Es cierto: el universo fue creado en el balance y el equilibrio de sus elementos. Para la tierra hay agua, blanco contra lo oscuro y muerte para los vivos; el mal se opone al bien y definitivamente el mundo no existiría si Slayer no contrapesara a Metallica. Así de fácil, no hay otra explicación para que el planeta todavía respete la cordura de su órbita. Es cierto que ningún disco de Slayer se compara a Master of puppets -lo siento, es así-, pero ellos cuentan en su haber con al menos tres discos de un nivel superior a cualquier otra cosa que hayan compuesto los otros. (Excepción hecha, claro, de Master of puppets y créanme que lamento ser reiterativo). Se trata de Reign in blood (1986), South of heaven (1988) y Season in the abyss (1990). Que, es cierto, con el paso de los años se han revelado como obras mucho más influyentes que cualquier disco de Metallica, incluyendo a “ese”. De todos me quedo con Reign in Blood, sólo porque incluye un monumental himno del metal, como “Raining Blood”. Sangre para todos.
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
domingo, 30 de septiembre de 2012
jueves, 27 de septiembre de 2012
CINE - Días de vinilo, de Gabriel Nesci: Un buen paso de comedia (argentina)
Debe saludarse que el cine argentino sea capaz de abordar una comedia de corte comercial como Días de vinilo y redondear un producto que, más allá de las objeciones que se le pueden realizar, cumple en hacer un cine dispuesto a generar empatía con el gran público. Si algo demuestran los últimos 25 años es que la producción local ha logrado nutrir y sostener un cine al que podríamos llamar “de autor”, consiguiendo el respeto de todo el mundo. Pero el éxito de taquilla con películas de género (aun cuando la comedia sea el menos complejo a la hora de conectar con los espectadores) sigue siendo una cuenta pendiente. Días de vinilo parece ser a priori una buena opción para dar un paso adelante en ese sentido. La fórmula incluye un guión que acumula algo más que chistes repetidos u obvios; algunos personajes sólidos; un correcto trabajo de casting que permite que buenos actores se encuentren con papeles que parecen escritos para ellos; y sobre todo el valor, en todos los sentidos de la palabra, de reconocer la diferencia entre hacer cine y hacer televisión, y obrar en consecuencia.
Tal vez el inicio no parezca auspicioso. Comenzar una historia con una voz en off que nos cuenta cómo es que cuatro preadolescentes sellaron para siempre su amistad en una esquina, bajo una lluvia de discos de vinilo, se acerca bastante al lugar común. Pero hasta las mejores películas de género (y se ha dicho que la comedia lo es) necesitan de ciertos códigos y tal vez esa escena actúa como falso normalizador, del mismo modo en que la fórmula del “Había una vez...” simula que todos los cuentos son en realidad el mismo, cuando luego es evidente que no. Estos niños crecerán y, empujados por traumas clásicos de la clase media –siempre gentileza de padres peleadores, sobreexigentes, irresponsables o abandónicos–, se volverán adultos más o menos conscientes de su insatisfacción.
Está el cineasta depresivo enamorado de una crítica de cine que lo deja y sólo puede escribir historias que narran su propio de-sengaño. El disc-jockey celoso e hipocondríaco cuya inseguridad es un tormento para todos. El eterno joven al que sólo le importa viajar a Liverpool con su banda tributo a Los Beatles. Y el exitoso en su trabajo que está a punto de casarse, pero que ha relegado su pasión por escribir canciones. Todos ellos tendrán su momento de crisis. Pero como la película en el fondo es conservadora –el peor defecto de la comedia norteamericana a la que Días de vinilo le ha pedido prestado el molde–, cada crisis acabará rigurosamente en final feliz.
Aunque el balance sea positivo, la película intercala aciertos y deslices. La parodia de sí mismo que realiza Leo Sbaraglia como actor psicótico; la confirmación de la veta cómica que ha encontrado Gastón Pauls tras su paso por series como Soy tu fan y Todos contra Juan; la solvencia de Fernán Mirás para hacer el Woody Allen más argentino de la historia; el buen trabajo de todo el elenco, se encolumnan dentro del haber. Un humor que a veces roza la propaganda de cerveza, la recurrencia de utilizar títulos de canciones de rock para hacer humor y justificar el título de la película, y cierta falta de verosimilitud para convencer al espectador de que estos cuatro tipos son realmente amigos son algunas cuentas pendientes.
Párrafo aparte merece el chiste en que el guionista que interpreta Pauls se enamora de la crítica de cine (Peleritti) que hace una reseña negativa de su ópera prima y que luego lo abandonará con frías excusas. Un buen chiste que refiere a la relación amor-odio que liga a los cineastas con los críticos. Aun más curioso es lo que produce el personaje de Inés Efrón, joven intuitiva y sensible que obra como opuesto de esa crítica de cine robótica e infame. Desde el sentido común (virtud que a partir de la oposición mencionada la película le niega a la crítica como práctica formal), la chica realiza objeciones varias al nuevo guión escrito por el personaje de Pauls, algunas de las cuales pueden trasladarse a Días de vinilo merced a un interesante efecto de Moebius, que permite que la película y su crítica más justa se proyecten en simultáneo sobre la misma pantalla. Altos y bajos de una comedia que articula un humor tan ágil como simple, sin subestimar al público.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
lunes, 24 de septiembre de 2012
CINE - Terminó el 1° Festival Internacional de Cine de UNASUR: Premios para todos
Finalmente el Primer Festival Internacional de Cine de UNASUR tocó su noche final y hubo festejo para muchos. Porque este encuentro que intenta impulsarse como un encuentro regional de fuste dentro de la actividad cinematográfica repartió gran cantidad de premios en sus tres categorías competitivas: Cortometrajes, Largometrajes de Ficción y Documentales. Hasta puede decirse que demasiados, atendiendo a que se trata de un evento recién nacido y de programación pequeña, pero sin dudas se trató de un intento de convertir a esta primera edición en una fiesta compartida antes que el ensalzamiento de unos pocos ganadores. Aunque la generosidad puede haber sido un gesto oportuno esta vez, los organizadores deberán evaluar la posibilidad, menos políticamente correcta, de que un festival competitivo involucra la certeza de muchos compitiendo por un gran premio, en donde el sólo hecho de participar es ya de por si un logro y un mérito. Lo que no caben dudas es que los ganadores de los grandes premios en cada categoría han sido justos.
Sobre todo en los apartados de cortos y largos de Ficción. No es que en la sección documental se haya cometido ninguna injusticia, pero fue curioso que que El etnógrafo de Ulises Rosell, una de las grandes películas argentinas de este año y gran favorita de la categoría, no resultara ganadora. Aun a pesar de haberse llevado los premios a mejor dirección y fotografía. O que grandes trabajos como Papirosen, de Gastón Solnicki, y Sibila de Teresa Arredondo, no lograran siquiera uno de los premios menores. Dicho esto sin perjuicio de dudar de la validez de las menciones entregadas y los ganadores elegidos. En este caso el de Mejor Película fue compartido por dos filmes muy intensos: el colombiano Nacer, dirigido por Jorge Caballero, y Con mi corazón en Yambo, conmovedor y durísimo trabajo en primera persona de la ecuatoriana María Fernanda Restrepo. Lejos de sembrar dudas sobre la legitimidad de los premios, todas estas observaciones no hacen sino confirmar el altísimo nivel de la selección realizada para esta competencia de documentales.
Por su parte, en la categoría cortometrajes la gran ganadora resultó la argentina María Alché, conocida sobre todo por algunos trabajos como actriz en televisión y por interpretar el papel protagónico en la película La niña santa, opus dos de Lucrecia Martel. Presentándose aquí como directora y guionista del corto Noelia, Alché se llevó el premio a la mejor película de la competencia y la mención como Mejor Directora. También se alzó con el reconocimiento a Mejor Actriz por el trabajo de su protagonista, Laila Maltz.
La categoría de Mejor Largometraje de Ficción tampoco estuvo exenta de pujas intensas, o al menos eso parece desprenderse del reparto de su gran premio y de las menciones. La ganadora resultó la argentina Infancia clandestina, de Benjamín Ávila, favorita incluso desde antes de que comenzara el festival. La película, que cuenta la vida dentro de la resistencia montonera en 1979 desde los ojos de un nene de 11 años, se estrenó comercialmente el jueves pasado y su visión es altamente recomendada. El principal rival de Infancia clandestina en la decisión de los jurados sin dudas resultó El último Elvis, logrado debut cinematográfico de Armando Bo (nieto), que se llevó las menciones a mejor guión, vestuario y dirección de arte. Mientras que las chilenas Violeta se fue a los cielos, de Andrés Wood, y El año del tigre, de Sebastián Lelio, se llevaron dos premios cada una, entre ellos mejor actriz y mejor actor respectivamente.
Ha pasado la primera edición de este Festival Internacional de Cine de UNASUR, con la promesa y el compromiso de sus responsables de volver a realizarse el año que viene nuevamente, aquí en San Juan.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
sábado, 22 de septiembre de 2012
CINE - Cierra hoy el Festival Internacional de Cine de UNASUR: Momento de definiciones
Sin prisa pero sin pausa pareció ser el lema del 1° Festival Internacional de Cine de Unasur, que se realizó en la ciudad de San Juan desde el sábado pasado y que tendrá hoy por la noche su cierre. Embebido en la parsimoniosa cadencia de la ciudad que lo ha alojado durante toda esta semana, el Festival ofreció a los sanjuaninos una pequeña pero atractiva programación, que se vio recompensada con salas bastante concurridas y con las funciones nocturnas siempre agotadas. El hecho confirma el valor de este tipo de iniciativas, que hacen pequeños fenómenos de películas que durante sus estrenos comerciales pasan sin tanta repercusión.
Convertido en una suerte de evento social y sostenido por una selección que se apoyó sobre todo en la inclusión de películas básicamente narrativas, lejos de las intenciones radicales e innovadoras de festivales de vanguardia (verbigracia el BAFICI), el Festival de Unasur consiguió el objetivo de hallar un público. Aun con sus fallas, nacidas sobre todo de la inexperiencia que significa un debut.
Las competencias de Ficción y Documental van perfilando sus favoritas, o al menos eso puede intuirse al escuchar los comentarios de los espectadores a la salida de los cines.
Entre los films de ensayo han tenido una muy buena recepción Sibila, producción peruano-chilena de Teresa Arredondo; Tropicalia, del brasileño Marcelo Machado; y El etnógrafo, del argentino Ulises Rosell. En tanto que dentro de la rama Ficción han sido muy bien recibidas La hora cero, película de acción venezolana dirigida por Diego Velazco; la colombiana Karen llora en un bus, de Gabriel Rojas Vera, y la argentina Infancia clandestina, de Benjamín Ávila.
