Un policial atrapado en el cuerpo de una road movie: eso es en principio Pantanal, la opera prima del director Andrew Sala, que formó parte de la Competencia Argentina de la edición 2014 del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Un policial que repite elementos comunes del género, como la huida o la persecución, pero abordados de tal modo que permiten atravesar las capas del relato para hacer que éste se funda con la forma en que se ha decidido narrarlo. Tal como se ha dicho, ese recorrido de road movie no es otra cosa que el itinerario de la fuga de un hombre sin nombre, quien carga con celo un bolso repleto de dólares. El tipo viaja en auto hacia el nordeste para intentar salir del país por los pasos aduaneros que unen a la Argentina con Paraguay y luego pasar a Brasil, para tratar de encontrar a un supuesto hermano que vive ahí. Sin embargo, mientras más avanza el protagonista, más compleja se torna la búsqueda y más inalcanzable su objetivo, haciendo que el punto de destino devenga punto de fuga.
Porque Pantanal es un policial y una road movie, pero también un laberinto de espejos. Una historia construida sobre duplicidades como esa, en la que un hombre que escapa intenta a su vez encontrar a otro, que también aparenta estar huyendo de él, haciendo que el camino del protagonista adquiera el doble valor de ser al mismo tiempo persecución y fuga, las dos caras de la misma moneda. Sala lleva ese juego de dobleces al extremo incluyendo una segunda línea narrativa. En ella, un personaje a quien nunca se ve y del que sólo se escucha su voz, también va tras los pasos de ese hombre. Jugando con un registro que roza la estética del documental de cabezas parlantes, ese personaje en off entrevista a las diferentes personas con las que el protagonista se ha ido cruzando en su camino. La recepcionista de un hotel; un taxista: un canoero que lo ayuda a cruzar el río para evitar los controles fronterizos; el dueño y el empleado de un taller. Todos miran la foto del hombre que escapa y responden a la pregunta de si lo han visto pasar o no.
Uno de los interrogantes sobre el que los policiales suelen apoyarse, es aquel acerca de si la verdad o la realidad pueden o no ser reconstruidas a partir de los indicios que van dejando los hechos que les dieron origen. Sala parece haber querido jugar con dicha idea a partir de ese espiral en el que fugas y persecuciones se multiplican y entrecruzan. Si el relato del hombre que huye está construido sobre el registro directo de sus actos, el otro en cambio va hilvanando una versión de esos mismos hechos, pero a partir del testimonio de los testigos, que no siempre se corresponde con esa realidad de la que el espectador ha sido testigo privilegiado. Justamente la distancia que media entre una versión y otra, es la misma que separa a la realidad del modo en que cada individuo la percibe. De ese modo, Pantanal puede ser vista además como un intento de escenificar las dificultades que involucran todo acto de representación de la realidad y, por lo tanto, una reflexión acerca de la acción misma de hacer cine.
La progresiva inmersión en los escenarios selváticos en los que se desarrolla este policial extraño, le da a Pantanal una atmósfera de cuento de Horacio Quiroga. Como en aquellos, a medida que el protagonista avanza en su derrotero, los escenarios urbanos van sucumbiendo a una geografía agreste que se resiste a ser humanizada. Ese proceso de absorción es gradual y hasta moroso, como los tiempos con que Sala se ha propuesto contar su historia. Pero también irreductible, porque una vez puesto en marcha es imposible de detener. Del mismo modo, el protagonista también va siendo devorado por la selva a medida que avanza. Ambas progresiones son replicadas por el director desde lo formal. Mientras que en el tramo inicial de la película el personaje es retratado de manera sofocante, con la cámara siempre encima, para llevar un registro exhaustivo de su crítico estado emocional, sobre el final los planos comienzan a ser cada vez más abiertos. Ahí la selva va ganando espacio, haciendo que la presencia humana comience a perder espesor, hasta desaparecer por completo en un extraordinario plano fijo final de más de cinco minutos, que viene a confirmar a este agobiante mecanismo de fugas y persecuciones como un ciclo infinito.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
viernes, 26 de febrero de 2016
CINE - 19° Festival Internacional de Cine de Punta del Este: Sobreviviendo
Además de adelantarse una semana para comenzar sus actividades antes de que termine febrero (en lugar del que fuera su acostumbrado lugar en el almanaque festivalero durante los primeros días del mes de marzo), la 19 edición del Festival Internacional de Cine de Punta del Este (FIC Punta) ha traído además otras novedades, vinculadas en primer lugar con el aspecto político. Las últimas elecciones que tuvieron lugar en el Uruguay, a mediados de 2015, le permitieron al Partido Blanco desalojar al Frente Amplio tras 10 años de gobierno en el departamento de Maldonado, al que pertenece la ciudad balnearia que oficia de sede de este tradicional encuentro de cine. Dicha circunstancia dio lugar a un cambio en la gestión artística del festival, que en sus últimas ediciones había estado a cargo de Alejandra Trelles y María José Santacreu, de Cinemateca Uruguaya. Licitación mediante, esta edición 2016 (que comenzó el domingo y se desarrollará hasta el próximo sábado) es la primera de cuya producción se encarga Fernando Goldsman, empresario y gestor cultural con experiencia en la organización de otros festivales de cine de menor envergadura, como el Festival de Cine Judío de Uruguay o el Festival Latinuy de cine latino, entre otros. La gran apuesta de Goldsman fue la de poner al frente de la programación de FIC Punta al reconocido crítico uruguayo Jorge Jellinek, quien conformó un equipo de programación integrado por el crítico peruano Isaac León Frías; el colombiano Oraldo Mora; Marcos Santuario, periodista y crítico brasileño, director del Festival de Cine de Gramado (Brasil); y el crítico argentino Alfredo “Fredy” Friedlander.
La jornada de apertura del festival estuvo atravesada por este cambio de gestión. El propio Goldsman se encargó de recordar en su discurso inicial que su equipo apenas contó con poco más de cuarenta días para organizar la programación y las actividades, debido a que la licitación aludida se resolvió recién durante los últimos días del año pasado. Del mismo modo subrayó la merma presupuestaria, siendo austeridad y autosustentabilidad las palabras más repetidas por él y por Jorge Céspedes, nuevo director general de cultura de Maldonado, durante la ceremonia de inicio. Sin embargo ambos también confiaron en que el entusiasmo ante el nuevo desafío podría de algún modo suplir las carencias económicas, sin afectar la calidad artística de la programación.
Durante la gala de inicio y antes de la proyección del film de apertura, Ausencia, del director brasileño Chico Texeira, ganador de la última edición del festival de Gramado, las autoridades homenajearon a George Hilton, actor que tuvo su era dorada en la década de 1960 como estrella de un buen número de spaghetti westerns. Nacido en Montevideo en 1934 como Jorge Hill Acosta y Lara, George Hilton dio su primer gran paso dentro de aquellas recordadas películas que revolucionaron el género de vaqueros en Tiempo de masacre (1966), del maestro del giallo y el spaghetti Lucio Fulci, en donde fue coprotagonista de Franco Nero. A partir de ahí trabajó en una larga lista de títulos que pertenecen a la serie B del género, en las que fue dirigido, entre otros, por nombres como León Klimovsky, Lamberto Bava o Enzo Castellari; compartió cartel con actores como Klaus Kinski, Ernest Borgnine y hasta Carlos Monzón y Susana Giménez (en El macho, de Marcello Andrei, 1977); y alguna vez fue Sartana, personaje icónico que como Django, Sabata o Santana, se repetían en distintas películas actuados por diferentes actores.
Hilton además será parte de la esperada Keoma Rises, un proyecto que a la manera de la saga Los Indestructibles (en la que Sylvester Stallone reunió a las grandes estrellas de acción de los años 80), volverá a juntar a buena parte de los nombres inolvidables del mondo spaghetti, en una nueva aventura dirigida por el mencionado Castellari. De ese elenco forman parte, además del uruguayo Hilton, desde el propio Nero y Bud Spencer a Tomás Milian, Gianni Garko y Fabio Testi. Nada menos. Como ya es tradición, la sección competitiva está compuesta íntegramente por producciones iberoamericanas. En representación de la Argentina aparecen dos títulos de peso. Una de ellas es La patota, segundo largometraje de Santiago Mitre como director que cuenta con una eficaz actuación de Dolores Fonzi, que pasó con gran repercusión por los festivales de Cannes y San Sebastián. Remake del film homónimo de 1961 dirigido por Daniel Tinayre y protagonizado por su esposa, Mirtha Legrand, La patota cuenta la historia de una maestra rural que es violada por un grupo de jóvenes y plantea una serie de discusiones entre lo social y lo filosófico acerca de temas como la culpa o la criminalización de la pobreza, cuyos alcances no están exentos de polémica.
