Y un día, por fin, a Peter Jackson se le acabó el curro Tolkien. O eso parece, por ahora. Después de haber sorprendido a los fanáticos de la famosa Saga del Anillo reproduciendo de manera obediente los tres libros que la componen, ahora llega La batalla de los cinco ejércitos, la tercera y última parte de su (como siempre) desmesurada adaptación de la novela El Hobbit, un volumen único que el director, pícaro para el negocio, decidió multiplicar por tres. Ya se sabe: todo bicho que camina se convierte en trilogía y las ganancias también se multiplican. De hecho las cinco películas anteriores basadas en la epopeya mítica del escritor británico llevan recaudados casi cinco mil millones de dólares en todo el mundo. Se espera que esta pieza que cierra la serie le haga honor al hiperbólico promedio.
Fiel a la costumbre iniciada por el mismo, La batalla de los cinco ejércitos arranca ahí donde el capítulo anterior había cortado el hilo narrativo de manera abrupta, para continuarlo como si el hiato entre una película y otra no existiera. Un procedimiento anticlimático al que no estaría mal bautizar como filmus interruptus. Es que, tal como ocurriera con los filmes del anillo, Jackson nunca ocultó su intención de que las tres partes funcionen como un largo relato de ocho horas. Dicho recurso permite que el episodio arranque bien arriba, haciendo que al fin tenga lugar la batalla que había quedado pendiente contra Smaug, el dragón que custodia el tesoro de la montaña que los protagonistas vienen buscando. Como siempre, mucho del éxito de la película vuelve a radicar en el despliegue de efectos digitales, herramienta que permite al director lograr proezas inesperadas, como hacer que a los 92 años el gran Christopher Lee ande peleando en escena como si se tratara de la reencarnación de otro Lee, en este caso Bruce Lee.
Pero más allá de que las dosis de heroísmo y las batallas legendarias se lleven buena parte (la mejor) del capítulo final de El Hobbit, la película trata de otra cosa. Necesita y se esfuerza por dejar claro que quiere tratarse de otra cosa, más profunda, no pudiendo abandonarse al placer simple de la aventura por la aventura misma. Como si creyeran (falsamente) que el espíritu aventurero no es suficiente virtud cinematográfica, sus responsables no pierden ninguna oportunidad de subrayar el mensaje de la obra de Tolkien. Empeñados en destacar la importancia de algunos valores humanos como la lealtad, la tradición, el amor, la amistad y la valentía por encima de la ambición o la avaricia, guionistas y director por momentos se extravían en pasajes de pretendido clasicismo shakespeareano en los que los personajes subrayan con sus parlamentos aquello que la acción pura ya había dejado claro. Será que en el fondo Jackson confía más en las computadoras, que le permiten reproducir al detalle hasta lo irreproducible, que en la antigua nobleza del género épico donde un hecho valía por mil palabras.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
miércoles, 31 de diciembre de 2014
CINE - "El Hobbitt: La batalla de los cinco ejércitos" (The Hobbit: The battle of the five armies), de Peter Jackson: Épica elástica
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miércoles, 24 de diciembre de 2014
CINE - "Escobar: Paraíso Perdido" (Escobar: Paradise Lost), de Andrea Di Stefano: Tercer Mundo para principiantes
Es innegable que Pablo Escobar Gaviria, máximo representante de la trágica era en que los cárteles colombianos dominaban el negocio del narcotráfico, se ha convertido en un ícono de la historia política de finales del siglo XX. Su figura posee, además, el magnetismo cinematográfico de los grandes criminales de la historia, de Calígula a Adolf Hitler. Hay algo en el espanto que se cifra en esos nombres que el cine consigue sublimar, dando curso a la posibilidad convertirse en espectador del horror y lo perverso. O más exactamente, de su puesta en escena. La dificultad y el desafío a los que se enfrentan proyectos como Escobar: Paraíso perdido, que intentan revelar el carácter humano detrás del monstruo (la “banalidad del mal” descrita con elocuencia por Hannah Arendt), radica sobre todo en la búsqueda de un equilibrio de múltiples extremos, entre los que se incluyen el reduccionismo, la exageración, la justificación, el relativismo o la exaltación. El objetivo es lograr que la ficción no se convierta en mentira y que la verdad no limite la puesta en escena. Porque de eso se trata el cine.
Dificultades con las que apenas puede lidiar Escobar: Paraíso perdido, que representa el debut como director de Andrea Di Stefano, actor italiano que trabajó en películas como Una aventura extraordinaria, de Ang Lee, o Comer, rezar, amar, de Ryan Murphy. En primer lugar porque aunque Escobar, interpretado por Benicio del Toro, ocupa un lugar preponderante en la trama, el protagonista es un joven canadiense a quien el destino convierte en parte de la familia del narco. El chico se casa con una sobrina del traficante y pronto se ve preso de un círculo del cual el amor y el miedo le impiden salir. Este personaje representa un punto de vista ajeno a la realidad colombiana en la cual surge y crece el poder de Escobar y los cárteles colombianos. Se trata de un mecanismo maniqueo que busca la identificación del espectador del primer mundo, interpelándolo de manera directa para tranquilizarlo y decirle que esas cosas sólo ocurren en lugares remotos, lejos de Europa o los Estados Unidos. Lejos de casa. Recurso que tiene un correlato estético en la clásica fotografía tórrida, saturada de naranjas, que es la que se utiliza por defecto para retratar realidades tercer mundistas corruptas desde Traffic (2000, Steven Soderbergh) en adelante.
Pero además ese punto de vista sirve para focalizar el horror en Escobar, para cerrarlo sobre su personalidad psicopática, que acá aparece como única causa de miles de asesinatos cometidos, relativizando la culpa de, por ejemplo, un ejército de sicarios cuyo papel se resume a ser meros vehículos de la voluntad de El Patrón. Algo que por acá en algún momento se conoció como obediencia debida. Ya desde el título el film propone una mirada paternal, definiendo al salvaje Tercer Mundo como un edén malogrado por sus propios habitantes. En el camino acaba siendo un retrato parcial y esquemático de uno de los criminales más grandes del siglo pasado. Suerte de manual narco para principiantes, Escobar: Paraíso perdido parece suponer que el mundo funciona a partir de compartimentos estancos y que basta con no cruzar a la vereda de enfrente para mantenerse a salvo del subdesarrollado abrazo del mal.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Dificultades con las que apenas puede lidiar Escobar: Paraíso perdido, que representa el debut como director de Andrea Di Stefano, actor italiano que trabajó en películas como Una aventura extraordinaria, de Ang Lee, o Comer, rezar, amar, de Ryan Murphy. En primer lugar porque aunque Escobar, interpretado por Benicio del Toro, ocupa un lugar preponderante en la trama, el protagonista es un joven canadiense a quien el destino convierte en parte de la familia del narco. El chico se casa con una sobrina del traficante y pronto se ve preso de un círculo del cual el amor y el miedo le impiden salir. Este personaje representa un punto de vista ajeno a la realidad colombiana en la cual surge y crece el poder de Escobar y los cárteles colombianos. Se trata de un mecanismo maniqueo que busca la identificación del espectador del primer mundo, interpelándolo de manera directa para tranquilizarlo y decirle que esas cosas sólo ocurren en lugares remotos, lejos de Europa o los Estados Unidos. Lejos de casa. Recurso que tiene un correlato estético en la clásica fotografía tórrida, saturada de naranjas, que es la que se utiliza por defecto para retratar realidades tercer mundistas corruptas desde Traffic (2000, Steven Soderbergh) en adelante.
Pero además ese punto de vista sirve para focalizar el horror en Escobar, para cerrarlo sobre su personalidad psicopática, que acá aparece como única causa de miles de asesinatos cometidos, relativizando la culpa de, por ejemplo, un ejército de sicarios cuyo papel se resume a ser meros vehículos de la voluntad de El Patrón. Algo que por acá en algún momento se conoció como obediencia debida. Ya desde el título el film propone una mirada paternal, definiendo al salvaje Tercer Mundo como un edén malogrado por sus propios habitantes. En el camino acaba siendo un retrato parcial y esquemático de uno de los criminales más grandes del siglo pasado. Suerte de manual narco para principiantes, Escobar: Paraíso perdido parece suponer que el mundo funciona a partir de compartimentos estancos y que basta con no cruzar a la vereda de enfrente para mantenerse a salvo del subdesarrollado abrazo del mal.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
sábado, 20 de diciembre de 2014
LIBROS - "Cuentos cuervos", antología de Loyds y Enzo Maqueira: San Lorenzo y el universo
Algunos querrían que el fútbol fuera como el esperanto, un proyecto utópico inventado para unir a todo el mundo bajo la misma lengua. Una idea que, para ser sinceros, es tan absurda como la creación de un frente multipartidario encabezado por Lilita Carrió. Lejos de la esperanza del esperanto, la verdad es que el fútbol es Babel: un montón de tipos hablando de lo mismo pero sin entenderse una sola palabra. La lógica del fútbol no puede ser más humana. Se basa principalmente en el trazado de fronteras de hierro cuya justificación es caprichosa antes que razonable, aunque a veces también lo es: hasta acá llego yo y a partir de ahí empieza el otro. ¿Por qué? Bueno, hay un montón de porqués, pero bien pensado todo se reduce a uno sólo: porque sí. Así es como nacen bosteros, gallinas, canallas, leprosos, quemeros. Cuervos.
Dentro de ese mapa de identidades, esa parece ser hoy por hoy la palabra clave del fútbol argentino: cuervos. Con la Copa Libertadores que ganaron este año como emblema –una cuenta pendiente que hasta ahora los mantenía un escalón abajo del que ocupaban River, Boca, Independiente y Racing–, San Lorenzo de Almagro se convirtió en la niña mimada no sólo dentro del ambiente futbolero. Apodados "los cuervos" como despectivo recuerdo de su nacimiento vinculado a una parroquia del barrio de Boedo, la mística de este equipo que encarna tal vez como ningún otro el espíritu del club barrial se multiplicó hasta convertirse en una media docena de libros que recorren su historia, sus héroes y sus campañas deportivas. Pero entre todo lo publicado hay un volumen que se destaca del resto, uno que de algún modo se hace cargo de una labor de intención homérica. El libro en cuestión se llama Cuentos cuervos, una antología que recoge 12 relatos que tienen a San Lorenzo como centro y que desde la literatura intentan asentar una épica que hasta ahora pertenecía a la tradición oral. Del mismo modo en que La Ilíada define una cultura, la helénica, que existía desde antes que a Homero se le ocurriera cantarla, Cuentos cuervos pone sobre el papel los rasgos que definen la identidad sanlorencista. Pero el libro no se encarga sólo de relatar las grandes campañas, sino que su principal trabajo consiste en detenerse ante detalles mucho más sutiles, íntimos, imperceptibles. En algunos de esos relatos, los mejores, el lector casi puede sentir que está siendo testigo privilegiado del momento exacto del nacimiento de una identidad. Es por eso que, aunque los cuentos nunca pisan fuera de los límites del territorio cuervo, el libro consigue contar una nueva versión de la historia universal. Una historia con la que cualquiera, sea hincha del club que sea, puede sentirse identificado, un milagro que en el fútbol sólo es posible con la literatura como puente.
Compilado por los escritores Loyds y Enzo Maqueira, Cuentos cuervos cuenta entre sus filas con algunos autores largamente reconocidos, como Fabián Casas o Diego Paszkowski; otros de probado prestigio, como Carlos Battilana, Horacio Convertini o Carlos Santos Sáez; y un grupo de nombres jóvenes, entre los que se cuentan Santiago Craig, Luciana De Luca, Cristian De Napoli y Marcelo Luján. Esos textos más los de los dos compiladores, un prólogo escrito por el editor Damián Ríos y un viejo texto de don Osvaldo Soriano que oficia de epílogo, dan forma a este entretenido volumen apto no sólo para cuervos. Como plus, todos los autores que además son hinchas de San Lorenzo, se comprometieron a ceder sus derechos de autor para colaborar con la campaña que comenzó un grupo de hinchas para comprar el predio donde se levantaba el viejo Gasómetro, el estadio original que le fue expropiado al club durante la última dictadura militar, y ayudar a cumplir con el sueño de volver al barrio de Boedo. "Fue muy sencillo armar la antología porque la premisa era clara: que los autores fueran hinchas de San Lorenzo", dice Maqueira. "Elegimos los autores y tuvimos respuestas rápidas y de mucha calidad", subraya. Los cuentos incluidos no eluden los peores momentos de la historia del club sino que, por el contrario, parecen empecinarse en recordarlos casi con obsesión, como los chicos que en la oscuridad silban para fingir que así se olvidan del miedo.
Contemplar el libro como una unidad permite identificar los traumas que fueron moldeando el yo colectivo que agrupa a los hinchas de San Lorenzo. "Algo de eso hay", reconoce el editor. "Muchos de los cuentos no son sobre gestas épicas, sino sobre nuestros dolores y sufrimientos. Al mismo tiempo, al ser cuentos que se escribieron antes de que el club ganara la Copa Libertadores o durante el certamen mismo, quedó como un fresco de lo que significaba esa copa para nosotros, cuánto la necesitábamos." Pero a la vez reconoce que el libro también "muestra lo que cualquier club de fútbol puede mostrar: el vínculo con los padres, la identidad, la pertenencia, el fútbol como un espacio de juego pero también de valores".
Varios de los relatos vinculan la dificultosa epopeya sanlorencista con momentos pesados de la historia nacional, como hace el cuento de De Napoli con el final de la dictadura o el del propio Maqueira con la crisis de 2001. Momentos difíciles que a la luz de la historia, hoy lo sabemos, desembocaron en alegrías grandes. "San Lorenzo siempre sufre, es casi su marca identitaria: sufre, pero sale adelante", acepta Maqueira. "Todo le cuesta el doble, todo es difícil, cuesta arriba. Todo lo hace con dolor y esfuerzo, con trabajo. Cuesta, pero siempre sale adelante, siempre vuelve a renacer de sus cenizas, siempre tiene un milagro más para regalarles a sus hinchas. Y en ese sentido, sí, San Lorenzo se parece mucho a la Argentina." Sin embargo, todos los cuentos están anclados en el siglo largo de su historia en que el club no conseguía ganar la ansiada Libertadores, en el que además perdió su estadio y se convirtió en el primer club grande en irse a la B (incluso antes que Huracán, su a la vez despreciado y querido rival del barrio; porque no hay épica posible sin un rival digno de respeto). En ese sentido los textos incluidos en Cuentos cuervos son reliquias de otra dimensión, documentos de un tiempo que ya no existe. "Me encanta que haya sido así", se enorgullece el antologador. "Sin quererlo, terminamos escribiendo un libro que encierra el sentimiento del hincha de San Lorenzo antes de ser campeón de América, una espina que teníamos clavada de tal modo que nos definía. Involuntariamente dejamos constancia escrita de quiénes éramos antes de ganar esa copa. Me parece que, en ese sentido, Cuentos cuervos termina siendo un testimonio único e irrepetible."
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Dentro de ese mapa de identidades, esa parece ser hoy por hoy la palabra clave del fútbol argentino: cuervos. Con la Copa Libertadores que ganaron este año como emblema –una cuenta pendiente que hasta ahora los mantenía un escalón abajo del que ocupaban River, Boca, Independiente y Racing–, San Lorenzo de Almagro se convirtió en la niña mimada no sólo dentro del ambiente futbolero. Apodados "los cuervos" como despectivo recuerdo de su nacimiento vinculado a una parroquia del barrio de Boedo, la mística de este equipo que encarna tal vez como ningún otro el espíritu del club barrial se multiplicó hasta convertirse en una media docena de libros que recorren su historia, sus héroes y sus campañas deportivas. Pero entre todo lo publicado hay un volumen que se destaca del resto, uno que de algún modo se hace cargo de una labor de intención homérica. El libro en cuestión se llama Cuentos cuervos, una antología que recoge 12 relatos que tienen a San Lorenzo como centro y que desde la literatura intentan asentar una épica que hasta ahora pertenecía a la tradición oral. Del mismo modo en que La Ilíada define una cultura, la helénica, que existía desde antes que a Homero se le ocurriera cantarla, Cuentos cuervos pone sobre el papel los rasgos que definen la identidad sanlorencista. Pero el libro no se encarga sólo de relatar las grandes campañas, sino que su principal trabajo consiste en detenerse ante detalles mucho más sutiles, íntimos, imperceptibles. En algunos de esos relatos, los mejores, el lector casi puede sentir que está siendo testigo privilegiado del momento exacto del nacimiento de una identidad. Es por eso que, aunque los cuentos nunca pisan fuera de los límites del territorio cuervo, el libro consigue contar una nueva versión de la historia universal. Una historia con la que cualquiera, sea hincha del club que sea, puede sentirse identificado, un milagro que en el fútbol sólo es posible con la literatura como puente.