Justamente esta última propone un dispositivo narrativo infrecuente, que es el de abordar una temática compleja como la lucha armada de Montoneros en la Argentina durante la última dictadura militar, a través de la mirada de un niño. Lo cual es interesante, pero que no sería tan curioso si no lo compartiera con otra película. Se trata de Las malas intenciones, de Rosario García-Montero, que intenta lo mismo para trazar un perfil de los años de Sendero Luminoso en el Perú. Aun con ese notable punto común de tener en dos niños a sus protagonistas principales, son enormes las diferencias que separan desde lo formal (y hasta en sus lecturas políticas y sociales) a estos dos trabajos. Mientras la película de Ávila se sostiene en una narración de tono realista que va volviéndose extraña a los ojos del espectador adulto, hasta llevar el tema de la resistencia durante los años de plomo a límites en donde todo es puesto en cuestión y plantear una posible crítica a la lucha desde su propio seno. De manera casi opuesta, en la película peruana la visión de Cayetana, la niña protagonista, ya es planteada como un espejo deformante utilizado para magnificar una mirada de clase, siempre exterior pero no por eso menos descarnada, del accionar de Sendero Luminoso. Aun con estas diferencias, ambas películas comparten un tono crítico que siempre es bienvenido a la hora de abordar una historia repleta de heridas abiertas.
En esa misma línea, no debe dejar de mencionarse la inclusión fuera de competencia del documental Parapolicial Negro, una prehistoria de la Triple A, dirigida por Valentín Javier Diment y basada en una crónica policial que el periodista Ricardo Ragendorfer, columnista de Tiempo Argentino, publicó hace años en la revista Caras y Caretas, acerca del origen de aquella organización parapolicial durante el último gobierno de Perón.
Tres películas que dejan en claro la intención de abrir debates que ha tenido la programación de esta primera edición del Festival de Cine de Unasur que va llegando a su final.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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CINE - La casa del miedo (Silent House), de Chris Kentis y Laura Lau: La copia del miedo
El cine de género uruguayo dio en los últimos años un par de golpes interesantes que desde este lado del charco no alcanzaron a ser valorados en su dimensión justa. El primero lo conectó en 2009 Fede Álvarez, director y factotum del increíble cortometraje ¡Ataque de pánico!, donde imagina una invasión alienígena que destruye Montevideo con un ejército de naves y robots gigantes. Gracias a eso hoy Álvarez se encuentra dirigiendo una remake de Evil dead (gran debut de Sam Raimi en los años 80), producida nada menos que por el propio Raimi y Bruce Campbell, protagonista de las tres películas de la saga. El segundo impacto, menos estruendoso, es el que consiguió Gustavo Hernández con La casa muda, film de terror en toda regla que nada tiene que envidiarle a las producciones clase B norteamericanas. Aun reconociendo lo meritorio de este último logro, no puede dejar de mencionarse que las películas del género difícilmente superen el estándar de la mediocridad, y que la de Hernández si lo conseguía era con lo justo. Lo notable de su caso es que, como sucedió con la española REC, el uruguayo logró vender los derechos para que la máquina de picar cine norteamericana realizara una versión hecha al gusto de su propio mercado. Esa remake es esta La casa del miedo que acaba de estrenarse en Buenos Aires.
La historia es la misma y durante los primeros tres cuartos de la película no involucra más que diferencias mínimas. Sarah es una joven que llega con su padre y su tío a una casa de campo que hace tiempo dejaron de utilizar para pasar las vacaciones. La idea es venderla, pero para ello deben reparar algunos daños causados por el maltrato al que la han sometido intrusos ocasionales. La noche llega y con ella se suceden situaciones extrañas y fantasmales, es decir, lo mismo que ocurre en el cine de género cuando se hace de noche en una casa vieja y sin luz. Su padre es atacado y entonces Sarah deberá enfrentarse sola a una presencia que la sigue por todas las habitaciones de esa casa inmensa, incluyendo el sótano de rigor que no podía faltar. La casa muda tenía dos gracias que La casa del miedo sostiene. La primera es el supuesto mérito de estar realizada en un único plano secuencia (recurso truculento y falaz, aunque bien resuelto), y la segunda es que la cámara nunca abandona a la protagonista, de modo tal que al espectador se le permite saber sólo aquello que ocurre en presencia de la chica. Un detalle a tener en cuenta en el giro final del relato que, por supuesto, no será revelado aquí.
A cargo de Chris Kentis y Laura Lau, director y productora de un film de suspenso interesante como Aguas abiertas, La casa del miedo tiene el defecto de lo explícito, un mal congénito en la narrativa cinematográfica norteamericana. Sí algo se permitía La casa muda, aun con todo lo evidente que ya era el final original, era cierta vaguedad, la forma en que al menos intentaba que la cosa no terminara arruinada por el trazo grueso y, siendo exagerados, hasta cierta poética de lo sobrenatural. Esa “sutileza” aquí es reemplazada por un final que no deja lugar para las dudas y en donde todo cobra un realismo pornográfico que necesita mostrar lo que en la original se sugería ya con bastante énfasis. Un detalle que habla a las claras de una sociedad en la cuál el verdadero terror se encarna en la posibilidad de que las cosas no sean ni blancas ni negras, sino indefinidamente grises.
Artículo escrito originalmente para ser publicado en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
jueves, 20 de septiembre de 2012
CINE - Infancia clandestina, de Benjamín Ávila: Los espejos rotos lastiman
Hay muchas formas de contar una historia, quizá tantas como conciencias haya en el mundo. Y si bien es cierto que la historia de la represión y la lucha armada durante la última dictadura militar en el país la han querido contar varias películas, lo que viene a ofrecer Infancia clandestina, debut en la ficción de Benjamín Avila (quien antes firmó el documental Nietos, identidad y memoria), propone un giro interesante.
Se trata de ver la vida a través de los ojos de Juan, un chico de 11 años, hijo de una pareja que lidera una célula de resistencia, quienes regresan al país en 1979 para llevar adelante la “contraofensiva” montonera. El recurso de la mirada infantil para abordar aquellos años no es novedoso (un ejemplo reciente es el film Las malas intenciones, de la peruana Rosario García-Montero, quien lo utiliza para intentar un acercamiento sobre el accionar de Sendero Luminoso en su país, aunque las situaciones históricas no sean necesariamente equiparables y utilizando una paleta narrativa muy diferente de la que ha escogido Avila), pero el resultado es inquietante y ambiguo. Porque la inocencia de esa mirada entrega una imagen de la lucha armada de una crudeza inédita para el cine argentino y ofrece al espectador la opción nunca más concreta de asumir un posible punto de vista desde el interior de la resistencia sobre quienes generalmente el cine ha entregado versiones más bien románticas, idealizadas y acríticas. Y preguntarse: ¿cómo actuaría yo? ¿Sería capaz de esto? Una de las posibilidades más estremecedoras es que, luego de ver Infancia clandestina, tal vez las respuestas no resulten muy próximas a lo políticamente correcto.
En su intento altruista de encarar en inferioridad de condiciones y sin apoyo popular la lucha contra una dictadura asesina, los padres de Juan sumergen a su hijo en un mundo de máscaras superpuestas en el que, paradoja interesante, es necesario hacer desaparecer hasta la propia identidad. Casi como si se tratara de un juego (la mejor forma de hacer que un chico haga incluso lo que no quiere, para bien o para mal), Juan irá a la escuela con un nombre falso y una historia familiar inventada, juego del cual sin embargo conoce bien los riesgos, entre ellos la muerte. Aun así seguirá siendo un chico y de a poco hasta despertará al amor; un despertar que en oposición a la ruda vida dentro de la resistencia es retratado dulcemente y tiene algo de la bellísima Melody (Waris Hussein, 1971), pero que aquí también representa el amanecer a una visión menos inocente del mundo. Lo que equivale a ver de un modo menos idealista aquello que justamente se sostiene en el idealismo. El entramado familiar que propone Avila y las grandes actuaciones de todo el elenco le sirven para presentar los diferentes juicios que hoy y entonces se podían tener sobre la lucha.
Más allá de lo puntual de la historia narrada, queda claro que Infancia clandestina se ubica dentro de un marco de cine con compromisos sociales e históricos, que comparte no sólo con otras expresiones cinematográficas latinoamericanas sino también con la literatura de la región, que encuentra en los años de plomo una espina dolorosa capaz de generar relatos que deben ser drenados sobre el blanco del papel o la pantalla. Es que el arte es sin dudas un vehículo por el cual las culturas, los pueblos y las sociedades son capaces de retratarse a sí mismas y transportar en el tiempo su identidad y su memoria, curiosamente dos palabras que el propio Avila utilizó en su debut documental. Sin dudas su segunda película posee esa intención transmisora, pero lo hace a partir de un relato que se permite el saludable lujo de la duda. Una piedra en el zapato para volver a preguntar por qué tanto dolor. Será que lejos de aquello de que la historia la escriben los que ganan, y como ha dicho alguien, tal vez en realidad la historia la ganan los que la escriben y de eso se trata Infancia clandestina. De no perder los fragmentos de un espejo roto que quisieron ser ocultados, y que en el intento de reunirlos para entregar un reflejo nuevo también son capaces de lastimar a quien lo intente. Bienvenido ese dolor, cuando viene de la mano de una buena película, y sirve para seguir pensando y discutiendo la historia.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Se trata de ver la vida a través de los ojos de Juan, un chico de 11 años, hijo de una pareja que lidera una célula de resistencia, quienes regresan al país en 1979 para llevar adelante la “contraofensiva” montonera. El recurso de la mirada infantil para abordar aquellos años no es novedoso (un ejemplo reciente es el film Las malas intenciones, de la peruana Rosario García-Montero, quien lo utiliza para intentar un acercamiento sobre el accionar de Sendero Luminoso en su país, aunque las situaciones históricas no sean necesariamente equiparables y utilizando una paleta narrativa muy diferente de la que ha escogido Avila), pero el resultado es inquietante y ambiguo. Porque la inocencia de esa mirada entrega una imagen de la lucha armada de una crudeza inédita para el cine argentino y ofrece al espectador la opción nunca más concreta de asumir un posible punto de vista desde el interior de la resistencia sobre quienes generalmente el cine ha entregado versiones más bien románticas, idealizadas y acríticas. Y preguntarse: ¿cómo actuaría yo? ¿Sería capaz de esto? Una de las posibilidades más estremecedoras es que, luego de ver Infancia clandestina, tal vez las respuestas no resulten muy próximas a lo políticamente correcto.
En su intento altruista de encarar en inferioridad de condiciones y sin apoyo popular la lucha contra una dictadura asesina, los padres de Juan sumergen a su hijo en un mundo de máscaras superpuestas en el que, paradoja interesante, es necesario hacer desaparecer hasta la propia identidad. Casi como si se tratara de un juego (la mejor forma de hacer que un chico haga incluso lo que no quiere, para bien o para mal), Juan irá a la escuela con un nombre falso y una historia familiar inventada, juego del cual sin embargo conoce bien los riesgos, entre ellos la muerte. Aun así seguirá siendo un chico y de a poco hasta despertará al amor; un despertar que en oposición a la ruda vida dentro de la resistencia es retratado dulcemente y tiene algo de la bellísima Melody (Waris Hussein, 1971), pero que aquí también representa el amanecer a una visión menos inocente del mundo. Lo que equivale a ver de un modo menos idealista aquello que justamente se sostiene en el idealismo. El entramado familiar que propone Avila y las grandes actuaciones de todo el elenco le sirven para presentar los diferentes juicios que hoy y entonces se podían tener sobre la lucha.