Tercer trabajo del director Ariel Rotter, La luz incidente es el otro título argentino en competencia. Ambientada en la década de 1960 y estelarizada magistralmente por Erica Rivas y Marcelo Subiotto, la película (cuyo estreno en la Argentina es inminente) narra un pasaje de la vida de una joven viuda en el momento en que intenta empezar a rehacer su vida. Los otros títulos en competencia son Casi memoria, de Ruy Guerra (Brasil); Solos, de Joanna Lombardi (Peú); Felices 140, de Gracia Querejeta (España); Vida sexual de las plantas, de Sebastián Brahm (Chile); Clever, de Federico Borgia y Guillermo Madeiro (Uruguay); y las coproducciones Estuve en Lisboa y me acordé de ti, de José Barahona, La delgada línea amarilla, de Celso García, El acompañante, de Pavel Giroud y Prueba de Coraje, de Roberto Gervitz.
Como ya fue señalado, el honor de abrir el festival le correspondió a Ausencia, cuyo relato orbita en torno de la vida de Serginho, un chico de 14 años creciendo en un entorno desventajoso. Vinculada con películas de iniciación adolescente en las que la mirada social forma parte central del registro cinematográfico, entre las que pueden incluirse Los 400 golpes de François Truffaut o Crónica de un niño solo, de Leonardo Favio, Ausencia comienza con el abandono de la casa familiar por parte de un padre. El título no sólo alude a la salida de escena paterna y al modo en que el protagonista debe encargarse de llenar los huecos que esta deja -como hombre de una madre alcohólica; como padre de un hermano menor tan desamparado como él mismo; como sostén económico del grupo-, sino al modo en que este debe comenzar a lidiar con los espacios vacíos que el abandono abre en su propia vida. Texeira logra superponer la voracidad afectiva de Serginho con la aparición de un deseo no menos famélico, que el chico no sabe de qué modo saciar. En ese punto Ausencia presenta no pocos puntos de contacto con Ausente, película del argentino Marco Berger, con la que comparte mucho más que la familiaridad del título. No menos curioso: ambas películas participaron en diferentes ediciones del Festival de Berlín.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
La jornada de apertura del festival estuvo atravesada por este cambio de gestión. El propio Goldsman se encargó de recordar en su discurso inicial que su equipo apenas contó con poco más de cuarenta días para organizar la programación y las actividades, debido a que la licitación aludida se resolvió recién durante los últimos días del año pasado. Del mismo modo subrayó la merma presupuestaria, siendo austeridad y autosustentabilidad las palabras más repetidas por él y por Jorge Céspedes, nuevo director general de cultura de Maldonado, durante la ceremonia de inicio. Sin embargo ambos también confiaron en que el entusiasmo ante el nuevo desafío podría de algún modo suplir las carencias económicas, sin afectar la calidad artística de la programación.
Durante la gala de inicio y antes de la proyección del film de apertura, Ausencia, del director brasileño Chico Texeira, ganador de la última edición del festival de Gramado, las autoridades homenajearon a George Hilton, actor que tuvo su era dorada en la década de 1960 como estrella de un buen número de spaghetti westerns. Nacido en Montevideo en 1934 como Jorge Hill Acosta y Lara, George Hilton dio su primer gran paso dentro de aquellas recordadas películas que revolucionaron el género de vaqueros en Tiempo de masacre (1966), del maestro del giallo y el spaghetti Lucio Fulci, en donde fue coprotagonista de Franco Nero. A partir de ahí trabajó en una larga lista de títulos que pertenecen a la serie B del género, en las que fue dirigido, entre otros, por nombres como León Klimovsky, Lamberto Bava o Enzo Castellari; compartió cartel con actores como Klaus Kinski, Ernest Borgnine y hasta Carlos Monzón y Susana Giménez (en El macho, de Marcello Andrei, 1977); y alguna vez fue Sartana, personaje icónico que como Django, Sabata o Santana, se repetían en distintas películas actuados por diferentes actores.
Hilton además será parte de la esperada Keoma Rises, un proyecto que a la manera de la saga Los Indestructibles (en la que Sylvester Stallone reunió a las grandes estrellas de acción de los años 80), volverá a juntar a buena parte de los nombres inolvidables del mondo spaghetti, en una nueva aventura dirigida por el mencionado Castellari. De ese elenco forman parte, además del uruguayo Hilton, desde el propio Nero y Bud Spencer a Tomás Milian, Gianni Garko y Fabio Testi. Nada menos. Como ya es tradición, la sección competitiva está compuesta íntegramente por producciones iberoamericanas. En representación de la Argentina aparecen dos títulos de peso. Una de ellas es La patota, segundo largometraje de Santiago Mitre como director que cuenta con una eficaz actuación de Dolores Fonzi, que pasó con gran repercusión por los festivales de Cannes y San Sebastián. Remake del film homónimo de 1961 dirigido por Daniel Tinayre y protagonizado por su esposa, Mirtha Legrand, La patota cuenta la historia de una maestra rural que es violada por un grupo de jóvenes y plantea una serie de discusiones entre lo social y lo filosófico acerca de temas como la culpa o la criminalización de la pobreza, cuyos alcances no están exentos de polémica.
Tercer trabajo del director Ariel Rotter, La luz incidente es el otro título argentino en competencia. Ambientada en la década de 1960 y estelarizada magistralmente por Erica Rivas y Marcelo Subiotto, la película (cuyo estreno en la Argentina es inminente) narra un pasaje de la vida de una joven viuda en el momento en que intenta empezar a rehacer su vida. Los otros títulos en competencia son Casi memoria, de Ruy Guerra (Brasil); Solos, de Joanna Lombardi (Peú); Felices 140, de Gracia Querejeta (España); Vida sexual de las plantas, de Sebastián Brahm (Chile); Clever, de Federico Borgia y Guillermo Madeiro (Uruguay); y las coproducciones Estuve en Lisboa y me acordé de ti, de José Barahona, La delgada línea amarilla, de Celso García, El acompañante, de Pavel Giroud y Prueba de Coraje, de Roberto Gervitz.
Como ya fue señalado, el honor de abrir el festival le correspondió a Ausencia, cuyo relato orbita en torno de la vida de Serginho, un chico de 14 años creciendo en un entorno desventajoso. Vinculada con películas de iniciación adolescente en las que la mirada social forma parte central del registro cinematográfico, entre las que pueden incluirse Los 400 golpes de François Truffaut o Crónica de un niño solo, de Leonardo Favio, Ausencia comienza con el abandono de la casa familiar por parte de un padre. El título no sólo alude a la salida de escena paterna y al modo en que el protagonista debe encargarse de llenar los huecos que esta deja -como hombre de una madre alcohólica; como padre de un hermano menor tan desamparado como él mismo; como sostén económico del grupo-, sino al modo en que este debe comenzar a lidiar con los espacios vacíos que el abandono abre en su propia vida. Texeira logra superponer la voracidad afectiva de Serginho con la aparición de un deseo no menos famélico, que el chico no sabe de qué modo saciar. En ese punto Ausencia presenta no pocos puntos de contacto con Ausente, película del argentino Marco Berger, con la que comparte mucho más que la familiaridad del título. No menos curioso: ambas películas participaron en diferentes ediciones del Festival de Berlín.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
viernes, 19 de febrero de 2016
CINE - "Mi gran noche", de Álex de la Iglesia: Miserias de un avatar televisivo
Lejos parecen haber quedado los días en que ese gran director de comedias negras que supo ser Álex de la Iglesia conseguía, film tras film, salirse con la suya. Contar historias en las que a partir de una premisa más o menos delirante, con los géneros cinematográficos y un humor corrosivo y políticamente incorrecto como herramientas virtuosas, traficaba complejas miradas críticas de la realidad. Realidades que en primer lugar siempre eran las de España, su pago chico, pero que podían ser universalizadas. El peso de la iglesia católica en la identidad española; la vida (no tan) subterránea del franquismo que aún sobrevive; la codicia como emergente de una cultura que, mercado mediante, haría caer a su país en una de las peores crisis de su historia. De la Iglesia supo ser a la vez lúcido para mirarse en el reflejo de su propia comunidad, y bestial para pintar el retrato de lo que ese reflejo le mostraba. Pero con el correr de su filmografía fue resignando la precisión, el ingenio y la complejidad de su visión del mundo, para comenzar a tomar atajos. Mi gran noche, su último trabajo, es justamente eso, una película que intenta exponer una crítica durísima del mundo vacuo y perverso detrás de la industria de los grandes shows televisivos, pero que nunca consigue superar el límite de situaciones más grotescas que humorísticas, de chistes más burdos que graciosos y de metáforas obvias antes que sutiles.