Compilado por los escritores Loyds y Enzo Maqueira, Cuentos cuervos cuenta entre sus filas con algunos autores largamente reconocidos, como Fabián Casas o Diego Paszkowski; otros de probado prestigio, como Carlos Battilana, Horacio Convertini o Carlos Santos Sáez; y un grupo de nombres jóvenes, entre los que se cuentan Santiago Craig, Luciana De Luca, Cristian De Napoli y Marcelo Luján. Esos textos más los de los dos compiladores, un prólogo escrito por el editor Damián Ríos y un viejo texto de don Osvaldo Soriano que oficia de epílogo, dan forma a este entretenido volumen apto no sólo para cuervos. Como plus, todos los autores que además son hinchas de San Lorenzo, se comprometieron a ceder sus derechos de autor para colaborar con la campaña que comenzó un grupo de hinchas para comprar el predio donde se levantaba el viejo Gasómetro, el estadio original que le fue expropiado al club durante la última dictadura militar, y ayudar a cumplir con el sueño de volver al barrio de Boedo. "Fue muy sencillo armar la antología porque la premisa era clara: que los autores fueran hinchas de San Lorenzo", dice Maqueira. "Elegimos los autores y tuvimos respuestas rápidas y de mucha calidad", subraya. Los cuentos incluidos no eluden los peores momentos de la historia del club sino que, por el contrario, parecen empecinarse en recordarlos casi con obsesión, como los chicos que en la oscuridad silban para fingir que así se olvidan del miedo.
Contemplar el libro como una unidad permite identificar los traumas que fueron moldeando el yo colectivo que agrupa a los hinchas de San Lorenzo. "Algo de eso hay", reconoce el editor. "Muchos de los cuentos no son sobre gestas épicas, sino sobre nuestros dolores y sufrimientos. Al mismo tiempo, al ser cuentos que se escribieron antes de que el club ganara la Copa Libertadores o durante el certamen mismo, quedó como un fresco de lo que significaba esa copa para nosotros, cuánto la necesitábamos." Pero a la vez reconoce que el libro también "muestra lo que cualquier club de fútbol puede mostrar: el vínculo con los padres, la identidad, la pertenencia, el fútbol como un espacio de juego pero también de valores".
Varios de los relatos vinculan la dificultosa epopeya sanlorencista con momentos pesados de la historia nacional, como hace el cuento de De Napoli con el final de la dictadura o el del propio Maqueira con la crisis de 2001. Momentos difíciles que a la luz de la historia, hoy lo sabemos, desembocaron en alegrías grandes. "San Lorenzo siempre sufre, es casi su marca identitaria: sufre, pero sale adelante", acepta Maqueira. "Todo le cuesta el doble, todo es difícil, cuesta arriba. Todo lo hace con dolor y esfuerzo, con trabajo. Cuesta, pero siempre sale adelante, siempre vuelve a renacer de sus cenizas, siempre tiene un milagro más para regalarles a sus hinchas. Y en ese sentido, sí, San Lorenzo se parece mucho a la Argentina." Sin embargo, todos los cuentos están anclados en el siglo largo de su historia en que el club no conseguía ganar la ansiada Libertadores, en el que además perdió su estadio y se convirtió en el primer club grande en irse a la B (incluso antes que Huracán, su a la vez despreciado y querido rival del barrio; porque no hay épica posible sin un rival digno de respeto). En ese sentido los textos incluidos en Cuentos cuervos son reliquias de otra dimensión, documentos de un tiempo que ya no existe. "Me encanta que haya sido así", se enorgullece el antologador. "Sin quererlo, terminamos escribiendo un libro que encierra el sentimiento del hincha de San Lorenzo antes de ser campeón de América, una espina que teníamos clavada de tal modo que nos definía. Involuntariamente dejamos constancia escrita de quiénes éramos antes de ganar esa copa. Me parece que, en ese sentido, Cuentos cuervos termina siendo un testimonio único e irrepetible."
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
viernes, 19 de diciembre de 2014
CINE - "Regreso del infierno" (The pact 2), de Patrick Horvath/Dallas Hallam: Otra vez sopa
Segunda parte de un film similar estrenado con demora hace menos de seis meses, Regreso del infierno, escrita y dirigida por Dallas Richard Hallam y Patrick Horvath, no se distingue de El pacto (2012, Nicholas McCarthy) más que por la menor cantidad y eficacia de sus golpes de efecto, construidos en ambos casos sobre las estructuras de lo más conservador de un género habitualmente conservador –el terror–, como si se tratara de las leyes inamovibles de la física newtoniana. Decidida y abiertamente clase B, esta secuela con desparejo rendimiento actoral pasa por alto la evolución del género para limitarse a remedar lo que ya ha sido hecho tanto mejor, de Psicosis (1960) a El conjuro (2013) pasando por El exorcista (1973), sin atreverse a sacar los pies de ese plato hacia fronteras más audaces.
Botiquines de baño que se abren y se cierran para revelar una presencia amenazante a espaldas del incauto que se mira en el espejo; sombras sin cuerpo proyectadas contra las paredes; golpes sonoros que subrayan el paso de una figura borrosa en segundo plano; puertas y demás objetos con vida propia; lamparitas de luz caprichosa que se apagan con precisión cronométrica para dejar a la víctima a oscuras, con la única compañía de un encendedor que no funciona y cuyos destellos permitirán entrever fragmentos del horror; sótanos o altillos de caserones deshabitados como escenarios repetidos. Todos los trucos viejos reunidos en una especie de libro de cocina del asustador obediente. Claro que estos mismos elementos incluidos en esta lista a veces funcionan mejor que en este caso, basta repasar los ejemplos dados más arriba para comprobarlo. Pero acá no son más que las paradas de un itinerario dramático fácilmente identificable.
Narrada con el ritmo cansino de un telefilm de los años ’80, Regreso del infierno es también un híbrido que atiborra su trama con ingredientes que provienen de distintos subgéneros del terror, mezclando las películas de asesinos seriales con las de fantasmas. La cruza incrementa el potencial número de sustos, pero también pone en riesgo el verosímil, que es siempre la parte más delicada de un cuento de terror. Incluso llega al extremo de meter pincelazos de culebrón paranormal, con hijas que se descubren adoptivas, una vidente ciega y un psicópata criminal que después de muerto manifiesta un extraño instinto paternal. Debe reconocerse que esas líneas argumentales que lindan con el absurdo consiguen hacer los mejores aportes, que tampoco son tantos, a este film correcto en su factura pero de manual.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12
Botiquines de baño que se abren y se cierran para revelar una presencia amenazante a espaldas del incauto que se mira en el espejo; sombras sin cuerpo proyectadas contra las paredes; golpes sonoros que subrayan el paso de una figura borrosa en segundo plano; puertas y demás objetos con vida propia; lamparitas de luz caprichosa que se apagan con precisión cronométrica para dejar a la víctima a oscuras, con la única compañía de un encendedor que no funciona y cuyos destellos permitirán entrever fragmentos del horror; sótanos o altillos de caserones deshabitados como escenarios repetidos. Todos los trucos viejos reunidos en una especie de libro de cocina del asustador obediente. Claro que estos mismos elementos incluidos en esta lista a veces funcionan mejor que en este caso, basta repasar los ejemplos dados más arriba para comprobarlo. Pero acá no son más que las paradas de un itinerario dramático fácilmente identificable.
Narrada con el ritmo cansino de un telefilm de los años ’80, Regreso del infierno es también un híbrido que atiborra su trama con ingredientes que provienen de distintos subgéneros del terror, mezclando las películas de asesinos seriales con las de fantasmas. La cruza incrementa el potencial número de sustos, pero también pone en riesgo el verosímil, que es siempre la parte más delicada de un cuento de terror. Incluso llega al extremo de meter pincelazos de culebrón paranormal, con hijas que se descubren adoptivas, una vidente ciega y un psicópata criminal que después de muerto manifiesta un extraño instinto paternal. Debe reconocerse que esas líneas argumentales que lindan con el absurdo consiguen hacer los mejores aportes, que tampoco son tantos, a este film correcto en su factura pero de manual.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12
CINE - "Desacato a la autoridad- Historias del punk en la Argentina 1983-1988: Capítulo 1", de Patricia Pietrafesa y Tomás Makaji: Gente que sí
Desacato a la autoridad es la designación de un edicto policial, uno de los tantos por los cuales una enorme cantidad de jóvenes durante la dictadura y la larga primera década democrática, se vieron obligados a pasar días enteros detenidos en delegaciones policiales y comisarías de todo el país, siempre por motivos más vinculados al capricho de los agentes que a una auténtica amenaza para la sociedad. Desacato a la autoridad – Relatos de punks en Argentina 1983-1988: Capítulo 1, es también el título del documental dirigido por Tomás Makaji y Patricia Pietrafesa que, a caballo de aquel nefasto edicto, reconstruye los primeros pasos de la cultura punk durante el advenimiento de la democracia. Y sobre todo de la particular mirada política del movimiento, poniendo la lupa sobre las estrategias y mecanismos de comunicación desarrollados por sus militantes. La película, que se estrenó durante el reciente Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, tendrá su estreno hoy a las 20 en el Centro Cultural LEON LEON, Nicaragua 4432, donde desde las 18 se realizará una feria de fanzines.
Provenientes de espacios y generaciones distintas (Makaji tiene experiencia como realizador cinematográfico, en tanto que Pietrafesa es una de las precursoras del punk en la Argentina, fundadora de varios fanzines desde la década de 1980 y miembro de bandas seminales dentro de la escena, como Cadáveres de Niños), ambos directores sin embargo siempre tuvieron muy claro qué película querían hacer. "Tenía ganas de hacer un documental sobre fanzines", recuerda Makaji, "y por eso me puse en contacto con Patricia. Ella tenía todo el material de archivo y sabía perfectamente a quién llamar para hablar de cada tema. La idea era poner los fanzines como protagonistas en vez de las bandas y hablar del contexto de lo que pasaba en el punk rock." Pietrafesa, que hoy se desempeña como bajista de la banda tropi-punk Kumbia Queers, acuerda con su compañero. "Sabíamos qué temas queríamos tocar pero no teníamos en claro desde qué momento arrancar a contar la historia. Acordamos que lo ideal era ceñirnos al período que va de 1983 a 1988 para marcar el cambio de la dictadura a la democracia, que es la época que yo viví más intensamente dentro del punk rock y de la que podía aportar más testimonios y más archivo". Trabajado con una estética similar a los clásicos collages con los que se identifica a los fanzines de los primeros años del punk, Desacato a la autoridad reúne una buena cantidad de voces que dan cuenta de una época tan difícil para sus protagonistas, como única en materia de efervescencia cultural. De ese modo consigue conectar al espectador con un conjunto de ideas y estéticas que, con la historia como testigo, han resultado las más influyentes de la cultura popular de finales del siglo XX, influencia cuya vigencia aun hoy puede acreditarse en infinidad de productos culturales.
–¿El origen del documental tuvo más que ver con la necesidad de juntar información y transmitirla, o también tuvo un componente emotivo, las ganas de contar aquella historia que te incluye como protagonista?
PP: –Yo tengo un archivo bastante grande de material de esa épca y cuando Tomás me buscó para este proyecto me pareció que era una oportunidad ideal para ampliarlo y ordenarlo. Una oportunidad para digitalizar todo lo que tuviéramos, que no está en ningún lado: volantitos, fanzines, fotos, historias, música.
–¿El motivo de que hayan usado poco registro audiovisual original se debe a que el documental está centrado sobre los fanzines?
TM: –En realidad es porque no hay o hay muy poco. Pero es cierto que el formato de los fanzines retrata muchísimo mejor que una foto o un video lo que era esa época. Los fanzines transmiten no sólo la forma en que ellos interpretaban la realidad, sino cómo la bajaban artísticamente y cómo interpretaban y comunicaban ciertas cuestiones ideológicas. El documental no busca ser exhaustivo desde lo periodístico, sino que trata de recuperar eso.
PP: –Tratamos de reapropiarnos de esa estética y por eso el documental está construido como si fuera uno de aquellos fanzines. Las animaciones que trabajó Tomás reproducen muy bien la forma en que nosotros trabajábamos entonces.
TM: –Están hechas con la misma técnica pero digitalmente, con fotos de dibujos que yo sacaba en la terraza de casa. Se trata de recortar y pegar pero con otras herramientas. Creo que esa estética hace a la película más llana, más terrenal. Porque no queríamos hacer un documental desde el Olimpo: los temas que se tocan son serios y la estética acompaña, pero sin ser acartonada.
–Desde lo político, Desacato a la autoridad viene a ser una continuación no sólo estética de la actitud y las necesidades de expresión que tenían aquellas generaciones. ¿Se trata realmente de la misma forma de expresión política por otros medios?
PP: –Se mantiene una idea. Está claro desde el momento en que no sólo aparecen miembros de bandas, sino testimonios de punks bien de la calle de esa época, contando cómo se vestían, cómo peleaban contra la policía, cómo dormían en la calle, cómo gestionaban sus iniciativas. Y nosotros hicimos el documental del mismo modo, por nuestros propios medios y con nuestros propios recursos. Desacato a la autoridad muestra el grado de compromiso que tenía la gente en ese momento, cuando te llevaban preso todos los días. Y esa es una idea política.
–Ya desde el título la película remite a un momento en el que el enemigo de esas acciones contraculturales estaba muy claro. Trasladado a la actualidad, ¿cómo se hace para sobrevivir ante un enemigo que ha absorbido muchos rasgos de la cultura punk?
TM: –Hoy no tenés un policía pegándote con un garrote en la misma medida que antes, pero tenés toda una cuestión que viene con eso, como una sociedad en la que las cosas importan sólo en relación al resultado que se obtiene de ellas. Hoy por hoy plantearte el hecho de hacer cosas por el simple hecho de querer hacerlas, sin esperar resultados ni compensaciones de ningún tipo, que es como hicimos este documental, provoca que alguna gente te mire y le parezca imposible, y hasta te tomen por boludo.
PP: –Cada uno encuentra su forma de rebelarse, si es que le interesa. El punk son grupos, son canciones, es una forma de vestirse, pero sobre todo es un conjunto de ideas que ayudan a cuestionar y que te proporciona herramientas para poder hacerlo. –
Pero el fanzine era una herramienta marginal y el cine en cambio es una herramienta institucionalizada.
TM: –Me parece que hoy el lenguaje audiovisual es el que te permite mayores libertades, porque no es restrictivo. Los collages de los fanzines eran como ellos querían que fueran y en el lenguaje audiovisual pasa lo mismo: hoy uno puede hacer lo que quiera.
–Desde lo artístico, el punk como género también ha sido absorbido y mercantilizado, ¿cómo hace el punk más combativo y político para no quedar pegado con eso?
PP: –Hoy creo que aunque se haya mercantilizado la música y la ropa, aún permanece un conjunto de ideas que puede seguir siendo utilizado como un despertador y que a quien esté en esa frecuencia son ideas que te activan. Estamos en una época en la que la mayoría de la gente que está en el arte en algún momento atravesó una idea punk y eso se ve en la moda, el cine, la literatura. Sigo creyendo que esa parte más combativa y cuestionadora está en uno mismo y sólo vos sabés cómo la vas a expresar: las cosas tienen o pierden valor de acuerdo a cómo te las tomes.
Artículo publicado originalmente en la sección cCultura de Tiempo Argentino.
Provenientes de espacios y generaciones distintas (Makaji tiene experiencia como realizador cinematográfico, en tanto que Pietrafesa es una de las precursoras del punk en la Argentina, fundadora de varios fanzines desde la década de 1980 y miembro de bandas seminales dentro de la escena, como Cadáveres de Niños), ambos directores sin embargo siempre tuvieron muy claro qué película querían hacer. "Tenía ganas de hacer un documental sobre fanzines", recuerda Makaji, "y por eso me puse en contacto con Patricia. Ella tenía todo el material de archivo y sabía perfectamente a quién llamar para hablar de cada tema. La idea era poner los fanzines como protagonistas en vez de las bandas y hablar del contexto de lo que pasaba en el punk rock." Pietrafesa, que hoy se desempeña como bajista de la banda tropi-punk Kumbia Queers, acuerda con su compañero. "Sabíamos qué temas queríamos tocar pero no teníamos en claro desde qué momento arrancar a contar la historia. Acordamos que lo ideal era ceñirnos al período que va de 1983 a 1988 para marcar el cambio de la dictadura a la democracia, que es la época que yo viví más intensamente dentro del punk rock y de la que podía aportar más testimonios y más archivo". Trabajado con una estética similar a los clásicos collages con los que se identifica a los fanzines de los primeros años del punk, Desacato a la autoridad reúne una buena cantidad de voces que dan cuenta de una época tan difícil para sus protagonistas, como única en materia de efervescencia cultural. De ese modo consigue conectar al espectador con un conjunto de ideas y estéticas que, con la historia como testigo, han resultado las más influyentes de la cultura popular de finales del siglo XX, influencia cuya vigencia aun hoy puede acreditarse en infinidad de productos culturales.
–¿El origen del documental tuvo más que ver con la necesidad de juntar información y transmitirla, o también tuvo un componente emotivo, las ganas de contar aquella historia que te incluye como protagonista?
PP: –Yo tengo un archivo bastante grande de material de esa épca y cuando Tomás me buscó para este proyecto me pareció que era una oportunidad ideal para ampliarlo y ordenarlo. Una oportunidad para digitalizar todo lo que tuviéramos, que no está en ningún lado: volantitos, fanzines, fotos, historias, música.
–¿El motivo de que hayan usado poco registro audiovisual original se debe a que el documental está centrado sobre los fanzines?
