En el escenario desolador que presenta el humor político en estos tiempos, el unipersonal Montonerísima, creado, pensado y actuado por Vicky Grigera, representa un objeto extraño o, por lo menos, distinto. Infrecuente más por su contenido de humor de elevado octanage político que por su formato, que se mueve entre los viejos conceptos del café concert y el monólogo, hoy revitalizados con el auge del llamado stand up (que es un poco de las dos cosas pero con nombre gringo), en Montonerísima Grigera ensaya una propuesta que tal vez sea única en la actualidad. Un ejercicio de humor reflexivo desde el interior del kirchnerismo que tiene la virtud de reírse en primer lugar del propio reflejo, para enseguida hacer lo mismo con el otro, entendida esa otredad siempre de un modo político: el otro como entidad cuya existencia justifica la propia. El otro en tanto interlocutor válido y no como una mirada de la realidad a la que se debe invalidar, negar o exterminar.
El espectáculo de Grigera se mueve dentro de la agenda kirchnerista, un punto de partida que nunca se oculta, porque sólo desde ahí es posible Montonerísima. Grigera, hija de padre desaparecido, no le teme entre otras cosas a hacer girar el humor en torno a esa condición, a reírse de su propia desgracia. Freud diría que el humor de Grigera se parece al de aquel condenado a muerte que al enterarse que será ejecutado un lunes exclama “¡Linda forma de empezar la semana!” Pero el austríaco insigne veía en esa actitud una negación de la realidad que le permitía al sujeto superarla, sacársela de encima a través del humor. No parece ser el caso de Grigera, quién lo utiliza con toda intención para abrazarse no sólo a su historia y a sus convicciones, sino para acortar las distancias políticas con los adversarios. El humor como garrocha con la cual intentar saltar por encima del asfalto ideológico que separa a las veredas enfrentadas, pero sin negar las diferencias.
Curiosamente, Montonerísima no es una novedad de la cartelera teatral, sino un espectáculo nómade que Grigera viene sosteniendo a través de variantes y mutaciones desde ya hace varios años. Y con él se presenta en espacios poco frecuentes para las artes escénicas, como unidades básicas y locales políticos, bares y fondas. Un show que posa y goza de ser nacional y popular.
En primera persona
Vicky Grigera no oculta su fastidio ante la pregunta obvia que pretende obligarla a definir qué es el humor. Un encargo que no sólo evita cumplir sino que, con su mejor cara de “los humoristas no somos simpáticos fuera de escena”, delega a la Real Academia Española. Apenas se limita a aceptar que en lo personal “es una defensa del cuerpo, una herramienta sanadora que ayuda a hacer más soportable la vida”. ¿Pero cuál vida? ¿Para qué necesita esta joven de treinta y tantos la muleta siempre útil del humor? Tal vez sea cierto que lo más interesante de un artista está en su obra y entonces lo mejor es buscar las respuestas ahí, en lugar de insistir con pedírselas a ella.
Grigera, o su alter ego artístico para ser precisos, abre su presentación hablando de sí misma. Cuenta que se llama Victoria “como el noventa por ciento de las hijas de los montoneros”, pero enseguida aclara con alivio que habiendo nacido en 1978 agradece llamarse así y no Contraofensiva. Afirma que lo suyo es humor postraumático.
El desarrollo de Montonerísima se sostiene en una estructura sumamente informal que va siendo ocupada de manera sucesiva por diferentes personajes. Uno de ellos, tal vez el más rico en cuanto a contenido y también el más efectivo desde lo específicamente humorístico, es esta suerte de desdoblamiento escénico que borra los límites entre personaje y actriz que aparece al principio del show y que volverá más adelante. Grigera utiliza esa voz para contarle al público la infrecuente experiencia de crecer siendo la hija de un desaparecido y gracias a ella consigue los momentos más lúcidos del recorrido.