Más allá de lo puntual de la historia narrada, queda claro que Infancia clandestina se ubica dentro de un marco de cine con compromisos sociales e históricos, que comparte no sólo con otras expresiones cinematográficas latinoamericanas sino también con la literatura de la región, que encuentra en los años de plomo una espina dolorosa capaz de generar relatos que deben ser drenados sobre el blanco del papel o la pantalla. Es que el arte es sin dudas un vehículo por el cual las culturas, los pueblos y las sociedades son capaces de retratarse a sí mismas y transportar en el tiempo su identidad y su memoria, curiosamente dos palabras que el propio Avila utilizó en su debut documental. Sin dudas su segunda película posee esa intención transmisora, pero lo hace a partir de un relato que se permite el saludable lujo de la duda. Una piedra en el zapato para volver a preguntar por qué tanto dolor. Será que lejos de aquello de que la historia la escriben los que ganan, y como ha dicho alguien, tal vez en realidad la historia la ganan los que la escriben y de eso se trata Infancia clandestina. De no perder los fragmentos de un espejo roto que quisieron ser ocultados, y que en el intento de reunirlos para entregar un reflejo nuevo también son capaces de lastimar a quien lo intente. Bienvenido ese dolor, cuando viene de la mano de una buena película, y sirve para seguir pensando y discutiendo la historia.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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martes, 18 de septiembre de 2012
CINE - Comenzó el 1° Festival Internacional de Cine de UNASUR en San Juan: Ver a Sudamérica en el cine
Comenzó este fin de semana en la ciudad de San Juan, la primera edición del Festival Internacional UNASUR Cine, cuyo objetivo es reunir en un mismo espacio y poner a dialogar entre sí a lo mejor de la producción cinematográfica sudamericana más reciente, bajo un lema por demás elocuente: integrando diversidad. Para el ello el Festival cuenta con tres competencias, largometraje de ficción, documental y cortos (además de una pequeña pero potente programación no competitiva), que le permiten presentar una muestra bien amplia y representativa de lo que se está filmando en la región. Ciertamente el programa no ofrece grandes estrenos, sobre todo porque a esta altura del año las producciones más destacadas ya le han dado prioridad a los festivales de mayor importancia, pero tratándose de un encuentro que realiza su debut, sin dudas reúne una importante cantidad de trabajos que ya han probado su calidad por otros medios.
Durante la ceremonia de apertura, realizada el sábado por la noche, el gobernador de esta provincia, José Luis Gioja, prometió darle continuidad al Festival y se lo dedicó a Néstor Kirchner, primer Secretario General de UNASUR. Luego de las palabras se destacó el potente trabajo del Combinado Argentino de Danza, dirigido por la artista y bailarina Andrea Servera. Esta agrupación realizó un atractivo conjunto de coreografías que, inspiradas en distintos ritmos populares sudamericanos, combinaron la danza de corte tradicional con el frenesí acrobático del baile urbano y sonidos más tecno. El resultado fue un entretenido entremés que dejó el ambiente bien caliente para la primera proyección del festival, a cargo de Aballay, el hombre sin miedo, un western en toda regla pero de color local, del director argentino Fernando Spiner basado en un cuento del mendocino Antonio Di Benedetto, que el año pasado fuera la precandidata nacional a los premios Oscar. Mientras tanto, el papel de película de apertura oficial del festival lo desempeñó el film Todos tenemos un plan, thriller de Ana Piterbarg, que representa nada menos que el primer protagónico del popular actor Viggo Mortensen en una película argentina.
El día de ayer representó el primer día de actividades del Festival, en el que comenzaron a proyectarse las películas en competencia. Entre ellas se destacaron el documental brasilero Tropicalia, de Marcelo Machado, que busca retratar el nacimiento del Tropicalismo, movimiento que en los años 60 cambió la forma de entender el arte en Brasil, y la argentina Papirosen, de Gastón Solnicki. Entre las películas de ficción pueden mencionarse la uruguaya 3, de Pablo Stoll y la argentina Infancia clandestina, dirigida por Benjamín Ávila, interpretada por Natalia Oreiro y Ernesto Alterio, que tendrá su estreno comercial este próximo jueves en las salas locales. Infancia clandestina busca recrear el enfrentamiento entre los grupos subversivos armados y el ejército en los años 70 en el país, pero a través de la mirada de un chico de 11 años.
En tanto que para hoy se destacan la chilena El año del tigre, de Sebastián Lelio, ambientada en el arrasador movimiento sísmico que sufrió el país trasandino en el año 2010, que formó parte de la Competencia Internacional del último Festival de Cine de Mar del Plata. Y también el documental Chacarera, en el que Miguel Miño retrata el duelo de Peteco Carabajal tras la muerte de su padre, Carlos Carabajal, a quien muchos consideran el padre de este ritmo folclórico típicamente argentino. La nota oscura la dio la noticia de que la salud de Leonardo Favio, uno de los grandes directores de la historia del cine argentino y de quien aquí se proyecta Aniceto, su última y gran película, estaría pasando por un momento crítico y todos los presentes se unieron en el deseo de su pronta mejoría. Y así, entre imágenes que desbordan de historia y realidad sudamericana, continua esta primera edición del Festival Internacional UNASUR Cine, que finaliza el próximo sábado.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Durante la ceremonia de apertura, realizada el sábado por la noche, el gobernador de esta provincia, José Luis Gioja, prometió darle continuidad al Festival y se lo dedicó a Néstor Kirchner, primer Secretario General de UNASUR. Luego de las palabras se destacó el potente trabajo del Combinado Argentino de Danza, dirigido por la artista y bailarina Andrea Servera. Esta agrupación realizó un atractivo conjunto de coreografías que, inspiradas en distintos ritmos populares sudamericanos, combinaron la danza de corte tradicional con el frenesí acrobático del baile urbano y sonidos más tecno. El resultado fue un entretenido entremés que dejó el ambiente bien caliente para la primera proyección del festival, a cargo de Aballay, el hombre sin miedo, un western en toda regla pero de color local, del director argentino Fernando Spiner basado en un cuento del mendocino Antonio Di Benedetto, que el año pasado fuera la precandidata nacional a los premios Oscar. Mientras tanto, el papel de película de apertura oficial del festival lo desempeñó el film Todos tenemos un plan, thriller de Ana Piterbarg, que representa nada menos que el primer protagónico del popular actor Viggo Mortensen en una película argentina.
El día de ayer representó el primer día de actividades del Festival, en el que comenzaron a proyectarse las películas en competencia. Entre ellas se destacaron el documental brasilero Tropicalia, de Marcelo Machado, que busca retratar el nacimiento del Tropicalismo, movimiento que en los años 60 cambió la forma de entender el arte en Brasil, y la argentina Papirosen, de Gastón Solnicki. Entre las películas de ficción pueden mencionarse la uruguaya 3, de Pablo Stoll y la argentina Infancia clandestina, dirigida por Benjamín Ávila, interpretada por Natalia Oreiro y Ernesto Alterio, que tendrá su estreno comercial este próximo jueves en las salas locales. Infancia clandestina busca recrear el enfrentamiento entre los grupos subversivos armados y el ejército en los años 70 en el país, pero a través de la mirada de un chico de 11 años.
En tanto que para hoy se destacan la chilena El año del tigre, de Sebastián Lelio, ambientada en el arrasador movimiento sísmico que sufrió el país trasandino en el año 2010, que formó parte de la Competencia Internacional del último Festival de Cine de Mar del Plata. Y también el documental Chacarera, en el que Miguel Miño retrata el duelo de Peteco Carabajal tras la muerte de su padre, Carlos Carabajal, a quien muchos consideran el padre de este ritmo folclórico típicamente argentino. La nota oscura la dio la noticia de que la salud de Leonardo Favio, uno de los grandes directores de la historia del cine argentino y de quien aquí se proyecta Aniceto, su última y gran película, estaría pasando por un momento crítico y todos los presentes se unieron en el deseo de su pronta mejoría. Y así, entre imágenes que desbordan de historia y realidad sudamericana, continua esta primera edición del Festival Internacional UNASUR Cine, que finaliza el próximo sábado.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
domingo, 16 de septiembre de 2012
LIBROS - "El estereoscopio de los solitarios", de J. Rodolfo Wilcock: Amigos de libros
Me hubiera gustado conocer a Wilcock tanto como a Borges o a Cortázar. Será que los he leído tanto (quizá no tantas veces, sino con tanto gusto: ¿o no es preferible el placer de una noche que cuántas desperdiciadas?) que hasta llegué a creer que de veras nos conocemos y que han escrito para mí, para que yo los quisiera y quisiera dormir sobre una cama construida con sus libros, para poder cubrirme con sus páginas en invierno o abanicarme en las noches de verano. Sucede que a Borges y a Cortázar los conocemos más gente, pero a Wilcock sólo los que somos sus amigos. Amigos de sus libros, en realidad: todos ellos tienen la virtud de convertir a la lectura en un juego y uno imagina que escribirlos para él era jugar. El estereoscopio de los solitarios es uno de esos libros y según el autor se trata de una novela con 70 personajes que nunca llegan a conocerse. Disfrazarse, sabemos todos, es uno de los juegos favoritos de cualquier chico, por eso no es extraño que a este se le ocurriera la travesura de disfrazar de novela un libro compuesto por 70 relatos de una poesía y un humor inigualables. Aunque tal vez sea al revés. Quisiera conocer a Wilcock, aunque ya lo conozca.
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
miércoles, 12 de septiembre de 2012
CINE - ¿Qué voy a hacer con mi marido? (Hope Springs), de David Frankel: Dos grandes actores y poco más
La primera escena de ¿Qué voy a hacer con mi marido?, cuarto film del director David Frankel, tiene más de una virtud. Al menos tiene dos: Meryl Streep y Tommy Lee Jones. Aquí ella es Kay, una mujer madura que, todo lo bonita y sensual que puede, entra en la habitación de Arnold, su marido, y le pregunta si no puede dormir esa noche con él. Él, acostado y sin dejar de leer una revista, la mira con preocupación y quiere saber si le ha pasado algo a su cama. Ella, algo atribulada, responde que no es eso y Arnold aun más confundido vuelve a preguntar: “¿Entonces, qué?” El rostro de Kay improvisa un gesto con toda la cara, un gesto que a la vez expresa deseo e inspira compasión. Tomado por sorpresa, Arnold comprende lo que necesita Kay y se excusa con torpeza, argumentando algún dolor. Ella se retira abrumada y él se queda en la cama, respirando con alivio. Toda la secuencia dura un poco más de lo que se demora en leer este párrafo, pero Streep y Jones ya han dejado claro que son dos magníficos actores y que si esta vez les toca interpretar a un matrimonio derrotado por el tiempo y bailar al ritmo de la comedia ligera, pues entonces darán una clase de baile.
