La Fox parece haberse encariñado con el enorme éxito obtenido con la saga de La era del hielo, que va por su cuarta entrega, y como quien elige no cambiarse el saco o las medias sólo por cábala, por primera vez encara la distribución de una película animada de Dreamworks que también sucede en la prehistoria. Teniendo en cuenta que la última entrega de la serie mencionada fue por lejos la película más vista de 2012 en la Argentina, con casi 4 millones y medio de espectadores, no resulta inesperada la insistencia con el espacio y el tiempo de las cavernas. Sin necesidad de recurrir al truco de los animales antropomorfos que son la clave de La era de hielo, en Los Croods la humanidad vuelve a escena, para recuperar un protagonismo que había perdido en la primera aventura en la que Manny el mamut, Diego el tigre dientes de sable y Sid el perezoso atravesaban la estepa para devolver a un niño humano extraviado a su tribu de origen. En este nuevo trabajo de Dreamworks es una familia de cavernícolas la que ocupa de manera exclusiva el centro de la atención. Pero igual que en las películas de Fox, la trama gira en torno a la idea de un éxodo forzoso originado por la pérdida del hogar a causa de los cataclismos de un mundo en permanente cambio.
Los Croods son una familia típica del mundo paleolítico: numerosa (padre, madres, tres hijos y una suegra) y sedentaria a fuerza de miedo. Es que Grug, pater familias de la edad de piedra, sabe que el mundo es peligroso y que más allá de los límites de su precario hogar acechan las enfermedades y las bestias. Él mismo se ha encargado de instruir a los suyos a través breves cuentos, que ilustra dibujando con sus manos sobre la piedra, en los que diversos personajes tiernos que se atreven a aventurarse hacia lo desconocido acaban invariablemente muertos. Como ocurre en otras películas animadas recientes, el contrapunto de ese padre conservador es Eep, su hija adolescente: lo mismo ocurría en Hotel Transilvania (Genndy Tartacovsky, 2012), en la que el conde Drácula hacía lo imposible para evitar que su hija diera siquiera un paso fuera del castillo.
Los Croods no puede sino comenzar platónicamente, con Eep trepando la pared de piedra del desfiladero en el que se encuentra su caverna familiar, para intentar ver el sol poniente por encima del risco. Es que ahí, encerrada en el fondo de la cueva, la niña sabe que apenas ha visto los reflejos de un mundo que imagina maravilloso más allá de los límites que le impone su padre. Los Croods apenas conocen una difusa sombra de los que es la tierra que habitan. Cuando las montañas comiencen a temblar y su hogar se destruya, la familia estará obligada a enfrentarse a un mundo tan grande y bello, como desconocido y efectivamente peligroso.
La nueva película de Dreamworks mantiene la estética y el diseño de trabajos anteriores del estudio, sobre todo la épica vikinga Cómo entrenar a tu dragón (2010). Como en esta, y a diferencia del realismo paleontológico de La era de hielo, el universo de Los Croods se encuentra poblado por una flora y fauna de fantasía, cargada de criaturas coloridas que combinan de manera caprichosa los rasgos de diferentes animales reales. En lo narrativo Los Croods cubre la cuota esperada de situaciones cómicas y personajes simpáticos, y cumple con un final aleccionador en el que todos aprenden algo luego de atravesar un mundo que literalmente se desmembra. Sin embargo, como ocurre con Grug y sus cuentos, el relato no consigue escapar de las estructuras conservadoras de las películas infantiles. Es mucho más lo que puede esperarse de un estudio que ha imaginado películas maravillosas, como la primera Shrek o Madagascar 3.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
jueves, 21 de marzo de 2013
CINE - "Una pistola en cada mano", de Cesc Gay: Lo bueno viene de a pares
Quien conozca aunque sea de modo parcial la obra de Cesc Gay sabrá que en sus películas las palabras no son lo de menos, sino una herramienta que el director catalán sabe aprovechar. Ocurría en Krámpack, ópera prima en la que dos adolescente desbordados por la libido encontraban alivio en el intercambio de favores manuales, y también en Ficción, donde un director de cine se instala en la casa de campo de un amigo, para poder terminar un guión basado en las charlas que un actor mantiene con otros personajes durante la noche en que festeja sus 39 años. Como se ve, el diálogo es tan importante en los universos imaginados por Gay que hasta es el motor de esa ficción dentro de Ficción. Pero nunca ese detalle se hizo tan evidente como en su último trabajo, Una pistola en cada mano, en donde las conversaciones son acción, argumento, drama y todo.
Proyectada por primera vez en la Argentina en la reciente edición del festival Pantalla Pinamar y compuesta por cinco episodios en los que sus personajes se irán encontrando, Una pistola en cada mano se propone como una comedia en viñetas que tiene tanto de narración coral (aquella en que diferentes historias que parecen paralelas acaban por cruzarse al final en un relato superior a todas ellas) como de historieta, género en el que se avanza a partir de cuadritos unitarios que al finalizar su lectura y vistos en conjunto revelan una imagen nueva que los fragmentos mantenían oculta. Será a partir de esos diálogos que se destacan por su verosímil naturalidad, que Gay le permitirá al espectador ir sabiendo qué es lo que ocurre. Pero ese no es de ningún modo el único detalle que hace de esta una buena película.
En primer lugar están las historias que el catalán elige contar, una colección de anécdotas más o menos ordinarias que vienen a ofrecer un cuadro incompleto, pero bastante certero, del universo masculino y la crisis de la mediana edad. Terreno resbaloso si los hay, ya que el riesgo de volcar hacia el lugar común acecha en cada rincón de los cinco episodios. Se trata de encuentros que se desarrollan siempre de a pares en lugares como la entrada de un edificio, una oficina, el interior de un auto o el banco de una plaza, en los que la intimidad siempre acaba por imponerse y desbordar los límites que esos espacios suponen. Dos amigos se reconocen en la puerta de un ascensor tras diez años sin verse: uno sale llorando de terapia y el otro llega para ultimar los detalles de su divorcio con el abogado. Un hombre le confiesa a su ex que quiere volver con ella tras dos años de separados. Otro se cruza en una plaza con un conocido que llegó hasta ahí siguiendo a su esposa, y otro más, también casado y de paternidad reciente, le propone a una compañera de oficina salir a tomar algo luego de cinco años de compartir el trabajo y charlar más bien poco. El último de los episodios es el de estructura más compleja: se trata de historias montadas en paralelo en las que dos amigos se cruzan por separado con la mujer del otro. Todos se dirigen a la fiesta de cumpleaños de un tercer amigo en común y durante el viaje ellas irán revelando detalles íntimos de sus parejas que a ellos les sorprende desconocer. Aquí Gay hasta se permite el chiste, cinéfilo a su manera, de incluir uno de los manuales de psicomágia para parejas en apuros, escritos por el chamán y cineasta de culto Alejandro Jodorowsky.
Otro gran acierto del director es la elección de los protagonistas y la intuición para hallar la química entre ellos a la hora de diseñar los duetos. El nihilismo Yang de Eduard Fernández se acopla con la sensibilidad Yin de Sbaraglia; la graciosa fragilidad de Javier Cámara calza justo entre los pliegues de una irónica Clara Segura; la melancolía porteña de Darín y la resignación de Luis Tosar son como azufre y potasio; el inseguro y caliente Eduardo Noriega se somete mansamente a la picardía de Candela Peña; mientras que Leonor Watling, Cayetana Guillen Cuervo, Alberto San Juan y Jordi Mollá resultan un cuarteto eficiente para el juego de incógnitas que cierra la película. Si bien es verdad que hay cierta teatralidad en la esencia de Una pistola en cada mano, Gay demuestra que no hace falta valerse de excesos para generar tensión cinematográfica y que construir a partir de la palabra no necesariamente deviene en esterilidad discursiva.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Proyectada por primera vez en la Argentina en la reciente edición del festival Pantalla Pinamar y compuesta por cinco episodios en los que sus personajes se irán encontrando, Una pistola en cada mano se propone como una comedia en viñetas que tiene tanto de narración coral (aquella en que diferentes historias que parecen paralelas acaban por cruzarse al final en un relato superior a todas ellas) como de historieta, género en el que se avanza a partir de cuadritos unitarios que al finalizar su lectura y vistos en conjunto revelan una imagen nueva que los fragmentos mantenían oculta. Será a partir de esos diálogos que se destacan por su verosímil naturalidad, que Gay le permitirá al espectador ir sabiendo qué es lo que ocurre. Pero ese no es de ningún modo el único detalle que hace de esta una buena película.
