La muerte de Alberto Laiseca representa una pérdida enorme para la literatura argentina y su obra escrita es apenas uno de los varios motivos que justifican esta afirmación. Un motivo no menor, por supuesto, sino mayúsculo, desbordante y desbordado, portentoso como el volumen de su novela Los Sorias, ese mastodonte literario de mil páginas que ha dejado su marca en las letras vernáculas. Pero hay que insistir: si hoy todos lo recuerdan con cariño no es sólo porque lo han leído, sino porque fue un personaje hermoso dentro del panorama literario que, como todo belleza, está destinado a volverse eterno.
Carismático, extravagante, histriónico, apasionado y extraño, Laiseca será recordado por muchos chicos, adolescentes, jóvenes y hasta por los adultos como el hombre que daba miedo contando cuentos de terror por televisión, una serie de micro episodios dirigida por Mariano Cohn y Gastón Duprat que el canal I-Sat transmitió entre 2002 y 2003. Ahí el escritor narraba una serie de relatos de terror clásicos (y no tan clásicos), entre los que incluía trabajos de Edgar Allan Poe, Stephen King, H.P. Lovecraft, Gabriel García Márquez, Horacio Quiroga y Manuel Mujica Láinez, dentro de una larga lista de autores destacados. Y es que la faceta de narrador oral también ocupa un lugar destacadísimo en el prontuario literario de Laiseca.
En una entrevista concedida al desaparecido suplemento literario de Tiempo Argentino, realizada justamente tras una de sus presentaciones, en la que en una medianoche del verano de 2011 le contó tres historias de horror a las 500 personas que se habían juntado a escucharlo frente a la entrada del cementerio de la Recoleta, Laiseca habló del arduo trabajo de la narración oral. Entonces el escritor admitió que disfrutaba mucho de reconocer el efecto de sus relatos en los espectadores. “Para eso me rompo el culo, viejo lindo, para que a ustedes les guste”, le decía Laiseca a este cronista. “¿O te creés que esto es espontáneo? ¡Semanas estoy estudiando los cuentos! Mirá: "La máscara de la muerte roja" [famoso cuento de Poe] lo leí por primera vez a los 17 años. Ahora tengo 70… ¿Cuántas veces leí ese cuento desde entonces? ¡Montones! Pero nunca, nunca aprendés todo. Estos mismos cuentos que conté hoy, no soy capaz de contarlos dentro de 10 días, ¡a menos que los estudie de nuevo! Hay que estudiar y trabajar mucho”, decía entonces.
Junto con la dupla Cohn y Duprat, Laiseca también incursionó en el cine. En 2009 protagonizó la película El artista, en la que compartió cartel con el cantante Sergio Pángaro y donde también participaron su colega Rodolfo Fogwill, el artista plástico León Ferrari y el anterior director de la Biblioteca Nacional Horacio González, haciendo de residentes de un geriátrico. La película fue bien recibida por la crítica, destacando el trabajo escénico del escritor, cuyo personaje era un viejo senil que dibujaba obras de arte anónimas y que todo lo que decía era la palabra “Pucho”. Directores y escritor volvieron a trabajar juntos dos años más tarde en Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, basada en un relato del propio Laiseca, quien en la película oficia de descontrolado narrador.
Menos reconocido de lo que su figura y su obra merecen, hoy Alberto Laiseca es recordado por muchos de sus colegas, algunos de ellos sus propios alumnos, asistentes del famoso taller literario que el autor dictaba en su propia casa. Eso no hace más que dejar claro algo que se sabe desde siempre: que Laiseca era, es y será uno de los grandes maestros de la literatura argentina.
Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar
jueves, 22 de diciembre de 2016
CINE - "Ellos te están esperando" (Sorgenfri) , de Bo Mikkelsen: Zombies vacíos
La proyección del film Terror 5, de los hermanos Sebastián y Federico Rotstein, como parte de la competencia argentina del reciente Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, generó una interesante conversación entre colegas de este mismo diario acerca del subgénero de zombies, uno de los más prolíficos dentro de las últimas cinco décadas de cine de terror junto al de las posesiones demoníacas. La charla giró en particular en torno del carácter metafórico generalmente orientado a una crítica social con el que suele tratar de potenciarse a estas películas. En esa charla, mientras una de las partes sostenía que estas metáforas se vuelven burdas cuando quedan demasiado pegadas al objeto criticado, la otra iba todavía más allá, afirmando que ese carácter tosco en realidad se registra en el universo completo de las películas de muertos vivientes y que el disfrute pasa entonces por otro lado. Toda la disquisición es útil para abordar el estreno de Ellos te están esperando, del danés Bo Mikkelsen, considerada la primera película del género filmada en Dinamarca, pero que vuelve sobre el tema casi sin realizarle ningún aporte significativo.
En Ellos te están esperando todo responde al manual del buen zombie. El misterioso brote infeccioso en una pequeña y tranquila ciudad de provincia; la cuarentena forzada por las autoridades sanitarias desbordadas; la militarización del área; las pequeñas disputas dentro de un núcleo familiar al que el confinamiento domiciliario al principio parece fortalecer, pero que pronto comienza a disolverse ante una crisis que se vuelve incontrolable. El hombre como lobo del hombre, tema tratado esta vez de un modo convencional. No hay nada nuevo en Ellos te están esperando, no hay sorpresa ni un abordaje original, ni siquiera una crítica clara sobre la cual recostarse para releer el argumento en clave social, política o en alguna otra clave. O al menos nada que pueda exponerse sin forzar demasiado las cosas. Y eso que en Europa actualmente sobran temas que justificarían la reutilización la metáfora zombie. Apenas si puede mencionarse el detalle de los campos de concentración para infectados y el exceso de violencia al que estos son sometidos. Que en todo caso se trataría de una metáfora subexplotada, incluida como al pasar y hasta perezosamente encausada hacia horrores y culpas del pasado, habiendo en el presente material de sobra en lo que respecta a campos para la reclusión forzada de personas y/o tortura, pero a los que la metáfora esta vez no parece tener la intención de aludir.
Ellos te están esperando no es una película de acción distópica al estilo de 28 días más tarde, de Danny Boyle. Tampoco es una de terror puro como [Rec], de Paco Plaza y Jaume Balagueró. Mucho menos una comedia como Tierra de zombies de Ruben Fleischer, o Muertos de risa, de Edgar Wright. Ellos te están esperando es una película de zombies demasiado prolija como para causar impacto, demasiado aséptica como para asustar o provocar asco y correcta en exceso como para divertir. Si algo hay de seminal en el tema del zombi es la idea del miedo a un otro alienado, que desde que el arquetipo fue reinventado por George Romero en La noche de los muertos vivos (1968) fue utilizada en todo el mundo para referir a situaciones bien diversas. El gran problema de Ellos te están esperando es que los zombies en ella representan a un otro vacío y esa ausencia de sujeto la vuelve apenas un juego formal de correcta factura pero sin mucho fondo, en el que hasta el placer lúdico del gore llega demasiado tarde.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
En Ellos te están esperando todo responde al manual del buen zombie. El misterioso brote infeccioso en una pequeña y tranquila ciudad de provincia; la cuarentena forzada por las autoridades sanitarias desbordadas; la militarización del área; las pequeñas disputas dentro de un núcleo familiar al que el confinamiento domiciliario al principio parece fortalecer, pero que pronto comienza a disolverse ante una crisis que se vuelve incontrolable. El hombre como lobo del hombre, tema tratado esta vez de un modo convencional. No hay nada nuevo en Ellos te están esperando, no hay sorpresa ni un abordaje original, ni siquiera una crítica clara sobre la cual recostarse para releer el argumento en clave social, política o en alguna otra clave. O al menos nada que pueda exponerse sin forzar demasiado las cosas. Y eso que en Europa actualmente sobran temas que justificarían la reutilización la metáfora zombie. Apenas si puede mencionarse el detalle de los campos de concentración para infectados y el exceso de violencia al que estos son sometidos. Que en todo caso se trataría de una metáfora subexplotada, incluida como al pasar y hasta perezosamente encausada hacia horrores y culpas del pasado, habiendo en el presente material de sobra en lo que respecta a campos para la reclusión forzada de personas y/o tortura, pero a los que la metáfora esta vez no parece tener la intención de aludir.
Ellos te están esperando no es una película de acción distópica al estilo de 28 días más tarde, de Danny Boyle. Tampoco es una de terror puro como [Rec], de Paco Plaza y Jaume Balagueró. Mucho menos una comedia como Tierra de zombies de Ruben Fleischer, o Muertos de risa, de Edgar Wright. Ellos te están esperando es una película de zombies demasiado prolija como para causar impacto, demasiado aséptica como para asustar o provocar asco y correcta en exceso como para divertir. Si algo hay de seminal en el tema del zombi es la idea del miedo a un otro alienado, que desde que el arquetipo fue reinventado por George Romero en La noche de los muertos vivos (1968) fue utilizada en todo el mundo para referir a situaciones bien diversas. El gran problema de Ellos te están esperando es que los zombies en ella representan a un otro vacío y esa ausencia de sujeto la vuelve apenas un juego formal de correcta factura pero sin mucho fondo, en el que hasta el placer lúdico del gore llega demasiado tarde.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 18 de diciembre de 2016
LIBROS - Libros para nenitos, nenes y no tan nenes: El espíritu de la Navidad
Como todos los años, el espíritu navideño vuelve a apoderarse de Buenos Aires y, también como siempre, llega sin renos, sin bufandas y sin nieve. Se diría que más bien todo lo contrario: la Navidad es pastosa, agobiante, sudorosa y ardiente. Un asco, si hay que decir la verdad. Pero también feliz. No importa si el año que termina fue el más triste y difícil que se recuerden en mucho tiempo en la Argentina, con olas de despidos, maremotos de aumentos, un tsunami de decepciones y confianzas defraudadas, y un tifón de cambio que en realidad no es más que una vuelta a foja cero. No importa porque aunque los argentinos, usando al tango como máscara, se empeñen en posar de malhumorados, de trágicos o de melancólicos, porque en el ADN argentino también hay una vocación por la familia, la amistad y los festejos, y la Navidad, muchas veces expurgada de su original carga religiosa, es siempre la excusa ideal para hacerle un lugar a todos esos deseos y buena intenciones. Sí, es cierto que en enero la realidad vuelve para reclamar su potestad en la vida cotidiana, pero ahora se viene la Navidad y está probado que lo bailado.
Por supuesto el gran motor de la Navidad son los chicos. No sólo porque de su felicidad se alimentan los adultos, que así recuperan un poco de la inocencia olvidada en los fondos de su propia infancia, sino porque de sus deseos y caprichos híper excitados por la publicidad (ese viejo truco del mercado) sale la fuerza vital que mueve la rueda del consumo. Es que de algo tienen que vivir los jugueteros y los fabricantes de calzoncillos y medias. Y, claro, los señores que escriben y dibujan libros para chicos; los que los fabrican y editan; y los que se los venden a los padres, los tíos y los abuelos que colaboran para que el 24 de diciembre a la medianoche Papá Noel vuelva a salir victorioso de su carrera contra el huso horario.
Los libros para chicos son una especie de universo paralelo en dónde aquello que se dice con las palabras no es lo único que importa. En ellos la imagen también es un lenguaje que incluye dentro de sus recursos expresivos no sólo a las ilustraciones, sino también a la forma y el tamaño. Hay libros para chicos que son gigantes y otros muy pequeños. Los hay cuadrados y rectangulares, como los libros para grandes, pero también hay otros cuya silueta se aparta por completo de ese estricto canon geométrico. Es que lejos de ser el mero envase de una obra, como ocurre con el resto, en el caso de los libros para chicos la obra es el libro mismo. Por eso, mientras cualquier otro puede ser leído en una edición en papel o en formato digital sin que la experiencia de lectura se modifique demasiado, los libros para chicos son objetos cuya eficacia y disfrute dependen en gran medida de ese contacto físico que sólo es posible cuando se los tiene entre las manos. O en la boca, o bajo los pies, porque los libros para chicos no son solamente para ser leídos, sino que también se los puede morder, pisar, dibujar encima e incluso usarlos como sombrero. Es por eso que durante la temporada navideña, cuando se multiplican como una camada de conejitos, los libros infantiles se convierten en una tentación que alcanza incluso a aquellos que hace rato perdieron el beneficio de ser considerado chicos. Porque a los buenos libros infantiles siempre dan ganas de agarrarlos. En estas páginas se intentará presentar una lista que incluya algunos de esos títulos, pertenecientes a los catálogos de algunas de las editoriales que más esmero le ponen a la ardua tarea de hacer estos libros.
Si lo que se busca son justamente ese tipo de libros que sorprenden con sólo verlos, las ediciones del área infantil de Fondo de Cultura Económico, cuya editora es Lola Rubio, no deben dejar de ser tenidas en cuenta. Las mismas se destacan no sólo por su variedad temática, de formas o de tamaños, sino también por su trabajo con materiales diversos que se apartan del clásico papel ilustración o de las resistentes páginas de cartón y cartulina. Un buen ejemplo es el libro Al final de la fila, del autor carioca Marcelo Pimentel, trabajado íntegramente en papel reciclado que le da un delicioso aspecto rústico. El libro cuenta de manera gráfica, sin utilizar una sola palabra, la historia de un grupo de animales típicos de la selva amazónica, a quienes se representa como sombras, que hacen una larga fila para que un aborigen les pinte con el dedo algunos detalles de color rojo. La fila se extiende, continuando de una página a la otra, y el libro se reserva un simpático giro final que convierte al libro en una ingeniosa cinta de moebius. Otro de los libros sorprendentes de Fondo de Cultura es Mi pequeño hermano invisible, de Ana Pez, que incluye un par de anteojos rojos que al usarlos permiten descubrir imágenes ocultas en sus ilustraciones.
La editorial Limonero es una de las más jóvenes dentro de este rubro y sus editores son Manu Rud y Lulu Kirschbaum. Su trabajo parece orientado sobre todo a niños de 13 años para abajo y todos ellos están producidos con un gran cuidado y esmero en lo gráfico, lo que hace que resulte difícil destacar a uno sobre los otros. Simplemente por una cuestión práctica desde aquí presentamos dos: 13 palabras, del estadounidense Lemony Snicket e ilustraciones de Maira Kalman, en el que la historia se va construyendo a partir de la enumeración consecutiva de trece palabras, en torno a las cuales el relato va creciendo. Y también Escondites. Manual de lugares secretos, de Mateusz Wysocki y Agata Królak, que como indica su nombre se dedica a describir una serie de espacios ideales ya sea para ocultar cosas o para esconderse uno mismo. Un libro ideal tanto para tímidos como para traviesos.
Otras editoriales prefieren diversificar sus catálogos, ofreciendo libros muy distintos y con públicos específicos bien determinados, algunos para los más chiquitos y otros para adolescentes. Es el caso de El Ateneo, Pípala, Colihue y UnaLuna. La primera de ellas, cuya responsabilidad editorial la asume Luz Henríquez, incluye obras como Los viajes fantásticos de Julio Verne, en los que la obra del popular autor francés, profusa en cantidad y fantasía, es aprovechada para narrar una aventura que recorre muchos de los mundos creados por su imaginación. Lo mismo puede decirse de Hugo y Ough, de los franceses Stéphane Lay y Giliane Bourdon, una fábula inspirada en El retrato de Dorian Gray, ese clásico inoxidable de Oscar Wilde. El libro cuenta la historia del vanidoso Hugo, quien cansado de no encontrar alguien digno de su belleza e inteligencia, un día ve como su propia imagen en el espejo cobra vida y lo que al principio parece fabuloso, de a poco se convierte en una carga.