TM: –En realidad es porque no hay o hay muy poco. Pero es cierto que el formato de los fanzines retrata muchísimo mejor que una foto o un video lo que era esa época. Los fanzines transmiten no sólo la forma en que ellos interpretaban la realidad, sino cómo la bajaban artísticamente y cómo interpretaban y comunicaban ciertas cuestiones ideológicas. El documental no busca ser exhaustivo desde lo periodístico, sino que trata de recuperar eso.
PP: –Tratamos de reapropiarnos de esa estética y por eso el documental está construido como si fuera uno de aquellos fanzines. Las animaciones que trabajó Tomás reproducen muy bien la forma en que nosotros trabajábamos entonces.
TM: –Están hechas con la misma técnica pero digitalmente, con fotos de dibujos que yo sacaba en la terraza de casa. Se trata de recortar y pegar pero con otras herramientas. Creo que esa estética hace a la película más llana, más terrenal. Porque no queríamos hacer un documental desde el Olimpo: los temas que se tocan son serios y la estética acompaña, pero sin ser acartonada.
–Desde lo político, Desacato a la autoridad viene a ser una continuación no sólo estética de la actitud y las necesidades de expresión que tenían aquellas generaciones. ¿Se trata realmente de la misma forma de expresión política por otros medios?
PP: –Se mantiene una idea. Está claro desde el momento en que no sólo aparecen miembros de bandas, sino testimonios de punks bien de la calle de esa época, contando cómo se vestían, cómo peleaban contra la policía, cómo dormían en la calle, cómo gestionaban sus iniciativas. Y nosotros hicimos el documental del mismo modo, por nuestros propios medios y con nuestros propios recursos. Desacato a la autoridad muestra el grado de compromiso que tenía la gente en ese momento, cuando te llevaban preso todos los días. Y esa es una idea política.
–Ya desde el título la película remite a un momento en el que el enemigo de esas acciones contraculturales estaba muy claro. Trasladado a la actualidad, ¿cómo se hace para sobrevivir ante un enemigo que ha absorbido muchos rasgos de la cultura punk?
TM: –Hoy no tenés un policía pegándote con un garrote en la misma medida que antes, pero tenés toda una cuestión que viene con eso, como una sociedad en la que las cosas importan sólo en relación al resultado que se obtiene de ellas. Hoy por hoy plantearte el hecho de hacer cosas por el simple hecho de querer hacerlas, sin esperar resultados ni compensaciones de ningún tipo, que es como hicimos este documental, provoca que alguna gente te mire y le parezca imposible, y hasta te tomen por boludo.
PP: –Cada uno encuentra su forma de rebelarse, si es que le interesa. El punk son grupos, son canciones, es una forma de vestirse, pero sobre todo es un conjunto de ideas que ayudan a cuestionar y que te proporciona herramientas para poder hacerlo. –
Pero el fanzine era una herramienta marginal y el cine en cambio es una herramienta institucionalizada.
TM: –Me parece que hoy el lenguaje audiovisual es el que te permite mayores libertades, porque no es restrictivo. Los collages de los fanzines eran como ellos querían que fueran y en el lenguaje audiovisual pasa lo mismo: hoy uno puede hacer lo que quiera.
–Desde lo artístico, el punk como género también ha sido absorbido y mercantilizado, ¿cómo hace el punk más combativo y político para no quedar pegado con eso?
PP: –Hoy creo que aunque se haya mercantilizado la música y la ropa, aún permanece un conjunto de ideas que puede seguir siendo utilizado como un despertador y que a quien esté en esa frecuencia son ideas que te activan. Estamos en una época en la que la mayoría de la gente que está en el arte en algún momento atravesó una idea punk y eso se ve en la moda, el cine, la literatura. Sigo creyendo que esa parte más combativa y cuestionadora está en uno mismo y sólo vos sabés cómo la vas a expresar: las cosas tienen o pierden valor de acuerdo a cómo te las tomes.
Artículo publicado originalmente en la sección cCultura de Tiempo Argentino.
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jueves, 11 de diciembre de 2014
CINE - "Una buena mentira" (The good lie), de Philippe Falardeau - El arte de dejar a todos tranquilos
Una larga cola de personas espera en un miserable campamento de refugiados en Sudán, África. Al final de ella, cuatro jóvenes evidentemente pobres (y negros, claro) hablan entre felices y asustados del inminente viaje que los sacará de ahí para llevarlos a los Estados Unidos. Uno lleva una remera sucia con la leyenda Just do it en el pecho. “No sabíamos que el mundo era diferente de nosotros”, dice otro de ellos (su voz en off, que es peor) al recordar aquel momento desde algún lugar en un futuro mejor. Esa sola afirmación hace suya una verdad que representa una declaración de principios que excede a la película, porque pretende ser una definición terminante de cómo es el mundo. Según ella, el mundo no es el que los protagonistas conocen y en el que vivían y viven los millones de refugiados que producen las guerras étnicas en el África subsahariana, sino que el mundo real es ese que los cuatro chicos negros están a punto de conocer, viaje en avión mediante. Clásico exponente de cine bienpensante que de tan políticamente correcto acaba siendo condescendiente con todo el mundo (personajes y espectadores), Una buena mentira es un ejemplo oportuno que hace grafico el dicho popular que afirma que de buenas intenciones está pavimentado el camino al infierno. Tan cabal es la intención del director Philippe Falardeau y su guionista Margaret Nagle de dar una lección de vida que no pierden ni una escena en dejarlo bien claro.
Porque una sola escena es lo que necesita Una buena mentira para dejar a mucha gente fuera del mundo de un plumazo. De nada servirá retroceder hasta la infancia de esos chicos para mostrar de forma gráfica el modo en que sus familias fueron masacradas por un ejército al que no es necesario ponerle un nombre, porque está claro que son los malos de siempre, una excusa para que los buenos entren en acción. Por eso tampoco importan mucho las especificaciones históricas, porque la guerra de Sudán en los ’80 o cualquier otra dan lo mismo. Lo importante es enseñar al espectador, que está cómodo en su butaca, la suerte que tiene de vivir dentro del mundo y de ver, gracias al cine, lo mal que lo pasa el otro. La película es entonces miserablemente tranquilizadora y los siguientes pasos son de manual. Primero aligera las cosas con algunos pasos de comedia, provistos por la vieja rutina del buen salvaje: los chicos llegan a la civilización y los sorprende que las luces se enciendan tocando un botón, el agua salga de las canillas y otras gracias por el estilo. La frutilla del postre es el anuncio, justo antes de los créditos finales, de que los protagonistas no son actores sino verdaderos refugiados jugando a ficcionalizar lo que antes sufrieron en carne propia. Un recurso muchas veces lícito, pero que aquí pretende hacer pasar al cine por documento histórico, un avatar de la verdad.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Porque una sola escena es lo que necesita Una buena mentira para dejar a mucha gente fuera del mundo de un plumazo. De nada servirá retroceder hasta la infancia de esos chicos para mostrar de forma gráfica el modo en que sus familias fueron masacradas por un ejército al que no es necesario ponerle un nombre, porque está claro que son los malos de siempre, una excusa para que los buenos entren en acción. Por eso tampoco importan mucho las especificaciones históricas, porque la guerra de Sudán en los ’80 o cualquier otra dan lo mismo. Lo importante es enseñar al espectador, que está cómodo en su butaca, la suerte que tiene de vivir dentro del mundo y de ver, gracias al cine, lo mal que lo pasa el otro. La película es entonces miserablemente tranquilizadora y los siguientes pasos son de manual. Primero aligera las cosas con algunos pasos de comedia, provistos por la vieja rutina del buen salvaje: los chicos llegan a la civilización y los sorprende que las luces se enciendan tocando un botón, el agua salga de las canillas y otras gracias por el estilo. La frutilla del postre es el anuncio, justo antes de los créditos finales, de que los protagonistas no son actores sino verdaderos refugiados jugando a ficcionalizar lo que antes sufrieron en carne propia. Un recurso muchas veces lícito, pero que aquí pretende hacer pasar al cine por documento histórico, un avatar de la verdad.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
viernes, 5 de diciembre de 2014
CINE - "El hijo buscado", de Daniel Gaglianó: Películas con doble fondo
Recién llegada del 29 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, donde participó de la Competencia Argentina, El hijo buscado, primer largo de ficción de Daniel Gaglianó, representa un intento por hacer un cine decididamente narrativo y hasta con cierta proximidad a los géneros, pero con el interés de referir de manera deliberada a una realidad de profundos alcances sociales. De un modo manifiesto, la película alude a uno de los problemas más complejos y preocupantes de la actualidad, no sólo en la Argentina sino a nivel global: la trata de personas en sus diferentes variantes. Ese vínculo con la realidad se extiende a una ubicación geográfica precisa, trasladando la acción a la provincia de Misiones, uno de los puntos del país en donde la explotación de vientres, el comercio de bebés y el tráfico de mujeres destinadas a la prostitución clandestina son parte de la vida y las preocupaciones cotidianas.
Partiendo de un lugar que por real y repetido no deja de ser común, El hijo buscado toma como protagonista excluyente a Alvaro, un hombre que luego de fracasar reiteradamente en su intento por adoptar un hijo, viaja a Misiones presionado por su mujer. Ahí tratará de conseguir un hijo de un modo que supone más sencillo que la engorrosa vía legal: comprándolo. Ese viaje a la tierra en donde el país se borronea en la vecindad con el Brasil y el Paraguay, representará para Alvaro, interpretado con la eficacia habitual por Rafael Ferro, un descenso al infierno. Una imagen que no sólo tiene que ver con el contacto que el protagonista iniciará con los bajos fondos y la marginalidad, sino con un clima y un entorno agobiantes que la fotografía de Fernando Lockett se encarga de replicar con precisión. La cámara sigue a Alvaro hasta casi meterse dentro de él, ilustrando las diferentes etapas que el personaje atraviesa en el vaivén ético y moral de su recorrido y, al mismo tiempo, transmite al espectador una sensación de creciente angustia y sofoco. Como en un cuento de Horacio Quiroga, la selva y la conciencia van consumiendo a Alvaro de a poco.
Aunque todo el tiempo acecha el temor de que el relato decante para el lado de la moralina admonitoria, Gaglianó consigue que el suspenso y la trama policial mantengan el equilibrio la mayor parte del tiempo. Pero El hijo buscado es una película que esconde la trampa de un final con doble fondo, que cede al temor de cerrar aquello que en principio resultaba más potente dejar abierto. Es así que el director, quien también se desempeñó como guionista, decide extender el relato con una larga secuencia en la que las cosas se acomodan a la manera de una fábula, impartiendo moralejas y castigos a manos llenas. En el camino pierde la oportunidad de demostrar que la ficción puede ser la herramienta más poderosa y eficiente para aludir a la realidad, escogiendo en cambio debilitar la estructura ficcional en pos de fortalecer el mecanismo aleccionador. De ese modo confirma que cuando los temas se vuelven más importantes que las películas, el primer y gran perjudicado es el cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Páginas/12
Partiendo de un lugar que por real y repetido no deja de ser común, El hijo buscado toma como protagonista excluyente a Alvaro, un hombre que luego de fracasar reiteradamente en su intento por adoptar un hijo, viaja a Misiones presionado por su mujer. Ahí tratará de conseguir un hijo de un modo que supone más sencillo que la engorrosa vía legal: comprándolo. Ese viaje a la tierra en donde el país se borronea en la vecindad con el Brasil y el Paraguay, representará para Alvaro, interpretado con la eficacia habitual por Rafael Ferro, un descenso al infierno. Una imagen que no sólo tiene que ver con el contacto que el protagonista iniciará con los bajos fondos y la marginalidad, sino con un clima y un entorno agobiantes que la fotografía de Fernando Lockett se encarga de replicar con precisión. La cámara sigue a Alvaro hasta casi meterse dentro de él, ilustrando las diferentes etapas que el personaje atraviesa en el vaivén ético y moral de su recorrido y, al mismo tiempo, transmite al espectador una sensación de creciente angustia y sofoco. Como en un cuento de Horacio Quiroga, la selva y la conciencia van consumiendo a Alvaro de a poco.
Aunque todo el tiempo acecha el temor de que el relato decante para el lado de la moralina admonitoria, Gaglianó consigue que el suspenso y la trama policial mantengan el equilibrio la mayor parte del tiempo. Pero El hijo buscado es una película que esconde la trampa de un final con doble fondo, que cede al temor de cerrar aquello que en principio resultaba más potente dejar abierto. Es así que el director, quien también se desempeñó como guionista, decide extender el relato con una larga secuencia en la que las cosas se acomodan a la manera de una fábula, impartiendo moralejas y castigos a manos llenas. En el camino pierde la oportunidad de demostrar que la ficción puede ser la herramienta más poderosa y eficiente para aludir a la realidad, escogiendo en cambio debilitar la estructura ficcional en pos de fortalecer el mecanismo aleccionador. De ese modo confirma que cuando los temas se vuelven más importantes que las películas, el primer y gran perjudicado es el cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Páginas/12
viernes, 28 de noviembre de 2014
CINE - "Patrick", de Mark Hartley: Cine del más acá
Remakes, sagas, remakes, sagas, remakes. A eso se redujo en los últimos 20 años gran parte de la industria cinematográfica, no sólo de los Estados Unidos. Donde antes reinaba aquello de “Segundas partes nunca fueron buenas”, ahora no sólo se impone pensar más en la continuidad que en la individualidad de las películas (las sagas), sino que hasta es deseable ni siquiera pensar, habiendo tanta idea ajena dando vueltas (las remakes). ¿Para qué romperse el mate creando una historia original, si es más rápido y más barato agarrar el trabajo ajeno, cambiar de lugar tres cositas y filmar lo mismo pero adaptado al que se supone es el gusto del espectador actual? Atención: esta no es una diatriba contra sagas y remakes, porque que las hay buenas, las hay. Sin embargo se nota enseguida cuando estos formatos son abordados con audacia e inteligencia y cuando se trata de un trámite burocrático.
El caso de Patrick, film australiano dirigido por Mark Hartley, se emparienta con esto último. Película de terror basada en un original de 1978, también de Australia, Patrick le permitió a su director, Richard Franklin, mudar a Hollywood su carrera. Poco después sería responsable de una de las segundas partes más innecesarias de la historia del cine, la de Psicosis, ya que ni el guión, ni el currículum del nuevo director, ni el reparto, ni nada justificaba extender el universo Bates más allá de Hitchcock. Con el cadáver del maestro aún tibio (don Alfred murió en 1980), Psicosis II se estrenó en 1982.
Salvando las distancias, el caso de Patrick tiene similitudes con esa historia, en tanto la nueva versión es obra del mismo productor de la original, Antoni Ginnane; que se estrena a poco de la muerte de Franklin; y que hasta incluye un par de actores secundarios del reparto original, esta vez en papeles más secundarios todavía. La historia es igual: Patrick es un joven en estado vegetativo internado en una clínica, donde un estrafalario doctor lo utiliza para crueles experimentos. Con la llegada de una nueva enfermera, Patrick manifestará ciertos poderes paranormales y a través de ellos creará un extraño vínculo con la chica. La nueva versión es más perversa, más sangrienta, más subrayada y menos sutil que la original; en resumen: más acorde a los tiempos que corren. Es que, por desgracia, se toma las cosas más en serio que la de Franklin, que se dejaba ver con una sonrisa en los labios. Como punto a favor debe destacarse la presencia de Charles Dance, actor inglés cuya cara recordarán de inmediato los cinéfilos atentos, uno de esos secundarios que nunca se sabe por qué no han tenido más suerte que acabar penando por subproductos por el estilo. El cine no siempre es justo.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
El caso de Patrick, film australiano dirigido por Mark Hartley, se emparienta con esto último. Película de terror basada en un original de 1978, también de Australia, Patrick le permitió a su director, Richard Franklin, mudar a Hollywood su carrera. Poco después sería responsable de una de las segundas partes más innecesarias de la historia del cine, la de Psicosis, ya que ni el guión, ni el currículum del nuevo director, ni el reparto, ni nada justificaba extender el universo Bates más allá de Hitchcock. Con el cadáver del maestro aún tibio (don Alfred murió en 1980), Psicosis II se estrenó en 1982.
Salvando las distancias, el caso de Patrick tiene similitudes con esa historia, en tanto la nueva versión es obra del mismo productor de la original, Antoni Ginnane; que se estrena a poco de la muerte de Franklin; y que hasta incluye un par de actores secundarios del reparto original, esta vez en papeles más secundarios todavía. La historia es igual: Patrick es un joven en estado vegetativo internado en una clínica, donde un estrafalario doctor lo utiliza para crueles experimentos. Con la llegada de una nueva enfermera, Patrick manifestará ciertos poderes paranormales y a través de ellos creará un extraño vínculo con la chica. La nueva versión es más perversa, más sangrienta, más subrayada y menos sutil que la original; en resumen: más acorde a los tiempos que corren. Es que, por desgracia, se toma las cosas más en serio que la de Franklin, que se dejaba ver con una sonrisa en los labios. Como punto a favor debe destacarse la presencia de Charles Dance, actor inglés cuya cara recordarán de inmediato los cinéfilos atentos, uno de esos secundarios que nunca se sabe por qué no han tenido más suerte que acabar penando por subproductos por el estilo. El cine no siempre es justo.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
jueves, 27 de noviembre de 2014
CINE - 29ª Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, dìas 4 y 5: De artistas y de doctores
Los días le dan continuidad a la Competencia Argentina de esta 29° edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata y con ellos se amplía también la oferta. Como ya es costumbre, la selección realizada por los programadores incluye algunos buenos exponentes del género documental que abarcan intereses e intensiones diversas.