Mi gran noche relata el transcurso de la grabación de un gran especial televisivo de fin de año, pero con la atención dividida entre distintos pares de realidades que son puestos en tensión. La dualidad más obvia, que habla de inclusiones y exclusiones, es la del adentro y el afuera de ese estudio de TV. Mientras que en el interior se lleva adelante una farsa de luces, brillos y estrellas pop, afuera ocurre el apocalipsis. Pero no un fin del mundo de ficción sino ese otro, concreto, al que la sociedad española debe hacerle frente desde que la crisis global desmoronó su economía, hace ya casi una década. Manifestaciones violentas y represión como contracara del cartón pintado y las miserias del endogámico show must go on televisivo. Así mismo, la vida dentro del estudio representa una sórdida arca de Noé, en la que creen salvarse de la extinción las mezquinas estrellas –que el eterno Niño Raphael sea uno de los protagonistas es el gran acierto de la película—; un productor estafador; los conductores mediáticos y los agresivos directores de piso y de cámara. Al fondo del tarro, los extras evocan a aquella clase media (o mediocre) que se alegra de haber quedado del lado de adentro, como si eso realmente los protegiera de una debacle que no es sólo económica, sino también cultural. El problema es que De la Iglesia no logra que el humor trascienda la mediocridad que intenta parodiar. Del mismo modo en que una estética caótica en lugar de burlarse de las miserias de la burbuja televisiva, más bien replican su formato, haciendo que la crítica nunca consiga tener mucho más vuelo que el abyecto objeto criticado.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Mi gran noche relata el transcurso de la grabación de un gran especial televisivo de fin de año, pero con la atención dividida entre distintos pares de realidades que son puestos en tensión. La dualidad más obvia, que habla de inclusiones y exclusiones, es la del adentro y el afuera de ese estudio de TV. Mientras que en el interior se lleva adelante una farsa de luces, brillos y estrellas pop, afuera ocurre el apocalipsis. Pero no un fin del mundo de ficción sino ese otro, concreto, al que la sociedad española debe hacerle frente desde que la crisis global desmoronó su economía, hace ya casi una década. Manifestaciones violentas y represión como contracara del cartón pintado y las miserias del endogámico show must go on televisivo. Así mismo, la vida dentro del estudio representa una sórdida arca de Noé, en la que creen salvarse de la extinción las mezquinas estrellas –que el eterno Niño Raphael sea uno de los protagonistas es el gran acierto de la película—; un productor estafador; los conductores mediáticos y los agresivos directores de piso y de cámara. Al fondo del tarro, los extras evocan a aquella clase media (o mediocre) que se alegra de haber quedado del lado de adentro, como si eso realmente los protegiera de una debacle que no es sólo económica, sino también cultural. El problema es que De la Iglesia no logra que el humor trascienda la mediocridad que intenta parodiar. Del mismo modo en que una estética caótica en lugar de burlarse de las miserias de la burbuja televisiva, más bien replican su formato, haciendo que la crítica nunca consiga tener mucho más vuelo que el abyecto objeto criticado.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 18 de febrero de 2016
CINE - "Zootopía", de Byron Howard, Rich Moore y codirección de Jared Bush: Animales de cine
Comenzar a elogiar a Zootopía, la habitual gran apuesta de principio de temporada de los estudios Disney, por el extraordinario nivel técnico de su animación, es empezar por lo más obvio. Lo cual no significa que no sea necesario porque, como ya es costumbre en los productos de la casa del ratón más famoso del mundo, es verdad que el trabajo realizado para dar vida a una megaciudad habitada por animales (cuyos diseño y arquitectura parecen basarse en las de Nueva York para las áreas céntricas y en las de Los Angeles para los suburbios) es excepcional. No podía esperarse menos de los padres de la animación industrial. Sobre todo desde que el genio creativo de John Lasseter, uno de los fundadores de los revolucionarios estudios Pixar, se hiciera cargo de las producciones animadas de Disney. Desde que él está al frente del área en 2006, rebautizada para la ocasión como Walt Disney Animation Studios, el salto de calidad entre el antes y el después es notable. Películas como Enredados (2010), Grandes héroes (2014) o la ya olvidada pero no menos elogiable La familia del futuro (2007), que representó el debut de Lasseter en su nuevo cargo, dan fe de un cambio en el estándar de calidad que abarca mucho más que los méritos técnicos y que hacen que hoy Disney viva una nueva era dorada. Un estatus que Zootopía viene a confirmar del modo más amplio.
Lejos de limitarse a sorprender con el nivel de detalle con que los animales son humanizados o la precisión con que se imita el movimiento real de cada hebra del pelaje de los protagonistas, en Zootopía hay un cuidado análogo en los detalles que involucran la creación de personajes y la narración de una historia que no sólo posee un interés en sí misma, sino que dialoga y pone en marcha elementos esenciales del relato cinematográfico. Aunque comienza como una típica historia de superación, en la que la conejita Judy Hopps convierte en realidad su sueño de ser la primera conejo policía en la historia de la ciudad de Zootopía, lo cierto es que durante la segunda mitad el film deviene algo más parecido a un thriller policial que a una tierna historia de animalitos. Claro que tampoco se trata de Pecados capitales de David Fincher porque, por supuesto, la comedia es el género que marca el tono del relato; pero la trama policial está muy presente y es tomada con total seriedad. Tal vez al modelo al que más se aproxime Zootopía sea el de las buddy movies policiales (o buddy cops), aquel que de algún modo inauguró Walter Hill con esa gran comedia policial que es 48 horas. Como en aquella, en la que Nick Nolte hacía de un policía duro que necesitaba de la ayuda de un estafador parlanchín encarnado por el mejor de los Eddie Murphy posibles, acá también la novata oficial Hopps precisa de Nick Wilde, un zorro que se parece demasiado al personaje de Murphy. En ambos casos, aunque por diferentes motivos, las dos parejas tienen sólo 48 horas para resolver el misterio que las reúne.
Más allá del alma policial que vertebra el relato, los elementos de comedia funcionan con suma precisión. Y además los creadores no le han temido a tomar las decisiones que fueran necesarias, por complejas que estas resulten a priori, para hacer que el producto final funcione. Por ejemplo, si toda la secuencia de los empleados públicos resulta maravillosa no es sólo por el acierto irónico de poner en su lugar a los lerdos perezosos (el estigma de la lentitud persigue a los burócratas de todas las latitudes), sino porque no se ha tenido miedo a dedicarle a ella todo el tiempo que necesita para funcionar de la manera en que lo hace. Si se tratara de música, a eso se le llamaría tempo. En el cine se puede hablar de timing, un elemento que es importante en cualquier caso, pero que en la comedia resulta fundamental. Y Zootopía hace gala de un timing minucioso, cuya evidencia se hace patente en un montaje muy certero que potencia sus no pocas virtudes narrativas.
Si de ironías se trata, la película también cumple con honores. Como cuando los padres de Judy, dos conejos granjeros muy conservadores –más por timoratos que por convicción–, tratan de disuadir a la pequeña conejita de su idea de convertirse en policía, diciéndole que “tener sueños es hermoso, mientras no creas que al final se convertirán en realidad”. Una extraordinaria muestra de sarcasmo que se burla de una de las premisas que ha motorizado a muchas de las grandes películas (incluyendo a esta) que los propios estudios Disney han producido desde el estreno de Blancanieves y los siete enanitos, el primero todos, hace ya casi 80 años.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pagina/12.
