Escalofríos no es ninguna maravilla. No desborda originalidad, sus monstruitos digitales casi nunca son convincentes, y todo el asunto no es más que una nueva excusa para volver a trasladar a la pantalla la módica imaginación de un escritor de novelas fantásticas dedicadas al público infanto-juvenil. Sin embargo, a pesar de esta lista de impugnaciones, el film logra convertirse en una alternativa al menos válida. ¿Pero cómo es posible? La respuesta es sencilla: buen humor y, sobre todo, autoconciencia. Rob Letterman, su director, parece haber tenido bastante claro que resultaría imposible ocultar el aura de artificio que rodea a toda la historia y decidió que en lugar de intentar disimularlo lo mejor sería dejarlo expuesto. Un mecanismo similar al que utiliza aquel que se ríe de sus propios defectos para desactivar la posibilidad de la burla ajena. Que el rol protagónico haya caído en manos de Jack Black en lugar de haber ido a parar a las de un actor de perfil más “serio” o menos histriónico, representa la prueba definitiva de que las cosas fueron pensadas de este modo. No hay en la actualidad un comediante norteamericano que consiga ser más exitosamente artificioso que Black (tal vez sólo Jim Carrey, pero no en este momento de su carrera). Y sobre él descansa una parte de lo mejor que Escalofríos tiene para ofrecer aunque, como suele ocurrirle, termine un poquito pasado de rosca.
La otra mitad del mérito radica en el pequeño escuadrón de personajes secundarios que salpican el relato de momentos gratos. Esporádicas explosiones que acuden en auxilio de una trama central demasiado ligera y que consiguen recuperar el interés cuando esta comienza a desinflarse bajo el peso de sus limitaciones. De algún modo, el comienzo de Escalofríos recuerda al de La hora del espanto (Fright night, Tom Holland), aquel gran éxito adolescente de los ’80. Zach, un joven que acaba de mudarse de la ciudad a un pueblo junto a su madre, comienza a sospechar que en la ominosa casa vecina ocurre algo siniestro –en el film de Holland era al revés: alguien se mudaba al caserón de al lado y el chico era el único testigo de las extrañas actividades que comenzaban a tener lugar ahí—. En ambas los protagonistas creen ser testigos de un delito, llaman a la policía para que revisen las casas sin que finalmente aparezca prueba de crimen alguno. La principal diferencia está en el hecho de que Zach comienza a tener un vínculo amistoso con la hija de su vecino (Black), quien lo amenaza para que dejen de frecuentarse. Pero nada de eso sería demasiado atractivo si esta historia básica no estuviera apuntalada por aquellos personajes menores que son como electricidad cada vez que aparecen: un cargoso compañero nuevo de Zach; una tía cándida sin sentido del ridículo; una policía novata que todo el tiempo cree que es hora de usar la fuerza; un Chirolita mesiánico y sicótico. Por desgracia, todos ellos tienen menos espacio del que merecen, pero su presencia alcanza para salvar a Escalofríos con lo justo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
viernes, 30 de octubre de 2015
jueves, 29 de octubre de 2015
CINE - "Una segunda oportunidad" (En chance til), de Susanne Bier: La naranja mecánica
Para encarar de manera crítica un film como Una segunda oportunidad, de la danesa Susanne Bier, es imposible no comenzar por preguntarse ¿por qué?, ¿por qué filmar esto, por qué así? Si algo demanda esta película son respuestas que den cuenta de la cantidad de maldades que la directora y su guionista son capaces de acopiar en la hora cuarenta que les toma contar su historia. Andreas es un policía que acude a una denuncia de violencia doméstica. Al llegar se encuentra con que la casa en cuestión pertenece a un delincuente al que conoce, que vive ahí junto a una mujer con signos de abuso visibles. El tipo es un violento, el lugar un asco y la chica intenta impedir que Andreas abra un ropero, usando su propio cuerpo maltrecho como barrera. Dentro del mueble la pareja oculta un bebé de meses en claro estado de abandono, famélico y embadurnado con sus propios excrementos. De entrada la película no sólo no disimula su carácter trágico, sino que parece disfrutar de la posibilidad de convertirse en una excursión por abismo de las peores miserias y miedos humanos. Todo siempre en primer plano y sin escatimar escabrosos detalles híper realistas.
Toda película (toda obra de arte) es en sí misma un mecanismo de manipulación, en tanto el artista la compone en busca de lograr algunos efectos calculados. Pero hay dos formas de asumir esa condición: con nobleza o sin ella; con o sin inteligencia; con arte o sin arte alguno. En el caso de Una segunda oportunidad, Bier alcanza el dudoso éxito de hacer confluir todos esos “sin” (y varios más) en un relato que, con la excusa poner en escena un drama posible, no sólo se aprovecha de la sensibilidad de su público potencial, sino que llega al extremo de trasladar ese abuso a sus propias criaturas, a sus personajes. Su excusa es convertir a la realidad en un espectáculo del espanto, que se va volviendo más insoportable e indigno a medida que las escenas se suceden sin mostrar compasión por nadie.
A aquel perturbador escenario inicial Bier le opone la vida perfecta de Andreas. Pero enseguida le arrebata la única garantía de su felicidad (como si esta fuera una culpa que debe castigarse), para de inmediato clausurarle todas las salidas posibles. Para empujarlo al infierno de su propio dolor y una vez en el fondo, también quitarle el suelo bajo los pies, demostrando que siempre se puede caer más profundo. Igual que la propia película, que tras humillar a sus personajes acaba sintiendo lástima por ellos, cerrando un círculo abyecto. Eso sí, las actuaciones son notables y la narración hace gala de una admirable precisión. Lejos de ser un mérito, en manos de Bier esos logros también se convierten en herramientas de tortura, los medios con los cuales se gana la confianza del público para poder abusar de él a gusto. La película consigue así su gran maldad final: le niega al espectador hasta la última esperanza, la de al menos no creer en lo que se está viendo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Toda película (toda obra de arte) es en sí misma un mecanismo de manipulación, en tanto el artista la compone en busca de lograr algunos efectos calculados. Pero hay dos formas de asumir esa condición: con nobleza o sin ella; con o sin inteligencia; con arte o sin arte alguno. En el caso de Una segunda oportunidad, Bier alcanza el dudoso éxito de hacer confluir todos esos “sin” (y varios más) en un relato que, con la excusa poner en escena un drama posible, no sólo se aprovecha de la sensibilidad de su público potencial, sino que llega al extremo de trasladar ese abuso a sus propias criaturas, a sus personajes. Su excusa es convertir a la realidad en un espectáculo del espanto, que se va volviendo más insoportable e indigno a medida que las escenas se suceden sin mostrar compasión por nadie.
A aquel perturbador escenario inicial Bier le opone la vida perfecta de Andreas. Pero enseguida le arrebata la única garantía de su felicidad (como si esta fuera una culpa que debe castigarse), para de inmediato clausurarle todas las salidas posibles. Para empujarlo al infierno de su propio dolor y una vez en el fondo, también quitarle el suelo bajo los pies, demostrando que siempre se puede caer más profundo. Igual que la propia película, que tras humillar a sus personajes acaba sintiendo lástima por ellos, cerrando un círculo abyecto. Eso sí, las actuaciones son notables y la narración hace gala de una admirable precisión. Lejos de ser un mérito, en manos de Bier esos logros también se convierten en herramientas de tortura, los medios con los cuales se gana la confianza del público para poder abusar de él a gusto. La película consigue así su gran maldad final: le niega al espectador hasta la última esperanza, la de al menos no creer en lo que se está viendo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
lunes, 19 de octubre de 2015
LIBROS - "Porno Argento! Historia del cine nacional triple x", de Hernán Panessi: Pampas calientes
Desde el mismo momento en que el cine se consolidó como herramienta y medio permitía retratar y representar la realidad, pero también ponder en acción la fantasía, era sólo cuestión de tiempo para que la curiosidad, el deseo, el morbo y unos cuantos etcéteras más, empujaran a que algún atrevido metiera el ojo de la cámara justo ahí, donde no estaba permitido meterlo. Apenas pasaron algo más de 10 años desde el nacimiento del cine como espectáculo público --un 28 de diciembre de 1895 en París, cuando los hermanos Lumiere por primera vez le cobraron entrada a la gente para verlos realizar la rutina de proyectar sus hoy famosos cortos de trenes entrando en la estación y de personas saliendo de una fábrica--, hasta que a mediados de la década siguiente alguien registró las primeras imágenes de hombres y mujeres teniendo sexo. Así nace la pornografía y, aunque es un dato repetido, no muchos saben que esa primera película porno (o al menos la más antigua que se conserva) se filmó en la Argentina. Se trata de El Satario (o El Sartorio), cortometraje mítico, probablemente rodado entre 1907 y 1912, cuyo título refiere a una mala transcripción de la palabra sátiro. “Entre árboles y yuyos, unas ninfas corren desnudas y juegan alegremente entre sí. La apacible calma se ve transformada por un personaje misterioso: un fauno con barba y cuernos. Luego de un forcejeo leve, el fauno captura a una de ellas. Se la lleva lejos. Después, se lamen los genitales el uno al otro y, finalmente, se produce la penetración con primeros planos del pene.” La eficaz reseña de la película fundacional del cine porno corresponde al libro Porno argento! Historia del cine nacional triple X, de Hernán Panessi, un volumen que es una pequeña enciclopedia en la que se compila la extraña cronología del cine de contenido sexual en la Argentina.
Para ello Panessi se ve obligado a realizar una breve introducción a la historia del crimen en la Argentina del Centenario, en la que el tráfico de mujeres desde Europa para abastecer el negocio de la prostitución (al que por entonces se llamaba Trata de Blancas, justamente por el color de la piel de aquellas mujeres provenientes del este europeo) era uno de los delitos más extendidos y redituables. A partir de ahí el relato comienza a tender los puentes que ligaron al surgimiento del cine pornográfico con esos bajos fondos, que proveían a la incipiente industria de la mano de obra adecuada y barata. También da cuenta del lugar que Buenos Aires ocupaba como factoría ultramarina dentro de aquella ruta de la pornografía. Como buena cantidad de otras mercancías de manufactura local, pero cuyo producto consumian las sociedades europeas, la pornografía se rodaba en Buenos Aires y se distribuía sobre todo entre la decadente burguesía del viejo mundo. Producir acá tenía dos ventajas; la primera de tipo económico (era más barato) y la segunda de orden “estético”: la composición étnica de esta ciudad era similar a la de Europa. No debe olvidarse que, como señala Panessi más adelante para explicar el extraño fenómeno de la pornografía producida en la Argentina a partir de finales de la década de 1980, el porno funciona por identificación.
Todo lo anterior no significa que en Buenos Aires no se consumiera porno. El autor recoge el poco conocido relato de Eugene O’Neill, quien pasó por esta ciudad en 1910 como tripulante de un bergantín noruego. El dramaturgo estadounidense cuenta que en aquel entonces lo llevaron a unos cines en los barrios de Barracas y La Boca, en donde se proyectaban películas pornográficas para un público de alcohólicos y hombres de ultramar. “Esas vistas no dejan nada librado a la imaginación”, escribió en sus memorias sobre lo que vio aquella vez.
Para Panessi tratar de dar cuenta de la historia del porno en la Argentina implica necesariamente recorrer los estadíos que fueron ocupando las diversas manifestaciones artísticas que tuvieron al sexo como elemento central. Recuerda así el paso de las troupes de famosos cabarets parisinos, como el Folies Bérgere o El Lido, por los escenarios de la capital en la década de 1950, que parecen haber inspirado el nacimiento del teatro de revistas local. Recoge historias en donde lo mítico se funde con lo improbable, como aquella sobre la película El Ladrón (1949), en la que “un malhechor entra en una casa, se saca los pantalones –pero no los soquetes-, y es descubierto por una mujer, la sirvienta”, y cuya dirección algunas versiones le atribuyen a Luis César Amadori (el mismo de Dios se lo pague) y el rol protagónico al mismísimo Luis Sandrini. De a poco el sexo en la pantalla va dejando de ser un elemento marginal y clandestino para cobrar cada vez mayor relevancia. Panessi da cuenta minuciosa del proceso.
En Porno Argento! no faltan el capítulo dedicado a la filmografía del tándem artístico integrado por Armando Bó e Isabel Sarli, parada fundamental de este recorrido. Tampoco una lista de las películas cuya acción transcurre dentro de un albergue transitorio, un sub género clásico del cine argentino de los ’60 y los ’70. O el recuerdo a la oscura figura de Paulino Tato, el censor. Ni un sobrevuelo por la picaresca, con los trabajos de Jorge Porcel y Alberto Olmedo a la cabeza, para desembocar en el porno propiamente dicho, que comenzó a producirse de manera regular y sistemática ya bien avanzada la primavera democrática. A partir de directores emblemáticos como Víctor Maytland o César Jones y de películas con títulos inolvidables, como Las tortugas mutantes Pinjas (1989), Los Pinjapiedras (1991) o Los Porno SinSon (1991), el porno en la Argentina comenzó a tener por primera vez un rostro y una estética reconocible. Ahí lo absurdo y lo explícito, el ridículo y el hardcore, conviven como en el tango de Discépolo, en el mismo lodo y, más que nunca, todos manoseados. El libro de Hernán Panessi es una excelente hoja de ruta para no perderse nada de esta extraña y divertida travesía.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
Para ello Panessi se ve obligado a realizar una breve introducción a la historia del crimen en la Argentina del Centenario, en la que el tráfico de mujeres desde Europa para abastecer el negocio de la prostitución (al que por entonces se llamaba Trata de Blancas, justamente por el color de la piel de aquellas mujeres provenientes del este europeo) era uno de los delitos más extendidos y redituables. A partir de ahí el relato comienza a tender los puentes que ligaron al surgimiento del cine pornográfico con esos bajos fondos, que proveían a la incipiente industria de la mano de obra adecuada y barata. También da cuenta del lugar que Buenos Aires ocupaba como factoría ultramarina dentro de aquella ruta de la pornografía. Como buena cantidad de otras mercancías de manufactura local, pero cuyo producto consumian las sociedades europeas, la pornografía se rodaba en Buenos Aires y se distribuía sobre todo entre la decadente burguesía del viejo mundo. Producir acá tenía dos ventajas; la primera de tipo económico (era más barato) y la segunda de orden “estético”: la composición étnica de esta ciudad era similar a la de Europa. No debe olvidarse que, como señala Panessi más adelante para explicar el extraño fenómeno de la pornografía producida en la Argentina a partir de finales de la década de 1980, el porno funciona por identificación.
