Aunque el cine es una construcción subjetiva que no debe ser tomada como un reflejo absolutamente fiel de la realidad, ni siquiera en los géneros que trabajan directamente sobre ella como el documental, ante una película como Cocote, debut en la ficción del cineasta dominicano Nelson de Los Santos Arias, es difícil no sentir que de algún modo se está siendo testigo del espectáculo de la verdad. Hay algo de prodigioso en la forma en que este joven director ha decidido representar una historia de duelo que también es un drama familiar, el retrato de una crisis de fe y un relato de venganza. Una verosimilitud tal que consigue hacer olvidar durante buena parte de la proyección que se está ante una puesta en escena. Como si se tratara de un film rodado con cámaras ocultas que captan lo que le ocurre a un conjunto de personas reales, y no de personajes ficticios que responden al dictado de un guión.
Cocote narra lo que le ocurre a Alberto, un jardinero que trabaja en un caserón de Santo Domingo cuando vuelve a su pueblito en el interior, una aldea selvática junto al mar Caribe, tras recibir la noticia del asesinato de su padre. Pero esa no es más que una excusa argumental que le permite a De los Santos Arias observar y retratar no solo el interior profundo de la cultura afroamericana para dar cuenta de las tensiones que la atraviesan, sino para hacer extensivo ese conflicto al conjunto de la sociedad dominicana. La película se convierte así en una excursión alucinada al corazón de la América insular, una experiencia cinematográfica con algo de aventura antropológica en la que una cultura ajena se abre para mostrar sus misterios, maravillas y zonas oscuras, pero con una potencia tal que es imposible terminar de saber si lo extraño está en lo que se ve o si por el contrario habita en la mirada del propio espectador. Eso convierte a Cocote en una experiencia paradojal ante la cual es inevitable no sentirse ajeno, pero sin dejar de intuir que hay algo familiar en el fondo de su historia. Un núcleo universal habitando en el retrato que De los Santos Arias hace de su propia aldea.
El director potencia esa sensación a partir de las herramientas del cine. En primer lugar experimentando con distintos juegos formales, como modificar el ratio de pantalla, yendo del casi cuadrado 4:3 al más amplio 16:9; intercalando soportes de grabación para obtener diferentes texturas de imagen; o pasando de la brillantez de los colores en full HD a un contrastado blanco y negro. Todo esto permite detectar en De los Santos Arias un linaje cinematográfico que lo vincula con colegas como el mexicano Carlos Reygadas, el tailandés Apichatpong Weerasethakul o, por qué no, con el argentino Lisandro Alonso. Con ellos comparte cierta forma de observar y retratar un entorno que les es propio por el azar de la nacionalidad, pero que a la vez también les es ajeno desde lo social. A pesar de ese abismo de clase que separa al observador del observado, el director dominicano demuestra una sensible empatía con los personajes y la historia que ha decidido contar.
Aunque no resulta sencillo descubrir una lógica narrativa que ordene todas esas alteraciones formales, las mismas encuentran distintos correlatos a lo largo de la película. Así se las puede vincular tanto a los diferentes modos en los que los personajes perciben la realidad, como al choque de opuestos que se produce entre el enorme jardín con pileta en el que trabaja Alberto y la aldea selvática donde se desarrolla el drama familiar que lo tiene como eje. Pero también a las tensiones que se generan entre distintas formas de espiritualidad, una profundamente asentada sobre las raíces de la ancestral cultura negra y la otra más cercana a la fe de los conquistadores, un cristianismo de perfil evangelista pero también transformado por la persistente influencia de la negritud.
De Los Santos Arias consigue unir todos esos opuestos a partir de un principio de circularidad que se vuelve literal en el último acto. Ya sea desde lo formal, con un par de escenas en las que la cámara gira sobre su propio eje 360° para realizar un paneo panorámico, como desde lo narrativo, terminando con un plano fijo sobre la piscina de la casa donde trabaja el protagonista que es idéntico al que da comienzo a la película.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
sábado, 31 de marzo de 2018
viernes, 30 de marzo de 2018
CINE - "María Magdalena", de Garth Davis: El cine del dogma
El estreno de María Magdalena, segundo trabajo del australiano Garth Davis, que tiene lugar con el inicio de la tradicional Semana Santa, vuelve a dar pruebas del oportunismo de la industria cinematográfica, que para cada fecha todos los años tiene al menos una película en cartel. En este caso se trata de una nueva versión del personaje femenino más importante del Nuevo Testamento después de la Virgen María. Una versión que, coherente con su propia época, se permite releer el lugar y el perfil que en los Evangelios se le atribuye a la Magdalena a partir de la forma en que hoy se percibe a lo femenino. En esta caracterización ya no se la define como prostituta, sino como una mujer que no se siente a gusto respetando el deber ser femenino y que por ello es víctima de los prejuicios de los hombres. Empezando por su padre y su hermano mayor, que ven en su actitud los signos de la posesión demoníaca. Pequeñas delicias del patriarcado. Este giro en la forma de encarar al personaje permite pensar que la etiqueta que se le calza en los textos sagrados no es diferente a la categoría de bruja, aquella que la Iglesia utilizó para torturar y asesinar a las mujeres que no encajaban en el molde femenino que la institución le imponía (o le impone) a las integrantes de su feligresía. En ese sentido la película de Davis, cuyo guión fue escrito por dos mujeres, puede ser percibida como revulsiva.
Pero si bien se trata de un relato que a su modo quiere ser revolucionario en su forma de abordar ciertos paradigmas, no es menos cierto que este ha sido formulado de un modo conservador en lo cinematográfico. En ese sentido la utilización de la banda sonora es representativa de esa forma, construyendo siempre en el mismo sentido en que se lo hace desde la acción o lo visual. Solo en contados momentos la música consigue aportar algo más que el subrayado emotivo más obvio. Uno de ellos es durante la resurrección de Lázaro, en la que la composición se vuelve ominosa, como si en realidad se tratara (y de algún modo lo es) de la escena de una historia de fantasmas. Esa formulación conservadora con pretensiones de rebeldía deja al desnudo un intento de aggiornar el viejo relato católico. Incluso la propia película revela de forma involuntaria, que detrás de esta forma “nueva” de ver al personaje no hay una voluntad rupturista, sino que se trata de un mero adaptarse al nuevo perfil que el papa Francisco intenta imponerle a la iglesia romana desde su asunción. Esto queda en evidencia justo antes de los títulos finales, a través de un texto que informa que mediante un decreto de 2016 la Iglesia le otorgó a María Magdalena el mismo estatus litúrgico que al resto de los apóstoles, reconociendo así el protagonismo que siempre tuvo, pero que una etiqueta ofensiva relegaba a un papel de reparto. Es por todo eso que, más allá de lo estimulante que puede resultar ver a Joaquin Phoenix interpretando al Jesús más border de la historia, la película no pasa de ser una obra pastoral.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Pero si bien se trata de un relato que a su modo quiere ser revolucionario en su forma de abordar ciertos paradigmas, no es menos cierto que este ha sido formulado de un modo conservador en lo cinematográfico. En ese sentido la utilización de la banda sonora es representativa de esa forma, construyendo siempre en el mismo sentido en que se lo hace desde la acción o lo visual. Solo en contados momentos la música consigue aportar algo más que el subrayado emotivo más obvio. Uno de ellos es durante la resurrección de Lázaro, en la que la composición se vuelve ominosa, como si en realidad se tratara (y de algún modo lo es) de la escena de una historia de fantasmas. Esa formulación conservadora con pretensiones de rebeldía deja al desnudo un intento de aggiornar el viejo relato católico. Incluso la propia película revela de forma involuntaria, que detrás de esta forma “nueva” de ver al personaje no hay una voluntad rupturista, sino que se trata de un mero adaptarse al nuevo perfil que el papa Francisco intenta imponerle a la iglesia romana desde su asunción. Esto queda en evidencia justo antes de los títulos finales, a través de un texto que informa que mediante un decreto de 2016 la Iglesia le otorgó a María Magdalena el mismo estatus litúrgico que al resto de los apóstoles, reconociendo así el protagonismo que siempre tuvo, pero que una etiqueta ofensiva relegaba a un papel de reparto. Es por todo eso que, más allá de lo estimulante que puede resultar ver a Joaquin Phoenix interpretando al Jesús más border de la historia, la película no pasa de ser una obra pastoral.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 29 de marzo de 2018
CINE - "Ready Player One: Comienza el juego", de Steven Spielberg: Fantasía, la esperanza por otros medios
El nuevo trabajo de Steven Spielberg, Ready Player One, marca una vuelta del popular director a la ciencia ficción y los escenarios futuristas pero desde un lugar inédito para él: la autocelebración. A priori, podría decirse que con esta película el director de E.T. se suma al club de la nostalgia de los años ’80, virtualmente fundada por los Duffer Brothers hace un par temporadas con la serie Stranger Things, que con la plataforma de Netflix como trampolín consiguió llamar la atención sobre la cultura pop de aquella década. Pronto se subieron a la ola películas como Guardianes de la galaxia de James Gunn, Atómica de David Leitch y hasta el argentino Andy Muschietti con su versión de It, la novela de Stephen King, entre otros. La diferencia es que mientras todos ellos se criaron mamando aquella cultura, Spielberg es uno de los artistas que más contribuyó con su labor como director y productor a montar esa entidad que hoy se evoca al aludir a la década de 1980. Es por eso que una película como Ready Player One, atiborrada de referencias ochentosas, de forma inevitable acaba citando una multitud de hitos vinculados de una u otra manera a su propia obra.