Lejos de limitarse a sorprender con el nivel de detalle con que los animales son humanizados o la precisión con que se imita el movimiento real de cada hebra del pelaje de los protagonistas, en Zootopía hay un cuidado análogo en los detalles que involucran la creación de personajes y la narración de una historia que no sólo posee un interés en sí misma, sino que dialoga y pone en marcha elementos esenciales del relato cinematográfico. Aunque comienza como una típica historia de superación, en la que la conejita Judy Hopps convierte en realidad su sueño de ser la primera conejo policía en la historia de la ciudad de Zootopía, lo cierto es que durante la segunda mitad el film deviene algo más parecido a un thriller policial que a una tierna historia de animalitos. Claro que tampoco se trata de Pecados capitales de David Fincher porque, por supuesto, la comedia es el género que marca el tono del relato; pero la trama policial está muy presente y es tomada con total seriedad. Tal vez al modelo al que más se aproxime Zootopía sea el de las buddy movies policiales (o buddy cops), aquel que de algún modo inauguró Walter Hill con esa gran comedia policial que es 48 horas. Como en aquella, en la que Nick Nolte hacía de un policía duro que necesitaba de la ayuda de un estafador parlanchín encarnado por el mejor de los Eddie Murphy posibles, acá también la novata oficial Hopps precisa de Nick Wilde, un zorro que se parece demasiado al personaje de Murphy. En ambos casos, aunque por diferentes motivos, las dos parejas tienen sólo 48 horas para resolver el misterio que las reúne.
Más allá del alma policial que vertebra el relato, los elementos de comedia funcionan con suma precisión. Y además los creadores no le han temido a tomar las decisiones que fueran necesarias, por complejas que estas resulten a priori, para hacer que el producto final funcione. Por ejemplo, si toda la secuencia de los empleados públicos resulta maravillosa no es sólo por el acierto irónico de poner en su lugar a los lerdos perezosos (el estigma de la lentitud persigue a los burócratas de todas las latitudes), sino porque no se ha tenido miedo a dedicarle a ella todo el tiempo que necesita para funcionar de la manera en que lo hace. Si se tratara de música, a eso se le llamaría tempo. En el cine se puede hablar de timing, un elemento que es importante en cualquier caso, pero que en la comedia resulta fundamental. Y Zootopía hace gala de un timing minucioso, cuya evidencia se hace patente en un montaje muy certero que potencia sus no pocas virtudes narrativas.
Si de ironías se trata, la película también cumple con honores. Como cuando los padres de Judy, dos conejos granjeros muy conservadores –más por timoratos que por convicción–, tratan de disuadir a la pequeña conejita de su idea de convertirse en policía, diciéndole que “tener sueños es hermoso, mientras no creas que al final se convertirán en realidad”. Una extraordinaria muestra de sarcasmo que se burla de una de las premisas que ha motorizado a muchas de las grandes películas (incluyendo a esta) que los propios estudios Disney han producido desde el estreno de Blancanieves y los siete enanitos, el primero todos, hace ya casi 80 años.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pagina/12.
CINE - "Mi abuelo es un pelígro" (Dirty Grandpa), de Dan Mazer: Acostumbrarse a la incorrección
En la línea de las comedias que apuestan todo a la incorrección política, se puede decir que Mi abuelo es un peligro, de Dan Mazer, lejos de hacer saltar la banca, apenas recupera un poco más de lo apostado. La idea de poner como protagonistas de un clásico relato de descontrol estudiantil estadounidense a un hombre que acaba de enviudar junto a su joven nieto que, en la otra punta de la vida, está a punto de casarse, por momentos funciona muy bien. Pero en otros desbarranca en el mismo facilismo de cualquiera de los exponentes del género. Que los roles protagónicos estén a cargo de la estrellita Zac Efron y de la supernova Robert De Niro (aunque sus últimas películas parecen indicar que se está convirtiendo en una enana blanca) representa un intento de subir la apuesta. Aunque no hay en esas elecciones nada que no sea previsible. Por un lado, desde hace unos años Efron viene sosteniendo un camino más o menos digno como comediante que le permitió tomar distancia del boom adolescente de High School Musical. Películas como 17 otra vez o Buenos vecinos ofrecen su mejor faceta y acá vuelve a mostrarse sólido en el género. En tanto De Niro, cuyas habilidades en los últimos 15 años han sido puestas al servicio de proyectos de todas las calañas, compone un personaje en el que de diferentes maneras ya viene trabajando desde Analízame o La familia de mi novia, pero ya sin la sorpresa de ver a quien fuera uno de los grandes nombres del cine de fin de siglo haciendo de payaso o pasándose de la raya.
Sin embargo Mi abuelo es un peligro es algo más que una estudiantina llevada al extremo. También es una burla al género crepuscular que tanto trabajo le está dando al propio De Niro y a varios de sus congeneracionales en los últimos años. El sarcasmo queda bien expresado desde el comienzo cuando, en una escena falsamente tierna y sensible, el abuelito viudo le pide a ese nieto al que el deber ser familiar parece haberle frustrado la juventud, que lo ayude en el plan de acostarse con una jovencita universitaria. El mensaje es claro: así como no hay edad para el deseo, tampoco la hay para convertirse en un conservador aburrido. Claro que ese meloso tono emotivo es desmentido de inmediato por una cadena constante de situaciones en las que el humor va de lo corrosivo a lo fácil y de lo saludablemente vulgar a lo lisa y llanamente vulgar. En el paso de una instancia a la otra tiene mucho que ver el tiempo. Si al principio resulta eficaz el recurso de ver a De Niro lanzar una metralla de chistes que invariablemente incluyen las palabras pene, vagina o la modesta cantidad de eufemismos que el idioma inglés se reserva para referirse a los genitales (¡cuánto más rico es, también en esa área, el español rioplatense!), una hora y pico después la cosa puede ponerse reiterativa, o bien dejar de funcionar por simple saturación. De ese modo, Mi abuelo es un peligro se la pasa haciendo equilibrio entre lo mejor de los hermanos Farrelly y lo peor de las películas de Olmedo y Porcel.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Sin embargo Mi abuelo es un peligro es algo más que una estudiantina llevada al extremo. También es una burla al género crepuscular que tanto trabajo le está dando al propio De Niro y a varios de sus congeneracionales en los últimos años. El sarcasmo queda bien expresado desde el comienzo cuando, en una escena falsamente tierna y sensible, el abuelito viudo le pide a ese nieto al que el deber ser familiar parece haberle frustrado la juventud, que lo ayude en el plan de acostarse con una jovencita universitaria. El mensaje es claro: así como no hay edad para el deseo, tampoco la hay para convertirse en un conservador aburrido. Claro que ese meloso tono emotivo es desmentido de inmediato por una cadena constante de situaciones en las que el humor va de lo corrosivo a lo fácil y de lo saludablemente vulgar a lo lisa y llanamente vulgar. En el paso de una instancia a la otra tiene mucho que ver el tiempo. Si al principio resulta eficaz el recurso de ver a De Niro lanzar una metralla de chistes que invariablemente incluyen las palabras pene, vagina o la modesta cantidad de eufemismos que el idioma inglés se reserva para referirse a los genitales (¡cuánto más rico es, también en esa área, el español rioplatense!), una hora y pico después la cosa puede ponerse reiterativa, o bien dejar de funcionar por simple saturación. De ese modo, Mi abuelo es un peligro se la pasa haciendo equilibrio entre lo mejor de los hermanos Farrelly y lo peor de las películas de Olmedo y Porcel.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 11 de febrero de 2016
CINE - "Deadpool", de Tim Miller: El arte de pasarse de la raya
Puede ser que Deadpool, la versión cinematográfica del popular personaje de historieta creado por Marvel Comics, esté algo sobrecargada, que a veces tenga poca sustancia más allá del oscuro encanto de su protagonista; e incluso es posible que los malintencionados detractores de Ryan Reynolds, protagonista de la película, tengan razón cuando lo postulan como sucesor de Ben Affleck en el trono virtual del peor actor de Hollywood. Quizá todos estos argumentos tengan algo de cierto y es posible que, vista con malos ojos, hasta se pueda jugar a escribir una crítica en contra de este film, el primero de Tim Miller como director. Claro que para eso es necesario realizar un ejercicio de mezquindad explícita, haciendo caso omiso de las virtudes que le permiten a Deadpool trascender sus desbalances. Y, siendo pragmáticos, ¿a quién le importa todo lo anterior si al terminar la proyección es evidente que se ha pasado un buen momento? Porque Deadpool es un buen entretenimiento y ante esa certeza lo mejor es, sin esconder sus debilidades, empezar por enumerar sus aciertos.