Todo lo anterior no significa que en Buenos Aires no se consumiera porno. El autor recoge el poco conocido relato de Eugene O’Neill, quien pasó por esta ciudad en 1910 como tripulante de un bergantín noruego. El dramaturgo estadounidense cuenta que en aquel entonces lo llevaron a unos cines en los barrios de Barracas y La Boca, en donde se proyectaban películas pornográficas para un público de alcohólicos y hombres de ultramar. “Esas vistas no dejan nada librado a la imaginación”, escribió en sus memorias sobre lo que vio aquella vez.
Para Panessi tratar de dar cuenta de la historia del porno en la Argentina implica necesariamente recorrer los estadíos que fueron ocupando las diversas manifestaciones artísticas que tuvieron al sexo como elemento central. Recuerda así el paso de las troupes de famosos cabarets parisinos, como el Folies Bérgere o El Lido, por los escenarios de la capital en la década de 1950, que parecen haber inspirado el nacimiento del teatro de revistas local. Recoge historias en donde lo mítico se funde con lo improbable, como aquella sobre la película El Ladrón (1949), en la que “un malhechor entra en una casa, se saca los pantalones –pero no los soquetes-, y es descubierto por una mujer, la sirvienta”, y cuya dirección algunas versiones le atribuyen a Luis César Amadori (el mismo de Dios se lo pague) y el rol protagónico al mismísimo Luis Sandrini. De a poco el sexo en la pantalla va dejando de ser un elemento marginal y clandestino para cobrar cada vez mayor relevancia. Panessi da cuenta minuciosa del proceso.
En Porno Argento! no faltan el capítulo dedicado a la filmografía del tándem artístico integrado por Armando Bó e Isabel Sarli, parada fundamental de este recorrido. Tampoco una lista de las películas cuya acción transcurre dentro de un albergue transitorio, un sub género clásico del cine argentino de los ’60 y los ’70. O el recuerdo a la oscura figura de Paulino Tato, el censor. Ni un sobrevuelo por la picaresca, con los trabajos de Jorge Porcel y Alberto Olmedo a la cabeza, para desembocar en el porno propiamente dicho, que comenzó a producirse de manera regular y sistemática ya bien avanzada la primavera democrática. A partir de directores emblemáticos como Víctor Maytland o César Jones y de películas con títulos inolvidables, como Las tortugas mutantes Pinjas (1989), Los Pinjapiedras (1991) o Los Porno SinSon (1991), el porno en la Argentina comenzó a tener por primera vez un rostro y una estética reconocible. Ahí lo absurdo y lo explícito, el ridículo y el hardcore, conviven como en el tango de Discépolo, en el mismo lodo y, más que nunca, todos manoseados. El libro de Hernán Panessi es una excelente hoja de ruta para no perderse nada de esta extraña y divertida travesía.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
jueves, 15 de octubre de 2015
LIBROS - "Siete casas vacías", de Samanta Schweblin: Cuentos en los que la realidad se vuelve un bicho raro
La publicación de su tercer volumen de cuentos, Siete casas vacías, con el cual ganó este año el Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, uno de los más importantes para este género en lengua española, confirmó a Samanta Schweblin tal vez como la máxima referente contemporánea del cuento dentro de la literatura argentina. Lugar no menor, atendiendo a la importancia que ese formato tiene en el panorama histórico de nuestras letras. El libro llega a menos de un año de que la autora debutara como novelista con Distancia de rescate, extraordinaria nouvelle con la que amplió su universo narrativo. Los siete textos que componen el nuevo libro vuelven a prodigar las atmósferas enrarecidas y extrañas que suelen ser el territorio sobre el Schweblin desarrolla su obra. En esos escenarios la vida cotidiana constituye un elemento de una fragilidad tal, que la más mínima variación o la introducción de un elemento tan insignificante como ajeno, pueden convertir a la realidad repentinamente en un abismo donde todo es desconocido.
El concepto de casa, en tanto hogar, que funciona como patrón para ligar a los siete cuentos, representa el que tal vez sea el espacio de intimidad por antonomasia, en donde es posible resguardar lo cotidiano y lo propio de lo público. Un concepto que incluye en sí mismo la idea de protección. La casa es el lugar de los rituales privados, de aquello que se elige no mostrar puertas afuera, y en ella caben lo familiar, lo confortable y lo íntimo, pero también lo secreto, lo escondido y hasta lo negado. La idea de casas vacías juega con la posibilidad de quitarle al símbolo todos esos significados posibles. Las casas vacías suelen ser temidas, asociándoselas con lo maldito, lo abandonado, lo indeseado, o lo inútil. Curiosamente las casas de este libro no están realmente vacías, sin embargo cargan de todas maneras con ese carácter siniestro. “Es verdad, son casas llenas de cosas, llenas de gente. Pero tengo la sensación de que a estos personajes no les alcanza nada de todo eso”, admite Schweblin. “Para encontrarse, para entenderse, para comunicarse con los otros, estos personajes se ven siempre obligados a salir, a dejar atrás esos rígidos espacios de confort y de seguridad que a veces son los hogares. Las casas, entonces, están vacías porque se miran desde afuera, que es donde pasan las cosas”, concluye.
A partir de eso, yendo para atrás en la obra de Schweblin es posible reconocer que muchas veces sus cuentos coinciden en dar cuenta del momento preciso en que la realidad cotidiana es trastocada por un elemento mínimo que queda fuera de lugar. Leves fallas que, aunque sean pocos quienes las noten, representan de una manera modesta el colapso del mundo. “Esa falla es lo que busco. A veces puedo avanzar en una historia sin tener del todo claro qué temas está verdaderamente abarcando; debo confesar que muchos de esos temas los descubro más tarde, a veces hasta en boca de otros”, reflexiona la autora. “En cambio, esa falla es la herida que escarbo: todo en la historia está al servicio de esa anomalía. Tanto que, incluso si esa anomalía es una oscuridad aterradora, brilla para mí durante la escritura como una moneda de oro en el fondo del mar. No puedo hacer otra cosa que juntar aire y nadar directo hacia ahí”.
A veces el centro de sus relatos está ocupado por objetos también íntimos y cotidianos (una azucarera; la ropa) que pertenecieron a muertos muy queridos de algunos de los personajes (una madre y un hijo). La presencia de esos objetos evoca la ausencia de las personas a las que pertenecieron. Al contrario de las casas a las que se refiere el título del libro, se trata de objetos que se encuentran cargados de significados y sentidos. “Me fascinan los objetos. Todo lo que somos capaces de asignarles, todo lo que nos reflejan. Lo poderosos que son cuando se nos imponen, o incluso lo enigmáticos que pueden ser cuando no los comprendemos”, dice Schweblin. En cambio los finales de sus cuentos siempre tienen algo de película puesta en pausa, de tensión suspendida en el momento perfecto. “Cuando empiezo un cuento persigo un efecto, un estado anímico particular al que quiero llegar. Esto es tan importante que a veces pueden cambiar cuestiones importantes de la historia (personajes, espacios, narradores, tiempos), pero difícilmente cambie ese estado que persigo”, revela la escritora. “Contar la historia, atravesar esa aventura argumental, es la excusa para llegar con el lector hasta ese otro lado. Y los finales de mis historias sueles ser estados anímicos que conozco, que ya sentí en algún momento de mi vida, en mí o en otros. Es como haber soñado con un espacio específico y, después de mucho buscarlo, encontrarlo en algún lugar escondido del barrio: no hay duda de si ese es o no en lugar, porque ya estuviste ahí.”
El libro tiene un detalle curioso: está compuesto por seis cuentos breves narrados en primera persona y un cuento muy largo que demanda casi la mitad del libro y que, por el contrario, es narrado en tercera persona. “El narrador suelo encontrarlo ya en los primeros atisbos de una idea, a no ser casos excepcionales (como el narrador de Distancia de rescate, que me dio mucho trabajo)”, cuenta Schweblin y reconoce que en general es algo que resuelve de manera intuitiva. “Escucho a la propia historia, o como dijo Lydia Davis, trato de responder al material. El narrador en primera persona es poco confiable, con toda la potencialidad que esto puede aportar. El lector tiene que leer la historia pero también tiene que leer al narrador, deducir qué tanto puede confiar en él, eso me resulta muy disparador a la hora de construir personajes. Cuando no es el personaje el que habla, cuando la historia queda en manos de un narrador externo, me cuido mucho de hacerlo lo más transparente posible. Me gusta pensar a este otro tipo de narrador como una tela mosquitero, un tejido que separa al lector del paisaje, cuando más lejos está el lector del tejido, cuanto más presencia tiene el narrador, menos se ve el jardín. En cambio, si logro hacer desaparecer al narrador, pegando prácticamente los ojos del lector a la tela mosquitero, la tela desaparece y solo se ve el jardín”.
Aunque sus cuentos siempre desembocan en el terreno de lo fantástico (o cuanto menos en lo extraño), en la construcción de cada relato se hace evidente la habilidad de Schweblin para construir espacios, escenarios, paisajes y tonos sumamente reconocibles. Sus personajes no parecen hablar una lengua literaria, sino que hablan de verdad, como si en lugar de ser mera fantasía estuvieran fuertemente anclados en la realidad. “Todo es invención, pero es una invención que construyo con el material de lo que veo, de lo que escucho, de lo que entiendo y de lo que no entiendo”, revela la escritora. “Tengo una atención errática y caprichosa. De una larga conversación con alguien la semana pasada puedo no recordar absolutamente nada de lo que se habló, pero sí recordar que tras cada bocado mi interlocutor se limpiaba la boca con la servilleta de papel y después la plegaba debajo del plato. O que, detrás de él, una mujer llamó al mozo y cambió su pedido tres veces, y al final el plato era para su marido, que llegó un poco después. Estos son los detalles que atesoro y que pueden construir un personaje."
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
El concepto de casa, en tanto hogar, que funciona como patrón para ligar a los siete cuentos, representa el que tal vez sea el espacio de intimidad por antonomasia, en donde es posible resguardar lo cotidiano y lo propio de lo público. Un concepto que incluye en sí mismo la idea de protección. La casa es el lugar de los rituales privados, de aquello que se elige no mostrar puertas afuera, y en ella caben lo familiar, lo confortable y lo íntimo, pero también lo secreto, lo escondido y hasta lo negado. La idea de casas vacías juega con la posibilidad de quitarle al símbolo todos esos significados posibles. Las casas vacías suelen ser temidas, asociándoselas con lo maldito, lo abandonado, lo indeseado, o lo inútil. Curiosamente las casas de este libro no están realmente vacías, sin embargo cargan de todas maneras con ese carácter siniestro. “Es verdad, son casas llenas de cosas, llenas de gente. Pero tengo la sensación de que a estos personajes no les alcanza nada de todo eso”, admite Schweblin. “Para encontrarse, para entenderse, para comunicarse con los otros, estos personajes se ven siempre obligados a salir, a dejar atrás esos rígidos espacios de confort y de seguridad que a veces son los hogares. Las casas, entonces, están vacías porque se miran desde afuera, que es donde pasan las cosas”, concluye.
A partir de eso, yendo para atrás en la obra de Schweblin es posible reconocer que muchas veces sus cuentos coinciden en dar cuenta del momento preciso en que la realidad cotidiana es trastocada por un elemento mínimo que queda fuera de lugar. Leves fallas que, aunque sean pocos quienes las noten, representan de una manera modesta el colapso del mundo. “Esa falla es lo que busco. A veces puedo avanzar en una historia sin tener del todo claro qué temas está verdaderamente abarcando; debo confesar que muchos de esos temas los descubro más tarde, a veces hasta en boca de otros”, reflexiona la autora. “En cambio, esa falla es la herida que escarbo: todo en la historia está al servicio de esa anomalía. Tanto que, incluso si esa anomalía es una oscuridad aterradora, brilla para mí durante la escritura como una moneda de oro en el fondo del mar. No puedo hacer otra cosa que juntar aire y nadar directo hacia ahí”.
A veces el centro de sus relatos está ocupado por objetos también íntimos y cotidianos (una azucarera; la ropa) que pertenecieron a muertos muy queridos de algunos de los personajes (una madre y un hijo). La presencia de esos objetos evoca la ausencia de las personas a las que pertenecieron. Al contrario de las casas a las que se refiere el título del libro, se trata de objetos que se encuentran cargados de significados y sentidos. “Me fascinan los objetos. Todo lo que somos capaces de asignarles, todo lo que nos reflejan. Lo poderosos que son cuando se nos imponen, o incluso lo enigmáticos que pueden ser cuando no los comprendemos”, dice Schweblin. En cambio los finales de sus cuentos siempre tienen algo de película puesta en pausa, de tensión suspendida en el momento perfecto. “Cuando empiezo un cuento persigo un efecto, un estado anímico particular al que quiero llegar. Esto es tan importante que a veces pueden cambiar cuestiones importantes de la historia (personajes, espacios, narradores, tiempos), pero difícilmente cambie ese estado que persigo”, revela la escritora. “Contar la historia, atravesar esa aventura argumental, es la excusa para llegar con el lector hasta ese otro lado. Y los finales de mis historias sueles ser estados anímicos que conozco, que ya sentí en algún momento de mi vida, en mí o en otros. Es como haber soñado con un espacio específico y, después de mucho buscarlo, encontrarlo en algún lugar escondido del barrio: no hay duda de si ese es o no en lugar, porque ya estuviste ahí.”
El libro tiene un detalle curioso: está compuesto por seis cuentos breves narrados en primera persona y un cuento muy largo que demanda casi la mitad del libro y que, por el contrario, es narrado en tercera persona. “El narrador suelo encontrarlo ya en los primeros atisbos de una idea, a no ser casos excepcionales (como el narrador de Distancia de rescate, que me dio mucho trabajo)”, cuenta Schweblin y reconoce que en general es algo que resuelve de manera intuitiva. “Escucho a la propia historia, o como dijo Lydia Davis, trato de responder al material. El narrador en primera persona es poco confiable, con toda la potencialidad que esto puede aportar. El lector tiene que leer la historia pero también tiene que leer al narrador, deducir qué tanto puede confiar en él, eso me resulta muy disparador a la hora de construir personajes. Cuando no es el personaje el que habla, cuando la historia queda en manos de un narrador externo, me cuido mucho de hacerlo lo más transparente posible. Me gusta pensar a este otro tipo de narrador como una tela mosquitero, un tejido que separa al lector del paisaje, cuando más lejos está el lector del tejido, cuanto más presencia tiene el narrador, menos se ve el jardín. En cambio, si logro hacer desaparecer al narrador, pegando prácticamente los ojos del lector a la tela mosquitero, la tela desaparece y solo se ve el jardín”.
