El cine para chicos moderno, surgido tras el boom producido por los obras de los estudios Pixar a partir de Toy Story (1995), descansa sobre todo en su gran capacidad para diversificar su target más allá de su público natural, ganándose también a los espectadores jóvenes y adultos. Dicho éxito, que convirtió al género en uno de los más redituables para la industria del cine en la actualidad, se encuentra anclado sobre todo en el uso eficiente de los recursos humorísticos. Es por eso que puede afirmarse sin temor a decir una barbaridad que la mayoría de las mejores películas infantiles de los últimos 20 años son, antes que eso, grandes comedias. El estreno de Trolls, nueva producción de los estudios Dreamworks dirigida por Mike Mitchell y Walt Dohrn, viene a confirmar la regla aunque, como ocurre con los mejores exponentes del género, su eficacia humorística no es la única virtud que tiene para ofrecer.
Basada en los personajes/juguetes creados por el pescador danés Thomas Dam en la década de 1930 (pero popularizados a la velocidad de la luz a partir de fines de los 50), Trolls cuenta la historia de una pequeña comunidad de duendecitos (o algo así), que habita en un árbol en medio del bosque y cuyas únicas ocupaciones en la vida son cantar, abrazarse y hacer de la alegría un culto. Para las dos primeras actividades hasta tienen un cronograma diario, mientras que la alegría les dura todo el día y se manifiesta a través de avatares visuales como los arcoiris, la brillantina y los fuegos de artificio. El contrarelato de tanta dicha lo ponen los bertenos, una suerte de ogros sumidos en una amargura perpetua cuya único motivo de alegría consiste en una festividad anual en la que salen a cazar trolls para comérselos. Como toda especie ¿evolucionada?, con el tiempo los bertenos aprenden a criar a los trolls para alimentarse de ellos. En realidad construyen una reja alrededor de su árbol y una vez por año la abren para comerse un troll cada uno: esa es la definición de alegría para los bertenos. Hasta que un día los trolls escapan y construyen su aldea en otra parte, nuevamente seguros, libres y siempre alegres, dejando a los bertenos solos con su vida miserable.
La idea detrás de Trolls es tan simple de explicar como compleja en sus alcances: la alegría no es lo mismo que la felicidad y la película se aproxima a esa conclusión sin prisa ni pausa. Porque esa manifestación vacua de la alegría, que necesita autocelebrarse y no está exenta de globos de colores e incluso de una pátina de autoayuda new age, es la que permite que los troll vuelvan a ser capturados por los bertenos. Ahí comienza el nudo del film, en el que la princesa Poppy y el amargado Branch, el único troll descolorido, mala onda y paranoico de toda la aldea, deben regresar al pueblo berteno a rescatar a sus amigos capturados. Será ese camino y las dificultades que en él se presenten, lo que les permitirá tanto a unos como a otros reconocer la sutil diferencia entre repetir mecánicamente los rituales de la alegría o simplemente aprender a ser felices.
Además de sus rasgos de comedia, rubro en el que la película es impecable, haciendo gala de un manejo de recursos que abarca desde el humor blanco al absurdo, pasando por el gag y el humor físico, Trolls también se inscribe en (y reaviva) la tradición del musical animado. En su banda de sonido –en la que mucho tiene que ver el talento de un artista cada vez más interesante como Justin Timberlake (que además es la voz de Branch en el reparto original)–, se van acumulando las grandes canciones, muchas de ellas vinculadas a la escena de la música disco, estética ideal para acompañar el colorido despliegue de la alegría por la alegría misma. Dichas canciones representan además un conjunto de citas a la cultura pop global, algunas de ellas hasta cinéfilas, que permiten afirmar que Trolls es una de las grandes sorpresas del año.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 27 de octubre de 2016
CINE - "El contador" (The Accountant), de Gavin O´Connor: Efectividad desbordante (y desbordada)
En una época en la cual las remakes y las adaptaciones de la literatura o la historieta (o los videojuegos o cualquier cosa) vienen a paliar la falta de ideas originales, un film como El contador, de Gavin O´Connor, puede ser una buena noticia para el cine de acción. No porque represente una revolución (ni mucho menos), sino porque encuentra un punto de partida más o menos ingenioso para crear un personaje atractivo y contar una historia que sin ser novedosa no por ello carece de interés. Ese personaje es Christian Wolff, un niño autista (el trastorno específico que padece es el cada vez más conocido Síndrome de Asperger, el mismo que alguna vez se asoció erróneamente a Lionel Messi), cuyas habilidades con la matemática lo convierten ya adulto en un notable contador con algunas oportunas habilidades extra. Claro que la mentada originalidad en el punto de partida se limita al género de acción, ya que el tópico de los autistas, en particular aquellos con capacidades geniales en el terreno de la matemática, ha sido abordado no pocas veces por el cine, de Rain Man (Barry Levinson, 1988) en adelante.
Abandonado por su madre e hijo de un padre militar muy riguroso, Wolff recibe desde chico una estricta educación marcial y es entrenado en disciplinas de combate para compensar la debilidad de su afección. Lo distintivo de El contador es que toma ese trastorno neurobiológico para convertirlo en origen de un gran poder y a Wolff, por lo tanto, casi en un X-Men. Porque es sobre el camino del (super)héroe, tan de moda tanto en el cine como en la televisión desde hace más de 15 años, que el film va montando su estructura. Como muchos personajes provenientes de ese nicho, el protagonista tiene un pasado tormentoso y traumático que al crecer le permite convertir en virtud lo que en principio parecía una maldición. Wolff utiliza su oficio como fachada, del mismo modo en que Clark Kent o Peter Parker se ocultaban detrás del periodismo, y combinando la habilidad contable con su efectividad en la lucha y el uso de las armas, se dedica a asesorar a distintas mafias alrededor de todo el mundo en el lavado de dinero. Por supuesto, ese es apenas el punto de partida de un relato que se va complejizando de a poco.
Es cierto que no son pocas las veces que El contador termina haciendo equilibrio sobre el filo de su propio verosímil y también que se excede en la acumulación de giros, sorpresas y vueltas de tuerca. Aun así nunca pierde la punta del hilo en la maraña de su trama, ni la atención del espectador, manteniendo alta la tensión del relato hasta el final. Además O´Connor hace gala de un gran manejo coreográfico de la acción y el guión se permite encontrar un costado humorístico para las distintas situaciones cotidianas a las que el protagonista se enfrenta en su dificultad para socializar, permitiendo que el balance final sea positivo. Y consigue aprovechar el perfil hierático de Ben Affleck para ponerlo a favor del personaje. ¿Qué más se le puede pedir?
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Abandonado por su madre e hijo de un padre militar muy riguroso, Wolff recibe desde chico una estricta educación marcial y es entrenado en disciplinas de combate para compensar la debilidad de su afección. Lo distintivo de El contador es que toma ese trastorno neurobiológico para convertirlo en origen de un gran poder y a Wolff, por lo tanto, casi en un X-Men. Porque es sobre el camino del (super)héroe, tan de moda tanto en el cine como en la televisión desde hace más de 15 años, que el film va montando su estructura. Como muchos personajes provenientes de ese nicho, el protagonista tiene un pasado tormentoso y traumático que al crecer le permite convertir en virtud lo que en principio parecía una maldición. Wolff utiliza su oficio como fachada, del mismo modo en que Clark Kent o Peter Parker se ocultaban detrás del periodismo, y combinando la habilidad contable con su efectividad en la lucha y el uso de las armas, se dedica a asesorar a distintas mafias alrededor de todo el mundo en el lavado de dinero. Por supuesto, ese es apenas el punto de partida de un relato que se va complejizando de a poco.
Es cierto que no son pocas las veces que El contador termina haciendo equilibrio sobre el filo de su propio verosímil y también que se excede en la acumulación de giros, sorpresas y vueltas de tuerca. Aun así nunca pierde la punta del hilo en la maraña de su trama, ni la atención del espectador, manteniendo alta la tensión del relato hasta el final. Además O´Connor hace gala de un gran manejo coreográfico de la acción y el guión se permite encontrar un costado humorístico para las distintas situaciones cotidianas a las que el protagonista se enfrenta en su dificultad para socializar, permitiendo que el balance final sea positivo. Y consigue aprovechar el perfil hierático de Ben Affleck para ponerlo a favor del personaje. ¿Qué más se le puede pedir?
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
miércoles, 26 de octubre de 2016
CINE - 16° DOC Buenos Aires: "Raving Irán", de Susanne Regina Meures, o la suma de las realidades
Dentro de las actividades de la 16° edición del DocBsAs, el gran encuentro documental que se desarrolla hasta mañana, Raving Irán de la alemana Susanne Regina Meures representa la oportunidad de una mirada detallada sobre la juventud en un régimen de hipercontrol como el que impone el Estado en el país persa. El film retrata la vida de Anoosh y Arash, muchachos que viven de manera casi militante su trabajo como DJ´s. Componen, autoeditan sus discos y organizan fiestas en las que pinchan música toda la noche, como cualquier joven como ellos en Berlín, Tokio, Nueva York, Buenos Aires o casi cualquier otra ciudad. Pero ellos viven en Teherán, la populosa capital iraní, y las cosas que quieren y les gusta hacer están prohibidas por un sinnúmero de regulaciones restrictivas.
Anoosh y Arash trabajan bajo el nombre artístico de Blade & Beard (“Navaja y Barba”, alusión rebelde a la tradición religiosa de las barbas en la cultura musulmana), pero sus proyectos no son sencillos. Si organizan un baile corren el riesgo de que la policía se lleve a los invitados; no pueden imprimir las tapas de sus discos y si lo lograran no podrían venderlos. No pueden salir del país ni mandar sus discos por correo. Pero insisten, rompen las reglas que deberían detenerlos y consiguen que un festival de música electrónica los invite a Suiza. De cada una de esas instancias es testigo la lente de Meures, quien a través de cámaras ocultas da cuenta del tour kafkiano de los dos chicos no sólo por las oficinas públicas, sino por los comercios que recorren intentando hallar un lugar. Pero sólo encuentran el miedo de los otros.
“Sólo había estado en Irán de vacaciones y no tenía ningún conocido”, cuenta la directora. “Mi intención nunca fue la de hacer una película política, pero todo lo que es considerado ilegal en Irán incluye o involucra a lo político. Mi intención era mostrar cosas del país y su cultura que pocos conocen, esperando que otras personas también se interesen”, concluye Meures, cuyo film se proyecta hoy a las 18 en el Cine Gaumont Incaa KM 0.
–Raving Irán utiliza a sus personajes, cuyos intereses no son distintos a los de cualquier chico, para darle relevancia a un contexto sociopolítico que es extraordinario visto desde Occidente. ¿Cómo hizo para reflejar todo eso de manera realista?
–Antes de rodar hice una investigación para informarme, vi películas que me ayudaron, pero no tenía ningún guión ni idea a partir de la cual trabajar la historia. La mayor parte de la información vino junto con los protagonistas una vez que los encontré, y recién través de ellos pude empezar a profundizar en su cultura.
–La película permite trazar un paralelo entre lo que les pasa a estos chicos y lo que le ocurrió a Jafar Panahi por su actividad en el cine. ¿Tuvo en cuenta ese antecedente?
–No intenté realizar un paralelismo, pero creo que la historia funciona muy bien para representar la crisis que se está desarrollando en Irán en cuanto a las culturas y las políticas, y creo que diferentes artistas de cine o teatro, autores, DJ´s, están enfrentando esa misma crisis.
–Es llamativo el choque entre la imagen occidentalizada de Teherán y muchos de sus habitantes, atravesada por situaciones originadas en la política y la religión. ¿Esa paradoja se siente estando ahí?
–Sí, claro, aunque lo que intenté fue mostrar una parte muy pequeña de una sociedad que es mucho más que eso. Piense que Teherán es una ciudad de 17 millones de personas, muy moderna y en muchos sentidos muy occidentalizada tanto en sus medios de comunicación, como en su vestuario y muchos aspectos de su cultura.
–¿Como extranjera percibió toda esa presión?
–Sí, porque estaba rodando una película en ese lugar y todo se percibe de un modo muy diferente cuando uno no viaja al país como turista. Pero tuve que enfrentar una serie situaciones de ilegalidad que limitaban el modo en que debíamos programar todo lo que representa un rodaje como este. Las fiestas que se ven en la película eran realmente clandestinas y nunca contamos con la libertad para poder trabajar cómodos.
–Es interesante el modo en que usted retrata la mirada de los protagonistas cuando viajan a Suiza, su primer contacto con Occidente: plasma la mirada ajena a partir de detalles sutiles, como cuando en medio de una rave callejera uno de ellos dice que “en Occidente los hombres se ven mejor que las mujeres”. ¿Cómo le dio forma a esa mirada?
–Me pareció muy importante respetar la glorificación que ellos hacen del mundo occidental, porque sirve para contrastar con esa forma “metafórica” de prisión en la que transcurre su vida cotidiana. Lo que más sufren no es la opresión, sino el hecho de no poder dejar su país, porque no les permite compararse con otras culturas. Esa forma de glorificar a Occidente es apenas una ilusión. Quise mostrar las expectativas que tenían antes de viajar a Occidente y una vez llegados, la euforia que sintieron y lo paralizados que se encontraban al ver las grandes diferencias entre ambas realidades. Raving Irán es una oportunidad de ver nuestra sociedad a través de sus ojos y sus dudas nos pueden hacer dudar a nosotros. Es lo que me gustaría que el espectador se lleve.
–En toda la película hay algunas personas cuyos rostros aparecen esfumados digitalmente y otros que no. ¿Cómo estableció el límite de qué rostros mostrar y cuáles no?
–Muy simple: se esfumaron las caras de aquellas personas que a partir de su participación en la película hubieran podido ser vinculadas posteriormente con cualquier actividad considerada ilegal dentro de Irán o la de todo aquel que se manifestara en contra del Estado iraní o de alguna de sus políticas.
–Hay escenas, como las de las fiestas clandestinas, en las que las mujeres, haciendo uso de su libertad y su autodeterminación, se quitan el velo de manera voluntaria, pero a quienes la película les impone esa suerte de velo digital. ¿Eso no representa una derrota para usted como directora?
–Sí, de muchas maneras. Pero no tuve otra alternativa, porque cuando una decide rodar una película con estas características y en un ámbito como este, no puede permitirse descuidar la seguridad de las personas. Es verdad que no muestro lo suficiente, pero necesitaba asegurarme que la integridad de quienes participaron de la película fuera preservada.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Anoosh y Arash trabajan bajo el nombre artístico de Blade & Beard (“Navaja y Barba”, alusión rebelde a la tradición religiosa de las barbas en la cultura musulmana), pero sus proyectos no son sencillos. Si organizan un baile corren el riesgo de que la policía se lleve a los invitados; no pueden imprimir las tapas de sus discos y si lo lograran no podrían venderlos. No pueden salir del país ni mandar sus discos por correo. Pero insisten, rompen las reglas que deberían detenerlos y consiguen que un festival de música electrónica los invite a Suiza. De cada una de esas instancias es testigo la lente de Meures, quien a través de cámaras ocultas da cuenta del tour kafkiano de los dos chicos no sólo por las oficinas públicas, sino por los comercios que recorren intentando hallar un lugar. Pero sólo encuentran el miedo de los otros.
“Sólo había estado en Irán de vacaciones y no tenía ningún conocido”, cuenta la directora. “Mi intención nunca fue la de hacer una película política, pero todo lo que es considerado ilegal en Irán incluye o involucra a lo político. Mi intención era mostrar cosas del país y su cultura que pocos conocen, esperando que otras personas también se interesen”, concluye Meures, cuyo film se proyecta hoy a las 18 en el Cine Gaumont Incaa KM 0.
–Raving Irán utiliza a sus personajes, cuyos intereses no son distintos a los de cualquier chico, para darle relevancia a un contexto sociopolítico que es extraordinario visto desde Occidente. ¿Cómo hizo para reflejar todo eso de manera realista?