Como sabe que su relato invita al espectador a entrar en un mundo que pocos conocen (la infancia de la hija de un desaparecido), lo primero que hace Grigera es ofrecer una llave para poder atravesar con éxito la puerta del humor que está a punto de abrir. Entonces ensaya una definición según la cual la infancia es un estado equivalente al de estar drogado, con la ventaja de que es por completo legal. A partir de ese estado en el que significados y significantes aún son vírgenes de los sentidos con que la vida adulta va segmentando la realidad, cualquier expresión puede acabar representando para un chico una imagen alucinada y lisérgica. Es así que una frase sencilla como “No supimos llegarle a las masas”, expresión clásica mediante la cual se pretendía explicar el fracaso de una revolución, acaba convertida en un paso de comedia en el que mamá y sus amigos intentan pero nunca consiguen llegar a la mesa dulce en una fiesta. O de cómo a partir de un recurso tan simple es posible disfrazar al humor negro de humor blanco.
Pero Montonerísima sigue adelante, sin prisa pero sin pausa, y Grigera enhebra sus ocurrencias a toda velocidad: “Para el hijo de un montonero todos los compañeros son tíos: menos mal que existe la política, sino no tendría con quien pasar Navidad”. Y enseguida cuenta que fue por eso que cuando en el jardín le hicieron dibujar a la familia, el retrato estaba lleno de tíos. La maestra pregunta por un personaje particular que se destacaba del resto.
-Ese es mi abuelo: Perón, contesta la niña Vicky.
-¿Perón es tu abuelo?, insiste la maestra sorprendida.
-Sí, porque mi mamá le dice El Viejo.
-¿Pero vos lo conocés, Vicky?
-No, porque están peleados.
-¿Ah, sí? ¿Y por qué están peleados?, quiere saber ahora la maestra en una actitud entre gorila y botona.
-Porque el abuelo los echó de la casa.
La confusión de la nena en el remate permite que la gracia llegue a través de una elipsis que de inocente no tiene nada, pero lo parece.
Grigera aprovecha esas diferencias de percepción entre el mundo adulto y la infancia para que sea el salto entre ambas realidades lo que empuje la risa hacia fuera. “Hay dos cosas, hija, que no te puedo explicar muy bien”, le dice la mamá a la pequeña Vicky a la hora de irse a dormir. “Una es la muerte; la otra es el peronismo. Pero cuando seas grande tal vez con formación y con mucha paciencia puedas llegar a entender… a la muerte.” Grigera se ríe como frente a un espejo, en su propia cara. “Guarda con los nietos que aparecen, porque algunos no tienen devolución.” Mientras más negro más brillante resulta el humor de este segmento y Grigera le saca lustre.
Como ocurre con los chistes de judíos, que suenan distintos si los cuenta cualquiera que cuando son dichos por un paisano de la colectividad, algunos de los recursos que la actriz utiliza en sus textos obligan a pensar otra vez en los límites del humor. Sí, otra pregunta obvia.
“No hay reglas, creo que los límites son personales. Yo no haría humor con algo que está sucediendo ahora, con una tragedia. Uno de los elementos que son constitutivos de un humor negro es el paso del tiempo,” reflexiona Grigera, la actriz lejos del personaje. “En este momento no podría hacer humor con la violencia de género”, ejemplifica. “Porque el humor es coyuntural: el humor de Olmedo y otros cómicos que era posible en los ’80, hoy ya no tiene lugar porque la sociedad cambió mucho. En aquel momento nadie acusaba a Olmedo de cosificador de la mujer. Lo queríamos como era. El humor no es un hecho aislado y cada época tiene el suyo. Hoy aquel humor atrasa y ya nadie hace humor con el culo de alguien. Salvo Miguel Del Sel.”