El trabajo de la editorial UnaLuna combina la adaptación de obras clásicas pensadas para preadolescentes y adolescentes, en las que el texto se complementa con las extraordinarias ilustraciones de grandes artistas gráficos. Es el caso de Drácula, la inmortal novela del inglés Bram Stocker, que cuenta la historia del conde de Transilvania que alimenta su inmortalidad con sangre humana, a la que la notable pluma de la ilustradora Eugenia Nobati le suma una vívida atmósfera gótica. Esta colección también incluye obras de Edgar Allan Poe, como El escarabajo de oro o una selección de cuentos de Saki, pero también exquisitas versiones de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carol, o algunas de las aventuras de Sherlock Holmes, el perspicaz detective creado por Arthur Conan Doyle. En el otro extremo, UnaLuna ofrece libros para los más chiquitos, como Otto en el aeropuerto, de Tom Champ, un libro bien grande y resistente, de esos que soportan cualquier golpiza, que puede leerse del derecho o del revés.
Pípala es el sello infantil de la editorial Adriana Hidalgo y Clara Hidalgo es su editora responsable. Su catálogo también exhibe esa doble preocupación por los chiquitos y por los más grandes. Entre sus grandes éxitos para los primeros se encuentra Héctor, El hombre extraordinariamente fuerte, de Magalí Le Huche, que ya va por su tercera edición. En sus páginas se relata la historia del hombre del título, quien vive en el circo y es capaz de levantar dos lavarropas con su dedo índice, pero cuya actividad favorita es tejer al crochet. Una historia que le permite a los niños comenzar a entender que los nenes y las nenas pueden tener intereses parecidos. Para adolescentes Pípala acaba de editar la novela Los jardines de Árida, del holandés Paul Biegel e ilustraciones de Charlotte Dematons. Publicado originalmente en 1969, el libro narra el amor que una princesa y el hijo de un jardinero empiezan a construir a partir de una amistad que creció entre ellos desde que jugaban en el jardín del castillo, cuando todavía eran pequeños. Un poco de romance, un poco de aventura y mucha fantasía hacen de Los jardines de Árida un libro para un público muy amplio.
El trabajo de la editorial Colihue no es menos interesante. Entre sus trabajos se destacan la antología El matadero y otras historias crueles, cuyas páginas reúnen una serie de cuentos clásicos de la literatura argentina del siglo XIX. Los mismos van desde el clásico de Esteban Echeverría a La refalosa de Hilario Ascasubi y otros, con ilustraciones de Pol que no escatiman en crudeza. Ideal para adolescentes interesados en conocer un poco más la literatura de su país.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Por supuesto el gran motor de la Navidad son los chicos. No sólo porque de su felicidad se alimentan los adultos, que así recuperan un poco de la inocencia olvidada en los fondos de su propia infancia, sino porque de sus deseos y caprichos híper excitados por la publicidad (ese viejo truco del mercado) sale la fuerza vital que mueve la rueda del consumo. Es que de algo tienen que vivir los jugueteros y los fabricantes de calzoncillos y medias. Y, claro, los señores que escriben y dibujan libros para chicos; los que los fabrican y editan; y los que se los venden a los padres, los tíos y los abuelos que colaboran para que el 24 de diciembre a la medianoche Papá Noel vuelva a salir victorioso de su carrera contra el huso horario.
Los libros para chicos son una especie de universo paralelo en dónde aquello que se dice con las palabras no es lo único que importa. En ellos la imagen también es un lenguaje que incluye dentro de sus recursos expresivos no sólo a las ilustraciones, sino también a la forma y el tamaño. Hay libros para chicos que son gigantes y otros muy pequeños. Los hay cuadrados y rectangulares, como los libros para grandes, pero también hay otros cuya silueta se aparta por completo de ese estricto canon geométrico. Es que lejos de ser el mero envase de una obra, como ocurre con el resto, en el caso de los libros para chicos la obra es el libro mismo. Por eso, mientras cualquier otro puede ser leído en una edición en papel o en formato digital sin que la experiencia de lectura se modifique demasiado, los libros para chicos son objetos cuya eficacia y disfrute dependen en gran medida de ese contacto físico que sólo es posible cuando se los tiene entre las manos. O en la boca, o bajo los pies, porque los libros para chicos no son solamente para ser leídos, sino que también se los puede morder, pisar, dibujar encima e incluso usarlos como sombrero. Es por eso que durante la temporada navideña, cuando se multiplican como una camada de conejitos, los libros infantiles se convierten en una tentación que alcanza incluso a aquellos que hace rato perdieron el beneficio de ser considerado chicos. Porque a los buenos libros infantiles siempre dan ganas de agarrarlos. En estas páginas se intentará presentar una lista que incluya algunos de esos títulos, pertenecientes a los catálogos de algunas de las editoriales que más esmero le ponen a la ardua tarea de hacer estos libros.
La editorial Limonero es una de las más jóvenes dentro de este rubro y sus editores son Manu Rud y Lulu Kirschbaum. Su trabajo parece orientado sobre todo a niños de 13 años para abajo y todos ellos están producidos con un gran cuidado y esmero en lo gráfico, lo que hace que resulte difícil destacar a uno sobre los otros. Simplemente por una cuestión práctica desde aquí presentamos dos: 13 palabras, del estadounidense Lemony Snicket e ilustraciones de Maira Kalman, en el que la historia se va construyendo a partir de la enumeración consecutiva de trece palabras, en torno a las cuales el relato va creciendo. Y también Escondites. Manual de lugares secretos, de Mateusz Wysocki y Agata Królak, que como indica su nombre se dedica a describir una serie de espacios ideales ya sea para ocultar cosas o para esconderse uno mismo. Un libro ideal tanto para tímidos como para traviesos.
Otras editoriales prefieren diversificar sus catálogos, ofreciendo libros muy distintos y con públicos específicos bien determinados, algunos para los más chiquitos y otros para adolescentes. Es el caso de El Ateneo, Pípala, Colihue y UnaLuna. La primera de ellas, cuya responsabilidad editorial la asume Luz Henríquez, incluye obras como Los viajes fantásticos de Julio Verne, en los que la obra del popular autor francés, profusa en cantidad y fantasía, es aprovechada para narrar una aventura que recorre muchos de los mundos creados por su imaginación. Lo mismo puede decirse de Hugo y Ough, de los franceses Stéphane Lay y Giliane Bourdon, una fábula inspirada en El retrato de Dorian Gray, ese clásico inoxidable de Oscar Wilde. El libro cuenta la historia del vanidoso Hugo, quien cansado de no encontrar alguien digno de su belleza e inteligencia, un día ve como su propia imagen en el espejo cobra vida y lo que al principio parece fabuloso, de a poco se convierte en una carga.
El trabajo de la editorial UnaLuna combina la adaptación de obras clásicas pensadas para preadolescentes y adolescentes, en las que el texto se complementa con las extraordinarias ilustraciones de grandes artistas gráficos. Es el caso de Drácula, la inmortal novela del inglés Bram Stocker, que cuenta la historia del conde de Transilvania que alimenta su inmortalidad con sangre humana, a la que la notable pluma de la ilustradora Eugenia Nobati le suma una vívida atmósfera gótica. Esta colección también incluye obras de Edgar Allan Poe, como El escarabajo de oro o una selección de cuentos de Saki, pero también exquisitas versiones de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carol, o algunas de las aventuras de Sherlock Holmes, el perspicaz detective creado por Arthur Conan Doyle. En el otro extremo, UnaLuna ofrece libros para los más chiquitos, como Otto en el aeropuerto, de Tom Champ, un libro bien grande y resistente, de esos que soportan cualquier golpiza, que puede leerse del derecho o del revés.
Pípala es el sello infantil de la editorial Adriana Hidalgo y Clara Hidalgo es su editora responsable. Su catálogo también exhibe esa doble preocupación por los chiquitos y por los más grandes. Entre sus grandes éxitos para los primeros se encuentra Héctor, El hombre extraordinariamente fuerte, de Magalí Le Huche, que ya va por su tercera edición. En sus páginas se relata la historia del hombre del título, quien vive en el circo y es capaz de levantar dos lavarropas con su dedo índice, pero cuya actividad favorita es tejer al crochet. Una historia que le permite a los niños comenzar a entender que los nenes y las nenas pueden tener intereses parecidos. Para adolescentes Pípala acaba de editar la novela Los jardines de Árida, del holandés Paul Biegel e ilustraciones de Charlotte Dematons. Publicado originalmente en 1969, el libro narra el amor que una princesa y el hijo de un jardinero empiezan a construir a partir de una amistad que creció entre ellos desde que jugaban en el jardín del castillo, cuando todavía eran pequeños. Un poco de romance, un poco de aventura y mucha fantasía hacen de Los jardines de Árida un libro para un público muy amplio.
El trabajo de la editorial Colihue no es menos interesante. Entre sus trabajos se destacan la antología El matadero y otras historias crueles, cuyas páginas reúnen una serie de cuentos clásicos de la literatura argentina del siglo XIX. Los mismos van desde el clásico de Esteban Echeverría a La refalosa de Hilario Ascasubi y otros, con ilustraciones de Pol que no escatiman en crudeza. Ideal para adolescentes interesados en conocer un poco más la literatura de su país.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
jueves, 15 de diciembre de 2016
CINE - "El secreto de Kalinka" (Au nom de ma fille), de Vincent Garenq: Ética dentro y fuera del cine
La coproducción franco-alemana El secreto de Kalinka, del francés Vincent Garenq, sirve para constatar ciertos mecanismos que median a la hora de elegir el título con que las películas llegan a su estreno local. Bautizado en su país de origen En el nombre de mi hija, el film reconstruye con prolijidad el caso de Andrè Bamberski, un contador francés que dedicó 27 años de esfuerzo legal y jurídico en contra de la burocracia y los intereses de las instituciones judiciales de Francia y Alemania, para que se investigara y juzgara el supuesto asesinato y violación de su hija Kalinka, de 14 años, a manos de la nueva pareja de su ex mujer, el cardiólogo alemán Dieter Krombach. Es cierto que el título original no tiene nada de “original”, en tanto representa una de esas fórmulas a las que no pocas veces se recurre suponiendo que funcionan como un anzuelo para pescar espectadores. Pero el que se ha elegido para estrenarla remite de manera directa a El secreto de sus ojos, la película de Juan José Campanella, y la decisión no es caprichosa.
Todo arranca en 1974 cuando la mujer de Bamberski lo deja por Krombach, padre de una amiguita del colegio de Kalinka. Ocho años más tarde, durante unas vacaciones de los hijos ya adolescentes en la nueva casa de su madre y el cardiólogo en Alemania, Kalinka muere durante la noche por motivos poco claros y con una desprolija participación de Krombach. La autopsia confirma que el médico inyectó a la niña una solución ferrosa antes de morir y revela la presencia de una sustancia blancuzca y viscosa en la cavidad vaginal, sin que tampoco quede claro de qué se trata. Bamberski se convence de que Krombach pudo haber drogado a su hija para violarla cuando estaba inconsciente, provocándole involuntariamente la muerte. Lo que sigue es el relato kafkiano de las distintas instancias que el protagonista debe atravesar en el intento de que las justicias de Alemania y Francia se pongan de acuerdo para esclarecer el caso de su hija.
La película no le esquiva el bulto a mostrar el paulatino deterioro de Bamberski, para quien la cosa se va convirtiendo en una obsesión, llegando a intervenir de manera directa ahí donde los procedimientos legales paralizaban el proceso. En esa intervención se juega una mirada ética respecto de las acciones parajudiciales de un particular en busca de remendar los agujeros del sistema. Como ocurría en la de Campanella, acá también uno de los personajes toma en sus manos el rol que la justicia no llega a cumplir (aunque con diferencias sensibles en su objetivo final) y ahí reside el gran nudo ético que propone El secreto de Kalinka. Más allá de eso, la nota disonante de la película de Garenq la dan ciertos detalles, sobre todo en el uso de los flashbacks, dedicados a ilustrar lo innecesario y cuyo objetivo parece ser solamente el de pinchar la sensibilidad (o el morbo) del espectador. De ese modo la película pone en paralelo las decisiones del cineasta y de su personaje, para quienes el fin parece justificar los medios.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Todo arranca en 1974 cuando la mujer de Bamberski lo deja por Krombach, padre de una amiguita del colegio de Kalinka. Ocho años más tarde, durante unas vacaciones de los hijos ya adolescentes en la nueva casa de su madre y el cardiólogo en Alemania, Kalinka muere durante la noche por motivos poco claros y con una desprolija participación de Krombach. La autopsia confirma que el médico inyectó a la niña una solución ferrosa antes de morir y revela la presencia de una sustancia blancuzca y viscosa en la cavidad vaginal, sin que tampoco quede claro de qué se trata. Bamberski se convence de que Krombach pudo haber drogado a su hija para violarla cuando estaba inconsciente, provocándole involuntariamente la muerte. Lo que sigue es el relato kafkiano de las distintas instancias que el protagonista debe atravesar en el intento de que las justicias de Alemania y Francia se pongan de acuerdo para esclarecer el caso de su hija.
La película no le esquiva el bulto a mostrar el paulatino deterioro de Bamberski, para quien la cosa se va convirtiendo en una obsesión, llegando a intervenir de manera directa ahí donde los procedimientos legales paralizaban el proceso. En esa intervención se juega una mirada ética respecto de las acciones parajudiciales de un particular en busca de remendar los agujeros del sistema. Como ocurría en la de Campanella, acá también uno de los personajes toma en sus manos el rol que la justicia no llega a cumplir (aunque con diferencias sensibles en su objetivo final) y ahí reside el gran nudo ético que propone El secreto de Kalinka. Más allá de eso, la nota disonante de la película de Garenq la dan ciertos detalles, sobre todo en el uso de los flashbacks, dedicados a ilustrar lo innecesario y cuyo objetivo parece ser solamente el de pinchar la sensibilidad (o el morbo) del espectador. De ese modo la película pone en paralelo las decisiones del cineasta y de su personaje, para quienes el fin parece justificar los medios.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - Segundas jornadas La Imagen Argentina: Pensar y discutir el cine
A la hora de pensarlo, el cine resulta una figura cuya gran complejidad se vincula al lugar que ocupa en el campo más popular de la cultura. Dicho carácter nace del múltiple estándar de ser a la vez entretenimiento y arte, pero además una industria fecunda y un negocio próspero que mueven millones de dólares al año. Esos elementos convierten al cine en un hecho cultural de gran riqueza, que puede ser abordado desde puntos de observación muy diversos, produciendo definiciones a veces contrapuestas, pero sin que necesariamente ninguna sea capaz de arrogarse el valor de la verdad plena. Si se lo compara con la música y las letras, el cine es todavía un arte joven y sus apenas 120 años de edad siguen siendo un terreno fértil para las discusiones y los posicionamientos. De eso, de constituirse en un espacio para que dichas discusiones e intercambios se produzcan, se trata la segunda edición de las jornadas La Imagen Argentina, que tendrán lugar hoy y mañana en la sede de la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (Enerc), Moreno 1199.
La primera edición de La Imagen Argentina se desarrolló dentro de la agenda del Ministerio de Cultura de la gestión anterior y su objetivo era el de posibilitar ese espacio de intercambio en el área de la crítica y el pensamiento orientadas a la creación cinematográfica. Un emprendimiento al que, como tantos otros, el cambio de gobierno dejó en el terreno de la incógnita. “La imagen argentina no dejó de ser una articulación del Ministerio de Cultura y la Enerc”, confirma María Iribarren, periodista, gestora cultural y responsable de las dos ediciones de estas jornadas. “Pablo Rovito, rector de la Escuela, fue el mentor de ese espacio y este año lo defendió frente a las actuales autoridades. Por fortuna, tanto el presidente del Incaa, Alejandro Cacetta, como Enrique Avogadro, secretario de Cultura y Creatividad del Ministerio, acompañaron la iniciativa entendiendo que se trata de un espacio que se caracteriza por la convergencia de puntos de vista dispares”, agrega para ilustrar el proceso que ha permitido la continuidad de estas jornadas.