–Antes de rodar hice una investigación para informarme, vi películas que me ayudaron, pero no tenía ningún guión ni idea a partir de la cual trabajar la historia. La mayor parte de la información vino junto con los protagonistas una vez que los encontré, y recién través de ellos pude empezar a profundizar en su cultura.
–La película permite trazar un paralelo entre lo que les pasa a estos chicos y lo que le ocurrió a Jafar Panahi por su actividad en el cine. ¿Tuvo en cuenta ese antecedente?
–No intenté realizar un paralelismo, pero creo que la historia funciona muy bien para representar la crisis que se está desarrollando en Irán en cuanto a las culturas y las políticas, y creo que diferentes artistas de cine o teatro, autores, DJ´s, están enfrentando esa misma crisis.
–Es llamativo el choque entre la imagen occidentalizada de Teherán y muchos de sus habitantes, atravesada por situaciones originadas en la política y la religión. ¿Esa paradoja se siente estando ahí?
–Sí, claro, aunque lo que intenté fue mostrar una parte muy pequeña de una sociedad que es mucho más que eso. Piense que Teherán es una ciudad de 17 millones de personas, muy moderna y en muchos sentidos muy occidentalizada tanto en sus medios de comunicación, como en su vestuario y muchos aspectos de su cultura.
–¿Como extranjera percibió toda esa presión?
–Sí, porque estaba rodando una película en ese lugar y todo se percibe de un modo muy diferente cuando uno no viaja al país como turista. Pero tuve que enfrentar una serie situaciones de ilegalidad que limitaban el modo en que debíamos programar todo lo que representa un rodaje como este. Las fiestas que se ven en la película eran realmente clandestinas y nunca contamos con la libertad para poder trabajar cómodos.
–Es interesante el modo en que usted retrata la mirada de los protagonistas cuando viajan a Suiza, su primer contacto con Occidente: plasma la mirada ajena a partir de detalles sutiles, como cuando en medio de una rave callejera uno de ellos dice que “en Occidente los hombres se ven mejor que las mujeres”. ¿Cómo le dio forma a esa mirada?
–Me pareció muy importante respetar la glorificación que ellos hacen del mundo occidental, porque sirve para contrastar con esa forma “metafórica” de prisión en la que transcurre su vida cotidiana. Lo que más sufren no es la opresión, sino el hecho de no poder dejar su país, porque no les permite compararse con otras culturas. Esa forma de glorificar a Occidente es apenas una ilusión. Quise mostrar las expectativas que tenían antes de viajar a Occidente y una vez llegados, la euforia que sintieron y lo paralizados que se encontraban al ver las grandes diferencias entre ambas realidades. Raving Irán es una oportunidad de ver nuestra sociedad a través de sus ojos y sus dudas nos pueden hacer dudar a nosotros. Es lo que me gustaría que el espectador se lleve.
–En toda la película hay algunas personas cuyos rostros aparecen esfumados digitalmente y otros que no. ¿Cómo estableció el límite de qué rostros mostrar y cuáles no?
–Muy simple: se esfumaron las caras de aquellas personas que a partir de su participación en la película hubieran podido ser vinculadas posteriormente con cualquier actividad considerada ilegal dentro de Irán o la de todo aquel que se manifestara en contra del Estado iraní o de alguna de sus políticas.
–Hay escenas, como las de las fiestas clandestinas, en las que las mujeres, haciendo uso de su libertad y su autodeterminación, se quitan el velo de manera voluntaria, pero a quienes la película les impone esa suerte de velo digital. ¿Eso no representa una derrota para usted como directora?
–Sí, de muchas maneras. Pero no tuve otra alternativa, porque cuando una decide rodar una película con estas características y en un ámbito como este, no puede permitirse descuidar la seguridad de las personas. Es verdad que no muestro lo suficiente, pero necesitaba asegurarme que la integridad de quienes participaron de la película fuera preservada.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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viernes, 21 de octubre de 2016
CINE - "¡Maldito seas Waterfall!", de Alejandro Chomski: Más cine dentro del cine
La apuesta que realiza el director Alejandro Chomski con su sexto largo, ¡Maldito seas, Waterfall!, puede parecer infrecuente al principio, pero forma parte de un linaje conocido dentro del cine independiente argentino. Comedia nihilista que posa de nihilista (definición que parece algo contradictoria, pero sin embargo no lo es), la película cuenta la historia de Roque Waterfall, un joven que ha llegado hasta los 30 años sin necesidad de hacer nada. Luego de la muerte de sus padres Waterfall vive solo en un departamento en Chacarita, se dedica sólo a administrar las propiedades que recibió en herencia y se mueve lo indispensable. Apenas si se sienta a mirar los partidos de Atlanta que tiene grabados en VHS (únicamente los triunfos), compra porro para él y su amigo Harry a un delivery, se pasea en pantuflas con la remera de su equipo y sobretodo por el barrio, donde todo el mundo lo conoce y lo quiere. Y muy ocasionalmente tiene contacto con el sexo opuesto, sólo si se da.
Hay algo en este trabajo de Chomski que recuerda al cine de Alejo Moguillansky, sobre todo a sus últimas dos películas, El loro y el cisne (2013) y El escarabajo de oro (2014). No sólo porque el casting incluye actores que suelen ser parte de sus elencos, como Rafael Spregelburd, Walter Jakob o Edgardo Castro, o por el tono de farsa que por momentos asume el relato, sino también por su doble carácter satírico. Por un lado como chiste interno sobre las estéticas del cine independiente; por el otro como juego formal de cine dentro del cine. Como en El escarabajo de oro, acá también un cineasta recibe fondos europeos para filmar una película, pero en el camino decide filmar otra. En este caso, un director checo que debe filmar un documental sobre personas que no tienen nada, pero se encuentra con Waterfall, cuya figura de dandy decadente lo fascina, y decide filmar su vida, la historia de un hombre que lo tiene todo, pero decide no hacer nada.
Pero también hay lazos que van desde ¡Maldito seas, Waterfall! a Dormir al sol, la película anterior de Chomski, basada en la novela de Adolfo Bioy Casares. Como en aquella, cuya acción transcurría en la intrincada arquitectura de Parque Chas, uno de los barrios más extraños de Buenos Aires, acá todo ocurre en el barrio parque Los Andes, que tiene mucha menos prensa que aquel otro, pero que también es un barrio con algo de micromundo. Chomski aprovecha esa geografía para hacer del extraño universo de Waterfall una especie de Aleph oculto a cielo abierto. Por otra parte la figura de Bioy –otro hombre que tenía todo lo necesario pero cuyas únicas actividades consistían en escribir, acostarse con todas las mujeres que pudiera y cenar con Borges–, es citada como referencia de la figura del protagonista quien, sin embargo, ni siquiera tiene a la literatura como actividad y su amigo Harry dista mucho de parecerse a Borges (aunque es cierto que se aparece bastante seguido por la casa de Waterfall para fumarle el porro).
El gran chiste del film consiste en intercalar completa la película que el director checo filma sobre la vida de Waterfall, no sin antes descargar su acidez sobre el cine independiente. Por supuesto que la película dentro de la película es un remanido rejunte de clichés cargado de una falsa poesía similar a la de aquel corto que filma Barney Gómez, el amigo alcohólico de Homero Simpson, en un conocido capítulo de la serie creada por Matt Groening. Un gesto de autoconciencia que resulta divertido. El problema de ¡Maldito seas, Waterfall! es que a veces se pasa de canchera y algunos diálogos (y algunas actuaciones) desequilibran el tono de farsa, que por lo general es bastante logrado. Por otra parte la película se atreve a algunos gags con cierto riesgo (como uno bien al comienzo, en el que Luis Machín interpreta a un ex combatiente de Malvinas lisiado), donde lo políticamente incorrecto es jugado con gracia. En tanto que Martín Piroyansky como el despreocupado Waterfall vuelve a mostrar por qué su figura sigue creciendo en el ámbito de la comedia local.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Hay algo en este trabajo de Chomski que recuerda al cine de Alejo Moguillansky, sobre todo a sus últimas dos películas, El loro y el cisne (2013) y El escarabajo de oro (2014). No sólo porque el casting incluye actores que suelen ser parte de sus elencos, como Rafael Spregelburd, Walter Jakob o Edgardo Castro, o por el tono de farsa que por momentos asume el relato, sino también por su doble carácter satírico. Por un lado como chiste interno sobre las estéticas del cine independiente; por el otro como juego formal de cine dentro del cine. Como en El escarabajo de oro, acá también un cineasta recibe fondos europeos para filmar una película, pero en el camino decide filmar otra. En este caso, un director checo que debe filmar un documental sobre personas que no tienen nada, pero se encuentra con Waterfall, cuya figura de dandy decadente lo fascina, y decide filmar su vida, la historia de un hombre que lo tiene todo, pero decide no hacer nada.
Pero también hay lazos que van desde ¡Maldito seas, Waterfall! a Dormir al sol, la película anterior de Chomski, basada en la novela de Adolfo Bioy Casares. Como en aquella, cuya acción transcurría en la intrincada arquitectura de Parque Chas, uno de los barrios más extraños de Buenos Aires, acá todo ocurre en el barrio parque Los Andes, que tiene mucha menos prensa que aquel otro, pero que también es un barrio con algo de micromundo. Chomski aprovecha esa geografía para hacer del extraño universo de Waterfall una especie de Aleph oculto a cielo abierto. Por otra parte la figura de Bioy –otro hombre que tenía todo lo necesario pero cuyas únicas actividades consistían en escribir, acostarse con todas las mujeres que pudiera y cenar con Borges–, es citada como referencia de la figura del protagonista quien, sin embargo, ni siquiera tiene a la literatura como actividad y su amigo Harry dista mucho de parecerse a Borges (aunque es cierto que se aparece bastante seguido por la casa de Waterfall para fumarle el porro).
El gran chiste del film consiste en intercalar completa la película que el director checo filma sobre la vida de Waterfall, no sin antes descargar su acidez sobre el cine independiente. Por supuesto que la película dentro de la película es un remanido rejunte de clichés cargado de una falsa poesía similar a la de aquel corto que filma Barney Gómez, el amigo alcohólico de Homero Simpson, en un conocido capítulo de la serie creada por Matt Groening. Un gesto de autoconciencia que resulta divertido. El problema de ¡Maldito seas, Waterfall! es que a veces se pasa de canchera y algunos diálogos (y algunas actuaciones) desequilibran el tono de farsa, que por lo general es bastante logrado. Por otra parte la película se atreve a algunos gags con cierto riesgo (como uno bien al comienzo, en el que Luis Machín interpreta a un ex combatiente de Malvinas lisiado), donde lo políticamente incorrecto es jugado con gracia. En tanto que Martín Piroyansky como el despreocupado Waterfall vuelve a mostrar por qué su figura sigue creciendo en el ámbito de la comedia local.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 20 de octubre de 2016
CINE - "Ouija: El origen del mal" (Ouija: The Origin of Evil), de Mike Flanagan: Terror con buenos resultados
La tabla ouija (o güija, según el diccionario de la Real Academia), cuya versión de cabotaje es conocida con el nombre doméstico de juego de la copa, es más vieja que la escarapela. Leyenda o superstición que logró llegar al siglo XXI, el jueguito es conocido en todo el mundo y no debe haber persona que no lo haya jugado (o al menos intentado jugar) alguna vez durante la adolescencia. El mismo ha inspirado unas cuantas películas de los orígenes más diversos, del Reino Unido a Egipto y de las Filipinas a España, datos que dan cuenta de su popularidad global. Que es tanta como para que Hasbro, gigante de la industria juguetera, se la apropiara como marca, la convirtiera en juego de mesa y decidiera construir en torno a él una saga de películas de terror. El estreno de Ouija: el origen del mal es el segundo episodio de dicha serie, cuya primera parte se estrenó en 2014 sin demasiadas buenas repercusiones.
Ante el mal antecedente, este film dirigido por Mike Flanagan resulta una sorpresa inesperada. No porque se trate de la octava maravilla del cine de terror, sino porque al menos realiza con cierta gracia y estilo lo que ya ha sido hecho tantas veces de modo chapucero y vulgar. En dicho éxito mucho tiene que ver la decisión de dar un salto de casi 50 años, para ambientar la historia en 1967, época en la que, además de proliferar el amor libre y la psicodelia, representó una era de plata del ocultismo. La trama retoma un personaje de la primera entrega, Paulina Zander, pero ahora desde su adolescencia. Ella y su hermanita Doris viven con su madre, quien se las rebusca como medium, farsa que la mujer monta para ganarse la vida tras la muerte trágica de su marido. Un fraude en el que ambas hijas participan, ocultas, ayudando a su madre con los diferentes trucos con los cuales engañan a los incautos. Hasta que Paulina juega con unos amigos a la famosa ouija y le recomienda a su madre incorporarlo a la pantomima. Los resultados son desastrosos.
Ouija: el origen del mal tiene el tino de no exagerar en la representación gráfica de los espectros de rigor, sino que elige bien cuándo mostrar, con buen sentido de la oportunidad. Y se toma su tiempo para presentar la situación familiar, caldo de cultivo para el drama sobrenatural que de a poco acecha a las tres mujeres. Flanagan (quien no tuvo nada que ver con el film anterior) se concentra en la creación de climas, aprovecha para combinar humor y morbo con buenos resultados, y cuenta con la ayuda invalorable de tener una niña entre los protagonistas: el punto de vista de un chico siempre ayuda a generar empatía en el cine de terror y el director sabe sacarle el jugo. Por supuesto que la apuesta se afloja sobre el final, que suele ser el punto débil del género, aunque nunca pierde el sentido de la dignidad.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Ante el mal antecedente, este film dirigido por Mike Flanagan resulta una sorpresa inesperada. No porque se trate de la octava maravilla del cine de terror, sino porque al menos realiza con cierta gracia y estilo lo que ya ha sido hecho tantas veces de modo chapucero y vulgar. En dicho éxito mucho tiene que ver la decisión de dar un salto de casi 50 años, para ambientar la historia en 1967, época en la que, además de proliferar el amor libre y la psicodelia, representó una era de plata del ocultismo. La trama retoma un personaje de la primera entrega, Paulina Zander, pero ahora desde su adolescencia. Ella y su hermanita Doris viven con su madre, quien se las rebusca como medium, farsa que la mujer monta para ganarse la vida tras la muerte trágica de su marido. Un fraude en el que ambas hijas participan, ocultas, ayudando a su madre con los diferentes trucos con los cuales engañan a los incautos. Hasta que Paulina juega con unos amigos a la famosa ouija y le recomienda a su madre incorporarlo a la pantomima. Los resultados son desastrosos.
Ouija: el origen del mal tiene el tino de no exagerar en la representación gráfica de los espectros de rigor, sino que elige bien cuándo mostrar, con buen sentido de la oportunidad. Y se toma su tiempo para presentar la situación familiar, caldo de cultivo para el drama sobrenatural que de a poco acecha a las tres mujeres. Flanagan (quien no tuvo nada que ver con el film anterior) se concentra en la creación de climas, aprovecha para combinar humor y morbo con buenos resultados, y cuenta con la ayuda invalorable de tener una niña entre los protagonistas: el punto de vista de un chico siempre ayuda a generar empatía en el cine de terror y el director sabe sacarle el jugo. Por supuesto que la apuesta se afloja sobre el final, que suele ser el punto débil del género, aunque nunca pierde el sentido de la dignidad.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
lunes, 17 de octubre de 2016
CULTURA - ¿Existe un arte peronista?: En busca de una estética política
En vísperas de un nuevo aniversario de su fecha fundacional, el número 71, el movimiento peronista sigue siendo una bolsa de incógnitas siempre revuelta. Desde aquel lejano 17 de octubre de 1945, la cuestión de la identidad siempre ha sido objeto de discusiones que al día de hoy no han conseguido dar con una definición definitiva para el peronismo. En su espectáculo Montonerísima, unipersonal de humor sobre el peronismo, la actriz Vicky Grigera incluye un breve gag que resume con gracia el asunto. Hija de padre desaparecido, Grigera recuerda que cuando era chica su mamá le contaba historias antes de irse a dormir y respondía sus preguntas de nena inquieta. “Hay dos cosas, hija, que no te puedo explicar muy bien”, se atajaba con precaución aquella madre, sentada en la cama de su hija. “Una es la muerte; la otra es el peronismo. Pero cuando seas grande tal vez con formación, estudio y con mucha paciencia puedas llegar a entender… a la muerte".