Como en El diablo viste a la moda y Marley y yo, las sobrevaloradas películas de Frankel que se han podido ver en las salas locales, el universo de ¿Qué voy a hacer con mi marido? es el de la clase media burguesa. Que en los Estados Unidos y por cómo se encarga de retratarla el director, es tan timorata, moralista y tibiamente progresista pero en el fondo conservadora, como aquí en la Argentina. O más. El matrimonio de Kay y Arnold es un gran ejemplo de esa rigidez. Ellos componen, cada uno desde su rol, una pareja regida por el orden machista. Ella, mujer de su casa, le prepara a él cada mañana unos huevos con tocino y café. Listo para irse a trabajar, él lee el diario sin prestarle a ella la menor atención, y come su desayuno como si fuera natural encontrarlo ahí, listo cada mañana. Como si Kay no existiera. Ambos han aceptado ciegamente ese mandato a lo largo de 31 años de matrimonio y el disparador de la película es justamente la epifanía de Kay, su repentina toma de conciencia del no lugar al que ha sido relegada. Como en la vida burguesa todo parece resolverse con los evangelios de autoayuda y sus gurúes (y vaya si se lo puede confirmar aquí en Buenos Aires, donde el Jefe de Gobierno de la Ciudad ha tenido la brillante idea de invertir los fondos públicos en una feria internacional de la buena onda), Kay consigue un libro del doctor Feld (Steve Carell), un reputado terapeuta de parejas, y paga con sus ahorros una semana de tratamiento con él. Arnold se resistirá, pero acabará cediendo al “capricho”, convencido de que todo será inútil.
El primer tercio largo de ¿Qué voy a hacer con mi marido? es lo mejor de la película. Las sesiones de terapia en las que Steve Carell cumple a la perfección con el rol del terapeuta neutro, son el ambiente perfecto para que Streep y sobre todo Jones entreguen actuaciones tan potentes como minimalistas. Sin embargo Frankel se encarga de sobrecargar todo de lugares comunes, apelando a una estética de tarjeta postal en donde hasta la musicalización es un exceso. El relato de a poco se va acomodando en los convencionalismos que el director ya mostró en sus trabajos anteriores, hasta convertirlo en una película más. Aun a pesar del esmero mediocrizante de Frankel, la película mantiene dos puntos extra a favor. Sí: Meryl y Tommy Lee. Sin ellos estaríamos hablando de otra cosa.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Como en El diablo viste a la moda y Marley y yo, las sobrevaloradas películas de Frankel que se han podido ver en las salas locales, el universo de ¿Qué voy a hacer con mi marido? es el de la clase media burguesa. Que en los Estados Unidos y por cómo se encarga de retratarla el director, es tan timorata, moralista y tibiamente progresista pero en el fondo conservadora, como aquí en la Argentina. O más. El matrimonio de Kay y Arnold es un gran ejemplo de esa rigidez. Ellos componen, cada uno desde su rol, una pareja regida por el orden machista. Ella, mujer de su casa, le prepara a él cada mañana unos huevos con tocino y café. Listo para irse a trabajar, él lee el diario sin prestarle a ella la menor atención, y come su desayuno como si fuera natural encontrarlo ahí, listo cada mañana. Como si Kay no existiera. Ambos han aceptado ciegamente ese mandato a lo largo de 31 años de matrimonio y el disparador de la película es justamente la epifanía de Kay, su repentina toma de conciencia del no lugar al que ha sido relegada. Como en la vida burguesa todo parece resolverse con los evangelios de autoayuda y sus gurúes (y vaya si se lo puede confirmar aquí en Buenos Aires, donde el Jefe de Gobierno de la Ciudad ha tenido la brillante idea de invertir los fondos públicos en una feria internacional de la buena onda), Kay consigue un libro del doctor Feld (Steve Carell), un reputado terapeuta de parejas, y paga con sus ahorros una semana de tratamiento con él. Arnold se resistirá, pero acabará cediendo al “capricho”, convencido de que todo será inútil.
El primer tercio largo de ¿Qué voy a hacer con mi marido? es lo mejor de la película. Las sesiones de terapia en las que Steve Carell cumple a la perfección con el rol del terapeuta neutro, son el ambiente perfecto para que Streep y sobre todo Jones entreguen actuaciones tan potentes como minimalistas. Sin embargo Frankel se encarga de sobrecargar todo de lugares comunes, apelando a una estética de tarjeta postal en donde hasta la musicalización es un exceso. El relato de a poco se va acomodando en los convencionalismos que el director ya mostró en sus trabajos anteriores, hasta convertirlo en una película más. Aun a pesar del esmero mediocrizante de Frankel, la película mantiene dos puntos extra a favor. Sí: Meryl y Tommy Lee. Sin ellos estaríamos hablando de otra cosa.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
CINE - Topos, de Emiliano Romero: Una fantasía con lectura social
No es sencillo encarar la narración de un futuro hipotético (o un falso pasado), intentando escurrir entre los pliegues del relato la metáfora social de un mundo de castas tan claro, que hasta se reparten los espacios físicos que ocupan. Eso busca Topos, del novel Emiliano Romero, film en donde sin explicar muy bien por qué, la sociedad se divide en una superficie ocupada por la clase pudiente, y una red subterránea donde se arrastra el lumpen que lucha contra los de arriba que literalmente lo aplastan. Este juego fue usado con éxito, aunque de modos distintos, en la literatura; basta recordar a Morlocks y Eloi en La máquina del tiempo, de H. G. Wells, o la variante distópica de Un mundo feliz, la novela de Aldous Huxley. El espíritu de ambas sobrevuela la acción de Topos, pero también hay conexiones cinematográficas, como Delicatessen, de los franceses Caro y Jeunet, o la soviética Kin-dza-dza!, con las cuales comparte una estética feísta puesta al servicio de un mundo diseñado con material de descarte, y el tono grotesco de las actuaciones.
El Topo vive en ese mundo bajo tierra pero está obsesionado con ser bailarín y se la pasa espiando los salones de un instituto de danza de la superficie. Cuando su padre, líder no se sabe bien si de la resistencia o de una célula terrorista, le encomienda una misión, él aprovecha para huir hacia arriba y tomar el lugar de un nuevo alumno muy esperado en la escuela. La academia es tutelada por la profesora Reznikoff y el Director, quienes llevan adelante un régimen de terror que parece ser el emergente del mundo en que viven. Criado en los túneles, el físico del Topo no parece dotado para la danza, pero el portero del lugar, viejo bailarín frustrado, lo entrenará en secreto, aunque deberá competir con Enzo, el inescrupuloso alumno estrella. El crimen, la traición y el amor no faltarán a la cita.
Luego de reconocer el notable trabajo de arte invertido en la creación de ese submundo en ruinas (que puede ser visto como non plus ultra de las villas de emergencia) y destacar la precisa labor de cámara, sobre todo para moverse en sitios reducidos y potenciar el carácter claustrofóbico de la vida bajo tierra, el primer problema de Topos es que el grotesco obliga a trabajar en el límite de la sobreactuación. Sobre ese filo hay quienes mantienen el equilibrio y quienes no tanto. Mientras Lautaro Delgado, Dayub, Audivert y hasta Guzmán lucen cómodos en el exceso, Manso y Goity se pasan algunas vueltas, aunque parece notorio que se trata de una consigna de dirección. También llama la atención la forma en que se ha elegido retratar a esos dos mundos y sus representantes, una forma de mirar (de juzgar) que no deja de ser discutible. Es obvio que los topos son la parte sometida del sistema, pero las causas de su lucha no terminan de quedar claras, permitiendo confundir con terrorismo lo que tal vez sea subversión (o al revés). Un detalle no menor para un país con nuestra historia. De igual modo, los representantes de arriba son lisa y llanamente sicóticos. Una forma oblicua de indulgencia, que relega su accionar al mero delirio y elide la cuestión de que toda opresión por lo general es ejercida por seres humanos completamente normales y no por enfermos mentales inimputables. Eso es lo que los vuelve abominables. Y en un mundo donde todos están locos, no hay diferencia entre opresor y oprimido sino, simplemente, dos demonios.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
El Topo vive en ese mundo bajo tierra pero está obsesionado con ser bailarín y se la pasa espiando los salones de un instituto de danza de la superficie. Cuando su padre, líder no se sabe bien si de la resistencia o de una célula terrorista, le encomienda una misión, él aprovecha para huir hacia arriba y tomar el lugar de un nuevo alumno muy esperado en la escuela. La academia es tutelada por la profesora Reznikoff y el Director, quienes llevan adelante un régimen de terror que parece ser el emergente del mundo en que viven. Criado en los túneles, el físico del Topo no parece dotado para la danza, pero el portero del lugar, viejo bailarín frustrado, lo entrenará en secreto, aunque deberá competir con Enzo, el inescrupuloso alumno estrella. El crimen, la traición y el amor no faltarán a la cita.
Luego de reconocer el notable trabajo de arte invertido en la creación de ese submundo en ruinas (que puede ser visto como non plus ultra de las villas de emergencia) y destacar la precisa labor de cámara, sobre todo para moverse en sitios reducidos y potenciar el carácter claustrofóbico de la vida bajo tierra, el primer problema de Topos es que el grotesco obliga a trabajar en el límite de la sobreactuación. Sobre ese filo hay quienes mantienen el equilibrio y quienes no tanto. Mientras Lautaro Delgado, Dayub, Audivert y hasta Guzmán lucen cómodos en el exceso, Manso y Goity se pasan algunas vueltas, aunque parece notorio que se trata de una consigna de dirección. También llama la atención la forma en que se ha elegido retratar a esos dos mundos y sus representantes, una forma de mirar (de juzgar) que no deja de ser discutible. Es obvio que los topos son la parte sometida del sistema, pero las causas de su lucha no terminan de quedar claras, permitiendo confundir con terrorismo lo que tal vez sea subversión (o al revés). Un detalle no menor para un país con nuestra historia. De igual modo, los representantes de arriba son lisa y llanamente sicóticos. Una forma oblicua de indulgencia, que relega su accionar al mero delirio y elide la cuestión de que toda opresión por lo general es ejercida por seres humanos completamente normales y no por enfermos mentales inimputables. Eso es lo que los vuelve abominables. Y en un mundo donde todos están locos, no hay diferencia entre opresor y oprimido sino, simplemente, dos demonios.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
CINE - 12º Festival de Cine Alemán: La mirada de esos otros
Comienza mañana la 12º edición del Festival de Cine Alemán, que tiene por objeto acercar al público porteño lo más destacado dentro de la producción cinematográfica germana más reciente. Gracias a la regularidad con que ha conseguido llegar a acumular su primera docena, este encuentro de cine ha ido convirtiéndose de a poco en una cita esperada dentro del calendario cultural de la ciudad, que le permite al cinéfilo local acceder a una importante cantidad de títulos que de otro modo no llegarían nunca a exhibirse en Buenos Aires. Y con una excelente calidad de exhibición, ya que todas las proyecciones se llevan a cabo en las salas del complejo Village Recoleta, sede habitual del evento.