En primer lugar están las historias que el catalán elige contar, una colección de anécdotas más o menos ordinarias que vienen a ofrecer un cuadro incompleto, pero bastante certero, del universo masculino y la crisis de la mediana edad. Terreno resbaloso si los hay, ya que el riesgo de volcar hacia el lugar común acecha en cada rincón de los cinco episodios. Se trata de encuentros que se desarrollan siempre de a pares en lugares como la entrada de un edificio, una oficina, el interior de un auto o el banco de una plaza, en los que la intimidad siempre acaba por imponerse y desbordar los límites que esos espacios suponen. Dos amigos se reconocen en la puerta de un ascensor tras diez años sin verse: uno sale llorando de terapia y el otro llega para ultimar los detalles de su divorcio con el abogado. Un hombre le confiesa a su ex que quiere volver con ella tras dos años de separados. Otro se cruza en una plaza con un conocido que llegó hasta ahí siguiendo a su esposa, y otro más, también casado y de paternidad reciente, le propone a una compañera de oficina salir a tomar algo luego de cinco años de compartir el trabajo y charlar más bien poco. El último de los episodios es el de estructura más compleja: se trata de historias montadas en paralelo en las que dos amigos se cruzan por separado con la mujer del otro. Todos se dirigen a la fiesta de cumpleaños de un tercer amigo en común y durante el viaje ellas irán revelando detalles íntimos de sus parejas que a ellos les sorprende desconocer. Aquí Gay hasta se permite el chiste, cinéfilo a su manera, de incluir uno de los manuales de psicomágia para parejas en apuros, escritos por el chamán y cineasta de culto Alejandro Jodorowsky.
Otro gran acierto del director es la elección de los protagonistas y la intuición para hallar la química entre ellos a la hora de diseñar los duetos. El nihilismo Yang de Eduard Fernández se acopla con la sensibilidad Yin de Sbaraglia; la graciosa fragilidad de Javier Cámara calza justo entre los pliegues de una irónica Clara Segura; la melancolía porteña de Darín y la resignación de Luis Tosar son como azufre y potasio; el inseguro y caliente Eduardo Noriega se somete mansamente a la picardía de Candela Peña; mientras que Leonor Watling, Cayetana Guillen Cuervo, Alberto San Juan y Jordi Mollá resultan un cuarteto eficiente para el juego de incógnitas que cierra la película. Si bien es verdad que hay cierta teatralidad en la esencia de Una pistola en cada mano, Gay demuestra que no hace falta valerse de excesos para generar tensión cinematográfica y que construir a partir de la palabra no necesariamente deviene en esterilidad discursiva.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
miércoles, 20 de marzo de 2013
CINE - Pantalla Pinamar 2013: Dos películas que encontraron su público
Las últimas noches de la novena edición de Pantalla Pinamar ofrecieron dos películas que consiguieron mucho más de lo que habían cosechado una veintena de títulos proyectados hasta entonces: despertar el entusiasmo de la platea. Se trata de dos trabajos que se exhibieron aquí por primera vez para el público argentino y que, por motivos bien distintos y desde concepciones estéticas distantes entre sí, entretuvieron a quienes asistieron a sus proyecciones. Se trata de la película española Una pistola en cada mano, del realizador catalán Cesc Gay, y de la coproducción europea Drácula 3D, la más reciente versión de ese clásico que comparten la literatura y el cine, dirigido en esta ocasión por el mítico Darío Argento, amo de la sangre falsa y la truculencia, uno de los padres del Giallo italiano en los años 60 y 70, junto a Lucio Fulci y Mario Bava.
Casi no caben dudas de que la nueva película del catalán ha sido la favorita del público de Pinamar, pero como no siempre ese detalle y la calidad suelen coincidir ni derivarse necesariamente el uno del otro, es preciso hacer constar que Una pistola en cada mano es además una gran comedia que viene a engrosar la buena filmografía de Gay. Comedia de personajes, y sobre todo de personajes que dialogan, el propio director afirmó en Pinamar, donde participó como invitado junto a dos de los actores de su película, Leonardo Sbaraglia y la española Leonor Watling, que este último trabajo es “como uno de esos discos de duetos” en donde el éxito mayor reside en “juntar a dos actores que se tienen ganas”. Es indudable que si la película funciona es por la química que se produce entre las parejas que habitan las distintas instancias del relato. O, mejor dicho, los relatos, ya que se trata de cinco historias que acaban confluyendo en una única y breve escena final que a manera de epílogo unifica los relatos.
A partir de esas historias, que tranquilamente podrían ser vistas como cinco cortometrajes independientes entre sí, Gay traza una suerte de retrato generacional en donde aparecen con gracia e intensidad los conflictos y situaciones a los que se ven enfrentados los hombres de entre 40 y 50 años. Gay confirmó que su deseo al escribir el guión era el de poder “Hablar despiadadamente acerca de las carencias de los hombres” y no hay motivo para no reconocer que ha conseguido atravesar con altura un catálogo de situaciones que fácilmente podrían haber acabado encorsetadas en diferentes clichés. Pero no: Gay se da el gusto de contar sus cuentitos de hombres en crisis con naturalidad y gracia. Desde ese en que dos amigos se cuentan sus desdichas en un encuentro callejero luego de 10 años sin verse (Eduard Fernández y Leo Sbaraglia), o el del divorciado que le confiesa a su ex que quiere volver (Javier Cámara y Clara Segura), al del argentino cornudo que en otro encuentro casual le cuenta a un conocido que está dispuesto a perdonar y comprender (Darín y Luis Tosar) o el oficinista casado que está caliente con una compañera de trabajo (Eduardo Noriega y Candela Peña), Gay consigue eludir los lugares comunes a fuerza de diálogos construidos con ingenio y potencia, y del rendimiento alto y parejo del reparto elegido.
Como suele ocurrir con las llamadas películas corales que resultan tan armónicas (ver por ejemplo Short Cuts/Ciudad de ángeles, de Robert Altman), Una pistola en cada mano tiene algo de sinfónico u operístico, en donde las cinco historias que hilvana el relato equivalen a los breves movimientos de una pieza mayor. Hay una obertura que cumple con dar el tono entre humorístico, patético y melancólico que al final podrá comprobarse en la obra completa; luego vienen tres movimientos intermedios, que podrían ser allegros y andantes más bien ligeros; y un cierre a toda orquesta, con dos historias cruzadas a partir de un preciso montaje paralelo, en las que dos mujeres se encargan de operar sobre la intimidad de dos amigos que, como la mayoría de los hombres, evitan contarse sus verdaderos problemas. Este carácter musical no aparece por casualidad: durante la conferencia de prensa que ofreció en Pinamar, Gay afirmó que para él “leer un guión es tan aburrido como leer una partitura” y que lo de verdad “entretenido es escuchar la música”.
Si se lo compara con la delicadeza con que fluye el relato de Gay y en honor a la verdad, el Drácula 3D del italiano Darío Argento resulta tosco, anticuado y bastante berreta. Sin embargo, no está mal preguntarse cuánto de esto es voluntario y parte de un efecto buscado por un director que, como Argento, conoce al terror como pocos. Sin dudas que el director ha buscado de manera deliberada una estética retro para su versión en tres dimensiones del que tal vez sea el más clásico de los personajes del cine. Es imposible no notar que el italiano ha querido llevar el expediente Drácula a su foja cero, alumbrando una película en la que pueden reconocerse homenajes nada velados (y hasta se diría que bastante gruesos) al Nosferatu de Murnau, el Drácula de Lugosi y, sobre todo, a la versión filmada en los '60 por los británicos estudios Hammer con Christopher Lee en la piel del conde. En ese sentido, esta versión en tres dimensiones es decididamente vintage, desde la estética más romántica que gótica elegida para “lookear” al alemán Thomas Krestchmann, al uso descaradamente trucho de los efectos digitales que, a su manera, no dejan de recordar a los murciélagos colgados de hilos “invisibles” que habitaban las viejas pero entrañables películas protagonizadas por este u otros monstruos.