Dentro de ese marco, en el que sobran argumentos pero las certezas no alcanzan, las voces de diferentes artistas aportaron lo suyo para sumarle complejidad a la incógnita, pero al mismo tiempo ir moldeando un imaginario muy rico pero tan difícil de definir como el propio movimiento. La idea es indagar, entonces, acerca de la existencia o no de una estética capaz de expresar las bases políticas del peronismo a través del arte. Para conseguirlo, obstáculo insalvable, es necesario resolver antes el primer problema que, apelando a un poco de humor, podría resumirse en una pregunta: ¿realmente existe el peronismo? O más seriamente: ¿Qué es el peronismo?
“En el presente, los hechos demuestran que ya no existe un sólo peronismo, o que el peronismo es muchas cosas, incluso opuestas”, afirma el escritor Juan Diego Incardona. A pesar de eso arriesga una definición histórica, según la cual el peronismo es “el movimiento fundado por Juan Perón y reivindicado por la clase trabajadora argentina, cuyas banderas primordiales consisten en la construcción de una nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana”. El artista plástico Daniel Santoro, reconocido por haber centrado una parte importante de su obra sobre diferentes elementos del imaginario justicialista, coincide con Incardona y califica a la ambición de definir al peronismo como “una tarea casi titánica”. Así y todo también acepta el desafío y comienza por considerar que se trata de “una invención política que insospechadamente ha tenido una vida muy prolongada, como pocas irrupciones políticas de su tipo”. Santoro menciona al PRI en México o el PSOE en España y recuerda que “todas tuvieron un auge y una decadencia en la que su dimensión transformadora quedó agotada y subsumida en el estándar de las demás expresiones políticas. Es decir, se domesticaron más o menos fácilmente”. La diferencia sería que si bien “el peronismo también sufrió domesticaciones y traiciones, aún sobrevive como novedad política”. Es esa vitalidad la que “sigue permitiendo definir al peronismo como una novedad”, completa.
Como era de esperarse, las dificultades se trasladan al intento de pensar en la existencia de una estética surgida del seno mismo del peronismo para traducir en arte sus contenidos políticos. El cineasta José Campusano, conocido por películas como Vikingo, Vil romance o Fango, en las que recrea de manera vívida diferentes problemáticas sociales del conurbano profundo, es terminante. “Yo creo que no, sinceramente. Aunque puede ser que exista y se trate de una incapacidad mía y no he sabido detectarlo”, se excusa. En la misma línea se expresa Incardona, autor de una serie de libros como Villa Celina, Las estrellas federales y, sobre todo, El campito, en los que al igual que Santoro trabaja con elementos clásicos de la iconografía peronista. “No creo que exista un arte peronista—afirma— pero sí una tradición cultural vinculada estrechamente a él, no tanto por la temática sino por el sentido de pertenencia de muchos artistas”. Para apoyar su afirmación recuerda una frase del cineasta Leonardo Favio, quien alguna vez dijo que “no hacía cine peronista, sino que él era un peronista que hacía cine”. No será la última vez que el nombre de Favio se aparezca por acá.
Por su parte, Santoro descarta de plano la idea del arte peronista, pero considera que existe un imaginario muy rico surgido por efecto de la acumulación a lo largo de la historia del movimiento. “Aunque no sé si ese imaginario alcanza a constituir una estética”, objeta sin embargo el pintor. Enseguida señala que “hay elementos de distintas estéticas que vienen de la izquierda, del fascismo y del New Deal, que confluyen en algo que conforma un imaginario peronista”. Un conjunto de apropiaciones que no se habrían concretado sin la mediación de los artistas. Santoro pone como ejemplo de eso la obra del artista plástico Ricardo Carpani, quien “se apropia de la estética de la izquierda y la sujeta a las razones del peronismo”. Justamente ese carácter apropiador le permiten a Santoro definir al imaginario peronista como “bastardo, sin un origen propio, unificado”, que le impide generar “esa cosmogonía blindada que sí tuvieron la izquierda, el fascismo y la propaganda capitalista de pos guerra, donde no puede haber irrupciones de otro orden porque serían amonestadas”. En cambio, igual que ocurre con las múltiples líneas que lo atraviesan en el plano político, “el imaginario del peronismo tolera cualquier torsión”.
En su intento por ir acercándose a definiciones más concretas, Santoro encuentra una palabra para definir al peronismo tanto en lo político como en lo estético y esa palabra es barroco. “Pero no el estilo del barroco europeo, sino el barroco latinoamericano, que también es un cúmulo de apropiaciones trazado también por una mirada muy ingenua, palabra cuyo anagrama es genuino. Esa dualidad de lo ingenuo y lo genuino es muy interesante, porque se trata de una mirada ingenua pero no torpe. Ni tampoco erudita: el peronismo jamás iría detrás de eso, sino de una estética siempre más ligada a las distintas líneas del gusto popular”, concluye. En contra de la idea de concluir que cualquier expresión popular es de por sí emergente de una estética peronista, Campusano insiste en la dificultad de aprehender lo “peronista”. “Si las diferentes facciones sindicales que se autotitulan peronistas, por ejemplo, no están para nada alineadas, menos podrían estarlo en un terreno tan cambiante como podría ser una propuesta artística o cinematográfica dentro de la amplia diversidad que proponen los conjuntos del arte o del cine argentino”. Tampoco es fácil llegar a una conclusión por oposición, es decir, tratar de definir una estética peronista a partir de una opuesta, de raíz antiperonista, como la que en la literatura representaron obras como "La fiesta del monstruo", que Jorge Luis Borges y Adolfo Boiy Casares firmaron con el seudónimo de Bustos Domecq, o Los traidores, una pieza también creada a cuatro manos por Silvina Ocampo y J. Rodolfo Wilcock. “Más que arte antiperonista, hay antiperonistas que hicieron arte”, insiste Incardona recordando la frase de Favio. Sin embargo reconoce “que para muchos artistas el antiperonismo se convirtió en tema y, visto hoy y puestas las obras en serie, uno puede percibirlo como una tradición antiperonista que, por ejemplo, repitió la anécdota de ‘El matadero’ de Esteban Echeverría, actualizándola en la coyuntura del peronismo, a través, como dijo Ricardo Piglia, de la parodia o la paranoia”.
Llegados a este punto, Santoro vuelve a traer a colación una cuestión central para pensar el asunto: los artistas. “No hay una estética que esté por fuera de la acción de los artistas. Un imaginario no es algo que está ahí vacante y entonces el artista va y se toma de eso. Es el artista quien genera un imaginario”. Para él, el caso más emblemático sería el de Favio. “Leonardo es un emblema del gran artista peronista”, asegura Santoro, “porque no le hace asco a nada, su obra es puro barroco latinoamericano”. “Basta ver el documental Sinfonía del sentimiento, que es una orgía de aportaciones estéticas, una especie de caravana interminable de todos los clichés y toda la cosa más intolerable para las clases medias, sin embargo todo junto constituye algo convincente. Ese punto de ingenuidad sobre el que trabaja Leonardo es lo que lo hace a la vez tan genuino”. Sin dejar de reconocer su enorme valor cinematográfico, Campusano minimiza el valor político de la obra de Favio. “Fijate que a Raymundo Gleyzer y a Jorge Cedrón les costó la vida filmar lo que filmaron. En cambio Favio en todo el período de los ’70 nunca asumió el compromiso de hacer una película como o Los traidores (1973) u Operación Masacre (1973)”, recuerda el cineasta. Para Campusano Favio “nunca tuvo la convicción de ir a aquello que sí conocía y sabía de primera mano”. “Él filmó Juan Moreira (1973) que había sucedido hace 100 años, o la metáfora poética de Nazareno Cruz y el lobo (1975), pero eran los ’70, no fue una década menor. Hubo otros directores a los que su decisión de en qué lugar pararse para filmar les costó muy caro. Y a Favio no le costó tan caro, porque entre otras cosas filmó Soñar, soñar (1976), que está buena, sí, pero está muy lejos de eso otro que él también conocía bastante. Y esa decisión artística también es una decisión política”.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Dentro de ese marco, en el que sobran argumentos pero las certezas no alcanzan, las voces de diferentes artistas aportaron lo suyo para sumarle complejidad a la incógnita, pero al mismo tiempo ir moldeando un imaginario muy rico pero tan difícil de definir como el propio movimiento. La idea es indagar, entonces, acerca de la existencia o no de una estética capaz de expresar las bases políticas del peronismo a través del arte. Para conseguirlo, obstáculo insalvable, es necesario resolver antes el primer problema que, apelando a un poco de humor, podría resumirse en una pregunta: ¿realmente existe el peronismo? O más seriamente: ¿Qué es el peronismo?
“En el presente, los hechos demuestran que ya no existe un sólo peronismo, o que el peronismo es muchas cosas, incluso opuestas”, afirma el escritor Juan Diego Incardona. A pesar de eso arriesga una definición histórica, según la cual el peronismo es “el movimiento fundado por Juan Perón y reivindicado por la clase trabajadora argentina, cuyas banderas primordiales consisten en la construcción de una nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana”. El artista plástico Daniel Santoro, reconocido por haber centrado una parte importante de su obra sobre diferentes elementos del imaginario justicialista, coincide con Incardona y califica a la ambición de definir al peronismo como “una tarea casi titánica”. Así y todo también acepta el desafío y comienza por considerar que se trata de “una invención política que insospechadamente ha tenido una vida muy prolongada, como pocas irrupciones políticas de su tipo”. Santoro menciona al PRI en México o el PSOE en España y recuerda que “todas tuvieron un auge y una decadencia en la que su dimensión transformadora quedó agotada y subsumida en el estándar de las demás expresiones políticas. Es decir, se domesticaron más o menos fácilmente”. La diferencia sería que si bien “el peronismo también sufrió domesticaciones y traiciones, aún sobrevive como novedad política”. Es esa vitalidad la que “sigue permitiendo definir al peronismo como una novedad”, completa.
Como era de esperarse, las dificultades se trasladan al intento de pensar en la existencia de una estética surgida del seno mismo del peronismo para traducir en arte sus contenidos políticos. El cineasta José Campusano, conocido por películas como Vikingo, Vil romance o Fango, en las que recrea de manera vívida diferentes problemáticas sociales del conurbano profundo, es terminante. “Yo creo que no, sinceramente. Aunque puede ser que exista y se trate de una incapacidad mía y no he sabido detectarlo”, se excusa. En la misma línea se expresa Incardona, autor de una serie de libros como Villa Celina, Las estrellas federales y, sobre todo, El campito, en los que al igual que Santoro trabaja con elementos clásicos de la iconografía peronista. “No creo que exista un arte peronista—afirma— pero sí una tradición cultural vinculada estrechamente a él, no tanto por la temática sino por el sentido de pertenencia de muchos artistas”. Para apoyar su afirmación recuerda una frase del cineasta Leonardo Favio, quien alguna vez dijo que “no hacía cine peronista, sino que él era un peronista que hacía cine”. No será la última vez que el nombre de Favio se aparezca por acá.
Por su parte, Santoro descarta de plano la idea del arte peronista, pero considera que existe un imaginario muy rico surgido por efecto de la acumulación a lo largo de la historia del movimiento. “Aunque no sé si ese imaginario alcanza a constituir una estética”, objeta sin embargo el pintor. Enseguida señala que “hay elementos de distintas estéticas que vienen de la izquierda, del fascismo y del New Deal, que confluyen en algo que conforma un imaginario peronista”. Un conjunto de apropiaciones que no se habrían concretado sin la mediación de los artistas. Santoro pone como ejemplo de eso la obra del artista plástico Ricardo Carpani, quien “se apropia de la estética de la izquierda y la sujeta a las razones del peronismo”. Justamente ese carácter apropiador le permiten a Santoro definir al imaginario peronista como “bastardo, sin un origen propio, unificado”, que le impide generar “esa cosmogonía blindada que sí tuvieron la izquierda, el fascismo y la propaganda capitalista de pos guerra, donde no puede haber irrupciones de otro orden porque serían amonestadas”. En cambio, igual que ocurre con las múltiples líneas que lo atraviesan en el plano político, “el imaginario del peronismo tolera cualquier torsión”.
En su intento por ir acercándose a definiciones más concretas, Santoro encuentra una palabra para definir al peronismo tanto en lo político como en lo estético y esa palabra es barroco. “Pero no el estilo del barroco europeo, sino el barroco latinoamericano, que también es un cúmulo de apropiaciones trazado también por una mirada muy ingenua, palabra cuyo anagrama es genuino. Esa dualidad de lo ingenuo y lo genuino es muy interesante, porque se trata de una mirada ingenua pero no torpe. Ni tampoco erudita: el peronismo jamás iría detrás de eso, sino de una estética siempre más ligada a las distintas líneas del gusto popular”, concluye. En contra de la idea de concluir que cualquier expresión popular es de por sí emergente de una estética peronista, Campusano insiste en la dificultad de aprehender lo “peronista”. “Si las diferentes facciones sindicales que se autotitulan peronistas, por ejemplo, no están para nada alineadas, menos podrían estarlo en un terreno tan cambiante como podría ser una propuesta artística o cinematográfica dentro de la amplia diversidad que proponen los conjuntos del arte o del cine argentino”. Tampoco es fácil llegar a una conclusión por oposición, es decir, tratar de definir una estética peronista a partir de una opuesta, de raíz antiperonista, como la que en la literatura representaron obras como "La fiesta del monstruo", que Jorge Luis Borges y Adolfo Boiy Casares firmaron con el seudónimo de Bustos Domecq, o Los traidores, una pieza también creada a cuatro manos por Silvina Ocampo y J. Rodolfo Wilcock. “Más que arte antiperonista, hay antiperonistas que hicieron arte”, insiste Incardona recordando la frase de Favio. Sin embargo reconoce “que para muchos artistas el antiperonismo se convirtió en tema y, visto hoy y puestas las obras en serie, uno puede percibirlo como una tradición antiperonista que, por ejemplo, repitió la anécdota de ‘El matadero’ de Esteban Echeverría, actualizándola en la coyuntura del peronismo, a través, como dijo Ricardo Piglia, de la parodia o la paranoia”.
Llegados a este punto, Santoro vuelve a traer a colación una cuestión central para pensar el asunto: los artistas. “No hay una estética que esté por fuera de la acción de los artistas. Un imaginario no es algo que está ahí vacante y entonces el artista va y se toma de eso. Es el artista quien genera un imaginario”. Para él, el caso más emblemático sería el de Favio. “Leonardo es un emblema del gran artista peronista”, asegura Santoro, “porque no le hace asco a nada, su obra es puro barroco latinoamericano”. “Basta ver el documental Sinfonía del sentimiento, que es una orgía de aportaciones estéticas, una especie de caravana interminable de todos los clichés y toda la cosa más intolerable para las clases medias, sin embargo todo junto constituye algo convincente. Ese punto de ingenuidad sobre el que trabaja Leonardo es lo que lo hace a la vez tan genuino”. Sin dejar de reconocer su enorme valor cinematográfico, Campusano minimiza el valor político de la obra de Favio. “Fijate que a Raymundo Gleyzer y a Jorge Cedrón les costó la vida filmar lo que filmaron. En cambio Favio en todo el período de los ’70 nunca asumió el compromiso de hacer una película como o Los traidores (1973) u Operación Masacre (1973)”, recuerda el cineasta. Para Campusano Favio “nunca tuvo la convicción de ir a aquello que sí conocía y sabía de primera mano”. “Él filmó Juan Moreira (1973) que había sucedido hace 100 años, o la metáfora poética de Nazareno Cruz y el lobo (1975), pero eran los ’70, no fue una década menor. Hubo otros directores a los que su decisión de en qué lugar pararse para filmar les costó muy caro. Y a Favio no le costó tan caro, porque entre otras cosas filmó Soñar, soñar (1976), que está buena, sí, pero está muy lejos de eso otro que él también conocía bastante. Y esa decisión artística también es una decisión política”.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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ARTE - Peronismo y el barroco argentino: Entrevista con Daniel Santoro
Daniel Santoro no es solamente un artista plástico que dedicó buena parte de su obra a reescribir desde la pintura buena parte de la potente simbología ideológica que conforma el imaginario del movimiento peronista. Es también un intelectual lúcido, capaz de leer como pocos el entrelíneas que se teje entre la realidad y los distintos procesos históricos a través de las expresiones del arte.