Salud rural, dirigido por Darío Doria, se encarga de seguir al doctor Arturo Serrano, medico general de un hospital de campo, en el itinerario que realiza para atender a una gran cantidad de pacientes, veces en su consultorio y otras en los domicilios particulares de estos. Muy cerca del registro social y utilizando un delicado blanco y negro que no le escapa a los grises, la mirada de Doria destaca la labor de Serrano, poniendo el acento en la forma amable con que contiene a las personas que atiende de un modo que excede el vínculo profesional. Hombre de muchos años en el pueblo, el doctor Serrano es casi un terapeuta, consejero personal y hasta sostén emocional de esos pacientes que, en primer lugar, son sus vecinos. Salud rural consigue además un registro estético de gran delicadeza, fotografiando la piel curtida de esos viejitos de campo casi como si se tratara de la corteza reseca de árboles añosos, a los que Serrano ayuda a mantenerse en pie con la mayor dignidad posible. Fábula acerca de los valores comunitarios y retrato de una estructura social que parece detenida en tiempos del primer peronismo, el film termina con un plano del rostro sonriente del doctor después de que una paciente se compadece de él, imaginando que los médicos ven tantas cosas que cuando ellos mismos envejecen deben preferir la muerte a tener que someterse a las prácticas médicas. Esa última escena que invierte por única vez la polaridad del vínculo que une al profesional con sus pacientes, es la declaración de principios de Salud rural: todos somos iguales al final del camino.
Por su parte, Narcisa de la directora Daniela Muttis propone un recorrido por la obra y la figura de Narcisa Hirsch, artista y cineasta de vanguardia de la activa, creativa y convulsionada generación de finales de la década de 1960 y principios de 1970 en Buenos Aires. Pionera del cine experimental, Hirsch fue y sigue siendo una artista tan compleja y exquisita como activa y, aún hoy, moderna. Pero además es una persona de una lucidez poco frecuente y la película de Muttis –quien se desempeña desde hace 14 años como montajista de la propia Narcisa— consigue que el retrato desborde los méritos incuestionables de la cineasta para abarcar también el costado íntimo de la mujer detrás de la artista. Teñido del tono crepuscular con que hoy ve la vida esta mujer que nació en Alemania y llegó a la Argentina en 1938 con tan apenas 10 años de edad, Narcisa no sólo rescata y homenajea oportunamente a Hirsch si no también, lejos del Olimpo y de las torres de marfil, humaniza la figura del artista, a la que tantas veces se piensa alejada de lo cotidiano. Puede decirse que, por caminos bien distintos pero igualmente gratos, Narcisa y Salud rural llegan a la misma conclusión.
Artìculo publicado originalemnte en la secciòn Espectàculos de Tiempo Argentino.
Salud rural, dirigido por Darío Doria, se encarga de seguir al doctor Arturo Serrano, medico general de un hospital de campo, en el itinerario que realiza para atender a una gran cantidad de pacientes, veces en su consultorio y otras en los domicilios particulares de estos. Muy cerca del registro social y utilizando un delicado blanco y negro que no le escapa a los grises, la mirada de Doria destaca la labor de Serrano, poniendo el acento en la forma amable con que contiene a las personas que atiende de un modo que excede el vínculo profesional. Hombre de muchos años en el pueblo, el doctor Serrano es casi un terapeuta, consejero personal y hasta sostén emocional de esos pacientes que, en primer lugar, son sus vecinos. Salud rural consigue además un registro estético de gran delicadeza, fotografiando la piel curtida de esos viejitos de campo casi como si se tratara de la corteza reseca de árboles añosos, a los que Serrano ayuda a mantenerse en pie con la mayor dignidad posible. Fábula acerca de los valores comunitarios y retrato de una estructura social que parece detenida en tiempos del primer peronismo, el film termina con un plano del rostro sonriente del doctor después de que una paciente se compadece de él, imaginando que los médicos ven tantas cosas que cuando ellos mismos envejecen deben preferir la muerte a tener que someterse a las prácticas médicas. Esa última escena que invierte por única vez la polaridad del vínculo que une al profesional con sus pacientes, es la declaración de principios de Salud rural: todos somos iguales al final del camino.
Por su parte, Narcisa de la directora Daniela Muttis propone un recorrido por la obra y la figura de Narcisa Hirsch, artista y cineasta de vanguardia de la activa, creativa y convulsionada generación de finales de la década de 1960 y principios de 1970 en Buenos Aires. Pionera del cine experimental, Hirsch fue y sigue siendo una artista tan compleja y exquisita como activa y, aún hoy, moderna. Pero además es una persona de una lucidez poco frecuente y la película de Muttis –quien se desempeña desde hace 14 años como montajista de la propia Narcisa— consigue que el retrato desborde los méritos incuestionables de la cineasta para abarcar también el costado íntimo de la mujer detrás de la artista. Teñido del tono crepuscular con que hoy ve la vida esta mujer que nació en Alemania y llegó a la Argentina en 1938 con tan apenas 10 años de edad, Narcisa no sólo rescata y homenajea oportunamente a Hirsch si no también, lejos del Olimpo y de las torres de marfil, humaniza la figura del artista, a la que tantas veces se piensa alejada de lo cotidiano. Puede decirse que, por caminos bien distintos pero igualmente gratos, Narcisa y Salud rural llegan a la misma conclusión.
Artìculo publicado originalemnte en la secciòn Espectàculos de Tiempo Argentino.
CINE - "Primicia Mortal" (Nightcrawler), de Dan Gilroy: El infierno de las noticias
Opera prima del hasta ahora guionista Dan Gilroy (autor de la gran Gigantes de acero y hermano menor de Tony Gilroy, guionista de la saga Bourne y director del último de sus tres episodios originales, además de otros logrados thrillers como Michael Clayton y Duplicidad), Primicia mortal es un buen ejemplo de cómo el cine producido dentro del mainstream estadounidense puede ser una herramienta oportuna para proponer una mirada crítica (y en este caso muy ácida) de la realidad. La demostración de que a veces una buena película de suspenso es el mejor camino para poner al propio sistema que la genera frente a un espejo incómodo. Escrita también por Gilroy, la película representa un acercamiento de inesperada crudeza y lucidez al mundo de las noticias, capaz de soltar con un humor corrosivo una serie de ideas que trazan un perfil siniestro del modo en que éstas se construyen. Y expone los parámetros que utilizan los medios de comunicación para determinar de qué manera informar a la audiencia, atendiendo antes al concepto de consumidor que al de espectador.
El relato toma como centro a Louis Bloom, un delincuente de poca monta que se dedica a robar cables y alcantarillas para vender el metal por kilo. Las primeras escenas alcanzan para delinear a un personaje que es más complejo que su forma de ganarse la vida. El discurso motivador con el que le pide trabajo al tipo que le compra el producto de sus robos, en el que enumera sus capacidades y ambiciones, demuestran que lejos de ser un ignorante, Louis maneja muy bien las herramientas básicas para moverse dentro de una sociedad en donde las reglas sociales se confunden con las del mercado. La escena también deja en claro que en la tierra de las oportunidades no hay lugar para todos. Louis es un marginal, un habitante típico de la peligrosa noche de Los Angeles, pero también es buen observador, un hábil declarante capaz de decir (y hacer) lo que sea con tal de pegar el salto social y, sobre todo, alguien que aprende rápido.
Esa misma madrugada, Louis se detiene a ver cómo dos policías salvan a un automovilista accidentado en la autopista mientras un periodista free-lance registra lo ocurrido con su cámara. Ver las imágenes en el noticiero de las 6 hace que Louis reconozca ahí una oportunidad. Una bicicleta robada en la playa será suficiente para conseguir su primera cámara y salir con ella a cazar noticias durante la noche. Y le alcanzará con unas tomas desprolijas pero cargadas de sangre de la víctima fatal de un asalto a mano a mano armada para que la jefa de noticias del canal menos visto de la ciudad le compre el material y le indique cuáles son las prioridades editoriales. “Nos interesan las noticias en que un blanco es atacado en los suburbios por el representante de alguna minoría”, le dice, y Louis le traerá eso cada noche con una especificidad cada vez más precisa y explícita.
Con reminiscencias de la historia que Pablo Trapero contó en Carancho y con no menos sordidez, Gilroy se despacha contra el modo en que los medios construyen la noticia poniendo como límite las consecuencias legales por sobre los alcances éticos de lo que ponen al aire. Menos atentos a la información que a las utilidades que éstas representen. Primicia mortal incluye dos o tres buenas escenas que exponen brutalmente estos mecanismos de construcción. Pero el éxito del relato no sólo descansa en estos apuntes certeros, sino en el enorme trabajo de su trío protagónico. Renee Russo y Bill Paxton vuelven a demostrar sus reconocidas virtudes, que no son pocas. Sin embargo, es Jake Gyllenhaal quien acapara la atención con una composición muy rica, con algunos puntos de contacto que lo ligan al desbordado depredador bursátil que Leonardo DiCaprio interpretó en El lobo de Wall Street, consiguiendo que el psicópata de Louis no deje de ser encantador ni por un instante, pero al mismo tiempo funcione como un reflejo del accionar psicopático de los medios. Como un trozo de materia oscura en medio de un cosmos no menos sombrío, Gyllenhaal es un agujero negro que va absorbiendo toda la energía del relato y demuestra que en el infierno de las noticias siempre se puede caer un círculo más.
Artìculo publicado originalmente en la secciòn Cultura y Espectàculos de Pàgina/12.
El relato toma como centro a Louis Bloom, un delincuente de poca monta que se dedica a robar cables y alcantarillas para vender el metal por kilo. Las primeras escenas alcanzan para delinear a un personaje que es más complejo que su forma de ganarse la vida. El discurso motivador con el que le pide trabajo al tipo que le compra el producto de sus robos, en el que enumera sus capacidades y ambiciones, demuestran que lejos de ser un ignorante, Louis maneja muy bien las herramientas básicas para moverse dentro de una sociedad en donde las reglas sociales se confunden con las del mercado. La escena también deja en claro que en la tierra de las oportunidades no hay lugar para todos. Louis es un marginal, un habitante típico de la peligrosa noche de Los Angeles, pero también es buen observador, un hábil declarante capaz de decir (y hacer) lo que sea con tal de pegar el salto social y, sobre todo, alguien que aprende rápido.
Esa misma madrugada, Louis se detiene a ver cómo dos policías salvan a un automovilista accidentado en la autopista mientras un periodista free-lance registra lo ocurrido con su cámara. Ver las imágenes en el noticiero de las 6 hace que Louis reconozca ahí una oportunidad. Una bicicleta robada en la playa será suficiente para conseguir su primera cámara y salir con ella a cazar noticias durante la noche. Y le alcanzará con unas tomas desprolijas pero cargadas de sangre de la víctima fatal de un asalto a mano a mano armada para que la jefa de noticias del canal menos visto de la ciudad le compre el material y le indique cuáles son las prioridades editoriales. “Nos interesan las noticias en que un blanco es atacado en los suburbios por el representante de alguna minoría”, le dice, y Louis le traerá eso cada noche con una especificidad cada vez más precisa y explícita.
Con reminiscencias de la historia que Pablo Trapero contó en Carancho y con no menos sordidez, Gilroy se despacha contra el modo en que los medios construyen la noticia poniendo como límite las consecuencias legales por sobre los alcances éticos de lo que ponen al aire. Menos atentos a la información que a las utilidades que éstas representen. Primicia mortal incluye dos o tres buenas escenas que exponen brutalmente estos mecanismos de construcción. Pero el éxito del relato no sólo descansa en estos apuntes certeros, sino en el enorme trabajo de su trío protagónico. Renee Russo y Bill Paxton vuelven a demostrar sus reconocidas virtudes, que no son pocas. Sin embargo, es Jake Gyllenhaal quien acapara la atención con una composición muy rica, con algunos puntos de contacto que lo ligan al desbordado depredador bursátil que Leonardo DiCaprio interpretó en El lobo de Wall Street, consiguiendo que el psicópata de Louis no deje de ser encantador ni por un instante, pero al mismo tiempo funcione como un reflejo del accionar psicopático de los medios. Como un trozo de materia oscura en medio de un cosmos no menos sombrío, Gyllenhaal es un agujero negro que va absorbiendo toda la energía del relato y demuestra que en el infierno de las noticias siempre se puede caer un círculo más.
Artìculo publicado originalmente en la secciòn Cultura y Espectàculos de Pàgina/12.
martes, 25 de noviembre de 2014
CINE - 29° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Días 1 y 2: La actuación, los hermanos y el fútbol
Puede decirse que dentro de la Competencia Argentina de esta emblemática 29° edición del Festival de Mar del Plata, en la que se conmemora el 60 aniversario de su fundación, no hay como otras veces ni grandes favoritos ni películas que vengan precedidas por un aura ganadora. Este año parece que la pelea será pareja y con final de fotografía. Aún así hay algunos títulos que se destacan por ciertas señas particulares, como los nombres de sus directores o de quienes integran el elenco, que los hacen más visibles. Curiosamente las películas a las que se puede considerar dentro de ese grupo se han estrenado todas juntas durante los primeros días del festival.
Una de ellas es Aventurera, ópera prima de Leonardo D’Antoni, nacido en Mar del Plata pero formado en los Estados Unidos. La misma gira en torno a Bea, aspirante actriz de origen colombiano que reside en Buenos Aires, donde trabaja cuidando a una mujer mayor mientras participa de un grupo de teatro e intenta abrirse paso en el mundo del cine y la televisión. Si bien director y actores no son caras reconocibles para el gran público, el film tiene una sorpresa: Mélanie Delloye, la protagonista, es hija de Ingrid Betancourt, ex candidata a la presidencia de Colombia, secuestrada durante 6 años por las Farc y cuya liberación en 2008 conmovió a todo el mundo. En pareja con el director, a quién conoció en los Estados Unidos mientras ambos estudiaban cine, Delloye atraviesa su primer protagónico con altibajos, aunque debe destacarse que su formación está más ligada a la dirección y al guión que a la actuación.
El mundo del fútbol nunca ha conseguido ser retratado con demasiado éxito por el cine, por eso El 5 de Talleres, de Adrián Biniez (quien ya se había destacado con su film anterior, Gigante), es una novedad bienvenida. Protagonizada por Esteban Lamothe y Julieta Sylberberg, la historia de El Patón, un 5 rústico que está a punto de retirarse y es el caudillo de Talleres de Remedios de Escalada, club que milita históricamente en los campeonatos del ascenso, consigue hacer un retrato bastante vívido y verosímil, sin caer en miradas impostadas de la clase obrera y sin falsas condescendencias. Lamothe y Sylberberg, pareja en la vida real, demuestran una química extraordinaria, aunque él comience a evidenciar síntomas de repetición en sus composiciones, que de todas maneras en este caso son funcionales a un personaje de compleja simplicidad.
También pudo verse Pistas para volver a casa, debut de la actriz Jazmín Stuart como directora. En ella se lucen Erica Rivas y Juan Minujín, dos de los actores del momento, quienes interpretan a una pareja de hermanos bastante perdedores quienes a partir de un accidente de su padre se ven obligados a ir en busca de la madre que los abandonó cuando todavía eran chiquitos. Comedia por momentos vital y efervescente, en la que ambos actores se potencian mutuamente, sin embargo tropieza en algún momento con algunos excesos emotivos que la reblandecen innecesariamente. De todas formas la película representa un promisorio primer paso de Stuart en la dirección.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Tiempo Argentino
Una de ellas es Aventurera, ópera prima de Leonardo D’Antoni, nacido en Mar del Plata pero formado en los Estados Unidos. La misma gira en torno a Bea, aspirante actriz de origen colombiano que reside en Buenos Aires, donde trabaja cuidando a una mujer mayor mientras participa de un grupo de teatro e intenta abrirse paso en el mundo del cine y la televisión. Si bien director y actores no son caras reconocibles para el gran público, el film tiene una sorpresa: Mélanie Delloye, la protagonista, es hija de Ingrid Betancourt, ex candidata a la presidencia de Colombia, secuestrada durante 6 años por las Farc y cuya liberación en 2008 conmovió a todo el mundo. En pareja con el director, a quién conoció en los Estados Unidos mientras ambos estudiaban cine, Delloye atraviesa su primer protagónico con altibajos, aunque debe destacarse que su formación está más ligada a la dirección y al guión que a la actuación.
El mundo del fútbol nunca ha conseguido ser retratado con demasiado éxito por el cine, por eso El 5 de Talleres, de Adrián Biniez (quien ya se había destacado con su film anterior, Gigante), es una novedad bienvenida. Protagonizada por Esteban Lamothe y Julieta Sylberberg, la historia de El Patón, un 5 rústico que está a punto de retirarse y es el caudillo de Talleres de Remedios de Escalada, club que milita históricamente en los campeonatos del ascenso, consigue hacer un retrato bastante vívido y verosímil, sin caer en miradas impostadas de la clase obrera y sin falsas condescendencias. Lamothe y Sylberberg, pareja en la vida real, demuestran una química extraordinaria, aunque él comience a evidenciar síntomas de repetición en sus composiciones, que de todas maneras en este caso son funcionales a un personaje de compleja simplicidad.