La Imagen Argentina es presentada como “un espacio de reflexión crítica en torno a los modos en que el cine argentino se desenvolvió a lo largo del siglo XX y en el inicio del XXI, tomando en cuenta el cruce de campos artísticos y de políticas que abonaron una historia aún abierta y en progreso”. “En esta segunda edición contamos con expositores provenientes de los estudios académicos propiamente cinematográficos, pero también del campo de la crítica literaria, la realización, la producción y la crítica periodística de cine”, confirma Iribarren. Entre quienes participarán de las mesas y debates organizados se encuentran el cineasta Mariano Llinás, el también cineasta, crítico y ex director del BAFICI Sergio Wolf, los críticos Roger Koza, Paula Croci, Emiliano Jelicie, Gonzalo Aguilar y el historiador y director artístico del Festival de Mar del Plata Fernando Martín Peña. Y en carácter de homenajeado nada menos que el director Adolfo Aristarain.
Cada una de las jornadas abrirá con dos charlas que tendrán como eje a las figuras de Aristarain, quien será entrevistado por la propia Iribarren junto al cineasta y crítico Nicolás Prividera, y del fallecido Fabián Bielinsky, director de 9 Reinas y El aura. Más allá del valor de homenaje que estas decisiones llevan implícitas, la posibilidad de pensar la obra de dos de los directores argentinos más importantes de los últimos 40 años resulta una oportunidad que excede sus películas. “Siempre es necesario repensar los legados: de eso trata cualquier historia, incluida la del arte”, afirma Prividera, corresponsable de esta segunda edición de La Imagen Argentina. “Y no solo para los investigadores, sino para los cineastas en primera instancia. Porque todos estamos insertos en alguna tradición. De hecho se podría pensar en la línea Aristarain-Bielinsky como una herencia fracturada, incluso por la distancia (no solo generacional) entre ellos”, reflexiona. “Pero no se trata de buscar herederos directos, sino de pensar genealogías abiertas: cuál es la relación de ciertos realizadores con sus precursores, y a la vez que los distingue de sus contemporáneos. Pensar la excepción para iluminar la regla, como hacen precisamente aquellos que repiensan la tradición”.
Repensar la tradición parece ser uno de los ejes sobre los que se articulan las actividades. Mesas como “Fabián Bielinsky: La herencia (im)posible”; “Nuevos cines: La generación de las diferencias”; o “El porvenir en riesgo: No hay tradición sin patrimonio” dan cuenta de dicha intención. Para Prividera “hay una tradición en la medida en que hablamos de un cine argentino”, sin embargo cree que “no se trata de verla de modo monolítico” porque “como en cualquier área, siempre hay tradiciones diversas, muchas veces en conflicto”. Para él, “más que de reconocer una tradición, se trata de reconfigurarla”. “Siguiendo a Borges, pensar que la historia de un arte es siempre una relectura, y por tanto un modo de repensar su tradición”, concluye. Pero la cuestión de la tradición tiene su contraplano en el asunto del patrimonio y su preservación. Para Iribarren “estamos en un momento de crisis del campo audiovisual. La tecnología digital ha ocasionado la hibridación de lo específico en el cine y en la TV”. Y afirma que en la actualidad “se filma y se archiva en formatos y plataformas cuya estabilidad es incierta” y que “en este contexto es imperioso volver a pensar el cine, redefinir su especificidad, reunir voluntades y conjeturar instrumentos que sirvan al resguardo de esos bienes que nos vienen del pasado, pero que también se están haciendo en este mismo momento”.
La figura y el pensamiento de Borges aparece como una constante explícita. En una de las mesas se invita a los panelistas a pensar en una idea de cine nacional a partir de los argumentos que utilizó Borges para definir a la literatura argentina, mientras que en otra se intenta exponer los caminos que recorrieron en el cine algunos escritores como el propio Borges, Cortázar o Viñas. “A Borges, en efecto, lo tomamos para problematizar el papel histórico que jugó la crítica cinematográfica (académica y periodística) en la atribución de tradiciones estéticas o productivas”, reconoce Iribarren. “Porque lo que Borges plantea en El escritor argentino y la tradición, es que la idea de tradición es exterior a la literatura. Y que la inscripción de una obra en una tradición dada, es un artificio promovido por la crítica literaria hegemónica, para la construcción y consagración de un canon oficial”, concluye. A partir de todo esto, cabe preguntarse cuál es el lugar que La Imagen Argentina intenta ocupar en el marco de tantas discusiones. “El modesto aporte que la continuidad de estas jornadas quisiera significar es abrir un espacio de encuentro en lo que suelen ser los compartimentos estancos de la crítica, los cineastas y el público”, dice Prividera. “Donde puedan tener lugar diálogos enriquecedores entre distintas perspectivas, con el mero afán de proseguir una discusión interminable, como es la tradición misma”, concluye.
La grilla completa de actividades de las jornadas La Imagen Argentina puede consultarse en www.enerc.gov.ar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
La primera edición de La Imagen Argentina se desarrolló dentro de la agenda del Ministerio de Cultura de la gestión anterior y su objetivo era el de posibilitar ese espacio de intercambio en el área de la crítica y el pensamiento orientadas a la creación cinematográfica. Un emprendimiento al que, como tantos otros, el cambio de gobierno dejó en el terreno de la incógnita. “La imagen argentina no dejó de ser una articulación del Ministerio de Cultura y la Enerc”, confirma María Iribarren, periodista, gestora cultural y responsable de las dos ediciones de estas jornadas. “Pablo Rovito, rector de la Escuela, fue el mentor de ese espacio y este año lo defendió frente a las actuales autoridades. Por fortuna, tanto el presidente del Incaa, Alejandro Cacetta, como Enrique Avogadro, secretario de Cultura y Creatividad del Ministerio, acompañaron la iniciativa entendiendo que se trata de un espacio que se caracteriza por la convergencia de puntos de vista dispares”, agrega para ilustrar el proceso que ha permitido la continuidad de estas jornadas.
La Imagen Argentina es presentada como “un espacio de reflexión crítica en torno a los modos en que el cine argentino se desenvolvió a lo largo del siglo XX y en el inicio del XXI, tomando en cuenta el cruce de campos artísticos y de políticas que abonaron una historia aún abierta y en progreso”. “En esta segunda edición contamos con expositores provenientes de los estudios académicos propiamente cinematográficos, pero también del campo de la crítica literaria, la realización, la producción y la crítica periodística de cine”, confirma Iribarren. Entre quienes participarán de las mesas y debates organizados se encuentran el cineasta Mariano Llinás, el también cineasta, crítico y ex director del BAFICI Sergio Wolf, los críticos Roger Koza, Paula Croci, Emiliano Jelicie, Gonzalo Aguilar y el historiador y director artístico del Festival de Mar del Plata Fernando Martín Peña. Y en carácter de homenajeado nada menos que el director Adolfo Aristarain.
Cada una de las jornadas abrirá con dos charlas que tendrán como eje a las figuras de Aristarain, quien será entrevistado por la propia Iribarren junto al cineasta y crítico Nicolás Prividera, y del fallecido Fabián Bielinsky, director de 9 Reinas y El aura. Más allá del valor de homenaje que estas decisiones llevan implícitas, la posibilidad de pensar la obra de dos de los directores argentinos más importantes de los últimos 40 años resulta una oportunidad que excede sus películas. “Siempre es necesario repensar los legados: de eso trata cualquier historia, incluida la del arte”, afirma Prividera, corresponsable de esta segunda edición de La Imagen Argentina. “Y no solo para los investigadores, sino para los cineastas en primera instancia. Porque todos estamos insertos en alguna tradición. De hecho se podría pensar en la línea Aristarain-Bielinsky como una herencia fracturada, incluso por la distancia (no solo generacional) entre ellos”, reflexiona. “Pero no se trata de buscar herederos directos, sino de pensar genealogías abiertas: cuál es la relación de ciertos realizadores con sus precursores, y a la vez que los distingue de sus contemporáneos. Pensar la excepción para iluminar la regla, como hacen precisamente aquellos que repiensan la tradición”.
Repensar la tradición parece ser uno de los ejes sobre los que se articulan las actividades. Mesas como “Fabián Bielinsky: La herencia (im)posible”; “Nuevos cines: La generación de las diferencias”; o “El porvenir en riesgo: No hay tradición sin patrimonio” dan cuenta de dicha intención. Para Prividera “hay una tradición en la medida en que hablamos de un cine argentino”, sin embargo cree que “no se trata de verla de modo monolítico” porque “como en cualquier área, siempre hay tradiciones diversas, muchas veces en conflicto”. Para él, “más que de reconocer una tradición, se trata de reconfigurarla”. “Siguiendo a Borges, pensar que la historia de un arte es siempre una relectura, y por tanto un modo de repensar su tradición”, concluye. Pero la cuestión de la tradición tiene su contraplano en el asunto del patrimonio y su preservación. Para Iribarren “estamos en un momento de crisis del campo audiovisual. La tecnología digital ha ocasionado la hibridación de lo específico en el cine y en la TV”. Y afirma que en la actualidad “se filma y se archiva en formatos y plataformas cuya estabilidad es incierta” y que “en este contexto es imperioso volver a pensar el cine, redefinir su especificidad, reunir voluntades y conjeturar instrumentos que sirvan al resguardo de esos bienes que nos vienen del pasado, pero que también se están haciendo en este mismo momento”.
La figura y el pensamiento de Borges aparece como una constante explícita. En una de las mesas se invita a los panelistas a pensar en una idea de cine nacional a partir de los argumentos que utilizó Borges para definir a la literatura argentina, mientras que en otra se intenta exponer los caminos que recorrieron en el cine algunos escritores como el propio Borges, Cortázar o Viñas. “A Borges, en efecto, lo tomamos para problematizar el papel histórico que jugó la crítica cinematográfica (académica y periodística) en la atribución de tradiciones estéticas o productivas”, reconoce Iribarren. “Porque lo que Borges plantea en El escritor argentino y la tradición, es que la idea de tradición es exterior a la literatura. Y que la inscripción de una obra en una tradición dada, es un artificio promovido por la crítica literaria hegemónica, para la construcción y consagración de un canon oficial”, concluye. A partir de todo esto, cabe preguntarse cuál es el lugar que La Imagen Argentina intenta ocupar en el marco de tantas discusiones. “El modesto aporte que la continuidad de estas jornadas quisiera significar es abrir un espacio de encuentro en lo que suelen ser los compartimentos estancos de la crítica, los cineastas y el público”, dice Prividera. “Donde puedan tener lugar diálogos enriquecedores entre distintas perspectivas, con el mero afán de proseguir una discusión interminable, como es la tradición misma”, concluye.
La grilla completa de actividades de las jornadas La Imagen Argentina puede consultarse en www.enerc.gov.ar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 11 de diciembre de 2016
CULTURA - Selfies: La fotografía en tiempos de hiperconsumo e individualismo
La moda de las selfies, surgida con el desarrollo de la tecnología digital y que le permite a cada ser humano tener una cámara de fotos a su disposición durante las 24 horas (todos los días), parece una costumbre reciente, pero tal vez sea apenas la versión más actual de una vieja costumbre. Porque, de la Creación para acá, mirarse a sí mismo ha sido una de las actividades favoritas de las personas. ¿Acaso no fue Dios quien la inventó, en el mismo momento en que, a falta de celular con cámara de infinitos megapíxeles, no tuvo mejor idea que crear al hombre “a su imagen y semejanza”, sólo para poder mirarse, para ver cómo quedaría Él mismo parado delante del Jardín del Bien y del Mal? Una manifestación de vanidad que, como tantas otras, el ser humano ha reproducido hasta el paroxismo.
Desde entonces el género humano se empecina en acaparar protagonismo, obstruyendo con su presencia todas las maravillas del mundo, que deben resignarse a cumplir un mero papel de reparto, el fondo escenográfico sobre el que se desarrolla el drama humano. Las selfies son la última encarnación de esta manía humana de ser el árbol que se encapricha en tapar el bosque.
Explicar qué son las selfies puede parecer una tarea sencilla si se las piensa apenas como autorretratos fotográficos. Que lo son, por supuesto. Sin embargo, una definición como esa, que reduce el acto a su mínima expresión, equivale a esquivarle el bulto al asunto, como quien se saca de encima un trámite bancario. Tratando de ir más a fondo, es posible agregar que se trata de instantáneas digitales en las que la figura humana ocupa el centro de universos intercambiables. Un formato fotográfico en el que, por otra parte, sujeto y objeto son la misma cosa y en el que cualquier otro elemento más allá de esa dualidad carece casi por completo de valor. En la selfie poco importa el contexto y da lo mismo si es tomada en la Acrópolis ateniense, el cerro de los Siete Colores o con una pared descascarada detrás. En ellas la experiencia de la observación es rebajada a un mero ejercicio reflexivo que no se diferencia demasiado de mirarse en el espejo. Son imágenes seriales como los crímenes de un psicótico, compulsivas como las malas costumbres, y autoinfligidas, como la masturbación. Bueno... tal vez lo anterior sea una exageración, aunque es cierto que se trata de un acto que no se contempla más que a sí mismo y que ignora por completo la presencia de lo otro. El triunfo de la vanidad.
Las selfies encarnan, además, la frivolización de una de las funciones que se encuentra en el ADN de la fotografía como herramienta documental: la de dejar constancia gráfica y expresa de la presencia humana en determinados lugares y circunstancias. Una desviación hacia lo masivo de aquellas fotos que servían para perpetuar momentos únicos de la historia, algunas de ellas muy famosas, que respondían a un concepto actualmente muy popular en Internet: “Pics or it didn’t happen” (algo así como “Si no hay fotos que lo prueben, eso no pasó”), utilizado como respuesta cuando alguien se jacta de haber protagonizado situaciones o anécdotas muy improbables. Fotos como la que tomó el expedicionario neozelandés Edmund Hillary de su compañero y guía, el nepalés Tenzing Norgay, para inmortalizar el momento en que un ser humano pisó por primera vez la cima del monte Everest; o las que se tomaron entre sí los astronautas Neil Armstrong y Buzz Aldrin mientras se convertían en los primeros hombres en dar un paseo lunar. En la actualidad ambas situaciones tranquilamente podrían haberse convertido en selfies, no sólo porque la tecnología moderna lo permite (en la web es posible hallar algunas realizadas por astronautas en órbita), sino porque hoy hasta la situación más intrascendente acaba convertida en una selfie.
En ese sentido, estas representan el carácter masivo e invasivo que ha alcanzado la fotografía e implican una doble degradación. Por un lado flexibilizando los límites de la intimidad, hasta disolver las viejas fronteras que delimitaban los espacios propios de lo público y de lo privado. Por el otro, produciendo un excedente que atomiza el valor de la fotografía como forma de expresión. Si en su etapa analógica era un espacio reservado para captar y perpetuar lo trascendente, hoy, selfie mediante, parece empecinada en el ególatra laissez faire de retratar lo trivial, lo frívolo, lo fútil. Sin embargo, en aras de una mirada más justa, tampoco puede decirse que la selfie tenga pretensiones trascendentales ni aspire a la inmortalidad, sino que se conforma con cumplir con el modesto objetivo de retratar al protagonista y desaparecer casi tan rápido como fue tomada.