Ahora bien, ¿se trata en todos los casos de detalles autoconscientes? ¿O más bien será que Argento ha envejecido tanto como su cine? Lo más justo sería creer que hay un poco de cada cosa. Sin embargo, y en vista de las risas francas que muchas de las escenas despertaron en el auditorio nocturno del Festival de Pinamar (el primero en ver la película en la Argentina) no debe dejar de reconocérsele a Argento el mérito de haber sabido conectar con el público antes que intentar filmar una versión pretenciosa del mito del vampiro. Lejos de eso, Argento propone un Drácula antes lúdico que poético, más cercano al mundo de las fantasías infantiles que a los círculos más profundos del horror adulto. El uso del 3D es sintomático en ese sentido ya que, lejos de todo realismo, la profundidad de campo imaginada por el italiano se parece más a la de los libros de dioramas para chicos que al uso de intención veristas que le dan las películas de Hollywood estilo Avatar.
Una recomendación de la casa: aunque es indudable que las escenas de terror no traumarán a nadie, no vayan a ver Drácula 3D con chicos. A menos que tengan ganas de explicarle qué es lo que hacen ese aldeano y esa aldeana completamente desnudos en un establo ni bien empieza la película, como le pasó a una señora de Pinamar a la que se le ocurrió ir con su hija y dos amiguitas de no más de ocho años. En ese sentido, Argento sigue siendo Argento.
Artículo publicado originalmente en el sitio www.OtrosCines.com.
Casi no caben dudas de que la nueva película del catalán ha sido la favorita del público de Pinamar, pero como no siempre ese detalle y la calidad suelen coincidir ni derivarse necesariamente el uno del otro, es preciso hacer constar que Una pistola en cada mano es además una gran comedia que viene a engrosar la buena filmografía de Gay. Comedia de personajes, y sobre todo de personajes que dialogan, el propio director afirmó en Pinamar, donde participó como invitado junto a dos de los actores de su película, Leonardo Sbaraglia y la española Leonor Watling, que este último trabajo es “como uno de esos discos de duetos” en donde el éxito mayor reside en “juntar a dos actores que se tienen ganas”. Es indudable que si la película funciona es por la química que se produce entre las parejas que habitan las distintas instancias del relato. O, mejor dicho, los relatos, ya que se trata de cinco historias que acaban confluyendo en una única y breve escena final que a manera de epílogo unifica los relatos.
A partir de esas historias, que tranquilamente podrían ser vistas como cinco cortometrajes independientes entre sí, Gay traza una suerte de retrato generacional en donde aparecen con gracia e intensidad los conflictos y situaciones a los que se ven enfrentados los hombres de entre 40 y 50 años. Gay confirmó que su deseo al escribir el guión era el de poder “Hablar despiadadamente acerca de las carencias de los hombres” y no hay motivo para no reconocer que ha conseguido atravesar con altura un catálogo de situaciones que fácilmente podrían haber acabado encorsetadas en diferentes clichés. Pero no: Gay se da el gusto de contar sus cuentitos de hombres en crisis con naturalidad y gracia. Desde ese en que dos amigos se cuentan sus desdichas en un encuentro callejero luego de 10 años sin verse (Eduard Fernández y Leo Sbaraglia), o el del divorciado que le confiesa a su ex que quiere volver (Javier Cámara y Clara Segura), al del argentino cornudo que en otro encuentro casual le cuenta a un conocido que está dispuesto a perdonar y comprender (Darín y Luis Tosar) o el oficinista casado que está caliente con una compañera de trabajo (Eduardo Noriega y Candela Peña), Gay consigue eludir los lugares comunes a fuerza de diálogos construidos con ingenio y potencia, y del rendimiento alto y parejo del reparto elegido.
Como suele ocurrir con las llamadas películas corales que resultan tan armónicas (ver por ejemplo Short Cuts/Ciudad de ángeles, de Robert Altman), Una pistola en cada mano tiene algo de sinfónico u operístico, en donde las cinco historias que hilvana el relato equivalen a los breves movimientos de una pieza mayor. Hay una obertura que cumple con dar el tono entre humorístico, patético y melancólico que al final podrá comprobarse en la obra completa; luego vienen tres movimientos intermedios, que podrían ser allegros y andantes más bien ligeros; y un cierre a toda orquesta, con dos historias cruzadas a partir de un preciso montaje paralelo, en las que dos mujeres se encargan de operar sobre la intimidad de dos amigos que, como la mayoría de los hombres, evitan contarse sus verdaderos problemas. Este carácter musical no aparece por casualidad: durante la conferencia de prensa que ofreció en Pinamar, Gay afirmó que para él “leer un guión es tan aburrido como leer una partitura” y que lo de verdad “entretenido es escuchar la música”.
Si se lo compara con la delicadeza con que fluye el relato de Gay y en honor a la verdad, el Drácula 3D del italiano Darío Argento resulta tosco, anticuado y bastante berreta. Sin embargo, no está mal preguntarse cuánto de esto es voluntario y parte de un efecto buscado por un director que, como Argento, conoce al terror como pocos. Sin dudas que el director ha buscado de manera deliberada una estética retro para su versión en tres dimensiones del que tal vez sea el más clásico de los personajes del cine. Es imposible no notar que el italiano ha querido llevar el expediente Drácula a su foja cero, alumbrando una película en la que pueden reconocerse homenajes nada velados (y hasta se diría que bastante gruesos) al Nosferatu de Murnau, el Drácula de Lugosi y, sobre todo, a la versión filmada en los '60 por los británicos estudios Hammer con Christopher Lee en la piel del conde. En ese sentido, esta versión en tres dimensiones es decididamente vintage, desde la estética más romántica que gótica elegida para “lookear” al alemán Thomas Krestchmann, al uso descaradamente trucho de los efectos digitales que, a su manera, no dejan de recordar a los murciélagos colgados de hilos “invisibles” que habitaban las viejas pero entrañables películas protagonizadas por este u otros monstruos.
Ahora bien, ¿se trata en todos los casos de detalles autoconscientes? ¿O más bien será que Argento ha envejecido tanto como su cine? Lo más justo sería creer que hay un poco de cada cosa. Sin embargo, y en vista de las risas francas que muchas de las escenas despertaron en el auditorio nocturno del Festival de Pinamar (el primero en ver la película en la Argentina) no debe dejar de reconocérsele a Argento el mérito de haber sabido conectar con el público antes que intentar filmar una versión pretenciosa del mito del vampiro. Lejos de eso, Argento propone un Drácula antes lúdico que poético, más cercano al mundo de las fantasías infantiles que a los círculos más profundos del horror adulto. El uso del 3D es sintomático en ese sentido ya que, lejos de todo realismo, la profundidad de campo imaginada por el italiano se parece más a la de los libros de dioramas para chicos que al uso de intención veristas que le dan las películas de Hollywood estilo Avatar.
Una recomendación de la casa: aunque es indudable que las escenas de terror no traumarán a nadie, no vayan a ver Drácula 3D con chicos. A menos que tengan ganas de explicarle qué es lo que hacen ese aldeano y esa aldeana completamente desnudos en un establo ni bien empieza la película, como le pasó a una señora de Pinamar a la que se le ocurrió ir con su hija y dos amiguitas de no más de ocho años. En ese sentido, Argento sigue siendo Argento.
Artículo publicado originalmente en el sitio www.OtrosCines.com.
CINE - En la mira (End of watch), de David Ayer: Lo peor de Los Angeles
El paso que algunos libretistas engolosinados hacen hacia la dirección cinematográfica suele ser traumático la más de las veces. Si le sucedió a un gran escritor de cine como Charlie Kaufman, quien luego de trabajar para otros en ¿Quieres ser John Malkovich? o Eterno resplandor de una mente sin recuerdos asumió la irregular dirección de su ópera prima Sinécdoque New York, ¿por qué no le pasaría a David Ayer, guionista de nombre pero sin la creatividad del otro? Luego de que la oscarizada Día de entrenamiento le diera fama en el oficio, Ayer se dedicó a intentar filmar sus propias historias, siempre en torno del policial. Comenzó con Soldado de ciudad, con Christian Bale; siguió con Dueños de la calle, con Keanu Reeves y Forest Whitaker, y ahora suma la tercera piedra al collar de su carrera con En la mira, protagonizada por Jake Gyllenhaal y Michael Peña. Igual que en las anteriores, ésta mantiene el perfil pro L.A.P.D., es decir, un punto de vista policial para la narración y a Los Angeles como escenario violento y mestizo.
