Mis días felices se viste de liberal para acompañar a Caroline en ese recorrido, le permite disfrutar del paseo y recuperar el placer de volver a algunas zonas que ella creía clausuradas. Pero no se atreve a ir por más y se apaga en un final de lo más conservador.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
sábado, 11 de abril de 2015
CINE - Segunda edición de Good Pitch Argentina: Películas como herramientas para el cambio social
Una crítica que suele escucharse en contra del cine argentino tiene como blanco su prolífica producción, que cada año parece incrementarse y con ella, la cantidad de películas que pasarán sin pena ni gloria por los cines (un plural que a veces se reduce a una única sala: el singular Espacio INCAA Km 0 Cine Gaumont). Sin embargo del hecho de que las películas no tengan un público no debe concluirse que producir mucho es un mal en sí mismo: no es la fecundidad lo que mata al cine argentino. El verdadero problema es que dichas políticas de fomento a la producción no tienen un correlato en medidas de apoyo a la difusión y la exhibición. Se promueve el acto creativo, pero no se acompaña a la película en el resto del camino que debe recorrer. En otras palabras, las películas se filman, se estrenan, pero nadie se entera de que existen. Good Pitch es un emprendimiento internacional surgido del impulso mancomunado de BritDoc y el Sundance Institute Documentary Film Program que se realiza en diversas ciudades del mundo, que este año tendrá por segunda vez su versión argentina y que cuenta con el apoyo de British Council. Un proyecto intenta resolver algunas de esas necesidades que las películas salen al mundo.
¿Qué es exactamente Good Pitch? Un programa de asistencia a producciones cinematográficas (sobre todo documentales) cuya temática gire en torno a diferentes cuestiones de la justicia social. Se trata de un proyecto de varias etapas y la primera de ellas tiene las características de un concurso. Para ella este año se presentaron más de 70 proyectos de toda América Latina, de los cuales fueron seleccionados cuatro: Sumercé, de Victoria Solano, documental acerca del abuso de la producción minera en Colombia; Quipú, de Rosemarie Lerner y María Court, que revela un plan sistemático de esterilización estatal por parte del Ministerio de Salud peruano en la década del '90, que se aplicó en alrededor de 270 mil mujeres y 22 hombres; Grown ups, de Maite Alberdi, que denuncia la falta de asistencia sanitaria para adultos con Síndrome de Down en Chile; y Nueva Venecia, de Emiliano Mazza de Luca, que registra la vida en un pueblo flotante en Colombia, cuya comunidad de pescadores fue masacrada por un grupo paramilitar en el año 2000. Ahí es donde el equipo de Good Pitch Argentina, liderado por la periodista británica radicada hace años en Buenos Aires Kristie Robinson, realmente entra en acción. "La idea es trabajar junto a los realizadores de cine para ayudarlos a diseñar una estrategia de campaña que tiene que ver con el concepto de producción de impacto, pensando en el posestreno", cuenta Robinson con una sonrisa casi tan grande como sus ojos, que da fe de su entusiasmo.
"La mayoría de los realizadores no piensan en qué personas o agrupaciones ya están trabajando en esas cuestiones que sus propios documentales abordan y podrían estar interesados en usar a las películas como herramientas", amplía la directora de Good Pitch Argentina. "Intentamos armar una coalición en torno a ellas cuando todavía se encuentran en las etapas finales de producción". Ahí comienza la segunda etapa, que tiene la forma de un encuentro entre los cineastas y una serie de aliados potenciales que comparten con las películas el interés por un tema determinado. Los realizadores tienen siete minutos para presentar su proyecto a una audiencia integrada por ONG, corporaciones, académicos o expertos. "La idea es que entre todos puedan generar una vida después del estreno para las películas", continúa Robinson. "Eso representa una mayor difusión para ellos como realizadores, pero a la vez esas organizaciones se aseguran una herramienta de campaña muy fuerte porque no se trata de un video institucional, sino de un largometraje documental. Lo que se intenta es generar una plataforma de difusión muy fuerte no sólo para el cine, sino también para instalar determinados temas sensibles en la sociedad. No se trata de un apoyo económico, sino estratégico, intentando hacer visibles los proyectos a través de coaliciones y redes para asegurar que al menos las personas que puedan tener interés en esos temas estén al tanto de la existencia del documental." Esa ronda de encuentro entre cineastas y sus aliados potenciales tendrá lugar este lunes a partir de las 14 en el Teatro Picadero, Enrique Santos Discépolo 1857.
–¿Cómo llega y cómo se instala Good Pitch a la Argentina?