Aunque sus cuentos siempre desembocan en el terreno de lo fantástico (o cuanto menos en lo extraño), en la construcción de cada relato se hace evidente la habilidad de Schweblin para construir espacios, escenarios, paisajes y tonos sumamente reconocibles. Sus personajes no parecen hablar una lengua literaria, sino que hablan de verdad, como si en lugar de ser mera fantasía estuvieran fuertemente anclados en la realidad. “Todo es invención, pero es una invención que construyo con el material de lo que veo, de lo que escucho, de lo que entiendo y de lo que no entiendo”, revela la escritora. “Tengo una atención errática y caprichosa. De una larga conversación con alguien la semana pasada puedo no recordar absolutamente nada de lo que se habló, pero sí recordar que tras cada bocado mi interlocutor se limpiaba la boca con la servilleta de papel y después la plegaba debajo del plato. O que, detrás de él, una mujer llamó al mozo y cambió su pedido tres veces, y al final el plato era para su marido, que llegó un poco después. Estos son los detalles que atesoro y que pueden construir un personaje."
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
CINE - "La cumbre escarlata" (Crimson Peak), de Guillermo del Toro: Fantasmas como metáfora
Si alguien debía tener en claro cómo contar una historia de fantasmas de estética gótica en el cine actual, ese tenía que ser el mexicano Guillermo del Toro. ¿Y por qué no Tim Burton? Es cierto, podría haber sido él. Pero, efectivamente La cumbre escarlata, una película gótica de fantasmas, es el nuevo trabajo de del Toro, aunque por momentos se parezca a una de Burton. De hecho, la película encajaría muy bien en la obra de este último, donde tendería sólidos puentes con El jinete sin cabeza, Sweeney Todd y hasta con Sombras tenebrosas. Ahí está también Mia Wasikowska, la joven y eficiente actriz australiana que se convirtió en estrella global luego de que él la eligiera para protagonizar su por lo menos estrafalaria versión de Alicia en el país de las maravillas. Sin embargo hay elementos particulares que hacen evidente que se trata de un trabajo del mexicano, remitiendo a varios de sus títulos anteriores, sobre todo a El espinazo del diablo o El laberinto del fauno, pero también a Hellboy II o a su ópera prima Cronos. Elementos que difícilmente aparecen en la filmografía de Burton, como un uso de la violencia que nunca condesciende a revelarse como artificio, cuidándose de no mostrar ese aire lúdico y hasta inocente que siempre sobrevuela los mejores trabajos del norteamericano. Al contrario, aunque se trata de un director a quien el humor no le es ajeno, La cumbre escarlata pertenece a la parte “seria” de la obra de del Toro. Una de esas películas en las que intenta construir una atmosfera y un escenario cerrado sobre sí mismo, sin fisuras estéticas, evitando distraer al espectador con saltos de registro.
Dicha seriedad queda expuesta a través de la presentación de la protagonista, Edith, una joven perteneciente a la burguesía industrial estadounidense de finales del siglo XIX. Con aspiraciones de convertirse en escritora, Edith no se siente cómoda con el costado más frívolo de su núcleo social. Por el contrario, expresa su rebeldía ante la imposición del molde de lo que debería ser una señorita victoriana, sobreactuando su deseo algo cándido de ir en busca del destino trágico de las escritoras de su tiempo. Por eso no extraña que entre los modelos posibles prefiera el de la viuda Mary Shelley antes que el de la solterona Jane Austen. Por eso mismo no quiere dejarse acorralar en el rincón de las tragedias románticas, territorio al que solía limitarse a las mujeres en la literatura decimonónica, sino que escribe historias de fantasmas. “Pero los fantasmas son una metáfora”, le dice Edith a un editor que con aire paternal intenta convencerla de escribir lo que se espera que escriba una chica bien, como ella.
Edith funciona como alter ego del director, la Madame Bovary de del Toro. A través de ella el director manifiesta y hace suya esa aspiración de que los fantasmas sean metáfora, la expresión romántica (en el sentido de Shelly, pero también en el de Austen) y velada de otra cosa, algo más que no conviene nombrar directamente. Aunque no tan velada, en realidad: a medida que el relato avanza, va quedando bien claro que acá los fantasmas juegan el papel de un Ello que regresa para dejar en evidencia lo que ha sido reprimido. Si bien esta lectura psicoanalítica calza justo con la historia de fantasmas que cuenta del Toro, en la que no faltan autómatas ni un montón de otros elementos propios de la teoría freudiana que no conviene adelantar, también es cierto que se trata de una metáfora demasiado superficial, pero no por eso menos oportuna. Porque además coincide en lo cronológico con ese momento exacto en el que el mundo antiguo termina de colapsar frente a la llegada de una modernidad que se impone –no sólo en términos técnicos, sino también sociales—, que es el escenario histórico de La cumbre escarlata. Así como Edith representa el nuevo paradigma de mujer de cara al siglo XX, los fantasmas cumplen con el rol de señalar la evidencia que descubre el carácter social y moralmente decadente del orden anterior. De todo esto se sirve del Toro para poner en escena este drama gótico con fantasmas metafóricos, pero tranquilamente puede ser vista y disfrutada como una de fantasmas a secas.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Dicha seriedad queda expuesta a través de la presentación de la protagonista, Edith, una joven perteneciente a la burguesía industrial estadounidense de finales del siglo XIX. Con aspiraciones de convertirse en escritora, Edith no se siente cómoda con el costado más frívolo de su núcleo social. Por el contrario, expresa su rebeldía ante la imposición del molde de lo que debería ser una señorita victoriana, sobreactuando su deseo algo cándido de ir en busca del destino trágico de las escritoras de su tiempo. Por eso no extraña que entre los modelos posibles prefiera el de la viuda Mary Shelley antes que el de la solterona Jane Austen. Por eso mismo no quiere dejarse acorralar en el rincón de las tragedias románticas, territorio al que solía limitarse a las mujeres en la literatura decimonónica, sino que escribe historias de fantasmas. “Pero los fantasmas son una metáfora”, le dice Edith a un editor que con aire paternal intenta convencerla de escribir lo que se espera que escriba una chica bien, como ella.
Edith funciona como alter ego del director, la Madame Bovary de del Toro. A través de ella el director manifiesta y hace suya esa aspiración de que los fantasmas sean metáfora, la expresión romántica (en el sentido de Shelly, pero también en el de Austen) y velada de otra cosa, algo más que no conviene nombrar directamente. Aunque no tan velada, en realidad: a medida que el relato avanza, va quedando bien claro que acá los fantasmas juegan el papel de un Ello que regresa para dejar en evidencia lo que ha sido reprimido. Si bien esta lectura psicoanalítica calza justo con la historia de fantasmas que cuenta del Toro, en la que no faltan autómatas ni un montón de otros elementos propios de la teoría freudiana que no conviene adelantar, también es cierto que se trata de una metáfora demasiado superficial, pero no por eso menos oportuna. Porque además coincide en lo cronológico con ese momento exacto en el que el mundo antiguo termina de colapsar frente a la llegada de una modernidad que se impone –no sólo en términos técnicos, sino también sociales—, que es el escenario histórico de La cumbre escarlata. Así como Edith representa el nuevo paradigma de mujer de cara al siglo XX, los fantasmas cumplen con el rol de señalar la evidencia que descubre el carácter social y moralmente decadente del orden anterior. De todo esto se sirve del Toro para poner en escena este drama gótico con fantasmas metafóricos, pero tranquilamente puede ser vista y disfrutada como una de fantasmas a secas.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "Cómo ganar enemigos", de Gabriel Lichtmann: Policial construido de gestos reales
El género policial es el terreno dentro del cual se construyen la mayoría de las grandes producciones del cine nacional. De ahí suelen surgir también los mayores éxitos de taquilla, al menos desde el advenimiento de 9 Reinas (Fabián Bielinsky, 2000), película que estableció un star system local que durante muchos años fue habitado únicamente por Ricardo Darín. Es a ese género al que también apuestan otras producciones de menor envergadura para intentar dar el golpe. Cómo ganar enemigos, de Gabriel Lichtmann, se ubica dentro de esa categoría y a priori reúne todas las condiciones necesarias para seducir al gran público, excepto una. Claro: Ricardo Darín.
Policial narrado con pulso clásico, Cómo ganar enemigos incorpora con inteligencia algunos elementos de comedia y hasta se permite una pátina de costumbrismo bien entendido. Qué Lucas, el protagonista, sea un joven pero erudito abogado y que la historia tenga entre sus escenarios principales al palacio de Tribunales, sus cafés y bares aledaños, y el buffette legal que comparte con su hermano mayor, no hace sino remitir a otros populares policiales argentinos, de Cenizas del paraíso (Marcelo Piñeyro, 1997) a la omnipresente El secreto de sus ojos (Juan J. Campanella, 2009) pasando por Carancho (2010) de Pablo Trapero. Pero el film de Lichtmann está narrado sin las intenciones trágicas (y solemnes) de esas tres películas, con un tono más afín a la gran ópera prima de Bielisnky. Acá también hay una estafa, sólo que en lugar de poner a los delincuentes en el rol protagónico se le cede ese lugar al estafado. El propio Lucas deberá descubrir por sí mismo quién de su entorno es el responsable intelectual detrás de la chica que lo sedujo y le robó los dólares que iba a usar para comprarse un departamento.
Cómo ganar enemigos no pretende ser más grande que la realidad. Entre sus premisas no hay lugar para la épica del héroe de acción ni para la del delincuente romántico y arriesgado, sino más bien lo contrario. Se trata de un policial instalado en la estética de lo cotidiano, construido de gestos y miserias más bien realistas, más cercanas a las que puede producir o padecer cualquier hijo de vecino que al imaginario del cine industrial. Acá si alguien se enoja y le pega una piña a la pared, lo que ocurre es que se rompe la mano. Y eso no está mal: Cómo ganar enemigos despierta interés a partir de construir una intriga genuina, que Lichtmann sabe dosificar y sostener. Como es menester en los buenos policiales, el director (y guionista) hace que las habilidades lógicas del protagonista como abogado y lector de Agatha Christie y Patricia Highsmith, sean las herramientas fundamentales para hacerle frente no sólo al crimen sino también a la familia y los amigos. Dos cosas bien distintas pero que a veces tienen en común bastante más de lo que parece.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Policial narrado con pulso clásico, Cómo ganar enemigos incorpora con inteligencia algunos elementos de comedia y hasta se permite una pátina de costumbrismo bien entendido. Qué Lucas, el protagonista, sea un joven pero erudito abogado y que la historia tenga entre sus escenarios principales al palacio de Tribunales, sus cafés y bares aledaños, y el buffette legal que comparte con su hermano mayor, no hace sino remitir a otros populares policiales argentinos, de Cenizas del paraíso (Marcelo Piñeyro, 1997) a la omnipresente El secreto de sus ojos (Juan J. Campanella, 2009) pasando por Carancho (2010) de Pablo Trapero. Pero el film de Lichtmann está narrado sin las intenciones trágicas (y solemnes) de esas tres películas, con un tono más afín a la gran ópera prima de Bielisnky. Acá también hay una estafa, sólo que en lugar de poner a los delincuentes en el rol protagónico se le cede ese lugar al estafado. El propio Lucas deberá descubrir por sí mismo quién de su entorno es el responsable intelectual detrás de la chica que lo sedujo y le robó los dólares que iba a usar para comprarse un departamento.
Cómo ganar enemigos no pretende ser más grande que la realidad. Entre sus premisas no hay lugar para la épica del héroe de acción ni para la del delincuente romántico y arriesgado, sino más bien lo contrario. Se trata de un policial instalado en la estética de lo cotidiano, construido de gestos y miserias más bien realistas, más cercanas a las que puede producir o padecer cualquier hijo de vecino que al imaginario del cine industrial. Acá si alguien se enoja y le pega una piña a la pared, lo que ocurre es que se rompe la mano. Y eso no está mal: Cómo ganar enemigos despierta interés a partir de construir una intriga genuina, que Lichtmann sabe dosificar y sostener. Como es menester en los buenos policiales, el director (y guionista) hace que las habilidades lógicas del protagonista como abogado y lector de Agatha Christie y Patricia Highsmith, sean las herramientas fundamentales para hacerle frente no sólo al crimen sino también a la familia y los amigos. Dos cosas bien distintas pero que a veces tienen en común bastante más de lo que parece.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
sábado, 10 de octubre de 2015
LIBROS - "Mis diálogos con Orson Welles", de Peter Biskind: El día que Orson y Borges se pusieron a charlar
En el Olimpo de los grandes libros, aquellos cuya materia son los diálogos suelen ocupar un lugar destacado. En principio porque invariablemente tienen como protagonista al menos a un personaje que no sólo debe ser lo suficientemente importante en aquella área en la que se destaque, sino que además debe cumplir con los requisitos de ser inteligente, ingenioso y, sobre todo, un gran conversador. El mejor ejemplo en la Argentina de este tipo de libros son los volúmenes que reproducen una serie de charlas radiales que Jorge Luis Borges mantuvo en 1984 y 85 con el periodista y también escritor Osvaldo Ferrari. Pero si aquellos libros, publicados originalmente por Editorial Sudamericana durante la segunda mitad de la década de 1980 y luego reeditados a la vera del siglo XXI, inmortalizan la genialidad de Borges ya no como escritor sino como conversador consumado, se debe no sólo a una capacidad propia sino a la habilidad de Ferrari para ocupar el rol de interlocutor. Un lugar nada menor, porque de él dependía no sólo el proponer los temas indicados para que el gran escritor argentino desplegara el babélico universo de sus conocimientos, sino que también sabía encauzar con mano firme el carácter digresivo y arbóreo del Borges oral.