La acción comienza con una persecución automovilística y un alegato en primera persona donde la voz en off da cuenta del carácter implacable de los agentes de la ley. “Si te resistís, yo te golpeo y, aunque sangro y sufro como vos, al final no vas a poder escapar”, es la idea básica que se expone ahí. A continuación, imágenes del oficial Brian filmándose a sí mismo en el vestuario de la comisaría, registrando la vida cotidiana de un policía. El y Miguel, su compañero latino de patrulla, son los chicos divertidos del cuartel, pero también dos hombres de acción, de principios, y un poco inocentes e inconscientes. Brian filma para un proyecto poco claro (tal vez académico) y pretende registrarlo todo. Incluso coloca en su camisa y en la de Miguel dos pequeñas cámaras para grabarse mutuamente. A partir de eso la idea de la película es jugar al reality movie, donde todas las escenas (y el audio) son tomadas de esas cámaras que manipulan sus protagonistas. Pero ya en los primeros minutos todo comienza a volverse estéticamente obtuso. La pretensión pseudodocumental se quiebra, apareciendo en el montaje tomas que mantienen la estética del autorregistro, pero provenientes de cámaras que no existen en la realidad del relato. En la mira muestra con crudeza las dificultades a las que se exponen los oficiales de policía, desde peleas mano a mano y a lo macho con pandilleros hasta el rescate de dos bebés amordazados y atados por sus propios padres (todos negros o latinos, por supuesto).
El siguiente golpe contra su propia lógica ocurre al promediar el film, cuando el director comienza a musicalizar las escenas obviando de nuevo su pretensión de Dogma (¿alguien se acuerda de qué era eso?), en busca de operar sobre la emoción del espectador. Cuando ha pasado no menos de una hora, el film aún no tiene una historia que contar, sino que es apenas la sumatoria de una serie de situaciones policiales (de calle, de cuartel, incluso familiares o íntimas) sin más cohesión que la de incluir a Miguel y Brian como protagonistas. Burda en lo cinematográfico y falsamente biempensante, En la mira se cansa de transgredir su propio verosímil con tiroteos absurdos en donde los héroes parecen invulnerables: cuesta creer que los pandilleros manejen tan mal una ametralladora. Aunque se muestra más interesado por desplegar todos los clichés de la inseguridad en Los Angeles que por destacar el accionar responsable del cuerpo de policía, luego de los títulos finales Ayer ofrenda su película a los caídos en servicio del orden público. Redondea así un trabajo que no parece escrito por un guionista reputado, sino por uno de esos taxistas devotos de Eduardo Feinmann y Radio 10.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
La acción comienza con una persecución automovilística y un alegato en primera persona donde la voz en off da cuenta del carácter implacable de los agentes de la ley. “Si te resistís, yo te golpeo y, aunque sangro y sufro como vos, al final no vas a poder escapar”, es la idea básica que se expone ahí. A continuación, imágenes del oficial Brian filmándose a sí mismo en el vestuario de la comisaría, registrando la vida cotidiana de un policía. El y Miguel, su compañero latino de patrulla, son los chicos divertidos del cuartel, pero también dos hombres de acción, de principios, y un poco inocentes e inconscientes. Brian filma para un proyecto poco claro (tal vez académico) y pretende registrarlo todo. Incluso coloca en su camisa y en la de Miguel dos pequeñas cámaras para grabarse mutuamente. A partir de eso la idea de la película es jugar al reality movie, donde todas las escenas (y el audio) son tomadas de esas cámaras que manipulan sus protagonistas. Pero ya en los primeros minutos todo comienza a volverse estéticamente obtuso. La pretensión pseudodocumental se quiebra, apareciendo en el montaje tomas que mantienen la estética del autorregistro, pero provenientes de cámaras que no existen en la realidad del relato. En la mira muestra con crudeza las dificultades a las que se exponen los oficiales de policía, desde peleas mano a mano y a lo macho con pandilleros hasta el rescate de dos bebés amordazados y atados por sus propios padres (todos negros o latinos, por supuesto).
El siguiente golpe contra su propia lógica ocurre al promediar el film, cuando el director comienza a musicalizar las escenas obviando de nuevo su pretensión de Dogma (¿alguien se acuerda de qué era eso?), en busca de operar sobre la emoción del espectador. Cuando ha pasado no menos de una hora, el film aún no tiene una historia que contar, sino que es apenas la sumatoria de una serie de situaciones policiales (de calle, de cuartel, incluso familiares o íntimas) sin más cohesión que la de incluir a Miguel y Brian como protagonistas. Burda en lo cinematográfico y falsamente biempensante, En la mira se cansa de transgredir su propio verosímil con tiroteos absurdos en donde los héroes parecen invulnerables: cuesta creer que los pandilleros manejen tan mal una ametralladora. Aunque se muestra más interesado por desplegar todos los clichés de la inseguridad en Los Angeles que por destacar el accionar responsable del cuerpo de policía, luego de los títulos finales Ayer ofrenda su película a los caídos en servicio del orden público. Redondea así un trabajo que no parece escrito por un guionista reputado, sino por uno de esos taxistas devotos de Eduardo Feinmann y Radio 10.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
viernes, 15 de marzo de 2013
CINE - "¿Y si vivimos todos juntos?" (¿Et si on vivait tous ensemble?), de Stephane Robelin: Un vaso medio lleno
Exponente de múltiples tendencias del cine actual, la película francesa ¿Y si vivimos todos juntos? tiene, antes que cualquier otra cosa, varios motivos de peso para llamar la atención: los nombres del elenco. Entre las damas se cuentan dos que no necesitan presentación: Geraldine Chaplin y Jane Fonda son hijas de dos leyendas del cine que han conseguido forjarse un nombre propio en el oficio. Entre los hombres, tres franceses, dos de ellos actores (Claude Rich, que trabajó con Truffaut y Resnais, y Guy Bedos), más una leyenda (el otrora popular comediante Pierre Richard). Junto a ellos, el joven pero versátil actor catalán de ascendencia alemana Daniel Brühl (Good bye, Lenin y Bastardos sin gloria). Con semejante lista es fácil creer que esta película es de las que no deberían fallar y, si se sabe mirar el vaso medio lleno, en realidad no lo hace.
Amigos de toda la vida, las parejas que forman Jean y Annie (Bedos y Chaplin), y Jeanne y Albert (Fonda y Richard), más el seductor solterón Claude (Rich), empiezan a sentir que el tiempo finalmente les pasa factura. Ante la sensación de desamparo que algunos de sus amigos comienzan a manifestar, Jean, que es un cascarrabias que extraña los convulsionados pero solidarios años 60, propondrá a todos durante un almuerzo que se muden al caserón familiar que comparten con Annie, para vivir en comunidad. Aunque la pareja está sola hace años y no recibe ni la visita de sus nietos, Annie no verá la idea con buenos ojos. Pero el marcado deterioro físico que el Alzheimer produce en Albert y un accidente cardíaco sufrido por Claude, ayudan a que todos acaben conviviendo bajo el mismo techo. Aunque las situaciones se suceden casi como sketches, la narración se ordena con la aparición de Dirk, un joven estudiante alemán de antropología que decide realizar su tesis de graduación en torno al papel que ocupan los ancianos en la Europa moderna, observando la vida del grupo.
Si la aclamada (y controvertida y premiada) Amour, del austríaco Michael Haneke, realiza una aproximación durísima al tema de la senilidad, ¿Y si vivimos todos juntos? lo intenta desde un registro de comedia que, sin ser ligera, busca al menos no caer en el drama y por cierto lo consigue. En ese sentido esta historia se encuentra mucho más próxima a la mirada que de la vejez tienen títulos como El exótico hotel Marigold y hasta Tres tipos duros, con los que comparte aciertos y pifias. El film de Stéphan Robelin, que es además el guionista, se propone y logra no adentrarse demasiado en los rincones oscuros de los asuntos temidos, como las enfermedades y la muerte, para concentrarse en el empeño con que los personajes se aferran a la vida, incluso los que sin complejos planean el propio final a toda orquesta.