–La primera información que tuvimos acerca de su existencia fue a través de Florencia Santucho, directora del Festival Internacional de DD HH (DerHumALC). Ella conoció el evento en la edición que se hizo en San Francisco en 2011 y le dieron ganas de traerlo para acá, pero no contaba con un equipo adecuado. Fue ella quien me propuso desarrollar una primera edición en el marco del festival. Aunque mis raíces están en el periodismo, donde me especializo en temas de justicia social, ecología y Derechos Humanos, yo había ayudado en la organización de DerHumALC durante un par de años seguidos. Esa primera edición se realizó en agosto de 2013 y salió muy bien. Pero se trata de un proyecto que intenta contar con un espacio independiente, por eso es que esta vez lo pensamos como una actividad en sí misma.
–¿Por qué trabajan exclusivamente con películas que abordan custiones vinculadas a la justicia social?
–Sundance y BritDoc vieron que dentro del mundo del documental, aquellos que atienden cuestiones sociales suelen ser los proyectos más fuertes, pero los que tienen menos llegada. Entonces el potencial para ayudar a estos proyectos era mayor. La idea original del evento es dar apoyo a películas que estén intentando hacer un cambio positivo en el mundo.
–De la edición de este año participarán cuatro proyectos. ¿La idea es encontrar un ganador?
–No, todos ya son los ganadores. En esta etapa no se trata de un concurso, sino de una ronda de presentación donde cada proyecto tendrá la posibilidad de conocer a potenciales aliados que el equipo de Good Pitch se encargó de convocar. Dicha selección se realizó a partir de distintas entrevistas que nuestro equipo tuvo con los responsables de los proyectos elegidos para conocer las intenciones y las metas que cada uno espera alcanzar con su película. A partir de ahí investigamos que profesionales o agrupaciones podrían colaborar con cada proyecto para intentar conseguir esos objetivos. Suelen ser momentos muy intensos porque usualmente se reúne a personas que no se conocen pero que tienen objetivos y causas en común, y que probablemente sea la primera vez que se unan para trabajar juntos en un mismo proyecto.
–Más allá de la importancia de la temática social de los proyectos, hablamos de películas. ¿Dónde se encuentra el punto de balance entre lo social y lo cinematográfico a la hora de elegir a los finalistas?
–Los encargados de elegir los proyectos somos siete y esa es la discusión de siempre. Como mi trabajo es sobre todo encargarme de conseguir los aliados, entonces para mí la parte social es fundamental. Sí imagino quién podría estar sentado en su mesa, se complica. Pero para la gente de Sundance lo importante es el cine, entonces juntos buscamos ese equilibrio. También es importante que el tema de las películas tenga un alto grado de actualidad porque potenciar la efectividad de las campañas depende de eso. Tiene que ser posible decir: ahora es el momento para poner este tema en la agenda pública. Pero, claro, el ojo cinematográfico del realizador no sólo es muy importante, sino fundamental para que el mensaje cuente con la potencia cinematográfica que debería tener.
jueves, 9 de abril de 2015
CINE - "El desierto", de Christoph Behl: Miedo a la mirada de los otros
Es una extraña decisión la de promocionar a El desierto como una película de terror. Porque el primer trabajo de ficción de Christoph Behl, más conocido por sus trabajos como director y productor de documentales, de ninguna manera lo es. Puede ser que comparta el escenario de un mundo pos-apocalíptico en el que la humanidad enfrenta su propia extinción, luego de que una pandemia se encargara de convertir a casi todos en zombis, que es propio de una enorme cantidad de películas del género. Pero, ¿eso alcanza para hacer de esta película una de terror? La respuesta es que no y que, en todo caso, se trata de un exponente de cine fantástico en el que el miedo es un elemento central. Con una importante salvedad: ese miedo no intenta transmitirse pantalla afuera para afectar directamente las emociones del espectador, sino que es uno de los sentimientos a los que la trama expone a los tres protagonistas y que condiciona sus comportamientos.
Sin embargo no es a ese mundo infectado ni a esos otros convertidos en monstruo a lo que le temen Ana, Axel y Jonathan –que viven encerrados en una casa en los suburbios vaya a saber desde cuándo—, sino a la posibilidad cierta de que el encierro y el exceso de intimidad termine transformándolos en recíprocos objetos de odio, aplastando el amor que alguna vez sintió cada uno por los otros dos. Le temen, en definitiva, a la perspectiva de convertirse ellos mismos, ya no en zombis, sino en extraños. El desierto es un drama íntimo sobre un triángulo amoroso, cuya intención es registrar el momento preciso en que este se desmorona, pero envuelto en el packaging de las películas de terror estilo George Romero, con las que comparte el propósito de usar el género como vehículo de una alegoría que está más allá de la superficie narrativa.