Algo de eso también habita de manera parcial en Mis almuerzos con Orson Welles, extraordinario volumen que acaba de publicar Editorial Anagrama. Sus páginas agrupan, con curaduría del periodista Peter Biskind, una serie de diálogos que el actor y cineasta Henry Jaglom mantuvo entre 1983 y 1985 con Orson Welles, de cuya muerte se cumplen hoy 30 años. Las mismas tuvieron lugar durante una serie de almuerzos que ambos mantenían con regularidad en el restaurante Ma Maison de Hollywood. Se habían conocido a principios de los ’70 cuando Jaglom, 20 años menor, convenció a Welles de actuar en su primera película sin tener siquiera el esbozo de un guión. Bastó con que le ofreciera hacer el papel de un mago y permitiera que el personaje usara una capa para que Orson, que por entonces ya tenía el aspecto de un oso gordo y peludo, aceptara de inmediato. Desde entonces fueron amigos. Con el tiempo Jaglom acabó convirtiéndose además en el único promotor de la obra de Welles durante sus últimos años, en los que, debido a su carácter y a la fama de maldito que tenía en el ambiente de la industria del cine, casi no había podido filmar.
Percibiendo el entusiasmo de su amigo joven, Welles le propuso a Jaglom grabar las animadas conversaciones que sostenían durante aquellos almuerzos, pero con una condición que tiene algo de absurdo: le pide que esconda el grabador y que nunca le diga cuándo está grabando. Welles sabía que el sólo hecho de ver un micrófono haría que su parte actor se hiciera cargo de la conversación, convirtiendo aquellas charlas en una puesta en escena. Puede decirse entonces que Welles no sólo fue un consumado actor y director de cine y teatro, sino además un notable editor, ya que de no mediar el truco del micrófono escondido este libro no hubiera sido posible. De otro modo no caben dudas de que su protagonista nunca se hubiera permitido contar muchas de las anécdotas que se multiplican en sus páginas.
Un ejemplo notable al respecto es aquella acerca de Laurence Olivier, considerado de forma unánime como uno de los actores más grandes del siglo XX. “¡Siempre quiso ser tan guapo, tan bello!”, recuerda Welles a Olivier, con quien había compartido unos cuantos espectáculos teatrales. “Una vez bajé a su camerino después de una función y le sorprendí mirándose al espejo. Y lo hacía con tanto amor, con tanta pasión…Me vio y le entró vergüenza de haber sido sorprendido en un momento tan íntimo. Sin vacilar ni un segundo, sin embargo, y sin dejar de mirarse, me dijo que cuando se miraba al espejo, se enamoraba tanto de su propia imagen que casi no podía resistir la tentación de chupársela. Esa era su mayor pena, me dijo, que no podía chupársela ¡a sí mismo!” Con el mismo descaro cuenta intimidades que involucran a Humphrey Bogart, Tennessee Williams, Greta Garbo, Charles Chaplin, Rita Hayworth (con quien estuvo casado y de quien siguió enamorado aún después de separados) y Marilyn Monroe (con la que él mismo se atribuye una aventura previa al estrellato de la diva).
Pero los diálogos recogidos en Mis almuerzos con Orson Welles no se reducen a un inventario de chismes que nunca se sabe cuánto tienen de real y cuánto de una extraordinaria combinación de gracia, malicia y fantasía, sino que muchas veces se convierten en interesantes discusiones estéticas que abarcan el teatro, el cine e incluso la crítica. Nunca deja de sorprender que para cada tema Welles siempre tuviera una respuesta precisa y oportuna. Por su ácido sentido del humor, la calidad de su pensamiento y la velocidad para el retruecano ingenioso, Welles parece un digno representante de una dinastía de conversadores fabulosos como Oscar Wilde, Bernard Shaw o el propio Borges.
Es interesante notar que tanto las charlas entre Jaglom y Welles como las de Borges y Ferrari tuvieron lugar casi de manera simultánea: unas en alguna mesa de Ma Maison, en Los Ángeles; las otras en el estudio de Radio Municipal en Buenos Aires. Lo que pocos habrán notado es el portal que es posible abrir al poner en paralelo ambos diálogos: la entrada a un mundo conjetural en el que Borges y Welles –que no llegaron a conocerse en persona, aunque sentían mutua admiración— establecen un diálogo virtual en torno a El ciudadano (Citizen Kane, 1941), la primera película del estadounidense como director, considerada una de las mejores de la historia del cine. En el libro de Biskind, Welles le cuenta a Jaglom la mala recepción que tuvo su película al estrenarse en Inglaterra. “A algunos les pareció un refrito de Borges, y la criticaron mucho”, dice el cineasta. “También me dijeron que al propio Borges no le gustó. Decía que [El ciudadano] era pedante, lo cual me resulta muy extraño, no me parece que ese adjetivo case bien con la película. Y que era laberíntica. Y que lo peor de un laberinto es no encontrar la salida. Y que Kane era una película laberíntica que no tiene salida”, resume Welles, para terminar con una ironía con la que intenta dejar a salvo su honor y su orgullo (y su ego): “Borges es medio ciego, no te olvides.” Por su parte, el volumen Reencuentro. Diálogos inéditos reproduce una charla en la que Ferrari le propone a Borges recordar su época como crítico de cine en la revista Sur. Ahí el escritor –que no era medio ciego, como comenta Welles con gracia maliciosa, sino ciego del todo—, lejos del tono burlón que transmite la última frase de Welles, recuerda con algo de vergüenza que, a caballo de la libertad que la revista le daba para escribir lo que se le ocurriera, solía equivocarse bastante seguido. “Por ejemplo, yo escribí un comentario del todo indigno de un excelente film que se llamaba Citizen Kane de Orson Welles”, reconoce el escritor. “Y escribí ese comentario adverso no sé por qué, un capricho”, concluye como dándole la razón a Welles. Con ese acto de reparación concluye este diálogo imposible en el que los dos genios parecen abrazarse, cerrando un círculo que les hace justicia a ambos, amigándolos estéticamente, aún sin ellos saberlo, como un acto reparador justo antes de la muerte de ambos. Al fin y al cabo charlando se entiende la gente y así lo prueban estos libros.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
Algo de eso también habita de manera parcial en Mis almuerzos con Orson Welles, extraordinario volumen que acaba de publicar Editorial Anagrama. Sus páginas agrupan, con curaduría del periodista Peter Biskind, una serie de diálogos que el actor y cineasta Henry Jaglom mantuvo entre 1983 y 1985 con Orson Welles, de cuya muerte se cumplen hoy 30 años. Las mismas tuvieron lugar durante una serie de almuerzos que ambos mantenían con regularidad en el restaurante Ma Maison de Hollywood. Se habían conocido a principios de los ’70 cuando Jaglom, 20 años menor, convenció a Welles de actuar en su primera película sin tener siquiera el esbozo de un guión. Bastó con que le ofreciera hacer el papel de un mago y permitiera que el personaje usara una capa para que Orson, que por entonces ya tenía el aspecto de un oso gordo y peludo, aceptara de inmediato. Desde entonces fueron amigos. Con el tiempo Jaglom acabó convirtiéndose además en el único promotor de la obra de Welles durante sus últimos años, en los que, debido a su carácter y a la fama de maldito que tenía en el ambiente de la industria del cine, casi no había podido filmar.
Percibiendo el entusiasmo de su amigo joven, Welles le propuso a Jaglom grabar las animadas conversaciones que sostenían durante aquellos almuerzos, pero con una condición que tiene algo de absurdo: le pide que esconda el grabador y que nunca le diga cuándo está grabando. Welles sabía que el sólo hecho de ver un micrófono haría que su parte actor se hiciera cargo de la conversación, convirtiendo aquellas charlas en una puesta en escena. Puede decirse entonces que Welles no sólo fue un consumado actor y director de cine y teatro, sino además un notable editor, ya que de no mediar el truco del micrófono escondido este libro no hubiera sido posible. De otro modo no caben dudas de que su protagonista nunca se hubiera permitido contar muchas de las anécdotas que se multiplican en sus páginas.
Un ejemplo notable al respecto es aquella acerca de Laurence Olivier, considerado de forma unánime como uno de los actores más grandes del siglo XX. “¡Siempre quiso ser tan guapo, tan bello!”, recuerda Welles a Olivier, con quien había compartido unos cuantos espectáculos teatrales. “Una vez bajé a su camerino después de una función y le sorprendí mirándose al espejo. Y lo hacía con tanto amor, con tanta pasión…Me vio y le entró vergüenza de haber sido sorprendido en un momento tan íntimo. Sin vacilar ni un segundo, sin embargo, y sin dejar de mirarse, me dijo que cuando se miraba al espejo, se enamoraba tanto de su propia imagen que casi no podía resistir la tentación de chupársela. Esa era su mayor pena, me dijo, que no podía chupársela ¡a sí mismo!” Con el mismo descaro cuenta intimidades que involucran a Humphrey Bogart, Tennessee Williams, Greta Garbo, Charles Chaplin, Rita Hayworth (con quien estuvo casado y de quien siguió enamorado aún después de separados) y Marilyn Monroe (con la que él mismo se atribuye una aventura previa al estrellato de la diva).
Pero los diálogos recogidos en Mis almuerzos con Orson Welles no se reducen a un inventario de chismes que nunca se sabe cuánto tienen de real y cuánto de una extraordinaria combinación de gracia, malicia y fantasía, sino que muchas veces se convierten en interesantes discusiones estéticas que abarcan el teatro, el cine e incluso la crítica. Nunca deja de sorprender que para cada tema Welles siempre tuviera una respuesta precisa y oportuna. Por su ácido sentido del humor, la calidad de su pensamiento y la velocidad para el retruecano ingenioso, Welles parece un digno representante de una dinastía de conversadores fabulosos como Oscar Wilde, Bernard Shaw o el propio Borges.
Es interesante notar que tanto las charlas entre Jaglom y Welles como las de Borges y Ferrari tuvieron lugar casi de manera simultánea: unas en alguna mesa de Ma Maison, en Los Ángeles; las otras en el estudio de Radio Municipal en Buenos Aires. Lo que pocos habrán notado es el portal que es posible abrir al poner en paralelo ambos diálogos: la entrada a un mundo conjetural en el que Borges y Welles –que no llegaron a conocerse en persona, aunque sentían mutua admiración— establecen un diálogo virtual en torno a El ciudadano (Citizen Kane, 1941), la primera película del estadounidense como director, considerada una de las mejores de la historia del cine. En el libro de Biskind, Welles le cuenta a Jaglom la mala recepción que tuvo su película al estrenarse en Inglaterra. “A algunos les pareció un refrito de Borges, y la criticaron mucho”, dice el cineasta. “También me dijeron que al propio Borges no le gustó. Decía que [El ciudadano] era pedante, lo cual me resulta muy extraño, no me parece que ese adjetivo case bien con la película. Y que era laberíntica. Y que lo peor de un laberinto es no encontrar la salida. Y que Kane era una película laberíntica que no tiene salida”, resume Welles, para terminar con una ironía con la que intenta dejar a salvo su honor y su orgullo (y su ego): “Borges es medio ciego, no te olvides.” Por su parte, el volumen Reencuentro. Diálogos inéditos reproduce una charla en la que Ferrari le propone a Borges recordar su época como crítico de cine en la revista Sur. Ahí el escritor –que no era medio ciego, como comenta Welles con gracia maliciosa, sino ciego del todo—, lejos del tono burlón que transmite la última frase de Welles, recuerda con algo de vergüenza que, a caballo de la libertad que la revista le daba para escribir lo que se le ocurriera, solía equivocarse bastante seguido. “Por ejemplo, yo escribí un comentario del todo indigno de un excelente film que se llamaba Citizen Kane de Orson Welles”, reconoce el escritor. “Y escribí ese comentario adverso no sé por qué, un capricho”, concluye como dándole la razón a Welles. Con ese acto de reparación concluye este diálogo imposible en el que los dos genios parecen abrazarse, cerrando un círculo que les hace justicia a ambos, amigándolos estéticamente, aún sin ellos saberlo, como un acto reparador justo antes de la muerte de ambos. Al fin y al cabo charlando se entiende la gente y así lo prueban estos libros.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
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viernes, 9 de octubre de 2015
LIBROS - La bielorrusa Svetlana Alexievich ganó el Premio Nobel de literatura: El arte del periodismo
Y un día los apostadores tuvieron razón: la escritora bielorrusa nacida en Ucrania Svetlana Alexievich fue distinguida por los miembros de la Academia Sueca con el Premio Nobel de literatura, luego de ubicarse al tope de las listas de apuestas desde hace meses. Un hecho infrecuente, pero también una anécdota que no merece más que estas líneas y esta sorpresa (que al fin y al cabo no lo fue tanto). Porque la elección de Alexievich ofrece un enorme listado de detalles de interés que merecen ser analizados. Análisis que deberá limitarse, por desgracia, a elementos secundarios respecto de su obra, ya que se trata de una escritora prácticamente inédita en la Argentina y en el mundo hispanoparlante: sólo ha sido traducido al español el más popular de sus libros, Voces de Chernóbil. Crónica del futuro, pero únicamente se lo consigue en el país en una edición digital. El milagro del Nobel hizo que durante el día de ayer la casa Penguin Random House anunciara que el libro también estará disponible en papel a partir de noviembre, y dispusiera un programa de traducción y edición de otros libros de la autora: La guerra no tiene rostro de mujer (2015), Los chicos de latón (2016) y Los últimos testigos (2017). Así que este año no hay especialistas que valgan: casi nadie sabe cómo escribe Svetlana Alexievich, porque no hay forma de leerla. Aunque sí es posible tener referencias de qué es lo que escribe la nueva Nobel.
En primer lugar se trata de la primera autora en recibir el premio cuya obra se apoya sólidamente en un género como la crónica, hasta ahora más vinculado al periodismo que a la literatura, renovando así la discusión acerca de cuáles serían los límites de la materia literaria. La confusión entre literatura y ficción –o su reducción a sus géneros más populares– ha provocado que el Nobel de Alexievich irritara a unos cuantos, que no dudaron en compartir el disgusto en las redes sociales. Ninguno de estos indignados ha leído, en el mejor de los casos, más que las pocas páginas de Voces de Chernóbil que pueden conseguirse gratis en la web. Con lo cual es posible suponer que el enojo proviene del hecho de que no se trata de una escritora que además es periodista, sino al revés: Alexievich es la primera periodista en la historia en recibir el Premio Nobel de literatura. Y lo hace en uno de los peores momentos de este oficio, con las ediciones en papel en franca retirada frente al ubicuo pragmatismo de las versiones digitales, y con las empresas periodísticas pensando más en las utilidades que en el factor humano.