También pudo verse Pistas para volver a casa, debut de la actriz Jazmín Stuart como directora. En ella se lucen Erica Rivas y Juan Minujín, dos de los actores del momento, quienes interpretan a una pareja de hermanos bastante perdedores quienes a partir de un accidente de su padre se ven obligados a ir en busca de la madre que los abandonó cuando todavía eran chiquitos. Comedia por momentos vital y efervescente, en la que ambos actores se potencian mutuamente, sin embargo tropieza en algún momento con algunos excesos emotivos que la reblandecen innecesariamente. De todas formas la película representa un promisorio primer paso de Stuart en la dirección.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Tiempo Argentino
jueves, 20 de noviembre de 2014
CINE - "Después de la lluvia" (Depois da chuva), de Cláudio Marques y Marília Hughes: La política en perspectiva adolescente
Infrecuente para las salas argentinas, Después de la lluvia no sólo ofrece la posibilidad de conocer algo del cine que produce el gran vecino del norte, Brasil, sino la de reconocer en su relato ambientado durante el proceso de recuperación democrática en la década de 1980 algunos paralelos y rasgos comunes con la historia propia. Si lo que se cuenta en la película de los directores brasileños Cláudio Marques y Marília Hughes puede ser visto con familiaridad desde la Argentina, en primer lugar es porque los hechos y el contexto histórico, cultural, político y social donde el relato echa el ancla son muy similares. Pero también por el parentesco cinematográfico y temático con films como El estudiante, thriller político de Santiago Mitre, e incluso con otras películas de la región como la no menos interesante El lugar del hijo, del uruguayo Manuel Nieto. Nada casualmente, las tres pudieron verse en diferentes ediciones y secciones del Bafici.
Fábula eminentemente política, Después de la lluvia pone en paralelo el camino de la recuperación democrática con la militancia anarquista de Caio, un adolescente que asiste a un colegio privado de la ciudad de Salvador de Bahía, al norte de Brasil. A veces de manera demasiado literal: para decirlo rápido y dejar el asunto atrás, ése es el punto más endeble de la estructura que sostiene a la película. Ahí, en el colegio, los alumnos comienzan a organizarse para abrir un centro de estudiantes después de veinte años sin actividad política en la escuela. Debaten qué hacer ante la propuesta de la institución de arrogarse el derecho de ser ellos quienes elijan a un presidente entre los tres candidatos más votados, negándoles la potestad de elegir a sus propios representantes. Una discusión idéntica a la que se daba en la sociedad (la famosa campaña Diretas Já), donde la ciudadanía se oponía al sistema de elección a través de electores y reclamaba el voto directo. En la escuela, Caio propone impugnar los votos y abandona la asamblea, dejando claro su lugar de rebelde.
Porque Caio tiene a sus amigos fuera de la escuela, amigos más grandes con los que comparte un libertario colectivo anarquista, dispuestos a pasar a la acción con modestos y, sobre todo, inocentes actos que ellos consideran revolucionarios y, dado el contexto, de alguna manera lo son. Roban libros en librerías; escuchan grupos de la rama más politizada del hardcore-punk, de los inevitables Dead Kennedys a Colera, una de las bandas referentes del anarcopunk brasileño de la época; editan un fanzine con el obvio nombre de "El enemigo del Rey" y llevan adelante una radio pirata que montaron clandestinamente en una casa tomada. Aunque el juego de superponer una sobre otra la adolescencia democrática del Brasil y la adolescencia real de Caio se plantea de manera abierta, Después de la lluvia elige con inteligencia centrarse en el personaje. Es cierto que no puede evitar insertar cada tanto algunas imágenes de archivo para subrayar el contexto; sin embargo, el devenir de la historia del protagonista hará que la película vaya ganando en densidad dramática y cinematográfica.
Como sucedía en El estudiante y El lugar del hijo, un quiebre hará que Caio pase del papel de sujeto colectivo a individuo político y deba tomar las primeras decisiones en busca de encontrar un camino propio. Por ahí también atravesará algunas encrucijadas: la del primer amor, la de la amistad, la del vínculo con la autoridad (encarnada en la escuela); la del incómodo lugar de hijo que de a poco empieza a dejar atrás. Después de la lluvia alcanza su mejor forma en la representación de ese momento en la vida y consigue hacerlo sin apartarse de la intimidad en carne viva de Caio. En el camino tiene tiempo para hacer que los años ’80 –aun con su compleja realidad y durísimas circunstancias– se revelen en toda su inocencia sucia e idealista, esa que la brutalidad de los ’90 y la desengañada apatía de los 2000 se encargaron de echar a perder.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Fábula eminentemente política, Después de la lluvia pone en paralelo el camino de la recuperación democrática con la militancia anarquista de Caio, un adolescente que asiste a un colegio privado de la ciudad de Salvador de Bahía, al norte de Brasil. A veces de manera demasiado literal: para decirlo rápido y dejar el asunto atrás, ése es el punto más endeble de la estructura que sostiene a la película. Ahí, en el colegio, los alumnos comienzan a organizarse para abrir un centro de estudiantes después de veinte años sin actividad política en la escuela. Debaten qué hacer ante la propuesta de la institución de arrogarse el derecho de ser ellos quienes elijan a un presidente entre los tres candidatos más votados, negándoles la potestad de elegir a sus propios representantes. Una discusión idéntica a la que se daba en la sociedad (la famosa campaña Diretas Já), donde la ciudadanía se oponía al sistema de elección a través de electores y reclamaba el voto directo. En la escuela, Caio propone impugnar los votos y abandona la asamblea, dejando claro su lugar de rebelde.
Porque Caio tiene a sus amigos fuera de la escuela, amigos más grandes con los que comparte un libertario colectivo anarquista, dispuestos a pasar a la acción con modestos y, sobre todo, inocentes actos que ellos consideran revolucionarios y, dado el contexto, de alguna manera lo son. Roban libros en librerías; escuchan grupos de la rama más politizada del hardcore-punk, de los inevitables Dead Kennedys a Colera, una de las bandas referentes del anarcopunk brasileño de la época; editan un fanzine con el obvio nombre de "El enemigo del Rey" y llevan adelante una radio pirata que montaron clandestinamente en una casa tomada. Aunque el juego de superponer una sobre otra la adolescencia democrática del Brasil y la adolescencia real de Caio se plantea de manera abierta, Después de la lluvia elige con inteligencia centrarse en el personaje. Es cierto que no puede evitar insertar cada tanto algunas imágenes de archivo para subrayar el contexto; sin embargo, el devenir de la historia del protagonista hará que la película vaya ganando en densidad dramática y cinematográfica.
Como sucedía en El estudiante y El lugar del hijo, un quiebre hará que Caio pase del papel de sujeto colectivo a individuo político y deba tomar las primeras decisiones en busca de encontrar un camino propio. Por ahí también atravesará algunas encrucijadas: la del primer amor, la de la amistad, la del vínculo con la autoridad (encarnada en la escuela); la del incómodo lugar de hijo que de a poco empieza a dejar atrás. Después de la lluvia alcanza su mejor forma en la representación de ese momento en la vida y consigue hacerlo sin apartarse de la intimidad en carne viva de Caio. En el camino tiene tiempo para hacer que los años ’80 –aun con su compleja realidad y durísimas circunstancias– se revelen en toda su inocencia sucia e idealista, esa que la brutalidad de los ’90 y la desengañada apatía de los 2000 se encargaron de echar a perder.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
viernes, 14 de noviembre de 2014
CINE - "Caminando entre tumbas" (A walk among the tombstones), de Scott Frank: En el nombre de Liam Neeson, amén.
Si hay películas que se sostienen sobre todo en el trabajo y el carisma de sus protagonistas (incluso a veces alcanza sólo con lo segundo), entonces Caminando entre tumbas es una de ellas. La misma viene a engrosar la más o menos reciente, exitosa y creciente carrera del gran Liam Neeson como estrella de acción, y justamente su presencia es el principal y casi excluyente atractivo que tiene este film policial cuya única intensión parece ser la de replicar un personaje que el actor irlandés ya va conociendo casi de memoria y le viene reportando una aceptable repercusión en las boleterías de todo el mundo. Igual que Bill Marks, el policía aeronáutico con problemas con la bebida en la reciente Sin escalas (2014), o Bryan Mills, el agente de la CIA retirado que no termina de asumir ni de adaptarse a su nueva situación en las dos Búsqueda implacable (2012 y 2008) —y en menor medida también el desmemoriado protagonista de Desconocido (2011)-, el ex agente de policía Matt Scudder devenido detective privado es un hombre en crisis. Comparte con Marks el alcoholismo, aunque Scudder se encuentre transitando hace años una recuperación exitosa a partir de su trabajo en una comunidad de AA (Alcohólicos Anónimos), en tanto que el dolor de ya no ser es lo que lo une a Mills. Todos cargan con situaciones familiares inestables, carecen de vínculos emocionales fuertes (aunque uno de ellos se desviva por su hija) y van por la vida arrastrando culpas y traumas con estoica abnegación. Son, en definitiva, tipos duros cuya única excusa para continuar viviendo sin volverse locos sigue siendo, en cada caso a su manera, la particular relación que mantienen con la administración de justicia. Una justicia que no necesariamente se mueve por los canales de la ley, sino mas bien todo lo contrario.
A Scudder lo contrata un narcotraficante a quien le han secuestrado y asesinado la esposa, pero cuya actividad le impide buscar ayuda en la policía. Esa es la excusa que lo enfrentará por un lado a un par de asesinos psicóticos y por otro, a sus propios fantasmas. Caminando entre tumbas se mueve en el terreno sórdido de los bajos fondos sin escatimar en marginales de todas las calañas posibles y lo hace con una puesta en escena que pretende estilizar semejante escenario. De esa manera encuentra cierto deleite no exento de morbo en la posibilidad de hacer más o menos explícitas las atrocidades que algunas de sus criaturas cometen. Pero la película acaba volviéndose convencional incluso desde el trabajo visual, merced una fotografía que abunda en días grises azulados y noches saturadas de luces anaranjadas o amarillas, los colores obvios para connotar la sordidez. Entonces de vuelta al principio: Si algo hace que Caminando entre tumbas no se convierta en una película olvidable es la humana presencia de Neeson, quien desde sus casi dos metros y con su perfil de historieta negra consigue hacer verosímil una criatura que en otras manos hubiera devenido en caricatura.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
A Scudder lo contrata un narcotraficante a quien le han secuestrado y asesinado la esposa, pero cuya actividad le impide buscar ayuda en la policía. Esa es la excusa que lo enfrentará por un lado a un par de asesinos psicóticos y por otro, a sus propios fantasmas. Caminando entre tumbas se mueve en el terreno sórdido de los bajos fondos sin escatimar en marginales de todas las calañas posibles y lo hace con una puesta en escena que pretende estilizar semejante escenario. De esa manera encuentra cierto deleite no exento de morbo en la posibilidad de hacer más o menos explícitas las atrocidades que algunas de sus criaturas cometen. Pero la película acaba volviéndose convencional incluso desde el trabajo visual, merced una fotografía que abunda en días grises azulados y noches saturadas de luces anaranjadas o amarillas, los colores obvios para connotar la sordidez. Entonces de vuelta al principio: Si algo hace que Caminando entre tumbas no se convierta en una película olvidable es la humana presencia de Neeson, quien desde sus casi dos metros y con su perfil de historieta negra consigue hacer verosímil una criatura que en otras manos hubiera devenido en caricatura.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
CINE - "Antes de despertar" (Before i go to sleep), de Rowan Joffe: Un juego de memoria
“Si un hombre ha perdido una pierna o un ojo, sabe que ha perdido una pierna o un ojo; pero si ha perdido el yo, si se ha perdido a sí mismo, no puede saberlo, porque no está ahí para saberlo”. Con estas palabras incluidas en el libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, el neurólogo y escritor Oliver Sacks ilustra la complejidad del infrecuente Síndrome de Korsakov, disfunción neurológica que provoca en quienes la padecen no sólo la constante perdida de la memoria inmediata, sino que es capaz de borrar el registro de años completos como si nunca se los hubiera vivido. Igual que ocurría con el protagonista de Memento, película que lanzó la carrera del inglés Christopher Nolan, Antes de despertar, segundo trabajo del también británico Rowan Joffe, tiene como eje a un personaje a quien un trauma emocional y físico ha dejado a merced de este extraño mal.
Christine (Nicole Kidman) se despierta una mañana en la cama con un hombre desconocido. Alterada, se mete en el baño en donde distintas fotos pegadas en las paredes la muestran a ella misma, pero más joven, en distintas situaciones con el mismo tipo que está en la cama. Rotuladas a mano, las fotos le informan que ese hombre se llama Ben (Colin Firth) y es su marido. Él mismo le cuenta que desde un accidente ocurrido hace años, su memoria es incapaz de retener los recuerdos por más de un día, reiniciándose en blanco cada vez que se despierta a la mañana. Pero cuando Ben se va a trabajar al mediodía, Christine recibe el llamado de un médico quien le cuenta que se están viendo diariamente a espaldas del marido para intentar un tratamiento. El médico le pide que busque una cámara escondida en un cajón, donde ella graba desde hace 15 días un diario en video, suerte de muleta digital para su traumatizada memoria.
Los puntos de contacto con Memento son evidentes. El opus dos de Joffe –hijo de Roland Joffe, mucho más conocido por acá a partir de su película de 1986 La misión, rodada en la provincia de Misiones- es un thriller paradójico hasta en su título en castellano, que se opone al original en inglés (Before i go to sleep: Antes de irme a dormir). Por un lado logra un puñado de aciertos, entre ellos la articulación de una trama intensa de misterio que consigue sostenerse durante gran parte de los 90 minutos que dura el relato. Otro es la elección del punto de vista de Christine como centro narrativo, obligando así al espectador a saber tan poco como ella. El casting ofrece uno de los puntos altos de la producción, rodeando a la efectiva Kidman con dos grandes actores como Firth y Mark Strong, permitiéndose jugar con las posibilidades que ofrecen sus physique du rôle. Pero Antes de despertar es una de esas historias que para ser efectiva necesita contar con un mecanismo narrativo perfecto, algo que sobre el final dista mucho de ocurrir. Lejos de la cuidada tensión con que se ha desarrollado la trama hasta ahí, el cierre es desprolijo, efectista y con unas cuantas arbitrariedades, cometiendo la torpeza de confundir brutalidad con fuerza y sensiblería con sensibilidad.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Christine (Nicole Kidman) se despierta una mañana en la cama con un hombre desconocido. Alterada, se mete en el baño en donde distintas fotos pegadas en las paredes la muestran a ella misma, pero más joven, en distintas situaciones con el mismo tipo que está en la cama. Rotuladas a mano, las fotos le informan que ese hombre se llama Ben (Colin Firth) y es su marido. Él mismo le cuenta que desde un accidente ocurrido hace años, su memoria es incapaz de retener los recuerdos por más de un día, reiniciándose en blanco cada vez que se despierta a la mañana. Pero cuando Ben se va a trabajar al mediodía, Christine recibe el llamado de un médico quien le cuenta que se están viendo diariamente a espaldas del marido para intentar un tratamiento. El médico le pide que busque una cámara escondida en un cajón, donde ella graba desde hace 15 días un diario en video, suerte de muleta digital para su traumatizada memoria.
Los puntos de contacto con Memento son evidentes. El opus dos de Joffe –hijo de Roland Joffe, mucho más conocido por acá a partir de su película de 1986 La misión, rodada en la provincia de Misiones- es un thriller paradójico hasta en su título en castellano, que se opone al original en inglés (Before i go to sleep: Antes de irme a dormir). Por un lado logra un puñado de aciertos, entre ellos la articulación de una trama intensa de misterio que consigue sostenerse durante gran parte de los 90 minutos que dura el relato. Otro es la elección del punto de vista de Christine como centro narrativo, obligando así al espectador a saber tan poco como ella. El casting ofrece uno de los puntos altos de la producción, rodeando a la efectiva Kidman con dos grandes actores como Firth y Mark Strong, permitiéndose jugar con las posibilidades que ofrecen sus physique du rôle. Pero Antes de despertar es una de esas historias que para ser efectiva necesita contar con un mecanismo narrativo perfecto, algo que sobre el final dista mucho de ocurrir. Lejos de la cuidada tensión con que se ha desarrollado la trama hasta ahí, el cierre es desprolijo, efectista y con unas cuantas arbitrariedades, cometiendo la torpeza de confundir brutalidad con fuerza y sensiblería con sensibilidad.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
lunes, 10 de noviembre de 2014
CINE - "Los Boxtrolls", de Graham Annable y Anthony Stacchi: Una felicidad hecha a mano
En tiempos en los que la animación digital se ha convertido poco menos que en palabra santa dentro del rubro del cine para chicos, una película como Los Boxtrolls, que viene a ofrecer un delicado trabajo de animación cuadro por cuadro, representa no sólo un infrecuente desafío artístico, sino también una bienvenida ventana abierta que cumple con aquello de proveer aire fresco. No se trata de que el trabajo artesanal realizado por los estudios Laika (también responsables de otras dos muy buenas películas como Coraline y la puerta secreta o la más reciente Paranorman) aparezca en desventaja frente a los procesos industriales con los que producen sus blockbusters los grandes estudios dedicados al cine infantil, como Pixar o Dreamworks. Por el contrario, en Los Boxtrolls no sólo la animación es estupenda sino que el diseño estético consigue destacarse por su estilo personal, tan cerca del dibujo animado como de las viejas marionetas. Pero sin olvidar que se trata de un producto dirigido a los despabilados chicos modelo siglo XXI, las primeras generaciones de nativos digitales para quienes la comunicación audiovisual representa una lengua familiar y cotidiana. En todo eso la película cumple.