Conocedor no sólo de la materia artística, Santoro es uno de los intelectuales que más y mejor ha pensado al peronismo, atravesando las fronteras de su mero avatar político, extendiéndose hacia los amplios círculos de su influencia cultural. Se trata, por eso mismo, de una voz ineludible a la hora de pensar acerca de la existencia de una estética capaz de expresar el marco teórico del peronismo a través del arte, sus alcances, límites y condiciones. Tarea casi imposible de comenzar sin antes tratar de definir esa materia cada vez más inasible en que el peronismo se ha convertido tras sus primeros 71 años de existencia.
“Definir al peronismo es una tarea casi titánica”, previene el artista. “Fue una irrupción política, una invención política que insospechadamente tiene una vida muy prolongada, como muy pocas irrupciones políticas. Esa vitalidad es algo curioso que sigue permitiendo definir al peronismo como una novedad. La presencia del Papa Francisco de algún modo le aporta una nueva vida al peronismo. Cuando el papa habla de poner el capital al servicio del hombre de está citando el corazón de la propuesta peronista. Uno se identifica con el peronismo cuando combate al capital, como dice la marcha, a esa idea inhumana del capital cuyo emblema actual es el neoliberalismo. A ese capital combate el peronismo, pero sin ser marxismo-leninismo. ¿Entonces qué es? Es ese campo en el medio, muy impreciso, que tratan de definir como populismo benéfico. Todo eso le da al peronismo una nueva vitalidad insospechada, porque uno pensaría que debería estar agotándose”, concluye Santoro.
-¿Esa vitalidad puede utilizarse como punto de partida para tratar de reconocer los patrones de un posible corpus estético peronista?
-Hay motivos para pensar que sí, porque hay ciertos elementos estéticos que podrían definir una pertenencia al peronismo. No sé si se trata de un corpus imaginario, no lo creo porque es muy disperso. La izquierda tiene un imaginario constituido, entonces uno sabe que hay un arte de izquierda, pero se trata de un imaginario que está nutrido por los artistas. Esa es la otra cuestión: no hay una estética que esté por fuera de la acción de los artistas.
-A pesar de eso hay una serie de artistas identificados con el peronismo y sin embargo definir lo que hacen como arte peronista es aventurado.
-Hay elementos de distintas estéticas que confluyen en algo que conforma un imaginario peronista. Estéticas que vienen de la izquierda, del fascismo, del nazismo, de distintas aportaciones. Las apropiaciones de esas estéticas las hacen los artistas. Si vamos a Ricardo Carpani, él se apropia de la estética de la izquierda y la sujeta a las razones del peronismo. Esos obreros de Carpani son traslaciones del mundo de la izquierda.
-Mucho del muralismo mexicano.
-Exacto. Son apropiaciones y elementos muy aislados. Yo mismo tomo cosas del fascismo, de los bolcheviques y los soviets, como cuando trabajo con la figura del descamisado, que a veces son citas y a veces apropiaciones. Esos préstamos nutren una estética peronista, que no es como la de la izquierda, que sí genera su propia iconografía, como el puño alzado, que es una invención soviética y a su vez es tomado por distintas corrientes de la izquierda. El peronismo es formalmente más blando. No termina de generar ese mundo que sí generaron ideologías la izquierda o el fascismo, que son estéticas políticas con propuestas muy concretas, incluso desde el punto de vista formal, como el cubismo, el suprematismo… O el realismo socialista, del cual es muy próximo Carpani. El peronismo realiza una mezcla de todo eso con los ideales del New Deal estadounidense, esa cosa del confort norteamericano de la pos guerra, las afueras de Los Ángeles con la imagen del chalecito californiano, que forman parte de la estética blanda de la propaganda del confort estadounidense. El peronismo también incorpora en su imaginario esa cosa del goce capitalista y la publicidad amable, porque el peronismo tolera cualquier torsión.
-Que es propia del peronismo, que no sólo soporta cualquier torsión estética sino cualquier torsión política.
-Y por eso la incapacidad de definirlo políticamente que se traslada a su estética. Porque también hay una incapacidad estética de definir al peronismo. Pero todos cuando vemos algo con ese sabor de los ’50 lo reconocemos como establecido en el peronismo. El kirchnerismo en cambio no maduró una nueva estética, ni sé si lo hará, por eso sigue siendo tributario de aquella idea de felicidad del pueblo de los ’50.
-¿De qué forma creés que los 18 años de proscripción aportaron a esa acumulación estética?
-Ahí es cuando se gestaron políticamente las organizaciones armadas y cuando se nutrió estéticamente de la izquierda. Todo ese sector del peronismo se convirtió en vicario de la izquierda. Un vicariato que prosperó en el mundo universitario y lo expresa bien Carpani, con esa Eva Perón combativa de los ’70. Ahí es donde el peronismo se recuesta en la izquierda y no en el primer gobierno, cuando era más del gusto estalinista y ligado al New Deal norteamericano. Los ’50 fueron la época del obrero feliz y toda su propaganda rondaba en torno de la felicidad y el sueño de la casita suburbana. El imaginario de izquierda se incorpora después, con la lucha armada, y el kirchnerismo vuelve a tomar algo de eso: la Eva combativa con el micrófono, ceñida con el rodete, la Eva de los ’70. Por eso para definir una posible estética peronista lo más oportuno es recurrir al barroco latinoamericano, una estética sucia en la que las filiaciones son difíciles de trazar, porque son acumulaciones en donde la imagen del obrero feliz de los ’50 convive con el obrero de Carpani, que es pura lucha de clases. Esa convivencia sería imposible en el marco del realismo socialista, pero en el peronismo se lo ve con tranquilidad porque la lucha de clases no es una pertenencia peronista: para el peronismo el obrero no se proletariza sino que se vuelve clase media. Y ahí tenemos los quilombos que tenemos ahora, porque esa estética preanuncia la encrucijada a la que se enfrenta el peronismo, que es la de generar clase media y no obreros combativos.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura del portan informativo www.tiempoar.com.ar
Conocedor no sólo de la materia artística, Santoro es uno de los intelectuales que más y mejor ha pensado al peronismo, atravesando las fronteras de su mero avatar político, extendiéndose hacia los amplios círculos de su influencia cultural. Se trata, por eso mismo, de una voz ineludible a la hora de pensar acerca de la existencia de una estética capaz de expresar el marco teórico del peronismo a través del arte, sus alcances, límites y condiciones. Tarea casi imposible de comenzar sin antes tratar de definir esa materia cada vez más inasible en que el peronismo se ha convertido tras sus primeros 71 años de existencia.
“Definir al peronismo es una tarea casi titánica”, previene el artista. “Fue una irrupción política, una invención política que insospechadamente tiene una vida muy prolongada, como muy pocas irrupciones políticas. Esa vitalidad es algo curioso que sigue permitiendo definir al peronismo como una novedad. La presencia del Papa Francisco de algún modo le aporta una nueva vida al peronismo. Cuando el papa habla de poner el capital al servicio del hombre de está citando el corazón de la propuesta peronista. Uno se identifica con el peronismo cuando combate al capital, como dice la marcha, a esa idea inhumana del capital cuyo emblema actual es el neoliberalismo. A ese capital combate el peronismo, pero sin ser marxismo-leninismo. ¿Entonces qué es? Es ese campo en el medio, muy impreciso, que tratan de definir como populismo benéfico. Todo eso le da al peronismo una nueva vitalidad insospechada, porque uno pensaría que debería estar agotándose”, concluye Santoro.
-¿Esa vitalidad puede utilizarse como punto de partida para tratar de reconocer los patrones de un posible corpus estético peronista?
-Hay motivos para pensar que sí, porque hay ciertos elementos estéticos que podrían definir una pertenencia al peronismo. No sé si se trata de un corpus imaginario, no lo creo porque es muy disperso. La izquierda tiene un imaginario constituido, entonces uno sabe que hay un arte de izquierda, pero se trata de un imaginario que está nutrido por los artistas. Esa es la otra cuestión: no hay una estética que esté por fuera de la acción de los artistas.
-A pesar de eso hay una serie de artistas identificados con el peronismo y sin embargo definir lo que hacen como arte peronista es aventurado.
-Hay elementos de distintas estéticas que confluyen en algo que conforma un imaginario peronista. Estéticas que vienen de la izquierda, del fascismo, del nazismo, de distintas aportaciones. Las apropiaciones de esas estéticas las hacen los artistas. Si vamos a Ricardo Carpani, él se apropia de la estética de la izquierda y la sujeta a las razones del peronismo. Esos obreros de Carpani son traslaciones del mundo de la izquierda.
-Mucho del muralismo mexicano.
-Exacto. Son apropiaciones y elementos muy aislados. Yo mismo tomo cosas del fascismo, de los bolcheviques y los soviets, como cuando trabajo con la figura del descamisado, que a veces son citas y a veces apropiaciones. Esos préstamos nutren una estética peronista, que no es como la de la izquierda, que sí genera su propia iconografía, como el puño alzado, que es una invención soviética y a su vez es tomado por distintas corrientes de la izquierda. El peronismo es formalmente más blando. No termina de generar ese mundo que sí generaron ideologías la izquierda o el fascismo, que son estéticas políticas con propuestas muy concretas, incluso desde el punto de vista formal, como el cubismo, el suprematismo… O el realismo socialista, del cual es muy próximo Carpani. El peronismo realiza una mezcla de todo eso con los ideales del New Deal estadounidense, esa cosa del confort norteamericano de la pos guerra, las afueras de Los Ángeles con la imagen del chalecito californiano, que forman parte de la estética blanda de la propaganda del confort estadounidense. El peronismo también incorpora en su imaginario esa cosa del goce capitalista y la publicidad amable, porque el peronismo tolera cualquier torsión.
-Que es propia del peronismo, que no sólo soporta cualquier torsión estética sino cualquier torsión política.
-Y por eso la incapacidad de definirlo políticamente que se traslada a su estética. Porque también hay una incapacidad estética de definir al peronismo. Pero todos cuando vemos algo con ese sabor de los ’50 lo reconocemos como establecido en el peronismo. El kirchnerismo en cambio no maduró una nueva estética, ni sé si lo hará, por eso sigue siendo tributario de aquella idea de felicidad del pueblo de los ’50.
-¿De qué forma creés que los 18 años de proscripción aportaron a esa acumulación estética?
-Ahí es cuando se gestaron políticamente las organizaciones armadas y cuando se nutrió estéticamente de la izquierda. Todo ese sector del peronismo se convirtió en vicario de la izquierda. Un vicariato que prosperó en el mundo universitario y lo expresa bien Carpani, con esa Eva Perón combativa de los ’70. Ahí es donde el peronismo se recuesta en la izquierda y no en el primer gobierno, cuando era más del gusto estalinista y ligado al New Deal norteamericano. Los ’50 fueron la época del obrero feliz y toda su propaganda rondaba en torno de la felicidad y el sueño de la casita suburbana. El imaginario de izquierda se incorpora después, con la lucha armada, y el kirchnerismo vuelve a tomar algo de eso: la Eva combativa con el micrófono, ceñida con el rodete, la Eva de los ’70. Por eso para definir una posible estética peronista lo más oportuno es recurrir al barroco latinoamericano, una estética sucia en la que las filiaciones son difíciles de trazar, porque son acumulaciones en donde la imagen del obrero feliz de los ’50 convive con el obrero de Carpani, que es pura lucha de clases. Esa convivencia sería imposible en el marco del realismo socialista, pero en el peronismo se lo ve con tranquilidad porque la lucha de clases no es una pertenencia peronista: para el peronismo el obrero no se proletariza sino que se vuelve clase media. Y ahí tenemos los quilombos que tenemos ahora, porque esa estética preanuncia la encrucijada a la que se enfrenta el peronismo, que es la de generar clase media y no obreros combativos.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura del portan informativo www.tiempoar.com.ar
CINE - Cine, política y peronismo: Entrevista con José Celestino Campusano
La productora a través de la que el cineasta José Celestino Campusano realiza sus películas se llama Cine Bruto. No se trata de un simple nombre sino de una declaración de principios. Una definición del tipo de cine con que este director se ha encargado de construir una obra visceral y potente, rodada sobre las márgenes de la industria a partir de una vocación artesanal y comunitaria, preocupada por mostrar las realidades que construyen la vida en el conurbano profundo de la ciudad de Buenos Aires, invisibles para el desprevenido colectivo de las clases medias y altas. Como los botines afilados del recio fullback de un equipo del ascenso, el cine de Campusano tiene la vocación de ir al hueso, de dejar marca en el espectador, que podrá decir lo que quiera de sus películas, pero nunca quedar indiferente.
En diálogo con Tiempo Argentino desde Bariloche, en donde se encuentra rodando su próxima película, ambientada en una comunidad mapuche, Campusano dijo lo suyo. Conocedor del barro popular, él representa una voz valiosa para pensar cultural y estéticamente al peronismo, aunque no sin tomar una prudente distancia. Porque Campusano no es peronista y se encarga de aclararlo de entrada. “Directores como Hugo del Carril, que fue contemporáneo del primer peronismo, o Leonardo Favio después, tuvieron una relación directa con el surgimiento del peronismo. Y yo siento que el trabajo que nosotros hacemos no se emparenta con el de ellos, porque es más ácrata que otra cosa”, define el cineasta. “Mi compromiso es con la comunidad. Con mi trabajo en el cine intento aportar a la integración del verdadero tejido social, con todos los riesgos y satisfacciones que implica, pero a partir de él la crítica institucional de mis películas es para todos”, aclara.
-¿Creés que es necesario que un movimiento político cuente con una corriente estética capaz de expresar sus ideas desde el arte?
-Esta actividad insume recursos que no son justamente baratos y eso puede terminar siendo un corsé en primer lugar a nivel estético, pero también a nivel ideológico. ¿Hasta dónde lo podés sostener? En nuestro caso, en el que la comunidad está comprometida en todas las instancias que recorre una película, ese desgaste económico casi no aparece.
-¿La cuestión económica puede ser un impedimento para tocar determinados temas de orden político?
-Creo que ya no. Con el abaratamiento de los medios de producción y con tecnología de calidad accesible, hoy podés conseguir fondos de entidades intermedias o apelar a mecenazgo para hacer y decir lo que quieras. Hay una herramienta que tenemos muy a mano que es la gestión, el ingenio en la gestión. Hoy la parte económica dejó de ser una excusa.
-¿Entonces cuál es el desafío político del artista contemporáneo?
-Todas las formas de representación artística de los procesos de la historia se desarrollan en las grandes capitales del mundo. Los grandes museos, las galerías, las universidades, los lobbies artísticos, los premios y demás factores de legitimación se aglutinan en las capitales. Y las periferias han debido esperar a que alguna persona más sensible que otras se ocupe de realizar una aproximación, que puede ser mayor o menor, pero no deja de ser una aproximación. Porque hay todo un asunto de dónde se instala la mirada que no es menor. Nosotros creemos que hay un arte poco explorado que puede provenir de las periferias mismas y puede generar un valor agregado en lo humano, mucho más imperecedero que aquel otro que sólo refleja la mirada del visitante. No soy el más capacitado porque no viví los ’50, pero quizá en ese momento hubo un grado mayor de representatividad en lo social.
-¿Y cómo pueden haber impactado las políticas peronistas en el surgimiento de una estética?