El premio abre además la discusión acerca de si el periodismo es apenas el oficio de quien informa, donde prima el qué y se desprecia al cómo; o si es posible realizarlo tensando sobre él las cuerdas de la estética y el arte. Frente a esto, aún en la imposibilidad física de realizar una evaluación crítica de la desconocida obra de Alexievich, debe reconocerse el riesgo que la Academia Sueca ha tomado al concederle el premio y saludarlo como un movimiento positivo no sólo para el periodismo sino, sobre todo, para la literatura.
Pero no debe pensarse a la elección de la bielorrusa solamente como un gesto en el que por fin se le concede a la crónica el pedigrí literario, sino que hay otros elementos interesantes que esta premiación invita a analizar. En los días previos se descontaba que el hecho de que la canadiense Alice Munro hubiera recibido el premio en 2013, y conociendo el informal sistema de cupos con que la Academia Sueca parece decidir cada año el destino del mismo, resultaba un indicio en contra del favoritismo de Alexievich. Que en los 114 años de historia del premio sólo 14 mujeres hayan sido honradas en el apartado literario parece una prueba irrefutable al respecto. Sin embargo la Academia, al menos en este caso, parece haber ido en contra de sus propias tradiciones. No es descabellado pensar en ello en relación a los cambios operados este año en la constitución del comité encargado de elegir al ganador, que por primera vez en los dos siglos de historia de la institución es presidido por una mujer, Sara Danius, en remplazo de Peter Englund, quien obraba al frente del jurado desde 2009. Joven, feminista y tal vez deseosa de hacer correr por la casa Nobel un aire renovador ya desde su primer año de gestión, es posible que el rol de Danius en la designación de Alexievich haya sido decisivo. Ella, sin embargo, le resta trascendencia: “Es una bonita coincidencia. Lo único que de verdad importa cuando la Academia toma la decisión de entregarlo es la calidad literaria”.
Así mismo no debe olvidarse que el Nobel de literatura siempre ha tenido un importante costado político que en este caso, por razones obvias, tampoco puede pasarse por alto: Alexievich no escribe poesía, ni cuentos ni novelas, sino crónicas políticas. Una de las primeras cosas que hizo frente a sus colegas periodistas como ganadora del Nobel, fue recordar sus profundas diferencias con las políticas de gobierno del presidente ruso Vladimir Putin y reconocer que a partir de ahora “ya no les resultará tan fácil a los poderosos en Bielorrusia y Rusia rechazarme con un gesto con la mano". Puede decirse, entonces, que si algo ha sido puesto de manifiesto con la premiación de Svetlana Alexievich, ese algo ha sido, una vez más, el sutil pero concreto poder de las palabras.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
En primer lugar se trata de la primera autora en recibir el premio cuya obra se apoya sólidamente en un género como la crónica, hasta ahora más vinculado al periodismo que a la literatura, renovando así la discusión acerca de cuáles serían los límites de la materia literaria. La confusión entre literatura y ficción –o su reducción a sus géneros más populares– ha provocado que el Nobel de Alexievich irritara a unos cuantos, que no dudaron en compartir el disgusto en las redes sociales. Ninguno de estos indignados ha leído, en el mejor de los casos, más que las pocas páginas de Voces de Chernóbil que pueden conseguirse gratis en la web. Con lo cual es posible suponer que el enojo proviene del hecho de que no se trata de una escritora que además es periodista, sino al revés: Alexievich es la primera periodista en la historia en recibir el Premio Nobel de literatura. Y lo hace en uno de los peores momentos de este oficio, con las ediciones en papel en franca retirada frente al ubicuo pragmatismo de las versiones digitales, y con las empresas periodísticas pensando más en las utilidades que en el factor humano.
El premio abre además la discusión acerca de si el periodismo es apenas el oficio de quien informa, donde prima el qué y se desprecia al cómo; o si es posible realizarlo tensando sobre él las cuerdas de la estética y el arte. Frente a esto, aún en la imposibilidad física de realizar una evaluación crítica de la desconocida obra de Alexievich, debe reconocerse el riesgo que la Academia Sueca ha tomado al concederle el premio y saludarlo como un movimiento positivo no sólo para el periodismo sino, sobre todo, para la literatura.
Pero no debe pensarse a la elección de la bielorrusa solamente como un gesto en el que por fin se le concede a la crónica el pedigrí literario, sino que hay otros elementos interesantes que esta premiación invita a analizar. En los días previos se descontaba que el hecho de que la canadiense Alice Munro hubiera recibido el premio en 2013, y conociendo el informal sistema de cupos con que la Academia Sueca parece decidir cada año el destino del mismo, resultaba un indicio en contra del favoritismo de Alexievich. Que en los 114 años de historia del premio sólo 14 mujeres hayan sido honradas en el apartado literario parece una prueba irrefutable al respecto. Sin embargo la Academia, al menos en este caso, parece haber ido en contra de sus propias tradiciones. No es descabellado pensar en ello en relación a los cambios operados este año en la constitución del comité encargado de elegir al ganador, que por primera vez en los dos siglos de historia de la institución es presidido por una mujer, Sara Danius, en remplazo de Peter Englund, quien obraba al frente del jurado desde 2009. Joven, feminista y tal vez deseosa de hacer correr por la casa Nobel un aire renovador ya desde su primer año de gestión, es posible que el rol de Danius en la designación de Alexievich haya sido decisivo. Ella, sin embargo, le resta trascendencia: “Es una bonita coincidencia. Lo único que de verdad importa cuando la Academia toma la decisión de entregarlo es la calidad literaria”.
Así mismo no debe olvidarse que el Nobel de literatura siempre ha tenido un importante costado político que en este caso, por razones obvias, tampoco puede pasarse por alto: Alexievich no escribe poesía, ni cuentos ni novelas, sino crónicas políticas. Una de las primeras cosas que hizo frente a sus colegas periodistas como ganadora del Nobel, fue recordar sus profundas diferencias con las políticas de gobierno del presidente ruso Vladimir Putin y reconocer que a partir de ahora “ya no les resultará tan fácil a los poderosos en Bielorrusia y Rusia rechazarme con un gesto con la mano". Puede decirse, entonces, que si algo ha sido puesto de manifiesto con la premiación de Svetlana Alexievich, ese algo ha sido, una vez más, el sutil pero concreto poder de las palabras.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
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jueves, 8 de octubre de 2015
CINE - "En la cuerda floja" (The Walk), de Robert Zemeckis: Lo mejor se siente en el cuerpo
Gran jugador del juego del cine, el estadounidense Robert Zemeckis vuelve a apostar por la grandilocuencia en su nueva película, intentando contar una de esas historias más grandes que la vida misma que tanto le gustan. Se trata de En la cuerda floja, adaptación del libro Alcanzar las nubes en el que su autor, el equilibrista francés Philippe Petit, reconstruye la historia de cómo en 1974 atravesó los 43 metros que separaban a las por entonces flamantes Torres Gemelas del World Trade Center, pero caminando sobre una cuerda que unía ambas terrazas, a casi 420 metros de altura y luego de vulnerar todos los sistemas de seguridad de los famosos edificios. Una historia que, basada en el mismo libro, ya ha sido contada en Man on Wire, documental que en 2008 le valió un Oscar al director James Marsh. A tal punto es evidente ese origen compartido, que la reconstrucción ficcional que realiza Zemeckis se atiene casi punto por punto al relato que el propio Petit realiza en el film de Marsh.
La gran diferencia entre ambas versiones consiste en la representación de la génesis de la historia. De cómo Petit se convierte en un arriesgado funámbulo y llega a obsesionarse con realizar la hazaña que le dio fama mundial, incluso antes de que las célebres torres fueran construidas. Sin embargo, esto que pone distancia entre En la cuerda floja y el documental, es justamente una de sus debilidades (aunque no la mayor). Para narrar ese origen, Zemeckis adopta un tono entre luminoso y naïf que de algún modo se asemeja al que usó para contar las aventuras de ese Ulises cándido llamado Forrest Gump, en su viaje a través de la historia estadounidense del siglo XX. Un punto de vista que resultaba utilitario para crear un personaje con ese proverbial nivel de pureza, pero que no se lleva bien con el carácter avasallante, egocéntrico y hasta manipulador de Petit, que no tiene un pelo de tonto. Algo que expresa muy bien el retrato que Marsh hace de él en Man on Wire y que coincide con los testimonios de sus amigos y compañeros en aquella aventura, que el mismo documental recoge.
Al contrario, la tensa puesta en escena de la intrusión al World Trade Center, el montaje del cable con el que Petit y sus cómplices unieron las dos torres durante la madrugada del 7 de agosto de 1974 y la espectacular secuencia de las ocho veces que el protagonista fue y vino caminando sobre Nueva York, se encuentra tal vez entre lo mejor de la obra de Zemeckis, en la que no faltan los puntos altos, valga la palabra. Tal es el efecto físico que las imágenes proponen, que se recomienda a quienes sufran de vértigo abstenerse de ver la película. En cambio, aquellos que busquen que el cine les haga sentir en el cuerpo algo único, no deben dejar pasar la oportunidad de hacerlo en una sala. Por desgracia Zemeckis no puede evitar la tentación de acicatear la sensibilidad del público –sobre todo la de sus compatriotas–, con una serie de esporádicas alusiones sobrecargadas de una seudo poesía entre romántica y melancólica, en memoria de esas dos torres que los neoyorquinos detestaban durante su construcción, pero que hoy son parte de la simbología básica de la cultura estadounidense. Ahí se empieza a lamentar que la genuina y leal acción cinematográfica ya se haya terminado.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
La gran diferencia entre ambas versiones consiste en la representación de la génesis de la historia. De cómo Petit se convierte en un arriesgado funámbulo y llega a obsesionarse con realizar la hazaña que le dio fama mundial, incluso antes de que las célebres torres fueran construidas. Sin embargo, esto que pone distancia entre En la cuerda floja y el documental, es justamente una de sus debilidades (aunque no la mayor). Para narrar ese origen, Zemeckis adopta un tono entre luminoso y naïf que de algún modo se asemeja al que usó para contar las aventuras de ese Ulises cándido llamado Forrest Gump, en su viaje a través de la historia estadounidense del siglo XX. Un punto de vista que resultaba utilitario para crear un personaje con ese proverbial nivel de pureza, pero que no se lleva bien con el carácter avasallante, egocéntrico y hasta manipulador de Petit, que no tiene un pelo de tonto. Algo que expresa muy bien el retrato que Marsh hace de él en Man on Wire y que coincide con los testimonios de sus amigos y compañeros en aquella aventura, que el mismo documental recoge.
Al contrario, la tensa puesta en escena de la intrusión al World Trade Center, el montaje del cable con el que Petit y sus cómplices unieron las dos torres durante la madrugada del 7 de agosto de 1974 y la espectacular secuencia de las ocho veces que el protagonista fue y vino caminando sobre Nueva York, se encuentra tal vez entre lo mejor de la obra de Zemeckis, en la que no faltan los puntos altos, valga la palabra. Tal es el efecto físico que las imágenes proponen, que se recomienda a quienes sufran de vértigo abstenerse de ver la película. En cambio, aquellos que busquen que el cine les haga sentir en el cuerpo algo único, no deben dejar pasar la oportunidad de hacerlo en una sala. Por desgracia Zemeckis no puede evitar la tentación de acicatear la sensibilidad del público –sobre todo la de sus compatriotas–, con una serie de esporádicas alusiones sobrecargadas de una seudo poesía entre romántica y melancólica, en memoria de esas dos torres que los neoyorquinos detestaban durante su construcción, pero que hoy son parte de la simbología básica de la cultura estadounidense. Ahí se empieza a lamentar que la genuina y leal acción cinematográfica ya se haya terminado.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "Sin escape" (No escape), John Eric Dowdle: Los otros contra mí
En Sin escape, de John Erick Dowdle, el versátil Owen Wilson interpreta a Jack, un ingeniero que se muda con su familia a un país ficticio del sudeste asiático (aunque su vecindad con uno real como Vietnam indica que puede tratarse de Laos o Camboya). Ocurre que luego de la quiebra de la empresa para la que trabajaba, la mejor oferta laboral que Jack recibe es de una multinacional que tiene una planta en aquel lugar en los antípodas geográficas y culturales, y él no ve más opción que aceptarla. Y allá va entonces, con su mujer y sus dos hijitas, dispuestos a enfrentar el desarraigo y el choque cultural con el mejor humor posible. Pero la esperanza dura poco. Al otro día una milicia popular que asesinó al dictador que ocupaba el gobierno comienza una violenta revolución xenófoba y, sobre todo, antiestadounidense. El resto de la película Wilson y su mujer (Lake Bell) se dedican a escapar de los impiadosos revolucionarios que pretenden ejecutarlos, por las calles de esa ciudad en un país sin nombre.
No es la primera vez que a Wilson le toca evadir a un enemigo antiestadounidense en territorio hostil: ya lo había hecho en la mediocre Tras líneas enemigas, estrenada en 2001. Curiosamente en aquel film, rodado justo antes del 11-S, un escuadrón de guerrilleros musulmanes bosnios ayuda a un piloto del ejército de los Estados Unidos a eludir la persecución de un militar serbio durante la Guerra de los Balcanes. El nuevo enemigo estaba tan cerca que la película no alcanzaba a verlo. Igual de curioso, pero en un sentido inverso, resulta que en Sin escape la única oportunidad que tiene Jack para salvar la vida de su familia sea llegar a la frontera para pedir asilo en Vietnam. No hay forma de decirlo de manera terminante, pero quizá se trate del primer film en que ese país deja de ser visto como un territorio enemigo de los Estados Unidos, tras cuatro décadas de cine obsesionado con el conflicto bélico que ambas naciones sostuvieron entre los 60 y los 70.