Pero hay otro aspecto de interés, quizá central, surgido de la mencionada dualidad sujeto/objeto del formato. Al contrario de lo que ocurre tradicionalmente en la fotografía, en la que el observador se coloca de frente al objeto retratado, dejándose fuera de campo de manera voluntaria, en la selfie todo ocurre a sus espaldas. Al retratarse a sí mismo el fotógrafo se reserva el primer plano de la imagen, disputándole (o directamente arrebatándole) el rol estelar al paisaje. Se trata entonces del registro de lo que ocurre cuando el fotógrafo deja de estar atento al mundo para pensar sólo en sí mismo. Lo que importa no es la fotografía como herramienta que define al mundo a partir de una mirada, sino “yo en la fotografía” como centro de un mundo en el que no importa nada más. Un avatar fotográfico afín al triunfo del hiperconsumo y el individualismo que rige los tiempos que corren, en el que se impone como slogan omnipresente aquel que grita: ¡sálvese quien pueda!
CINE - Suvenires inocuos: acerca del documental "Austerlitz", del ruso Sergey Loznitsa
Las personas comienzan a entrar al predio una vez que se abre el portón de rejas que guarda su entrada. Se trata de una verdadera multitud. En el interior, la cámara del director ruso Sergey Loznitsa espera y observa, fija, inmóvil, captando algunas imágenes que perdidas entre la marea humana podrían haber pasado desapercibidas para el ojo desnudo. La toma se alarga y la gente es tanta que el cuadro está siempre colmado de cuerpos. Pero sobre el final, como si el director fuera una especie de Moisés cinematográfico con un poder sobrenatural, la muchedumbre se abre y la escena queda casi vacía. Entonces sobre el fondo se ve como un hombre se abraza a la reja de entrada, de espaldas a cámara, para que permitir que un joven le tome una fotografía. En la estructura misma de esa reja a la que el hombre se abraza, posando para la foto, se lee con claridad “Arbeit Macht Frei” (El trabajo libera), pero al revés, como si la viéramos a través de un espejo, dándole a la escena un aire de pesadilla consciente.
La secuencia pertenece al documental Austerlitz, último trabajo del cineasta ruso. O, mejor dicho, al tráiler de la misma, ya que la película acaba de estrenarse en el Festival de Cine de Venecia y todavía no tiene fecha para hacer lo propio en la Argentina. Tal vez nunca la tenga. En el documental, de clásica estructura observacional y rodado por completo en blanco y negro, Loznitsa recorre las instalaciones de lo que alguna vez fueron los campos de concentración utilizados por el régimen nazi para encerrar, torturar y masacrar a millones de personas, hoy convertidos en espacios de memoria. Pero lo hace tratando de que su cámara pase desapercibida, con la intención de captar con naturalidad las diferentes conductas que van apareciendo entre los turistas que los visitan en la actualidad. El resultado es abrumador y la escena descrita en el primer párrafo funciona como mínimo botón de muestra.
Un muestrario que incluye desde personas recorriendo los pasillos y barracas de los campos de Dachau y Sachsenhausen con sus selfie sticks (soportes especiales para tomar selfies), hasta aquellos que se atreven al humor negro, posando para las fotos como si ellos mismos fueran alguna de las millones de víctimas asesinadas ahí mismo.
Austerlitz parece proponerse ir un paso más allá de aquella banalidad del mal que Hannah Arendt vio representada en la indolencia burocrática con que Adolf Eichmann firmó las ordenes para despachar a millones de víctimas hacia los Konzentrationslager. Loznitsa muestra como esa indolencia del hombre común ha devenido hoy en una frivolidad pasmosa que encarna en cada una de las fotos con que la horda turística, sin ningún rastro de pudor ni vergüenza, convierte al horror que representan esos espacios de memoria en un suvenir, otro inocuo recuerdo de viaje. El primer paso hacia el olvido. Como si todo lo que ahí ocurrió no fuera una realidad histórica, una lección aprehendida, sino el argumento de otra película de terror. Y Hitler, apenas otro monstruo dentro de la misma galería en la que Drácula, la criatura de Frankenstein o el Hombre Lobo hacen morisquetas para asustar a los chicos.
Artículo publicado originalmente en la Revista T de Tiempo Argentino.
Desde entonces el género humano se empecina en acaparar protagonismo, obstruyendo con su presencia todas las maravillas del mundo, que deben resignarse a cumplir un mero papel de reparto, el fondo escenográfico sobre el que se desarrolla el drama humano. Las selfies son la última encarnación de esta manía humana de ser el árbol que se encapricha en tapar el bosque.
Explicar qué son las selfies puede parecer una tarea sencilla si se las piensa apenas como autorretratos fotográficos. Que lo son, por supuesto. Sin embargo, una definición como esa, que reduce el acto a su mínima expresión, equivale a esquivarle el bulto al asunto, como quien se saca de encima un trámite bancario. Tratando de ir más a fondo, es posible agregar que se trata de instantáneas digitales en las que la figura humana ocupa el centro de universos intercambiables. Un formato fotográfico en el que, por otra parte, sujeto y objeto son la misma cosa y en el que cualquier otro elemento más allá de esa dualidad carece casi por completo de valor. En la selfie poco importa el contexto y da lo mismo si es tomada en la Acrópolis ateniense, el cerro de los Siete Colores o con una pared descascarada detrás. En ellas la experiencia de la observación es rebajada a un mero ejercicio reflexivo que no se diferencia demasiado de mirarse en el espejo. Son imágenes seriales como los crímenes de un psicótico, compulsivas como las malas costumbres, y autoinfligidas, como la masturbación. Bueno... tal vez lo anterior sea una exageración, aunque es cierto que se trata de un acto que no se contempla más que a sí mismo y que ignora por completo la presencia de lo otro. El triunfo de la vanidad.
Las selfies encarnan, además, la frivolización de una de las funciones que se encuentra en el ADN de la fotografía como herramienta documental: la de dejar constancia gráfica y expresa de la presencia humana en determinados lugares y circunstancias. Una desviación hacia lo masivo de aquellas fotos que servían para perpetuar momentos únicos de la historia, algunas de ellas muy famosas, que respondían a un concepto actualmente muy popular en Internet: “Pics or it didn’t happen” (algo así como “Si no hay fotos que lo prueben, eso no pasó”), utilizado como respuesta cuando alguien se jacta de haber protagonizado situaciones o anécdotas muy improbables. Fotos como la que tomó el expedicionario neozelandés Edmund Hillary de su compañero y guía, el nepalés Tenzing Norgay, para inmortalizar el momento en que un ser humano pisó por primera vez la cima del monte Everest; o las que se tomaron entre sí los astronautas Neil Armstrong y Buzz Aldrin mientras se convertían en los primeros hombres en dar un paseo lunar. En la actualidad ambas situaciones tranquilamente podrían haberse convertido en selfies, no sólo porque la tecnología moderna lo permite (en la web es posible hallar algunas realizadas por astronautas en órbita), sino porque hoy hasta la situación más intrascendente acaba convertida en una selfie.
En ese sentido, estas representan el carácter masivo e invasivo que ha alcanzado la fotografía e implican una doble degradación. Por un lado flexibilizando los límites de la intimidad, hasta disolver las viejas fronteras que delimitaban los espacios propios de lo público y de lo privado. Por el otro, produciendo un excedente que atomiza el valor de la fotografía como forma de expresión. Si en su etapa analógica era un espacio reservado para captar y perpetuar lo trascendente, hoy, selfie mediante, parece empecinada en el ególatra laissez faire de retratar lo trivial, lo frívolo, lo fútil. Sin embargo, en aras de una mirada más justa, tampoco puede decirse que la selfie tenga pretensiones trascendentales ni aspire a la inmortalidad, sino que se conforma con cumplir con el modesto objetivo de retratar al protagonista y desaparecer casi tan rápido como fue tomada.
Pero hay otro aspecto de interés, quizá central, surgido de la mencionada dualidad sujeto/objeto del formato. Al contrario de lo que ocurre tradicionalmente en la fotografía, en la que el observador se coloca de frente al objeto retratado, dejándose fuera de campo de manera voluntaria, en la selfie todo ocurre a sus espaldas. Al retratarse a sí mismo el fotógrafo se reserva el primer plano de la imagen, disputándole (o directamente arrebatándole) el rol estelar al paisaje. Se trata entonces del registro de lo que ocurre cuando el fotógrafo deja de estar atento al mundo para pensar sólo en sí mismo. Lo que importa no es la fotografía como herramienta que define al mundo a partir de una mirada, sino “yo en la fotografía” como centro de un mundo en el que no importa nada más. Un avatar fotográfico afín al triunfo del hiperconsumo y el individualismo que rige los tiempos que corren, en el que se impone como slogan omnipresente aquel que grita: ¡sálvese quien pueda!
CINE - Suvenires inocuos: acerca del documental "Austerlitz", del ruso Sergey Loznitsa
Las personas comienzan a entrar al predio una vez que se abre el portón de rejas que guarda su entrada. Se trata de una verdadera multitud. En el interior, la cámara del director ruso Sergey Loznitsa espera y observa, fija, inmóvil, captando algunas imágenes que perdidas entre la marea humana podrían haber pasado desapercibidas para el ojo desnudo. La toma se alarga y la gente es tanta que el cuadro está siempre colmado de cuerpos. Pero sobre el final, como si el director fuera una especie de Moisés cinematográfico con un poder sobrenatural, la muchedumbre se abre y la escena queda casi vacía. Entonces sobre el fondo se ve como un hombre se abraza a la reja de entrada, de espaldas a cámara, para que permitir que un joven le tome una fotografía. En la estructura misma de esa reja a la que el hombre se abraza, posando para la foto, se lee con claridad “Arbeit Macht Frei” (El trabajo libera), pero al revés, como si la viéramos a través de un espejo, dándole a la escena un aire de pesadilla consciente.
La secuencia pertenece al documental Austerlitz, último trabajo del cineasta ruso. O, mejor dicho, al tráiler de la misma, ya que la película acaba de estrenarse en el Festival de Cine de Venecia y todavía no tiene fecha para hacer lo propio en la Argentina. Tal vez nunca la tenga. En el documental, de clásica estructura observacional y rodado por completo en blanco y negro, Loznitsa recorre las instalaciones de lo que alguna vez fueron los campos de concentración utilizados por el régimen nazi para encerrar, torturar y masacrar a millones de personas, hoy convertidos en espacios de memoria. Pero lo hace tratando de que su cámara pase desapercibida, con la intención de captar con naturalidad las diferentes conductas que van apareciendo entre los turistas que los visitan en la actualidad. El resultado es abrumador y la escena descrita en el primer párrafo funciona como mínimo botón de muestra.
Un muestrario que incluye desde personas recorriendo los pasillos y barracas de los campos de Dachau y Sachsenhausen con sus selfie sticks (soportes especiales para tomar selfies), hasta aquellos que se atreven al humor negro, posando para las fotos como si ellos mismos fueran alguna de las millones de víctimas asesinadas ahí mismo.
Austerlitz parece proponerse ir un paso más allá de aquella banalidad del mal que Hannah Arendt vio representada en la indolencia burocrática con que Adolf Eichmann firmó las ordenes para despachar a millones de víctimas hacia los Konzentrationslager. Loznitsa muestra como esa indolencia del hombre común ha devenido hoy en una frivolidad pasmosa que encarna en cada una de las fotos con que la horda turística, sin ningún rastro de pudor ni vergüenza, convierte al horror que representan esos espacios de memoria en un suvenir, otro inocuo recuerdo de viaje. El primer paso hacia el olvido. Como si todo lo que ahí ocurrió no fuera una realidad histórica, una lección aprehendida, sino el argumento de otra película de terror. Y Hitler, apenas otro monstruo dentro de la misma galería en la que Drácula, la criatura de Frankenstein o el Hombre Lobo hacen morisquetas para asustar a los chicos.
Artículo publicado originalmente en la Revista T de Tiempo Argentino.
viernes, 9 de diciembre de 2016
CINE - "Casanova Variations", de Michael Sturminger: ¿Quieres ser Giacomo Casanova?
El concepto de mush-up es aplicado usualmente en la música pop para definir el ensamble de dos obras previas en una tercera nueva, pero resulta oportuno para tratar de explicar el concepto detrás de una película como Casanova Variations, del director vienés Michael Sturminger. Aunque aquí el procedimiento resulta algo más complejo que la mera superposición más o menos empatada de dos canciones. Se trata de una experiencia en la que el cine, la ópera y el teatro intentan fusionarse para contar una historia en la que también se funden dos tiempos históricos distintos, y donde la ficción y la realidad se encadenan en un espiral que gira entrando y saliendo de las diferentes variaciones que tales combinaciones van produciendo. ¿Parece difícil de entender? Lo es, un poco.
Se trata de al menos tres historias que se alternan, pero a la vez tejen una continuidad que permite aceptarlas como una unidad. Basada en la biografía de Giacomo Casanova, el film tiene su base a comienzos del siglo XIX, cuando el célebre seductor, ya anciano (John Malkovich), recibe la visita de Elisa von der Recke (Veronica Ferres), escritora popular en Europa entre los siglos XVIII y XIX. Ella viene en busca de los manuscritos de unas memorias que se supone está escribiendo Casanova e intentará conseguirlos a toda costa. Ese objetivo posibilita que entre ellos surja un juego de seducción en el que se van intercambiando los papeles del gato y del ratón.
Mientras eso sucede, en la actualidad una compañía de teatro representa una obra basada en el pasado de aquella historia, combinándola con fragmentos de las óperas de Mozart. Dicho espectáculo utiliza todos los espacios del teatro para llevar la representación más allá del proscenio, extendiendo la escena a palcos y platea. El film intenta un procedimiento similar, generando un tercer espacio narrativo que corresponde a la realidad (una realidad de ficción), en la que el propio Malkovich interpreta a Casanova en el teatro. Esto permite un nuevo nivel de mush-up, en el que protagonista y personaje se superponen con otros de la carrera del actor, como el Valmont en Relaciones peligrosas (Stephen Frears, 1988), o su otro yo en ¿Quieres ser John Malkovich? (Spike Jonze, 1999).
Casanova Variations por momentos parece reproducir la estructura de un film de ciencia ficción en el que varias realidades paralelas confluyen en un punto que parece contenerlo todo. Esa suerte de Aleph es el cine, que reúne dentro de sí todas las capas del relato, aunque no siempre el dispositivo resulta exitoso. Porque si bien a medida que avanza la historia va logrando que algunas de sus tramas despierten interés, los tres lenguajes que se combinan en la película (ópera, teatro y cine) nunca terminan de ensamblarse con naturalidad y los saltos de registro entre ellos son notorios. Los recursos operísticos en particular pueden volverse un tanto agobiantes.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Se trata de al menos tres historias que se alternan, pero a la vez tejen una continuidad que permite aceptarlas como una unidad. Basada en la biografía de Giacomo Casanova, el film tiene su base a comienzos del siglo XIX, cuando el célebre seductor, ya anciano (John Malkovich), recibe la visita de Elisa von der Recke (Veronica Ferres), escritora popular en Europa entre los siglos XVIII y XIX. Ella viene en busca de los manuscritos de unas memorias que se supone está escribiendo Casanova e intentará conseguirlos a toda costa. Ese objetivo posibilita que entre ellos surja un juego de seducción en el que se van intercambiando los papeles del gato y del ratón.
Mientras eso sucede, en la actualidad una compañía de teatro representa una obra basada en el pasado de aquella historia, combinándola con fragmentos de las óperas de Mozart. Dicho espectáculo utiliza todos los espacios del teatro para llevar la representación más allá del proscenio, extendiendo la escena a palcos y platea. El film intenta un procedimiento similar, generando un tercer espacio narrativo que corresponde a la realidad (una realidad de ficción), en la que el propio Malkovich interpreta a Casanova en el teatro. Esto permite un nuevo nivel de mush-up, en el que protagonista y personaje se superponen con otros de la carrera del actor, como el Valmont en Relaciones peligrosas (Stephen Frears, 1988), o su otro yo en ¿Quieres ser John Malkovich? (Spike Jonze, 1999).