En primer lugar, la buena adaptación al lenguaje cinematográfico de un personaje para nada sencillo de llevar a la pantalla. Es cierto que algunos rasgos de Deadpool, como su sentido del humor integrado por partes iguales de absurdo, infantilismo y un sarcasmo muy agresivo, sumado al constante recurso de salirse de la lógica narrativa para dialogar con el público en forma directa (la llamada “ruptura de la cuarta pared”), hacen suponer que se trata de un personaje perfecto para el cine. Pero es en esa aparente simplicidad donde estriba el gran desafío de no pasarse de la raya (al menos no más de la cuenta). Y Miller logra caminar sobre ese filo con un equilibrio al que, por suerte, muchas veces se permite desestabilizar, pero sin dejar que la cosa acabe en caída. Inestabilidad que, por otra parte, resulta utilitaria para iluminar el desequilibrio del personaje, un ex mercenario devenido matón que acepta realizar un cruel experimento, en un intento desesperado por curar un cáncer fulminante que amenaza con destruir su apasionada historia de amor con Vanessa, una sensual y alocada chica nocturna.
Dentro de la mencionada fidelidad de la adaptación, resulta una sorpresa bienvenida la decisión de no aligerar el tono de una historieta que se caracteriza por el humor negro –que con frecuencia se vuelve rojo, debido a la sostenida violencia que despliega su protagonista–, cargado de alusiones sexuales y otras gracias de la incorrección política. Un riesgo que no es habitual en los grandes estudios, siempre atentos a la confección de productos multitarget que les permitan llenar las salas con espectadores de todas las edades. Deadpool ha recibido restricciones muy altas en los países en los que se proyecta (en la Argentina fue calificada como SAM 16 c/R). Tratándose de una de las películas más esperadas del año por los fanáticos de las historietas de superhéroes, que en su mayoría son chicos por debajo de la edad límite, esa decisión representa una mosca blanca dentro del género de los blockbusters. Como ejemplo alcanza con mencionar que ya en su primera secuencia Deadpool lleva el asunto de la destrucción, la violencia y el gore a niveles dignos de "Tomy y Daly", la sádica parodia de Tom y Jerry creada por Matt Groening dentro de Los Simpson.
La cita es oportuna, porque en Deadpool hay mucho del humor visual y físico y del slapstick violento que eran propios de la era dorada de los cortos animados, con maestros como Tex Avery o Chuck Jones como referencias indiscutibles. Del trabajo de ambos sin dudas se ha nutrido Miller quien, a pesar de debutar con esta película como director, tiene probada experiencia en el campo de la animación, habiendo ganado en 2004 un Oscar por el corto Rockfish y siendo nominado un año después por Gopher Broke (ambos pueden verse aquí abajo). En los dos –pero sobre todo en el último–, las influencias de Jones y Avery son evidentes y vuelven a aparecer con claridad en Deadpool. Lo mismo ocurre con la interpretación de Ryan Reynolds, en la que es posible detectar fácilmente puntos de contacto nítidos con algunos de los trabajos de Jim Carrey, el comediante que mejor supo reproducir en vivo el humor de aquellos psicóticos e increíblemente divertidos cartoons. En ese diálogo con los clásicos se encuentra lo mejor de Deadpool y eso alcanza para que el valor de una entrada valga la pena.
Cortos animados de Tim Miller
Gopher Broke (2004)
Rockfish (2003, Ganador de Oscar a Mejor Corto Animado 2004)
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
En primer lugar, la buena adaptación al lenguaje cinematográfico de un personaje para nada sencillo de llevar a la pantalla. Es cierto que algunos rasgos de Deadpool, como su sentido del humor integrado por partes iguales de absurdo, infantilismo y un sarcasmo muy agresivo, sumado al constante recurso de salirse de la lógica narrativa para dialogar con el público en forma directa (la llamada “ruptura de la cuarta pared”), hacen suponer que se trata de un personaje perfecto para el cine. Pero es en esa aparente simplicidad donde estriba el gran desafío de no pasarse de la raya (al menos no más de la cuenta). Y Miller logra caminar sobre ese filo con un equilibrio al que, por suerte, muchas veces se permite desestabilizar, pero sin dejar que la cosa acabe en caída. Inestabilidad que, por otra parte, resulta utilitaria para iluminar el desequilibrio del personaje, un ex mercenario devenido matón que acepta realizar un cruel experimento, en un intento desesperado por curar un cáncer fulminante que amenaza con destruir su apasionada historia de amor con Vanessa, una sensual y alocada chica nocturna.
Dentro de la mencionada fidelidad de la adaptación, resulta una sorpresa bienvenida la decisión de no aligerar el tono de una historieta que se caracteriza por el humor negro –que con frecuencia se vuelve rojo, debido a la sostenida violencia que despliega su protagonista–, cargado de alusiones sexuales y otras gracias de la incorrección política. Un riesgo que no es habitual en los grandes estudios, siempre atentos a la confección de productos multitarget que les permitan llenar las salas con espectadores de todas las edades. Deadpool ha recibido restricciones muy altas en los países en los que se proyecta (en la Argentina fue calificada como SAM 16 c/R). Tratándose de una de las películas más esperadas del año por los fanáticos de las historietas de superhéroes, que en su mayoría son chicos por debajo de la edad límite, esa decisión representa una mosca blanca dentro del género de los blockbusters. Como ejemplo alcanza con mencionar que ya en su primera secuencia Deadpool lleva el asunto de la destrucción, la violencia y el gore a niveles dignos de "Tomy y Daly", la sádica parodia de Tom y Jerry creada por Matt Groening dentro de Los Simpson.
La cita es oportuna, porque en Deadpool hay mucho del humor visual y físico y del slapstick violento que eran propios de la era dorada de los cortos animados, con maestros como Tex Avery o Chuck Jones como referencias indiscutibles. Del trabajo de ambos sin dudas se ha nutrido Miller quien, a pesar de debutar con esta película como director, tiene probada experiencia en el campo de la animación, habiendo ganado en 2004 un Oscar por el corto Rockfish y siendo nominado un año después por Gopher Broke (ambos pueden verse aquí abajo). En los dos –pero sobre todo en el último–, las influencias de Jones y Avery son evidentes y vuelven a aparecer con claridad en Deadpool. Lo mismo ocurre con la interpretación de Ryan Reynolds, en la que es posible detectar fácilmente puntos de contacto nítidos con algunos de los trabajos de Jim Carrey, el comediante que mejor supo reproducir en vivo el humor de aquellos psicóticos e increíblemente divertidos cartoons. En ese diálogo con los clásicos se encuentra lo mejor de Deadpool y eso alcanza para que el valor de una entrada valga la pena.
Cortos animados de Tim Miller
Gopher Broke (2004)
Rockfish (2003, Ganador de Oscar a Mejor Corto Animado 2004)
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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CINE - "En primera plana" (Spotlight), de Tom McCarthy: Pose de periodista
En primera plana es uno de los ocho títulos que este año están nominados para recibir el Oscar a la Mejor Película y uno de los cuatro cuyas historias están basadas en los siempre rendidores “Hechos Reales”. En esta oportunidad, la investigación que durante los primeros años del siglo XXI llevó adelante un grupo de periodistas del diario Boston Globe, que terminó destapando una red de abusos infantiles y encubrimientos dentro de la diócesis bostoniana de la iglesia católica. El caso fue seguido con atención en todo el mundo (en Argentina ocupó las páginas de casi todos los diarios importantes durante varias semanas) y sus revelaciones atroces provocaron una crisis en el seno de la iglesia que se extendió a escala global, llegando a involucrar a los niveles más altos del Vaticano. Nada de todo este escándalo de proporciones históricas habría ocurrido si aquellos periodistas del Globe de Boston no hubieran abierto la caja de Pandora.
El tratamiento que En primera plana le da al asunto y el tono elegido para contarlo son similares al de otras películas de periodistas. No es disparatado ver similitudes entre ésta y, sobre todo, Todos los hombres del presidente (Alan Pakula, 1976). A pesar de retratar dos contextos históricos separados por más de 30 años, tanto la textura fotográfica como el tinte narrativo y los detalles de ambientación en ambas parecen recrear un mismo espacio y tiempo. Puede decirse que las dos ponen en escena el paradigma con el que se representa al oficio del periodista dentro del imaginario del cine estadounidense. A tal punto que podría pensarse que los personajes de Mark Ruffalo, Michael Keaton, Rachel McAdams y Brian d’Arcy James comparten con aquellos dos, interpretados por Dustin Hoffman y Robert Redford, no sólo la misma metodología laboral y el mismo código ético, sino que hasta pudieran ser contemporáneos e incluso compañeros de redacción.