De propios y ajenos
Además de su alter ego, Montonerísima reúne un grupo de personajes siempre femeninos que le permiten a Grigera ampliar el rango vocal de la obra, haciendo que un espectáculo solista parezca en realidad una puesta coral. En ese espectro se amontonan una mujer que se parece bastante a la presidenta (o al menos habla muy parecido a ella), que entre sus obras futuras propone crear un club de veraneo para troskos, porque los troskos son tristes, no como los fachos. “Mirá este hijo de puta”, dice con la inflexión y el tono de Cristina Fernández, “no comparto ni una idea, pero me cago de risa. Porque fachos con onda hay muchos, pero nunca un trosko contento.” No hay saña en la mirada que Grigera tiene de los otros, sino el conocimiento del paño de quien ha estado cerca de agrupaciones políticamente heterogéneas como H.I.J.O.S. Otro bueno: “El radicalismo es como el colesterol: un poquito y controlado no está mal.”
Luego es el turno de una militante que parece coincidir con la definición de militonta que han popularizado los más desbocados opositores al gobierno de Cristina Fernández. Habitante de ese limbo amplio que se ubica entre lo cheto y lo grasa, la chica forma parte del Movimiento Evita Botinera, cuyas integrantes creen que la “V” de la Victoira es en realidad de Versache y cantan consignas como “Luche y vuelve Wanda Nara” o “Maxi López, traidor, a vos te va a pasar como a Vandor”. A través de su militonta Grigera se permite bromear incluso con las contradicciones de la militancia y las dificultades de tener que adaptar las propias convicciones a las decisiones del líder: “A Scioli lo banco… le temo; lo banco… le temo”, duda ella antes de concluir bien segura: “Lo banco… ordenes de arriba.” Y una advertencia final: “Tomate la política muy en serio, sino a partir del 11/12 puedo ser tu jefa.” El personaje se despide haciendo la “V” de Versache.
Para cerrar el espectáculo Grigera recurre a otra chica de activa vida política, en este caso militante de la Agrupación Mujeres al Palo y al Pedo, un movimiento de mujeres perjudicadas porque en la ciudad de Buenos Aires por cada hombre hay 9 mujeres. Eso sin contar a travestis y homosexuales, a quienes considera competencia desleal. Sola y desatendida, su personaje mastica bronca por las conquistas de género: “En este país los únicos felices son los niños y los putos”; para rematar con otro dato duro de dudoso valor estadístico: “Buenos Aires es una ciudad que tienen más psicoanalistas que peronistas y más bicisendas que heterosexuales.”
Montonerísima alterna altos y bajos, pero Grigera tiene buen timming para no permitir que el espíritu del espectáculo decaiga. En el camino hace su juego con honestidad intelectual, sin traicionar nunca los principios informales de la ética humorística, cuyo primera máxima indica que no es lo mismo “reírse con..” que “reírse de…” Humor político eficaz y saludable, en donde la risa une, iguala y deja a todo el mundo revolcado en el mismo lodo y todos manoseados.
Artículo publicado originalmente en la revista Estado Crítico, publicación digital de la Biblioteca Nacional.
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jueves, 24 de septiembre de 2015
TEATRO - "Montonerísima", de Vicky Grigera: La risa por Perón
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LIBROS - "Diario de un librero", de Luis Mey: Las desgracias de un librero en un mundo de libros
Luis Mey es escritor, pero antes fue librero. Es decir: antes vendía libros y ahora los escribe, aunque posiblemente en aquel momento también los escribiera, sólo que le faltaba publicarlos. El feedback entre ambas actividades parece haber ido formando una especie de círculo en la vida de Luis Mey, un círculo de libros que se ha ido cerrando pero que hasta hace muy poco todavía permanecía abierto, como una de esas ciudades amuralladas de la edad media a la que faltara instalarle el puente levadizo y que por eso no termina de separar de manera definitiva el adentro del afuera. Eso hasta ahora.