En ese sentido Sin escape representa un pase de manos de la posta del miedo. En ella se vuelve a poner en acción la clásica fobia occidental a lo culturalmente ajeno, llevándola al extremo, para generar un terror que se parece mucho al que ISIS produce con sus actos en Medio Oriente: miedo a una violencia irracional, desmedida y sin justificación alguna. Sin embargo la película también se permite dudar y preguntarse si la que provocan este tipo de grupos extremistas es la única violencia o el único terror que merece ser condenado. Y aunque lo hace de manera torpe y explícita, es una sorpresa encontrar una declaración política tan infrecuente en una producto made in Hollywood. Con la misma irregularidad, a lo largo del relato se intercalan estupendos momentos de tensión con otros imperdonables, en donde una babosa banda sonora relame las situaciones en busca de destacar lo que ya era obvio. La escena final deja bien claro lo difícil que resulta cerrar un film como este sin recurrir a ese tipo de burdos subterfugios emocionales.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
No es la primera vez que a Wilson le toca evadir a un enemigo antiestadounidense en territorio hostil: ya lo había hecho en la mediocre Tras líneas enemigas, estrenada en 2001. Curiosamente en aquel film, rodado justo antes del 11-S, un escuadrón de guerrilleros musulmanes bosnios ayuda a un piloto del ejército de los Estados Unidos a eludir la persecución de un militar serbio durante la Guerra de los Balcanes. El nuevo enemigo estaba tan cerca que la película no alcanzaba a verlo. Igual de curioso, pero en un sentido inverso, resulta que en Sin escape la única oportunidad que tiene Jack para salvar la vida de su familia sea llegar a la frontera para pedir asilo en Vietnam. No hay forma de decirlo de manera terminante, pero quizá se trate del primer film en que ese país deja de ser visto como un territorio enemigo de los Estados Unidos, tras cuatro décadas de cine obsesionado con el conflicto bélico que ambas naciones sostuvieron entre los 60 y los 70.
En ese sentido Sin escape representa un pase de manos de la posta del miedo. En ella se vuelve a poner en acción la clásica fobia occidental a lo culturalmente ajeno, llevándola al extremo, para generar un terror que se parece mucho al que ISIS produce con sus actos en Medio Oriente: miedo a una violencia irracional, desmedida y sin justificación alguna. Sin embargo la película también se permite dudar y preguntarse si la que provocan este tipo de grupos extremistas es la única violencia o el único terror que merece ser condenado. Y aunque lo hace de manera torpe y explícita, es una sorpresa encontrar una declaración política tan infrecuente en una producto made in Hollywood. Con la misma irregularidad, a lo largo del relato se intercalan estupendos momentos de tensión con otros imperdonables, en donde una babosa banda sonora relame las situaciones en busca de destacar lo que ya era obvio. La escena final deja bien claro lo difícil que resulta cerrar un film como este sin recurrir a ese tipo de burdos subterfugios emocionales.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
miércoles, 7 de octubre de 2015
LIBROS - Premio Nobel de literatura 2015: César Aira entre los 20 favoritos de los apostadores
Con el inicio de octubre llegan también los anuncios de los prestigiosos Premios Nobel con los que la Academia Sueca marca el pulso de un amplio abanico de disciplinas. Durante una semana la institución revela, a razón de uno por día, los ganadores en las categorías de Medicina, Física, Química, Literatura y Paz, reservando generalmente el día jueves para hacer público el nombre del escritor distinguido en el rubro literario. Efectivamente, el anuncio se hará en el día de mañana, sin embargo, como ocurre todos los años, hace meses que las casas de apuestas vienen manejando un listado de potenciales ganadores que incluye a muchos de los autores más prestigiosos de la literatura global. Un catálogo que reúne a las figuras de notables bestsellers con otras casi desconocidas para quienes no pertenezcan al círculo de especialistas en la materia literaria. Lo cual no deja de ser una curiosidad, tratándose simplemente de una lista generada por apostadores: cuesta imaginarse a burreros y ludópatas discutiendo acerca de las posibilidades de la escritora bielorrusa Svetlana Alexievich o del keniata Ngugi Wa Thiong’o de llevarse este año los más de 900 mil euros que recibe cada ganador. La gran sorpresa de 2015 es la aparición del argentino César Aira dentro de la lista de los primeros 20 favoritos: es probable que, más allá del ámbito de la literatura iberoamericana, su presencia resulte igualmente exótica para los lectores de todo el mundo.
Este año la mencionada Alexievich es la gran favorita en todas las grandes casas de apuestas del mundo. Bastará mencionar, como prosaico ejemplo de hasta dónde llega el desconocimiento de su nombre y la poca difusión de su obra entre los lectores locales, que sólo uno de sus libros se publicó en el país (el ensayo Voces de Chernóbil. Crónica del futuro, a través del sello Debolsillo) y recién fue editado a comienzos de este año, luego de que Alexievich ingresara en 2014 por primera vez en estas listas de apuestas. El detalle no menor es que el libro no fue publicado en papel, sino que sólo está disponible en una edición digital. Exactamente lo mismo ocurre con Thiong’o y su obra, de la que sólo es posible conseguir otro ensayo: Descolonizar la mente: la política lingüística de la literatura africana, también editado por Debolsillo unicamente en formato digital. El autor de origen africano ocupa el tercer escalón del podio de los favoritos entre los apostadores.
En medio de ambos virtuales desconocidos se ubica el japonés Haruki Murakami, una vez más instalado en un lugar de privilegio dentro del pelotón de favoritos, siempre según el criterio de los apostadores. El caso de Murakami es más que curioso, ya que su nombre integra desde 2008 la élite de las apuestas de manera ininterrumpida, pero cada año la Academia Sueca invariablemente ha elegido a otro autor, haciendo que el asunto se convierta en centro de incontables humoradas. Entre ellas se destaca el ingenio del diario madrileño El Confidencial, que tituló su nota sobre las previsiones del Nobel de literatura de este año, firmada por Daniel Arjona, parafraseando el famoso microrrelato El dinosaurio del escritor hondureño Augusto Monterroso: “Cuando Murakami despertó, el Nobel de literatura seguía sin estar allí”. Si bien es un hecho que los favoritos de las apuestas no suelen coincidir con los ganadores –la única excepción tal vez sea la del turco Orhan Pamuk, premiado en 2006—, sí ha ocurrido que el favorito de un año sea premiado al año siguiente, lo cual constituiría el único indicio a favor del éxito de Murakami. Algo que parece difícil atendiendo a que el chino Mo Yan lo recibió en 2013. Conociendo la pasión de los suecos por la corrección política y el cumplimiento de cupos (aunque sea de manera informal y nunca explícito), resulta muy improbable que dos escritores orientales lo reciban con tan pocos años de diferencia.
El Top Ten de favoritos de los apostadores no presenta mayores sorpresas y en ella es posible encontrar a los sospechosos de siempre: los estadounidenses Philip Roth y Joyce Carol Oates; el noruego Jon Fosse; el austríaco Peter Handke; el sirio Adonis; el coreano Ko Un y el albanés Ismail Kadare. La aparición de Aira en el puesto 20 y 19 de las apuestas registradas en Ladbrokes y Unibet, las dos principales agencias de apuestas del mundo, es sin dudas la gran sorpresa del año. Aunque el argentino llegó a ubicarse en el puesto número 12, en las últimas horas ha ido perdiendo el favor de los apostadores para dejarlo al límite del Top 20, lugar que comparte con el cantautor Bob Dylan, el israelí Amoz Oz, los estadounidenses Thomas Pynchon y Cormac McCarthy o el checo Milan Kundera, todos ellos figuritas repetidas en estas instancias. Pero, ¿cuáles son las posibilidades reales de Aira de recibir el Nobel de literatura? Imposible saberlo a ciencia cierta. Pero si hubiera que arriesgar con criterio de apostador se podría pensar que no son tantas, aunque es posible que sean más que las que parece tener el pobre Murakami. Los cinco años que han pasado desde la premiación del peruano Mario Vargas Llosa, último escritor en lengua castellana en recibir el Nobel, no parecen ser suficiente distancia. Cuenta como punto a favor que ningún argentino lo ha recibido nunca antes. Las posibilidades existen, claro. Aunque si fuera por eso tampoco habría que descartar a Ricardo Piglia, quien directamente no figura en ninguna lista de apuestas.
Usando la misma arbitraria lógica de apostador y pensando en la ya mencionada tendencia de los suecos a convertir los premios en lecciones morales, tal vez habría que buscar un favorito sin descartar los detalles geopolíticos. ¿Favorecerá al poeta sirio Adonis la imagen repetida del cadáver de Aylan Kurdi tirado en la playa? ¿El duro panorama migratorio de la Europa actual beneficiará al albanés Ismail Kadare? ¿O finalmente Thiong’o vendrá a llenar el cupo de etnias africanas, teniendo en cuenta que solamente dos escritores negros recibieron el premio en sus 114 años de existencia (el nigeriano Wole Soyinka en 1986 y la estadounidense Toni Morrison en 1993)? ¿O su carácter de mujer y feminista dentro del mundo árabe será favorable a la elección de la egipcia Nawal El Saadawi? Lo único que está claro es que por unos días el Nobel de literatura se convierte en una atracción de kermese y, entonces, por qué no jugar un rato. La literatura, por suerte, sigue a salvo en los libros.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Este año la mencionada Alexievich es la gran favorita en todas las grandes casas de apuestas del mundo. Bastará mencionar, como prosaico ejemplo de hasta dónde llega el desconocimiento de su nombre y la poca difusión de su obra entre los lectores locales, que sólo uno de sus libros se publicó en el país (el ensayo Voces de Chernóbil. Crónica del futuro, a través del sello Debolsillo) y recién fue editado a comienzos de este año, luego de que Alexievich ingresara en 2014 por primera vez en estas listas de apuestas. El detalle no menor es que el libro no fue publicado en papel, sino que sólo está disponible en una edición digital. Exactamente lo mismo ocurre con Thiong’o y su obra, de la que sólo es posible conseguir otro ensayo: Descolonizar la mente: la política lingüística de la literatura africana, también editado por Debolsillo unicamente en formato digital. El autor de origen africano ocupa el tercer escalón del podio de los favoritos entre los apostadores.
En medio de ambos virtuales desconocidos se ubica el japonés Haruki Murakami, una vez más instalado en un lugar de privilegio dentro del pelotón de favoritos, siempre según el criterio de los apostadores. El caso de Murakami es más que curioso, ya que su nombre integra desde 2008 la élite de las apuestas de manera ininterrumpida, pero cada año la Academia Sueca invariablemente ha elegido a otro autor, haciendo que el asunto se convierta en centro de incontables humoradas. Entre ellas se destaca el ingenio del diario madrileño El Confidencial, que tituló su nota sobre las previsiones del Nobel de literatura de este año, firmada por Daniel Arjona, parafraseando el famoso microrrelato El dinosaurio del escritor hondureño Augusto Monterroso: “Cuando Murakami despertó, el Nobel de literatura seguía sin estar allí”. Si bien es un hecho que los favoritos de las apuestas no suelen coincidir con los ganadores –la única excepción tal vez sea la del turco Orhan Pamuk, premiado en 2006—, sí ha ocurrido que el favorito de un año sea premiado al año siguiente, lo cual constituiría el único indicio a favor del éxito de Murakami. Algo que parece difícil atendiendo a que el chino Mo Yan lo recibió en 2013. Conociendo la pasión de los suecos por la corrección política y el cumplimiento de cupos (aunque sea de manera informal y nunca explícito), resulta muy improbable que dos escritores orientales lo reciban con tan pocos años de diferencia.
El Top Ten de favoritos de los apostadores no presenta mayores sorpresas y en ella es posible encontrar a los sospechosos de siempre: los estadounidenses Philip Roth y Joyce Carol Oates; el noruego Jon Fosse; el austríaco Peter Handke; el sirio Adonis; el coreano Ko Un y el albanés Ismail Kadare. La aparición de Aira en el puesto 20 y 19 de las apuestas registradas en Ladbrokes y Unibet, las dos principales agencias de apuestas del mundo, es sin dudas la gran sorpresa del año. Aunque el argentino llegó a ubicarse en el puesto número 12, en las últimas horas ha ido perdiendo el favor de los apostadores para dejarlo al límite del Top 20, lugar que comparte con el cantautor Bob Dylan, el israelí Amoz Oz, los estadounidenses Thomas Pynchon y Cormac McCarthy o el checo Milan Kundera, todos ellos figuritas repetidas en estas instancias. Pero, ¿cuáles son las posibilidades reales de Aira de recibir el Nobel de literatura? Imposible saberlo a ciencia cierta. Pero si hubiera que arriesgar con criterio de apostador se podría pensar que no son tantas, aunque es posible que sean más que las que parece tener el pobre Murakami. Los cinco años que han pasado desde la premiación del peruano Mario Vargas Llosa, último escritor en lengua castellana en recibir el Nobel, no parecen ser suficiente distancia. Cuenta como punto a favor que ningún argentino lo ha recibido nunca antes. Las posibilidades existen, claro. Aunque si fuera por eso tampoco habría que descartar a Ricardo Piglia, quien directamente no figura en ninguna lista de apuestas.
Usando la misma arbitraria lógica de apostador y pensando en la ya mencionada tendencia de los suecos a convertir los premios en lecciones morales, tal vez habría que buscar un favorito sin descartar los detalles geopolíticos. ¿Favorecerá al poeta sirio Adonis la imagen repetida del cadáver de Aylan Kurdi tirado en la playa? ¿El duro panorama migratorio de la Europa actual beneficiará al albanés Ismail Kadare? ¿O finalmente Thiong’o vendrá a llenar el cupo de etnias africanas, teniendo en cuenta que solamente dos escritores negros recibieron el premio en sus 114 años de existencia (el nigeriano Wole Soyinka en 1986 y la estadounidense Toni Morrison en 1993)? ¿O su carácter de mujer y feminista dentro del mundo árabe será favorable a la elección de la egipcia Nawal El Saadawi? Lo único que está claro es que por unos días el Nobel de literatura se convierte en una atracción de kermese y, entonces, por qué no jugar un rato. La literatura, por suerte, sigue a salvo en los libros.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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sábado, 3 de octubre de 2015
CINE - Entrevista con Julián d'Angiolillo, director de "Cuerpo de letra": Pintar mientras la política duerme
Menos de un mes es el tiempo que hay que esperar para que los argentinos vuelvan a pronunciar en las urnas una voluntad política construida de manera colectiva. Como todo montaje, la política es el resultado de múltiples formas de expresión, que exponen el abanico completo de quiénes y cómo se piensan los distintos proyectos de sociedad. De entre esas formas de expresión las más reconocibles son aquellas que involucran el oficio de los medios de comunicación, que nunca reproducen con fidelidad a la fuente original, sino que ofrecen una versión impregnada por los intereses más diversos que exceden lo partidario. Justamente a partir del lugar que ocupan los medios es que hace rato ha quedado claro que el paisaje político es mucho más vasto que el limitado escenario que ocupan los partidos y sus actores.