-No sé si eso depende de que hayamos tenido o no un gobierno peronista, pero fijate que en el INCAA, por lo menos hasta el año pasado, el 80% de las películas eran de autores y el 20% restante productos de mercado. En el resto de los países suele ser al revés, incluso en Brasil. Más de la mitad del cine argentino es social y eso es imbatible. Es un fenómeno no menor, muy propio de la Argentina. Por algo el INCAA tiene el perfil que tiene: podría ser mejor o peor, pero no es igual a los institutos de cine de otros países.
-Ingenuamente (o no) alguien podría caer en el reduccionismo de creer que en Argentina todo cine que se arrogue la representación de lo popular necesariamente debe tener algún vínculo con cierto peronismo.
-Pero no es así para nada y absolutamente no en mi caso. Nuestro interés tiene más que ver con la mirada del asistente social que con la de la política. Tal vez en algún momento hubo un tipo de cine que contrarrestó a otro, que era el de los conflictos de la clase media pero tocado con guantes de seda, en los ’40 o ’50, en el que se estigmatizaba al otro con determinados retratos sociales. Pienso en Detrás de un largo muro (1956), de Lucas Demare, o La casa del ángel (1958) y Fin de fiesta (1960) de Leopoldo Torre Nilsson, en donde este tipo de miradas está presente y representan un cine incapaz de ir más allá de lo que se está contando. Es importante ver en qué lugar se para el arte para contar determinadas cosas.
-¿Pero creés que todos estos cines –de las películas de Del Carril a las alegorías de Favio, pasando por la combatividad de Cine Liberación o Cine de la Base, hasta llegar a vos—, hubieran sido posibles sin la mediación histórica del peronismo?
-No me siento preparado para hablar del primer peronismo pero en 1974, cuando se vivió toda una primavera cinematográfica, se dio una serie de películas sumamente interesante, que no hubiera sido posible sin la decisión política de permitir que ese cine se instale. Acordate de La tregua (Sergio Renán), La Patagonia rebelde (Héctor Olivera), Quebracho (Ricardo Wullicher) o La Raulito (1975, Lautaro Murúa). Ahí hubo una decisión política similar a la que permitió que hoy en la Argentina un director pueda tener una carrera independientemente del éxito comercial de sus películas, gracias a la forma en que el INCAA se preocupa más por el artista que por el tipo de producto. Y eso es muy positivo y muy argentino, porque en otros países, te repito, no es así para nada.
-¿Es posible que ese tipo de decisión política tenga que ver con la aparición del peronismo, teniendo en cuenta que se da sólo en la Argentina y no en otros países en los que no ha tenido lugar ningún tipo de movimiento popular de la magnitud del peronismo?
-No soy el más capacitado para responder eso, pero es una posibilidad. Sin dudas es una posibilidad.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de la web www.tiempoar.com.ar
En diálogo con Tiempo Argentino desde Bariloche, en donde se encuentra rodando su próxima película, ambientada en una comunidad mapuche, Campusano dijo lo suyo. Conocedor del barro popular, él representa una voz valiosa para pensar cultural y estéticamente al peronismo, aunque no sin tomar una prudente distancia. Porque Campusano no es peronista y se encarga de aclararlo de entrada. “Directores como Hugo del Carril, que fue contemporáneo del primer peronismo, o Leonardo Favio después, tuvieron una relación directa con el surgimiento del peronismo. Y yo siento que el trabajo que nosotros hacemos no se emparenta con el de ellos, porque es más ácrata que otra cosa”, define el cineasta. “Mi compromiso es con la comunidad. Con mi trabajo en el cine intento aportar a la integración del verdadero tejido social, con todos los riesgos y satisfacciones que implica, pero a partir de él la crítica institucional de mis películas es para todos”, aclara.
-¿Creés que es necesario que un movimiento político cuente con una corriente estética capaz de expresar sus ideas desde el arte?
-Esta actividad insume recursos que no son justamente baratos y eso puede terminar siendo un corsé en primer lugar a nivel estético, pero también a nivel ideológico. ¿Hasta dónde lo podés sostener? En nuestro caso, en el que la comunidad está comprometida en todas las instancias que recorre una película, ese desgaste económico casi no aparece.
-¿La cuestión económica puede ser un impedimento para tocar determinados temas de orden político?
-Creo que ya no. Con el abaratamiento de los medios de producción y con tecnología de calidad accesible, hoy podés conseguir fondos de entidades intermedias o apelar a mecenazgo para hacer y decir lo que quieras. Hay una herramienta que tenemos muy a mano que es la gestión, el ingenio en la gestión. Hoy la parte económica dejó de ser una excusa.
-¿Entonces cuál es el desafío político del artista contemporáneo?
-Todas las formas de representación artística de los procesos de la historia se desarrollan en las grandes capitales del mundo. Los grandes museos, las galerías, las universidades, los lobbies artísticos, los premios y demás factores de legitimación se aglutinan en las capitales. Y las periferias han debido esperar a que alguna persona más sensible que otras se ocupe de realizar una aproximación, que puede ser mayor o menor, pero no deja de ser una aproximación. Porque hay todo un asunto de dónde se instala la mirada que no es menor. Nosotros creemos que hay un arte poco explorado que puede provenir de las periferias mismas y puede generar un valor agregado en lo humano, mucho más imperecedero que aquel otro que sólo refleja la mirada del visitante. No soy el más capacitado porque no viví los ’50, pero quizá en ese momento hubo un grado mayor de representatividad en lo social.
-¿Y cómo pueden haber impactado las políticas peronistas en el surgimiento de una estética?
-No sé si eso depende de que hayamos tenido o no un gobierno peronista, pero fijate que en el INCAA, por lo menos hasta el año pasado, el 80% de las películas eran de autores y el 20% restante productos de mercado. En el resto de los países suele ser al revés, incluso en Brasil. Más de la mitad del cine argentino es social y eso es imbatible. Es un fenómeno no menor, muy propio de la Argentina. Por algo el INCAA tiene el perfil que tiene: podría ser mejor o peor, pero no es igual a los institutos de cine de otros países.
-Ingenuamente (o no) alguien podría caer en el reduccionismo de creer que en Argentina todo cine que se arrogue la representación de lo popular necesariamente debe tener algún vínculo con cierto peronismo.
-Pero no es así para nada y absolutamente no en mi caso. Nuestro interés tiene más que ver con la mirada del asistente social que con la de la política. Tal vez en algún momento hubo un tipo de cine que contrarrestó a otro, que era el de los conflictos de la clase media pero tocado con guantes de seda, en los ’40 o ’50, en el que se estigmatizaba al otro con determinados retratos sociales. Pienso en Detrás de un largo muro (1956), de Lucas Demare, o La casa del ángel (1958) y Fin de fiesta (1960) de Leopoldo Torre Nilsson, en donde este tipo de miradas está presente y representan un cine incapaz de ir más allá de lo que se está contando. Es importante ver en qué lugar se para el arte para contar determinadas cosas.
-¿Pero creés que todos estos cines –de las películas de Del Carril a las alegorías de Favio, pasando por la combatividad de Cine Liberación o Cine de la Base, hasta llegar a vos—, hubieran sido posibles sin la mediación histórica del peronismo?
-No me siento preparado para hablar del primer peronismo pero en 1974, cuando se vivió toda una primavera cinematográfica, se dio una serie de películas sumamente interesante, que no hubiera sido posible sin la decisión política de permitir que ese cine se instale. Acordate de La tregua (Sergio Renán), La Patagonia rebelde (Héctor Olivera), Quebracho (Ricardo Wullicher) o La Raulito (1975, Lautaro Murúa). Ahí hubo una decisión política similar a la que permitió que hoy en la Argentina un director pueda tener una carrera independientemente del éxito comercial de sus películas, gracias a la forma en que el INCAA se preocupa más por el artista que por el tipo de producto. Y eso es muy positivo y muy argentino, porque en otros países, te repito, no es así para nada.
-¿Es posible que ese tipo de decisión política tenga que ver con la aparición del peronismo, teniendo en cuenta que se da sólo en la Argentina y no en otros países en los que no ha tenido lugar ningún tipo de movimiento popular de la magnitud del peronismo?
-No soy el más capacitado para responder eso, pero es una posibilidad. Sin dudas es una posibilidad.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de la web www.tiempoar.com.ar
viernes, 14 de octubre de 2016
CINE - "Tríada", de Santiago Fernández Calvete y Sebastián D’Angelo: Tenso infierno en la intimidad
No es sencillo comenzar cualquier tipo de relato, incluyendo el que se realiza en una película, si lo primero que se decide hacer es revelar el final. Mucho menos si se trata de un relato de suspenso, en los que el misterio es una herramienta fundamental para mantener atrapado al espectador. Eso es lo que decidieron hacer los directores Santiago Fernández Calvete y Sebastián D’Angelo en Tríada, desafío del que logran salir muy bien parados. La historia gira en torno del vínculo que se establece entre la pareja integrada por Matías y Julia, dos jóvenes que recién comienzan a transitar el camino de la convivencia, con Rodrigo, amigo de Matías de toda la vida, que es en realidad su único amigo. La primera secuencia encuentra a Matías descubriendo in fraganti lo que parece ser una aventura amorosa entre su mujer y su amigo, pero sin que ellos lo noten. Lejos de perder el control, Matías organiza un día después una salida entre los tres, en la que ninguno parece estar pasándola bien. Cuando se están por despedir, Matías se ofrece a llevar a Rodrigo hasta su casa, pero antes de llegar a destino dobla en una calle sin salida, cerrada al fondo por un gran paredón. A pesar de los ruegos de su novia y de su amigo, Matías acelera y la escena funde a negro poco antes de que el auto se estrelle contra el muro, justo en el momento en que él mismo desabrocha el cinturón de seguridad de su pareja. Un interrogante queda flotando en la oscuridad final de la escena: “¿Cuándo es el último momento en que ves a alguien?”
Esa pregunta se convierte en la oportuna puerta de entrada para el resto de la historia. Porque luego de eso, Fernández Calvete y D’Angelo retroceden hasta el verdadero comienzo de la historia, al momento en que Julia y Matías se conocen a partir de un encuentro incómodo en el bar que es propiedad de este último. Y de ahí a la entrada de Rodrigo, que acabará siendo el tercero en discordia de esta historia. Los directores cumplen en presentar muy bien a sus personajes, apelando a elementos que establecen las características de sus personalidades a partir de detalles que, siendo claros, no son necesariamente obvios. Así es posible percibir la violencia contenida en Matías aún antes de que esta aparezca en escena de forma explícita. Del mismo modo, su relación con Julia se encontrará atravesada por una tensión constante. La llegada de Rodrigo, dueño de una sensibilidad que es complementaria al carácter duro de su amigo, representará una inoportuna válvula de escape para la presión que acumula la pareja.
Aunque con elementos técnicos limitados a las posibilidades de una producción modesta, Tríada está narrada de forma prolija y efectiva. El guión escrito por el propio D’Angelo (quien además se hace cargo de darle cuerpo al personaje de Matías) se ocupa de engrosar la historia con diversas subtramas que, al superponerse, van construyendo de forma lógica ese desenlace que la película se arriesga a convertir en el primer acto. De esa forma cumplen, sin estridencias ni gestos ampulosos, en articular un relato en el que la intimidad se convierte en un campo de batalla por momentos asfixiante. Parte del mérito de que Tríada pueda considerarse una película exitosa en su intento de transmitir las diferentes tensiones que operan entre los personajes recae en la labor de los tres protagonistas, Mercedes Oviedo, Gustavo Pardi y el propio D’Angelo, quienes consiguen que sus composiciones de Julia, Rodrigo y Matías pulsen la cuerda precisa para que este pequeño infierno sentimental se convierta en un escenario verosímil, cercano al espectador.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Esa pregunta se convierte en la oportuna puerta de entrada para el resto de la historia. Porque luego de eso, Fernández Calvete y D’Angelo retroceden hasta el verdadero comienzo de la historia, al momento en que Julia y Matías se conocen a partir de un encuentro incómodo en el bar que es propiedad de este último. Y de ahí a la entrada de Rodrigo, que acabará siendo el tercero en discordia de esta historia. Los directores cumplen en presentar muy bien a sus personajes, apelando a elementos que establecen las características de sus personalidades a partir de detalles que, siendo claros, no son necesariamente obvios. Así es posible percibir la violencia contenida en Matías aún antes de que esta aparezca en escena de forma explícita. Del mismo modo, su relación con Julia se encontrará atravesada por una tensión constante. La llegada de Rodrigo, dueño de una sensibilidad que es complementaria al carácter duro de su amigo, representará una inoportuna válvula de escape para la presión que acumula la pareja.
Aunque con elementos técnicos limitados a las posibilidades de una producción modesta, Tríada está narrada de forma prolija y efectiva. El guión escrito por el propio D’Angelo (quien además se hace cargo de darle cuerpo al personaje de Matías) se ocupa de engrosar la historia con diversas subtramas que, al superponerse, van construyendo de forma lógica ese desenlace que la película se arriesga a convertir en el primer acto. De esa forma cumplen, sin estridencias ni gestos ampulosos, en articular un relato en el que la intimidad se convierte en un campo de batalla por momentos asfixiante. Parte del mérito de que Tríada pueda considerarse una película exitosa en su intento de transmitir las diferentes tensiones que operan entre los personajes recae en la labor de los tres protagonistas, Mercedes Oviedo, Gustavo Pardi y el propio D’Angelo, quienes consiguen que sus composiciones de Julia, Rodrigo y Matías pulsen la cuerda precisa para que este pequeño infierno sentimental se convierta en un escenario verosímil, cercano al espectador.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 9 de octubre de 2016
LIBROS - César Aira, el Nobel de Literatura y una semana extra para los apostadores
El Premio Nobel de Literatura llega este año con una doble expectativa. Por un lado la de siempre: conocer al ganador, instancia que, como acostumbra la Academia Sueca encargada de dirimirlo, seguramente dejará tela para cortar. La otra, la infrecuente decisión de la entidad de posponer el anuncio una semana. Para evitar suspicacias acerca de la demora, la propia Academia informó que la misma no obedecería a ninguna falta de acuerdo, sino a una simple falla protocolar. Es que los miembros del comité de elección deben reunirse durante los cuatro jueves anteriores al del anuncio, condición que este año no han podido cumplir por cuestiones de “almanaque”. Eso es lo que dijeron. Como era de esperarse, la explicación no consiguió desactivar los chimentos –ya se sabe: la gente es mala y comenta— y no tardaron en aparecer teorías sobre pujas irresolubles para acordar un ganador.
Lo cierto es que el mentado comité tiene como objeto elegir todos los años a un escritor para reconocer y celebrar su obra, sin que nunca quede claro cuáles son los patrones, reglas o criterios que organizan la lógica de la Academia. Justamente es ese carácter impredecible el que permite que cada temporada las casas de apuestas se conviertan en un hervidero de discusiones, en las que se intenta desentrañar el algoritmo que permitiría acertar un pleno literario, adivinando al próximo ganador del Premio Nobel. Tarea difícil, teniendo en cuenta que rara vez el favorito en las apuestas acabó recibiendo el premio. Uno de esos casos excepcionales ocurrió el año pasado, cuando la bielorrusa Svetlana Alexiévich recibió el premio tras ser primera en la lista de preferidos. Debe decirse que el sistema que les permitió a los apostadores convertir en favorita a una escritora de exposición tan limitada y escaso reconocimiento y popularidad fuera de su país resulta tan misterioso como los mecanismos de elección de la Academia Sueca. La pregunta se repite cada año: ¿de qué manera se elige un Premio Nobel de Literatura? O visto desde la vereda de enfrente: ¿cómo deciden los apostadores a qué escritor jugarle sus fichas?