Casanova Variations por momentos parece reproducir la estructura de un film de ciencia ficción en el que varias realidades paralelas confluyen en un punto que parece contenerlo todo. Esa suerte de Aleph es el cine, que reúne dentro de sí todas las capas del relato, aunque no siempre el dispositivo resulta exitoso. Porque si bien a medida que avanza la historia va logrando que algunas de sus tramas despierten interés, los tres lenguajes que se combinan en la película (ópera, teatro y cine) nunca terminan de ensamblarse con naturalidad y los saltos de registro entre ellos son notorios. Los recursos operísticos en particular pueden volverse un tanto agobiantes.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 8 de diciembre de 2016
LIBROS - Autobiografías elípticas: La literatura es un diario de vida
“La gente me pregunta continuamente por qué no escribo mi propia biografía. Yo respondo que mi biografía no resulta para nada interesante. Jamás he matado a nadie. Nunca me ha sucedido nada extraordinario”. Quien se disculpa ante la obligación autobiográfica que al parecer intentaban imponerle sus propios lectores, no es otro que George Bernard Shaw, uno de los genios más longevos de la historia de la literatura y de quien puede suponerse, en contra de su propia afirmación, que en sus 94 años de vida debían abundar las historias interesantes. A nadie se le escapa que en su excusa hay algo de picardía, humor y sobre todo una buena dosis de ironía, ya que la frase pertenece al libro Dieciséis esbozos de mí mismo. Autobiografía crítica de, por supuesto, Bernard Shaw, y con ella abre el segundo capítulo, titulado “Mis disculpas por este libro”. Queda claro que no se trata de un texto biográfico convencional –como nada en la obra de Shaw lo es—, sino de una serie de textos sueltos que abordan distintos aspectos de su propia vida. Por empezar, dichos escritos no son 16 como indica falsamente el título, sino 17. Esa es la primera prueba irrefutable de la voluntad de Shaw de no ceder a la tentación de una autobiografía rígida, de esas que se adhieren a la cronología como un parásito a su anfitrión.
Shaw no se detiene: “No he vivido aventuras heroicas. No me han ocurrido cosas. Por el contrario, soy yo quien ha ocurrido a las cosas. Y todos mis acontecimientos han tomado forma de libros y obras de teatro. Leedlos, presenciadlas y conoceréis toda mi historia”. Con astucia, el ganador del Premio Nobel de Literatura en 1925 aprovecha el formato autobiográfico para ampliar dicha condición a toda su obra. Lo interesante de este desplazamiento es que no se limita a su propio caso, sino que lo hace extensivo a cualquier otro gran escritor. “Las mejores autobiografías son confesiones”, escribe Shaw en el párrafo siguiente. “Pero si un hombre es un escritor profundo, entonces todas su obras son confesiones”, concluye. Según este razonamiento la mejor autobiografía de un hombre de letras, la más fiel, sería aquella que se cuela entre los resquicios de su obra. A partir de esta lección que el escritor irlandés entrega como al pasar, es más fácil entender aquel “Madame Bovary soy yo”, pronunciado por Gustave Flaubert acerca de su obra más popular, o permitirse imaginar al propio Marcel Proust yendo En busca del tiempo perdido. O terminar de reconocer los rasgos de Jorge Luis Borges en el perfil de un afiebrado Juan Dahlmann que va abriéndose camino hacia el sur.
Dieciséis esbozos de mí mismo es un libro extraordinario, en el que Shaw aprovecha el pretexto de su vida para, entre otras cosas, seguir peleándose con sus adversarios de siempre (H.G. Wells; G.K. Chesterton; Winston Churchill) y rendirle culto a quienes admiraba (en particular a Oscar Wilde), llevando hasta ahí su voluntad de reputado polemista. Y siempre sin perder ni la elegancia ni la compostura, ni el filo mordaz con el que siempre expresó su particular cosmovisión. Es decir, podría escribirse una nota completa sólo sobre este libro. Sin embargo la idea es aprovechar su carácter anómalo dentro del género autobiográfico, para extenderse sobre otras formas tangenciales o indirectas con las que cuenta un escritor a la hora de escribir sobre su propia vida.
Uno de los procedimientos autobiográficos más naturales y a la vez más ricos para el lector, es el de los diarios personales. La principal virtud de este tipo de textos, cuando fueron concebidos de forma genuina, es que originalmente no han sido escritos para ser publicados y por eso en sus páginas el autor se siente habilitado a incluir ciertas infidencias y confidencias que por lo general están ausentes en las autobiografías convencionales. Claro que este tipo de relatos suele demandar algún criterio curatorial previo a su publicación, que suele estar guiado en primer lugar por el pudor. Algo de eso se intuye en la decisión de Ricardo Piglia de editar sus diarios personales bajo el título de Los diarios de Emilio Renzi, utilizando la máscara de su conocido alter ego literario para esfumar sus propios relatos de vida. El juego de Piglia cierra el círculo autorreferencial cuando se sabe (y lo sabe todo el mundo) que Emilio es el segundo nombre del escritor y Renzi su apellido materno.
El pudor es también lo que impulsó al impúdico Adolfo Bioy Casares a imponer una cláusula especial a la publicación de sus diarios personales: que sólo se lo hiciera después de su muerte. En virtud de las ingeniosas “maldades” que Bioy y sus amigos (sobre todo Borges) le dedican a la mayoría de sus contemporáneos, es posible comprender por qué el autor no quería estar presente cuando todo aquello tomara estado público. Aunque en la decisión de editarlo de todas formas también se manifiesta cierta vocación egomaníaca: la certeza de que la publicación post mortem llevaría a que su reconocida mordacidad sobreviviera a su desaparición física. Tanto Descanso de caminantes como el Borges, los dos kilométricos volúmenes publicados cuyo contenido fue extraído de los diarios personales de Bioy, son ejemplos inmejorables de la corporización de un poder literario que suele estar ausente en las autobiografías escritas a reglamento.
Otra forma velada de la autobiografía muy de moda dentro de la literatura contemporánea son las novelas sobre padres y madres. Los ejemplos abundan: Papá, de Federico Jeanmarie; También esto pasará, de Milena Busquets; El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza; Una muchacha muy bella, de Julián López; Hacete hombre, de Gonzalo Garcés; Nada se opone a la noche, de Delphine de Vigan y un largo etcétera. En todos ellos, cada uno con su tono y particularidades, la figura paterna/materna es utilizada como metro patrón para definir los límites del territorio del propio yo. Y en cada uno el recurso de la ficción vuelve a servir como vehículo para llevar el relato mucho más allá de lo meramente biográfico, liberándolo del (o al menos aligerando el) incómodo lastre del ego. Cómo se ve, no es necesario que un libro lleve impreso en la tapa el rótulo que consigna su carácter de autobiografía para que en efecto lo sea, al menos de un modo parcial. Tampoco alcanza con la presencia de dicha etiqueta para convertir en una a cualquiera que presuma de serlo; es bien sabido que muchas de ellas incluso han sido escritas por interpósito ghostwriter. Lo importante que un escritor tiene para decir, incluso de sí mismo, se encuentra siempre en el conjunto de su obra. Lo otro tal vez sea apenas un impulso exhibicionista que encuentra su complemento ideal en el voyeurismo del lector.
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.
Para leer el suplemento completo, hacer click ACÁ.
Shaw no se detiene: “No he vivido aventuras heroicas. No me han ocurrido cosas. Por el contrario, soy yo quien ha ocurrido a las cosas. Y todos mis acontecimientos han tomado forma de libros y obras de teatro. Leedlos, presenciadlas y conoceréis toda mi historia”. Con astucia, el ganador del Premio Nobel de Literatura en 1925 aprovecha el formato autobiográfico para ampliar dicha condición a toda su obra. Lo interesante de este desplazamiento es que no se limita a su propio caso, sino que lo hace extensivo a cualquier otro gran escritor. “Las mejores autobiografías son confesiones”, escribe Shaw en el párrafo siguiente. “Pero si un hombre es un escritor profundo, entonces todas su obras son confesiones”, concluye. Según este razonamiento la mejor autobiografía de un hombre de letras, la más fiel, sería aquella que se cuela entre los resquicios de su obra. A partir de esta lección que el escritor irlandés entrega como al pasar, es más fácil entender aquel “Madame Bovary soy yo”, pronunciado por Gustave Flaubert acerca de su obra más popular, o permitirse imaginar al propio Marcel Proust yendo En busca del tiempo perdido. O terminar de reconocer los rasgos de Jorge Luis Borges en el perfil de un afiebrado Juan Dahlmann que va abriéndose camino hacia el sur.
Dieciséis esbozos de mí mismo es un libro extraordinario, en el que Shaw aprovecha el pretexto de su vida para, entre otras cosas, seguir peleándose con sus adversarios de siempre (H.G. Wells; G.K. Chesterton; Winston Churchill) y rendirle culto a quienes admiraba (en particular a Oscar Wilde), llevando hasta ahí su voluntad de reputado polemista. Y siempre sin perder ni la elegancia ni la compostura, ni el filo mordaz con el que siempre expresó su particular cosmovisión. Es decir, podría escribirse una nota completa sólo sobre este libro. Sin embargo la idea es aprovechar su carácter anómalo dentro del género autobiográfico, para extenderse sobre otras formas tangenciales o indirectas con las que cuenta un escritor a la hora de escribir sobre su propia vida.
Uno de los procedimientos autobiográficos más naturales y a la vez más ricos para el lector, es el de los diarios personales. La principal virtud de este tipo de textos, cuando fueron concebidos de forma genuina, es que originalmente no han sido escritos para ser publicados y por eso en sus páginas el autor se siente habilitado a incluir ciertas infidencias y confidencias que por lo general están ausentes en las autobiografías convencionales. Claro que este tipo de relatos suele demandar algún criterio curatorial previo a su publicación, que suele estar guiado en primer lugar por el pudor. Algo de eso se intuye en la decisión de Ricardo Piglia de editar sus diarios personales bajo el título de Los diarios de Emilio Renzi, utilizando la máscara de su conocido alter ego literario para esfumar sus propios relatos de vida. El juego de Piglia cierra el círculo autorreferencial cuando se sabe (y lo sabe todo el mundo) que Emilio es el segundo nombre del escritor y Renzi su apellido materno.
El pudor es también lo que impulsó al impúdico Adolfo Bioy Casares a imponer una cláusula especial a la publicación de sus diarios personales: que sólo se lo hiciera después de su muerte. En virtud de las ingeniosas “maldades” que Bioy y sus amigos (sobre todo Borges) le dedican a la mayoría de sus contemporáneos, es posible comprender por qué el autor no quería estar presente cuando todo aquello tomara estado público. Aunque en la decisión de editarlo de todas formas también se manifiesta cierta vocación egomaníaca: la certeza de que la publicación post mortem llevaría a que su reconocida mordacidad sobreviviera a su desaparición física. Tanto Descanso de caminantes como el Borges, los dos kilométricos volúmenes publicados cuyo contenido fue extraído de los diarios personales de Bioy, son ejemplos inmejorables de la corporización de un poder literario que suele estar ausente en las autobiografías escritas a reglamento.
Otra forma velada de la autobiografía muy de moda dentro de la literatura contemporánea son las novelas sobre padres y madres. Los ejemplos abundan: Papá, de Federico Jeanmarie; También esto pasará, de Milena Busquets; El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza; Una muchacha muy bella, de Julián López; Hacete hombre, de Gonzalo Garcés; Nada se opone a la noche, de Delphine de Vigan y un largo etcétera. En todos ellos, cada uno con su tono y particularidades, la figura paterna/materna es utilizada como metro patrón para definir los límites del territorio del propio yo. Y en cada uno el recurso de la ficción vuelve a servir como vehículo para llevar el relato mucho más allá de lo meramente biográfico, liberándolo del (o al menos aligerando el) incómodo lastre del ego. Cómo se ve, no es necesario que un libro lleve impreso en la tapa el rótulo que consigna su carácter de autobiografía para que en efecto lo sea, al menos de un modo parcial. Tampoco alcanza con la presencia de dicha etiqueta para convertir en una a cualquiera que presuma de serlo; es bien sabido que muchas de ellas incluso han sido escritas por interpósito ghostwriter. Lo importante que un escritor tiene para decir, incluso de sí mismo, se encuentra siempre en el conjunto de su obra. Lo otro tal vez sea apenas un impulso exhibicionista que encuentra su complemento ideal en el voyeurismo del lector.
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.
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CINE - "Snowden", de Oliver Stone: El cine de la verdad verdadera
El de las películas basadas en hechos reales es un tema complejo, sobre todo cuando tienen que ver con una mirada política de la realidad. Es el caso de Snowden, trabajo más reciente del director Oliver Stone, cuya filmografía se caracteriza justamente por representar siempre una mirada política muy fuerte. Como se anuncia desde el título, esta vez Stone cuenta lo ocurrido hace algunos años atrás en la vida de Edward Snowden, el agente de inteligencia especialista en sistemas que reveló un programa de espionaje masivo del gobierno de los Estados Unidos, con el que recolectaba información de manera ilegal incluso entre sus propios ciudadanos. Dichos datos eran robados a sus dueños a través de programas y redes secretas en cuyo diseño original había estado involucrado el propio Snowden.
El punto débil de films como Snowden –o Argo, de Ben Affleck (2012), ganadora al Oscar a la Mejor Película en 2013– no tiene que ver con el relato de los hechos en sí, sino con la voluntad de imponer, a través de trazos muy gruesos, su versión del asunto como representación fidelísima de la realidad misma. Como la de Affleck, Snowden tiene momentos en los que la intriga es bien llevada y el thriller construido con eficiencia, aunque ambas adhieren a modelos narrativos muy distintos. Mientras Affleck le imprime a la suya el ritmo, el tono y el formato del cine estadounidense de los ‘70, tomando como modelo ciertos trabajos de Coppola, Friedkin o Lumet, Stone construye un ciberthriller paranoico en el que el manejo del ritmo está más asociado a los artilugios del montaje que a la administración de los recursos de la narración. Ambas decisiones coinciden con el imaginario estético de la época en el que cada una se desarrolla. La primera en 1979, durante la crisis de los rehenes en la embajada estadounidense en Irán, tras el derrocamiento de Reza Pahleví; esta última en plena era digital.
Snowden puede resultar abrumadora, por un lado en virtud de la cantidad de datos y de información relativa a la acción de sistemas informáticos complejos que la historia implica. Por otro, a partir de los saltos temporales que van del momento en que el protagonista revela su información a un grupo de periodistas en 2013, a sus inicios como agente de inteligencia diez años antes, pasando por el vínculo con su pareja, sus dudas respecto de la labor que realiza y el camino de transformación de su visión del mundo, de conservador a liberal (en el sentido norteamericano del término). Aun así sus primeros dos actos pueden resultar interesantes, relativamente entretenidos y hasta instructivos para quienes no conozcan a fondo uno de los hechos fundamentales de la historia contemporánea. Sin embargo el desenlace atenta contra el propio mecanismo cinematográfico, apelando a poner en pantalla al propio Edward Snowden, como temiendo que las herramientas de la ficción no fueran lo suficientemente poderosas para plasmar una mirada del mundo. Dicha decisión también se parece a un acto de manipulación por parte del director, quien al introducir el elemento real parece querer imponer que todo en el film no puede ser sino la Verdad, con mayúscula. El mismo pecado que Affleck cometía en el final de Argo, al incluir fotos reales que “daban fe” de que todo lo visto como ficción era poco menos que inapelable.