A pesar de estar ambientada en el no muy lejano año 2045 y de remitir de manera constante al siglo pasado, Ready Player One es rabiosamente actual, no solo por su temática, sino por la paleta de recursos narrativos y técnicos a los que el director echa mano. Empezando por la estética de Playstation en la que se inspira la mitad animada de una película en cuyo universo realidad y virtualidad conviven en pie de igualdad. Se trata de la historia de Wade, un joven/adolescente huérfano que vive con una tía en una favela futurista en la que las viviendas son contenedores apilados. Un futuro colapsado en el que la basura de la tecnología obsoleta forma parte activa de la arquitectura y el paisaje urbano. Ahí la gente vive una vida paralela dentro de Oasis, una red social absoluta en la que cada individuo posee un avatar hecho a imagen y semejanza de su propio deseo y fantasía. Pero aunque en ese mundo online los límites parecen no existir, se trata de una extensión fantástica del mundo real, en donde todo está mercantilizado y que tiene en los bitcoins su propia moneda de curso legal. Como en la realidad, en Oasis la pasa mejor el que más tiene, con la salvedad de que uno puede ser un fracasado en la vida y al mismo tiempo un líder virtual.
En la obra de Spielberg son frecuentes las referencias al relato religioso, por eso no sorprende que sea posible pensar a Oasis como sucedaneo del paraíso, la promesa de una vida mejor esperando más allá. Un lugar que no existe pero que ahí está, ofreciendo una esperanza que invisibiliza una realidad dura e injusta. Un opio tecnológico. Como todo paraíso, Oasis tiene un Dios creador, James Halliday, cuyo perfil responde al modelo del gurú tecno tipo Steve Jobs o Bill Gates, un nerd que al morir dejó un secreto oculto en la red prometiendo que quien lo descubra será el nuevo dueño de sus acciones en la empresa. La esperanza de una vida nueva que lejos de ofrecer un más allá encarna en el espíritu del capital. Eso desata una guerra en la que realidad y virtualidad se entrecruzan, y en la que los intereses corporativos se enfrentan al idealismo de Wade y su joven grupo de amigos en la red. Que Halliday haya pasado su juventud en los ‘80 es lo que da pie a que su Oasis sea una telaraña de referencias (algunas exquisitas), que van de la música al cine pasando por los videojuegos y el cómic, que también le dan a la película un aire de juego en el que gana el espectador que más alusiones identifique.
Si bien Ready Player One representa una mirada crítica del mundo actual, de la hiperconectividad y de los riesgos que encarnan en el tejido de redes sociales donde las personas pasan cada vez más tiempo, en ningún momento lo descalifica. De hecho una de las ideas que sostienen al relato es que la destrucción o salvación de ese mundo virtual implican consecuencias que de un modo u otro afectan a la realidad. Algo perfectamente lógico viniendo de un artista que construye su obra como un oasis en el que la realidad siempre es filtrada por el tamiz de lo fantástico y donde los justos nunca se quedan sin salida, patrón que puede comprobarse incluso en sus películas de temática histórica. Y es que en la filmografía de Spielberg la fantasía no es ni más ni menos que la esperanza por otros medios.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
A pesar de estar ambientada en el no muy lejano año 2045 y de remitir de manera constante al siglo pasado, Ready Player One es rabiosamente actual, no solo por su temática, sino por la paleta de recursos narrativos y técnicos a los que el director echa mano. Empezando por la estética de Playstation en la que se inspira la mitad animada de una película en cuyo universo realidad y virtualidad conviven en pie de igualdad. Se trata de la historia de Wade, un joven/adolescente huérfano que vive con una tía en una favela futurista en la que las viviendas son contenedores apilados. Un futuro colapsado en el que la basura de la tecnología obsoleta forma parte activa de la arquitectura y el paisaje urbano. Ahí la gente vive una vida paralela dentro de Oasis, una red social absoluta en la que cada individuo posee un avatar hecho a imagen y semejanza de su propio deseo y fantasía. Pero aunque en ese mundo online los límites parecen no existir, se trata de una extensión fantástica del mundo real, en donde todo está mercantilizado y que tiene en los bitcoins su propia moneda de curso legal. Como en la realidad, en Oasis la pasa mejor el que más tiene, con la salvedad de que uno puede ser un fracasado en la vida y al mismo tiempo un líder virtual.
En la obra de Spielberg son frecuentes las referencias al relato religioso, por eso no sorprende que sea posible pensar a Oasis como sucedaneo del paraíso, la promesa de una vida mejor esperando más allá. Un lugar que no existe pero que ahí está, ofreciendo una esperanza que invisibiliza una realidad dura e injusta. Un opio tecnológico. Como todo paraíso, Oasis tiene un Dios creador, James Halliday, cuyo perfil responde al modelo del gurú tecno tipo Steve Jobs o Bill Gates, un nerd que al morir dejó un secreto oculto en la red prometiendo que quien lo descubra será el nuevo dueño de sus acciones en la empresa. La esperanza de una vida nueva que lejos de ofrecer un más allá encarna en el espíritu del capital. Eso desata una guerra en la que realidad y virtualidad se entrecruzan, y en la que los intereses corporativos se enfrentan al idealismo de Wade y su joven grupo de amigos en la red. Que Halliday haya pasado su juventud en los ‘80 es lo que da pie a que su Oasis sea una telaraña de referencias (algunas exquisitas), que van de la música al cine pasando por los videojuegos y el cómic, que también le dan a la película un aire de juego en el que gana el espectador que más alusiones identifique.
Si bien Ready Player One representa una mirada crítica del mundo actual, de la hiperconectividad y de los riesgos que encarnan en el tejido de redes sociales donde las personas pasan cada vez más tiempo, en ningún momento lo descalifica. De hecho una de las ideas que sostienen al relato es que la destrucción o salvación de ese mundo virtual implican consecuencias que de un modo u otro afectan a la realidad. Algo perfectamente lógico viniendo de un artista que construye su obra como un oasis en el que la realidad siempre es filtrada por el tamiz de lo fantástico y donde los justos nunca se quedan sin salida, patrón que puede comprobarse incluso en sus películas de temática histórica. Y es que en la filmografía de Spielberg la fantasía no es ni más ni menos que la esperanza por otros medios.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 25 de marzo de 2018
CULTURA - Políticas de la Memoria: Berlín, la ciudad que no olvida
La Real Academia Española ofrece 14 entradas para definir la palabra memoria y una veintena larga de expresiones que involucran su uso. En esa frondosidad de sentidos se entremezclan los conceptos contables con los informáticos, géneros literarios con técnicas de estudio y, por supuesto, la capacidad humana de recordar los hechos y acontecimientos del pasado. Porque aunque la memoria no es exclusiva de las personas, solamente ellas son capaces de sostenerla de manera voluntaria. El gran poder del hombre se apoya en la memoria, en la capacidad para recordar, aprender y mejorar a partir de la experiencia que brinda el pasado. La Historia, sin ir más lejos, no es otra cosa que un relato que busca contener la suma de todas las memorias desde el comienzo de los tiempos. Paradójicamente, la raza humana también es única en su empeño por imponerse el olvido: ahí están los que beben para olvidar o los que simplemente no quieren ser testigos eternos de sus fallos, de la propia imperfección, y entonces olvidan.