Pero ese éxito no le cuesta poco a la película. El aligeramiento de esos temas provoca también cierta superficialidad que obstaculiza una conexión más profunda y empática con el sufrimiento y las alegrías de esos personajes que, aun cerca del final, demuestran una enorme pasión por seguir adelante. Otro demérito de esta historia otoñal es el uso de algunos lugares comunes para intentar una aproximación desacartonada a los dramas de la tercera edad. Sobre todo en las múltiples referencias sexuales. Aunque ¿Y si vivimos todos juntos? hace equilibrio para mantener su dignidad y mayormente lo consigue, no es justamente al final en donde esto mejor se nota. Sin embargo ver a semejante catálogo de viejos talentos del cine puede llegar a emparejar la ecuación. Todo es cuestión de cómo se perciba un vaso que tiene agua hasta la mitad.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Amigos de toda la vida, las parejas que forman Jean y Annie (Bedos y Chaplin), y Jeanne y Albert (Fonda y Richard), más el seductor solterón Claude (Rich), empiezan a sentir que el tiempo finalmente les pasa factura. Ante la sensación de desamparo que algunos de sus amigos comienzan a manifestar, Jean, que es un cascarrabias que extraña los convulsionados pero solidarios años 60, propondrá a todos durante un almuerzo que se muden al caserón familiar que comparten con Annie, para vivir en comunidad. Aunque la pareja está sola hace años y no recibe ni la visita de sus nietos, Annie no verá la idea con buenos ojos. Pero el marcado deterioro físico que el Alzheimer produce en Albert y un accidente cardíaco sufrido por Claude, ayudan a que todos acaben conviviendo bajo el mismo techo. Aunque las situaciones se suceden casi como sketches, la narración se ordena con la aparición de Dirk, un joven estudiante alemán de antropología que decide realizar su tesis de graduación en torno al papel que ocupan los ancianos en la Europa moderna, observando la vida del grupo.
Si la aclamada (y controvertida y premiada) Amour, del austríaco Michael Haneke, realiza una aproximación durísima al tema de la senilidad, ¿Y si vivimos todos juntos? lo intenta desde un registro de comedia que, sin ser ligera, busca al menos no caer en el drama y por cierto lo consigue. En ese sentido esta historia se encuentra mucho más próxima a la mirada que de la vejez tienen títulos como El exótico hotel Marigold y hasta Tres tipos duros, con los que comparte aciertos y pifias. El film de Stéphan Robelin, que es además el guionista, se propone y logra no adentrarse demasiado en los rincones oscuros de los asuntos temidos, como las enfermedades y la muerte, para concentrarse en el empeño con que los personajes se aferran a la vida, incluso los que sin complejos planean el propio final a toda orquesta.
Pero ese éxito no le cuesta poco a la película. El aligeramiento de esos temas provoca también cierta superficialidad que obstaculiza una conexión más profunda y empática con el sufrimiento y las alegrías de esos personajes que, aun cerca del final, demuestran una enorme pasión por seguir adelante. Otro demérito de esta historia otoñal es el uso de algunos lugares comunes para intentar una aproximación desacartonada a los dramas de la tercera edad. Sobre todo en las múltiples referencias sexuales. Aunque ¿Y si vivimos todos juntos? hace equilibrio para mantener su dignidad y mayormente lo consigue, no es justamente al final en donde esto mejor se nota. Sin embargo ver a semejante catálogo de viejos talentos del cine puede llegar a emparejar la ecuación. Todo es cuestión de cómo se perciba un vaso que tiene agua hasta la mitad.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
sábado, 9 de marzo de 2013
CINE - 16° Festival Internacional de Cine de Punta del Este: Cuestión de calidad, no de tamaños
Hay discusiones eternas, como esta, de la que han participado casi todos los pensadores de la humanidad. Se trata de un asunto de importancia capital, cuyos alcances pueden hacerse extensos a casi cualquier manifestación humana. Mucho se ha dado vueltas en torno a él y son tantos quienes la han abordado en busca de develar su misterio, que al menos se la ha conseguido reducir a una pregunta, única y esencial, cuya respuesta, aún inaprensible, tiene alcances insospechados. Esa pregunta, compleja en su fondo pero sencilla en su forma (tal vez la más rica de las configuraciones posibles en materia de interrogantes), todavía espera ser respondida: ¿el tamaño importa?
Que lo prosaico de su exposición no engañe a nadie: aunque en apariencia sencilla, no ha tenido hasta ahora una contestación definitiva y ha sido medida con tantas varas como almas integran el carnaval humano. Abordar esta duda en toda su extensión encierra una exigencia que aquí, en la cobertura de la 16ª edición del Festival de Cine de Punta del Este, que culmina mañana domingo, no es pertinente. Pero rehacerla, sin embargo, resulta absolutamente válido: ¿importa el tamaño de un festival de cine a la hora de intentar calcular su valor? La respuesta en este caso es concluyente: el tamaño acá no importa.
En primer lugar porque un encuentro cultural es siempre mucho más que la suma de sus partes o el volumen de sus actividades. Es necesario evaluar también la incidencia de su acción en el seno de la comunidad que la recibe, una operación cuyo resultado no tiene que ver necesariamente con una noción triunfalista del éxito. Aunque es esperable que una iniciativa costosa, como sin dudas es un festival de cine, pudiera contar con la participación masiva del público. Sin embargo no debe dejar de atenderse a cuestiones mucho más básicas que atañen a cinematografías evidentemente deficitarias, tanto desde lo económico como en su llegada al público, como son las producidas en Latinoamérica en general. Desde ese lugar no importa el tamaño de un festival de cine si, como es el caso, consigue sostenerse como un espacio de difusión ganado en la lucha por los espacios vitales cada vez más restringidos, merced la expansiva y viral industria norteamericana. Que una cadena de multicines instalada en un paseo de compras ceda, una semana al año, una sala para permitir que en ella se exhiba parte de la programación de un festival es, sin vueltas, un hecho simbólico sumamente poderoso. Entonces resulta indiscutible que para una industria cinematográfica como la uruguaya, que estrena apenas entre 8 y 15 películas por año, la continuidad del festival de Punta del Este representa un éxito rotundo.
El otro triunfo de este Festival en relación a la cuestión del tamaño, es su programación, pequeña pero potente, que involuntariamente permite jugar con otras analogías respecto de la pregunta original. No es que en su escueta programación, integrada por una lista de apenas cincuenta títulos, predominen los grandes hallazgos, algo que tampoco ocurre en casi ningún festival del mundo. Aun así Punta del Este hace gala de no pocas virtudes. En primer lugar una diversidad de orden múltiple, que tanto se traduce en la amplia representación de cinematografías de los orígenes más remotos (se han proyectado dos películas notables, como la serbia Mi nombre es Janez Jansa y la turca Noche de silencio, en este caso con la presencia del director Reis Celik), como en una pluralidad de miradas cinematográficas que permite reunir filmes de estéticas opuestas, desde Colosio, de Carlos Bolado, policial mexicano de corte clásico que reconstruye en clave ficcional el asesinato del candidato a presidente Luis Colosio en 1994, hasta La lección de pintura, del respetado cineasta chileno Pablo Perelman, que también aborda un fragmento de la historia de su país con recursos narrativos muchísimo más sutiles. Esa diversidad es la principal riqueza del Festival y el mejor argumento a la hora de afirmar que, efectivamente, el tamaño acá importa bien poco.