Y del mismo modo dignifica en lo dramático y narrativo, ofreciendo una historia que abona a ese espíritu vintage que impulsa a un cuento que tiene mucho de clásico pero nada de antiguo. Los hechos transcurren en una pequeña ciudad estilo Luis XV, un escenario típico para un cuento de hadas del siglo XVIII, pero enriquecido con un toque steampunk que permite incorporar detalles anacrónicos para potenciar estética y narrativamente el relato. Un pueblo asolado por su propia plaga, los Boxtrolls del título, pequeños ogros que viven en las cloacas de la ciudad y que también cargan con su propia mitología maldita. Según ella son malvados y se alimentan con la carne de los infortunados que se atreven a andar de noche por la calle. En especial si se trata de chicos que se alejaron de sus casas y de la presencia protectora de sus padres. Sin embargo, toda esa mala fama se basa en un único caso: el secuestro de un bebé y la desaparición de su padre.
Bien aferrado al modelo clásico, el pueblo de Cheesebridge –donde el queso en todas sus variedades forma parte excluyente de la dieta de sus habitantes- ha confiado la erradicación de los Boxtrolls al señor Hurtado, un exterminador de plagas que es pariente cercano del Flautista de Hamelin, pero mucho menos bienintencionado. Él y su heterogéneo grupo de tareas se encargan de capturar a las temidas criaturas durante la noche, cuando estas salen a saquear el pueblo. Pero no pasan más de tres o cuatro escenas para que quede claro que los personajes son inofensivos. Vestidos no más que con cajas de cartón (de ahí su nombre), los pequeños ogros son en realidad una raza confinada al submundo, donde han creado su propio universo merced su habilidad como constructores. Justamente sus incursiones en el mundo superior obedecen a la necesidad de encontrar materia prima para sus inventos entre los aparatos descompuestos y la chatarra que los habitantes del pueblo tiran a la basura. Cualquier parecido con cartoneros recorriendo la noche de Buenos Aires no es coincidencia.
Si Los Boxtrolls comienza reproduciendo de algún modo el esquema social que H. G. Wells proponía para el futuro de la humanidad en La máquina del tiempo, en donde los horribles Morlock aterrorizaban y se alimentaban de los inocentes y hermosos Eloi, la cosa acabará más cerca de la Metrópolis de Fritz Lang, con los oprimidos del subsuelo rebelándose contra los vecinos de arriba. Claro que esto sigue siendo Hollywood y aprovechando el formato de la fábula, sobre el final la película se permite innecesarios detalles tranquilizadores, aunque eso no alcanza para arruinar lo bueno que la película ofrece. Entre otras cosas, la canción de la película compuesta por el ex- Monty Python, Eric Idle. Y una pareja de exterminadores capaces de filosofar acerca del bien y del mal, de dudar de su verdadero rol dentro de la historia y, en una estupenda escena después de los títulos, de preguntarse borgeanamente si no habrá, más allá de ellos mismos, una voluntad superior que decide sin consultar cada uno de sus movimientos y decisiones.
Artículo escrito originalmente para la sección Cultura y Espectáculos de Página/12, pero publicado por primera vez en este blog.
Y del mismo modo dignifica en lo dramático y narrativo, ofreciendo una historia que abona a ese espíritu vintage que impulsa a un cuento que tiene mucho de clásico pero nada de antiguo. Los hechos transcurren en una pequeña ciudad estilo Luis XV, un escenario típico para un cuento de hadas del siglo XVIII, pero enriquecido con un toque steampunk que permite incorporar detalles anacrónicos para potenciar estética y narrativamente el relato. Un pueblo asolado por su propia plaga, los Boxtrolls del título, pequeños ogros que viven en las cloacas de la ciudad y que también cargan con su propia mitología maldita. Según ella son malvados y se alimentan con la carne de los infortunados que se atreven a andar de noche por la calle. En especial si se trata de chicos que se alejaron de sus casas y de la presencia protectora de sus padres. Sin embargo, toda esa mala fama se basa en un único caso: el secuestro de un bebé y la desaparición de su padre.
Bien aferrado al modelo clásico, el pueblo de Cheesebridge –donde el queso en todas sus variedades forma parte excluyente de la dieta de sus habitantes- ha confiado la erradicación de los Boxtrolls al señor Hurtado, un exterminador de plagas que es pariente cercano del Flautista de Hamelin, pero mucho menos bienintencionado. Él y su heterogéneo grupo de tareas se encargan de capturar a las temidas criaturas durante la noche, cuando estas salen a saquear el pueblo. Pero no pasan más de tres o cuatro escenas para que quede claro que los personajes son inofensivos. Vestidos no más que con cajas de cartón (de ahí su nombre), los pequeños ogros son en realidad una raza confinada al submundo, donde han creado su propio universo merced su habilidad como constructores. Justamente sus incursiones en el mundo superior obedecen a la necesidad de encontrar materia prima para sus inventos entre los aparatos descompuestos y la chatarra que los habitantes del pueblo tiran a la basura. Cualquier parecido con cartoneros recorriendo la noche de Buenos Aires no es coincidencia.
Si Los Boxtrolls comienza reproduciendo de algún modo el esquema social que H. G. Wells proponía para el futuro de la humanidad en La máquina del tiempo, en donde los horribles Morlock aterrorizaban y se alimentaban de los inocentes y hermosos Eloi, la cosa acabará más cerca de la Metrópolis de Fritz Lang, con los oprimidos del subsuelo rebelándose contra los vecinos de arriba. Claro que esto sigue siendo Hollywood y aprovechando el formato de la fábula, sobre el final la película se permite innecesarios detalles tranquilizadores, aunque eso no alcanza para arruinar lo bueno que la película ofrece. Entre otras cosas, la canción de la película compuesta por el ex- Monty Python, Eric Idle. Y una pareja de exterminadores capaces de filosofar acerca del bien y del mal, de dudar de su verdadero rol dentro de la historia y, en una estupenda escena después de los títulos, de preguntarse borgeanamente si no habrá, más allá de ellos mismos, una voluntad superior que decide sin consultar cada uno de sus movimientos y decisiones.
Artículo escrito originalmente para la sección Cultura y Espectáculos de Página/12, pero publicado por primera vez en este blog.
LIBROS - "Tristeza", de Federico Reggiani y Ángel Mosquito: La vida sin asado es el fin del mundo
La historia del fin del mundo ya se contó mil veces y de mil maneras. En la variedad está el gusto, se podría decir, y la lista viene solita a la cabeza. Del Apocalipsis y su número de la bestia, pasando por los augurios de Nostradamus, la literatura fantástica, hasta llegar por fin al cine, punto en donde la lista se hace interminable, la fantasía el fin del mundo evolucionó a la par del hombre. A veces el fin del mundo es literal, el planeta explota y la humanidad junto con él. Otras, la mayoría, la egomanía humana ocupa el lugar protagónico y entonces el fin del mundo es apenas una extinción que también ha tenido múltiples máscaras. En esos casos es sólo la humanidad lo que desaparece o pierde sus privilegios, o simplemente se convierte en otra cosa, como zombis, vampiros o vulgares imbéciles que ceden la cúspide de la pirámide evolutiva a los monos. Se podría seguir enumerando variedades del fin del mundo, clasificándolas por plumas o pelajes, pero conviene detenerse acá para pasar de lo general a lo particular y hablar de un caso puntual. Uno que, por otra parte, imagina un fin del mundo desde una perspectiva argentina.
Se trata de la novela gráfica Tristeza, escrita por Federico Reggiani e ilustrada por Ángel Mosquito, que propone un futuro posapocalíptico en medio de la Pampa argentina, pero con una sensible diferencia: apenas quedan un puñado de personas intentando reconstruir una forma social primitiva, pero ninguna vaca. De hecho, una de las paradojas de la novela es que este fin del mundo en pleno avance tiene su origen en una enfermedad bovina, cuyo síntoma visible es un profundo estado de tristeza que antecede a la muerte. Todo muy argentino. “Existe de verdad una enfermedad en las vacas que se llama o le dicen tristeza, producida por un parásito”, dicen Reggiani y Mosquito, confirmando que la inspiración se mueve de forma misteriosa. “Es muy potente la imagen de una persona (o una vaca) que se pone triste antes de morir: así que convertimos el parasito en virus y las vacas quedaron como culpables. Después nos dimos cuenta que la vaca está en el centro de muchos imaginarios argentinos...” Es así: traten de imaginar la vida sin poder hacer un buen asado nunca más.
Con inteligencia, Reggiani y Mosquito utilizan esos íntimos rasgos de identidad, para contar cómo sería el fin del mundo desde la Argentina. Y lo ilustran con crudeza. Ya avanzado el relato, uno de los personajes cuenta que cuando los muertos empezaron a amontonarse tuvieron que evitar cremarlos, para evitar que el olor de la carne quemada les recordara la imposibilidad del asado. Esto, que aisladamente parece un chiste, en la novela no lo es. “El problema de los historietistas es que tenemos que producir con un ojo en el mercado externo, pensar en un probable lector yanky o europeo. Entonces tendemos a reprimir los detalles locales”, dice Reggiani. “En Tristeza más que trabajar en buscar detalles, trabajamos en no borrarlos”, completa Mosquito.
El hecho de que los infectados manifiesten como síntoma la tristeza y que esta se convierta en furia justo antes de morir, también parece una radiografía cruda de los argentinos, tan cercanos a esas dos emociones como los brasileros pueden estarlo de la alegría o los uruguayos de la nostalgia. “La idea era que el primer síntoma fuera la tristeza. Y la furia una excusa narrativa para que la gente se viera obligada a abandonar a su gente querida y dejar la ciudad”, afirman y todo parece una perfecta descripción de Buenos Aires, que tiene el color triste del tango y a la que no por casualidad alguien definió poéticamente como “ciudad de la furia”. Lo que no saben los protagonistas de Tristeza es que tras abandonar la ciudad acabarán llegando a un nuevo enclave urbano gobernado por un misterioso y tiránico ex reggetonero y en donde la cantante romántico-tropical Gilda se ha convertido en centro de un culto religioso perseguido. Todo eso en el contexto de una comunidad que ha perdido la capacidad simbólica, donde todo se reduce a su sentido literal y atada a una excesiva corrección política que deviene una nueva forma de intolerancia. “Tratamos de imaginar cómo reconstruir una sociedad en una situación terminal”, afirma el guionista. “No quisimos opinar y creo que ninguno de los dos sabe bien cuál de los bandos tiene razón”, agrega Mosquito. “Acá los tecnócratas tratan de hacer las cosas bien, pero también tienen miedo y eso los va volviendo autoritarios. Y ante la duda cualquier forma de carnaval o desorden o incluso fiesta, es peligrosa para ese orden social precario”, completa Reggiani.
Ahí aparece otro detalle bien argentino: la costumbre de polarizarlo todo, ese impulso de ante cualquier cosa (política, fútbol, rock, literatura, historia) crear dos bandos. Una característica que en esa proto-sociedad que comienza a reconstruirse se manifiesta con fuerza y, tal vez no por casualidad, a través de la música convertida en ideología y religión. “Imaginamos una sociedad en la que se rompen muy rápidamente los lazos con el pasado. De manera que los ritos religiosos clásicos -que ya hoy para mucha gente casi no existen- pueden haber casi desaparecido”, arriesga el ilustrador. “Nos pareció razonable que aquellos que de alguna manera querían una religión la inventaran con cualquier cosa”, complementa Reggiani, aunque sabe que la música no es precisamente cualquier cosa. “Nos pareció verosímil que un ídolo musical pudiera arrastrar sobrevivientes en su zona que, puestos a seguir a alguien, siguieron al conocido”, rectifica. De ahí a convertir en oración religiosa el estribillo de la canciónde Gilda “Paisaje” hay un paso y el movimiento resulta un hallazgo sorprendente. “Algunas canciones populares están incorporadas a la mente del mismo modo que las oraciones (si uno recibió algo de educación religiosa)”, arriesga Mosquito. “Uno puede recitar muchos tangos, o canciones de Sui Géneris o las de Gilda sin pensar en el contenido, como si recitara el Padrenuestro”, remata Reggiani. Inevitable, la confesión final no se hace esperar (ni causa sorpresa): “¡Adoramos a Gilda!”
Se trata de la novela gráfica Tristeza, escrita por Federico Reggiani e ilustrada por Ángel Mosquito, que propone un futuro posapocalíptico en medio de la Pampa argentina, pero con una sensible diferencia: apenas quedan un puñado de personas intentando reconstruir una forma social primitiva, pero ninguna vaca. De hecho, una de las paradojas de la novela es que este fin del mundo en pleno avance tiene su origen en una enfermedad bovina, cuyo síntoma visible es un profundo estado de tristeza que antecede a la muerte. Todo muy argentino. “Existe de verdad una enfermedad en las vacas que se llama o le dicen tristeza, producida por un parásito”, dicen Reggiani y Mosquito, confirmando que la inspiración se mueve de forma misteriosa. “Es muy potente la imagen de una persona (o una vaca) que se pone triste antes de morir: así que convertimos el parasito en virus y las vacas quedaron como culpables. Después nos dimos cuenta que la vaca está en el centro de muchos imaginarios argentinos...” Es así: traten de imaginar la vida sin poder hacer un buen asado nunca más.
Con inteligencia, Reggiani y Mosquito utilizan esos íntimos rasgos de identidad, para contar cómo sería el fin del mundo desde la Argentina. Y lo ilustran con crudeza. Ya avanzado el relato, uno de los personajes cuenta que cuando los muertos empezaron a amontonarse tuvieron que evitar cremarlos, para evitar que el olor de la carne quemada les recordara la imposibilidad del asado. Esto, que aisladamente parece un chiste, en la novela no lo es. “El problema de los historietistas es que tenemos que producir con un ojo en el mercado externo, pensar en un probable lector yanky o europeo. Entonces tendemos a reprimir los detalles locales”, dice Reggiani. “En Tristeza más que trabajar en buscar detalles, trabajamos en no borrarlos”, completa Mosquito.
El hecho de que los infectados manifiesten como síntoma la tristeza y que esta se convierta en furia justo antes de morir, también parece una radiografía cruda de los argentinos, tan cercanos a esas dos emociones como los brasileros pueden estarlo de la alegría o los uruguayos de la nostalgia. “La idea era que el primer síntoma fuera la tristeza. Y la furia una excusa narrativa para que la gente se viera obligada a abandonar a su gente querida y dejar la ciudad”, afirman y todo parece una perfecta descripción de Buenos Aires, que tiene el color triste del tango y a la que no por casualidad alguien definió poéticamente como “ciudad de la furia”. Lo que no saben los protagonistas de Tristeza es que tras abandonar la ciudad acabarán llegando a un nuevo enclave urbano gobernado por un misterioso y tiránico ex reggetonero y en donde la cantante romántico-tropical Gilda se ha convertido en centro de un culto religioso perseguido. Todo eso en el contexto de una comunidad que ha perdido la capacidad simbólica, donde todo se reduce a su sentido literal y atada a una excesiva corrección política que deviene una nueva forma de intolerancia. “Tratamos de imaginar cómo reconstruir una sociedad en una situación terminal”, afirma el guionista. “No quisimos opinar y creo que ninguno de los dos sabe bien cuál de los bandos tiene razón”, agrega Mosquito. “Acá los tecnócratas tratan de hacer las cosas bien, pero también tienen miedo y eso los va volviendo autoritarios. Y ante la duda cualquier forma de carnaval o desorden o incluso fiesta, es peligrosa para ese orden social precario”, completa Reggiani.
Ahí aparece otro detalle bien argentino: la costumbre de polarizarlo todo, ese impulso de ante cualquier cosa (política, fútbol, rock, literatura, historia) crear dos bandos. Una característica que en esa proto-sociedad que comienza a reconstruirse se manifiesta con fuerza y, tal vez no por casualidad, a través de la música convertida en ideología y religión. “Imaginamos una sociedad en la que se rompen muy rápidamente los lazos con el pasado. De manera que los ritos religiosos clásicos -que ya hoy para mucha gente casi no existen- pueden haber casi desaparecido”, arriesga el ilustrador. “Nos pareció razonable que aquellos que de alguna manera querían una religión la inventaran con cualquier cosa”, complementa Reggiani, aunque sabe que la música no es precisamente cualquier cosa. “Nos pareció verosímil que un ídolo musical pudiera arrastrar sobrevivientes en su zona que, puestos a seguir a alguien, siguieron al conocido”, rectifica. De ahí a convertir en oración religiosa el estribillo de la canciónde Gilda “Paisaje” hay un paso y el movimiento resulta un hallazgo sorprendente. “Algunas canciones populares están incorporadas a la mente del mismo modo que las oraciones (si uno recibió algo de educación religiosa)”, arriesga Mosquito. “Uno puede recitar muchos tangos, o canciones de Sui Géneris o las de Gilda sin pensar en el contenido, como si recitara el Padrenuestro”, remata Reggiani. Inevitable, la confesión final no se hace esperar (ni causa sorpresa): “¡Adoramos a Gilda!”