Como ocurre con todo aquello que pertenece al universo de la cultura humana, memoria y olvido son también conceptos políticos de signo opuesto. Mientras que la primera se basa en la acumulación de conocimientos y experiencia para proyectar a partir de ellas distintos modelos de presente y futuros potenciales, el otro se propone como la eterna posibilidad de volver a empezar sin el lastre de los errores cometidos. En la Argentina, donde el Día de la Memoria, la Verdad y la Justicia se celebra todos los 24 de Marzo (ayer) para no olvidar los crímenes cometidos por la última dictadura cívico-militar, se trata de una disputa aún en curso que se mueve entre una orilla y otra según el signo del gobierno de turno.
Ante este panorama oscilante existen experiencias ajenas en las que la sociedad argentina puede encontrar un espejo útil a la hora de evaluar las propias políticas de la memoria. En ese sentido el caso de Alemania es emblemático. Ahí, pero hace 85 años, en 1933, comenzaba el ascenso del nazismo, nombre con el que se identifica al régimen encabezado por el canciller Adolf Hitler, responsable de una de las etapas más atroces de la Historia universal. Su gobierno no sólo fue responsable de dar comienzo a la Segunda Guerra Mundial y de imponer teorías pseudocientíficas a partir de las cuales se consideraba inferior a todo aquel que no encajara con determinados patrones "raciales" o de género, sino también del mayor genocidio de todos los tiempos. Desde la caída del nazismo en 1945, la sociedad alemana aprendió a convivir con sus culpas sin autoindulgencia, afrontando las consecuencias de los actos cometidos durante el período con acciones de Estado concretas.
Tras el final de la guerra la capital de Alemania, Berlín, se convirtió en el centro del universo geopolítico de la segunda mitad del siglo XX, el teatro de operaciones donde las potencias victoriosas, con Estados Unidos, Francia y el Reino Unido de un lado y la Unión Soviética del otro, se disputaron el juego de intrigas de la Guerra Fría. Sobre las heridas de la guerra se alzó entonces la cicatriz del famoso Muro de Berlín que literalmente partió en dos a la ciudad: la división entre Oriente y Occidente nunca fue más gráfica que en la Berlín de posguerra. Lejos de olvidar para empezar de cero, todas esas capas de historia se acumulan en la arquitectura de la ciudad, convirtiéndola en un territorio donde aún hoy la memoria se vive de forma activa. Tanto que una de las muchas formas en que es posible recorrer una ciudad hiperactiva como Berlín, es uniendo esa línea de puntos conformada por sus incontables espacios y monumentos dedicados a mantener vivos aquellos recuerdos penosos.
En la actualidad casi no quedan vestigios evidentes de la destrucción que la ciudad sufrió cuando fue tomada por los ejércitos aliados, ya que fue rápidamente reconstruida. Sin embargo hay un par de estructuras que fueron dejadas tal cual quedaron tras los bombardeos que cayeron sobre Berlín en 1945, sobre todo en su mitad occidental, consecuencia de la acción de las fuerzas aéreas aliadas. Una de esas construcciones es un arco que perteneció a la estación ferroviaria de Anhalter, que aún se mantiene en pie en la plaza del mismo nombre, a muy pocas cuadras del centro berlinés. Un arco de ladrillo rojo que apenas permite intuir la monumentalidad del edificio al cual perteneció, pero que hoy sólo sirve de entrada al predio vacío en el que antes se alzaba la estación. A pocas paradas de metro de la estación Anhalter Bahnhof, a la salida de la estación del jardín zoológico de la ciudad, se encuentra la Iglesia Memorial Kaiser Wilhelm, un templo luterano de diseño gótico del cual también apenas se conservan su entrada y su torre principal, con su cúpula cónica aún truncada por las bombas y el círculo que alguna vez ocupó la tradicional roseta, abierto y vacío como una enorme boca sin dientes.
Curiosamente la historia parece haberse empeñado en hacer que los horrores de distintas memorias confluyeran en ese espacio. Setenta años después de la guerra, el 19 de diciembre de 2016, tuvo lugar ahí mismo un atentado terrorista en el que un hombre arremetió con un camión contra la gente que visitaba una tradicional feria navideña, dejando a su paso 11 muertos y 56 heridos. Apenas un año después, hace menos de cuatro meses, el gobierno de la ciudad homenajeó a las víctimas colocando sus nombres en bronce en los escalones que rodean a la iglesia nueva, construida frente a las ruinas del viejo templo bombardeado. La instalación se completa con una serpenteante cicatriz de bronce que atraviesa la amplia vereda casi hasta el cordón, imitando el ominoso recorrido de un hilo de sangre.
Pero la guerra y las acciones del nazismo son un punto de la historia al que Berlín vuelve de manera sistemática, casi obsesiva. Dos espacios notables son el Museo Judío y la exhibición Topografía del Terror. El primero es un espacio de estética posmoderna diseñado por el prestigioso arquitecto estadounidense Daniel Libeskind, en el que se conjugan una muestra permanente que da cuenta de la persecución sufrida por los judíos durante el Tercer Reich con espacios de experimentación física. Entre ellos se cuenta un jardín de columnas de concreto que dan forma a un pequeño laberinto simétrico, levantadas sobre un piso de adoquines en desnivel que busca recrear en el visitante la experiencia de inestabilidad y pérdida vivida por los judíos durante el nazismo. Otro de sus espacios es aun más gráfico. Se trata de una galería profunda cuyo suelo se encuentra cubierto por miles de placas de hierro circulares caladas con la forma de rostros horrorizados. Al caminar sobre ellas, el visitante hace que las placas choque entre sí, produciendo un sonido estrepitoso que el eco natural del ambiente amplifica de forma brutal. Una forma eficiente de representar el acto de caminar sobre víctimas suplicantes.
Topografía del Terror es una muestra permanente que recorre el ascenso y la caída del nazismo entre 1933 y 1945. De entrada gratuita, lo significativo es que se encuentra emplazada dentro del enorme terreno en el que alguna vez se alzó el cuartel central de la Gestapo, el organismo policial desde el que Hitler burocratizó el horror. Frente al edificio de la muestra el terreno está cerrado por uno de los fragmentos más extensos del Muro que la ciudad decidió conservar; el otro es el conocido como la East Side Gallery, en el barrio de Friedrichshain, en el que se extiende por más de un kilómetro y sus placas de concreto han sido intervenidas por diferentes artistas. Aunque los restos del Muro no son muchos más que estos, sin embargo es posible tener una idea de los lugares que ocupó entre 1961 y 1989 a través de una línea de adoquines que recorre todo Berlín, marcando su trazado original. El efecto es impactante, ya que permite comprobar el modo brutal en que la ciudad fue partida al medio. Tan decidida es la forma en que Berlín ejercita su memoria, que dicha línea se continúa incluso dentro de los edificios que hoy se levantan sobre terrenos anteriormente ocupados por el Muro. Es que nadie en Berlín quiere olvidar que alguna vez fueron obligados a separarse, que alguna vez su ciudad fue demolida por las bombas y que antes que eso sus edificios públicos fueron la sede de un gobierno criminal. Un ejemplo de política de Estado que ejercita la memoria de forma permanente y activa.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Como ocurre con todo aquello que pertenece al universo de la cultura humana, memoria y olvido son también conceptos políticos de signo opuesto. Mientras que la primera se basa en la acumulación de conocimientos y experiencia para proyectar a partir de ellas distintos modelos de presente y futuros potenciales, el otro se propone como la eterna posibilidad de volver a empezar sin el lastre de los errores cometidos. En la Argentina, donde el Día de la Memoria, la Verdad y la Justicia se celebra todos los 24 de Marzo (ayer) para no olvidar los crímenes cometidos por la última dictadura cívico-militar, se trata de una disputa aún en curso que se mueve entre una orilla y otra según el signo del gobierno de turno.
Ante este panorama oscilante existen experiencias ajenas en las que la sociedad argentina puede encontrar un espejo útil a la hora de evaluar las propias políticas de la memoria. En ese sentido el caso de Alemania es emblemático. Ahí, pero hace 85 años, en 1933, comenzaba el ascenso del nazismo, nombre con el que se identifica al régimen encabezado por el canciller Adolf Hitler, responsable de una de las etapas más atroces de la Historia universal. Su gobierno no sólo fue responsable de dar comienzo a la Segunda Guerra Mundial y de imponer teorías pseudocientíficas a partir de las cuales se consideraba inferior a todo aquel que no encajara con determinados patrones "raciales" o de género, sino también del mayor genocidio de todos los tiempos. Desde la caída del nazismo en 1945, la sociedad alemana aprendió a convivir con sus culpas sin autoindulgencia, afrontando las consecuencias de los actos cometidos durante el período con acciones de Estado concretas.