Dentro de ese panorama, el cine argentino realiza un aporte significativo a la calidad de la programación. Aunque todas ya se han estrenado en la Argentina, películas como Germania de Maximiliano Schonfeld; Días de pesca de Carlos Sorín; El campo de Hernán Belón; La multitud de Martín Oesterheld; y La araña vampiro de Gabriel Medina, representan algunos de los puntos más altos dentro de la oferta de esta edición de Punta del Este. Pero hay más. El cine peruano aporta dos filmes de gran interés. Por un lado El limpiador de Adrián Saba, presentado en la Argentina como parte de la Competencia Latinoamericana del último Festival de Mar del Plata, y Casadentro, un poderoso retrato de la sociedad peruana realizado por la directora Joanna Lombardi. A partir de una idea tan sencilla como retratar la vida de una anciana que comparte su casa desde hace décadas con su empleada doméstica, junto con otra mucho más joven y una perrita hiperquinética de nombre Tuna, Lombardi consigue con humor trazar un mapa de las relaciones sociales en el Perú, marcando además la enrome brecha generacional entre jóvenes y ancianos, que es también la de padres e hijos. Porque a estas tres mujeres se sumarán luego una hija, la nieta y la bisnieta de la señora de la casa, que junto con la ausencia significativa de otra hija, dan forma a un potente universo femenino en el cual la presencia masculina (el marido de la nieta) no tiene más peso ni valor que la de los zánganos en una colmena. Formalmente elegante y de un costumbrismo bien entendido, a Casadentro apenas se le puede reprochar un forzado cambio de registro en las dos o tres escenas finales, que de ningún modo estropean un film con algunos tramos exquisitos.
No puede dejar de subrayarse la curiosa tendencia que marcan las dos películas brasileñas exhibidas dentro de la competencia de Punta del Este. Se trata de Hoy, de la directora Tata Amaral, y Cara o cruz, del paulista Ugo Giorgetti. Ambos trabajos abordan de maneras muy diversas el tema de la dictadura militar y los años 70 en Brasil. La película de Giorgetti se inclina por un film realista y de época, en el que se cuestionan los estereotipos tanto de izquierda, representados en un acomodaticio autor teatral que vampiriza la inocencia de quienes lo rodean, incluido su joven e idealista hermano menor, hasta los de derecha, en el perfil de un general retirado que se niega a creer en las atrocidades cometidas por la institución a la que pertenece. Hoy en cambio elige ver el tema desde el presente, a través de los ojos de una mujer que acaba de mudarse a un departamento comprado con la indemnización recibida por la desaparición de su pareja. Allí la culpa se hará presente en la fantasmal figura del desaparecido (curiosamente interpretado por César Troncoso, el actor uruguayo que realiza un papel análogo en Infancia clandestina) que llega para poner en cuestión la validez de la memoria. Ambas películas, aunque correctas en sus aspectos técnicos y formales, adolecen de cierta inocencia en su mirada del pasado traumático, cayendo incluso la de Amaral en una puesta que por momentos se torna en exceso teatral. No ocurre lo mismo con la chilena Carne de perro, de Fernando Guzzoni, poderoso artefacto cinematográfico construido en torno a la figura omnipresente de un ex torturador que comienza a manifestar síntomas de un ataque de pánico pero que, en su tosca constitución psicológica, se niega a asumir como un problema mental y de conciencia. Con una sólida construcción narrativa y una intensa labor protagónica de Alejandro Goic, Carne de perro flaquea a la hora de decidir que hacer con esa culpa (que es la del personaje pero también la del pueblo chileno), a la que en las escenas finales se intenta resolver a través de un perdón de ojos cerrados, como suele ser la no siempre justa piedad religiosa.
Con mucho cine político latinoamericano, esta decimosexta edición del Festival Internacional de Punta del Este no ha decepcionado en sus puntos altos, pero es de esperar que también crezca, en calidad y producción, para ofrecer el año que viene una edición aun más poderosa. Mientras tanto, su valioso espacio sigue siendo terreno ganado en la batalla por llevar el cine a su destino más legítimo: la gente.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Que lo prosaico de su exposición no engañe a nadie: aunque en apariencia sencilla, no ha tenido hasta ahora una contestación definitiva y ha sido medida con tantas varas como almas integran el carnaval humano. Abordar esta duda en toda su extensión encierra una exigencia que aquí, en la cobertura de la 16ª edición del Festival de Cine de Punta del Este, que culmina mañana domingo, no es pertinente. Pero rehacerla, sin embargo, resulta absolutamente válido: ¿importa el tamaño de un festival de cine a la hora de intentar calcular su valor? La respuesta en este caso es concluyente: el tamaño acá no importa.
En primer lugar porque un encuentro cultural es siempre mucho más que la suma de sus partes o el volumen de sus actividades. Es necesario evaluar también la incidencia de su acción en el seno de la comunidad que la recibe, una operación cuyo resultado no tiene que ver necesariamente con una noción triunfalista del éxito. Aunque es esperable que una iniciativa costosa, como sin dudas es un festival de cine, pudiera contar con la participación masiva del público. Sin embargo no debe dejar de atenderse a cuestiones mucho más básicas que atañen a cinematografías evidentemente deficitarias, tanto desde lo económico como en su llegada al público, como son las producidas en Latinoamérica en general. Desde ese lugar no importa el tamaño de un festival de cine si, como es el caso, consigue sostenerse como un espacio de difusión ganado en la lucha por los espacios vitales cada vez más restringidos, merced la expansiva y viral industria norteamericana. Que una cadena de multicines instalada en un paseo de compras ceda, una semana al año, una sala para permitir que en ella se exhiba parte de la programación de un festival es, sin vueltas, un hecho simbólico sumamente poderoso. Entonces resulta indiscutible que para una industria cinematográfica como la uruguaya, que estrena apenas entre 8 y 15 películas por año, la continuidad del festival de Punta del Este representa un éxito rotundo.
El otro triunfo de este Festival en relación a la cuestión del tamaño, es su programación, pequeña pero potente, que involuntariamente permite jugar con otras analogías respecto de la pregunta original. No es que en su escueta programación, integrada por una lista de apenas cincuenta títulos, predominen los grandes hallazgos, algo que tampoco ocurre en casi ningún festival del mundo. Aun así Punta del Este hace gala de no pocas virtudes. En primer lugar una diversidad de orden múltiple, que tanto se traduce en la amplia representación de cinematografías de los orígenes más remotos (se han proyectado dos películas notables, como la serbia Mi nombre es Janez Jansa y la turca Noche de silencio, en este caso con la presencia del director Reis Celik), como en una pluralidad de miradas cinematográficas que permite reunir filmes de estéticas opuestas, desde Colosio, de Carlos Bolado, policial mexicano de corte clásico que reconstruye en clave ficcional el asesinato del candidato a presidente Luis Colosio en 1994, hasta La lección de pintura, del respetado cineasta chileno Pablo Perelman, que también aborda un fragmento de la historia de su país con recursos narrativos muchísimo más sutiles. Esa diversidad es la principal riqueza del Festival y el mejor argumento a la hora de afirmar que, efectivamente, el tamaño acá importa bien poco.
Dentro de ese panorama, el cine argentino realiza un aporte significativo a la calidad de la programación. Aunque todas ya se han estrenado en la Argentina, películas como Germania de Maximiliano Schonfeld; Días de pesca de Carlos Sorín; El campo de Hernán Belón; La multitud de Martín Oesterheld; y La araña vampiro de Gabriel Medina, representan algunos de los puntos más altos dentro de la oferta de esta edición de Punta del Este. Pero hay más. El cine peruano aporta dos filmes de gran interés. Por un lado El limpiador de Adrián Saba, presentado en la Argentina como parte de la Competencia Latinoamericana del último Festival de Mar del Plata, y Casadentro, un poderoso retrato de la sociedad peruana realizado por la directora Joanna Lombardi. A partir de una idea tan sencilla como retratar la vida de una anciana que comparte su casa desde hace décadas con su empleada doméstica, junto con otra mucho más joven y una perrita hiperquinética de nombre Tuna, Lombardi consigue con humor trazar un mapa de las relaciones sociales en el Perú, marcando además la enrome brecha generacional entre jóvenes y ancianos, que es también la de padres e hijos. Porque a estas tres mujeres se sumarán luego una hija, la nieta y la bisnieta de la señora de la casa, que junto con la ausencia significativa de otra hija, dan forma a un potente universo femenino en el cual la presencia masculina (el marido de la nieta) no tiene más peso ni valor que la de los zánganos en una colmena. Formalmente elegante y de un costumbrismo bien entendido, a Casadentro apenas se le puede reprochar un forzado cambio de registro en las dos o tres escenas finales, que de ningún modo estropean un film con algunos tramos exquisitos.
