La publicación de su tercer volumen de cuentos, Siete casas vacías, con el cual ganó este año el Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, uno de los más importantes para este género en lengua española, confirmó a Samanta Schweblin tal vez como la máxima referente contemporánea del cuento dentro de la literatura argentina. Lugar no menor, atendiendo a la importancia que ese formato tiene en el panorama histórico de nuestras letras. El libro llega a menos de un año de que la autora debutara como novelista con Distancia de rescate, extraordinaria nouvelle con la que amplió su universo narrativo. Los siete textos que componen el nuevo libro vuelven a prodigar las atmósferas enrarecidas y extrañas que suelen ser el territorio sobre el Schweblin desarrolla su obra. En esos escenarios la vida cotidiana constituye un elemento de una fragilidad tal, que la más mínima variación o la introducción de un elemento tan insignificante como ajeno, pueden convertir a la realidad repentinamente en un abismo donde todo es desconocido.
El concepto de casa, en tanto hogar, que funciona como patrón para ligar a los siete cuentos, representa el que tal vez sea el espacio de intimidad por antonomasia, en donde es posible resguardar lo cotidiano y lo propio de lo público. Un concepto que incluye en sí mismo la idea de protección. La casa es el lugar de los rituales privados, de aquello que se elige no mostrar puertas afuera, y en ella caben lo familiar, lo confortable y lo íntimo, pero también lo secreto, lo escondido y hasta lo negado. La idea de casas vacías juega con la posibilidad de quitarle al símbolo todos esos significados posibles. Las casas vacías suelen ser temidas, asociándoselas con lo maldito, lo abandonado, lo indeseado, o lo inútil. Curiosamente las casas de este libro no están realmente vacías, sin embargo cargan de todas maneras con ese carácter siniestro. “Es verdad, son casas llenas de cosas, llenas de gente. Pero tengo la sensación de que a estos personajes no les alcanza nada de todo eso”, admite Schweblin. “Para encontrarse, para entenderse, para comunicarse con los otros, estos personajes se ven siempre obligados a salir, a dejar atrás esos rígidos espacios de confort y de seguridad que a veces son los hogares. Las casas, entonces, están vacías porque se miran desde afuera, que es donde pasan las cosas”, concluye.
A partir de eso, yendo para atrás en la obra de Schweblin es posible reconocer que muchas veces sus cuentos coinciden en dar cuenta del momento preciso en que la realidad cotidiana es trastocada por un elemento mínimo que queda fuera de lugar. Leves fallas que, aunque sean pocos quienes las noten, representan de una manera modesta el colapso del mundo. “Esa falla es lo que busco. A veces puedo avanzar en una historia sin tener del todo claro qué temas está verdaderamente abarcando; debo confesar que muchos de esos temas los descubro más tarde, a veces hasta en boca de otros”, reflexiona la autora. “En cambio, esa falla es la herida que escarbo: todo en la historia está al servicio de esa anomalía. Tanto que, incluso si esa anomalía es una oscuridad aterradora, brilla para mí durante la escritura como una moneda de oro en el fondo del mar. No puedo hacer otra cosa que juntar aire y nadar directo hacia ahí”.
A veces el centro de sus relatos está ocupado por objetos también íntimos y cotidianos (una azucarera; la ropa) que pertenecieron a muertos muy queridos de algunos de los personajes (una madre y un hijo). La presencia de esos objetos evoca la ausencia de las personas a las que pertenecieron. Al contrario de las casas a las que se refiere el título del libro, se trata de objetos que se encuentran cargados de significados y sentidos. “Me fascinan los objetos. Todo lo que somos capaces de asignarles, todo lo que nos reflejan. Lo poderosos que son cuando se nos imponen, o incluso lo enigmáticos que pueden ser cuando no los comprendemos”, dice Schweblin. En cambio los finales de sus cuentos siempre tienen algo de película puesta en pausa, de tensión suspendida en el momento perfecto. “Cuando empiezo un cuento persigo un efecto, un estado anímico particular al que quiero llegar. Esto es tan importante que a veces pueden cambiar cuestiones importantes de la historia (personajes, espacios, narradores, tiempos), pero difícilmente cambie ese estado que persigo”, revela la escritora. “Contar la historia, atravesar esa aventura argumental, es la excusa para llegar con el lector hasta ese otro lado. Y los finales de mis historias sueles ser estados anímicos que conozco, que ya sentí en algún momento de mi vida, en mí o en otros. Es como haber soñado con un espacio específico y, después de mucho buscarlo, encontrarlo en algún lugar escondido del barrio: no hay duda de si ese es o no en lugar, porque ya estuviste ahí.”
El libro tiene un detalle curioso: está compuesto por seis cuentos breves narrados en primera persona y un cuento muy largo que demanda casi la mitad del libro y que, por el contrario, es narrado en tercera persona. “El narrador suelo encontrarlo ya en los primeros atisbos de una idea, a no ser casos excepcionales (como el narrador de Distancia de rescate, que me dio mucho trabajo)”, cuenta Schweblin y reconoce que en general es algo que resuelve de manera intuitiva. “Escucho a la propia historia, o como dijo Lydia Davis, trato de responder al material. El narrador en primera persona es poco confiable, con toda la potencialidad que esto puede aportar. El lector tiene que leer la historia pero también tiene que leer al narrador, deducir qué tanto puede confiar en él, eso me resulta muy disparador a la hora de construir personajes. Cuando no es el personaje el que habla, cuando la historia queda en manos de un narrador externo, me cuido mucho de hacerlo lo más transparente posible. Me gusta pensar a este otro tipo de narrador como una tela mosquitero, un tejido que separa al lector del paisaje, cuando más lejos está el lector del tejido, cuanto más presencia tiene el narrador, menos se ve el jardín. En cambio, si logro hacer desaparecer al narrador, pegando prácticamente los ojos del lector a la tela mosquitero, la tela desaparece y solo se ve el jardín”.
Aunque sus cuentos siempre desembocan en el terreno de lo fantástico (o cuanto menos en lo extraño), en la construcción de cada relato se hace evidente la habilidad de Schweblin para construir espacios, escenarios, paisajes y tonos sumamente reconocibles. Sus personajes no parecen hablar una lengua literaria, sino que hablan de verdad, como si en lugar de ser mera fantasía estuvieran fuertemente anclados en la realidad. “Todo es invención, pero es una invención que construyo con el material de lo que veo, de lo que escucho, de lo que entiendo y de lo que no entiendo”, revela la escritora. “Tengo una atención errática y caprichosa. De una larga conversación con alguien la semana pasada puedo no recordar absolutamente nada de lo que se habló, pero sí recordar que tras cada bocado mi interlocutor se limpiaba la boca con la servilleta de papel y después la plegaba debajo del plato. O que, detrás de él, una mujer llamó al mozo y cambió su pedido tres veces, y al final el plato era para su marido, que llegó un poco después. Estos son los detalles que atesoro y que pueden construir un personaje."
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
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