En su última novela, Diario de un librero, publicada por Interzona, Mey cuenta en primera persona la vida de un librero utilizando el formato del diario personal, en el que a cada día de la semana le corresponde una entrada. A través de ellas va enhebrando un rosario de graciosas anécdotas laborales que se intercalan con la vida cotidiana del protagonista, quien vive todo con una amargura ácida que se traduce en un uso agresivo de la ironía y el sarcasmo que le confieren cierto carácter de francotirador en la torre, repartiendo munición gruesa entre clientes y compañeros de trabajo.
Como suele ocurrir con muchos libros en primera persona, es posible que la coincidencia en el oficio de libreros haga que el límite entre personaje y autor pueda volverse difuso. Sin embargo Diario de un librero es justamente la pieza que faltaba para clausurar aquel círculo, dentro del cual Mey encierra su viejo oficio de librero como quien guarda sus recuerdos en una caja, dejando afuera al escritor que es hoy.
“Todo librero tiene que pasar por un tiempo de instrucción donde, como también pasa con los narradores, quiere reconocimiento antes de tener lo que se tiene que tener”, dice Mey sobre su personaje, con la autoridad de quien sabe bien de lo que habla. “Está en ese estadio en el que todavía no ve las carencias que sufre, la falta de instrucción propia. Por eso cuando se ríe del cliente se está destruyendo a sí mismo, en espejo”, completa. “Lo más lindo del oficio es que perdés por un rato la brújula de lector hasta que el mismo oficio te cachetea para recordártelo.Ahí se vuelve a disfrutar de la lectura. Lo mismo pasa cuando se salta –al vacío, tal vez- hacia aquello que llamamos narrador. El entrenamiento del narrador para dar el salto lo provoca la lectura, sin dudas. La admiración hacia lo leído”, explica el autor poniendo en paralelo sus dos trabajos. “Esto es cíclico. No hay grandes cambios en la literatura. La originalidad son pequeños cambios a lo preexistente. Por eso podemos admirar a Homero griego y a Homero Simpson y hacer, de la interpretación arbitraria de ambos, una nueva cosa. La igualdad con el cliente, con el lector, desde el librero, se da cuando cada cual se despoja del rol que arrastra”, sintetiza.
La novela ofrece una mirada agria, casi desesperanzada de la industria editorial, de sus motores y de cómo esta elige reducir al lector al rol de un consumidor al que debe alimentarse todo el tiempo con La Última Novedad Editorial o la etiqueta de la Literatura joven. “La idea de novedad de producto y la juventud de algunos autores son analógicas, claro, pero es el valor desesperado que viene de la publicidad y, por suerte, como el libro es libro hoy y siempre, terminan siendo una falsa publicidad”, observa Mey y enseguida recuerda que “Aurora Venturini ganó un premio casi de novela joven a los noventa años por Las primas, una novela maravillosa y llena de vitalidad”. “Por paradójico que suene, los narradores nuevos, incluido yo, quieren su espacio en el mundo y son capaces de apartar a quienes admiran para tener su lugar. Como los autores jóvenes, el mercado hace un poco lo mismo: los editores necesitan de la novedad porque eso les otorga posición”, reflexiona, pero aclara que “los libros con salud no son los que venden, sino los que se instalan en la memoria”.
El personaje es un poco dogmatico, fundamentalista, muy pocas veces amorosos con esa entidad abstracta que es El Lector, al que suele tratar de manera despreciable la mayor de las veces. Hay ocasiones en que las diferentes encarnaciones de El Lector merecen ese trato, pero no siempre y sin embargo el desprecio permanece. En esa actitud queda claro que a él lo deprime la idea negada de ser él también un lector falible e incompleto, igual que aquellos a los que desprecia. “Esa es la marca que tiene que leer el lector del libro: que en realidad, cuando se enoja con los lectores, se enoja con sí mismo, sólo que no lo ve”, coincide Mey. “Podemos decir que todo el camino del héroe es de antihéroe para llegar a héroe. Esa es la gracia. La furia como personaje hasta que le aparece el espejo. Un poco a lo Javert, en Los miserables: cuando entiende que Valjean es un hombre bueno, digno de libertar, no le queda más remedio que suicidarse”, concluye.