No puede dejar de subrayarse la curiosa tendencia que marcan las dos películas brasileñas exhibidas dentro de la competencia de Punta del Este. Se trata de Hoy, de la directora Tata Amaral, y Cara o cruz, del paulista Ugo Giorgetti. Ambos trabajos abordan de maneras muy diversas el tema de la dictadura militar y los años 70 en Brasil. La película de Giorgetti se inclina por un film realista y de época, en el que se cuestionan los estereotipos tanto de izquierda, representados en un acomodaticio autor teatral que vampiriza la inocencia de quienes lo rodean, incluido su joven e idealista hermano menor, hasta los de derecha, en el perfil de un general retirado que se niega a creer en las atrocidades cometidas por la institución a la que pertenece. Hoy en cambio elige ver el tema desde el presente, a través de los ojos de una mujer que acaba de mudarse a un departamento comprado con la indemnización recibida por la desaparición de su pareja. Allí la culpa se hará presente en la fantasmal figura del desaparecido (curiosamente interpretado por César Troncoso, el actor uruguayo que realiza un papel análogo en Infancia clandestina) que llega para poner en cuestión la validez de la memoria. Ambas películas, aunque correctas en sus aspectos técnicos y formales, adolecen de cierta inocencia en su mirada del pasado traumático, cayendo incluso la de Amaral en una puesta que por momentos se torna en exceso teatral. No ocurre lo mismo con la chilena Carne de perro, de Fernando Guzzoni, poderoso artefacto cinematográfico construido en torno a la figura omnipresente de un ex torturador que comienza a manifestar síntomas de un ataque de pánico pero que, en su tosca constitución psicológica, se niega a asumir como un problema mental y de conciencia. Con una sólida construcción narrativa y una intensa labor protagónica de Alejandro Goic, Carne de perro flaquea a la hora de decidir que hacer con esa culpa (que es la del personaje pero también la del pueblo chileno), a la que en las escenas finales se intenta resolver a través de un perdón de ojos cerrados, como suele ser la no siempre justa piedad religiosa.
Con mucho cine político latinoamericano, esta decimosexta edición del Festival Internacional de Punta del Este no ha decepcionado en sus puntos altos, pero es de esperar que también crezca, en calidad y producción, para ofrecer el año que viene una edición aun más poderosa. Mientras tanto, su valioso espacio sigue siendo terreno ganado en la batalla por llevar el cine a su destino más legítimo: la gente.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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jueves, 7 de marzo de 2013
CINE - 16° Festival internacional de Cine de Punta del Este: Historia, mística y realidad
Tal vez sea culpa de Cannes que, tanto en el imaginario colectivo como en la realidad, resulte sencillo hacer coincidir un festival de cine y una playa a orillas del mar. No es complicado suponer una razón práctica para esto: reunir al cine en la mente del espectador (cinéfilo o no) con las ideas de calma y esparcimiento. Las ciudades balnearias, inevitablemente asociadas al concepto moderno del turismo y las vacaciones, suelen desactivar los mecanismos neuróticos que gobiernan las grandes urbes en donde la gente vive y trabaja. A la playa, en cambio, se va a descansar, y aun cuando el turismo (como el cine) es una industria, es fácil convencerse de que nadie vive ahí cuando el verano termina.
Además de Cannes, las ciudades de Mar del Plata, San Sebastián, Río de Janeiro, Viña del Mar, Acapulco y muchos otros balnearios famosos de todo el mundo tienen su festival de cine durante la temporada más o menos alta. Punta del Este, sinónimo de playa, turismo y glamour en la fantasía de los rioplatenses y, sobre todo, destino estival casi obligado para los argentinos ABC1, también tiene su festival. Para sorpresa de quienes no sean expertos en la materia, se trata de uno de los festivales más viejos del mundo.
El Festival Internacional de Cine de Punta del Este, que este año celebra la decimosexta edición de su nueva era del 3 al 10 de marzo, hizo sin embargo su debut en 1951. Apenas más joven que Cannes, el Gran Hermano de los festivales de cine, es sin embargo algunos años anterior a, por ejemplo, los ya mencionados de San Sebastián (1953) o Mar del Plata (1954), con la diferencia de que estos tres últimos son festivales Clase A, es decir: algunos de los más importantes del mundo. Pero Punta del Este tiene mística y mitología suficiente como para no sentirse menos que nadie. Aunque se trata de un encuentro ostensiblemente más pequeño en cuanto a infraestructura y volumen de programación, cuenta entre sus blasones el ser el solar natal que en 1952, durante la segunda edición de este festival, vio nacer a la fama y el prestigio internacional nada menos que a Ingmar Bergman, ese director sueco a quien hoy se considera uno de los tres o cuatro más importantes artistas de la historia del cine. Cuenta la leyenda que entre los parteros estaba el no menos legendario Homero Alsina Thevenet (HAT para los memoriosos), que se encontraba en Punta del Este como parte de un jurado compuesto por once miembros, todos ellos críticos de cine. Eso dice la leyenda de Punta del Este.
Con su genealogía a cuestas, este festival cuenta ahora con una programación a cargo de la Cinemateca Uruguaya, institución fundamental del séptimo arte en el Río de la Plata. Plenamente conscientes de este carácter tan particular que suelen compartir los festivales de cine que crecen junto al mar, sus programadores han elegido comenzar formalmente sus actividades proyectando un cortometraje antes de la película de apertura, que tiene mucho que decir al respecto. Se trata de Las calles de mi ciudad, de Lucía Salazar, realizadora de Maldonado, ciudad vecina, casi siamesa de tan próxima, en donde vive la mayor parte de la gente que trabaja en Punta del Este. Y un poco de eso se trata su corto. Salazar realiza un recorrido paralelo de ambas ciudades, cuyos caminos suelen cruzarse durante el verano, cuando los nativos de una reciben y atienden a los visitantes de la otra. Sin embargo, elige contar su historia evitando justamente los meses del furor veraniego, para concentrarse en esos otros diez meses del año en que Punta del Este es poco menos que una ciudad de fantasmas que habitan en los picaportes de esas casas en estado de hibernación. La directora consigue un extrañamiento de doble vía, a partir de un relato en off poético que logra eludir lo pretencioso y de un discurso visual que combina cierta fantasía mágica con logradas puestas de cámara. Con inteligencia cinematográfica, Salazar consigue oponer, evitando la banalidad de lo explícito, la vida plástica y artificial de los huéspedes ausentes (esos invasores ABC1 que llegan a Punta desde el otro lado del río), a la vida real que tenazmente crece en las calles de Maldonado. Elegante, Salazar elige en cuál de esas dos vidas posibles encontrar su propio reflejo. Las calles de mi ciudad resultó un punto de partida sorprendentemente apropiado para este festival.
No tanto el largometraje de apertura. Mi planta naranja lima, del brasileño Marcos Bernstein, es una versión de la famosa novela de José Mauro de Vasconcelos, a la que le juegan en contra sus deseos de estar a la altura de un clásico de la literatura latinoamericana. La película (y la novela) cuenta la historia de Zezé, un niño travieso cuyos problemas de conducta son una sombra de los avatares miserables de una familia de clase baja. Bernstein consigue el difícil objetivo de hallar un niño actor muy eficaz (el pequeño João Guilherme Avila), pero sin embargo elige darle a su relato un tono excesivamente dramático, subrayado por una utilización invasiva y en exceso connotativa de la banda sonora. Aunque la simpatía del protagonista y su relación con Portuga, algo así como el dandy maduro del pueblo, consiguen mantener la atención por el relato, la necesidad de su director de replicar cierta poética literaria desde recursos cinematográficos como encuadres infrecuentes o juegos complejos con la composición de los planos, sumado a algunas ingenuidades del montaje, signan la irregularidad de esta versión de Mi planta naranja lima, a la que se le debe reconocer una fotografía notable.