En esta oportunidad el Festival de Cine Alemán, que se extenderá hasta el próximo miércoles 19, contará con una selección de largometrajes y otra de cortos, y un par de proyecciones especiales. Dentro de la programación principal se destaca el film Felicidad (Glück, 2011), de Doris Dörrie, una de las realizadoras alemanas más importantes de la actualidad. Muchos de sus trabajos son conocidos en la Argentina, algunos por haber sido estrenados comercialmente, como Las flores del cerezo, y otros por su paso por distintos festivales, como el BAFICI o ediciones anteriores de este mismo de Cine Alemán. Felicidad está basada en “Crime”, un relato del best-seller Ferdinand von Schirach, y sigue la relación entre dos jóvenes marginales, una chica que es refugiada de guerra que se prostituye para sobrevivir, y un muchacho punk que vive en la calle. Tomando la sordidez de los mundos que transita la pareja, subrayados por una estética sobrecargada y conscientemente kitsch, Dörrie consigue componer una historia de amor tan excéntrica como conmovedora. Otra de las películas que llaman la atención dentro de la programación es This ain’t California, de Marten Persiel. Este documental se basa en las imágenes originales de un grupo de jóvenes skaters que se dedicaban a patinar en los años '80 en Alemania Oriental. El film de Persiel muestra (y demuestra) que incluso en uno de los regímenes más estrictos del desaparecido bloque comunista del Este europeo, la juventud era capaz de encontrar espacios propios para expresar sus deseos, ansias y necesidades, aunque sea con el cuerpo, simplemente patinando. Y de paso permite descubrir que, lejos de las fantasías de Occidente, no todo era oscuridad al otro lado del Muro.
Dentro de los eventos especiales se encuentra el pre-estreno de El amigo alemán, de Jeanine Meerapfel. El film comienza en Buenos Aires y cuenta la historia de una hija de inmigrantes judío-alemanes y de su vecino y amigo, hijo de un ex teniente coronel de la SS, y recorrerá a través de sus personajes las diversas coyunturas históricas entre Europa y la Argentina. El amigo alemán, que cuenta con el trabajo de Celeste Cid en el rol protagónico femenino, resulta un bello ejemplo de aquello que se propone y consigue este Festival de Cine Alemán: unir dos culturas no tan ajenas a través del cine.
El Festival de Cine Alemán se lleva a cabo del 13 al 19 de septiembre en las salas del Village Recoleta, Vicente López 2050. Para ver la programación completa: www.cinealeman.com.ar
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
En esta oportunidad el Festival de Cine Alemán, que se extenderá hasta el próximo miércoles 19, contará con una selección de largometrajes y otra de cortos, y un par de proyecciones especiales. Dentro de la programación principal se destaca el film Felicidad (Glück, 2011), de Doris Dörrie, una de las realizadoras alemanas más importantes de la actualidad. Muchos de sus trabajos son conocidos en la Argentina, algunos por haber sido estrenados comercialmente, como Las flores del cerezo, y otros por su paso por distintos festivales, como el BAFICI o ediciones anteriores de este mismo de Cine Alemán. Felicidad está basada en “Crime”, un relato del best-seller Ferdinand von Schirach, y sigue la relación entre dos jóvenes marginales, una chica que es refugiada de guerra que se prostituye para sobrevivir, y un muchacho punk que vive en la calle. Tomando la sordidez de los mundos que transita la pareja, subrayados por una estética sobrecargada y conscientemente kitsch, Dörrie consigue componer una historia de amor tan excéntrica como conmovedora. Otra de las películas que llaman la atención dentro de la programación es This ain’t California, de Marten Persiel. Este documental se basa en las imágenes originales de un grupo de jóvenes skaters que se dedicaban a patinar en los años '80 en Alemania Oriental. El film de Persiel muestra (y demuestra) que incluso en uno de los regímenes más estrictos del desaparecido bloque comunista del Este europeo, la juventud era capaz de encontrar espacios propios para expresar sus deseos, ansias y necesidades, aunque sea con el cuerpo, simplemente patinando. Y de paso permite descubrir que, lejos de las fantasías de Occidente, no todo era oscuridad al otro lado del Muro.
Dentro de los eventos especiales se encuentra el pre-estreno de El amigo alemán, de Jeanine Meerapfel. El film comienza en Buenos Aires y cuenta la historia de una hija de inmigrantes judío-alemanes y de su vecino y amigo, hijo de un ex teniente coronel de la SS, y recorrerá a través de sus personajes las diversas coyunturas históricas entre Europa y la Argentina. El amigo alemán, que cuenta con el trabajo de Celeste Cid en el rol protagónico femenino, resulta un bello ejemplo de aquello que se propone y consigue este Festival de Cine Alemán: unir dos culturas no tan ajenas a través del cine.
El Festival de Cine Alemán se lleva a cabo del 13 al 19 de septiembre en las salas del Village Recoleta, Vicente López 2050. Para ver la programación completa: www.cinealeman.com.ar
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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sábado, 8 de septiembre de 2012
CINE - La pelea de mi vida, de Jorge Nisco: Entre la piña y la manipulación
El box es uno de los deportes que más le ha dado de comer al cine, porque es donde con más claridad se reconoce al héroe épico tradicional. Pero también porque asimila mejor las estructuras dramáticas clásicas como la tragedia y la comedia, el melodrama y hasta el cuento de hadas. Basta recordar la saga Rocky, metro patrón para films de boxeo, pero también Toro salvaje (Scorsese), El campeón (Zeffirelli), Million Dollar Baby (Eastwood), las biopics sobre campeones como los Rockys Graziano (interpretado por Paul Newman en 1956) y Marciano, y hasta Gatica, el Mono, de Leonardo Fabio, para reconocer alguno o todos estos elementos. Si hubiera que ubicar dentro del grupo a La pelea de mi vida, se diría que está más cerca del melodrama de El campeón (pero sin golpes tan bajos), que de la épica de Rocky o del apunte social de las películas de Scorsese y Fabio.
Alex es un boxeador argentino venido a menos que, radicado en Colombia, se contenta con hacer unos pesos en combates arreglados por la mafia de las apuestas. Pero un día Alex tiene que pelear en presencia de Bruno, campeón del mundo también argentino, con quien parece ligarlo algún nudo del pasado, y entonces se negará a perder como indicaba el arreglo. Un poco por orgullo y otro para salvar su vida, Alex regresa al país. Pasaron más de diez años en los que nadie supo de él y todos lo creían muerto. Alex se entera que Sol, una novia rica a la que abandonó en su huida, tuvo un hijo suyo y que tras años de esperarlo al fin se casó para darle un padre al pequeño. El verdadero problema es que Sol murió y el padre adoptivo del chico es nada menos que Bruno. Casi todas las películas antes nombradas apelan a un imaginario asociado a la clase obrera y la cultura popular, que en combinación con la fantasía del ascenso social a las piñas acaban por cocer un caldo rico en propiedades míticas. La pelea de mi vida quisiera abrevar ahí, pero se permite licencias que malogran el intento.
En Rocky 3, el viejo entrenador Mickey le dice al héroe -que luego de tres películas se volvió rico y menos tonto que en las primeras- que no debe pelear con Kluber Lang (el personaje de Mr.T) porque ha perdido el hambre que lo llevó a ser campeón. Un hambre que ahora nutre a su rival. No se trataba sólo del hambre de gloria, sino de hambre real, el que empuja a chicos sin salida a encontrar un oficio en el boxeo. Eso, hambre, es lo que le falta a los protagonistas de La pelea de mi vida, dos tipos de clase media alta en los que no se atisba un pasado ni remotamente cercano al lumpen, del que suelen surgir los héroes del boxeo (real o cinematográfico). Ese perfil ABC1 del universo en donde se desarrolla, no arruina la película, pero afecta su verosímil. Por no hablar de la relación psicopática que ambos padres mantienen con el chico a partir de que el conflicto se desata, un festín de manipulaciones que harían las delicias de un gabinete psicopedagógico. Tampoco eso sería un problema si la película asumiera dichas conductas como espurias pero, al contrario, La pelea de mi vida cree que en esos actos retorcidos hay legítimas manifestaciones de amor. Con la ausencia de un personaje que ocupe el rol del “villano” -forma ociosa de evitar los clichés del sub género-, la película vuelve a caer en la manipulación y acaba castigando a uno de los protagonistas más que al otro (y tal vez al que menos lo merece), jugando un final agridulce por los motivos equivocados. Finalmente, el recurso del 3D aporta poco y sólo parece un intento de aprovechar la popularidad de los anteojitos en la boletería.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Alex es un boxeador argentino venido a menos que, radicado en Colombia, se contenta con hacer unos pesos en combates arreglados por la mafia de las apuestas. Pero un día Alex tiene que pelear en presencia de Bruno, campeón del mundo también argentino, con quien parece ligarlo algún nudo del pasado, y entonces se negará a perder como indicaba el arreglo. Un poco por orgullo y otro para salvar su vida, Alex regresa al país. Pasaron más de diez años en los que nadie supo de él y todos lo creían muerto. Alex se entera que Sol, una novia rica a la que abandonó en su huida, tuvo un hijo suyo y que tras años de esperarlo al fin se casó para darle un padre al pequeño. El verdadero problema es que Sol murió y el padre adoptivo del chico es nada menos que Bruno. Casi todas las películas antes nombradas apelan a un imaginario asociado a la clase obrera y la cultura popular, que en combinación con la fantasía del ascenso social a las piñas acaban por cocer un caldo rico en propiedades míticas. La pelea de mi vida quisiera abrevar ahí, pero se permite licencias que malogran el intento.
En Rocky 3, el viejo entrenador Mickey le dice al héroe -que luego de tres películas se volvió rico y menos tonto que en las primeras- que no debe pelear con Kluber Lang (el personaje de Mr.T) porque ha perdido el hambre que lo llevó a ser campeón. Un hambre que ahora nutre a su rival. No se trataba sólo del hambre de gloria, sino de hambre real, el que empuja a chicos sin salida a encontrar un oficio en el boxeo. Eso, hambre, es lo que le falta a los protagonistas de La pelea de mi vida, dos tipos de clase media alta en los que no se atisba un pasado ni remotamente cercano al lumpen, del que suelen surgir los héroes del boxeo (real o cinematográfico). Ese perfil ABC1 del universo en donde se desarrolla, no arruina la película, pero afecta su verosímil. Por no hablar de la relación psicopática que ambos padres mantienen con el chico a partir de que el conflicto se desata, un festín de manipulaciones que harían las delicias de un gabinete psicopedagógico. Tampoco eso sería un problema si la película asumiera dichas conductas como espurias pero, al contrario, La pelea de mi vida cree que en esos actos retorcidos hay legítimas manifestaciones de amor. Con la ausencia de un personaje que ocupe el rol del “villano” -forma ociosa de evitar los clichés del sub género-, la película vuelve a caer en la manipulación y acaba castigando a uno de los protagonistas más que al otro (y tal vez al que menos lo merece), jugando un final agridulce por los motivos equivocados. Finalmente, el recurso del 3D aporta poco y sólo parece un intento de aprovechar la popularidad de los anteojitos en la boletería.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
viernes, 7 de septiembre de 2012
CINE - Papirosen, de Gastón Solnicki: Miro a mi familia y veo el mundo
Si hubo un premio cuya justicia difícilmente pueda ser discutida en la edición 2012 del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI), fue el que se llevó Papirosen, de Gastón Solnicki, ganadora de la Competencia Argentina. Se trata de un documental en el que el director realiza un retrato familiar a partir de filmaciones hogareñas, la mayoría registradas por él mismo en video, pero también por sus padres y abuelos en Súper 8 o VHS. Lejos del exhibicionismo banal de los reality show televisivos, esta intrusión (paradójicamente realizada por alguien que no es un intruso) comienza en Polonia poco antes de la invasión alemana que desató la Segunda Guerra Mundial y que arrastra el dolor de los que fueron perseguidos por llevar el estigma de simplemente ser judíos. Pero Papirosen -que significa Cigarrillos en ruso y es el título de una canción tradicional- no es una película elegíaca (aunque en su amplitud los lamentos también tengan un lugar), sino una oda, un canto de amor a la familia que incluye a cuatro generaciones. Tomando como disparador el nacimiento de su sobrino Mateo, que vino a inaugurar la última de esas camadas, Solnicki cuenta una historia en la que la abuela paterna se hace cargo de ser la voz ancestral que la relata. Claro que filmada por el menor de tres hermanos, la película no deja de tener la mirada revulsiva de un hijo hacia sus mayores, una mirada que declara con gracia el amor por los suyos, sin permitirse ser complaciente y no exenta de la impunidad que sólo se da en la más grande cercanía. “Sí, hacer una película de estas características es un acto de mucha impunidad, como sacarle una foto a alguien, conocido o desconocido, pero en situaciones de su intimidad. Incluso son actos de cierta violencia. Esa impunidad está en el centro del registro, pero en un sentido bueno, porque sólo a partir de ella se puede generar un material potente.”