Los vínculos entre los trabajos de Stone y Affleck llegan incluso a un inesperado cruce fuera de la pantalla, en los propios escenarios de la realidad que ambas se arrogan el derecho de representar. Como se sabe, cuando Argo recibe el Oscar en marzo de 2013, su anuncio fue precedido por un discurso de Michelle Obama, entonces primera dama y estrella de uno de los momentos de mayor popularidad del gobierno de su marido, apuntalando con fuerza la teoría de que se trataba de un premio con un alto componente político. No deja de ser llamativo que el mismo sirviera para reconocer a una película cuyo relato es una eficaz glorificación del trabajo de la CIA y sus métodos de acción, apenas dos meses antes de que Snowden revelara lo más oscuro de la maquinaria de dicha central de inteligencia y otros organismos de la seguridad de los EE.UU., poniendo en jaque la credibilidad de uno de los gobiernos supuestamente más progresistas de la historia del país. ¿Coincidencia? ¿Paradoja? ¿Paranoia? Puede ser, pero puestos a imaginar teorías conspirativas, tal vez pueda decirse que el asunto, como todo en el mundo de la alta política y la intriga internacional, responde estrictamente al principio de causas y efectos.
Artículo publicadooriginalmente en la seección Espectáculos de Página/12.
El punto débil de films como Snowden –o Argo, de Ben Affleck (2012), ganadora al Oscar a la Mejor Película en 2013– no tiene que ver con el relato de los hechos en sí, sino con la voluntad de imponer, a través de trazos muy gruesos, su versión del asunto como representación fidelísima de la realidad misma. Como la de Affleck, Snowden tiene momentos en los que la intriga es bien llevada y el thriller construido con eficiencia, aunque ambas adhieren a modelos narrativos muy distintos. Mientras Affleck le imprime a la suya el ritmo, el tono y el formato del cine estadounidense de los ‘70, tomando como modelo ciertos trabajos de Coppola, Friedkin o Lumet, Stone construye un ciberthriller paranoico en el que el manejo del ritmo está más asociado a los artilugios del montaje que a la administración de los recursos de la narración. Ambas decisiones coinciden con el imaginario estético de la época en el que cada una se desarrolla. La primera en 1979, durante la crisis de los rehenes en la embajada estadounidense en Irán, tras el derrocamiento de Reza Pahleví; esta última en plena era digital.
Snowden puede resultar abrumadora, por un lado en virtud de la cantidad de datos y de información relativa a la acción de sistemas informáticos complejos que la historia implica. Por otro, a partir de los saltos temporales que van del momento en que el protagonista revela su información a un grupo de periodistas en 2013, a sus inicios como agente de inteligencia diez años antes, pasando por el vínculo con su pareja, sus dudas respecto de la labor que realiza y el camino de transformación de su visión del mundo, de conservador a liberal (en el sentido norteamericano del término). Aun así sus primeros dos actos pueden resultar interesantes, relativamente entretenidos y hasta instructivos para quienes no conozcan a fondo uno de los hechos fundamentales de la historia contemporánea. Sin embargo el desenlace atenta contra el propio mecanismo cinematográfico, apelando a poner en pantalla al propio Edward Snowden, como temiendo que las herramientas de la ficción no fueran lo suficientemente poderosas para plasmar una mirada del mundo. Dicha decisión también se parece a un acto de manipulación por parte del director, quien al introducir el elemento real parece querer imponer que todo en el film no puede ser sino la Verdad, con mayúscula. El mismo pecado que Affleck cometía en el final de Argo, al incluir fotos reales que “daban fe” de que todo lo visto como ficción era poco menos que inapelable.
Los vínculos entre los trabajos de Stone y Affleck llegan incluso a un inesperado cruce fuera de la pantalla, en los propios escenarios de la realidad que ambas se arrogan el derecho de representar. Como se sabe, cuando Argo recibe el Oscar en marzo de 2013, su anuncio fue precedido por un discurso de Michelle Obama, entonces primera dama y estrella de uno de los momentos de mayor popularidad del gobierno de su marido, apuntalando con fuerza la teoría de que se trataba de un premio con un alto componente político. No deja de ser llamativo que el mismo sirviera para reconocer a una película cuyo relato es una eficaz glorificación del trabajo de la CIA y sus métodos de acción, apenas dos meses antes de que Snowden revelara lo más oscuro de la maquinaria de dicha central de inteligencia y otros organismos de la seguridad de los EE.UU., poniendo en jaque la credibilidad de uno de los gobiernos supuestamente más progresistas de la historia del país. ¿Coincidencia? ¿Paradoja? ¿Paranoia? Puede ser, pero puestos a imaginar teorías conspirativas, tal vez pueda decirse que el asunto, como todo en el mundo de la alta política y la intriga internacional, responde estrictamente al principio de causas y efectos.
Artículo publicadooriginalmente en la seección Espectáculos de Página/12.
viernes, 2 de diciembre de 2016
LIBROS - Centésimo aniversario de la muerte de Jack London: El escritor del lado salvaje
La influencia y el poder de un país no se mide solamente en los kilotones que acumulan en su arsenal nuclear ni en los millones de dólares que resguardan las bóvedas de sus bancos. La verdadera medida es muchas veces cultural y aunque no se puede mensurar con unidades de medida específicas, sino que se hace palpable en la capacidad de una nación de penetrar culturalmente a otros para ponerlos de su lado por resonancia simpática. Y si bien son muchos los ejemplos al respecto que acumula la historia universal, de Roma al Imperio Británico, el más contundente de todos es el de los Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX, aunque dicho período puede ampliarse a la centuria completa, incluso un poco antes también y sigue la cuenta. Si bien dicho poder se hizo muy evidente a partir de hitos como la expansión industrial de los estudios de cine en Hollywood o el surgimiento del rock and roll durante la primera década de la posguerra, lo cierto es que antes que eso los Estados Unidos ya eran hace rato una potencia literaria. Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne, Mark Twain o Ambrose Bierce son algunos de los más destacados autores que preformaron las letras estadounidenses. Dentro de ese grupo notable se destaca con extraordinaria luz propia el nombre de Jack London, a quien la brevedad de su vida (murió pocos meses después de cumplir 40 años) no le impidió construir una de las obras literarias más importantes de esa rica genealogía de escritores norteamericanos.
Nacido el 12 de junio de 1876 en San Francisco, y muerto hace exactamente 100 años, el 22 de noviembre de 1916, en la ciudad de Glen Ellen, la de London sigue siendo una figura que sigue mereciendo ser reconocida. Hijo de un astrólogo ambulante que se niega a reconocerlo, con un padre adoptivo que pasaba de un fracaso comercial a otro, el futuro escritor creció en un entorno de compañías poco recomendables. No tardó mucho el joven London en buscarse la vida por sus propios medios y fue así que acabó transitando por mil y un oficios antes de triunfar como escritor. Es por eso que su vida, tanto como su obra, son muy difíciles de abarcar en un breve artículo escrito para conmemorar el aniversario de su desaparición física. Sus escritos son tantos que actualmente sigue siendo incierto su número preciso, y su calidad es indiscutible, incluye desde piezas de gran popularidad, como Colmillo blanco, su novela más conocida, o La llamada de la selva, hasta un sinfin de relatos breves entre los cuales se destaca “Encender un fuego”. Pero antes de consagrar su vida a la literatura London fue marinero, empleado en un molino, buscador de oro, explorador y periodista, entre otras ocupaciones. De todas esas experiencias se nutrió más tarde su obra.
Aunque su figura ha quedado relacionada con la literatura para niños y adolescentes, a partir de la inclusión de Colmillo Blanco y otros de sus libros en incontables colecciones, como la inolvidable Robin Hood de tapas amarillas, Jack London es uno de los escritores más importantes del siglo XX, aun cuando su temprana muerte le permitió transitar apenas los tres primeros lustros del mismo. Y si bien este centésimo aniversario ha pasado un poco desapercibido, al menos acá en la Argentina, no está de más aprovechar la oportunidad para intentar conseguir nuevos lectores para sus inagotables historias.
Once cuentos de Klondike: Recuerdos de mi vida salvaje
Tras el estallido de una nueva fiebre del oro en América del Norte, luego de que algunos exploradores encontraran pequeñas vetas en los territorios casi vírgenes de Alaska y el Yukón, uno de los 125 mil hombres que en 1897 decidieron ir a probar suerte como buscadores de fortuna fue el joven Jack London, de apenas 21 años. En aquel momento el oficio de escritor todavía era para él un deseo por cumplir. Tampoco podía saber entonces que la mayor riqueza que hallaría en las heladas tierras del círculo ártico no sería la de las ansiadas pepitas doradas, sino un enorme catálogo de experiencias humanas con las que algunos años más tarde alimentaría buena parte de su extensa y fascinante obra literaria, una de las más importantes de las letras estadounidenses. El volumen Once cuentos de Klondike que acaba de publicar la editorial Eterna Cadencia reúne justamente once de los relatos que el autor ambientó en esa zona y durante aquella época, a partir de anécdotas y personajes que conoció durante su aventura.
Más allá de esos elementos que le dan cohesión a los textos seleccionados, en ellos es posible reconocer la magistral maquinaria narrativa que moviliza la obra de London. No son pocos los escritores especializados en el relato breve que han ensayado algunas reglas o consejos para potenciar la escritura del cuento. La mayoría de ellos coincide en la importancia que tienen las primeras oraciones del texto, que deben funcionar como herramienta para atrapar al lector en la red de la narración, para capturar su atención y convencerlo de que debe seguir con la lectura hasta el final. Cada uno de los primeros párrafos de los once cuentos que forman parte de esta antología son el ejemplo perfecto de cómo esta regla debe llevarse a la práctica. Tan eficaz es la forma en que London imagina y luego articula sus cuentos, que no pocas veces le alcanza con la primera oración para tener al lector comiendo de la palma de su mano.
“Aplastándola, Fortune La Pearle se abrió camino a través de la nieve, resoplando, esforzándose, maldiciendo su suerte, maldiciendo a Alaska, a Nome, a los naipes y al hombre que había experimentado su cuchillo”. De esta manera comienza el cuento “Lo que hace que los hombres recuerden” y en estas tres o cuatro líneas no sólo está todo lo necesario para entender qué es lo que pasa en la historia que está a punto de ser narrada, sino todo lo necesario para hacer que un buen lector no levante sus ojos del libro. Un hombre que huye sobre la nieve con dificultad luego de haber atacado a alguien con su cuchillo, posiblemente en medio de una mano de póker. ¿Pero por qué lo habrá atacado y por qué se arrepiente de su viaje a Alaska y de su suerte toda? Preguntas que aparecen y obligan a querer saber un poco más.
El comienzo del siguiente cuento, “El hombre del tajo”, es como una puñalada en el aire que pone alerta al lector: “Jacob Kent había sufrido de codicia todos los días de su vida”, escribe London y es imposible dejar de imaginar cómo habrán sido todos los días de esa vida o qué tipo de ser humano es capaz de merecer semejante castigo. En “El desprestigiado” London llega con la síntesis al extremo de la eficiencia y con sólo tres palabras se las arregla para intrigar. “Era el fin”, escribe, y es inevitable no reconocer la osadía de empezar un cuento anunciando con las primeras tres palabras que en realidad lo que va a contar es el final de la historia. Y no queda más que imaginar y las ganas de seguir leyendo.
La antología, con la traducción y las oportunas notas de Jorge Fondebrider, se cierra con “Encender un fuego”, un clásico y tal vez el cuento más famoso de London, en el que narra la desesperación de un explorador por encender una hoguera mientras comienza a darse cuenta que se está muriendo congelado. En cada uno de estos once cuentos de Klondike la muerte está presente, en estado de latencia, envolviendo a sus protagonistas como un velo muy tenue, al que sin embargo es posible ver muy claramente. Tal vez porque, a partir de su propia experiencia, London haya podido comprobar que la muerte puede volverse una contingencia repentina y brutal (pero nunca inesperada) cuando el hombre civilizado decide exponerse a la realidad inclemente de la vida salvaje.
Knock Out - Tres historias de boxeo: Escrito con los puños
“Todo lo que sé, Genevieve, es que te sientes bien en el ring cuando haces lo que quieres con un hombre, cuando sabes que ese hombre tenía en cada guante un golpe listo para tí y que no le diste la menor oportunidad de pegarte, cuando eres tu el que le pega con tu golpe favorito y que está acabado, que está ahí y lo puedes liquidar mientras el árbitro hace el conteo, mientras la sala aúlla y sabes que eres el mejor, y que peleaste bien y que ganaste porque eras el mejor…”. Con estas palabras describe Joe al boxeo, su oficio, cuando su novia Genevieve le dice que no entiende cuál es el gusto que le encuentra al asunto. El fragmento pertenece a “El combate”, uno de los tres cuentos de Jack London incluidos en la exquisita antología Knock Out – Tres historias de boxeo, publicada por la editorial Libros del Zorro. La misma incluye, además de los textos del escritor norteamericano, una serie de ilustraciones no menos exquisitas de ese gran artista que es Enrique Breccia, que le hacen honor a la fabulosa pluma de London.
Como lo indica el título del libro, se trata de tres historias ambientadas en el universo del boxeo a comienzos del siglo XX, cuando el deporte de los puños ya había abandonado su carácter clandestino, pero todavía mantenía algunas reglas verdaderamente salvajes. Los combates se extendían hasta los 20 rounds y al derribar a su oponente cada boxeador no estaba obligado a retirarse a un rincón neutral, sino que podía esperar a que el árbitro completara la cuenta de protección justo al lado del caído, para poder comenzar a pegarle ni bien se parara. De toda esa brutalidad dan cuenta estos tres relatos casi de manera documental.
Sin embargo London no se escandaliza ni impugna al box como disciplina, sino que prefiere utilizarlo para encontrar en sus escenarios algunas muestras de otras miserias humanas, que son las que verdaderamente preocupaban al escritor. De larga militancia socialista, London elige como protagonistas a los boxeadores de clase baja (en una época donde todavía el box era un deporte frecuentado por dandis y nenes bien) o a los que ya han dejado atrás sus mejores años, permitiendo que a través de ellos se filtre su mirada sobre el mundo y la época que le tocaron vivir.
Bajo el título de “Un bistec”, el primero de los tres relatos narra la contienda que un boxeador cuarentón y venido a menos debe realizar frente a un oponente 20 años más joven y en la plenitud de su capacidad física. A London le gustan los héroes trágicos y en ese molde encaja perfectamente el “viejo” Tom King, dispuesto a no convertirse en un escalón sencillo en la carrera ascendente de su rival. Ya se ha dicho que, para la forma en que London entiende al mundo, el salvajismo y la crueldad no residen en el boxeo. En cambio elige recargar su mirada sobre el hambre de su protagonista, esposo y padre de dos hijos a los que ha dejado esa noche en casa, mandándolos a la cama sin comer, porque hace días no tiene ni un centavo para comprar comida. Tom King se pasa toda la pelea lamentándose por no tener para un buen pedazo de carne y a medida que las fuerzas lo van abandonando, la falta de ese bocado ausente comienza a martillarle el espíritu. London reconoce el verdadero drama que se desarrolla en torno de ese combate deportivo, el drama humano de un mundo injusto, de una sociedad en la que los perdedores son la mayoría.
El siguiente cuento representa de manera aún más explícita la mirada política e ideológica de London sobre la sociedad en la que le toca vivir. Titulado “El mexicano”, este cuento narra la historia de un joven que se acerca a uno de los comités que los revolucionarios mexicanos en el exilio tenían en la ciudad de Los Ángeles, para colaborar espontáneamente con la causa. Aunque los capitostes del movimiento desconfían de este desconocido silencioso y retraído, pronto el muchacho comienza a convertirse en la solución para diversos problemas económicos que van surgiendo de la actividad política. El cuento utiliza como escenario el de las organizaciones socialistas con las que el propio London simpatizaba y vuelve a aprovechar la bestialidad formal del boxeo para retratar la auténtica barbarie, la más atroz: la de las desigualdades entre las personas. Y reconocer, de paso, la nobleza de quienes sostienen ideales altruistas.