Tras el final de la guerra la capital de Alemania, Berlín, se convirtió en el centro del universo geopolítico de la segunda mitad del siglo XX, el teatro de operaciones donde las potencias victoriosas, con Estados Unidos, Francia y el Reino Unido de un lado y la Unión Soviética del otro, se disputaron el juego de intrigas de la Guerra Fría. Sobre las heridas de la guerra se alzó entonces la cicatriz del famoso Muro de Berlín que literalmente partió en dos a la ciudad: la división entre Oriente y Occidente nunca fue más gráfica que en la Berlín de posguerra. Lejos de olvidar para empezar de cero, todas esas capas de historia se acumulan en la arquitectura de la ciudad, convirtiéndola en un territorio donde aún hoy la memoria se vive de forma activa. Tanto que una de las muchas formas en que es posible recorrer una ciudad hiperactiva como Berlín, es uniendo esa línea de puntos conformada por sus incontables espacios y monumentos dedicados a mantener vivos aquellos recuerdos penosos.
En la actualidad casi no quedan vestigios evidentes de la destrucción que la ciudad sufrió cuando fue tomada por los ejércitos aliados, ya que fue rápidamente reconstruida. Sin embargo hay un par de estructuras que fueron dejadas tal cual quedaron tras los bombardeos que cayeron sobre Berlín en 1945, sobre todo en su mitad occidental, consecuencia de la acción de las fuerzas aéreas aliadas. Una de esas construcciones es un arco que perteneció a la estación ferroviaria de Anhalter, que aún se mantiene en pie en la plaza del mismo nombre, a muy pocas cuadras del centro berlinés. Un arco de ladrillo rojo que apenas permite intuir la monumentalidad del edificio al cual perteneció, pero que hoy sólo sirve de entrada al predio vacío en el que antes se alzaba la estación. A pocas paradas de metro de la estación Anhalter Bahnhof, a la salida de la estación del jardín zoológico de la ciudad, se encuentra la Iglesia Memorial Kaiser Wilhelm, un templo luterano de diseño gótico del cual también apenas se conservan su entrada y su torre principal, con su cúpula cónica aún truncada por las bombas y el círculo que alguna vez ocupó la tradicional roseta, abierto y vacío como una enorme boca sin dientes.
Curiosamente la historia parece haberse empeñado en hacer que los horrores de distintas memorias confluyeran en ese espacio. Setenta años después de la guerra, el 19 de diciembre de 2016, tuvo lugar ahí mismo un atentado terrorista en el que un hombre arremetió con un camión contra la gente que visitaba una tradicional feria navideña, dejando a su paso 11 muertos y 56 heridos. Apenas un año después, hace menos de cuatro meses, el gobierno de la ciudad homenajeó a las víctimas colocando sus nombres en bronce en los escalones que rodean a la iglesia nueva, construida frente a las ruinas del viejo templo bombardeado. La instalación se completa con una serpenteante cicatriz de bronce que atraviesa la amplia vereda casi hasta el cordón, imitando el ominoso recorrido de un hilo de sangre.
Pero la guerra y las acciones del nazismo son un punto de la historia al que Berlín vuelve de manera sistemática, casi obsesiva. Dos espacios notables son el Museo Judío y la exhibición Topografía del Terror. El primero es un espacio de estética posmoderna diseñado por el prestigioso arquitecto estadounidense Daniel Libeskind, en el que se conjugan una muestra permanente que da cuenta de la persecución sufrida por los judíos durante el Tercer Reich con espacios de experimentación física. Entre ellos se cuenta un jardín de columnas de concreto que dan forma a un pequeño laberinto simétrico, levantadas sobre un piso de adoquines en desnivel que busca recrear en el visitante la experiencia de inestabilidad y pérdida vivida por los judíos durante el nazismo. Otro de sus espacios es aun más gráfico. Se trata de una galería profunda cuyo suelo se encuentra cubierto por miles de placas de hierro circulares caladas con la forma de rostros horrorizados. Al caminar sobre ellas, el visitante hace que las placas choque entre sí, produciendo un sonido estrepitoso que el eco natural del ambiente amplifica de forma brutal. Una forma eficiente de representar el acto de caminar sobre víctimas suplicantes.
Topografía del Terror es una muestra permanente que recorre el ascenso y la caída del nazismo entre 1933 y 1945. De entrada gratuita, lo significativo es que se encuentra emplazada dentro del enorme terreno en el que alguna vez se alzó el cuartel central de la Gestapo, el organismo policial desde el que Hitler burocratizó el horror. Frente al edificio de la muestra el terreno está cerrado por uno de los fragmentos más extensos del Muro que la ciudad decidió conservar; el otro es el conocido como la East Side Gallery, en el barrio de Friedrichshain, en el que se extiende por más de un kilómetro y sus placas de concreto han sido intervenidas por diferentes artistas. Aunque los restos del Muro no son muchos más que estos, sin embargo es posible tener una idea de los lugares que ocupó entre 1961 y 1989 a través de una línea de adoquines que recorre todo Berlín, marcando su trazado original. El efecto es impactante, ya que permite comprobar el modo brutal en que la ciudad fue partida al medio. Tan decidida es la forma en que Berlín ejercita su memoria, que dicha línea se continúa incluso dentro de los edificios que hoy se levantan sobre terrenos anteriormente ocupados por el Muro. Es que nadie en Berlín quiere olvidar que alguna vez fueron obligados a separarse, que alguna vez su ciudad fue demolida por las bombas y que antes que eso sus edificios públicos fueron la sede de un gobierno criminal. Un ejemplo de política de Estado que ejercita la memoria de forma permanente y activa.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
viernes, 23 de marzo de 2018
CINE - "Otra historia del mundo", de Guillermo Casanova: A la tragedia desde la farsa
La última dictadura militar que usurpó el poder entre 1976 y 1983 sigue siendo una herida abierta no solo para la sociedad argentina, sino para las de todos los países de América latina en los que se vivieron procesos similares, gemelos e incluso cómplices del que tuvo lugar acá. El caso del Uruguay, como suele suceder, es el más próximo no sólo desde lo geográfico sino también en lo cultural, al menos cuando el asunto es visto desde Buenos Aires. Por eso la historia que cuenta el cineasta oriental Guillermo Casanova en su película Otra historia del mundo de a ratos puede experimentarse como propia. El tono costumbrista y el color local, el vocabulario y la idiosincrasia retratada, la música, los arquetipos y hasta la arquitectura barrial son percibidas de forma familiar. La distancia sin embargo es grande y está marcada por esos pequeños detalles que argentinos y uruguayos reconocemos de inmediato, pero que suelen pasar desapercibidos para quienes son ajenos al universo paralelo del Río de la Plata.
Esta es una historia de pueblo chico ambientada a mediados de los 80. En ella dos vecinos pícaros pero con consciencia política, rebeldes a su manera, deciden dar un golpe revolucionario secuestrando los enanos del jardín del coronel Werner. Este acaba de mudarse ahí con su mujer y su hijo y tiene una especial devoción por esos tradicionales elementos decorativos de la jardinería popular. Pero algo en el plan falla y uno de ellos acaba siendo uno de tantos desaparecidos. Con una fotografía prolija que recuerda a aquella con la que se suele identificar al cine de la época en la que transcurre el relato, Casanova va construyendo un paisaje que tiene mucho de folletinesco.
Dicho carácter se hace evidente en un conjunto de personajes que en la mayoría de los casos son más caricaturas que criaturas. Es que el director parece haber echado mano de aquella máxima atribuida a Karl Marx según la cual la historia se repite dos veces, primero como tragedia y luego como farsa. Y si bien la historia real ciertamente fue una tragedia, el guion de Otra historia del mundo la aborda con decisión desde la farsa. También es cierto que buena parte de ese ambiente sin dudas proviene de la novela Alivio de luto, del escritor Mario Delgado Aparaín, en la que la película está basada.