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domingo, 9 de noviembre de 2014
DISCOS - "Nevermind", de Nirvana (1991): En la puerta de la globalización
Apenas tenía 21 cuando mi amigo Daniel me propuso comprar a medias el disco de una banda nueva que eran como los nuevos Sex Pistols, o algo así, según él mismo había escuchado no sabía dónde. Así de vagas eran las referencias que sobre cualquier tema solíamos darnos por entonces, cuando la tecnología digital todavía no era el pan nuestro de cada día y las certezas venían en su viejo envase analógico. Daniel solamente dijo eso y me pareció que la propuesta era muy ventajosa: yo me quedaría con el disco original y él se llevaría un cassette con la copia. Y como la idea era suya podía aprovecharme de mí amigo sin culpa. Nunca había escuchado nada de esa banda, ni siquiera su nombre, que sonaba exótico para ser punk norteamericano, aunque el título del disco trazaba una línea gruesa que llegaba hasta Londres, 1977.
En aquel verano de 1992 todavía no sabíamos qué significaba grunge, Seattle era una ciudad desconocida y definitivamente nadie usaba bermudas anchas ni camisas leñadoras, pero antes de que llegara al invierno todo el mundo tenía puesto el uniforme. Ahora pienso que aquel fue el primer paso de la globalización, pero no le vamos a echar la culpa a Nirvana.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
jueves, 6 de noviembre de 2014
CINE - "Torrente 5: Operación Eurovegas", de Santiago Segura: Cómo querer a un mal tipo
Que el inescrupuloso pero tonto policía José Luis Torrente haya conseguido sostenerse a lo largo de cinco películas, aún con sus altibajos, convirtiendo a la saga en la más taquillera del cine español y al protagonista en un personaje de culto en varios países, incluida la Argentina, no debe tomarse a la ligera. Son indicios de que hay algo en él –y en el estereotipo que representa- que consigue resonar con fuerza en una masa que excede la categoría estricta de público cinematográfico. Porque no caben dudas de que Torrente logra salirse de la pantalla y resultarle familiar a cualquiera, convenciendo a todo el mundo que aquello que el personaje lleva hasta el absurdo es, sin embargo, absolutamente posible en el mundo real. Todo el mérito es de su creador e intérprete, el actor y sobre todo comediante español Santiago Segura, a partir de su triple capacidad de traducir a un absurdo políticamente incorrecto aspectos importantes de la realidad; de ponerlos en escena de manera efectiva como director; y de dar vida a una criatura reconocible e inesperadamemente querible, a pesar de dar muestras permanentes de su bajeza y sus pésimos valores.
Si alguien quisiera ver las películas de Torrente de manera objetiva, enseguida quedaría claro que aunque el personaje ocupe el lugar del héroe y haya otros a quienes se puede identificar con el rol de “el malo”, el más malo siempre es él. Policía radicalmente corrupto, cobarde, racista e inepto que no hace más que aprovecharse de niños, mujeres y desahuciados, el tipo representa lo peor de cualquier sociedad: el poder corrompido en las manos más inapropiadas. Y sin embargo no indigna a nadie. Por eso el comienzo de Torrente 5: Operación Eurovegas resulta paradójicamente encantador. Torrente sale de la cárcel, en donde estuvo recluido desde el final de la película anterior: es el año 2018 y el mundo ha cambiado sensiblemente. La crisis ha deshecho a España, que fue expulsada de la Unión Europea y ha debido volver forzosamente a la peseta; Cataluña por fin consiguió la independencia y alguien ha pintado con sus colores la estatua de su ídolo, el cantante kitsch El Fary. Y lo peor de todo: el estadio Vicente Calderón del Atlético de Madrid se encuentra en ruinas. En plena crisis nerviosa, en medio de la destruida cancha de su querido “Aleti” y secundado por dos de los fronterizos que suelen hacerle de laderos, Torrente se juramenta: “Se acabó el hombre honesto, se terminó el ciudadano modélico: a partir de ahora seré un fuera de la ley”. Con gracia, Segura pone en escena los complejos alcances de la percepción y las distorsiones que pueden resultar de la sencilla operación de ponerse a contemplar el propio reflejo.
De eso se trata la saga y ese es uno de los motivos por los que sus películas son un éxito. Aun reiterando más o menos la misma batería de chistes (Un ejemplo: no falta en esta quinta entrega una nueva versión de la escena de “las pajillas” en el auto, que se viene repitiendo desde la inicial Torrente, El brazo tonto de la ley (1998), esta vez llevando la cosa a niveles extremos), Segura siempre consigue hacer que cada nueva entrega funcione como un espejo deformante que expone lo peor de la sociedad –y no sólo de la de su país-. Esta vez, entre otras cosas, consigue que su versión posapocalíptica de España ponga blanco sobre negro la pretensión primermundista de un país tan vaciado por la corrupción y las fantasías neoliberales, como cualquiera de los siempre menospreciados primos de América Latina. Será por eso que esta versión conscientemente outsider del personaje se propone robar el complejo de casinos Eurovegas, un absurdo proyecto de capitales estadounidenses que pretendía instalar una pequeña Las Vegas en las afueras de Madrid. No por nada el personaje interpretado por Alec Baldwin se llama Mr. Marshall, una referencia directa a Bienvenido Mr. Marshall (1953), clásico de la sátira política dirigido por el gran Luis García Berlanga, acerca del vínculo entre la España franquista y los Estados Unidos vía Plan Marshall. Un pequeño detalle que desde la cinefilia deja claro el carácter cínico del personaje y confirma que a través del cine es perfectamente legítimo sentir un gran cariño por un tipo despreciable.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Si alguien quisiera ver las películas de Torrente de manera objetiva, enseguida quedaría claro que aunque el personaje ocupe el lugar del héroe y haya otros a quienes se puede identificar con el rol de “el malo”, el más malo siempre es él. Policía radicalmente corrupto, cobarde, racista e inepto que no hace más que aprovecharse de niños, mujeres y desahuciados, el tipo representa lo peor de cualquier sociedad: el poder corrompido en las manos más inapropiadas. Y sin embargo no indigna a nadie. Por eso el comienzo de Torrente 5: Operación Eurovegas resulta paradójicamente encantador. Torrente sale de la cárcel, en donde estuvo recluido desde el final de la película anterior: es el año 2018 y el mundo ha cambiado sensiblemente. La crisis ha deshecho a España, que fue expulsada de la Unión Europea y ha debido volver forzosamente a la peseta; Cataluña por fin consiguió la independencia y alguien ha pintado con sus colores la estatua de su ídolo, el cantante kitsch El Fary. Y lo peor de todo: el estadio Vicente Calderón del Atlético de Madrid se encuentra en ruinas. En plena crisis nerviosa, en medio de la destruida cancha de su querido “Aleti” y secundado por dos de los fronterizos que suelen hacerle de laderos, Torrente se juramenta: “Se acabó el hombre honesto, se terminó el ciudadano modélico: a partir de ahora seré un fuera de la ley”. Con gracia, Segura pone en escena los complejos alcances de la percepción y las distorsiones que pueden resultar de la sencilla operación de ponerse a contemplar el propio reflejo.
De eso se trata la saga y ese es uno de los motivos por los que sus películas son un éxito. Aun reiterando más o menos la misma batería de chistes (Un ejemplo: no falta en esta quinta entrega una nueva versión de la escena de “las pajillas” en el auto, que se viene repitiendo desde la inicial Torrente, El brazo tonto de la ley (1998), esta vez llevando la cosa a niveles extremos), Segura siempre consigue hacer que cada nueva entrega funcione como un espejo deformante que expone lo peor de la sociedad –y no sólo de la de su país-. Esta vez, entre otras cosas, consigue que su versión posapocalíptica de España ponga blanco sobre negro la pretensión primermundista de un país tan vaciado por la corrupción y las fantasías neoliberales, como cualquiera de los siempre menospreciados primos de América Latina. Será por eso que esta versión conscientemente outsider del personaje se propone robar el complejo de casinos Eurovegas, un absurdo proyecto de capitales estadounidenses que pretendía instalar una pequeña Las Vegas en las afueras de Madrid. No por nada el personaje interpretado por Alec Baldwin se llama Mr. Marshall, una referencia directa a Bienvenido Mr. Marshall (1953), clásico de la sátira política dirigido por el gran Luis García Berlanga, acerca del vínculo entre la España franquista y los Estados Unidos vía Plan Marshall. Un pequeño detalle que desde la cinefilia deja claro el carácter cínico del personaje y confirma que a través del cine es perfectamente legítimo sentir un gran cariño por un tipo despreciable.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
miércoles, 5 de noviembre de 2014
LIBROS - "A/Zeta Guía al mundo del cine", de Tamara Caldera y Gabriel Gutiérrez: Una cruzada para editar la Cinemateca de Babel
Que el cine es un universo ya se ha dicho muchas veces: un universo sideral. No infinito, pero sí cada vez más inabarcable. Desde que los hermanos Lumiere le pusieran fecha de nacimiento oficial al séptimo arte –que por entonces no era ni remotamente un arte-, el mapa cinematográfico se fue complejizando un poco más cada año hasta llegar a la súper productiva actualidad, en que miles de nuevas películas se suman a la lista cada nueva temporada. Frente a eso, todos los cinéfilos del mundo pueden despedirse de la pretensión de convertirse a sí mismos en Cinematecas de Babel ambulantes. Un deseo absurdo, por otra parte, porque, hablando seriamente: ¿cuántas de esas cientos de miles de películas acumuladas en la historia del cine merecen realmente ser vistas? La cuestión, entonces, no es cuántas sino cuáles son las que deberían verse para poder decirse con orgullo un cinéfilo ilustrado.
Tamara Caldera y Gabriel Gutiérrez son fanáticos de las películas, aunque ninguno de ellos mantiene un vínculo formal con el mundo del cine, más allá su pasión de espectadores. Ella es arquitecta, él historiador y hace dos años y medio que se radicaron en la Argentina provenientes de Nicaragua y Costa Rica, para continuar con sus estudios. Lejos de casa encontraron en el cine un punto de reunión y hasta es posible imaginarlos viendo y hablando de películas para no extrañar. Habrá sido en esas charlas cuando empezaron a discutir cuáles serían aquellas películas que merecen ser vistas, imaginando diferentes derroteros por la historia del cine como quien sopesa la mejor forma de recorrer una ciudad desconocida. Nada raro si se piensa que ambos debieron atravesar esa misma experiencia al llegar a Buenos Aires. Entonces fantasearon un proyecto monumental: un libro que al modo de las guías turísticas ofreciera posibles itinerarios por la historia del cine, sugiriendo en qué películas detenerse a mirar. Así nació A/Zeta Guía al mundo del cine, una enciclopedia encerrada en un único libro que incluye un pequeño vademécum de 1700 películas de 88 países distintos, seleccionadas a partir de múltiples criterios, que hacen realidad la idea de Caldera y Gutiérrez. Imaginaron también que era posible convocar a artistas gráficos de todo el mundo para que recrearan visualmente esas películas, sumando al libro un importante valor agregado.
Pero no sólo con ideas se hacen los libros: también es necesario un presupuesto. Pero semejante empresa demandaba un esfuerzo económico que desbordaba las posibilidades de estos dos amigos que no se desanimaron y decidieron buscar una ayuda de los amigos. Así decidieron que el crowd funding era la mejor forma de concretar la publicación de la guía A/Zeta sin resignar ninguno de los detalles que lo convierten en un libro único. “Buscamos la forma de hacer que un video club estuviera en la mesa de tu casa”, dicen Caldera y Gutiérrez acerca de su guía. “Un libro de cine que aguantara el paso tiempo: una videoteca en forma de libro”, concluyen orgullosos.
¿Cómo realizaron la selección de las películas incluidas en el libro?
TC -Tomamos de base varias selecciones de las llamadas “mejores películas de la historia” realizadas por sitios, revistas y libros especializados, pero también incluimos algunas de nuestra elección. A eso le sumamos las ganadoras de los premios BAFTA, Cesar, Oscar y los festivales de Cannes, Venecia y Berlín, entre otros.
GG -La consigna fue la misma que le trasladamos al lector: permitirnos la curiosidad de arriesgarnos a ver algo nuevo. Aprender a dar oportunidades y a ser abiertos.
TC –Queremos que funcione como un punto de partida que genere la noción de espacio infinito donde nunca dejar de buscar.
GG –Es el libro que me hubiera gustado tener cuando inicie mis estudios para entender la crítica de cine.
-Han dicho que la función del libro no es reseñar ni criticar películas.
TC -El libro busca recomendar como lo hubiese hecho un dependiente de video club.
GG -La idea es expresar el sentimiento que genera la película, los pensamientos que despierta una vez concluida. Entender por qué algunas se quedan en la mente incubadas para florecer eventualmente y darle un sentido diferente al inicial.
-¿Pero por qué creen que estás películas se encontrarían fuera del alcance del ejercicio crítico?
GG -Cuando hablamos de “películas anti-critica” lo hacemos tomando el sentido global de la palabra critica, cuya raíz es criterio, que significa “norma para conocer la verdad”.
TC -Estas películas son “anti critica” porque las sobrevuelan una infinidad de percepciones subjetivas que generan infinitas verdades.
GG -No existe una película que esté blindada a esa crítica, ni siguiera las películas legendarias.
TC -La crítica es una forma de abordar las películas y la nuestra es otra.
GG -Sólo dos entre tantas formas posibles de ver el cine que hacen que todos veamos la misma película de manera distinta.
-¿Por qué se inclinaron por la opción del crowd funding?
TC -Después de una reunión con una pequeña editorial nos dimos cuenta de que la mejor forma de tener control absoluto sobre el libro era convirtiéndonos en nuestra propia editorial.
-¿En qué consiste la convocatoria que han hecho?
GG -Este sistema de financiación colectiva es bastante novedoso. Elegimos trabajar con Idea.me, una plataforma Argentina muy respetada y utilizada en varios países de Sudamérica. Tiene muchas facilidades respecto a medios de pago y es amigable con pagos internacionales.
TC -Es un portal confiable, de fácil navegación, que ofrece seguridad a quienes colaboran y nos permite la oportunidad de entregar recompensas a cada colaborador. Muchos proyectos han salido a la luz gracias a ellos.
GG -La campaña busca recaudar los fondos que nos permitan editar el libro y para eso diseñamos colaboraciones de diverso rango (Ver recuadro).
TC -La campaña sigue el formato “todo o nada”. Es decir,necesitamos recaudar el 100% para que nuestra guía se pueda editar. De lo contrario el dinero se devuelve a los colaboradores.
GG –Se trata de un libro único, de ejemplares numerados, de colección.
TC –Y no nos queda mucho tiempo.
Para ser parte del libro
Para saber más acerca del proyecto A/Zeta Guía al Mundo del Cine, pueden acceder a las plataformas que sus impulsores mantienen en la web (azetaguia.com) o en diversas redes sociales como Facebook (facebook.com/azetaguia); Instagram (instagram.com/azetaguia); Twitter (twitter.com/azetaguia); Behance (behance.net/azetaguia), o Vimeo: (vimeo.com/azetaguia). Quienes deseen colaborar materialmente pueden hacerlo en el espacio que Caldera y Gutiérrez han abierto en la plataforma Idea.me, conde encontrarán diversas formas de ser parte del proyecto. Para informarse de las diferentes posibilidades de hacerlo deben dirigirse a idea.me/projects/23892/azeta-guia-al-mundo-del-cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Tamara Caldera y Gabriel Gutiérrez son fanáticos de las películas, aunque ninguno de ellos mantiene un vínculo formal con el mundo del cine, más allá su pasión de espectadores. Ella es arquitecta, él historiador y hace dos años y medio que se radicaron en la Argentina provenientes de Nicaragua y Costa Rica, para continuar con sus estudios. Lejos de casa encontraron en el cine un punto de reunión y hasta es posible imaginarlos viendo y hablando de películas para no extrañar. Habrá sido en esas charlas cuando empezaron a discutir cuáles serían aquellas películas que merecen ser vistas, imaginando diferentes derroteros por la historia del cine como quien sopesa la mejor forma de recorrer una ciudad desconocida. Nada raro si se piensa que ambos debieron atravesar esa misma experiencia al llegar a Buenos Aires. Entonces fantasearon un proyecto monumental: un libro que al modo de las guías turísticas ofreciera posibles itinerarios por la historia del cine, sugiriendo en qué películas detenerse a mirar. Así nació A/Zeta Guía al mundo del cine, una enciclopedia encerrada en un único libro que incluye un pequeño vademécum de 1700 películas de 88 países distintos, seleccionadas a partir de múltiples criterios, que hacen realidad la idea de Caldera y Gutiérrez. Imaginaron también que era posible convocar a artistas gráficos de todo el mundo para que recrearan visualmente esas películas, sumando al libro un importante valor agregado.