Es cierto que los argumentos literarios no son los únicos que se ponen en juego dentro de las internas del Nobel. Sobre todo en lo que va del siglo XXI, en el que la elección parece cada vez más atravesada por la necesidad de mantener cierto equilibrio global que de a poco se aparta del eurocentrismo machista que signó las premiaciones durante el siglo anterior, en el que el reconocimiento fue entregado a 71 autores europeos y a sólo a 25 provenientes del resto del mundo (de los cuales diez eran norteamericanos). En el reparto por géneros la diferencia es todavía más marcada, con apenas nueve mujeres reconocidas por su obra literaria durante el siglo XX. Es significativo que en los últimos 15 años ambas minorías crecieron hasta un 30% del total.
Por eso no extraña que entre los primeros diez puestos de la actual lista de apuestas en la casa Ladbrokes haya seis escritores nacidos en Europa y siete del resto del mundo. Entre estos se encuentra el argentino César Aira, quien desde hace cinco años aparece en posiciones cada vez más relevantes de la lista. Tampoco soprende que en ese mismo lote haya sólo una mujer, la estadounidense Joyce Carol Oates. Dicha escasez obedece a que en los tres últimos años fueron premiadas dos escritoras (Alexiévich y la canadiense Alice Munro en 2013) y en vista de las estadísticas señaladas resulta poco probable que el premio vuelva a tener destino de mujer.
Atendiendo a esta cuestión de cupos también pueden evaluarse como muy altas las posibilidades del keniata Ngugi Wa Thiong'o, teniendo en cuenta que en 115 años apenas dos escritores negros recibieron el premio y que sólo uno era africano (el nigeriano Wole Soyinka en 1986). La última fue la estadounidense Toni Morrison en 1993, que además fue la última estadounidense premiada, dato que sirve para elevar las posibilidades estadísticas de Philip Roth o Don Delillo (aunque el premio de Munro, también norteamericana, puede jugarles en contra). El caso Haruki Murakami ya suena a cuento chino: abonado al podio de las apuestas por más de una década, el japonés parece sin embargo condenado a no recibirlo nunca. O al menos no este año: el premio otorgado en 2012 al chino Mo Yan parece demasiado reciente para que otro escritor oriental se lleve los 930 mil euros del premio.
El contexto geopolítico, que el año pasado pareció favorecer la elección de Alexiévich, notoria militante anti Putin, este año podría ser la carta ganadora del sirio Adonis. Poeta, Adonis tiene una mirada feroz sobre el conflicto que desde hace unos años devasta a su país, en la que no tiene piedad ni con el papel que en ella están jugando los EE UU y Rusia, ni con el fundamentalismo islámico, ni con el nacionalismo sirio. Todo eso lo convierte en el gran candidato políticamente correcto del año.
En cuanto a las chances reales de Aira, bueno, sería una de esas sorpresas que de tanto en tanto les gusta dar a los suecos. Los siete años que lo separan de la elección de Mario Vargas Llosa suenan a suficientes para que otro autor en lengua española vuelva a recibir el Nobel. En su contra tiene al español Javier Marías, que está por encima de él en las apuestas y cuyo origen europeo esta vez le juega a favor, teniendo en cuenta que Aira y Vargas Llosa son latinoamericanos.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Lo cierto es que el mentado comité tiene como objeto elegir todos los años a un escritor para reconocer y celebrar su obra, sin que nunca quede claro cuáles son los patrones, reglas o criterios que organizan la lógica de la Academia. Justamente es ese carácter impredecible el que permite que cada temporada las casas de apuestas se conviertan en un hervidero de discusiones, en las que se intenta desentrañar el algoritmo que permitiría acertar un pleno literario, adivinando al próximo ganador del Premio Nobel. Tarea difícil, teniendo en cuenta que rara vez el favorito en las apuestas acabó recibiendo el premio. Uno de esos casos excepcionales ocurrió el año pasado, cuando la bielorrusa Svetlana Alexiévich recibió el premio tras ser primera en la lista de preferidos. Debe decirse que el sistema que les permitió a los apostadores convertir en favorita a una escritora de exposición tan limitada y escaso reconocimiento y popularidad fuera de su país resulta tan misterioso como los mecanismos de elección de la Academia Sueca. La pregunta se repite cada año: ¿de qué manera se elige un Premio Nobel de Literatura? O visto desde la vereda de enfrente: ¿cómo deciden los apostadores a qué escritor jugarle sus fichas?
Es cierto que los argumentos literarios no son los únicos que se ponen en juego dentro de las internas del Nobel. Sobre todo en lo que va del siglo XXI, en el que la elección parece cada vez más atravesada por la necesidad de mantener cierto equilibrio global que de a poco se aparta del eurocentrismo machista que signó las premiaciones durante el siglo anterior, en el que el reconocimiento fue entregado a 71 autores europeos y a sólo a 25 provenientes del resto del mundo (de los cuales diez eran norteamericanos). En el reparto por géneros la diferencia es todavía más marcada, con apenas nueve mujeres reconocidas por su obra literaria durante el siglo XX. Es significativo que en los últimos 15 años ambas minorías crecieron hasta un 30% del total.
Por eso no extraña que entre los primeros diez puestos de la actual lista de apuestas en la casa Ladbrokes haya seis escritores nacidos en Europa y siete del resto del mundo. Entre estos se encuentra el argentino César Aira, quien desde hace cinco años aparece en posiciones cada vez más relevantes de la lista. Tampoco soprende que en ese mismo lote haya sólo una mujer, la estadounidense Joyce Carol Oates. Dicha escasez obedece a que en los tres últimos años fueron premiadas dos escritoras (Alexiévich y la canadiense Alice Munro en 2013) y en vista de las estadísticas señaladas resulta poco probable que el premio vuelva a tener destino de mujer.
Atendiendo a esta cuestión de cupos también pueden evaluarse como muy altas las posibilidades del keniata Ngugi Wa Thiong'o, teniendo en cuenta que en 115 años apenas dos escritores negros recibieron el premio y que sólo uno era africano (el nigeriano Wole Soyinka en 1986). La última fue la estadounidense Toni Morrison en 1993, que además fue la última estadounidense premiada, dato que sirve para elevar las posibilidades estadísticas de Philip Roth o Don Delillo (aunque el premio de Munro, también norteamericana, puede jugarles en contra). El caso Haruki Murakami ya suena a cuento chino: abonado al podio de las apuestas por más de una década, el japonés parece sin embargo condenado a no recibirlo nunca. O al menos no este año: el premio otorgado en 2012 al chino Mo Yan parece demasiado reciente para que otro escritor oriental se lleve los 930 mil euros del premio.
El contexto geopolítico, que el año pasado pareció favorecer la elección de Alexiévich, notoria militante anti Putin, este año podría ser la carta ganadora del sirio Adonis. Poeta, Adonis tiene una mirada feroz sobre el conflicto que desde hace unos años devasta a su país, en la que no tiene piedad ni con el papel que en ella están jugando los EE UU y Rusia, ni con el fundamentalismo islámico, ni con el nacionalismo sirio. Todo eso lo convierte en el gran candidato políticamente correcto del año.
En cuanto a las chances reales de Aira, bueno, sería una de esas sorpresas que de tanto en tanto les gusta dar a los suecos. Los siete años que lo separan de la elección de Mario Vargas Llosa suenan a suficientes para que otro autor en lengua española vuelva a recibir el Nobel. En su contra tiene al español Javier Marías, que está por encima de él en las apuestas y cuyo origen europeo esta vez le juega a favor, teniendo en cuenta que Aira y Vargas Llosa son latinoamericanos.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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viernes, 7 de octubre de 2016
CINE - "Un traidor entre nosotros" (Our Kind of Traitor), de Susanna White: Clásica y moderna
Como ocurre con la mayoría de los moldes narrativos del cine, las películas de espías tienen un conjunto de reglas y códigos precisos en los que se cimenta el espíritu de eso que en su momento supo llamarse intriga internacional, que luego se redujo a una línea dentro del espectro amplio del thriller, pero que es un campo vasto con un carácter propio. Una identidad que el final de la guerra fría consiguió debilitar sensiblemente, pero que el panorama post 9/11 volvió a cargar con energías y fuentes de inspiración renovadas. Ambas líneas del género tienen a su vez características particulares. De estética muchas veces cercana al film noir, la línea clásica tenía la paciencia necesaria para hacer que la clave del misterio estuviera siempre delante de los ojos del espectador, pero que sólo se revelara al final, como un truco de magia realizado en cámara lenta. Con la saga de Jason Bourne como modelo, las películas de espías modernas adquirieron una personalidad frenética que volvió al género más ágil, pero igual de asfixiante. Con el tiempo empezaron a aparecer películas que consiguieron amalgamar algunos elementos de ambas genealogías, a veces con buenos resultados. Un traidor entre nosotros, de Susanna White, es una de esos casos.
El largo primer acto de la película alcanza para dejar entrever las características híbridas del film. En la primera secuencia un contador ruso es asesinado en un bosque nevado junto a su mujer y a su hija mayor, luego de asistir a una reunión que tiene lugar durante una función de ballet en un teatro, en la que firmó una serie de documentos que le permitirán a un joven empresario, también ruso, comenzar a articular sus planes para extender hacia occidente sus turbios negocios bancarios. De ahí el relato salta a una pareja de ingleses pasando unas vacaciones en Marruecos. Perry es profesor universitario y su mujer abogada. Durante una cena en la que ella debe volver al hotel para atender cuestiones de su trabajo, él acaba haciendo amistad con Dima, otro ruso, quien se encuentra con un grupo de compatriotas en algún tipo de celebración. El ruso evidentemente es un hombre peligroso, pero también es agradable y seductor, y Perry acaba aceptando ir con ellos primero a una fiesta y días más tarde al cumpleaños de su hija, al que es invitado junto a su mujer. Ahí Dima le revelará que es testaferro de la mafia rusa y que necesita de su ayuda para poder salirse de ese círculo, porque sabe que luego de firmar ciertos documentos, él y los suyos también serán asesinados como aquel contador y su familia.
Todo ese inicio pone de manifiesto la capacidad de Un traidor entre nosotros para combinar los dos registros del género, recuperando por un lado el espíritu clásico de las películas de espías, al demostrar que de alguna manera el final de la guerra fría fue solamente una formalidad. Una fachada detrás de la cual aquel enfrentamiento bipolar empezó lentamente a reconvertirse en otra cosa, en este caso una guerra por el dominio de los capitales negros, pero sin perder su carácter original. Pero también para establecer un escenario global en el que la historia comenzará a moverse a los saltos, dándole forma a un rompecabezas siempre incompleto, en el que las piezas se irán ordenando, desordenando y reordenando varias veces a lo largo del relato.
Un traidor entre nosotros maneja de manera eficaz tanto la intriga como la acción, haciendo que los diferentes ingredientes se vayan revelando de manera orgánica, sin perder nunca el eje del verosímil, imprescindible para esta clase de historias. Aunque no se trata de un film en el que la espectacularidad entendida a la manera estadounidense sea un elemento preponderante, su directora se las arregla para que el nivel de adrenalina se mantenga alto, aunque para ello recurre más a provocar sobresaltos sobre la línea del relato que a artificios coreográficos de alto impacto. Ewan McGregor vuelve a demostrar su versatilidad para poner la cara y que todo se vuelva creible para el espectador, y encuentra en el duelo actoral con el sueco y cada vez más britanizado Stellan Skarsgard un contrapeso ideal para sostener juntos el andamiaje de intriga que la película propone.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
El largo primer acto de la película alcanza para dejar entrever las características híbridas del film. En la primera secuencia un contador ruso es asesinado en un bosque nevado junto a su mujer y a su hija mayor, luego de asistir a una reunión que tiene lugar durante una función de ballet en un teatro, en la que firmó una serie de documentos que le permitirán a un joven empresario, también ruso, comenzar a articular sus planes para extender hacia occidente sus turbios negocios bancarios. De ahí el relato salta a una pareja de ingleses pasando unas vacaciones en Marruecos. Perry es profesor universitario y su mujer abogada. Durante una cena en la que ella debe volver al hotel para atender cuestiones de su trabajo, él acaba haciendo amistad con Dima, otro ruso, quien se encuentra con un grupo de compatriotas en algún tipo de celebración. El ruso evidentemente es un hombre peligroso, pero también es agradable y seductor, y Perry acaba aceptando ir con ellos primero a una fiesta y días más tarde al cumpleaños de su hija, al que es invitado junto a su mujer. Ahí Dima le revelará que es testaferro de la mafia rusa y que necesita de su ayuda para poder salirse de ese círculo, porque sabe que luego de firmar ciertos documentos, él y los suyos también serán asesinados como aquel contador y su familia.
Todo ese inicio pone de manifiesto la capacidad de Un traidor entre nosotros para combinar los dos registros del género, recuperando por un lado el espíritu clásico de las películas de espías, al demostrar que de alguna manera el final de la guerra fría fue solamente una formalidad. Una fachada detrás de la cual aquel enfrentamiento bipolar empezó lentamente a reconvertirse en otra cosa, en este caso una guerra por el dominio de los capitales negros, pero sin perder su carácter original. Pero también para establecer un escenario global en el que la historia comenzará a moverse a los saltos, dándole forma a un rompecabezas siempre incompleto, en el que las piezas se irán ordenando, desordenando y reordenando varias veces a lo largo del relato.
Un traidor entre nosotros maneja de manera eficaz tanto la intriga como la acción, haciendo que los diferentes ingredientes se vayan revelando de manera orgánica, sin perder nunca el eje del verosímil, imprescindible para esta clase de historias. Aunque no se trata de un film en el que la espectacularidad entendida a la manera estadounidense sea un elemento preponderante, su directora se las arregla para que el nivel de adrenalina se mantenga alto, aunque para ello recurre más a provocar sobresaltos sobre la línea del relato que a artificios coreográficos de alto impacto. Ewan McGregor vuelve a demostrar su versatilidad para poner la cara y que todo se vuelva creible para el espectador, y encuentra en el duelo actoral con el sueco y cada vez más britanizado Stellan Skarsgard un contrapeso ideal para sostener juntos el andamiaje de intriga que la película propone.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 6 de octubre de 2016
CINE - "La noche del lobo", de Diego Schipani: Una sordidez inocua
En La noche del lobo, de Diego Schipani, todo parece bien elegido. Los escenarios, los arquetipos y los actores para representarlos, un buen trabajo con la música y el sonido, la sensación de peligro que rodea a las criaturas que serpentean en la noche. Todo es funcional a esta historia de desengaño y venganza que hace centro en los aspectos más sórdidos del micromundo nocturno de la comunidad gay. La cosa está clara desde la primera escena: Pablo le dice a Ulises que no quiere volver a verlo y que cuando vuelva a la noche espera que se haya ido. Ulises se va, pero primero le mea y le caga la cama, le roba dinero y un arma, y le rompe algunas cosas. Cuando Pablo encuentra su casa en ese estado enfurece y decide salir a buscar a Ulises. La noche del lobo es el relato de todo lo que ocurre esa noche.
Esta estructura de solidez aparente, que parece reunir las piezas necesarias para articular con éxito la historia que Schipani se dispone a contar, adolesce sin embargo de una debilidad que socava su efectividad. Porque lo que debería fungir como enlace para hacer que los engranajes encastren entre sí y la máquina cinematográfica se ponga en marcha con elegancia, pocas veces consigue que las piezas se amalgamen en un movimiento coordinado. Una causa de ello podría ser la comodidad de buscar el impacto en el lugar incorrecto, mostrando lo innecesario pero sin atreverse a hacer explícitos detalles más relevantes. Sin embargo el nudo de esa impotencia radica sobre todo en el carácter notoriamente artificial de la apuesta dramática.
Esa falta de “luz natural” en la acción narrativa afecta el plano de lo oral, haciendo que las líneas que los personajes deben intercambiar rara vez consigan sacudirse la persistente falta de espontaneidad que las atraviesa. Y no por falta de oficio en los intérpretes, que se empeñan en sostener a sus personajes a pesar de ese lastre, sino porque el guión no logra dar con el tono adecuado para que la acción se desarrolle de forma verosímil. Algo parecido ocurre con la gestualidad y la construcción física de los personajes, que por momentos parecen no poder desprenderse de ese carácter declamativo que desborda hacia lo corporal.