La aparición internet y la vida virtual han sumado nuevos canales, las redes sociales, que permiten a una multitud de voces expresarse de forma legítima, aunque a veces la suma de todas ellas acaba reduciendo el potencial mensaje a un simple ruido de fondo al que es difícil prestarle atención. Menos reconocida pero igualmente visible, las pintadas murales también representan una forma de expresión política que aún continua vigente. A pesar de que las consignas políticas y los nombres de los candidatos estampados a brocha y cal en muros y paredones forman parte del paisaje cotidiano de Buenos Aires y el conurbano, lo cierto es que el universo de quienes los pintan es un misterio para la mayoría de sus habitantes. Ese es el mundo escondido que retrata el cineasta Julián d’Angiolillo en su segunda película, la extraordinaria Cuerpo de letra.
Lejos del documentalismo de corte positivista que se limita a retratar un hecho u objeto a partir del mero fluir informativo, d’Angiolillo establece un vinculo personal con el universo de las brigadas nocturnas que se dedican a las pintadas políticas y a partir de esa proximidad crea un fresco que por momentos se parece más a la ficción. Pero además, en algunos pasajes Cuerpo de letra hasta se despega del realismo para registrar ese submundo a partir de un montaje de imagen y sonido que se sumerge en una estética cercana a la psicodelia. Una forma que nunca pierde su vínculo íntimo con el fondo y que parece venir a definir a la política como un paisaje irreal y por momentos inasible para una mirada sujeta a la lógica más pura. Cuerpo de letra es entonces un trip que se aventura más allá de las prosaicas puertas de la percepción, y en el que el director acompaña a los protagonistas por un viaje a través de la noche, dejándose conducir por caminos poco transitados de la realidad política. d’Angiolillo convierte esa experiencia en una película que no oculta su extrañeza.
“Hay una relación muy íntima entre el tiempo y la práctica de las pintadas, que se establece como una superposición continua de consignas y nombres de candidatos que se van tapando unos sobre otros como un palimpsesto de cal seca sobre la pared”, afirma d’Angiolillo. Aunque enseguida sostiene que “esas modulaciones temporales son muy difíciles de trasladar al medio cinematográfico, por ser una dinámica repetitiva y enajenada” lo cierto es que es posible usar esas mismas palabras para describir la lisérgica superposición sonora y visual de algunos pasajes de Cuerpo de letra. “Nos propusimos que la cámara nunca se estabilice en un punto fijo, y flote entre los protagonistas, habitando el espacio a la par que ellos, casi corporizándose como un nexo”, continua el director, dando cuenta de la dinámica que durante el rodaje se produjo entre sus personajes y él. “De esta forma surge el código de aproximación de la película, que en algunas escenas está orientado a un registro documental y en otras a un planteo de puesta en escena levemente controlado por nosotros”, agrega y enseguida aclara que en realidad “la posibilidad de dar pautas ficcionales se fue construyendo después de una primer etapa de rodaje más documental, en la que tuvimos oportunidad de conocernos ‘en el camino', por así decirlo.”
-¿Qué aportes hace Cuerpo de letra al retratar a la política desde un ángulo infrecuente?
-Creo que vivimos en un tiempo con un volumen del manejo de la información completamente fuera de la escala humana. Estas pintadas de alguna forma pertenecen a un período anterior, pero como sucede con la ciencia ficción, quizás estas prácticas manuales nos ayuden a comprender el flujo digital desde una perspectiva fuera de nuestro tiempo. Inevitablemente, en nuestros viajes urbanos, estamos anestesiados por la lectura continua de todos los mensajes del paisaje urbano, salidos de una trama política expresada en el espacio, donde las pintadas irrumpen en esa puja por capturar la atención desde un lugar que hoy podemos calificar como más ingenuo. Esa forma de inscribirse en el espacio es lo que me interesó. En ese sentido, creo que la película puede ofrecer una puerta hacia ese “otro lado”, honrando en esta expresión al entrañable realizador Fabian Polosecki.
-Aunque en parte se trata de un documental, los personajes siempre actúan como en una ficción, omitiendo la presencia de la cámara. Pero sobre el final el protagonista, Ezequiel, rompe la convención de la cuarta pared y mirando a cámara muestra el balde vacío después de haber pintado toda la noche. En ese plano de repente todo se vuelve concreto y real. ¿Por qué tomaste la decisión de romper esa lógica que habías sostenido en todo el relato previo?
-En el montaje decidimos trazar un arco en la estructura de la película, iniciandola como un relato más ficcional al que le vá “ganando” la evidencia de lo real que, digamos, se impone en el último tramo, a partir de la asamblea donde las de brigadas se dividen los espacios donde trabajarán la noche de la veda [nota: Cuerpo de letra se rodó en los días previos a las elecciones legislativas de 2012]. Me gusta que esa noche se abra al registro documental a medida que amanece, un poco como sucede con las pintadas cuando se blanquea con cal, que recién aplicada transparenta las capas de pinturas previas, pero que cuando termina de secarse, la última capa va ganando en legibilidad. De alguna manera era necesario ir cediendo a esa complicidad para llegar a la escena final dentro del cuarto oscuro, en la que el contrato ficcional termina en el tacho de basura junto a los fragmentos de boleta cortados y no introducidos en el sobre.
-Cuerpo de letra tiene un gran trabajo de montaje que muchas veces genera secuencias al borde de lo lisérgico. ¿Por qué en una película acerca de una de las formas de relato político más populares, como las pintadas, elegís diluir la realidad en esos paisajes casi de pesadilla?
-Parece paradójico, un poco puede predecir un determinado patrón de pensamiento que desliga o distancia a la política y/o la vida popular de lo lisérgico, alucinatorio o sencillamente onírico. Es algo que pienso a menudo sin llegar a grandes conclusiones. Pero la película una vez terminada se me presenta como un objeto extraño en el que conviven en armonía estas dos características. Porque sino parecería que el sueño (en sentido amplio) sólo ingresa en la política como promesa electoral. Un afiche que diga “Tengo un sueño” con el rostro de cualquier candidato sería perfectamente posible. Si es que ya no lo hubo. Es que la política podría definirse casi en las antípodas, como una actividad que se practica con los ojos abiertos. Sin embargo, me gusta sentir que son dos estados que se pueden conciliar. Todos participamos de una vida pública y política de alguna u otra forma, y esa participación es también moldeada en nuestra vida onírica. Me parece fértil que el cruce de estos dos campos de la experiencia se den con mayor frecuencia, en lo posible y sobre todo, más allá del cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
La aparición internet y la vida virtual han sumado nuevos canales, las redes sociales, que permiten a una multitud de voces expresarse de forma legítima, aunque a veces la suma de todas ellas acaba reduciendo el potencial mensaje a un simple ruido de fondo al que es difícil prestarle atención. Menos reconocida pero igualmente visible, las pintadas murales también representan una forma de expresión política que aún continua vigente. A pesar de que las consignas políticas y los nombres de los candidatos estampados a brocha y cal en muros y paredones forman parte del paisaje cotidiano de Buenos Aires y el conurbano, lo cierto es que el universo de quienes los pintan es un misterio para la mayoría de sus habitantes. Ese es el mundo escondido que retrata el cineasta Julián d’Angiolillo en su segunda película, la extraordinaria Cuerpo de letra.
Lejos del documentalismo de corte positivista que se limita a retratar un hecho u objeto a partir del mero fluir informativo, d’Angiolillo establece un vinculo personal con el universo de las brigadas nocturnas que se dedican a las pintadas políticas y a partir de esa proximidad crea un fresco que por momentos se parece más a la ficción. Pero además, en algunos pasajes Cuerpo de letra hasta se despega del realismo para registrar ese submundo a partir de un montaje de imagen y sonido que se sumerge en una estética cercana a la psicodelia. Una forma que nunca pierde su vínculo íntimo con el fondo y que parece venir a definir a la política como un paisaje irreal y por momentos inasible para una mirada sujeta a la lógica más pura. Cuerpo de letra es entonces un trip que se aventura más allá de las prosaicas puertas de la percepción, y en el que el director acompaña a los protagonistas por un viaje a través de la noche, dejándose conducir por caminos poco transitados de la realidad política. d’Angiolillo convierte esa experiencia en una película que no oculta su extrañeza.
“Hay una relación muy íntima entre el tiempo y la práctica de las pintadas, que se establece como una superposición continua de consignas y nombres de candidatos que se van tapando unos sobre otros como un palimpsesto de cal seca sobre la pared”, afirma d’Angiolillo. Aunque enseguida sostiene que “esas modulaciones temporales son muy difíciles de trasladar al medio cinematográfico, por ser una dinámica repetitiva y enajenada” lo cierto es que es posible usar esas mismas palabras para describir la lisérgica superposición sonora y visual de algunos pasajes de Cuerpo de letra. “Nos propusimos que la cámara nunca se estabilice en un punto fijo, y flote entre los protagonistas, habitando el espacio a la par que ellos, casi corporizándose como un nexo”, continua el director, dando cuenta de la dinámica que durante el rodaje se produjo entre sus personajes y él. “De esta forma surge el código de aproximación de la película, que en algunas escenas está orientado a un registro documental y en otras a un planteo de puesta en escena levemente controlado por nosotros”, agrega y enseguida aclara que en realidad “la posibilidad de dar pautas ficcionales se fue construyendo después de una primer etapa de rodaje más documental, en la que tuvimos oportunidad de conocernos ‘en el camino', por así decirlo.”
-¿Qué aportes hace Cuerpo de letra al retratar a la política desde un ángulo infrecuente?
-Creo que vivimos en un tiempo con un volumen del manejo de la información completamente fuera de la escala humana. Estas pintadas de alguna forma pertenecen a un período anterior, pero como sucede con la ciencia ficción, quizás estas prácticas manuales nos ayuden a comprender el flujo digital desde una perspectiva fuera de nuestro tiempo. Inevitablemente, en nuestros viajes urbanos, estamos anestesiados por la lectura continua de todos los mensajes del paisaje urbano, salidos de una trama política expresada en el espacio, donde las pintadas irrumpen en esa puja por capturar la atención desde un lugar que hoy podemos calificar como más ingenuo. Esa forma de inscribirse en el espacio es lo que me interesó. En ese sentido, creo que la película puede ofrecer una puerta hacia ese “otro lado”, honrando en esta expresión al entrañable realizador Fabian Polosecki.
-Aunque en parte se trata de un documental, los personajes siempre actúan como en una ficción, omitiendo la presencia de la cámara. Pero sobre el final el protagonista, Ezequiel, rompe la convención de la cuarta pared y mirando a cámara muestra el balde vacío después de haber pintado toda la noche. En ese plano de repente todo se vuelve concreto y real. ¿Por qué tomaste la decisión de romper esa lógica que habías sostenido en todo el relato previo?
-En el montaje decidimos trazar un arco en la estructura de la película, iniciandola como un relato más ficcional al que le vá “ganando” la evidencia de lo real que, digamos, se impone en el último tramo, a partir de la asamblea donde las de brigadas se dividen los espacios donde trabajarán la noche de la veda [nota: Cuerpo de letra se rodó en los días previos a las elecciones legislativas de 2012]. Me gusta que esa noche se abra al registro documental a medida que amanece, un poco como sucede con las pintadas cuando se blanquea con cal, que recién aplicada transparenta las capas de pinturas previas, pero que cuando termina de secarse, la última capa va ganando en legibilidad. De alguna manera era necesario ir cediendo a esa complicidad para llegar a la escena final dentro del cuarto oscuro, en la que el contrato ficcional termina en el tacho de basura junto a los fragmentos de boleta cortados y no introducidos en el sobre.
-Cuerpo de letra tiene un gran trabajo de montaje que muchas veces genera secuencias al borde de lo lisérgico. ¿Por qué en una película acerca de una de las formas de relato político más populares, como las pintadas, elegís diluir la realidad en esos paisajes casi de pesadilla?
-Parece paradójico, un poco puede predecir un determinado patrón de pensamiento que desliga o distancia a la política y/o la vida popular de lo lisérgico, alucinatorio o sencillamente onírico. Es algo que pienso a menudo sin llegar a grandes conclusiones. Pero la película una vez terminada se me presenta como un objeto extraño en el que conviven en armonía estas dos características. Porque sino parecería que el sueño (en sentido amplio) sólo ingresa en la política como promesa electoral. Un afiche que diga “Tengo un sueño” con el rostro de cualquier candidato sería perfectamente posible. Si es que ya no lo hubo. Es que la política podría definirse casi en las antípodas, como una actividad que se practica con los ojos abiertos. Sin embargo, me gusta sentir que son dos estados que se pueden conciliar. Todos participamos de una vida pública y política de alguna u otra forma, y esa participación es también moldeada en nuestra vida onírica. Me parece fértil que el cruce de estos dos campos de la experiencia se den con mayor frecuencia, en lo posible y sobre todo, más allá del cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
viernes, 2 de octubre de 2015
CINE - "Victoria", de Sebastian Schipper: El amor es una presencia fugaz
El plano secuencia es un recurso narrativo propio del cine con el que muchos grandes directores acaban obsesionados, aceptando con insistencia el desafío de realizar la proeza de extender su duración y de complejizar su estructura coreográfica. Es conocido el caso de Alfred Hitchcock, que llegó al extremo de rodar La soga, un clásico de su filmografía, simulando un único plano secuencia, algo que con los medios técnicos disponibles en 1948 era imposible de realizar sin trucos. La llegada de la tecnología digital permitió cumplir el sueño de filmar una película de un tirón: lo hizo Alexander Sokurov de manera brillante en El arca rusa (2002) y a partir de ahí varios se atrevieron a replicar la experiencia. De ese modo está filmada Victoria, del alemán Sebastian Schipper. Pero a diferencia del de Sokurov, que transcurría en una única locación (el Museo del Hermitage en San Petersburgo), el film de Schipper se mueve a través de un vasto sector de Berlín, hecho que le confiere una complejidad que el director resuelve y pone a favor del relato.