El principal obstáculo narrativo de Otra historia del mundo, enviada por Uruguay a la preselección de los premios Oscar y Goya, es justamente esa decisión. Si bien el relato ofrece momentos logrados, el tono caricaturesco no consigue transmitir del todo el drama de aquellos años, volviendo inocuo lo que en realidad fue una historia terrible y violenta. Por supuesto que la elegida por Casanova es una opción válida que un elenco versátil se encarga de sostener con creces. Sin embargo el efecto que produce la suma de esas decisiones es la de estar ante un film deudor de una estética cinematográfica anclada y extinguida junto con esos mismos años 80.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Esta es una historia de pueblo chico ambientada a mediados de los 80. En ella dos vecinos pícaros pero con consciencia política, rebeldes a su manera, deciden dar un golpe revolucionario secuestrando los enanos del jardín del coronel Werner. Este acaba de mudarse ahí con su mujer y su hijo y tiene una especial devoción por esos tradicionales elementos decorativos de la jardinería popular. Pero algo en el plan falla y uno de ellos acaba siendo uno de tantos desaparecidos. Con una fotografía prolija que recuerda a aquella con la que se suele identificar al cine de la época en la que transcurre el relato, Casanova va construyendo un paisaje que tiene mucho de folletinesco.
Dicho carácter se hace evidente en un conjunto de personajes que en la mayoría de los casos son más caricaturas que criaturas. Es que el director parece haber echado mano de aquella máxima atribuida a Karl Marx según la cual la historia se repite dos veces, primero como tragedia y luego como farsa. Y si bien la historia real ciertamente fue una tragedia, el guion de Otra historia del mundo la aborda con decisión desde la farsa. También es cierto que buena parte de ese ambiente sin dudas proviene de la novela Alivio de luto, del escritor Mario Delgado Aparaín, en la que la película está basada.
El principal obstáculo narrativo de Otra historia del mundo, enviada por Uruguay a la preselección de los premios Oscar y Goya, es justamente esa decisión. Si bien el relato ofrece momentos logrados, el tono caricaturesco no consigue transmitir del todo el drama de aquellos años, volviendo inocuo lo que en realidad fue una historia terrible y violenta. Por supuesto que la elegida por Casanova es una opción válida que un elenco versátil se encarga de sostener con creces. Sin embargo el efecto que produce la suma de esas decisiones es la de estar ante un film deudor de una estética cinematográfica anclada y extinguida junto con esos mismos años 80.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
miércoles, 21 de marzo de 2018
CINE - Presentaron la programación del Bafici 20: Películas y chicanas
Como todos los años, los idus de marzo llegan a estas costas con buenas nuevas: la programación del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires, popularmente conocido como Bafici, que este año celebra su vigésima edición. La cita tuvo lugar ayer por la mañana en la Usina del Arte, en el barrio de La Boca. Al frente del acto estuvieron Enrique Avogadro, ministro de cultura de la ciudad, Fernando Juan Lima, vicepresidente del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (Incaa) y Javier Porta Fouz, director artístico del festival.
Avogadro cargó con la responsabilidad de ser el primer orador, haciendo especial hincapié en el hecho de que este año el festival marcará varios records. Entre ellos el de la cantidad de sedes con las que contará esta vigésima edición (36) y la cantidad de barrios que se cubrirán a través de ellas (15), incluyendo el bario 31, eufemismo utilizado por el ministro para referirse a la ya tradicional Villa 31 ubicada en el barrio de Retiro. También destacó que Bafici es el festival que más películas argentinas estrena “en el mundo”. El dato pareció dirigido a alimentar la clásica disputa con el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, que si bien hoy es recorrida de forma civilizada por los equipos y responsables de ambos encuentros, también tuvo momentos álgidos no exentos de roces que llegaron a trascender el ámbito de lo privado.
Tras la intervención de Avogadro, que como se ve dejó tela por cortar, Lima casi comenzó su intervención retomando la cuestión de la rivalidad para intentar darle un cierre salomónico. “No sé si el Bafici es el festival más grande de América latina, pero sí que por lo menos es uno de los dos más importantes”, dijo el vicepresidente del Incaa haciendo referencia a otra de las frases comúnmente utilizadas para sacarle punta a la disputa con Mar del Plata, que por otra parte cuenta con la ventaja formal de ser el único festival Clase A de la región, selecta categoría que integra junto a festivales como Cannes, Berlín o Venecia, entre otros. Y desde su lugar de periodista y crítico de cine, actividad que el funcionario sigue desempeñando por fuera de la agenda oficial, Lima intentó zanjar “la grieta” expresando que tanto Bafici como Mar del Plata “nos han formado como espectadores”. También adelantó que este año el Incaa se sumaría al festival con la participación en el premio a la Mejor Película de Competencia Internacional que hasta ahora estaba a cargo de Zeta Films, una distribuidora privada, iniciativa que, según las palabras de Lima, se apoya en “la idea de que lo público y lo privado” pueden trabajar juntos.
Porta Fouz fue el encargado de completar la presentación. Tras insistir con el asunto de los récords que Avogadro había dejado abierto durante su intervención, el director informó que una de las razones para ampliar la cantidad de sedes tiene que ver con la posibilidad de “aumentar la oferta de proyecciones durante los fines de semana”, ya que las estadísticas que maneja el festival indican que en esos días aumenta la demanda de entradas respectos de las jornadas laborables. A continuación procedió a cumplir con la lista de agradecimientos, especialmente la colaboración de la Embajada de Francia y UniFrance, a través de quienes será posible contar con la presencia de un cineasta consagrado como Philippe Garrel, a quién se le dedicará un nutrido foco que incluye no sólo su último trabajo, Amantes por un día, sino también su ópera prima, Les Enfants désaccordés, la cual rodó en 1964 con tan solo 16 años.
Otros dos invitados vendrán del cine anglosajón. Se trata por un lado de John Waters, el cineasta estadounidense reconocido por una obra que usualmente trabaja sobre los espacios de la diversidad sexual y de género, pero siempre más allá de los límites del kitsch, el trash, el absurdo y la farsa. Su cine también será objeto de un foco que incluye algunos de sus trabajos más populares, como Pink Flamingos (1972), Cry Baby (1990), Serial Mom (1994), Cecil B. DeMented (2000) y su obra más popular, Hairspray (1988). Waters participará además de una charla pública con Isabel Sarli previa a la proyección de la película Fuego, protagonizada por la diva argentina y dirigida por Armando Bo. El otro invitado será el actor escocés Ewen Bremmer, quien se encargará de presentar la proyección de Trainspotting (1996), película que puso el foco de la consideración global no sólo sobre su figura sino también sobre las de su compañero de elenco Ewan McGregor y la del director Danny Boyle. La película se proyectarfá junto con su secuela Trainspotting 2: La vida en el abismo, de 2017. Este año el Bafici también le dedicará focos a la francesa Axelle Ropert, al mexicano Teo Hernández, la ucraniana Kira Muratova, el brasileño Ozualdo Candeias, el austríaco Johann Lurf y el estadounidense James Benning.
El director también se alegró de poder anunciar que el espacio de las películas de apertura y cierre, de gran peso simbólico en cualquier festival, será ocupado por dos comedias. Se trata de Las Vegas, del argentino Juan Villegas, y Isle of Dogs, última película de Wes Anderson que viene de abrir y participar hace menos de un mes de la Competencia Internacional de la Berlinale. También confirmó que este año la programación contará con una cantidad menor de títulos respecto del año pasado, aunque agregó que será similar si se tiene en cuenta la cantidad de minutos proyectados. Esto es posible debido a la inclusión de películas muy largas como Ang Panahon ng Halimaw, del filipino Lav Díaz o la china An Elephant Sitting Still, de Hu Bo, ambas de casi cuatro horas, pero sobre todo a la participación de La Flor, esperada nueva película de Mariano Llinás, a la que Porta Fouz presentó como la película más larga de la historia del cine argentino, con una duración de 840 minutos. 14 horas cuya proyección demandará tres funciones. La flor será parte de la Competencia Internacional, de la que también participarán otros 15 títulos, entre ellos Paisaje, de la argentina Jimena Blanco, y Dry Martina, del chileno Che Sandoval, con la actriz argentina Antonella Costa como protagonista. El festival contará además con la presencia de otros directores argentinos destacados en sus competencias, como Albertina Carri, Sergio Wolf, José Campusano, Hernán Roselli, Raul Perrone, Baltazar Tokman y Rosendo Ruíz. La mesa está servida.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Avogadro cargó con la responsabilidad de ser el primer orador, haciendo especial hincapié en el hecho de que este año el festival marcará varios records. Entre ellos el de la cantidad de sedes con las que contará esta vigésima edición (36) y la cantidad de barrios que se cubrirán a través de ellas (15), incluyendo el bario 31, eufemismo utilizado por el ministro para referirse a la ya tradicional Villa 31 ubicada en el barrio de Retiro. También destacó que Bafici es el festival que más películas argentinas estrena “en el mundo”. El dato pareció dirigido a alimentar la clásica disputa con el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, que si bien hoy es recorrida de forma civilizada por los equipos y responsables de ambos encuentros, también tuvo momentos álgidos no exentos de roces que llegaron a trascender el ámbito de lo privado.