Esa precisión con que En primera plana se ajusta a los estereotipos tiene una razón de ser, vinculada directamente con el cartelito de los hechos reales del comienzo: subrayar el verosímil cinematográfico. El film reproduce lo que el espectador de cine promedio cree que es una redacción, lo que se supone que es un periodista, lo que se supone que es la realidad, aunque sólo se trate de sus versiones ficcionalizadas. Por eso el punto débil de En primera plana son las actuaciones, por ejemplo la de Ruffalo, nominado a Mejor Actor de Reparto. Habitualmente un actor sólido, capaz de calzarse con comodidad el traje del hombre común, esta vez pone en acción el kit completo de tics con que el cine representa a los periodistas: hiperkinético, pasional, proactivo, sensible, con conciencia social, civil y hasta de clase. Toda esa batería puesta en acción redunda en un compendio de excesos de gestos, de ademanes, de poses. Lo mismo se puede decir de buena parte del elenco que, cada uno en su rol, se encarga de dejar claro que se trata de actuaciones “serias”. Con excepción del gran Michael Keaton, que vuelve a demostrar que le pueden tirar con un Batman, con un Beetlejuice, con un Birdman y hasta con un periodista, que él siempre encontrará la manera de salir bien parado del desafío.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
El tratamiento que En primera plana le da al asunto y el tono elegido para contarlo son similares al de otras películas de periodistas. No es disparatado ver similitudes entre ésta y, sobre todo, Todos los hombres del presidente (Alan Pakula, 1976). A pesar de retratar dos contextos históricos separados por más de 30 años, tanto la textura fotográfica como el tinte narrativo y los detalles de ambientación en ambas parecen recrear un mismo espacio y tiempo. Puede decirse que las dos ponen en escena el paradigma con el que se representa al oficio del periodista dentro del imaginario del cine estadounidense. A tal punto que podría pensarse que los personajes de Mark Ruffalo, Michael Keaton, Rachel McAdams y Brian d’Arcy James comparten con aquellos dos, interpretados por Dustin Hoffman y Robert Redford, no sólo la misma metodología laboral y el mismo código ético, sino que hasta pudieran ser contemporáneos e incluso compañeros de redacción.
Esa precisión con que En primera plana se ajusta a los estereotipos tiene una razón de ser, vinculada directamente con el cartelito de los hechos reales del comienzo: subrayar el verosímil cinematográfico. El film reproduce lo que el espectador de cine promedio cree que es una redacción, lo que se supone que es un periodista, lo que se supone que es la realidad, aunque sólo se trate de sus versiones ficcionalizadas. Por eso el punto débil de En primera plana son las actuaciones, por ejemplo la de Ruffalo, nominado a Mejor Actor de Reparto. Habitualmente un actor sólido, capaz de calzarse con comodidad el traje del hombre común, esta vez pone en acción el kit completo de tics con que el cine representa a los periodistas: hiperkinético, pasional, proactivo, sensible, con conciencia social, civil y hasta de clase. Toda esa batería puesta en acción redunda en un compendio de excesos de gestos, de ademanes, de poses. Lo mismo se puede decir de buena parte del elenco que, cada uno en su rol, se encarga de dejar claro que se trata de actuaciones “serias”. Con excepción del gran Michael Keaton, que vuelve a demostrar que le pueden tirar con un Batman, con un Beetlejuice, con un Birdman y hasta con un periodista, que él siempre encontrará la manera de salir bien parado del desafío.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
viernes, 5 de febrero de 2016
CINE - "Arribeños", de Marcos Rodríguez: Película sobre los argentinos made in Taiwan.
Aunque Arribeños, del argentino Marcos Rodríguez, es en términos estrictos un documental sobre la colectividad chino-taiwanesa asentada en el Bajo Belgrano, que con el tiempo acabó dando forma a lo que hoy todo el mundo conoce como el Barrio Chino de Buenos Aires, una mirada más amplia y detenida confirma que en realidad se trata de un documental sobre la Argentina. O sobre argentinos. Porque aunque parezca contradictorio que un retrato de la comunidad taiwanesa pueda en realidad ser un fresco de la esencia del ser argentino, en efecto lo es y la verdad que eso no debería sorprender a nadie. Pero, ¿cómo? ¿De qué manera se puede llegar de lo particular (los chinos de la calle Arribeños) a lo general (los argentinos)?
Pues bien, de la misma manera en que las comunidades italianas, árabes, alemanas, paraguayas y los cientos de otros colectivos inmigrantes que aportaron su flujo humano y cultural para construir lo que hoy representa este país al sur de todo, así Arribeños demuestra que en ese Barrio Chino tal vez ya no quede ningún chino, sino argentinos nacidos en Taiwán. Sobre esa idea maravillosa (aunque nunca enunciada de modo explícito) es que Rodríguez construyó ésta, su segunda película.
Sutilmente compleja, Arribeños se estructura desde lo formal a partir de una sucesión de planos fijos de diferentes espacios, reconocibles para quienes hayan estado alguna vez ahí, de ese Barrio Chino que ha tomado el tramo inicial de la calle Arribeños, a metros de la estación Belgrano C del ferrocarril Mitre, como espina dorsal en torno de la cual organiza su actividad económica y social. Son esos planos fijos los que permiten la mirada “amplia y detenida” a la que alude el párrafo anterior. Y no hace falta más. Ahora que algunos directores mexicanos parecen haber descubierto la pólvora del plano secuencia híper barroco, Rodríguez y la directora de fotografía y operadora de cámara Ada Frontini (directora del también extraordinario documental Escuela de sordos) demuestran, tal vez sin habérselo propuesto, que el plano fijo es una herramienta cinematográfica de una riqueza tanto o más formidable, capaz de transmitir justamente lo opuesto de lo que el propio nombre del recurso pareciera significar. Porque en los planos fijos de Arribeños lo único fijo es la cámara. Delante de ella se desenvuelve la vida misma. La vida a veces apacible y otras bulliciosa de ese organismo colectivo que es cualquier barrio, compuesta por el entramado de las miles de vidas de quienes lo habitan o visitan, de las actividades que ahí se desarrollan y las historias que en silencio tienen lugar sobre sus calles, día tras día. Para conseguirlo sólo hizo falta tener la inteligencia narrativa de elegir el lugar y el momento precisos en dónde fijar la cámara. Parece fácil; no lo es.
Sobre esos planos, las voces de distintos miembros de la colectividad taiwanesa, vecinos del Barrio Chino porteño, dan cuenta de lo que ese espacio representa. Aunque lo que cada una de las voces cuenta es una experiencia individual, el hecho de que los relatos se mantengan en un off estricto, sin revelar nunca el rostro de quienes los enuncian, permite aquello que se mencionó antes. Que lo particular se vuelva general y esa pluralidad de voces construya un discurso colectivo. Y todavía más: que cada una de esas historias que dan cuenta de las dificultades propias que debieron sortear los inmigrantes chinos y taiwaneses, no sólo puedan ser traspoladas a los inmigrantes de otras naciones orientales (japoneses, coreanos, etc.) sino, de la manera más amplia y universal, a cualquier hombre o mujer de buena voluntad que alguna vez haya tomado la decisión de habitar el suelo argentino.
Es así que en algunas de las historias podría obviarse el hecho de que son contadas por una voz con el característico castellano de los inmigrantes orientales e imaginarlas narradas con una tonada francesa o italiana para caer en la cuenta del carácter ampliamente argentino de dichos relatos. Arribeños no es, entonces, el retrato acotado de un barrio que no tiene más de cuatro o cinco manzanas, sino un relato universal de inmigración. Un cuento de inmigrantes, sencillo pero potente, que vuelve a contar desde el lugar menos pensado, la historia de un país compuesto por gente que, entre muchos otros orígenes posibles, desciende de los barcos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Pues bien, de la misma manera en que las comunidades italianas, árabes, alemanas, paraguayas y los cientos de otros colectivos inmigrantes que aportaron su flujo humano y cultural para construir lo que hoy representa este país al sur de todo, así Arribeños demuestra que en ese Barrio Chino tal vez ya no quede ningún chino, sino argentinos nacidos en Taiwán. Sobre esa idea maravillosa (aunque nunca enunciada de modo explícito) es que Rodríguez construyó ésta, su segunda película.