En Victoria la cámara sigue con atención durante dos horas y cuarto el deambular de la chica del título, una inmigrante española que intenta adaptarse a su nuevo entorno, y a un grupo de chicos locales con los que se conoce a la salida de una discoteca, en los primeros minutos del tour de force que están a punto de comenzar. Podría decirse que la película divide su estructura en dos mitades exactas. Durante la primera de ellas aparenta ser otro exponente del mumblecore, subgénero del cine independiente en el que un grupo de jóvenes o adolescentes va de acá para allá mascullando sus diálogos cargados de un contundente presente continuo, poniendo en evidencia las dificultades propias de la juventud contemporánea. Entre ellas, la de asumir la posibilidad de una realidad que no sea la que se enmarca de manera estricta en ese aquí y ahora. Una incertidumbre respecto del futuro que diferentes generaciones de jóvenes se vienen heredando más o menos desde que, a mediados de los ’70, el punk convirtió el elocuente “No Fun” de The Stooges en un todavía más explícito “No Future”.
De esa manera Victoria y sus nuevos amigos, cuatro chicos provenientes del proletario viejo Berlín oriental, comienzan una ronda nocturna que incluye corridas por andar metiéndose en coches ajenos; el hurto de unas cuantas botellas de cerveza a un kiosquero dormido; algunos manotazos con otros transeúntes; un largo diálogo en la terraza de un edificio en el que no vive ninguno de ellos, y una escena más íntima en el interior del bar aún cerrado donde trabaja Victoria, entre ella y uno de los chicos con el que parecen gustarse. Durante todo ese recorrido ella se deja llevar por esa deriva frenética y aleatoria, cautivada por el encanto un poco peligroso que le proponen los cuatro chicos, que de a poco comienzan a cumplir con la promesa de hacerle conocer “la verdadera Berlín, la que está en las calles”. En efecto, la irrealidad electrónica y estroboscópica de la discoteca subterránea del comienzo pronto se diluye en una experiencia cada vez más densa, más próxima a lo cotidiano. Más turbulentamente real.
Al promediar el relato se produce un quiebre que, aunque brusco, no es inesperado: no se ha llegado hasta ahí sin indicios evidentes acerca del carácter marginal de los varones. Un poco seducida pero también algo aturdida por la repentina familiaridad que ahora la conecta con los chicos, Victoria se deja perder todavía más profundo en esa “verdadera Berlín”, hasta quedar enredada casi sin darse cuenta en el robo a un banco que sus recientes compañeros de aventuras son forzados a cometer para saldar una deuda carcelaria del más reo de los cuatro. Aunque la premisa suene forzada y la a priori inexplicable lealtad de Victoria para con sus amigos (completos desconocidos hasta hace una hora atrás) pueda ser puesta en cuestión todo el tiempo, Schipper consigue hacer que el relato se mantenga verosímil. Por un lado lo hace valiéndose de esa red de desesperanzas casi nunca dichas que une de manera invisible las realidades tan distantes, tanto desde lo geográfico y lo cultural como desde lo social, de la instruida Victoria y de sus cuatro descastados amigos. Y por otro, de la solidez de ese extraordinario plano secuencia que, durante algo más de dos horas, permite que el espectador sea testigo en tiempo real de la potencia de la amistad y el amor, de la inocencia y de la vida. Pero también de su carácter frágil y fugaz.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos e Página/12.
En Victoria la cámara sigue con atención durante dos horas y cuarto el deambular de la chica del título, una inmigrante española que intenta adaptarse a su nuevo entorno, y a un grupo de chicos locales con los que se conoce a la salida de una discoteca, en los primeros minutos del tour de force que están a punto de comenzar. Podría decirse que la película divide su estructura en dos mitades exactas. Durante la primera de ellas aparenta ser otro exponente del mumblecore, subgénero del cine independiente en el que un grupo de jóvenes o adolescentes va de acá para allá mascullando sus diálogos cargados de un contundente presente continuo, poniendo en evidencia las dificultades propias de la juventud contemporánea. Entre ellas, la de asumir la posibilidad de una realidad que no sea la que se enmarca de manera estricta en ese aquí y ahora. Una incertidumbre respecto del futuro que diferentes generaciones de jóvenes se vienen heredando más o menos desde que, a mediados de los ’70, el punk convirtió el elocuente “No Fun” de The Stooges en un todavía más explícito “No Future”.
De esa manera Victoria y sus nuevos amigos, cuatro chicos provenientes del proletario viejo Berlín oriental, comienzan una ronda nocturna que incluye corridas por andar metiéndose en coches ajenos; el hurto de unas cuantas botellas de cerveza a un kiosquero dormido; algunos manotazos con otros transeúntes; un largo diálogo en la terraza de un edificio en el que no vive ninguno de ellos, y una escena más íntima en el interior del bar aún cerrado donde trabaja Victoria, entre ella y uno de los chicos con el que parecen gustarse. Durante todo ese recorrido ella se deja llevar por esa deriva frenética y aleatoria, cautivada por el encanto un poco peligroso que le proponen los cuatro chicos, que de a poco comienzan a cumplir con la promesa de hacerle conocer “la verdadera Berlín, la que está en las calles”. En efecto, la irrealidad electrónica y estroboscópica de la discoteca subterránea del comienzo pronto se diluye en una experiencia cada vez más densa, más próxima a lo cotidiano. Más turbulentamente real.
Al promediar el relato se produce un quiebre que, aunque brusco, no es inesperado: no se ha llegado hasta ahí sin indicios evidentes acerca del carácter marginal de los varones. Un poco seducida pero también algo aturdida por la repentina familiaridad que ahora la conecta con los chicos, Victoria se deja perder todavía más profundo en esa “verdadera Berlín”, hasta quedar enredada casi sin darse cuenta en el robo a un banco que sus recientes compañeros de aventuras son forzados a cometer para saldar una deuda carcelaria del más reo de los cuatro. Aunque la premisa suene forzada y la a priori inexplicable lealtad de Victoria para con sus amigos (completos desconocidos hasta hace una hora atrás) pueda ser puesta en cuestión todo el tiempo, Schipper consigue hacer que el relato se mantenga verosímil. Por un lado lo hace valiéndose de esa red de desesperanzas casi nunca dichas que une de manera invisible las realidades tan distantes, tanto desde lo geográfico y lo cultural como desde lo social, de la instruida Victoria y de sus cuatro descastados amigos. Y por otro, de la solidez de ese extraordinario plano secuencia que, durante algo más de dos horas, permite que el espectador sea testigo en tiempo real de la potencia de la amistad y el amor, de la inocencia y de la vida. Pero también de su carácter frágil y fugaz.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos e Página/12.
jueves, 1 de octubre de 2015
CINE - "Cuerpo de letra", de Julián d'Angiolillo: Desmembrar la realidad para montar un objeto nuevo
El joven director Julián d’Angiolillo tiene solamente dos largometrajes en su filmografía, un número todavía modesto para intentar hacer un balance de su carrera como cineasta, que sin dudas recién empieza. Sin embargo son suficientes para afirmar con seguridad que posee una sensibilidad poco frecuente, capaz de descubrir historias de potencial cinematográfico ahí donde el resto apenas si ve la superficie de lo cotidiano. Y una capacidad excepcional para encontrar el modo más apropiado de narrarlas. Su primer trabajo fue Hacerme feriante (2010), un documental heterodoxo en el que conseguía retratar con precisión el universo caótico de la feria de La Salada, pero sin dejar de atender sobre todo al factor humano y social que muchas veces queda oculto detrás de los fenómenos de semejante magnitud. Si su debut fue un aviso claro que sugería prestar atención a sus próximos pasos como director, Cuerpo de letra viene a duplicar con éxito la apuesta. Como si los cinco años que separan a una película de la otra no sólo hubieran pulido las virtudes ya exhibidas, sino también afinado su percepción para ir un paso más allá. Para tomar a la realidad como materia prima, desmontarla y crear con las mismas piezas un revelador objeto nuevo.
El estreno de Cuerpo de letra exactamente un mes antes de las elecciones presidenciales, que tendrán lugar a fines de este mes, es cuanto menos ubicuo. No sólo por el tema evidente que ocupa la superficie del relato, que se desarrolla en el submundo de las brigadas nocturnas que realizan las pintadas políticas en todas las paredes de la capital y el conurbano bonaerense, sino también por la forma estética y narrativa con que elige retratar ese universo. A tales fines d’Angiolillo crea un espacio cinematográfico en el que nunca queda claro cuál es el límite que separa la realidad de la ficción y ese es un gran acierto. Como un Dante moderno, el director baja con su cámara a un mundo desconocido para el común de los espectadores y en lugar de revelarlo a través de un dispositivo claramente documental, va acumulando sucesivas capas de realidad, que al irse superponiendo devienen en un objeto más extraño que la ficción. El resultado ciertamente podría ser una nueva versión del infierno.
La película empieza como un thriller de intrigas suburbanas, cuyos protagonistas son (o aparentan ser) descastados personajes nocturnos. Ahí un muchacho, típico exponente de la clase obrera del conurbano, rescata a su amigo Ezequiel que ha quedado tendido en el boulevard central que separa los carriles de lo que tal vez sea la General Paz. Dicha avenida será un espacio recurrente y vital para el relato, no sólo porque se convertirá en un territorio en disputa para las diferentes barras de pintadores, sino porque, como en pocas películas de la cinematografía argentina reciente, queda bien claro el lugar de frontera que su trazado representa. Mientras Ezequiel es llevado a la rastra por su amigo, un hombre con un tatuaje en la mano los observa desde un puente y los sigue, como si los estuviera controlando. Ezequiel se convertirá en el protagonista de Cuerpo de letra y será su ingreso a uno de los grupos que trabajan realizando pintadas políticas, lo que ponga en marcha el motor del relato. Su posterior paso a un grupo rival servirá para revelar una infrecuente versión de las películas de guerra de pandillas, una modesta y peculiar variante conurbana de La ley de la calle, que en su último tercio (rodado en la víspera de las elecciones parlamentarias de 2013) tendrá un extraordinario clímax.
La noche también se presenta como un espacio límite. La vigilia va cediendo su lugar a un clima onírico que d’Angiolillo crea a partir de potentes montajes visuales, sin desatender jamás al poder de lo sonoro como herramienta de extrañamiento. Del mismo modo en que un grupo vandaliza el trabajo de sus rivales, deformando las letras de sus pintadas hasta volverlas ilegibles e interrumpir así la transmisión del mensaje ajeno, ese desmenuzamiento lisérgico de la realidad que el director propone está lejos de ser un mero recurso estético y también puede ser leído como una reveladora clave política. Así, Cuerpo de letra expone y retrata el mundo de la política casi de manera cubista, deshaciéndolo en sus partes esenciales, entre las que no necesariamente se cuentan ni la convicción ni las ideas. La última escena, con Ezequiel dentro del cuarto oscuro, ilustra perfectamente ese defasaje entre lo que se dice (o se pinta) y lo que se piensa (o se vota).
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
El estreno de Cuerpo de letra exactamente un mes antes de las elecciones presidenciales, que tendrán lugar a fines de este mes, es cuanto menos ubicuo. No sólo por el tema evidente que ocupa la superficie del relato, que se desarrolla en el submundo de las brigadas nocturnas que realizan las pintadas políticas en todas las paredes de la capital y el conurbano bonaerense, sino también por la forma estética y narrativa con que elige retratar ese universo. A tales fines d’Angiolillo crea un espacio cinematográfico en el que nunca queda claro cuál es el límite que separa la realidad de la ficción y ese es un gran acierto. Como un Dante moderno, el director baja con su cámara a un mundo desconocido para el común de los espectadores y en lugar de revelarlo a través de un dispositivo claramente documental, va acumulando sucesivas capas de realidad, que al irse superponiendo devienen en un objeto más extraño que la ficción. El resultado ciertamente podría ser una nueva versión del infierno.
La película empieza como un thriller de intrigas suburbanas, cuyos protagonistas son (o aparentan ser) descastados personajes nocturnos. Ahí un muchacho, típico exponente de la clase obrera del conurbano, rescata a su amigo Ezequiel que ha quedado tendido en el boulevard central que separa los carriles de lo que tal vez sea la General Paz. Dicha avenida será un espacio recurrente y vital para el relato, no sólo porque se convertirá en un territorio en disputa para las diferentes barras de pintadores, sino porque, como en pocas películas de la cinematografía argentina reciente, queda bien claro el lugar de frontera que su trazado representa. Mientras Ezequiel es llevado a la rastra por su amigo, un hombre con un tatuaje en la mano los observa desde un puente y los sigue, como si los estuviera controlando. Ezequiel se convertirá en el protagonista de Cuerpo de letra y será su ingreso a uno de los grupos que trabajan realizando pintadas políticas, lo que ponga en marcha el motor del relato. Su posterior paso a un grupo rival servirá para revelar una infrecuente versión de las películas de guerra de pandillas, una modesta y peculiar variante conurbana de La ley de la calle, que en su último tercio (rodado en la víspera de las elecciones parlamentarias de 2013) tendrá un extraordinario clímax.
La noche también se presenta como un espacio límite. La vigilia va cediendo su lugar a un clima onírico que d’Angiolillo crea a partir de potentes montajes visuales, sin desatender jamás al poder de lo sonoro como herramienta de extrañamiento. Del mismo modo en que un grupo vandaliza el trabajo de sus rivales, deformando las letras de sus pintadas hasta volverlas ilegibles e interrumpir así la transmisión del mensaje ajeno, ese desmenuzamiento lisérgico de la realidad que el director propone está lejos de ser un mero recurso estético y también puede ser leído como una reveladora clave política. Así, Cuerpo de letra expone y retrata el mundo de la política casi de manera cubista, deshaciéndolo en sus partes esenciales, entre las que no necesariamente se cuentan ni la convicción ni las ideas. La última escena, con Ezequiel dentro del cuarto oscuro, ilustra perfectamente ese defasaje entre lo que se dice (o se pinta) y lo que se piensa (o se vota).
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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