Y es una lástima, porque el trabajo de casting tampoco es malo. Los protagonistas, Tom Middleton y Nahuel Mutti, están bien elegidos para ocupar los roles que les han confiado. Hay en ambos ciertas características físicas y fotográficas que facilitan el ensamble con sus physique du rol. El primero, por ejemplo, le confiere a Ulises una potencia seductora en la que reúne violencia con desamparo y fragilidad, rasgos que lo emparentan con algunas criaturas de Pasolini. En el caso de Mutti –cuyo Pablo parece una parodia física de Fito Páez–, realiza un buen trabajo con el estereotipo del “puto intelectual recién salido del ropero” que sueña con la vida burguesa de un matrimonio “para toda la vida”, pero que no puede dejar de sumergirse en las aguas más peligrosas de la noche, donde habitan los lobos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Esta estructura de solidez aparente, que parece reunir las piezas necesarias para articular con éxito la historia que Schipani se dispone a contar, adolesce sin embargo de una debilidad que socava su efectividad. Porque lo que debería fungir como enlace para hacer que los engranajes encastren entre sí y la máquina cinematográfica se ponga en marcha con elegancia, pocas veces consigue que las piezas se amalgamen en un movimiento coordinado. Una causa de ello podría ser la comodidad de buscar el impacto en el lugar incorrecto, mostrando lo innecesario pero sin atreverse a hacer explícitos detalles más relevantes. Sin embargo el nudo de esa impotencia radica sobre todo en el carácter notoriamente artificial de la apuesta dramática.
Esa falta de “luz natural” en la acción narrativa afecta el plano de lo oral, haciendo que las líneas que los personajes deben intercambiar rara vez consigan sacudirse la persistente falta de espontaneidad que las atraviesa. Y no por falta de oficio en los intérpretes, que se empeñan en sostener a sus personajes a pesar de ese lastre, sino porque el guión no logra dar con el tono adecuado para que la acción se desarrolle de forma verosímil. Algo parecido ocurre con la gestualidad y la construcción física de los personajes, que por momentos parecen no poder desprenderse de ese carácter declamativo que desborda hacia lo corporal.
Y es una lástima, porque el trabajo de casting tampoco es malo. Los protagonistas, Tom Middleton y Nahuel Mutti, están bien elegidos para ocupar los roles que les han confiado. Hay en ambos ciertas características físicas y fotográficas que facilitan el ensamble con sus physique du rol. El primero, por ejemplo, le confiere a Ulises una potencia seductora en la que reúne violencia con desamparo y fragilidad, rasgos que lo emparentan con algunas criaturas de Pasolini. En el caso de Mutti –cuyo Pablo parece una parodia física de Fito Páez–, realiza un buen trabajo con el estereotipo del “puto intelectual recién salido del ropero” que sueña con la vida burguesa de un matrimonio “para toda la vida”, pero que no puede dejar de sumergirse en las aguas más peligrosas de la noche, donde habitan los lobos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 2 de octubre de 2016
CINE - "Los inocentes", de Mauricio Brunetti: Terror gótico a la argentina
No pocos aspectos de interés son los que presenta Los inocentes, ópera prima del hasta ahora productor argentino Mauricio Brunetti. Algunos dentro de lo estrictamente cinematográfico, otros vinculados con su temática y con el trasfondo histórico en el cual se ancla el relato. Si hubiera que definirla en relación a su filiación genérica, podría decirse que en líneas generales se encuadra dentro del cine de terror gótico. Pero también es una producción de época, un novelón familiar con un eje fuerte en el conflicto paterno-filial y, sobre todo, un film que aborda un aspecto de la historia argentina muy pocas veces retratado por el cine local: el de la esclavitud.
Ambientada en una estancia de la provincia de Buenos Aires, Los inocentes transita de manera simultánea dos líneas temporales, una a mediados del siglo XIX y la otra en 1871. Ambas giran en torno de Güiraldes, terrateniente que ha hecho fortuna convirtiendo en próspero lo que alguna vez fue un páramo. Interpretado por Lito Cruz, Güiraldes es despreciable por donde se lo miré: sádico con sus esclavos; implacable con su hijo Rodrigo, aquejado por problemas congénitos en sus piernas; indiferente con Doña Mercedes, su mujer, devota de la Virgen. La película arranca con una escena de azotes en la que el patrón intenta dar una lección no sólo a sus siervos, sino también al pequeño Rodrigo, a quien considera débil a causa de su salud, pero también porque se rebaja a hacer amistad con ese chico negro que ahora es el blanco de los latigazos. Rodrigo será enviado por su madre a la ciudad, para tratar su dolencia y a la vez alejarlo de la figura nefasta de su padre. Cuando regrese 15 años después como un hombre casado, ya no quedarán esclavos en la finca, pero su padre seguirá siendo el mismo ser perverso.
Fluctuando en el tiempo, el film cuenta los abusos de los que Güiraldes hizo objeto a Ofelia, su esclava más bella, pero también como aquel pasado resurge de manera fantasmal con la vuelta de Rodrigo, para cobrarse no una sino muchas venganzas. Tanto la reconstrucción de época como el trabajo puntilloso de arte en Los inocentes merecen destacarse. Sin embargo pierde el balance en la disparidad no tanto de registros actorales, porque la labor del elenco en general es buena, como de registros vocales. Lejos de reconocerse una labor orgánica en el diseño de un castellano que responda al imaginario del siglo XIX, mientras por un lado Sabrina Garciarena o Ludovico Di Santo intentan hablar un argentino a la antigua, por el otro Lito Cruz nunca se aleja demasiado de un tono de porteño contemporáneo. En cuanto al uso de los recursos del género, Brunetti logra atmósferas ominosas y opresivas, cercanas a las viejas películas de zombies haitianos. Pero también abusa de ciertos lugares comunes, como las noches de tormenta, redondeando un trabajo con altibajos, pero que representa un aporte interesante al cine de terror hecho en Argentina.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Ambientada en una estancia de la provincia de Buenos Aires, Los inocentes transita de manera simultánea dos líneas temporales, una a mediados del siglo XIX y la otra en 1871. Ambas giran en torno de Güiraldes, terrateniente que ha hecho fortuna convirtiendo en próspero lo que alguna vez fue un páramo. Interpretado por Lito Cruz, Güiraldes es despreciable por donde se lo miré: sádico con sus esclavos; implacable con su hijo Rodrigo, aquejado por problemas congénitos en sus piernas; indiferente con Doña Mercedes, su mujer, devota de la Virgen. La película arranca con una escena de azotes en la que el patrón intenta dar una lección no sólo a sus siervos, sino también al pequeño Rodrigo, a quien considera débil a causa de su salud, pero también porque se rebaja a hacer amistad con ese chico negro que ahora es el blanco de los latigazos. Rodrigo será enviado por su madre a la ciudad, para tratar su dolencia y a la vez alejarlo de la figura nefasta de su padre. Cuando regrese 15 años después como un hombre casado, ya no quedarán esclavos en la finca, pero su padre seguirá siendo el mismo ser perverso.
Fluctuando en el tiempo, el film cuenta los abusos de los que Güiraldes hizo objeto a Ofelia, su esclava más bella, pero también como aquel pasado resurge de manera fantasmal con la vuelta de Rodrigo, para cobrarse no una sino muchas venganzas. Tanto la reconstrucción de época como el trabajo puntilloso de arte en Los inocentes merecen destacarse. Sin embargo pierde el balance en la disparidad no tanto de registros actorales, porque la labor del elenco en general es buena, como de registros vocales. Lejos de reconocerse una labor orgánica en el diseño de un castellano que responda al imaginario del siglo XIX, mientras por un lado Sabrina Garciarena o Ludovico Di Santo intentan hablar un argentino a la antigua, por el otro Lito Cruz nunca se aleja demasiado de un tono de porteño contemporáneo. En cuanto al uso de los recursos del género, Brunetti logra atmósferas ominosas y opresivas, cercanas a las viejas películas de zombies haitianos. Pero también abusa de ciertos lugares comunes, como las noches de tormenta, redondeando un trabajo con altibajos, pero que representa un aporte interesante al cine de terror hecho en Argentina.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
LIBROS - "Las estrellas federales", de Juan Diego Incardona: Cuando la periferia no es barbarie
FOTO: Mariano Vega para Tiempo Argentino
Hay en la literatura argentina posterior al estallido del 2001, un área no muy extensa pero muy rica en contenido, en la que el género fantástico se tiñó deliberadamente del color social que parecía impregnarlo todo. Una literatura que nació como efecto colateral de esa realidad en la que una fuerza centrífuga, en cuyo centro habitaba el modelo neoliberal, se encargó de expulsar a todos, empujándolos hacia la periferia. Como no podía ser de otro modo, la nueva ficción tuvo que empezar a construirse fuera de los márgenes conocidos. El resultado es una literatura en la que Buenos Aires dejó de ser el centro omnipresente, para dar paso a universos paralelos, marginales, pero con una poderosa vida propia. Una literatura que comenzó a utilizar al conurbano bonaerense como escenario, para contar desde ahí algunas historias que no hubieran sido posibles si la Argentina no hubiese sido arrasada por esa plaga de langostas de la política económica anterior a la debacle. Ficciones que relatan lo que ocurrió después del fin del mundo.
En ese territorio nuevo aparecieron escritores que apelaron a la geografía conurbana para ambientar sus historias y a los géneros para construir sobre las ruinas. Una corriente que, a falta de un nombre mejor, podría definirse como Nac&Pulp. Así lo hicieron Leonardo Avalos Blacha en Berazachussetts, novela de zombies que transcurre en una tierra mutante en la que el imaginario de los muertos vivientes se instala en un lugar muy parecido a Berazategui. Y también Leonardo Oyola en Kryptonita, donde imagina qué hubiese pasado si Súperman se hubiera criado en Laferrere en lugar de en una granja de Kansas. Algo parecido hicieron Federico Reggiani y Ángel Mosquito en sus novelas gráficas Tristeza o Vitamina Potencia, o este último en La calambre. Y también Juan Diego Incardona, que construyó una poderosa saga fantástica emplazada en Villa Celina, el barrio de su infancia y adolescencia, que ya lleva cuatro libros: Villa Celina (2008), El campito (2009) y Rock Barrial (2010), a la que se acaba de sumar Las estrellas federales (Interzona).
En las páginas de esta última Incardona reconstruye un escenario apocalíptico en el que el barrio es arrasado por una lluvia de ácido sulfúrico mientras un circo de mutantes intenta sobrevivir al desastre. Narrado en primera persona por un personaje que tiene los mismos nombres del autor, Las estrellas federales se organiza en siete breves capítulos en los que las referencias a El Eternauta de Germán Oesterheld y Francisco Solano López, o a la obra de Leopoldo Marechal ocupan un lugar importante. Personajes fantásticos, deudores del imaginario de la historieta, para protagonizar historias que están al borde de una ciencia ficción alucinada, onírica y por momentos, casi lisérgica. Si un éxito se le puede reconocer a Incardona, es el de haber creado un universo con reglas propias, generando una mitología y una épica para la vida en el conurbano bonaerense. “Ya en Villa Celina, que es el primer libro de esta serie, aparece la cuestión de lo mítico aunque incorporada a un anecdotario autobiográfico, supuestamente más enmarcado en el terreno de la realidad”, reconoce el autor.
“Así es como recuerdo al barrio, como si la dimensión del mito fuera parte de esa zona donde crecí, de las historias que se contaban entre vecinos o de las leyendas suburbanas que también conforman el imaginario del lugar, que va más allá de lo que ocurrió históricamente o de lo que le pasó a tal persona en la calle”, explica Incardona, para quien sus historias son el resultado de un mestizaje cultural que incluye algo del imaginario rural que trajeron los migrantes que venían de las provincias. “Porque el conurbano no es la ciudad ni el campo, sino una zona que está en medio y tiene elementos de ambas partes”, continúa. “En esa mezcla, por lo menos mientras yo ví ahí en los '80 y '90, había mucha extensión de campo, de potrero. Mucha oscuridad rodeando la luz del casco del barrio y ahí todavía había lobizones, luces malas, cosas que vienen de esa imaginación más rural”. A esa tradición se fueron sumando otras, traídas por los inmigrantes, y en las calles del conurbano (que eran “como el patio de un conventillo”, dice Incardona) cada uno fue aportando algo, para “generar nuevos resultados a partir de fórmulas viejas”. De todas esas tradiciones se nutre el autor de Amor bajo cero para alimentar su universo fantástico.
-En la novela hay un fluir hacia ese territorio mítico, porque empieza con un tono más realista y comienza a enrarecerse con cada capítulo.
-Esa estrategia narrativa, que empieza con un marco aparentemente realista y va derrapando cada vez más hacia un relato en donde siguen estando la Ricchieri y la General Paz, pero también hay mutantes, ya me había funcionado en El campito. Un poco por la búsqueda de un verosímil, para no partir de entrada con los personajes fantásticos. Porque sostener esa verosimilitud pide un in crescendo. Pero también sirve para no perder el anclaje en lo real, porque de ese modo uno puede jugar pero sin perder ese cablecito con la realidad. Porque mi preocupación es no perder nunca el contacto con esa región de La Matanza donde ocurren las historias.
-Sostener tu marco geográfico.
-Que es lo que me organizó en estos cuatro libros. Aunque no fue lo único, porque también hay un combo cultural y un imaginario tanto real como mítico, que pertenecen al lugar antes que a los libros. Pero cuando uno escribe, por más que quieras imaginar, homenajear o recordar, hay algo que cobra vuelo propio incluso trascendiendo tus intenciones. Y la Villa Celina de los libros claramente se fue despegando de la Villa Celina en la que yo viví y que recuerdo. Tienen dinámicas distintas.
-Mítica y épica son los elementos que suelen utilizar las naciones emergentes cuando se ven obligadas a construir la ficción de una identidad común. Y en tu literatura hay algo de eso, un intento de darle forma a una identidad.
-Tiene que ver con construir una pequeña patria, que puede ser la de la infancia o la del barrio. Pero la búsqueda de una identidad que excede lo individual para volverse colectiva o comunitaria es algo que se repite en muchos libros. En este caso hay que tener en cuenta que no había mucha literatura argentina en el conurbano, entonces un poco era como caminar en tierra virgen. No virgen de tus propias experiencias, pero sí de lecturas. Porque salvo, no sé, Flores robadas en los jardines de Quilmes, del Turco Asís, o Lanús, de Sergio Olguín, no hay mucho más. Por eso una vez que pasé Villa Celina y empecé a tomar conciencia de lo que estaba haciendo, mi necesidad era la de armar un mundo y una civilización propia que no fuera el lugar exótico de la violencia o la barbarie, que es la tradición de la literatura argentina desde el siglo XIX para representar la periferia de Buenos Aires. Necesitaba apartarme de eso, de la excursión a lo exótico, lo violento y lo pintoresco.
-Las referencias a El Eternauta o a la obra de Marechal son muy claras en la novela.
-No fue mi intención meterle chapa de intertextualidad erudita, sino expandir al máximo este universo con todas las posibilidades que la literatura me brinda. No sólo el recuerdo del barrio, sino llevar ahí a mis amigos de la literatura a tomarse una birra en la vereda. Eso también es inscribirse en una tradición que a uno le interesa, querer pertenecer a un grupo. De amigos, de escritores o de libros.
-En el prólogo ponderás la percepción de lo sobrenatural como una forma de reconocer lo sensible. De la mano de lo sobrenatural en tus libros aparece el horror, pero un horror que no está afuera sino que tiene que ver con la propia percepción. ¿El horror también forma parte de ese orden que no cualquiera tiene la sensibilidad para percibir?