Más allá de su amargura, el protagonista manifiesta también una sensibilidad particular que le permite encontrar bellezas análogas en un libro o en un partido de fútbol. Pero no cualquier libro ni cualquier encarnación del fútbol, sino en el Barcelona de Lionel Messi. “La sensibilidad del personaje con algunas cuestiones cotidianas tienen que ver con la construcción del camino que lo puede llevar a ver las cosas con menos odio”, arriesga el autor y revela, tal vez sin querer, una nueva coincidencia con su personaje, esta vez en materia futbolística. “El Barcelona de y con Messi es una especie de tabla rosetta, el Eureka de Arquímedes; tiene un poco de los Beatles y otro de los poetas malditos”, dice Mey, arrobado por el juego del equipo catalán. “Uno ve los partidos del año anterior a la aparición de Messi, de cualquier equipo, y parecen de otro mundo, en cámara lenta, sin sorpresas”, afirma. Y le queda tiempo para jugar a encontrar equivalencias entre el fútbol y la literatura: “El Barcelona es como Las Uvas de la Ira, de John Steinbeck. Y Messi es Herman Melville: en términos de Hernán Casciari, que dice que Messi es un perro, diría que en realidad es un cazador que persigue a la gran ballena blanca”.
No es extraño que los momentos de quiebre más poderosos del libro sean aquellos en los que la pretensión del protagonista es bajada a tierra. Breves lapsos de lucidez en los que él mismo parece alcanzar a comprender su lugar, como lector o potencial escritor, ante la inmensidad de la literatura. “Si algo nos debe enseñar una librería o, mucho más, una biblioteca, es lo pequeños que somos. Estamos frente a cientos de miles de libros: en algún momento te cae la ficha. Sos invisible. Fue una de las mejores epifanías que tuve”, confiesa el escritor.
En un momento el protagonista promete no volver a tomar, habiendo quedado claro a lo largo de la novela que su vínculo con el alcohol es por lo menos destructivo y de evasión. Pero nadie le cree, permitiéndole justamente una reflexión acerca de la fe, una nueva muestra de nihilismo. “La vida es corta para creer en alguien”, dice, “apenas alcanza para creer en algo”. Dentro de todos esos “algo” posibles: ¿todavía se puede creer en la literatura? ¿Qué papel juegan los escritores en la construcción o destrucción de esa fe en particular? “Para que un texto sea bueno, dice George Simenon, hay que quitarle todo lo que parezca literatura. Cuando desborda de literatura, cuando desborda el aplauso y el reclamo a la literatura, entonces tenemos Diario de un librero, donde, claro, solamente puede haber furia. Hasta que le toca ver que solo es una cosa en un mundo lleno de cosas. Repleto de cosas. Una de ellas, los libros. Que, como dice la teoría del martillo, pueden usarse para construir o para destruir. El Diario empieza en el mal uso y, espero, termina en el otro. Porque es la mirada de un sujeto y nada más. Que es la parte divertida, la parte de la ficción. Que puede ser verosímil, cosa que espero, pero todos los libreros no son el librero. Por suerte. Y sí, se puede creer en la literatura a pesar de todo lo que la viste.”
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
En su última novela, Diario de un librero, publicada por Interzona, Mey cuenta en primera persona la vida de un librero utilizando el formato del diario personal, en el que a cada día de la semana le corresponde una entrada. A través de ellas va enhebrando un rosario de graciosas anécdotas laborales que se intercalan con la vida cotidiana del protagonista, quien vive todo con una amargura ácida que se traduce en un uso agresivo de la ironía y el sarcasmo que le confieren cierto carácter de francotirador en la torre, repartiendo munición gruesa entre clientes y compañeros de trabajo.