La peste escarlata: Una fantasía con color político
La porción más conocida de la obra de Jack London, aquella que incluye a la novela Colmillo Blanco y la mayoría de sus cuentos, tiene un perfil más bien realista, aunque en no pocos momentos sus bordes se aproximen bastante a lo fantástico. Es por eso que su cuento largo La peste escarlata puede resultar sorprendente. Se trata de un relato distópico ambientado en un mundo posapocalíptico a mediados del siglo XXI, en el que la humanidad ha sido diezmada por una enfermedad extraña surgida en el año 2013. Los pocos seres humanos que quedan, la mayoría de ellos niños y adolescentes, viven en un estado de semisalvajismo y en una sociedad que en su organización y cultura ha retrocedido a los niveles de la Edad Media. En ese universo un anciano les cuenta a su nieto y a sus amigos la historia de cómo era aquel antiguo mundo moderno.
Con un argumento que parece más propio de la obra del inglés H. G. Wells, La peste escarlata representa un ejemplo de la literatura fantástica muy próximo a lo que más tarde sería llamado ciencia ficción. London abunda en detalles, imaginando un mundo futuro muy parecido al mundo actual, en el que aviones y automóviles son medios de transporte masivos, en el que las telecomunicaciones forman parte de la vida cotidiana, imaginando megaciudades repletas e incluso casi acierta en el cálculo de la cantidad de habitantes que el mundo tendría a comienzos del siglo XXI (ocho mil millones de personas en el censo de 2010, arriesga London).
Su mirada política de la realidad vuelve a ser la que orienta el sentido del relato. London traza con bastante precisión el recorrido que el capitalismo hará en el tiempo, describiendo una sociedad en la que una clase privilegiada vive en un mundo de abundancia, que es sostenido por una casta servil dispuesta a trabajar para ellos. Casi como si se tratara de un relato religioso regido por la dualidad del bien y el mal, la llegada de la mentada peste escarlata es de algún modo una forma de castigo natural para una sociedad que en su progreso ha ido más allá de los límites éticos. London escribe: “Nosotros, los miembros de la clase dominante, poseíamos todas las tierras, todas las máquinas, todo. Los encargados de conseguir los alimentos eran nuestros esclavos. Nos quedábamos con casi toda la comida que conseguían y les dejábamos un poco para que comieran y trabajaran y nos consiguieran más comida. […] Si alguno […] no hacía su trabajo, lo castigábamos u obligábamos a morir de hambre. Y pocos llegaban a esa situación. Preferían conseguirnos comida y hacernos ropa y…”. Cualquier similitud con el mundo actual no parece mera coincidencia, sino un análisis inteligente y crítico que el escritor realiza de su propia realidad.
La edición de La peste escarlata realizada por Libros del Zorro Rojo es digna de una obra tan infrecuente. La misma cuenta con traducción de Marcial Souto y es acompañada con ilustraciones de Luis Scafati. Dichas imágenes resultan un oportuno complemento del texto de London, registrando las decadentes escenas de aquel mundo que comenzaba a desaparecer para darle paso a un salvajismo 2.0, posibilidad de la cual el mundo actual no se encuentra a salvo. Porque si de algo nunca se aleja la humanidad es del peligro de disparar su propia extinción. En ese sentido, el trabajo de London representa un extraordinario ejercicio de autocrítica en clave fantástica.
Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar.
Nacido el 12 de junio de 1876 en San Francisco, y muerto hace exactamente 100 años, el 22 de noviembre de 1916, en la ciudad de Glen Ellen, la de London sigue siendo una figura que sigue mereciendo ser reconocida. Hijo de un astrólogo ambulante que se niega a reconocerlo, con un padre adoptivo que pasaba de un fracaso comercial a otro, el futuro escritor creció en un entorno de compañías poco recomendables. No tardó mucho el joven London en buscarse la vida por sus propios medios y fue así que acabó transitando por mil y un oficios antes de triunfar como escritor. Es por eso que su vida, tanto como su obra, son muy difíciles de abarcar en un breve artículo escrito para conmemorar el aniversario de su desaparición física. Sus escritos son tantos que actualmente sigue siendo incierto su número preciso, y su calidad es indiscutible, incluye desde piezas de gran popularidad, como Colmillo blanco, su novela más conocida, o La llamada de la selva, hasta un sinfin de relatos breves entre los cuales se destaca “Encender un fuego”. Pero antes de consagrar su vida a la literatura London fue marinero, empleado en un molino, buscador de oro, explorador y periodista, entre otras ocupaciones. De todas esas experiencias se nutrió más tarde su obra.
Aunque su figura ha quedado relacionada con la literatura para niños y adolescentes, a partir de la inclusión de Colmillo Blanco y otros de sus libros en incontables colecciones, como la inolvidable Robin Hood de tapas amarillas, Jack London es uno de los escritores más importantes del siglo XX, aun cuando su temprana muerte le permitió transitar apenas los tres primeros lustros del mismo. Y si bien este centésimo aniversario ha pasado un poco desapercibido, al menos acá en la Argentina, no está de más aprovechar la oportunidad para intentar conseguir nuevos lectores para sus inagotables historias.
Once cuentos de Klondike: Recuerdos de mi vida salvaje
Tras el estallido de una nueva fiebre del oro en América del Norte, luego de que algunos exploradores encontraran pequeñas vetas en los territorios casi vírgenes de Alaska y el Yukón, uno de los 125 mil hombres que en 1897 decidieron ir a probar suerte como buscadores de fortuna fue el joven Jack London, de apenas 21 años. En aquel momento el oficio de escritor todavía era para él un deseo por cumplir. Tampoco podía saber entonces que la mayor riqueza que hallaría en las heladas tierras del círculo ártico no sería la de las ansiadas pepitas doradas, sino un enorme catálogo de experiencias humanas con las que algunos años más tarde alimentaría buena parte de su extensa y fascinante obra literaria, una de las más importantes de las letras estadounidenses. El volumen Once cuentos de Klondike que acaba de publicar la editorial Eterna Cadencia reúne justamente once de los relatos que el autor ambientó en esa zona y durante aquella época, a partir de anécdotas y personajes que conoció durante su aventura.
Más allá de esos elementos que le dan cohesión a los textos seleccionados, en ellos es posible reconocer la magistral maquinaria narrativa que moviliza la obra de London. No son pocos los escritores especializados en el relato breve que han ensayado algunas reglas o consejos para potenciar la escritura del cuento. La mayoría de ellos coincide en la importancia que tienen las primeras oraciones del texto, que deben funcionar como herramienta para atrapar al lector en la red de la narración, para capturar su atención y convencerlo de que debe seguir con la lectura hasta el final. Cada uno de los primeros párrafos de los once cuentos que forman parte de esta antología son el ejemplo perfecto de cómo esta regla debe llevarse a la práctica. Tan eficaz es la forma en que London imagina y luego articula sus cuentos, que no pocas veces le alcanza con la primera oración para tener al lector comiendo de la palma de su mano.
“Aplastándola, Fortune La Pearle se abrió camino a través de la nieve, resoplando, esforzándose, maldiciendo su suerte, maldiciendo a Alaska, a Nome, a los naipes y al hombre que había experimentado su cuchillo”. De esta manera comienza el cuento “Lo que hace que los hombres recuerden” y en estas tres o cuatro líneas no sólo está todo lo necesario para entender qué es lo que pasa en la historia que está a punto de ser narrada, sino todo lo necesario para hacer que un buen lector no levante sus ojos del libro. Un hombre que huye sobre la nieve con dificultad luego de haber atacado a alguien con su cuchillo, posiblemente en medio de una mano de póker. ¿Pero por qué lo habrá atacado y por qué se arrepiente de su viaje a Alaska y de su suerte toda? Preguntas que aparecen y obligan a querer saber un poco más.
El comienzo del siguiente cuento, “El hombre del tajo”, es como una puñalada en el aire que pone alerta al lector: “Jacob Kent había sufrido de codicia todos los días de su vida”, escribe London y es imposible dejar de imaginar cómo habrán sido todos los días de esa vida o qué tipo de ser humano es capaz de merecer semejante castigo. En “El desprestigiado” London llega con la síntesis al extremo de la eficiencia y con sólo tres palabras se las arregla para intrigar. “Era el fin”, escribe, y es inevitable no reconocer la osadía de empezar un cuento anunciando con las primeras tres palabras que en realidad lo que va a contar es el final de la historia. Y no queda más que imaginar y las ganas de seguir leyendo.
La antología, con la traducción y las oportunas notas de Jorge Fondebrider, se cierra con “Encender un fuego”, un clásico y tal vez el cuento más famoso de London, en el que narra la desesperación de un explorador por encender una hoguera mientras comienza a darse cuenta que se está muriendo congelado. En cada uno de estos once cuentos de Klondike la muerte está presente, en estado de latencia, envolviendo a sus protagonistas como un velo muy tenue, al que sin embargo es posible ver muy claramente. Tal vez porque, a partir de su propia experiencia, London haya podido comprobar que la muerte puede volverse una contingencia repentina y brutal (pero nunca inesperada) cuando el hombre civilizado decide exponerse a la realidad inclemente de la vida salvaje.
Knock Out - Tres historias de boxeo: Escrito con los puños
“Todo lo que sé, Genevieve, es que te sientes bien en el ring cuando haces lo que quieres con un hombre, cuando sabes que ese hombre tenía en cada guante un golpe listo para tí y que no le diste la menor oportunidad de pegarte, cuando eres tu el que le pega con tu golpe favorito y que está acabado, que está ahí y lo puedes liquidar mientras el árbitro hace el conteo, mientras la sala aúlla y sabes que eres el mejor, y que peleaste bien y que ganaste porque eras el mejor…”. Con estas palabras describe Joe al boxeo, su oficio, cuando su novia Genevieve le dice que no entiende cuál es el gusto que le encuentra al asunto. El fragmento pertenece a “El combate”, uno de los tres cuentos de Jack London incluidos en la exquisita antología Knock Out – Tres historias de boxeo, publicada por la editorial Libros del Zorro. La misma incluye, además de los textos del escritor norteamericano, una serie de ilustraciones no menos exquisitas de ese gran artista que es Enrique Breccia, que le hacen honor a la fabulosa pluma de London.
Como lo indica el título del libro, se trata de tres historias ambientadas en el universo del boxeo a comienzos del siglo XX, cuando el deporte de los puños ya había abandonado su carácter clandestino, pero todavía mantenía algunas reglas verdaderamente salvajes. Los combates se extendían hasta los 20 rounds y al derribar a su oponente cada boxeador no estaba obligado a retirarse a un rincón neutral, sino que podía esperar a que el árbitro completara la cuenta de protección justo al lado del caído, para poder comenzar a pegarle ni bien se parara. De toda esa brutalidad dan cuenta estos tres relatos casi de manera documental.
Sin embargo London no se escandaliza ni impugna al box como disciplina, sino que prefiere utilizarlo para encontrar en sus escenarios algunas muestras de otras miserias humanas, que son las que verdaderamente preocupaban al escritor. De larga militancia socialista, London elige como protagonistas a los boxeadores de clase baja (en una época donde todavía el box era un deporte frecuentado por dandis y nenes bien) o a los que ya han dejado atrás sus mejores años, permitiendo que a través de ellos se filtre su mirada sobre el mundo y la época que le tocaron vivir.
Bajo el título de “Un bistec”, el primero de los tres relatos narra la contienda que un boxeador cuarentón y venido a menos debe realizar frente a un oponente 20 años más joven y en la plenitud de su capacidad física. A London le gustan los héroes trágicos y en ese molde encaja perfectamente el “viejo” Tom King, dispuesto a no convertirse en un escalón sencillo en la carrera ascendente de su rival. Ya se ha dicho que, para la forma en que London entiende al mundo, el salvajismo y la crueldad no residen en el boxeo. En cambio elige recargar su mirada sobre el hambre de su protagonista, esposo y padre de dos hijos a los que ha dejado esa noche en casa, mandándolos a la cama sin comer, porque hace días no tiene ni un centavo para comprar comida. Tom King se pasa toda la pelea lamentándose por no tener para un buen pedazo de carne y a medida que las fuerzas lo van abandonando, la falta de ese bocado ausente comienza a martillarle el espíritu. London reconoce el verdadero drama que se desarrolla en torno de ese combate deportivo, el drama humano de un mundo injusto, de una sociedad en la que los perdedores son la mayoría.
El siguiente cuento representa de manera aún más explícita la mirada política e ideológica de London sobre la sociedad en la que le toca vivir. Titulado “El mexicano”, este cuento narra la historia de un joven que se acerca a uno de los comités que los revolucionarios mexicanos en el exilio tenían en la ciudad de Los Ángeles, para colaborar espontáneamente con la causa. Aunque los capitostes del movimiento desconfían de este desconocido silencioso y retraído, pronto el muchacho comienza a convertirse en la solución para diversos problemas económicos que van surgiendo de la actividad política. El cuento utiliza como escenario el de las organizaciones socialistas con las que el propio London simpatizaba y vuelve a aprovechar la bestialidad formal del boxeo para retratar la auténtica barbarie, la más atroz: la de las desigualdades entre las personas. Y reconocer, de paso, la nobleza de quienes sostienen ideales altruistas.
La peste escarlata: Una fantasía con color político
La porción más conocida de la obra de Jack London, aquella que incluye a la novela Colmillo Blanco y la mayoría de sus cuentos, tiene un perfil más bien realista, aunque en no pocos momentos sus bordes se aproximen bastante a lo fantástico. Es por eso que su cuento largo La peste escarlata puede resultar sorprendente. Se trata de un relato distópico ambientado en un mundo posapocalíptico a mediados del siglo XXI, en el que la humanidad ha sido diezmada por una enfermedad extraña surgida en el año 2013. Los pocos seres humanos que quedan, la mayoría de ellos niños y adolescentes, viven en un estado de semisalvajismo y en una sociedad que en su organización y cultura ha retrocedido a los niveles de la Edad Media. En ese universo un anciano les cuenta a su nieto y a sus amigos la historia de cómo era aquel antiguo mundo moderno.
Con un argumento que parece más propio de la obra del inglés H. G. Wells, La peste escarlata representa un ejemplo de la literatura fantástica muy próximo a lo que más tarde sería llamado ciencia ficción. London abunda en detalles, imaginando un mundo futuro muy parecido al mundo actual, en el que aviones y automóviles son medios de transporte masivos, en el que las telecomunicaciones forman parte de la vida cotidiana, imaginando megaciudades repletas e incluso casi acierta en el cálculo de la cantidad de habitantes que el mundo tendría a comienzos del siglo XXI (ocho mil millones de personas en el censo de 2010, arriesga London).
Su mirada política de la realidad vuelve a ser la que orienta el sentido del relato. London traza con bastante precisión el recorrido que el capitalismo hará en el tiempo, describiendo una sociedad en la que una clase privilegiada vive en un mundo de abundancia, que es sostenido por una casta servil dispuesta a trabajar para ellos. Casi como si se tratara de un relato religioso regido por la dualidad del bien y el mal, la llegada de la mentada peste escarlata es de algún modo una forma de castigo natural para una sociedad que en su progreso ha ido más allá de los límites éticos. London escribe: “Nosotros, los miembros de la clase dominante, poseíamos todas las tierras, todas las máquinas, todo. Los encargados de conseguir los alimentos eran nuestros esclavos. Nos quedábamos con casi toda la comida que conseguían y les dejábamos un poco para que comieran y trabajaran y nos consiguieran más comida. […] Si alguno […] no hacía su trabajo, lo castigábamos u obligábamos a morir de hambre. Y pocos llegaban a esa situación. Preferían conseguirnos comida y hacernos ropa y…”. Cualquier similitud con el mundo actual no parece mera coincidencia, sino un análisis inteligente y crítico que el escritor realiza de su propia realidad.