Tras la intervención de Avogadro, que como se ve dejó tela por cortar, Lima casi comenzó su intervención retomando la cuestión de la rivalidad para intentar darle un cierre salomónico. “No sé si el Bafici es el festival más grande de América latina, pero sí que por lo menos es uno de los dos más importantes”, dijo el vicepresidente del Incaa haciendo referencia a otra de las frases comúnmente utilizadas para sacarle punta a la disputa con Mar del Plata, que por otra parte cuenta con la ventaja formal de ser el único festival Clase A de la región, selecta categoría que integra junto a festivales como Cannes, Berlín o Venecia, entre otros. Y desde su lugar de periodista y crítico de cine, actividad que el funcionario sigue desempeñando por fuera de la agenda oficial, Lima intentó zanjar “la grieta” expresando que tanto Bafici como Mar del Plata “nos han formado como espectadores”. También adelantó que este año el Incaa se sumaría al festival con la participación en el premio a la Mejor Película de Competencia Internacional que hasta ahora estaba a cargo de Zeta Films, una distribuidora privada, iniciativa que, según las palabras de Lima, se apoya en “la idea de que lo público y lo privado” pueden trabajar juntos.
Porta Fouz fue el encargado de completar la presentación. Tras insistir con el asunto de los récords que Avogadro había dejado abierto durante su intervención, el director informó que una de las razones para ampliar la cantidad de sedes tiene que ver con la posibilidad de “aumentar la oferta de proyecciones durante los fines de semana”, ya que las estadísticas que maneja el festival indican que en esos días aumenta la demanda de entradas respectos de las jornadas laborables. A continuación procedió a cumplir con la lista de agradecimientos, especialmente la colaboración de la Embajada de Francia y UniFrance, a través de quienes será posible contar con la presencia de un cineasta consagrado como Philippe Garrel, a quién se le dedicará un nutrido foco que incluye no sólo su último trabajo, Amantes por un día, sino también su ópera prima, Les Enfants désaccordés, la cual rodó en 1964 con tan solo 16 años.
Otros dos invitados vendrán del cine anglosajón. Se trata por un lado de John Waters, el cineasta estadounidense reconocido por una obra que usualmente trabaja sobre los espacios de la diversidad sexual y de género, pero siempre más allá de los límites del kitsch, el trash, el absurdo y la farsa. Su cine también será objeto de un foco que incluye algunos de sus trabajos más populares, como Pink Flamingos (1972), Cry Baby (1990), Serial Mom (1994), Cecil B. DeMented (2000) y su obra más popular, Hairspray (1988). Waters participará además de una charla pública con Isabel Sarli previa a la proyección de la película Fuego, protagonizada por la diva argentina y dirigida por Armando Bo. El otro invitado será el actor escocés Ewen Bremmer, quien se encargará de presentar la proyección de Trainspotting (1996), película que puso el foco de la consideración global no sólo sobre su figura sino también sobre las de su compañero de elenco Ewan McGregor y la del director Danny Boyle. La película se proyectarfá junto con su secuela Trainspotting 2: La vida en el abismo, de 2017. Este año el Bafici también le dedicará focos a la francesa Axelle Ropert, al mexicano Teo Hernández, la ucraniana Kira Muratova, el brasileño Ozualdo Candeias, el austríaco Johann Lurf y el estadounidense James Benning.
El director también se alegró de poder anunciar que el espacio de las películas de apertura y cierre, de gran peso simbólico en cualquier festival, será ocupado por dos comedias. Se trata de Las Vegas, del argentino Juan Villegas, y Isle of Dogs, última película de Wes Anderson que viene de abrir y participar hace menos de un mes de la Competencia Internacional de la Berlinale. También confirmó que este año la programación contará con una cantidad menor de títulos respecto del año pasado, aunque agregó que será similar si se tiene en cuenta la cantidad de minutos proyectados. Esto es posible debido a la inclusión de películas muy largas como Ang Panahon ng Halimaw, del filipino Lav Díaz o la china An Elephant Sitting Still, de Hu Bo, ambas de casi cuatro horas, pero sobre todo a la participación de La Flor, esperada nueva película de Mariano Llinás, a la que Porta Fouz presentó como la película más larga de la historia del cine argentino, con una duración de 840 minutos. 14 horas cuya proyección demandará tres funciones. La flor será parte de la Competencia Internacional, de la que también participarán otros 15 títulos, entre ellos Paisaje, de la argentina Jimena Blanco, y Dry Martina, del chileno Che Sandoval, con la actriz argentina Antonella Costa como protagonista. El festival contará además con la presencia de otros directores argentinos destacados en sus competencias, como Albertina Carri, Sergio Wolf, José Campusano, Hernán Roselli, Raul Perrone, Baltazar Tokman y Rosendo Ruíz. La mesa está servida.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 8 de marzo de 2018
CINE - "Orione", de Toia Bonino: Desde la periferia al centro
No siempre la alusión directa es la mejor herramienta para trazar un retrato certero de lo real, porque la literalidad suele devorarse el interés, la curiosidad y la sorpresa. De hecho no son pocas las veces en que lo más apropiado para abordar la realidad es hacerlo a través del desvío que ofrecen los caminos indirectos, que permiten llegar hasta ella rodeándola. Esto es lo que ha hecho Toia Bonino en Orione para contar la historia de Ale, un chico de barrio como cualquier otro, pero con un destino fuera de lo común, violento y trágico, que sin embargo es el de muchos como él: el de los pibes chorros.
Esta decisión de llegar al centro del asunto recorriendo primero sus alrededores es vital y representa el modo particular que Bonino encontró para generar tensión dramática en un género como el documental: crear una incógnita, dar vueltas en torno de ella y distribuir pistas a lo largo del camino para que el espectador las vaya descubriendo junto con la película a medida que esta avanza. Un recurso similar al que se utiliza en muchos relatos de ficción, sobre todo los que responden al modelo del relato policial. Algo de eso hay en Orione. Para acentuar la sensación de extrañeza, la directora recurre a una voz en off que será la que determine el punto de vista de la película. Ella será la encargada de narrar la versión de los hechos que recibirá el espectador. Esa voz, que durante buena parte del relato proviene del fuera de campo, es la de la madre de Ale.
Por otra parte Bonino maneja muy bien el recurso de complementar ese discurso en off con una serie de acciones e imágenes que van alimentando y enriqueciendo al relato con sentidos y sentimientos adicionales. De esta forma, si la mujer cocina una torta de cumpleaños mientras va hilvanando una trama de recuerdos acerca de las dificultades que su hijo empezaba a generar durante la adolescencia, desapareciendo de la casa familiar sin previo aviso o escapándose de la escuela, es imposible no ver en esa acción una necesidad de aferrarse a una rutina que le permite seguir moviéndose bajo el peso del más grande de los dolores que una madre puede sufrir.
Es cierto que la historia de Ale es también la de un pibe chorro, pero la directora consigue hacer que su película trascienda lo circunstancial de lo que le ocurrirá a este chico en particular, para trazar un perfil contundente y lapidario de ese recorte de la realidad que ha decidido abordar. Como se hacía en esos viejos experimentos escolares en los que el profesor de biología les permitía a sus alumnos matar un sapo sólo para abrirlo y ver cómo este era por dentro, del mismo modo Orione representa un corte transversal de la sociedad que permite ver cómo es y qué esconde en el interior de sus visceras.