Sutilmente compleja, Arribeños se estructura desde lo formal a partir de una sucesión de planos fijos de diferentes espacios, reconocibles para quienes hayan estado alguna vez ahí, de ese Barrio Chino que ha tomado el tramo inicial de la calle Arribeños, a metros de la estación Belgrano C del ferrocarril Mitre, como espina dorsal en torno de la cual organiza su actividad económica y social. Son esos planos fijos los que permiten la mirada “amplia y detenida” a la que alude el párrafo anterior. Y no hace falta más. Ahora que algunos directores mexicanos parecen haber descubierto la pólvora del plano secuencia híper barroco, Rodríguez y la directora de fotografía y operadora de cámara Ada Frontini (directora del también extraordinario documental Escuela de sordos) demuestran, tal vez sin habérselo propuesto, que el plano fijo es una herramienta cinematográfica de una riqueza tanto o más formidable, capaz de transmitir justamente lo opuesto de lo que el propio nombre del recurso pareciera significar. Porque en los planos fijos de Arribeños lo único fijo es la cámara. Delante de ella se desenvuelve la vida misma. La vida a veces apacible y otras bulliciosa de ese organismo colectivo que es cualquier barrio, compuesta por el entramado de las miles de vidas de quienes lo habitan o visitan, de las actividades que ahí se desarrollan y las historias que en silencio tienen lugar sobre sus calles, día tras día. Para conseguirlo sólo hizo falta tener la inteligencia narrativa de elegir el lugar y el momento precisos en dónde fijar la cámara. Parece fácil; no lo es.
Sobre esos planos, las voces de distintos miembros de la colectividad taiwanesa, vecinos del Barrio Chino porteño, dan cuenta de lo que ese espacio representa. Aunque lo que cada una de las voces cuenta es una experiencia individual, el hecho de que los relatos se mantengan en un off estricto, sin revelar nunca el rostro de quienes los enuncian, permite aquello que se mencionó antes. Que lo particular se vuelva general y esa pluralidad de voces construya un discurso colectivo. Y todavía más: que cada una de esas historias que dan cuenta de las dificultades propias que debieron sortear los inmigrantes chinos y taiwaneses, no sólo puedan ser traspoladas a los inmigrantes de otras naciones orientales (japoneses, coreanos, etc.) sino, de la manera más amplia y universal, a cualquier hombre o mujer de buena voluntad que alguna vez haya tomado la decisión de habitar el suelo argentino.
Es así que en algunas de las historias podría obviarse el hecho de que son contadas por una voz con el característico castellano de los inmigrantes orientales e imaginarlas narradas con una tonada francesa o italiana para caer en la cuenta del carácter ampliamente argentino de dichos relatos. Arribeños no es, entonces, el retrato acotado de un barrio que no tiene más de cuatro o cinco manzanas, sino un relato universal de inmigración. Un cuento de inmigrantes, sencillo pero potente, que vuelve a contar desde el lugar menos pensado, la historia de un país compuesto por gente que, entre muchos otros orígenes posibles, desciende de los barcos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "El niño" (The Boy), de William Brent Bell: Un muñeco de manual
No hay que ser cinéfilo para saber que las películas sobre muñecos malditos como El niño, dirigida por William Brent Bell, representan un virtual subgénero del cine de terror. Una genealogía que incluye títulos famosos, nombres célebres y personajes memorables ya desde su origen con El gran Gabbo (1929), protagonizada –y codirigida desde las sombras– por el gran Erich von Stroheim. O Magic (1978), de Richard Attemborough, con las actuaciones de un joven Anthony Hopkins, Ann-Margret y Burgess Meredith. A éstos se debe sumar a Chucky (Muñeco diabólico, de Tom Holland, 1988), que en Argentina alcanzó tal popularidad que hasta sirvió de inspiración para que alguien le pusiera al actual entrenador de River, Marcelo Gallardo, el apodo por el cual sigue siendo conocido. La lista es larga y no alcanzan ambas manos para enumerar a los muñecos aterradores dignos de mención. En el camino se los hizo objeto de posesiones demoníacas, maldiciones milenarias o se los utilizó como canales para viabilizar los diferentes trastornos de la personalidad que padecen sus ocasionales dueños.
Hay varios puntos de interés en El niño. El más obvio es que cimenta su imaginario con fragmentos de todos los elementos que el subgénero viene acumulando desde su espontánea creación (y la trama no tarda en ir sembrando indicios que llevan a cualquiera de esos destinos). Pero además hay una voluntad manifiesta de jugar con varios de los elementos sobre los que Sigmund Freud, apoyado en el relato “El arenero”, del alemán E. T. A. Hoffmann, fundó su ensayo Lo Siniestro. Principalmente el papel de los autómatas, aquellos muñecos mecánicos capaces de simular la vida, y el asunto del doppelgänger (del alemán, doble). Aunque a esta altura eso también se ha convertido en un lugar común dentro del cine de terror.
Greta es una joven niñera estadounidense que, tratando de alejarse de circunstancias personales dolorosas, viaja a Inglaterra para hacerse cargo del hijito de una pareja que ha decidido tomarse unas vacaciones. Que la casa a la que llega resulte un caserón lóbrego, que los padres del chico sean una pareja de ancianos y la criatura en cuestión resulte ser un muñeco de tamaño natural y piel de porcelana, harán que Greta sepa que algunas cosas no están del todo bien en su nuevo trabajo. Si al principio el asunto parece apuntar a la locura de los dos viejitos que suplen con el muñeco la ausencia de su pequeño hijo Brahms, muerto hace años en circunstancias trágicas y poco claras, bastará que Greta se quede sola en la casa para que todo gire hacia la historia de fantasmas más bien clásica. Pero para el final la película se guarda una vuelta de tuerca que reencauza las cosas hacia una variante más o menos inesperada. Tan eficaz como predecible, en el camino El niño aprovecha el contraste entre conservadurismo europeo y modernidad americana para generar ciertos espacios de inquietud. Aunque también abusa de golpes de efecto y de inserts contextuales (planos de animales embalsamados o tomas escoradas y malintencionadamente iluminadas de la casona) para generar un ambiente tétrico logrado, pero de manual.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos e Página/12.
Hay varios puntos de interés en El niño. El más obvio es que cimenta su imaginario con fragmentos de todos los elementos que el subgénero viene acumulando desde su espontánea creación (y la trama no tarda en ir sembrando indicios que llevan a cualquiera de esos destinos). Pero además hay una voluntad manifiesta de jugar con varios de los elementos sobre los que Sigmund Freud, apoyado en el relato “El arenero”, del alemán E. T. A. Hoffmann, fundó su ensayo Lo Siniestro. Principalmente el papel de los autómatas, aquellos muñecos mecánicos capaces de simular la vida, y el asunto del doppelgänger (del alemán, doble). Aunque a esta altura eso también se ha convertido en un lugar común dentro del cine de terror.
Greta es una joven niñera estadounidense que, tratando de alejarse de circunstancias personales dolorosas, viaja a Inglaterra para hacerse cargo del hijito de una pareja que ha decidido tomarse unas vacaciones. Que la casa a la que llega resulte un caserón lóbrego, que los padres del chico sean una pareja de ancianos y la criatura en cuestión resulte ser un muñeco de tamaño natural y piel de porcelana, harán que Greta sepa que algunas cosas no están del todo bien en su nuevo trabajo. Si al principio el asunto parece apuntar a la locura de los dos viejitos que suplen con el muñeco la ausencia de su pequeño hijo Brahms, muerto hace años en circunstancias trágicas y poco claras, bastará que Greta se quede sola en la casa para que todo gire hacia la historia de fantasmas más bien clásica. Pero para el final la película se guarda una vuelta de tuerca que reencauza las cosas hacia una variante más o menos inesperada. Tan eficaz como predecible, en el camino El niño aprovecha el contraste entre conservadurismo europeo y modernidad americana para generar ciertos espacios de inquietud. Aunque también abusa de golpes de efecto y de inserts contextuales (planos de animales embalsamados o tomas escoradas y malintencionadamente iluminadas de la casona) para generar un ambiente tétrico logrado, pero de manual.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos e Página/12.
jueves, 4 de febrero de 2016
CINE - "Creed: Corazón de campeón", (Creed), de Ryan Coogler: Una de llorar, pero a las piñas
Hace cuatro décadas, con el éxito de La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977), comenzaba la era de las sagas, un fenómeno que hoy es uno de los pilares del negocio del cine. Sin embargo, ya algunos años antes se habían estrenado películas que acabaron convirtiéndose en sagas, como El Padrino (Francis Coppola, 1972), y otras, como Tiburón (Steven Spielberg, 1975), en algo que, sin llegar a tanto, al menos derivó en una serie de películas que iban sumando numeritos correlativos y ascendentes detrás del título original (en casos así, lo correcto sería hablar de simples franquicias). Entre las grandes sagas que Hollywood alumbró en ese último medio siglo, es posible que la del boxeador Rocky Balboa, creada, actuada y a veces dirigida por Sylvester Stallone, sea la que tiene peor prensa. Y, sin embargo, quizá se trate, sino de la mejor, al menos de la más pareja y entretenida.