-Creo que de toda obra literaria se desprenden emociones. Algo medio intangible pero que uno puede provocar a la hora de escribir. Después hay otras que se filtran de manera involuntaria. En mis libros creo que claramente aparece la melancolía, aunque siempre traté de limitarla, para que todo no se vuelva un tango, pero ya la evocación del pasado te trae esa idea de melancolía. Traté de no regodearme en la marginalidad o la violencia, de no traer un mundo peligroso, sino narrar con voz propia esa zona del conurbano con sus blancos y negros, pero sin hacer de eso el lugar del peligro como ya aparece, de El matadero de Echeverría para acá, en el 80% de los cuentos que representan la periferia de Buenos Aires. Y puede ser que aparezca algo del horror, pero en el sentido de que no está bueno que haya un lugar contaminado o haya basura, pero mezclado con cierta inocencia de lo que recuerdo. Porque ahora como adulto digo, bueno, ir a jugar a un basural es peligroso, pero cuando éramos chicos no lo era. Era un lugar mágico, de aventuras. De irnos todo el día a la cuenca del río Matanza y encontrarnos la cabeza de un ciervo con las astas o un caño del que salían pelotas o juguetes. Era un Mississippi contaminado para los Tom Sawyer y los Huckelberry Finn de La Matanza. Y no sólo eso: cuando las fábricas se empiezan a cerrar en los ’90, ocurre que tipos que se quedan sin trabajo como mi papá, que durante 30 años fue tornero, tuvo que volverse remisero, o el que tenía un taller tuvo que ponerse un kiosco, como si hubieran mutado. Eran todos X-Men: mutantes. Pero en esos lugares abandonados, que hablan de una desidia y de una política (las políticas neoliberales y todo lo que entonces va asolando a la Argentina y a Latinoamérica), paradójicamente en mis recuerdos aparecen como lugares de belleza. Esos edificios como laberintos industriales, llenos de escaleras, de ventanas que vas rompiendo a piedrazos, de grandes patios y de máquinas que fueron quedando ahí tiradas. Hoy todo eso lo asocio con esas películas de Tarkovsky en la que aparecen edificios soviéticos enormes y raros, porque entonces para nosotros esos edificios eran arquitecturas extrañas, como naves espaciales que despertaban nuestra imaginación y el juego.
-En tus respuestas aparecen permanentes referencias a la crisis de los '90 y en todos tus libros los períodos de crisis parecen ser el telón de fondo de las historias. ¿Qué te aportan como escritor esos momentos de crisis históricos? ¿Qué es lo que encontrás de esencial para tu literatura en esos momentos?
-Estos cuatro libros que reúnen la saga de Villa Celina transcurren en un rango de tiempo que no va antes de 1982 ni más allá de 2001. Y lo que yo recuerdo de vivir con mi familia era vivir en crisis permanente. Todo el tiempo problemas: hiperinflación, saqueos, cierre de las fábricas. Así que eso también está un poco vinculado a lo autobiográfico. Pero, por otro lado, creo también que la crisis paraliza la historia. Pienso en el 20 de diciembre de 2001 y a los que andábamos por la calle nos parecía un sueño. Las calles abandonadas y llenas de piedras, la sensación de vacío, ese final del día… y además los muertos. Era un escenario de película en el que el tiempo se hubiera detenido, como si la crisis hubiera roto los relojes. La gente armándose por miedo a que le vinieran a saquear las casas. Era como si hubiera empezado Mad Max. Nunca me voy a olvidar de esa sensación tras la renuncia de De La Rúa como de comienzo de un tiempo posterior al Apocalipsis. En momentos como ese la crisis te da la posibilidad en el ejercicio literario de explorar muy fuertemente el mito. Porque cuando la historia se paraliza es cuando surgen los fantasmas, los demonios y los monstruos. Empieza un tiempo que no es el tiempo del reloj, ni el de los hechos históricos, sino una mezcla de tiempos ambiguos, en el que se entrecruzan los héroes y los traidores. Y ahí me suena mucho Marechal, porque él hacía mucho eso. Como la escena en que atraviesan el campo y se cruzan con el gliptodonte que les dice que la Pampa no viene del mar, sino que viene del viento. Que la Pampa es una cordillera que se derrumbó, erosionada por el viento. Esa figura me encanta, porque siento que lo que fuimos viviendo en los '90 fue también el derrumbe de una estructura, como si hubiera venido un viento fuerte que erosionó todos esos barrios obreros que nacieron con el peronismo, con la escuela y las instituciones sociales, y que de pronto fue el caos y todo eso se derrumbó.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Hay en la literatura argentina posterior al estallido del 2001, un área no muy extensa pero muy rica en contenido, en la que el género fantástico se tiñó deliberadamente del color social que parecía impregnarlo todo. Una literatura que nació como efecto colateral de esa realidad en la que una fuerza centrífuga, en cuyo centro habitaba el modelo neoliberal, se encargó de expulsar a todos, empujándolos hacia la periferia. Como no podía ser de otro modo, la nueva ficción tuvo que empezar a construirse fuera de los márgenes conocidos. El resultado es una literatura en la que Buenos Aires dejó de ser el centro omnipresente, para dar paso a universos paralelos, marginales, pero con una poderosa vida propia. Una literatura que comenzó a utilizar al conurbano bonaerense como escenario, para contar desde ahí algunas historias que no hubieran sido posibles si la Argentina no hubiese sido arrasada por esa plaga de langostas de la política económica anterior a la debacle. Ficciones que relatan lo que ocurrió después del fin del mundo.
En ese territorio nuevo aparecieron escritores que apelaron a la geografía conurbana para ambientar sus historias y a los géneros para construir sobre las ruinas. Una corriente que, a falta de un nombre mejor, podría definirse como Nac&Pulp. Así lo hicieron Leonardo Avalos Blacha en Berazachussetts, novela de zombies que transcurre en una tierra mutante en la que el imaginario de los muertos vivientes se instala en un lugar muy parecido a Berazategui. Y también Leonardo Oyola en Kryptonita, donde imagina qué hubiese pasado si Súperman se hubiera criado en Laferrere en lugar de en una granja de Kansas. Algo parecido hicieron Federico Reggiani y Ángel Mosquito en sus novelas gráficas Tristeza o Vitamina Potencia, o este último en La calambre. Y también Juan Diego Incardona, que construyó una poderosa saga fantástica emplazada en Villa Celina, el barrio de su infancia y adolescencia, que ya lleva cuatro libros: Villa Celina (2008), El campito (2009) y Rock Barrial (2010), a la que se acaba de sumar Las estrellas federales (Interzona).
En las páginas de esta última Incardona reconstruye un escenario apocalíptico en el que el barrio es arrasado por una lluvia de ácido sulfúrico mientras un circo de mutantes intenta sobrevivir al desastre. Narrado en primera persona por un personaje que tiene los mismos nombres del autor, Las estrellas federales se organiza en siete breves capítulos en los que las referencias a El Eternauta de Germán Oesterheld y Francisco Solano López, o a la obra de Leopoldo Marechal ocupan un lugar importante. Personajes fantásticos, deudores del imaginario de la historieta, para protagonizar historias que están al borde de una ciencia ficción alucinada, onírica y por momentos, casi lisérgica. Si un éxito se le puede reconocer a Incardona, es el de haber creado un universo con reglas propias, generando una mitología y una épica para la vida en el conurbano bonaerense. “Ya en Villa Celina, que es el primer libro de esta serie, aparece la cuestión de lo mítico aunque incorporada a un anecdotario autobiográfico, supuestamente más enmarcado en el terreno de la realidad”, reconoce el autor.
“Así es como recuerdo al barrio, como si la dimensión del mito fuera parte de esa zona donde crecí, de las historias que se contaban entre vecinos o de las leyendas suburbanas que también conforman el imaginario del lugar, que va más allá de lo que ocurrió históricamente o de lo que le pasó a tal persona en la calle”, explica Incardona, para quien sus historias son el resultado de un mestizaje cultural que incluye algo del imaginario rural que trajeron los migrantes que venían de las provincias. “Porque el conurbano no es la ciudad ni el campo, sino una zona que está en medio y tiene elementos de ambas partes”, continúa. “En esa mezcla, por lo menos mientras yo ví ahí en los '80 y '90, había mucha extensión de campo, de potrero. Mucha oscuridad rodeando la luz del casco del barrio y ahí todavía había lobizones, luces malas, cosas que vienen de esa imaginación más rural”. A esa tradición se fueron sumando otras, traídas por los inmigrantes, y en las calles del conurbano (que eran “como el patio de un conventillo”, dice Incardona) cada uno fue aportando algo, para “generar nuevos resultados a partir de fórmulas viejas”. De todas esas tradiciones se nutre el autor de Amor bajo cero para alimentar su universo fantástico.
-En la novela hay un fluir hacia ese territorio mítico, porque empieza con un tono más realista y comienza a enrarecerse con cada capítulo.
-Esa estrategia narrativa, que empieza con un marco aparentemente realista y va derrapando cada vez más hacia un relato en donde siguen estando la Ricchieri y la General Paz, pero también hay mutantes, ya me había funcionado en El campito. Un poco por la búsqueda de un verosímil, para no partir de entrada con los personajes fantásticos. Porque sostener esa verosimilitud pide un in crescendo. Pero también sirve para no perder el anclaje en lo real, porque de ese modo uno puede jugar pero sin perder ese cablecito con la realidad. Porque mi preocupación es no perder nunca el contacto con esa región de La Matanza donde ocurren las historias.
-Sostener tu marco geográfico.
-Que es lo que me organizó en estos cuatro libros. Aunque no fue lo único, porque también hay un combo cultural y un imaginario tanto real como mítico, que pertenecen al lugar antes que a los libros. Pero cuando uno escribe, por más que quieras imaginar, homenajear o recordar, hay algo que cobra vuelo propio incluso trascendiendo tus intenciones. Y la Villa Celina de los libros claramente se fue despegando de la Villa Celina en la que yo viví y que recuerdo. Tienen dinámicas distintas.
-Mítica y épica son los elementos que suelen utilizar las naciones emergentes cuando se ven obligadas a construir la ficción de una identidad común. Y en tu literatura hay algo de eso, un intento de darle forma a una identidad.
-Tiene que ver con construir una pequeña patria, que puede ser la de la infancia o la del barrio. Pero la búsqueda de una identidad que excede lo individual para volverse colectiva o comunitaria es algo que se repite en muchos libros. En este caso hay que tener en cuenta que no había mucha literatura argentina en el conurbano, entonces un poco era como caminar en tierra virgen. No virgen de tus propias experiencias, pero sí de lecturas. Porque salvo, no sé, Flores robadas en los jardines de Quilmes, del Turco Asís, o Lanús, de Sergio Olguín, no hay mucho más. Por eso una vez que pasé Villa Celina y empecé a tomar conciencia de lo que estaba haciendo, mi necesidad era la de armar un mundo y una civilización propia que no fuera el lugar exótico de la violencia o la barbarie, que es la tradición de la literatura argentina desde el siglo XIX para representar la periferia de Buenos Aires. Necesitaba apartarme de eso, de la excursión a lo exótico, lo violento y lo pintoresco.
-Las referencias a El Eternauta o a la obra de Marechal son muy claras en la novela.
-No fue mi intención meterle chapa de intertextualidad erudita, sino expandir al máximo este universo con todas las posibilidades que la literatura me brinda. No sólo el recuerdo del barrio, sino llevar ahí a mis amigos de la literatura a tomarse una birra en la vereda. Eso también es inscribirse en una tradición que a uno le interesa, querer pertenecer a un grupo. De amigos, de escritores o de libros.
-En el prólogo ponderás la percepción de lo sobrenatural como una forma de reconocer lo sensible. De la mano de lo sobrenatural en tus libros aparece el horror, pero un horror que no está afuera sino que tiene que ver con la propia percepción. ¿El horror también forma parte de ese orden que no cualquiera tiene la sensibilidad para percibir?
-Creo que de toda obra literaria se desprenden emociones. Algo medio intangible pero que uno puede provocar a la hora de escribir. Después hay otras que se filtran de manera involuntaria. En mis libros creo que claramente aparece la melancolía, aunque siempre traté de limitarla, para que todo no se vuelva un tango, pero ya la evocación del pasado te trae esa idea de melancolía. Traté de no regodearme en la marginalidad o la violencia, de no traer un mundo peligroso, sino narrar con voz propia esa zona del conurbano con sus blancos y negros, pero sin hacer de eso el lugar del peligro como ya aparece, de El matadero de Echeverría para acá, en el 80% de los cuentos que representan la periferia de Buenos Aires. Y puede ser que aparezca algo del horror, pero en el sentido de que no está bueno que haya un lugar contaminado o haya basura, pero mezclado con cierta inocencia de lo que recuerdo. Porque ahora como adulto digo, bueno, ir a jugar a un basural es peligroso, pero cuando éramos chicos no lo era. Era un lugar mágico, de aventuras. De irnos todo el día a la cuenca del río Matanza y encontrarnos la cabeza de un ciervo con las astas o un caño del que salían pelotas o juguetes. Era un Mississippi contaminado para los Tom Sawyer y los Huckelberry Finn de La Matanza. Y no sólo eso: cuando las fábricas se empiezan a cerrar en los ’90, ocurre que tipos que se quedan sin trabajo como mi papá, que durante 30 años fue tornero, tuvo que volverse remisero, o el que tenía un taller tuvo que ponerse un kiosco, como si hubieran mutado. Eran todos X-Men: mutantes. Pero en esos lugares abandonados, que hablan de una desidia y de una política (las políticas neoliberales y todo lo que entonces va asolando a la Argentina y a Latinoamérica), paradójicamente en mis recuerdos aparecen como lugares de belleza. Esos edificios como laberintos industriales, llenos de escaleras, de ventanas que vas rompiendo a piedrazos, de grandes patios y de máquinas que fueron quedando ahí tiradas. Hoy todo eso lo asocio con esas películas de Tarkovsky en la que aparecen edificios soviéticos enormes y raros, porque entonces para nosotros esos edificios eran arquitecturas extrañas, como naves espaciales que despertaban nuestra imaginación y el juego.
-En tus respuestas aparecen permanentes referencias a la crisis de los '90 y en todos tus libros los períodos de crisis parecen ser el telón de fondo de las historias. ¿Qué te aportan como escritor esos momentos de crisis históricos? ¿Qué es lo que encontrás de esencial para tu literatura en esos momentos?
-Estos cuatro libros que reúnen la saga de Villa Celina transcurren en un rango de tiempo que no va antes de 1982 ni más allá de 2001. Y lo que yo recuerdo de vivir con mi familia era vivir en crisis permanente. Todo el tiempo problemas: hiperinflación, saqueos, cierre de las fábricas. Así que eso también está un poco vinculado a lo autobiográfico. Pero, por otro lado, creo también que la crisis paraliza la historia. Pienso en el 20 de diciembre de 2001 y a los que andábamos por la calle nos parecía un sueño. Las calles abandonadas y llenas de piedras, la sensación de vacío, ese final del día… y además los muertos. Era un escenario de película en el que el tiempo se hubiera detenido, como si la crisis hubiera roto los relojes. La gente armándose por miedo a que le vinieran a saquear las casas. Era como si hubiera empezado Mad Max. Nunca me voy a olvidar de esa sensación tras la renuncia de De La Rúa como de comienzo de un tiempo posterior al Apocalipsis. En momentos como ese la crisis te da la posibilidad en el ejercicio literario de explorar muy fuertemente el mito. Porque cuando la historia se paraliza es cuando surgen los fantasmas, los demonios y los monstruos. Empieza un tiempo que no es el tiempo del reloj, ni el de los hechos históricos, sino una mezcla de tiempos ambiguos, en el que se entrecruzan los héroes y los traidores. Y ahí me suena mucho Marechal, porque él hacía mucho eso. Como la escena en que atraviesan el campo y se cruzan con el gliptodonte que les dice que la Pampa no viene del mar, sino que viene del viento. Que la Pampa es una cordillera que se derrumbó, erosionada por el viento. Esa figura me encanta, porque siento que lo que fuimos viviendo en los '90 fue también el derrumbe de una estructura, como si hubiera venido un viento fuerte que erosionó todos esos barrios obreros que nacieron con el peronismo, con la escuela y las instituciones sociales, y que de pronto fue el caos y todo eso se derrumbó.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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