-¿Cómo recibió tu familia el impacto de estar siendo observados?
-Bueno, todas las familias se documentan a sí mismas…
-Sí, pero no como proyecto a ser expuesto.
-Es que el proyecto no fue siempre claro. Ni siquiera para mí, e incluso una vez encarado no dejó de ser un acto muy fantasioso, hasta que llegó a exponerse en una pantalla. El impacto no ocurrió cuando les dije “voy a hacer una película con ustedes”, sino en el contexto mismo de la proyección, particularmente en el BAFICI.
-¿En qué momento te diste cuenta que en esos registros cotidianos de tu familia podía haber una película?
-No sé si hay un momento. Naturalmente la noche del nacimiento de mi sobrino en que empecé a filmarla, todavía no sabía bien lo que estaba haciendo, pero sin embargo lo hice con el rigor de quien cree que está haciendo una película. Recién cuatro años después volví a filmar, tomando ese material como antecedente, sintiendo que había algo interesante para contar a partir del crecimiento de Mateo, en quien me empiezo a ver reflejado en relación a mi infancia. Ahí empieza a aparecer la unión de esos dos puntos.
-Si uno continúa esa línea con que unís a Mateo con tu pasado, también es posible pensar que encontrás un futuro en el retrato que hacés de tu papá, y un futuro más lejano en el que hacés de tus abuelos.
-Sin dudas los vínculos familiares son complicados por esa proyección. Se ven en el otro cosas de uno mismo que gustan o no gustan, y curiosamente creo que eso se traslada al espectador, que puede reflejarse en ese vínculo que muestra la película a través de un voyeurismo que incomoda, porque a la vez que espía también se siente espiado en la medida que se reconoce. No sé cómo es el futuro, pero fue importante haber hecho la película siendo todavía hijo, porque creo que en el centro de ella está la paternidad. Me deja conectado con la idea de ser padre, tener mi propia familia y ver cómo hago para pasar por lo que me toque pasar.
-En tiempos de Reality Show, ¿no sentiste temor de que la película fuera relacionada con un formato tan maltratado?
-Yo mismo la relaciono. Hay algo del morbo de espiar la intimidad de una familia rica, digamos, que genera ese tipo de curiosidad. Pero creo que el recurso no está utilizado de esa manera, e incluso fuimos cuidadosos, porque hay situaciones de mucha fragilidad, ante las que no supe bien cómo posicionarme a la hora de filmar, pero menos a la hora de editar. Creo que la película evita ese tipo de manipulación. Al hacerla me amparé en la idea de sentir que lo hacía por el bienestar familiar y de hecho ha traído buenas consecuencias.
-La película consigue a partir de situaciones triviales, como un paseo de compras por Miami, tocar cuerdas profundas que exceden el marco familiar. ¿Esa trivialidad es una máscara?
-Es lo que tratamos de buscar, en qué puntos genuinos se podía apoyar la película. Creo que se da sobre todo en esta relación entre lo material y lo afectivo que en mi familia es bastante indisoluble. ¿Hasta qué punto se habla de guita y hasta qué punto se habla de amor? Ahí creo que hay una significación más universal y lo difícil era encontrar esa universalidad en la propia familia.
-En esa búsqueda de universalidad, Papirosen ilustra un fragmento importante de la historia judía, pero también retrata a cierta burguesía. En ambos casos lográs distintos grado de crítica sin resignar humor.
-¿Crítica en qué sentido?
-No evitás ser crudo. De hecho uno de los capítulos en los que dividiste la película se titula Los Miserables.
-Sí pero miserable tiene distintas acepciones. Entiendo que es ambiguo, pero miserable es alguien que sufre, que está en la miseria. No quise ponerlo como un insulto.
-Tampoco digo que sea un insulto, pero una vez elegida la palabra uno puede hacerla jugar en todas sus acepciones.
-Entiendo. Pero se trata de una cita al musical basado en la obra de Víctor Hugo, porque mi viejo siempre silba una de sus melodías. Respecto de lo crítico, no siento que haya una bajada de línea, no creo que sea descarnada.
-Tal vez no sea descarnada, pero tampoco condescendiente.
-No, pero no es crítica en un sentido acusador. A mi familia a lo sumo no les gusta verse en camisón o en bolas, pero no sienten que los estoy juzgando. Es más, cada uno cree que la película les da la razón en el marco de las pujas familiares. Lo cual es interesante.
-Y además, con este asunto de la forma en que se entrelazan amor y dinero, incluso te permitís jugar con algunos de los estereotipos más gruesos acerca de los judíos.
-Hasta podrían acusarme de antisemita (risas)
-Si bien no estás ausente, como director te has mantenido oculto en el retrato familiar. Pero en un momento apareces interrumpiendo una charla de tu papá y tu abuela, diciendo fuera de cuadro “no me van a dejar terminar nunca esta película”. Es sólo tu voz en off, pero tu presencia es muy potente en esa escena. Eso habla un poco de que a veces las obras se realizan a pesar el artista. ¿Hay algo de eso en Papirosen?
-Sí. Es interesante que lo veas así, porque hay otra escena donde es mi abuela la que pide el corte. Es una escena muy emotiva donde ella cuenta parte de su historia hasta que en un momento no puede más. Me dice con su acento polaco: “No podemos dejar para otro día, no quiero hablar más. Cortá”. No me dice dejame tranquila, no me molestes. Ni siquiera es “Cortala”. Dice “Cortá” y se coloca ella en el lugar de directora. No lo había pensado tan así, pero tanto que se habla de la ficción documental, ese es un momento en que inconscientemente estoy apelando a la mecánica más clásica del cine de ficción, a las órdenes de Corte y Acción.
-Además, si bien la película se dispara con el nacimiento de tu sobrino y después parece centrarse sobre la figura de tu padre y su lucha por recuperar su propia historia, su identidad, en definitiva la voz que rige la película, la encargada de contar la historia, es la de tu abuela.
-En ese sentido creo que es una película muy abierta, que puede ser leída desde distintos lugares. Ser el hijo menor de una familia; ser niño y que tus padres se separen; ser el padre y ver a tus hijos sufrir; ser una abuela y ver a tu familia desmembrarse. Creo que la película reproduce el organismo familiar en que los vínculos se construyen apoyándose unos en otros, una constelación sobre la que se apoya la película. Estoy de acuerdo con que mi abuela no sólo es la voz de la película, sino también un personaje entrañable. Parte de una generación que se lleva consigo al siglo XX.
Ecosistema BAFICI
En Septiembre de 2010, Papirosen se presentó en la sección Cine en Construcción del Festival Nacional de Cine de Río Negro. El premio se lo llevó Ausente, de Marco Berger, que luego ganaría el premio Teddy en el Festival de Berlín. Por su parte Papirosen compartió una mención con Tierra de los Padres, de Nicolás Prividera. Este año la película de Solnicki ganó la Competencia Argentina del 14º BAFICI, en tanto que la de Prividera no resultó seleccionada para ninguna de sus competencias, hecho que generó una carta pública en la que su director manifestó sus pruritos respecto del sistema de programación del festival y la cosa acabó en polémica. Los trascendidos indicaban que Papirosen había sido rechazada por el mismo festival en su edición anterior, habiéndosele sugerido al director que montara una nueva versión. “Es cierto que la película fue rechazada un año antes, pero nunca me sugirieron re-montarla”, corrige Solnicki. “La película no estaba terminada. Pero ninguna película argentina lo está cuando se presenta al BAFICI y llegan cagando. Pero es cierto que Sergio Wolf [último director de BAFICI, cargo que hoy ocupa Marcelo Panozzo] tenía una tendencia, que puede ser muy cuestionable, a considerar su lugar como dentro de un sistema de estudios, en donde viene el productor y te baja línea. Por más que lo hiciera con buena voluntad, se colocaba en un lugar muy raro que yo he sufrido. El BAFICI tiene derecho a hacer lo que quiera y en ese sentido no estoy de acuerdo con Prividera, más allá de que los criterios de selección sean arbitrarios o injustos y hasta mezquinos. Pero es parte del derecho constructivo de un festival decidir esto sí y esto no. Es raro que con una programación de 400 películas no se la haya mostrado, pero también es cierto que a cierto tipo de película nacional no incluirla en competencia es matarla y en ese caso es mejor no programarlas. En el caso de Papirosen fue positivo aquel rechazo, porque sirvió para terminar de resolver problemas de fondo que tenía. Pero si la película no iba al Festival de Locarno y se legitimaba por otros medios, tampoco sé si hubiera entrado al BAFICI.”
Papirosen se proyecta los viernes a las 20 en Malba, Figueroa Alcorta 3415 y los domingos a las 19:30 en las nuevas salas del Centro Cultural San Martín, Sarmiento 1551.
Versión ampliada del artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
-¿Cómo recibió tu familia el impacto de estar siendo observados?
-Bueno, todas las familias se documentan a sí mismas…
-Sí, pero no como proyecto a ser expuesto.
-Es que el proyecto no fue siempre claro. Ni siquiera para mí, e incluso una vez encarado no dejó de ser un acto muy fantasioso, hasta que llegó a exponerse en una pantalla. El impacto no ocurrió cuando les dije “voy a hacer una película con ustedes”, sino en el contexto mismo de la proyección, particularmente en el BAFICI.
-¿En qué momento te diste cuenta que en esos registros cotidianos de tu familia podía haber una película?