Igual que su madre, a quien la culpa se le filtra entre las grietas del discurso, la película no juzga ni justifica las acciones de Ale. Tampoco las niega ni las esconde sino que, por el contrario, las va orillando, dándoles la vuelta para mostrar otro lado, uno que usualmente no se ve, oculto detrás de los hechos más visibles. Bonino deconstruye a Ale no como delincuente (que lo era) sino como persona, para reconstruir a partir de los fragmentos el lado humano de una víctima convertida en victimario. Porque aunque su madre insista (sin decirlo nunca de manera explícita) en que a Ale no le faltaba nada, las imágenes de los videos familiares se vuelven una evidencia sutil de algunas carencias. Nada muy distinto de lo que les ocurre a otras familias y a otros chicos, que tanto pueden vivir en condiciones y contextos similares a los de Ale y su familia, pero también peor e incluso también mejor. Lo particular de esta historia es que su final es más triste que el de la mayor parte de los casos y eso permite que las fallas del sistema que le dieron origen queden más expuestas. La suma de todos estos recursos permite que cada espectador tenga la posibilidad de tomar una posición ante el caso que la película retrata, pero también de conmoverse, de interesarse y hasta sorprenderse encontrando un nuevo punto de vista desde donde mirar la realidad.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Esta decisión de llegar al centro del asunto recorriendo primero sus alrededores es vital y representa el modo particular que Bonino encontró para generar tensión dramática en un género como el documental: crear una incógnita, dar vueltas en torno de ella y distribuir pistas a lo largo del camino para que el espectador las vaya descubriendo junto con la película a medida que esta avanza. Un recurso similar al que se utiliza en muchos relatos de ficción, sobre todo los que responden al modelo del relato policial. Algo de eso hay en Orione. Para acentuar la sensación de extrañeza, la directora recurre a una voz en off que será la que determine el punto de vista de la película. Ella será la encargada de narrar la versión de los hechos que recibirá el espectador. Esa voz, que durante buena parte del relato proviene del fuera de campo, es la de la madre de Ale.
Por otra parte Bonino maneja muy bien el recurso de complementar ese discurso en off con una serie de acciones e imágenes que van alimentando y enriqueciendo al relato con sentidos y sentimientos adicionales. De esta forma, si la mujer cocina una torta de cumpleaños mientras va hilvanando una trama de recuerdos acerca de las dificultades que su hijo empezaba a generar durante la adolescencia, desapareciendo de la casa familiar sin previo aviso o escapándose de la escuela, es imposible no ver en esa acción una necesidad de aferrarse a una rutina que le permite seguir moviéndose bajo el peso del más grande de los dolores que una madre puede sufrir.
Es cierto que la historia de Ale es también la de un pibe chorro, pero la directora consigue hacer que su película trascienda lo circunstancial de lo que le ocurrirá a este chico en particular, para trazar un perfil contundente y lapidario de ese recorte de la realidad que ha decidido abordar. Como se hacía en esos viejos experimentos escolares en los que el profesor de biología les permitía a sus alumnos matar un sapo sólo para abrirlo y ver cómo este era por dentro, del mismo modo Orione representa un corte transversal de la sociedad que permite ver cómo es y qué esconde en el interior de sus visceras.
Igual que su madre, a quien la culpa se le filtra entre las grietas del discurso, la película no juzga ni justifica las acciones de Ale. Tampoco las niega ni las esconde sino que, por el contrario, las va orillando, dándoles la vuelta para mostrar otro lado, uno que usualmente no se ve, oculto detrás de los hechos más visibles. Bonino deconstruye a Ale no como delincuente (que lo era) sino como persona, para reconstruir a partir de los fragmentos el lado humano de una víctima convertida en victimario. Porque aunque su madre insista (sin decirlo nunca de manera explícita) en que a Ale no le faltaba nada, las imágenes de los videos familiares se vuelven una evidencia sutil de algunas carencias. Nada muy distinto de lo que les ocurre a otras familias y a otros chicos, que tanto pueden vivir en condiciones y contextos similares a los de Ale y su familia, pero también peor e incluso también mejor. Lo particular de esta historia es que su final es más triste que el de la mayor parte de los casos y eso permite que las fallas del sistema que le dieron origen queden más expuestas. La suma de todos estos recursos permite que cada espectador tenga la posibilidad de tomar una posición ante el caso que la película retrata, pero también de conmoverse, de interesarse y hasta sorprenderse encontrando un nuevo punto de vista desde donde mirar la realidad.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
lunes, 5 de marzo de 2018
CINE y T.V. - Las parejas de Alberto Olmedo: El humor se hace de a dos
A diferencia de otros géneros, el territorio de la comedia se presta especialmente para cierto tipo de continuidades. Por eso no es extraño que las primeras serializaciones en el ámbito del cine se hayan dado dentro de sus fronteras. Del personaje del vagabundo que hizo famoso a Charles Chaplin en adelante, la comedia ha permitido que muchos actores le sacaran el jugo a sus personajes. El ejemplo del propio Chaplin o el de los hermanos Marx, con Groucho como mascarón de proa, dan fe de esa característica. Dentro de esa tendencia se puede mencionar especialmente el de las parejas cómicas, que quizás sea el formato ideal para este tipo de continuidades. La industria del entretenimiento de los Estados Unidos vuelve a brindar más ejemplos inolvidables, dentro de los cuales Laurel y Hardy, el gordo y el flaco, fueron los primeros en alcanzar una popularidad global desde la época del cine mudo. Pero no fueron los únicos que dejaron su marca en el imaginario colectivo: Abbott y Costello fueron íconos del cine, la radio y la televisión desde mediados de los años’30; Jerry Lewis y Dean Martin filmaron 18 películas y fueron los reyes de la posguerra; en tanto que Richard Pryor y Gene Wilder en los ’70 conformaron la primera pareja multiétnica exitosa de comediantes. ¿Será que el humor se hace mejor de a dos?
Lejos de tales ejemplos, históricamente el terreno del humor en la Argentina fue cosa de lobos solitarios. No por nada aquí se acuñó el término “capocómico” para definir a los reyes de la comedia vernácula. De Niní Marshall y Luis Sandrini en adelante, pasando por Pepe Arias, Fidel Pintos o Pepe Biondi, los capocómicos fueron los dueños de la risa más o menos desde 1930 hasta ya entrada a década de 1970. Fue recién entonces cuando la fórmula del dúo ganó masividad a partir del éxito de la pareja cómica más famosa de la historia del humor argentino. Uno de sus integrantes era Alberto Olmedo, quien durante toda su carrera recorrió varias veces la instancia de abordar el humor en tándem.
Olmedo y Jorge Porcel tuvieron en sus inicios algo así como carreras paralelas. El primero había llegado a Buenos Aires desde Rosario en 1955, para trabajar como técnico en canal 7. Porcel comenzó en la radio pocos años después. Coincidieron por primera vez en La comedia dislocada, mítico programa que entre 1952 y 1973 transitó por los espacios de la radio y la televisión, convirtiéndose en cuna de varias generaciones de comediantes. Además de ellos, por sus emisiones pasaron figuras insoslayables del género como Juan Carlos Calabró, Carlitos Balá, Mario Sapag, Mario Sánchez, Tristán o Vicente La Russa. A partir de ahí se fueron reencontrando en el reparto de distintos proyectos cinematográficos, como Villa cariño está que arde (1968), Los debutantes en el amor y Flor de piolas (ambas de 1969), en las que ambos eran figuritas de apoyo para nombres de la talla de Amelia Bence, Ángel Magaña o Pepe Cibrián.
Será recién en 1973 cuando coincidirán como dupla, protagonizando dos películas al hilo: Los doctores las prefieren desnudas y Los caballeros de la cama redonda. Los visionarios a los que se les ocurrió juntar en la pantalla a quienes pueden ser considerados dos de los cómicos más importantes de la historia del género en el país fueron los hermanos Sofovich, Gerardo y Hugo, coguionistas de ambas películas, dirigidas por el primero de ellos. A partir de ahí la pareja enhebró la impactante seguidilla de 21 películas, serie que terminó con Atracción peculiar (Enrique Carreras, 1988), justo antes de la trágica e inesperada muerte de Olmedo. 21 películas de las que se puede decir cualquier adjetivo, sobre todo negativos, pero que marcaron una época dentro del cine argentino.
Los trabajos de Olmedo y Porcel en el cine, ya sea en pareja o como “solistas”, son por completo deudores de la picaresca italiana, género en el que brillaban nombres como los de Alberto Sordi, Lando Buzzanca o Adriano Celentano, que en esa misma época también contaban con una gran popularidad entre los espectadores locales. Como aquellas, estas se articulaban sobre tres patas muy claras: el uso de un doble sentido que usualmente se percibía ya desde el título; un humor simple basado en el grotesco; y la invariable exposición del cuerpo femenino.