Lo verdaderamente monstruoso en la película de Behl se encuentra, entonces, habitando dentro de la misma casa, en la forma en que la mirada de cada uno de los personajes ha ido alterando la percepción que se tiene de los demás, al punto de generar en ellos la necesidad de un espacio de invisibilidad. Dicho espacio consiste en una habitación al fondo de la casa, a la que bautizan como “el consultorio”, en donde cada uno de ellos se encierra cada vez que quiere, para grabar sus secretos con una cámara hogareña en pequeños cassettes digitales que luego guardan en un baúl con candado, para que los demás no puedan acceder a ellos. En ese sentido El desierto no sólo es pos-apocalíptica sino también pos-Gran Hermano (es fácil identificar ese “consultorio” con el confesionario del popular programa de televisión) y, sobre todo, pos-psicoanalítica. Tanto que no es necesario recurrir a Slavoj Zizek para reconocer las instancias de Yo, Superyó y Ello dentro de la estructura de esa casa. Por supuesto que esa prerrogativa de intimidad será vulnerada a caballo del deseo, desatando, como no, el retorno de lo reprimido.
Es cierto que sobre el final la película resbala en la obviedad de algunos de los recursos elegidos. Como cuando Jonathan se despacha con un discurso sobre el amor como escudo que hasta ahora los mantuvo a salvo de un afuera que los tiene arrinconados, mientras de fondo suena el clásico “Love is a Shield”, de la banda electro pop alemana Camouflage. Aún así consigue sostener el clima agobiante, apoyándose sobre todo en el uso de primeros planos que transmiten con eficacia la sensación de encierro y en la gran labor del elenco completo. También es un logro el trabajo de diseño de arte, que le da a esta versión del Apocalipsis el color, la textura y el olor del conurbano bonaerense que tan bien retrataron los historietistas Ángel Mosquito y Federico Reggiani en su gran novela gráfica Tristeza, trabajo con el que El desierto tiene sutiles puntos de contacto. Dramas existenciales en el Gran Buenos Aires, disfrazados de fin del mundo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Sin embargo no es a ese mundo infectado ni a esos otros convertidos en monstruo a lo que le temen Ana, Axel y Jonathan –que viven encerrados en una casa en los suburbios vaya a saber desde cuándo—, sino a la posibilidad cierta de que el encierro y el exceso de intimidad termine transformándolos en recíprocos objetos de odio, aplastando el amor que alguna vez sintió cada uno por los otros dos. Le temen, en definitiva, a la perspectiva de convertirse ellos mismos, ya no en zombis, sino en extraños. El desierto es un drama íntimo sobre un triángulo amoroso, cuya intención es registrar el momento preciso en que este se desmorona, pero envuelto en el packaging de las películas de terror estilo George Romero, con las que comparte el propósito de usar el género como vehículo de una alegoría que está más allá de la superficie narrativa.
Lo verdaderamente monstruoso en la película de Behl se encuentra, entonces, habitando dentro de la misma casa, en la forma en que la mirada de cada uno de los personajes ha ido alterando la percepción que se tiene de los demás, al punto de generar en ellos la necesidad de un espacio de invisibilidad. Dicho espacio consiste en una habitación al fondo de la casa, a la que bautizan como “el consultorio”, en donde cada uno de ellos se encierra cada vez que quiere, para grabar sus secretos con una cámara hogareña en pequeños cassettes digitales que luego guardan en un baúl con candado, para que los demás no puedan acceder a ellos. En ese sentido El desierto no sólo es pos-apocalíptica sino también pos-Gran Hermano (es fácil identificar ese “consultorio” con el confesionario del popular programa de televisión) y, sobre todo, pos-psicoanalítica. Tanto que no es necesario recurrir a Slavoj Zizek para reconocer las instancias de Yo, Superyó y Ello dentro de la estructura de esa casa. Por supuesto que esa prerrogativa de intimidad será vulnerada a caballo del deseo, desatando, como no, el retorno de lo reprimido.