Pero no sólo con ideas se hacen los libros: también es necesario un presupuesto. Pero semejante empresa demandaba un esfuerzo económico que desbordaba las posibilidades de estos dos amigos que no se desanimaron y decidieron buscar una ayuda de los amigos. Así decidieron que el crowd funding era la mejor forma de concretar la publicación de la guía A/Zeta sin resignar ninguno de los detalles que lo convierten en un libro único. “Buscamos la forma de hacer que un video club estuviera en la mesa de tu casa”, dicen Caldera y Gutiérrez acerca de su guía. “Un libro de cine que aguantara el paso tiempo: una videoteca en forma de libro”, concluyen orgullosos.
¿Cómo realizaron la selección de las películas incluidas en el libro?
TC -Tomamos de base varias selecciones de las llamadas “mejores películas de la historia” realizadas por sitios, revistas y libros especializados, pero también incluimos algunas de nuestra elección. A eso le sumamos las ganadoras de los premios BAFTA, Cesar, Oscar y los festivales de Cannes, Venecia y Berlín, entre otros.
GG -La consigna fue la misma que le trasladamos al lector: permitirnos la curiosidad de arriesgarnos a ver algo nuevo. Aprender a dar oportunidades y a ser abiertos.
TC –Queremos que funcione como un punto de partida que genere la noción de espacio infinito donde nunca dejar de buscar.
GG –Es el libro que me hubiera gustado tener cuando inicie mis estudios para entender la crítica de cine.
-Han dicho que la función del libro no es reseñar ni criticar películas.
TC -El libro busca recomendar como lo hubiese hecho un dependiente de video club.
GG -La idea es expresar el sentimiento que genera la película, los pensamientos que despierta una vez concluida. Entender por qué algunas se quedan en la mente incubadas para florecer eventualmente y darle un sentido diferente al inicial.
-¿Pero por qué creen que estás películas se encontrarían fuera del alcance del ejercicio crítico?
GG -Cuando hablamos de “películas anti-critica” lo hacemos tomando el sentido global de la palabra critica, cuya raíz es criterio, que significa “norma para conocer la verdad”.
TC -Estas películas son “anti critica” porque las sobrevuelan una infinidad de percepciones subjetivas que generan infinitas verdades.
GG -No existe una película que esté blindada a esa crítica, ni siguiera las películas legendarias.
TC -La crítica es una forma de abordar las películas y la nuestra es otra.
GG -Sólo dos entre tantas formas posibles de ver el cine que hacen que todos veamos la misma película de manera distinta.
-¿Por qué se inclinaron por la opción del crowd funding?
TC -Después de una reunión con una pequeña editorial nos dimos cuenta de que la mejor forma de tener control absoluto sobre el libro era convirtiéndonos en nuestra propia editorial.
-¿En qué consiste la convocatoria que han hecho?
GG -Este sistema de financiación colectiva es bastante novedoso. Elegimos trabajar con Idea.me, una plataforma Argentina muy respetada y utilizada en varios países de Sudamérica. Tiene muchas facilidades respecto a medios de pago y es amigable con pagos internacionales.
TC -Es un portal confiable, de fácil navegación, que ofrece seguridad a quienes colaboran y nos permite la oportunidad de entregar recompensas a cada colaborador. Muchos proyectos han salido a la luz gracias a ellos.
GG -La campaña busca recaudar los fondos que nos permitan editar el libro y para eso diseñamos colaboraciones de diverso rango (Ver recuadro).
TC -La campaña sigue el formato “todo o nada”. Es decir,necesitamos recaudar el 100% para que nuestra guía se pueda editar. De lo contrario el dinero se devuelve a los colaboradores.
GG –Se trata de un libro único, de ejemplares numerados, de colección.
TC –Y no nos queda mucho tiempo.
Para ser parte del libro
Para saber más acerca del proyecto A/Zeta Guía al Mundo del Cine, pueden acceder a las plataformas que sus impulsores mantienen en la web (azetaguia.com) o en diversas redes sociales como Facebook (facebook.com/azetaguia); Instagram (instagram.com/azetaguia); Twitter (twitter.com/azetaguia); Behance (behance.net/azetaguia), o Vimeo: (vimeo.com/azetaguia). Quienes deseen colaborar materialmente pueden hacerlo en el espacio que Caldera y Gutiérrez han abierto en la plataforma Idea.me, conde encontrarán diversas formas de ser parte del proyecto. Para informarse de las diferentes posibilidades de hacerlo deben dirigirse a idea.me/projects/23892/azeta-guia-al-mundo-del-cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
viernes, 31 de octubre de 2014
LIBROS - "El combate" (The fight), de Norman Mailer: Una pelea que entró en la historia convertida en mito
A veces es imposible reconocer un hecho histórico cuando acaba de ocurrir, por inmediatez, por contemporaneidad, por la dificultad de ver con claridad aquello que está demasiado próximo. A veces se necesita distancia, que el río del tiempo corra bajo el puente para que algunas cosas estén claras. Otras en cambio es posible verla venir desde lejos, mucho antes de que lo histórico se concrete. A veces ocurre casi sin testigos y otras frente a millones de personas: el siglo XX ha permitido que la historia se transmitiera en vivo y en directo a todo el mundo. Muchas veces se presenta vestida de gala, subrayada y obvia, pero otras se esconde en hechos aparentemente triviales, como una pelea de box o la edición de un libro. Pero en muy contadas ocasiones, como si se tratara del Aleph borgeano, todas estas cosas ocurren al mismo tiempo. La pelea por el campeonato mundial de los pesos pesados que enfrentó al entonces campeón George Foreman contra el más grande boxeador de todos los tiempos, Muhammad Alí, el 30 de Octubre de 1974 en Kinshasa, capital de Zaire (por entonces gobernado por el dictador Mobutu, hoy República Democrática del Congo), es uno de esos tesoros.
Esa madrugada africana (la pelea se realizó a las 4 de la mañana para que pudiera transmitirse en vivo a los EE.UU. en horario central), de la que ayer se cumplieron 40 años, representó mucho más que el enfrentamiento entre dos boxeadores. Se trataba de un hecho cultural de enorme peso simbólico para la compleja realidad estadounidense (y mundial) de aquellos años. Y eso no pasó desapercibido: muchos escritores e intelectuales viajaron al centro de África, a aquel corazón de las tinieblas que describiera Joseph Conrad, para cubrir el enfrentamiento para diferentes medios. Ahí estuvo Hunter Thompson, creador del llamado Periodismo Gonzo, enviado por la revista Rolling Stone; hasta allá fue George Plimpton, escritor, periodista y editor. Y también Norman Mailer, uno de los padres del llamado Nuevo Periodismo, extraordinario cronista y uno de los escritores norteamericanos más destacados de su generación. Justamente Mailer fue quien con mayor precisión comprendió que lo que se disputaría en Kinshasa superaba por mucho la relevancia de un título del mundo, que era mucho más que una pelea lo que tendría lugar en ese sofocante amanecer en tierra africana. Aunque la pelea fuera un hito deportivo insoslayable, también sería un manifiesto estético, un acto político, el claro emergente de una época y, por supuesto, un hecho histórico. De todo eso habla Mailer en su libro El combate, una crónica escrita con maestría literaria y el rigor de un corresponsal de guerra.
Con un talento boxístico capaz de revolucionar la disciplina hasta convertirse él mismo en un antes y un después, Alí consiguió trascender el hermetismo del ring para convertirse en un actor fundamental dentro de la compleja estructura política y social de los años 60 y 70 no sólo en su país. Tal fue su importancia más allá del deporte que se lo suele incluir en la lista de personalidades revolucionarias y contraculturales de su época, junto a Martín Luther King o el Che Guevara, entre otros. Fue una de las caras visibles de la resistencia racial negra, causa en la que fue radicalizando su postura: se unió al ala más dura del Islam; cambió su nombre de liberto; fue un militante en contra del integracionismo racial y se negó a ser reclutado para combatir en la Guerra de Vietnam, razón por la que fue despojado de su título del mundo y suspendido para la actividad profesional en 1967. Con excepción de la elite intelectual que lo reverenciaba y veía en él a un par, la Norte América blanca no le perdonaba esas tres anatemas.
Foreman era un boxeador en las antípodas estilísticas de Alí y sus golpes poseían un poder de destrucción pocas veces visto. Y aunque también era negro, no compartía las formas radicales de su rival. Cristiano y orgulloso de su país, Foreman había celebrado su medalla de oro en los Juegos Olímpicos de México 1968 haciendo flamear la bandera norteamericana. Una actitud diametralmente opuesta a la de los atletas Tommie Smith y John Carlos, que en esos mismos Juegos habían celebrado las suyas realizando el saludo del Black Power (Poder Negro), un reconocido gesto de protesta vinculado a la lucha de la comunidad afronorteamericana por sus derechos civiles. Alí solía burlarse de Foreman por aquel festejo. No eran entonces solamente dos boxeadores frente a frente: eran los avatares de realidades bien distintas chocando con la fuerza de sus puños.
Norman Mailer arribó a África pocos días antes de la pelea. Su idea era llegar, ver el combate y volver para escribir, pero un hecho inesperado cambió no sólo los planes del escritor, sino que sutilmente fue desviando al asunto hacia territorio mítico. Durante un entrenamiento Foreman se lastimó una ceja y la pelea debió posponerse casi un mes, tiempo suficiente para que todo se fuera magnificando, para que los sentidos de cualquier cosa que ocurriera alcanzaran dimensiones épicas. El combate da cuenta de los hechos que componen la epopeya de El rugido en la jungla (Rumble in the jungle), el nombre con que se había bautizado a la pelea para su promoción. Mailer es tan capaz de reflexionar acerca del arte del boxeo (“No hay golpe que repercuta más negativamente que aquel que no da en el blanco.”); de explicar la diferencia entre las formas en que se percibía a uno y otro contendiente (“Uno de los motivos por los que Alí inspiraba amor -y relativamente poco respeto hacia su fuerza- era el hecho de que su personalidad sugiriera la idea de que no sería capaz de causar daño a un hombre corriente”, “En cambio Foreman era una amenaza real.”); como de hilvanar epigramas certeros sobre estética (“¿Qué es la genialidad sino el equilibrio al borde de lo imposible?”) u otros acerca del contexto social, político e histórico (“La primera norma de la dictadura es la de reforzar los propios errores”). En el camino realiza un relato lúcido e intenso de los 8 rounds que duró aquella pelea, en la qué Alí pasó de ser el más grande boxeador de todos los tiempos a convertirse en leyenda viva.
Como prueba de que la historia se mueve de formas misteriosas, 6 meses después de que Alí recuperara en el corazón del África negra la corona mundial que le habían arrebatado injustamente, los Estados Unidos admitían la derrota en Vietnam. Todavía quedaba tiempo para que la leyenda llegara a ser aún más grande.
Norman Mailer y el rugido en la jungla
En su libro, Norman Mailer está lejos de glorificar a Muhammad Alí en perjuicio de George Foreman. En cambio demuestra conocer la lección homérica: El combate retoma el espíritu épico de La Ilíada, consciente de que para un héroe no hay gloria si del otro lado no hay un héroe igualmente poderoso. Aun prefiriendo a Alí, Mailer muestra admiración y respeto por Foreman. Y pone en evidencia la inteligencia dialéctica de ambos, muy conocida en el caso de Alí (“Los negros asustan más a los blancos que a los negros: a mí no me asusta Foreman.”), no tanto en el de Foreman (“Jamás tengo ocasión de hablar demasiado en el ring: para cuando empiezo a conocer a un tipo, todo ha terminado”).
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Esa madrugada africana (la pelea se realizó a las 4 de la mañana para que pudiera transmitirse en vivo a los EE.UU. en horario central), de la que ayer se cumplieron 40 años, representó mucho más que el enfrentamiento entre dos boxeadores. Se trataba de un hecho cultural de enorme peso simbólico para la compleja realidad estadounidense (y mundial) de aquellos años. Y eso no pasó desapercibido: muchos escritores e intelectuales viajaron al centro de África, a aquel corazón de las tinieblas que describiera Joseph Conrad, para cubrir el enfrentamiento para diferentes medios. Ahí estuvo Hunter Thompson, creador del llamado Periodismo Gonzo, enviado por la revista Rolling Stone; hasta allá fue George Plimpton, escritor, periodista y editor. Y también Norman Mailer, uno de los padres del llamado Nuevo Periodismo, extraordinario cronista y uno de los escritores norteamericanos más destacados de su generación. Justamente Mailer fue quien con mayor precisión comprendió que lo que se disputaría en Kinshasa superaba por mucho la relevancia de un título del mundo, que era mucho más que una pelea lo que tendría lugar en ese sofocante amanecer en tierra africana. Aunque la pelea fuera un hito deportivo insoslayable, también sería un manifiesto estético, un acto político, el claro emergente de una época y, por supuesto, un hecho histórico. De todo eso habla Mailer en su libro El combate, una crónica escrita con maestría literaria y el rigor de un corresponsal de guerra.
Con un talento boxístico capaz de revolucionar la disciplina hasta convertirse él mismo en un antes y un después, Alí consiguió trascender el hermetismo del ring para convertirse en un actor fundamental dentro de la compleja estructura política y social de los años 60 y 70 no sólo en su país. Tal fue su importancia más allá del deporte que se lo suele incluir en la lista de personalidades revolucionarias y contraculturales de su época, junto a Martín Luther King o el Che Guevara, entre otros. Fue una de las caras visibles de la resistencia racial negra, causa en la que fue radicalizando su postura: se unió al ala más dura del Islam; cambió su nombre de liberto; fue un militante en contra del integracionismo racial y se negó a ser reclutado para combatir en la Guerra de Vietnam, razón por la que fue despojado de su título del mundo y suspendido para la actividad profesional en 1967. Con excepción de la elite intelectual que lo reverenciaba y veía en él a un par, la Norte América blanca no le perdonaba esas tres anatemas.
Foreman era un boxeador en las antípodas estilísticas de Alí y sus golpes poseían un poder de destrucción pocas veces visto. Y aunque también era negro, no compartía las formas radicales de su rival. Cristiano y orgulloso de su país, Foreman había celebrado su medalla de oro en los Juegos Olímpicos de México 1968 haciendo flamear la bandera norteamericana. Una actitud diametralmente opuesta a la de los atletas Tommie Smith y John Carlos, que en esos mismos Juegos habían celebrado las suyas realizando el saludo del Black Power (Poder Negro), un reconocido gesto de protesta vinculado a la lucha de la comunidad afronorteamericana por sus derechos civiles. Alí solía burlarse de Foreman por aquel festejo. No eran entonces solamente dos boxeadores frente a frente: eran los avatares de realidades bien distintas chocando con la fuerza de sus puños.
Norman Mailer arribó a África pocos días antes de la pelea. Su idea era llegar, ver el combate y volver para escribir, pero un hecho inesperado cambió no sólo los planes del escritor, sino que sutilmente fue desviando al asunto hacia territorio mítico. Durante un entrenamiento Foreman se lastimó una ceja y la pelea debió posponerse casi un mes, tiempo suficiente para que todo se fuera magnificando, para que los sentidos de cualquier cosa que ocurriera alcanzaran dimensiones épicas. El combate da cuenta de los hechos que componen la epopeya de El rugido en la jungla (Rumble in the jungle), el nombre con que se había bautizado a la pelea para su promoción. Mailer es tan capaz de reflexionar acerca del arte del boxeo (“No hay golpe que repercuta más negativamente que aquel que no da en el blanco.”); de explicar la diferencia entre las formas en que se percibía a uno y otro contendiente (“Uno de los motivos por los que Alí inspiraba amor -y relativamente poco respeto hacia su fuerza- era el hecho de que su personalidad sugiriera la idea de que no sería capaz de causar daño a un hombre corriente”, “En cambio Foreman era una amenaza real.”); como de hilvanar epigramas certeros sobre estética (“¿Qué es la genialidad sino el equilibrio al borde de lo imposible?”) u otros acerca del contexto social, político e histórico (“La primera norma de la dictadura es la de reforzar los propios errores”). En el camino realiza un relato lúcido e intenso de los 8 rounds que duró aquella pelea, en la qué Alí pasó de ser el más grande boxeador de todos los tiempos a convertirse en leyenda viva.
Como prueba de que la historia se mueve de formas misteriosas, 6 meses después de que Alí recuperara en el corazón del África negra la corona mundial que le habían arrebatado injustamente, los Estados Unidos admitían la derrota en Vietnam. Todavía quedaba tiempo para que la leyenda llegara a ser aún más grande.
Norman Mailer y el rugido en la jungla
En su libro, Norman Mailer está lejos de glorificar a Muhammad Alí en perjuicio de George Foreman. En cambio demuestra conocer la lección homérica: El combate retoma el espíritu épico de La Ilíada, consciente de que para un héroe no hay gloria si del otro lado no hay un héroe igualmente poderoso. Aun prefiriendo a Alí, Mailer muestra admiración y respeto por Foreman. Y pone en evidencia la inteligencia dialéctica de ambos, muy conocida en el caso de Alí (“Los negros asustan más a los blancos que a los negros: a mí no me asusta Foreman.”), no tanto en el de Foreman (“Jamás tengo ocasión de hablar demasiado en el ring: para cuando empiezo a conocer a un tipo, todo ha terminado”).
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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