Como suele ocurrir con muchos libros en primera persona, es posible que la coincidencia en el oficio de libreros haga que el límite entre personaje y autor pueda volverse difuso. Sin embargo Diario de un librero es justamente la pieza que faltaba para clausurar aquel círculo, dentro del cual Mey encierra su viejo oficio de librero como quien guarda sus recuerdos en una caja, dejando afuera al escritor que es hoy.
“Todo librero tiene que pasar por un tiempo de instrucción donde, como también pasa con los narradores, quiere reconocimiento antes de tener lo que se tiene que tener”, dice Mey sobre su personaje, con la autoridad de quien sabe bien de lo que habla. “Está en ese estadio en el que todavía no ve las carencias que sufre, la falta de instrucción propia. Por eso cuando se ríe del cliente se está destruyendo a sí mismo, en espejo”, completa. “Lo más lindo del oficio es que perdés por un rato la brújula de lector hasta que el mismo oficio te cachetea para recordártelo.Ahí se vuelve a disfrutar de la lectura. Lo mismo pasa cuando se salta –al vacío, tal vez- hacia aquello que llamamos narrador. El entrenamiento del narrador para dar el salto lo provoca la lectura, sin dudas. La admiración hacia lo leído”, explica el autor poniendo en paralelo sus dos trabajos. “Esto es cíclico. No hay grandes cambios en la literatura. La originalidad son pequeños cambios a lo preexistente. Por eso podemos admirar a Homero griego y a Homero Simpson y hacer, de la interpretación arbitraria de ambos, una nueva cosa. La igualdad con el cliente, con el lector, desde el librero, se da cuando cada cual se despoja del rol que arrastra”, sintetiza.
La novela ofrece una mirada agria, casi desesperanzada de la industria editorial, de sus motores y de cómo esta elige reducir al lector al rol de un consumidor al que debe alimentarse todo el tiempo con La Última Novedad Editorial o la etiqueta de la Literatura joven. “La idea de novedad de producto y la juventud de algunos autores son analógicas, claro, pero es el valor desesperado que viene de la publicidad y, por suerte, como el libro es libro hoy y siempre, terminan siendo una falsa publicidad”, observa Mey y enseguida recuerda que “Aurora Venturini ganó un premio casi de novela joven a los noventa años por Las primas, una novela maravillosa y llena de vitalidad”. “Por paradójico que suene, los narradores nuevos, incluido yo, quieren su espacio en el mundo y son capaces de apartar a quienes admiran para tener su lugar. Como los autores jóvenes, el mercado hace un poco lo mismo: los editores necesitan de la novedad porque eso les otorga posición”, reflexiona, pero aclara que “los libros con salud no son los que venden, sino los que se instalan en la memoria”.
El personaje es un poco dogmatico, fundamentalista, muy pocas veces amorosos con esa entidad abstracta que es El Lector, al que suele tratar de manera despreciable la mayor de las veces. Hay ocasiones en que las diferentes encarnaciones de El Lector merecen ese trato, pero no siempre y sin embargo el desprecio permanece. En esa actitud queda claro que a él lo deprime la idea negada de ser él también un lector falible e incompleto, igual que aquellos a los que desprecia. “Esa es la marca que tiene que leer el lector del libro: que en realidad, cuando se enoja con los lectores, se enoja con sí mismo, sólo que no lo ve”, coincide Mey. “Podemos decir que todo el camino del héroe es de antihéroe para llegar a héroe. Esa es la gracia. La furia como personaje hasta que le aparece el espejo. Un poco a lo Javert, en Los miserables: cuando entiende que Valjean es un hombre bueno, digno de libertar, no le queda más remedio que suicidarse”, concluye.