La edición de La peste escarlata realizada por Libros del Zorro Rojo es digna de una obra tan infrecuente. La misma cuenta con traducción de Marcial Souto y es acompañada con ilustraciones de Luis Scafati. Dichas imágenes resultan un oportuno complemento del texto de London, registrando las decadentes escenas de aquel mundo que comenzaba a desaparecer para darle paso a un salvajismo 2.0, posibilidad de la cual el mundo actual no se encuentra a salvo. Porque si de algo nunca se aleja la humanidad es del peligro de disparar su propia extinción. En ese sentido, el trabajo de London representa un extraordinario ejercicio de autocrítica en clave fantástica.
Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar.
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CINE - "La Noche", de Edgardo Castro: El corazón de un laberinto
Tour de force: esta expresión es apropiada para definir a La noche, debut como director del actor Edgardo Castro. Tomada del francés, la frase es traducida por la Real Academia como “acción difícil cuya realización exige gran esfuerzo y habilidad” y también como “demostración de fuerza, poder o destreza”. Ambas acepciones le calzan perfecto a este trabajo en el que Castro realiza un registro detallado de la vida de Martín y Guada, sus dos protagonistas, siguiéndolos en el frenesí de sus desbordes nocturnos (que son muchos, variados y riesgosos), pero también en la rutina de lo cotidiano. Aunque la expresión suele utilizarse para definir la obra de un artista, en especial las narrativas o dramáticas, esta vez también sirve para describir la experiencia del espectador. Para ello es necesario tomarse una licencia respecto de la traducción correcta de la frase, para permitirse el abuso de lo literal. Porque La noche ciertamente puede ser para los espectadores un paseo forzado por esa versión moderna de Sodoma y Gomorra en que se convierten las grandes ciudades como Buenos Aires cuando cae el sol.
Es que Martín, interpretado por el propio Castro con un compromiso físico y emocional absoluto, ha elegido para sí el camino del exceso y en su recorrida por la vida nocturna parece no tener límite alguno. Con inteligencia, Castro plantea la estructura del relato como un crescendo en el que siempre encuentra una forma para ir unos escalones más abajo en su descenso. El film comienza con Martín ordenando un poco su casa y preparándose para salir. En la escena siguiente se encuentra con un taxi boy y con él pasará la noche en un hotelito más parecido a una pensión familiar que a un albergue transitorio. Por un lado La noche es un retrato de autodestrucción que no se permite el lujo de la elipsis, y Castro no se priva de registrar completa y en detalle la sesión de sexo oral que los dos hombres tienen antes de quedarse abrazados sobre la cama. La película transpira una realidad que nunca cede a la tentación de la fantasía tranquilizadora de la belleza quirúrgica del canon publicitario. Entonces su taxi boy es un chico con tonada de provincia, más parecido a cualquiera de los que a la mañana temprano van al trabajo en tren, subte o colectivo, que a Channing Tatum o Mark Wahlberg.
A pesar de su crudeza, en esta primera parada del recorrido de Martín también se puede reconocer al espectro cálido de la ternura, elemento que Castro interpone cada tanto en el camino de la sordidez. Aunque esa ternura aparece a lo largo de todo el relato, nunca llega a ser un alivio, sino más bien un rellano en el que se puede parar a tomar un poco de aire antes de que el próximo empujón vuelva a hacer que Martín siga rodando escaleras abajo. Una boite en la que un stripper musculoso y una travesti vieja realizan una performance sexual; baños diminutos en los que se toma merca de parado y amontonado con otros que se chupan ahí nomás, sin disimulo; un telo grasoso en el que Martín y su amiga Guada, una travesti que trabaja de puta, comparten la cama con otro tipo al que acaban de conocer; la casa de un amigo en donde se enfiestan con una mujer también desconocida; más merca, más alcohol, más coger en cualquier parte y con el primero que se cruce, hasta que el cuerpo aguante. Que no es mucho. Castro tampoco elude el retrato de las madrugadas en las que Martín vuelve a casa a los tumbos, hasta quedar inconsciente en la escalera.
Aunque todo lo anterior (y más) ocupa la porción mayoritaria de La noche, Castro también se detiene en el vínculo de Martín y Guada, que parece ser para ambos el único punto de contacto genuino y profundo con el mundo. Si la compulsión y el desenfreno son obstáculos que ahogan el deseo verdadero, esos encuentros entre los protagonistas (que no van más allá de un paseo de compras por el Once o de sentarse a comer pizza al mediodía) representan la puesta en acto de ese mismo deseo silenciado. En esos intervalos vuelve a habitar aquella ternura y siguiendo su huella se llega hasta la coda, breve, poderosa y final, que permite releer a La noche ya no como descenso infernal, sino como lo opuesto. Un recorrido a través de un laberinto en el que el director guía a sus personajes hasta que por fin encuentran la salida. Recién ahí, en una inédita muestra de pudor, Castro apaga la cámara y les permite quedarse solos, ojalá que para siempre.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Es que Martín, interpretado por el propio Castro con un compromiso físico y emocional absoluto, ha elegido para sí el camino del exceso y en su recorrida por la vida nocturna parece no tener límite alguno. Con inteligencia, Castro plantea la estructura del relato como un crescendo en el que siempre encuentra una forma para ir unos escalones más abajo en su descenso. El film comienza con Martín ordenando un poco su casa y preparándose para salir. En la escena siguiente se encuentra con un taxi boy y con él pasará la noche en un hotelito más parecido a una pensión familiar que a un albergue transitorio. Por un lado La noche es un retrato de autodestrucción que no se permite el lujo de la elipsis, y Castro no se priva de registrar completa y en detalle la sesión de sexo oral que los dos hombres tienen antes de quedarse abrazados sobre la cama. La película transpira una realidad que nunca cede a la tentación de la fantasía tranquilizadora de la belleza quirúrgica del canon publicitario. Entonces su taxi boy es un chico con tonada de provincia, más parecido a cualquiera de los que a la mañana temprano van al trabajo en tren, subte o colectivo, que a Channing Tatum o Mark Wahlberg.
A pesar de su crudeza, en esta primera parada del recorrido de Martín también se puede reconocer al espectro cálido de la ternura, elemento que Castro interpone cada tanto en el camino de la sordidez. Aunque esa ternura aparece a lo largo de todo el relato, nunca llega a ser un alivio, sino más bien un rellano en el que se puede parar a tomar un poco de aire antes de que el próximo empujón vuelva a hacer que Martín siga rodando escaleras abajo. Una boite en la que un stripper musculoso y una travesti vieja realizan una performance sexual; baños diminutos en los que se toma merca de parado y amontonado con otros que se chupan ahí nomás, sin disimulo; un telo grasoso en el que Martín y su amiga Guada, una travesti que trabaja de puta, comparten la cama con otro tipo al que acaban de conocer; la casa de un amigo en donde se enfiestan con una mujer también desconocida; más merca, más alcohol, más coger en cualquier parte y con el primero que se cruce, hasta que el cuerpo aguante. Que no es mucho. Castro tampoco elude el retrato de las madrugadas en las que Martín vuelve a casa a los tumbos, hasta quedar inconsciente en la escalera.
Aunque todo lo anterior (y más) ocupa la porción mayoritaria de La noche, Castro también se detiene en el vínculo de Martín y Guada, que parece ser para ambos el único punto de contacto genuino y profundo con el mundo. Si la compulsión y el desenfreno son obstáculos que ahogan el deseo verdadero, esos encuentros entre los protagonistas (que no van más allá de un paseo de compras por el Once o de sentarse a comer pizza al mediodía) representan la puesta en acto de ese mismo deseo silenciado. En esos intervalos vuelve a habitar aquella ternura y siguiendo su huella se llega hasta la coda, breve, poderosa y final, que permite releer a La noche ya no como descenso infernal, sino como lo opuesto. Un recorrido a través de un laberinto en el que el director guía a sus personajes hasta que por fin encuentran la salida. Recién ahí, en una inédita muestra de pudor, Castro apaga la cámara y les permite quedarse solos, ojalá que para siempre.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 1 de diciembre de 2016
CINE - "Capitán Fantástico" (Captain Fantastic), de Matt Ross: Lo emotivo sobre la política
No es sencillo encarar un texto sobre Capitán Fantástico, segundo trabajo como director del actor Matt Ross. Sobre todo porque, aunque no es una película política, el cineasta (que también es el guionista) pone en acción dos miradas contrapuestas del mundo y, como si se tratara de un experimento social, se juega a llevar una de ellas al extremo para ver qué es lo que pasa. Justamente ese juego de exageración hace que sea muy cómodo atacar a la película, tanto sea por izquierda como por derecha. Porque es cierto que este procedimiento de magnificación puede hacer que sus personajes sean vistos como criaturas un poco grotescas, de las que sería muy fácil burlarse. La tentación del camino más corto. Lo más arduo, el camino más largo pero a la vez el más rico a la hora de aceptar el viaje cinematográfico que propone Capitán Fantástico, es intentar superar esa primera capa superficial de literalidad para poder desmenuzar la carne que está debajo, siempre protegida por la piel del relato.
"¡Es la utopía, estúpido!". Así podría resumirse el plot de Capitán Fantástico, parafraseando aquella famosa frase de campaña de Bill Clinton. Ben (Viggo Mortensen) es un idealista antisistema, un fruto de la cultura hippie globalifóbica, cuya gran obra es haber construido junto a su mujer un mundo privado para sus seis hijos. Un mundo al margen de la civilización occidental, pero del lado de adentro del margen. Porque si bien viven aislados en una granja autosustentable en medio del bosque, minimizando el contacto cotidiano con el exterior y produciendo el alimento y la energía básica que consumen, también se nutren de las obras de grandes escritores, pensadores y científicos para sostener la crianza de los seis chicos. Que, por supuesto, no van a la escuela, sino que reciben una educación libre de manos de sus propios padres. El punto débil de semejante quimera naturalista es no puede prescindir de cierta tecnología del exterior y el colapso llega cuando esta se hace indispensable. La internación de la madre de los chicos en un hospital por un problema grave de salud deja expuesto ese flanco vulnerable.
Dicha situación obliga a la familia a un inédito contacto social que genera escenarios de tensión con la hermana y los suegros de Ben, quienes no entienden la obstinación de su marginalidad. Pero también da pie a situaciones graciosas surgidas del choque cultural entre esa familia que en lugar de la navidad celebra el cumpleaños de Noam Chomsky, y el mundo del consumo y el capital. Una fotografía prístina y cargada de colores saturados, gentileza de Stéphane Fontaine, le proporciona a la historia un marco cálido y siempre luminoso, cuya principal virtud es la de adaptarse camaleónicamente a esos múltiples paisajes emotivos, muchas veces opuestos, que la película hace desfilar por la pantalla. Su paleta tecnicolor y la luz abundante con que riega cada cuadro parecen replicar desde la imagen el universo ambiguo, a la vez abierto y cerrado, en el que viven Ben y sus hijos, encapsulando las escenas dentro de una bola cristalina en la que hasta el elemento más mínimo puede ser apreciado en detalle, permitiendo la ilusión de una mirada omnisciente. Se pueden apostar algunas fichas a nombre de Fontaine y su posible candidatura a los Oscars, que si no le llega por este trabajo tal vez sí por su participación en Elle, del holandés Paul Veerhoven, o por Jackie, del chileno Pablo Larraín, tres películas que dieron mucho que hablar durante este 2016 que llega a su fin.
Capitán Fantástico puede ser vista como una alegoría que en tono de fábula ilustra algunos aspectos básicos de viejas disputas políticas, reactualizadas por la muerte de Fidel Castro. Pero si fuera solamente eso se trataría de un film burdo y mediocre. Por suerte el ingenioso marco del relato es aprovechado para hablar sobre todo de los vínculos familiares y de las tramas invisibles que debajo de ellos va tejiendo lo que no es dicho. Una película sobre el valor de la palabra, en la que el silencio no siempre es salud. Hay dolor acumulado en los años de silencio que separan a Ben de su familia y de la de su esposa. Hay dolor en esos chicos educados en una confusa libertad, pero a quienes su padre no les dice ni un "te amo" ni un "te quiero" a lo largo de toda la película. Ross se hace cargo del desafío que su propio guión propone y aunque no siempre sale del todo airoso, consigue compartir de manera genuina sus dudas y sentimientos al respecto.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
"¡Es la utopía, estúpido!". Así podría resumirse el plot de Capitán Fantástico, parafraseando aquella famosa frase de campaña de Bill Clinton. Ben (Viggo Mortensen) es un idealista antisistema, un fruto de la cultura hippie globalifóbica, cuya gran obra es haber construido junto a su mujer un mundo privado para sus seis hijos. Un mundo al margen de la civilización occidental, pero del lado de adentro del margen. Porque si bien viven aislados en una granja autosustentable en medio del bosque, minimizando el contacto cotidiano con el exterior y produciendo el alimento y la energía básica que consumen, también se nutren de las obras de grandes escritores, pensadores y científicos para sostener la crianza de los seis chicos. Que, por supuesto, no van a la escuela, sino que reciben una educación libre de manos de sus propios padres. El punto débil de semejante quimera naturalista es no puede prescindir de cierta tecnología del exterior y el colapso llega cuando esta se hace indispensable. La internación de la madre de los chicos en un hospital por un problema grave de salud deja expuesto ese flanco vulnerable.
Dicha situación obliga a la familia a un inédito contacto social que genera escenarios de tensión con la hermana y los suegros de Ben, quienes no entienden la obstinación de su marginalidad. Pero también da pie a situaciones graciosas surgidas del choque cultural entre esa familia que en lugar de la navidad celebra el cumpleaños de Noam Chomsky, y el mundo del consumo y el capital. Una fotografía prístina y cargada de colores saturados, gentileza de Stéphane Fontaine, le proporciona a la historia un marco cálido y siempre luminoso, cuya principal virtud es la de adaptarse camaleónicamente a esos múltiples paisajes emotivos, muchas veces opuestos, que la película hace desfilar por la pantalla. Su paleta tecnicolor y la luz abundante con que riega cada cuadro parecen replicar desde la imagen el universo ambiguo, a la vez abierto y cerrado, en el que viven Ben y sus hijos, encapsulando las escenas dentro de una bola cristalina en la que hasta el elemento más mínimo puede ser apreciado en detalle, permitiendo la ilusión de una mirada omnisciente. Se pueden apostar algunas fichas a nombre de Fontaine y su posible candidatura a los Oscars, que si no le llega por este trabajo tal vez sí por su participación en Elle, del holandés Paul Veerhoven, o por Jackie, del chileno Pablo Larraín, tres películas que dieron mucho que hablar durante este 2016 que llega a su fin.
Capitán Fantástico puede ser vista como una alegoría que en tono de fábula ilustra algunos aspectos básicos de viejas disputas políticas, reactualizadas por la muerte de Fidel Castro. Pero si fuera solamente eso se trataría de un film burdo y mediocre. Por suerte el ingenioso marco del relato es aprovechado para hablar sobre todo de los vínculos familiares y de las tramas invisibles que debajo de ellos va tejiendo lo que no es dicho. Una película sobre el valor de la palabra, en la que el silencio no siempre es salud. Hay dolor acumulado en los años de silencio que separan a Ben de su familia y de la de su esposa. Hay dolor en esos chicos educados en una confusa libertad, pero a quienes su padre no les dice ni un "te amo" ni un "te quiero" a lo largo de toda la película. Ross se hace cargo del desafío que su propio guión propone y aunque no siempre sale del todo airoso, consigue compartir de manera genuina sus dudas y sentimientos al respecto.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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