La Rocky original fue nominada a diez Oscar, de los cuales se llevó tres, incluyendo Mejor Director (John Avildsen) y Mejor Película. Le ganó a nombres como Ingmar Bergman, Sydney Lumet, Lina Wertmüller o Alan Pakula, y a títulos como Taxi Driver, Todos los hombres del presidente o Poder que mata). Cuatro décadas más tarde, llega Creed, corazón de campeón, dirigida por el prometedor Ryan Coogler, y no se sabe si este nuevo film debe ser considerado el séptimo capítulo de la serie, un spinoff o el hipotético inicio de una nueva saga. Incluso, puede que sea todo eso al mismo tiempo. Pero hay algo que Creed es sobre todas las cosas: una remake de Rocky. Es cierto que, tras el éxito de la película en 1976, casi todos los films de boxeadores son un poquito remakes de Rocky, pero en este caso hay un linaje de sangre que legitima la maniobra.
Como aquella, Creed también es un clásico relato de superación, ese gran mito de la cultura estadounidense. Sólo que si Rocky era una fábula barrial y su protagonista un neto paladín de la clase obrera, en el caso de Adonis (gran trabajo de Michael B. Jordan), hijo de Apollo Creed (aquel que primero fue némesis y luego amigo de Balboa), ese camino del héroe deberá ser forzado a cumplirse luego de que la viuda de su padre lo rescate de un reformatorio a los 12 años. Así, el protagonista salta sin escalas de la marginalidad a una vida opulenta en la mansión de Apollo, muerto en combate boxístico-ideológico en la apoteósica Rocky IV (1985). Será el propio Adonis quien deberá volver a “hacerse pueblo” para retomar su camino en el punto en el que fue apartado de él.
Igual que Rocky, Creed no es sólo una película de boxeo, sino un drama emotivo en el que la fe en uno mismo y el sentimiento de pertenencia a un núcleo familiar que se elige ocupan el centro del ring. El boxeo apenas es el catalizador que hace que todas las lágrimas acumuladas se vuelvan incontenibles. Sí, Creed es una película de llorar, con ganas y con gusto, igual que Rocky. Y en eso tiene mucho que ver la figura de Stallone.
Mil veces despreciado, a veces con razones atendibles (desde mediados de los 80 hasta comienzos del siglo XXI su carrera fue errática), durante años Stallone cargó el estigma de que el público proyectara en él las pocas luces de sus personajes emblemáticos, como Rambo o el propio Balboa. Por el contrario, se trata de un hombre que desde el cine supo leer con inteligencia, tal vez como nadie, el contexto político de los años finales de la Guerra Fría, para crear personajes que se convirtieron en símbolos de Occidente. Lo mismo pasó en los últimos años, en los que relanzó con éxito su carrera de héroe de acción. Es cierto que se puede discutir sobre el contenido político de algunas de sus películas, pero en el caso Rocky consiguió que, con excepción del episodio cinco, cada uno entregara mucha tela para cortar. Y si Creed se trata, entre otras cosas, de cómo convivir con una herencia pesada, la película cumple con creces el objetivo de sostener su propio legado con dignidad.
En el camino ofrece algunos hallazgos inesperados, como un puñado de planos secuencia de una aparente sencillez técnica que es inversamente proporcional al peso dramático que aportan, como los que llevan a Adonis desde el camarín hasta el cuadrilátero en cada una de sus peleas. Lo contrario de lo que una semana atrás ofreció Alejandro González Iñárritu en The Revenant. Si algún reproche se le puede hacer a Creed es la ausencia de un rival con verdadero peso cinematográfico, algo que le sobraba tanto al Apollo Creed que encarnaba Carl Weathers, como al Cluber Lang de Mr. T o al Iván Drago de Dolph Lundgren. De vuelta a Stallone: su labor encarando la vejez de Rocky recupera lo mejor y más esencial del personaje, en línea directa con el film de 1976 y con la entrega anterior, Rocky Balboa (2006). Sin dudas, el Oscar a Mejor Actor de Reparto al que está nominado ya tiene grabado su nombre. No sólo porque será justo, sino porque el golpe emotivo que representa la sola idea de ver al viejo Sly subiendo a recibir el premio es un momento único que el mundo del show business no se permitirá perder.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
La Rocky original fue nominada a diez Oscar, de los cuales se llevó tres, incluyendo Mejor Director (John Avildsen) y Mejor Película. Le ganó a nombres como Ingmar Bergman, Sydney Lumet, Lina Wertmüller o Alan Pakula, y a títulos como Taxi Driver, Todos los hombres del presidente o Poder que mata). Cuatro décadas más tarde, llega Creed, corazón de campeón, dirigida por el prometedor Ryan Coogler, y no se sabe si este nuevo film debe ser considerado el séptimo capítulo de la serie, un spinoff o el hipotético inicio de una nueva saga. Incluso, puede que sea todo eso al mismo tiempo. Pero hay algo que Creed es sobre todas las cosas: una remake de Rocky. Es cierto que, tras el éxito de la película en 1976, casi todos los films de boxeadores son un poquito remakes de Rocky, pero en este caso hay un linaje de sangre que legitima la maniobra.
Como aquella, Creed también es un clásico relato de superación, ese gran mito de la cultura estadounidense. Sólo que si Rocky era una fábula barrial y su protagonista un neto paladín de la clase obrera, en el caso de Adonis (gran trabajo de Michael B. Jordan), hijo de Apollo Creed (aquel que primero fue némesis y luego amigo de Balboa), ese camino del héroe deberá ser forzado a cumplirse luego de que la viuda de su padre lo rescate de un reformatorio a los 12 años. Así, el protagonista salta sin escalas de la marginalidad a una vida opulenta en la mansión de Apollo, muerto en combate boxístico-ideológico en la apoteósica Rocky IV (1985). Será el propio Adonis quien deberá volver a “hacerse pueblo” para retomar su camino en el punto en el que fue apartado de él.
Igual que Rocky, Creed no es sólo una película de boxeo, sino un drama emotivo en el que la fe en uno mismo y el sentimiento de pertenencia a un núcleo familiar que se elige ocupan el centro del ring. El boxeo apenas es el catalizador que hace que todas las lágrimas acumuladas se vuelvan incontenibles. Sí, Creed es una película de llorar, con ganas y con gusto, igual que Rocky. Y en eso tiene mucho que ver la figura de Stallone.
Mil veces despreciado, a veces con razones atendibles (desde mediados de los 80 hasta comienzos del siglo XXI su carrera fue errática), durante años Stallone cargó el estigma de que el público proyectara en él las pocas luces de sus personajes emblemáticos, como Rambo o el propio Balboa. Por el contrario, se trata de un hombre que desde el cine supo leer con inteligencia, tal vez como nadie, el contexto político de los años finales de la Guerra Fría, para crear personajes que se convirtieron en símbolos de Occidente. Lo mismo pasó en los últimos años, en los que relanzó con éxito su carrera de héroe de acción. Es cierto que se puede discutir sobre el contenido político de algunas de sus películas, pero en el caso Rocky consiguió que, con excepción del episodio cinco, cada uno entregara mucha tela para cortar. Y si Creed se trata, entre otras cosas, de cómo convivir con una herencia pesada, la película cumple con creces el objetivo de sostener su propio legado con dignidad.
En el camino ofrece algunos hallazgos inesperados, como un puñado de planos secuencia de una aparente sencillez técnica que es inversamente proporcional al peso dramático que aportan, como los que llevan a Adonis desde el camarín hasta el cuadrilátero en cada una de sus peleas. Lo contrario de lo que una semana atrás ofreció Alejandro González Iñárritu en The Revenant. Si algún reproche se le puede hacer a Creed es la ausencia de un rival con verdadero peso cinematográfico, algo que le sobraba tanto al Apollo Creed que encarnaba Carl Weathers, como al Cluber Lang de Mr. T o al Iván Drago de Dolph Lundgren. De vuelta a Stallone: su labor encarando la vejez de Rocky recupera lo mejor y más esencial del personaje, en línea directa con el film de 1976 y con la entrega anterior, Rocky Balboa (2006). Sin dudas, el Oscar a Mejor Actor de Reparto al que está nominado ya tiene grabado su nombre. No sólo porque será justo, sino porque el golpe emotivo que representa la sola idea de ver al viejo Sly subiendo a recibir el premio es un momento único que el mundo del show business no se permitirá perder.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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