Esta edición del Festival de Punta del Este tiene a la Argentina como invitada de honor y por eso gran cantidad de títulos nacionales se encuentran entre lo más destacado del programa. Con un equilibrio interesante entre las programaciones del Bafici y Mar del Plata, los dos encuentros de cine más importantes de la Argentina, dentro de las películas programadas aquí se cuentan La araña vampiro, de Gabriel Medina, y Germania, de Maximiliano Schonfeld, ambas estrenadas en el festival de Buenos Aires, junto a El campo, de Hernán Belón, y la todavía no estrenada Puerta de Hierro, de Víctor Laplace, que formaron parte de diferentes ediciones de Mar del Plata. Junto a ellas podrá verse La multitud, el documental de Martín Oesterheld recientemente estrenado en Buenos Aires, donde a partir de dos espacios urbanos fallidos como la Ciudad Deportiva de La Boca y el Parque de la Ciudad, el director consigue no sólo realizar un retrato de las castas olvidadas de Buenos Aires, sino también remitir a momentos históricos en los que se pretendía rellenar huecos políticos y sociales con proyectos megalómanos. También forman parte de la programación Días de pesca, última y delicada película de Carlos Sorín, con las buenas actuaciones de Alejandro Awada y Victoria Almeida, y la coproducción El amigo alemán, más alemana que argentina, con la labor interpretativa de Celeste Cid y dirección de la directora germana Jeanine Meerapfel.
De marcado perfil latinoamericanista, el festival también incluye trabajos de países como Brasil, Perú, Colombia, El Salvador, Nicaragua y México, destacándose entre ellas la complejísima Post Tenebras Lux, último trabajo del mexicano Carlos Reygadas, y la peruana El limpiador, de Adrián Saba, agradable fábula de ciencia ficción en clave realista/costumbrista, acerca de la amistad de un hombre mayor con un niño huérfano. Además de un buen número de preestrenos de producciones uruguayas, entre ellas Tanta agua, de Ana Guevara y Leticia Jorge, que viene de presentarse en la Berlinale.
Artículo publicado originalemente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Además de Cannes, las ciudades de Mar del Plata, San Sebastián, Río de Janeiro, Viña del Mar, Acapulco y muchos otros balnearios famosos de todo el mundo tienen su festival de cine durante la temporada más o menos alta. Punta del Este, sinónimo de playa, turismo y glamour en la fantasía de los rioplatenses y, sobre todo, destino estival casi obligado para los argentinos ABC1, también tiene su festival. Para sorpresa de quienes no sean expertos en la materia, se trata de uno de los festivales más viejos del mundo.
El Festival Internacional de Cine de Punta del Este, que este año celebra la decimosexta edición de su nueva era del 3 al 10 de marzo, hizo sin embargo su debut en 1951. Apenas más joven que Cannes, el Gran Hermano de los festivales de cine, es sin embargo algunos años anterior a, por ejemplo, los ya mencionados de San Sebastián (1953) o Mar del Plata (1954), con la diferencia de que estos tres últimos son festivales Clase A, es decir: algunos de los más importantes del mundo. Pero Punta del Este tiene mística y mitología suficiente como para no sentirse menos que nadie. Aunque se trata de un encuentro ostensiblemente más pequeño en cuanto a infraestructura y volumen de programación, cuenta entre sus blasones el ser el solar natal que en 1952, durante la segunda edición de este festival, vio nacer a la fama y el prestigio internacional nada menos que a Ingmar Bergman, ese director sueco a quien hoy se considera uno de los tres o cuatro más importantes artistas de la historia del cine. Cuenta la leyenda que entre los parteros estaba el no menos legendario Homero Alsina Thevenet (HAT para los memoriosos), que se encontraba en Punta del Este como parte de un jurado compuesto por once miembros, todos ellos críticos de cine. Eso dice la leyenda de Punta del Este.
Con su genealogía a cuestas, este festival cuenta ahora con una programación a cargo de la Cinemateca Uruguaya, institución fundamental del séptimo arte en el Río de la Plata. Plenamente conscientes de este carácter tan particular que suelen compartir los festivales de cine que crecen junto al mar, sus programadores han elegido comenzar formalmente sus actividades proyectando un cortometraje antes de la película de apertura, que tiene mucho que decir al respecto. Se trata de Las calles de mi ciudad, de Lucía Salazar, realizadora de Maldonado, ciudad vecina, casi siamesa de tan próxima, en donde vive la mayor parte de la gente que trabaja en Punta del Este. Y un poco de eso se trata su corto. Salazar realiza un recorrido paralelo de ambas ciudades, cuyos caminos suelen cruzarse durante el verano, cuando los nativos de una reciben y atienden a los visitantes de la otra. Sin embargo, elige contar su historia evitando justamente los meses del furor veraniego, para concentrarse en esos otros diez meses del año en que Punta del Este es poco menos que una ciudad de fantasmas que habitan en los picaportes de esas casas en estado de hibernación. La directora consigue un extrañamiento de doble vía, a partir de un relato en off poético que logra eludir lo pretencioso y de un discurso visual que combina cierta fantasía mágica con logradas puestas de cámara. Con inteligencia cinematográfica, Salazar consigue oponer, evitando la banalidad de lo explícito, la vida plástica y artificial de los huéspedes ausentes (esos invasores ABC1 que llegan a Punta desde el otro lado del río), a la vida real que tenazmente crece en las calles de Maldonado. Elegante, Salazar elige en cuál de esas dos vidas posibles encontrar su propio reflejo. Las calles de mi ciudad resultó un punto de partida sorprendentemente apropiado para este festival.
No tanto el largometraje de apertura. Mi planta naranja lima, del brasileño Marcos Bernstein, es una versión de la famosa novela de José Mauro de Vasconcelos, a la que le juegan en contra sus deseos de estar a la altura de un clásico de la literatura latinoamericana. La película (y la novela) cuenta la historia de Zezé, un niño travieso cuyos problemas de conducta son una sombra de los avatares miserables de una familia de clase baja. Bernstein consigue el difícil objetivo de hallar un niño actor muy eficaz (el pequeño João Guilherme Avila), pero sin embargo elige darle a su relato un tono excesivamente dramático, subrayado por una utilización invasiva y en exceso connotativa de la banda sonora. Aunque la simpatía del protagonista y su relación con Portuga, algo así como el dandy maduro del pueblo, consiguen mantener la atención por el relato, la necesidad de su director de replicar cierta poética literaria desde recursos cinematográficos como encuadres infrecuentes o juegos complejos con la composición de los planos, sumado a algunas ingenuidades del montaje, signan la irregularidad de esta versión de Mi planta naranja lima, a la que se le debe reconocer una fotografía notable.
Esta edición del Festival de Punta del Este tiene a la Argentina como invitada de honor y por eso gran cantidad de títulos nacionales se encuentran entre lo más destacado del programa. Con un equilibrio interesante entre las programaciones del Bafici y Mar del Plata, los dos encuentros de cine más importantes de la Argentina, dentro de las películas programadas aquí se cuentan La araña vampiro, de Gabriel Medina, y Germania, de Maximiliano Schonfeld, ambas estrenadas en el festival de Buenos Aires, junto a El campo, de Hernán Belón, y la todavía no estrenada Puerta de Hierro, de Víctor Laplace, que formaron parte de diferentes ediciones de Mar del Plata. Junto a ellas podrá verse La multitud, el documental de Martín Oesterheld recientemente estrenado en Buenos Aires, donde a partir de dos espacios urbanos fallidos como la Ciudad Deportiva de La Boca y el Parque de la Ciudad, el director consigue no sólo realizar un retrato de las castas olvidadas de Buenos Aires, sino también remitir a momentos históricos en los que se pretendía rellenar huecos políticos y sociales con proyectos megalómanos. También forman parte de la programación Días de pesca, última y delicada película de Carlos Sorín, con las buenas actuaciones de Alejandro Awada y Victoria Almeida, y la coproducción El amigo alemán, más alemana que argentina, con la labor interpretativa de Celeste Cid y dirección de la directora germana Jeanine Meerapfel.
De marcado perfil latinoamericanista, el festival también incluye trabajos de países como Brasil, Perú, Colombia, El Salvador, Nicaragua y México, destacándose entre ellas la complejísima Post Tenebras Lux, último trabajo del mexicano Carlos Reygadas, y la peruana El limpiador, de Adrián Saba, agradable fábula de ciencia ficción en clave realista/costumbrista, acerca de la amistad de un hombre mayor con un niño huérfano. Además de un buen número de preestrenos de producciones uruguayas, entre ellas Tanta agua, de Ana Guevara y Leticia Jorge, que viene de presentarse en la Berlinale.
Artículo publicado originalemente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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