En algunas de estas películas se jugaba también con la parodia, para aprovechar el éxito reciente de algunas superproducciones extranjeras. Es lo que ocurría con Encuentros muy cercanos con señoras de cualquier tipo (1978), único trabajo de la dupla dirigido por Hugo Moser; o con Los extraterrestres (Enrique Carreras, 1983). No deja de ser curioso que en ambos casos se trata de parodias de películas de Steven Spielberg: Encuentros cercanos del tercer tipo (1977) y E.T., el extraterrestre (1982). Esta última incluye la caricaturización del clásico personaje del extraterrestre, al que los dos amigos interpretados por Olmedo y Porcel bautizaban Monguito, imaginando que el burdo alienígena venía de un planeta llamado Mongo, a falta de un nombre mejor. Dicho nombre obedecía además a los rasgos del muñeco, que los protagonistas asimilaban (sin nunca hacerlo explícito) a los de una persona con Síndrome de Down, y a su forma de hablar torpe e incomprensible. Una muestra que por un lado retrata con precisión al humor muchas veces grueso del que se alimentaban esta clase de productos, mientras por el otro dan cuenta de la forma radical en que se ha modificado el uso de ciertos recursos cómicos en apenas 40 años.
La dupla tuvo un tercer integrante virtual, cuya presencia da pie para hablar de la siguiente pareja cómica de Olmedo. Se trata de Javier Portales, quien encabezó el reparto que acompañó a las estrellas en once de esas 21 películas, pero que además trabajó en casi todas las que tanto Porcel como Olmedo hicieron en solitario. Nacido en Córdoba, Portales fue el aldlátere perfecto para que la versión televisiva de Olmedo, mucho más caótica (y graciosa) que la del cine, hiciera de las suyas en la pantalla chica. Y sin dudas fue su mejor compañero. Lejos de cualquier vedetismo, Portales aceptaba y le sacaba provecho a su rol de partenaire, sirviéndole al “capocómico” todas las situaciones en bandeja para que este pudiera lucirse. Lo que ambos hacían en las charlas que animaban los sketches de “El Manosanta” o, sobre todo, las de “Álvarez y Borges”, eran clases magistrales de improvisación, picardía y doble sentido. Lo más parecido al descontrol que hasta entonces se había visto en la televisión argentina.
Pero Porcel y Portales no fueron los primeros en formar pareja cómica con Olmedo. El rosarino había comenzado su carrera en 1961 con un personaje que cambió el perfil de los programas para chicos en la televisión. En El Capitán Piluso Olmedo interpretaba a un simpático marino que tenía a su cargo a Coquito, un marinero inocente y torpe que lo acompañaba en sus aventuras. El del Capitán Piluso fue tal vez el primer programa infantil que aspiraba a algo más que tener a los chicos sedados frente a la tele durante una hora. Olmedo y Humberto Ortíz, el actor que interpretaba a Coquito, se encargaron durante años de alimentar la imaginación de millones de pibes y de acompañarlos a la hora de tomar la leche. Los personajes también tuvieron un paso fugaz por el cine en Las aventuras del Capitán Piluso en el castillo del terror (1963), cuyo guión escribió el propio Ortiz. No puede dejarse de hablar de las parejas cómicas de Olmedo sin mencionar la que integró fugazmente con Tato Bores a comienzos de los ‘80, hoy prácticamente olvidada. Departamento compartido (1980) y Amante para dos (1981) fueron dos películas que intentaron aportarle sofisticación –muy moderadamente, por cierto— al modelo de picaresca burda por la que transitaban las filmografías de Olmedo y Porcel, ya sea juntos o por separado.
Artículo publicado originalmente en la revista Caras y Caretas.
Lejos de tales ejemplos, históricamente el terreno del humor en la Argentina fue cosa de lobos solitarios. No por nada aquí se acuñó el término “capocómico” para definir a los reyes de la comedia vernácula. De Niní Marshall y Luis Sandrini en adelante, pasando por Pepe Arias, Fidel Pintos o Pepe Biondi, los capocómicos fueron los dueños de la risa más o menos desde 1930 hasta ya entrada a década de 1970. Fue recién entonces cuando la fórmula del dúo ganó masividad a partir del éxito de la pareja cómica más famosa de la historia del humor argentino. Uno de sus integrantes era Alberto Olmedo, quien durante toda su carrera recorrió varias veces la instancia de abordar el humor en tándem.
Olmedo y Jorge Porcel tuvieron en sus inicios algo así como carreras paralelas. El primero había llegado a Buenos Aires desde Rosario en 1955, para trabajar como técnico en canal 7. Porcel comenzó en la radio pocos años después. Coincidieron por primera vez en La comedia dislocada, mítico programa que entre 1952 y 1973 transitó por los espacios de la radio y la televisión, convirtiéndose en cuna de varias generaciones de comediantes. Además de ellos, por sus emisiones pasaron figuras insoslayables del género como Juan Carlos Calabró, Carlitos Balá, Mario Sapag, Mario Sánchez, Tristán o Vicente La Russa. A partir de ahí se fueron reencontrando en el reparto de distintos proyectos cinematográficos, como Villa cariño está que arde (1968), Los debutantes en el amor y Flor de piolas (ambas de 1969), en las que ambos eran figuritas de apoyo para nombres de la talla de Amelia Bence, Ángel Magaña o Pepe Cibrián.
Será recién en 1973 cuando coincidirán como dupla, protagonizando dos películas al hilo: Los doctores las prefieren desnudas y Los caballeros de la cama redonda. Los visionarios a los que se les ocurrió juntar en la pantalla a quienes pueden ser considerados dos de los cómicos más importantes de la historia del género en el país fueron los hermanos Sofovich, Gerardo y Hugo, coguionistas de ambas películas, dirigidas por el primero de ellos. A partir de ahí la pareja enhebró la impactante seguidilla de 21 películas, serie que terminó con Atracción peculiar (Enrique Carreras, 1988), justo antes de la trágica e inesperada muerte de Olmedo. 21 películas de las que se puede decir cualquier adjetivo, sobre todo negativos, pero que marcaron una época dentro del cine argentino.
Los trabajos de Olmedo y Porcel en el cine, ya sea en pareja o como “solistas”, son por completo deudores de la picaresca italiana, género en el que brillaban nombres como los de Alberto Sordi, Lando Buzzanca o Adriano Celentano, que en esa misma época también contaban con una gran popularidad entre los espectadores locales. Como aquellas, estas se articulaban sobre tres patas muy claras: el uso de un doble sentido que usualmente se percibía ya desde el título; un humor simple basado en el grotesco; y la invariable exposición del cuerpo femenino.
La dupla tuvo un tercer integrante virtual, cuya presencia da pie para hablar de la siguiente pareja cómica de Olmedo. Se trata de Javier Portales, quien encabezó el reparto que acompañó a las estrellas en once de esas 21 películas, pero que además trabajó en casi todas las que tanto Porcel como Olmedo hicieron en solitario. Nacido en Córdoba, Portales fue el aldlátere perfecto para que la versión televisiva de Olmedo, mucho más caótica (y graciosa) que la del cine, hiciera de las suyas en la pantalla chica. Y sin dudas fue su mejor compañero. Lejos de cualquier vedetismo, Portales aceptaba y le sacaba provecho a su rol de partenaire, sirviéndole al “capocómico” todas las situaciones en bandeja para que este pudiera lucirse. Lo que ambos hacían en las charlas que animaban los sketches de “El Manosanta” o, sobre todo, las de “Álvarez y Borges”, eran clases magistrales de improvisación, picardía y doble sentido. Lo más parecido al descontrol que hasta entonces se había visto en la televisión argentina.
Pero Porcel y Portales no fueron los primeros en formar pareja cómica con Olmedo. El rosarino había comenzado su carrera en 1961 con un personaje que cambió el perfil de los programas para chicos en la televisión. En El Capitán Piluso Olmedo interpretaba a un simpático marino que tenía a su cargo a Coquito, un marinero inocente y torpe que lo acompañaba en sus aventuras. El del Capitán Piluso fue tal vez el primer programa infantil que aspiraba a algo más que tener a los chicos sedados frente a la tele durante una hora. Olmedo y Humberto Ortíz, el actor que interpretaba a Coquito, se encargaron durante años de alimentar la imaginación de millones de pibes y de acompañarlos a la hora de tomar la leche. Los personajes también tuvieron un paso fugaz por el cine en Las aventuras del Capitán Piluso en el castillo del terror (1963), cuyo guión escribió el propio Ortiz. No puede dejarse de hablar de las parejas cómicas de Olmedo sin mencionar la que integró fugazmente con Tato Bores a comienzos de los ‘80, hoy prácticamente olvidada. Departamento compartido (1980) y Amante para dos (1981) fueron dos películas que intentaron aportarle sofisticación –muy moderadamente, por cierto— al modelo de picaresca burda por la que transitaban las filmografías de Olmedo y Porcel, ya sea juntos o por separado.
Artículo publicado originalmente en la revista Caras y Caretas.
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