-No sé si hay un momento. Naturalmente la noche del nacimiento de mi sobrino en que empecé a filmarla, todavía no sabía bien lo que estaba haciendo, pero sin embargo lo hice con el rigor de quien cree que está haciendo una película. Recién cuatro años después volví a filmar, tomando ese material como antecedente, sintiendo que había algo interesante para contar a partir del crecimiento de Mateo, en quien me empiezo a ver reflejado en relación a mi infancia. Ahí empieza a aparecer la unión de esos dos puntos.
-Si uno continúa esa línea con que unís a Mateo con tu pasado, también es posible pensar que encontrás un futuro en el retrato que hacés de tu papá, y un futuro más lejano en el que hacés de tus abuelos.
-Sin dudas los vínculos familiares son complicados por esa proyección. Se ven en el otro cosas de uno mismo que gustan o no gustan, y curiosamente creo que eso se traslada al espectador, que puede reflejarse en ese vínculo que muestra la película a través de un voyeurismo que incomoda, porque a la vez que espía también se siente espiado en la medida que se reconoce. No sé cómo es el futuro, pero fue importante haber hecho la película siendo todavía hijo, porque creo que en el centro de ella está la paternidad. Me deja conectado con la idea de ser padre, tener mi propia familia y ver cómo hago para pasar por lo que me toque pasar.
-En tiempos de Reality Show, ¿no sentiste temor de que la película fuera relacionada con un formato tan maltratado?
-Yo mismo la relaciono. Hay algo del morbo de espiar la intimidad de una familia rica, digamos, que genera ese tipo de curiosidad. Pero creo que el recurso no está utilizado de esa manera, e incluso fuimos cuidadosos, porque hay situaciones de mucha fragilidad, ante las que no supe bien cómo posicionarme a la hora de filmar, pero menos a la hora de editar. Creo que la película evita ese tipo de manipulación. Al hacerla me amparé en la idea de sentir que lo hacía por el bienestar familiar y de hecho ha traído buenas consecuencias.
-La película consigue a partir de situaciones triviales, como un paseo de compras por Miami, tocar cuerdas profundas que exceden el marco familiar. ¿Esa trivialidad es una máscara?
-Es lo que tratamos de buscar, en qué puntos genuinos se podía apoyar la película. Creo que se da sobre todo en esta relación entre lo material y lo afectivo que en mi familia es bastante indisoluble. ¿Hasta qué punto se habla de guita y hasta qué punto se habla de amor? Ahí creo que hay una significación más universal y lo difícil era encontrar esa universalidad en la propia familia.
-En esa búsqueda de universalidad, Papirosen ilustra un fragmento importante de la historia judía, pero también retrata a cierta burguesía. En ambos casos lográs distintos grado de crítica sin resignar humor.
-¿Crítica en qué sentido?
-No evitás ser crudo. De hecho uno de los capítulos en los que dividiste la película se titula Los Miserables.
-Sí pero miserable tiene distintas acepciones. Entiendo que es ambiguo, pero miserable es alguien que sufre, que está en la miseria. No quise ponerlo como un insulto.
-Tampoco digo que sea un insulto, pero una vez elegida la palabra uno puede hacerla jugar en todas sus acepciones.
-Entiendo. Pero se trata de una cita al musical basado en la obra de Víctor Hugo, porque mi viejo siempre silba una de sus melodías. Respecto de lo crítico, no siento que haya una bajada de línea, no creo que sea descarnada.
-Tal vez no sea descarnada, pero tampoco condescendiente.
-No, pero no es crítica en un sentido acusador. A mi familia a lo sumo no les gusta verse en camisón o en bolas, pero no sienten que los estoy juzgando. Es más, cada uno cree que la película les da la razón en el marco de las pujas familiares. Lo cual es interesante.
-Y además, con este asunto de la forma en que se entrelazan amor y dinero, incluso te permitís jugar con algunos de los estereotipos más gruesos acerca de los judíos.
-Hasta podrían acusarme de antisemita (risas)
-Si bien no estás ausente, como director te has mantenido oculto en el retrato familiar. Pero en un momento apareces interrumpiendo una charla de tu papá y tu abuela, diciendo fuera de cuadro “no me van a dejar terminar nunca esta película”. Es sólo tu voz en off, pero tu presencia es muy potente en esa escena. Eso habla un poco de que a veces las obras se realizan a pesar el artista. ¿Hay algo de eso en Papirosen?
-Sí. Es interesante que lo veas así, porque hay otra escena donde es mi abuela la que pide el corte. Es una escena muy emotiva donde ella cuenta parte de su historia hasta que en un momento no puede más. Me dice con su acento polaco: “No podemos dejar para otro día, no quiero hablar más. Cortá”. No me dice dejame tranquila, no me molestes. Ni siquiera es “Cortala”. Dice “Cortá” y se coloca ella en el lugar de directora. No lo había pensado tan así, pero tanto que se habla de la ficción documental, ese es un momento en que inconscientemente estoy apelando a la mecánica más clásica del cine de ficción, a las órdenes de Corte y Acción.
-Además, si bien la película se dispara con el nacimiento de tu sobrino y después parece centrarse sobre la figura de tu padre y su lucha por recuperar su propia historia, su identidad, en definitiva la voz que rige la película, la encargada de contar la historia, es la de tu abuela.
-En ese sentido creo que es una película muy abierta, que puede ser leída desde distintos lugares. Ser el hijo menor de una familia; ser niño y que tus padres se separen; ser el padre y ver a tus hijos sufrir; ser una abuela y ver a tu familia desmembrarse. Creo que la película reproduce el organismo familiar en que los vínculos se construyen apoyándose unos en otros, una constelación sobre la que se apoya la película. Estoy de acuerdo con que mi abuela no sólo es la voz de la película, sino también un personaje entrañable. Parte de una generación que se lleva consigo al siglo XX.
Ecosistema BAFICI
En Septiembre de 2010, Papirosen se presentó en la sección Cine en Construcción del Festival Nacional de Cine de Río Negro. El premio se lo llevó Ausente, de Marco Berger, que luego ganaría el premio Teddy en el Festival de Berlín. Por su parte Papirosen compartió una mención con Tierra de los Padres, de Nicolás Prividera. Este año la película de Solnicki ganó la Competencia Argentina del 14º BAFICI, en tanto que la de Prividera no resultó seleccionada para ninguna de sus competencias, hecho que generó una carta pública en la que su director manifestó sus pruritos respecto del sistema de programación del festival y la cosa acabó en polémica. Los trascendidos indicaban que Papirosen había sido rechazada por el mismo festival en su edición anterior, habiéndosele sugerido al director que montara una nueva versión. “Es cierto que la película fue rechazada un año antes, pero nunca me sugirieron re-montarla”, corrige Solnicki. “La película no estaba terminada. Pero ninguna película argentina lo está cuando se presenta al BAFICI y llegan cagando. Pero es cierto que Sergio Wolf [último director de BAFICI, cargo que hoy ocupa Marcelo Panozzo] tenía una tendencia, que puede ser muy cuestionable, a considerar su lugar como dentro de un sistema de estudios, en donde viene el productor y te baja línea. Por más que lo hiciera con buena voluntad, se colocaba en un lugar muy raro que yo he sufrido. El BAFICI tiene derecho a hacer lo que quiera y en ese sentido no estoy de acuerdo con Prividera, más allá de que los criterios de selección sean arbitrarios o injustos y hasta mezquinos. Pero es parte del derecho constructivo de un festival decidir esto sí y esto no. Es raro que con una programación de 400 películas no se la haya mostrado, pero también es cierto que a cierto tipo de película nacional no incluirla en competencia es matarla y en ese caso es mejor no programarlas. En el caso de Papirosen fue positivo aquel rechazo, porque sirvió para terminar de resolver problemas de fondo que tenía. Pero si la película no iba al Festival de Locarno y se legitimaba por otros medios, tampoco sé si hubiera entrado al BAFICI.”
Papirosen se proyecta los viernes a las 20 en Malba, Figueroa Alcorta 3415 y los domingos a las 19:30 en las nuevas salas del Centro Cultural San Martín, Sarmiento 1551.
Versión ampliada del artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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martes, 4 de septiembre de 2012
LIBROS - "Éxodo jujeño", de Hernán Brienza: Una historia que ya tiene quien la escriba.
Ayer por la noche se realizó en el Sala Jorge Luis Borges de la Biblioteca Nacional, la presentación de Éxodo jujeño, La gesta de Manuel Belgrano y un pueblo para construir una Nación, el nuevo libro de Hernán Brienza. En sus páginas, el periodista y politólogo reconstruye los hechos ocurridos en agosto de 1812, en el marco de la Guerra de la Independencia, cuando Belgrano, al mando del diezmado Ejército Revolucionario vencido en el desastre de Huaqui, decide replegarse hasta Tucumán, seguido por los hombres y mujeres del pueblo, quienes no dudaron en quemar todo (casas, bienes y cosechas), dejando a los ejércitos realistas sólo tierra arrasada. Se trata tal vez de la primera gesta popular de una nación que ha decidido su independencia. La primera y quizá la menos recordada.
Acompañado por una mesa de notables, integrada por Pacho O'Donnell, director del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego; por la periodista y directora de Radio Nacional, María Seoane, y por el periodista Roberto Caballero, Brienza presentó con orgullo su último trabajo, en un clima cordial y distendido. Seoane fue la primera en tomar la palabra: "Hacía mucho que no leía un libro que me hiciera sentir tan reconciliada con lo mejor de nuestra gente". Asi mismo se encargó de tender puentes a través de la historia entre aquella pueblada y otras gestas populares, como la del 17 de Octubre de 1945, o los movimientos ocurridos en diciembre de 2001 y en el año 2003. Y saludó con alegría la pasión puesta por el autor en su trabajo, ya que consideró que: "No hay posibilidades de abordar la historia de los pueblos sin una cuota muy alta de pasión, tal vez mucho más que de razón."
Roberto Caballero, por su parte, manifestó que "no es casualidad" que Brienza haya encargado de reivindicar el heroísmo del Éxodo jujeño "justo cuando se cumplen 200 años", porque considera que también los ecos de aquellos hechos tienen múltiples resonancias en las luchas y conquistas del presente. Asimismo valoró el trabajo del autor como muy importante para "las nuevas generaciones de militantes", ya que aporta un modelo como Manuel Belgrano, "un hombre lleno de virtudes que no son las de la figura del cuadro pintado". Y finalizó afirmando que "somos hijos de héroes como este y de esas rebeliones de los pobres".
Pacho O'Donnell fue el encargado de cerrar la ronda de oradores y lo hizo recordando una frase que complementa, o tal vez corrige, aquello de que la historia la escriben los que ganan. “Brienza suele decir al respecto que en realidad la Historia la ganan los que la escriben. Y esa es la tarea que nos hemos impuesto quienes compartimos el compromiso de difundir la historia. Lo que se propone Hernán con este nuevo libro." "La historia no se hizo porque Belgrano lo decidiera, sino porque hubo un momento social que lo hizo posible", continuó el historiador. Para finalizar, O'Donnell creyó conveniente destacar que "recordar a Belgrano como militar es ofenderlo, porque él era antes que nada un gran intelectual, cuya obra más grande fue acceder a dirigir los ejércitos de una nación que no tenía generales".