Es cierto que sobre el final la película resbala en la obviedad de algunos de los recursos elegidos. Como cuando Jonathan se despacha con un discurso sobre el amor como escudo que hasta ahora los mantuvo a salvo de un afuera que los tiene arrinconados, mientras de fondo suena el clásico “Love is a Shield”, de la banda electro pop alemana Camouflage. Aún así consigue sostener el clima agobiante, apoyándose sobre todo en el uso de primeros planos que transmiten con eficacia la sensación de encierro y en la gran labor del elenco completo. También es un logro el trabajo de diseño de arte, que le da a esta versión del Apocalipsis el color, la textura y el olor del conurbano bonaerense que tan bien retrataron los historietistas Ángel Mosquito y Federico Reggiani en su gran novela gráfica Tristeza, trabajo con el que El desierto tiene sutiles puntos de contacto. Dramas existenciales en el Gran Buenos Aires, disfrazados de fin del mundo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 2 de abril de 2015
CINE - "Héctor, en busca de la felicidad" (Hector and the search of happiness), de Peter Chelsom: Esta felicidad es una mierda
Es verdad que los primeros minutos de la película hacen olvidar por un rato el espantoso nombre que sus creadores le pusieron, porque esta vez no hay forma de echarle la culpa al señor que se encarga de rebautizarlas en castellano. Héctor, en busca de la felicidad es la traducción casi literal del título original, que a su vez replica el de la novela del francés François Lelord en la que está basada, y que de entrada se ocupa de dejar todo claro. No hay nada que adivinar: solamente, basándose en la torpeza de un nombre tan transparente, sentarse a esperar que todos los miedos de una historia bien pensante, llena de la luz artificial de la buena onda de laboratorio, empalagosa y, por supuesto, ultraconservadora, finalmente se hagan realidad. Por eso es una sorpresa encontrarse con que el breve primer acto de la película se dedica a dinamitar esos miedos, empezando a contar la vida de Héctor, un psiquiatra inglés muy atado al deber ser, a través de uno de sus sueños. Ahí se lo ve volar feliz en un biplano amarillo junto a su perrito, al que por desgracia pierde en uno de sus loops acrobáticos, para enseguida despertarse angustiado en las manos de su linda novia. Que ella esté interpretada por la británica Rosamund Pike, que se las hizo pasar negras al torpe marido que interpretaba Ben Affleck en Perdida, de David Fincher, provoca un escozor que tarda algunas escenas en desaparecer.
El asunto es que ella lo tiene a Héctor como a un chico: lo levanta, le prepara el desayuno, le hace el nudo de la corbata y lo despide en la puerta del departamento que comparten con las llaves en la mano. Con ayuda de un montaje muy dinámico, algunos recursos narrativos infrecuentes y un sentido del humor que parece no atarse a límites y convenciones, esos quince o veinte minutos consiguen crear una buena base para que, cuando el pobre Héctor decida irse de viaje a tratar de descubrir de qué se trata la felicidad en lugar de aceptar de inmediato la propuesta de su mujer de tener un hijo, todo sea perfectamente verosímil. Hasta acá la cosa se parece a una mesa bien servida, pero ahí se queda. Porque a partir del momento en que el protagonista, interpretado por el inglés Simon Pegg –un buen comediante que no siempre elige bien sus proyectos-, se sube al avión que lo llevará a China, la película empieza a caer, uno tras otro, en la lista de los miedos enumerados más arriba. Una especie de La increíble vida de Walter Mitty, parte 2, pero sin siquiera la pretensión de acceder, nunca jamás, a un nivel fantástico dentro de sus limitadas capas narrativas. Ramplona pero pretenciosa; preciosista y kitsch; Héctor, en busca de la felicidad realiza un retrato del mundo paternalista, condescendiente, moralista y zumbónamente bienintencionado, pero bajo la piel de cordero de una comedia desprejuiciada. Una máscara que le dura apenas un cuarto de hora.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
El asunto es que ella lo tiene a Héctor como a un chico: lo levanta, le prepara el desayuno, le hace el nudo de la corbata y lo despide en la puerta del departamento que comparten con las llaves en la mano. Con ayuda de un montaje muy dinámico, algunos recursos narrativos infrecuentes y un sentido del humor que parece no atarse a límites y convenciones, esos quince o veinte minutos consiguen crear una buena base para que, cuando el pobre Héctor decida irse de viaje a tratar de descubrir de qué se trata la felicidad en lugar de aceptar de inmediato la propuesta de su mujer de tener un hijo, todo sea perfectamente verosímil. Hasta acá la cosa se parece a una mesa bien servida, pero ahí se queda. Porque a partir del momento en que el protagonista, interpretado por el inglés Simon Pegg –un buen comediante que no siempre elige bien sus proyectos-, se sube al avión que lo llevará a China, la película empieza a caer, uno tras otro, en la lista de los miedos enumerados más arriba. Una especie de La increíble vida de Walter Mitty, parte 2, pero sin siquiera la pretensión de acceder, nunca jamás, a un nivel fantástico dentro de sus limitadas capas narrativas. Ramplona pero pretenciosa; preciosista y kitsch; Héctor, en busca de la felicidad realiza un retrato del mundo paternalista, condescendiente, moralista y zumbónamente bienintencionado, pero bajo la piel de cordero de una comedia desprejuiciada. Una máscara que le dura apenas un cuarto de hora.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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