Todos coincidieron en destacar la importancia de abordar con nueva profundidad la figura de Belgrano y rescatar una gesta popular que hasta hoy no había tenido quien la escriba.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Acompañado por una mesa de notables, integrada por Pacho O'Donnell, director del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego; por la periodista y directora de Radio Nacional, María Seoane, y por el periodista Roberto Caballero, Brienza presentó con orgullo su último trabajo, en un clima cordial y distendido. Seoane fue la primera en tomar la palabra: "Hacía mucho que no leía un libro que me hiciera sentir tan reconciliada con lo mejor de nuestra gente". Asi mismo se encargó de tender puentes a través de la historia entre aquella pueblada y otras gestas populares, como la del 17 de Octubre de 1945, o los movimientos ocurridos en diciembre de 2001 y en el año 2003. Y saludó con alegría la pasión puesta por el autor en su trabajo, ya que consideró que: "No hay posibilidades de abordar la historia de los pueblos sin una cuota muy alta de pasión, tal vez mucho más que de razón."
Roberto Caballero, por su parte, manifestó que "no es casualidad" que Brienza haya encargado de reivindicar el heroísmo del Éxodo jujeño "justo cuando se cumplen 200 años", porque considera que también los ecos de aquellos hechos tienen múltiples resonancias en las luchas y conquistas del presente. Asimismo valoró el trabajo del autor como muy importante para "las nuevas generaciones de militantes", ya que aporta un modelo como Manuel Belgrano, "un hombre lleno de virtudes que no son las de la figura del cuadro pintado". Y finalizó afirmando que "somos hijos de héroes como este y de esas rebeliones de los pobres".
Pacho O'Donnell fue el encargado de cerrar la ronda de oradores y lo hizo recordando una frase que complementa, o tal vez corrige, aquello de que la historia la escriben los que ganan. “Brienza suele decir al respecto que en realidad la Historia la ganan los que la escriben. Y esa es la tarea que nos hemos impuesto quienes compartimos el compromiso de difundir la historia. Lo que se propone Hernán con este nuevo libro." "La historia no se hizo porque Belgrano lo decidiera, sino porque hubo un momento social que lo hizo posible", continuó el historiador. Para finalizar, O'Donnell creyó conveniente destacar que "recordar a Belgrano como militar es ofenderlo, porque él era antes que nada un gran intelectual, cuya obra más grande fue acceder a dirigir los ejércitos de una nación que no tenía generales".
Todos coincidieron en destacar la importancia de abordar con nueva profundidad la figura de Belgrano y rescatar una gesta popular que hasta hoy no había tenido quien la escriba.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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CINE - Bruno Dumont y su última película "Fuera de Satán" (Hors Satan): La fé en el cine
Dentro de una cartelera cinematográfica como la de Buenos Aires, cada vez más condescendiente con los vicios narrativos del (peor) cine norteamericano, la aparición de una película del director francés Bruno Dumont es una bienvenida pedrada en la cara. Porque Fuera de Satán, su película que se proyecta desde la semana pasada en la sala Lugones del teatro San Martín, es despabiladora. Brutalmente despabiladora. Y eso a pesar de (o justamente por) su ausencia de música, la austeridad de sus diálogos, o de su pensada y morosa progresión narrativa. Aunque eso de ningún modo significa que se trata de un film apto para cualquiera, sino todo lo contrario: Fuera de Satán en particular, y la obra de Dumont en general, representa un reto para el espectador. Un doble desafío en todo caso, que tanto abarca su construcción estética a contrapelo de las tendencias más comerciales dentro del universo del cine, como su punto de vista, una posición radical y revulsiva sobre conceptos como el Bien y el Mal. Una mirada no libre de ideología que puede volverse polémica en tanto involucra una crítica, poética pero abierta, sobre cuestiones como lo sagrado, la espiritualidad y las religiones. La cristiana en particular. Y es que Fuera de Satán ofrece una versión excéntrica de la liturgia y las mitologías evangélicas, característica que no es ajena al resto de la obra de Dumont: basta ver películas como La vida de Jesús, La humanidad o Entre la fé y la pasión.
La película transcurre en una aldea rural en la campiña normanda y cuenta la historia de un hombre solitario, casi un vagabundo, que mantiene una relación de ambigua amistad con una joven. Juntos comparten el tiempo, los rezos en medio de la naturaleza y las caminatas, pero también algún crimen. En ese lugar apartado y tranquilo, del que paradójicamente parece no haber salida, los protagonistas trazarán sin saberlo una línea muy fina que separa el bien del mal, sin que se sepa muchas veces por cuál de los dos lados caminan. “Si uno muestra acciones ordinarias de un modo natural, nada ocurre”, afirma Dumont. “Debe haber alguna desproporción en las acciones y en la interpretación de los actores, para que esta falta de equilibrio cobre un significado. Esto es lo que hace que los espectadores perciban algo más que lo que pueden ver a primera vista”. Es por eso que la tranquilidad de lo cotidiano transitado sobre ese filo, acabará indefectiblemente en estallidos de violencia tan breves como significativos. Los asesinatos, el deseo rechazado, la muerte de un ciervo, el exorcismo de una niña, el incendio de las cosechas y hasta una furiosa relación sexual, devienen actos rituales de innegable connotación espiritual y cada uno constituye, de algún modo, un milagro que invariablemente remite a relatos evangélicos. Sin embargo el director francés afirma que se propuso el desafío de intentar filmar un milagro sin “que necesariamente pudiera relacionárselo con lo religioso”, sobre todo porque, afirma, “no creo en Dios y mi película no exige ninguna fe por parte del público, más allá de la fe que el cine mismo demanda”.
En esta afirmación radica un punto nodal que puede servir para ver Fuera de Satán libres de los reparos y obstáculos que puede anteponer una interpretación religiosa demasiado conservadora. “Para mí el cine es aquello que permite que lo extraordinario pueda ser acomodado en lo ordinario”, reflexiona Dumont, “nos permite vislumbrar y percibir aquello de divino que hay en el hombre”. En efecto, más allá de sus múltiples lecturas, es evidente que las películas del director (y Fuera de Satán no es la excepción), asimilan al cine al relato religioso, tal vez porque, para él, “de algún modo el cine es semejante al misticismo. El misticismo dice ‘contempla la tierra y verás el cielo’. Bueno, ahí tenés: el cine también puede hacerlo, no necesitás una religión para eso”, concluye. Y aunque puede decirse que la historia de este hombre solitario y de la chica que lo sigue no es otra cosa que una alegoría sobre el bien y el mal, que alcanza brutales picos de explicitud, el francés considera que eso “puede ser dicho de casi cualquier película”. Y sostiene que Fuera de Satán “no es tanto una oposición simplista” acerca e la dualidad de lo bueno y lo malo, sino más bien una reflexión “sobre cómo uno construye su relación con el mundo, una relación en la cual el bien y mal realmente existen, pero en dónde lo importante es encontrar un lugar propio”. En ese recorrido, en esa búsqueda en la que, en definitiva, pueden resumirse miles de años de historia humana, tal vez se encuentre el punto de equilibrio de un cine tan complejo, y por eso tan rico, como el de este director francés. Fuera de Satán es una buena oportunidad para dejarse seducir por su cine, pero también para encontrar una obra revulsiva con la cual discutir. Para eso sirven, ni más ni menos, las buenas películas.
Dónde verla
Fuera de Satán, de Bruno Dumont, se proyectará en la Sala Leopoldo Lugones, av. Corrientes 1530, del martes 4 al domingo 9 de septiembre a las 14:30, 17, 19:30 y 22 horas.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
La película transcurre en una aldea rural en la campiña normanda y cuenta la historia de un hombre solitario, casi un vagabundo, que mantiene una relación de ambigua amistad con una joven. Juntos comparten el tiempo, los rezos en medio de la naturaleza y las caminatas, pero también algún crimen. En ese lugar apartado y tranquilo, del que paradójicamente parece no haber salida, los protagonistas trazarán sin saberlo una línea muy fina que separa el bien del mal, sin que se sepa muchas veces por cuál de los dos lados caminan. “Si uno muestra acciones ordinarias de un modo natural, nada ocurre”, afirma Dumont. “Debe haber alguna desproporción en las acciones y en la interpretación de los actores, para que esta falta de equilibrio cobre un significado. Esto es lo que hace que los espectadores perciban algo más que lo que pueden ver a primera vista”. Es por eso que la tranquilidad de lo cotidiano transitado sobre ese filo, acabará indefectiblemente en estallidos de violencia tan breves como significativos. Los asesinatos, el deseo rechazado, la muerte de un ciervo, el exorcismo de una niña, el incendio de las cosechas y hasta una furiosa relación sexual, devienen actos rituales de innegable connotación espiritual y cada uno constituye, de algún modo, un milagro que invariablemente remite a relatos evangélicos. Sin embargo el director francés afirma que se propuso el desafío de intentar filmar un milagro sin “que necesariamente pudiera relacionárselo con lo religioso”, sobre todo porque, afirma, “no creo en Dios y mi película no exige ninguna fe por parte del público, más allá de la fe que el cine mismo demanda”.
En esta afirmación radica un punto nodal que puede servir para ver Fuera de Satán libres de los reparos y obstáculos que puede anteponer una interpretación religiosa demasiado conservadora. “Para mí el cine es aquello que permite que lo extraordinario pueda ser acomodado en lo ordinario”, reflexiona Dumont, “nos permite vislumbrar y percibir aquello de divino que hay en el hombre”. En efecto, más allá de sus múltiples lecturas, es evidente que las películas del director (y Fuera de Satán no es la excepción), asimilan al cine al relato religioso, tal vez porque, para él, “de algún modo el cine es semejante al misticismo. El misticismo dice ‘contempla la tierra y verás el cielo’. Bueno, ahí tenés: el cine también puede hacerlo, no necesitás una religión para eso”, concluye. Y aunque puede decirse que la historia de este hombre solitario y de la chica que lo sigue no es otra cosa que una alegoría sobre el bien y el mal, que alcanza brutales picos de explicitud, el francés considera que eso “puede ser dicho de casi cualquier película”. Y sostiene que Fuera de Satán “no es tanto una oposición simplista” acerca e la dualidad de lo bueno y lo malo, sino más bien una reflexión “sobre cómo uno construye su relación con el mundo, una relación en la cual el bien y mal realmente existen, pero en dónde lo importante es encontrar un lugar propio”. En ese recorrido, en esa búsqueda en la que, en definitiva, pueden resumirse miles de años de historia humana, tal vez se encuentre el punto de equilibrio de un cine tan complejo, y por eso tan rico, como el de este director francés. Fuera de Satán es una buena oportunidad para dejarse seducir por su cine, pero también para encontrar una obra revulsiva con la cual discutir. Para eso sirven, ni más ni menos, las buenas películas.
Dónde verla
Fuera de Satán, de Bruno Dumont, se proyectará en la Sala Leopoldo Lugones, av. Corrientes 1530, del martes 4 al domingo 9 de septiembre a las 14:30, 17, 19:30 y 22 horas.
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