Más allá de su amargura, el protagonista manifiesta también una sensibilidad particular que le permite encontrar bellezas análogas en un libro o en un partido de fútbol. Pero no cualquier libro ni cualquier encarnación del fútbol, sino en el Barcelona de Lionel Messi. “La sensibilidad del personaje con algunas cuestiones cotidianas tienen que ver con la construcción del camino que lo puede llevar a ver las cosas con menos odio”, arriesga el autor y revela, tal vez sin querer, una nueva coincidencia con su personaje, esta vez en materia futbolística. “El Barcelona de y con Messi es una especie de tabla rosetta, el Eureka de Arquímedes; tiene un poco de los Beatles y otro de los poetas malditos”, dice Mey, arrobado por el juego del equipo catalán. “Uno ve los partidos del año anterior a la aparición de Messi, de cualquier equipo, y parecen de otro mundo, en cámara lenta, sin sorpresas”, afirma. Y le queda tiempo para jugar a encontrar equivalencias entre el fútbol y la literatura: “El Barcelona es como Las Uvas de la Ira, de John Steinbeck. Y Messi es Herman Melville: en términos de Hernán Casciari, que dice que Messi es un perro, diría que en realidad es un cazador que persigue a la gran ballena blanca”.
No es extraño que los momentos de quiebre más poderosos del libro sean aquellos en los que la pretensión del protagonista es bajada a tierra. Breves lapsos de lucidez en los que él mismo parece alcanzar a comprender su lugar, como lector o potencial escritor, ante la inmensidad de la literatura. “Si algo nos debe enseñar una librería o, mucho más, una biblioteca, es lo pequeños que somos. Estamos frente a cientos de miles de libros: en algún momento te cae la ficha. Sos invisible. Fue una de las mejores epifanías que tuve”, confiesa el escritor.
En un momento el protagonista promete no volver a tomar, habiendo quedado claro a lo largo de la novela que su vínculo con el alcohol es por lo menos destructivo y de evasión. Pero nadie le cree, permitiéndole justamente una reflexión acerca de la fe, una nueva muestra de nihilismo. “La vida es corta para creer en alguien”, dice, “apenas alcanza para creer en algo”. Dentro de todos esos “algo” posibles: ¿todavía se puede creer en la literatura? ¿Qué papel juegan los escritores en la construcción o destrucción de esa fe en particular? “Para que un texto sea bueno, dice George Simenon, hay que quitarle todo lo que parezca literatura. Cuando desborda de literatura, cuando desborda el aplauso y el reclamo a la literatura, entonces tenemos Diario de un librero, donde, claro, solamente puede haber furia. Hasta que le toca ver que solo es una cosa en un mundo lleno de cosas. Repleto de cosas. Una de ellas, los libros. Que, como dice la teoría del martillo, pueden usarse para construir o para destruir. El Diario empieza en el mal uso y, espero, termina en el otro. Porque es la mirada de un sujeto y nada más. Que es la parte divertida, la parte de la ficción. Que puede ser verosímil, cosa que espero, pero todos los libreros no son el librero. Por suerte. Y sí, se puede creer en la literatura a pesar de todo lo que la viste.”
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
CINE - "Edén", de Mia Hansen-Love: Juventud al ritmo del house
La última película de la actriz y directora francesa Mia Hansen-Love, Edén, puede ser vista como una metáfora que toma como excusa la explosión de la movida de la música house en París, a comienzos de la década de 1990, para contar la historia de un adolescente en su camino a la madurez. Y esta, a su vez, puede no ser más que un pretexto para representar los vaivenes de la Historia europea reciente. Vale la pena hacer el ejercicio de poner en paralelo las etapas que va atravesando su protagonista, Paul, con los distintos cambios sociales que se fueron sucediendo en el viejo continente, desde aquellos años hasta la actualidad. Con sorpresa se verá que todo coincide y que entonces, tal vez, Edén no sea sino una alegoría de la Historia con una banda de sonido bien bailable.
Edén arranca siguiendo a Paul y a su grupo de amigos durante un amanecer, a la salida de una fiesta de música electrónica. Es el año 1992 y aunque la película no lo diga, la caída del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética aún están frescas. El socialismo ha muerto, cediendo el triunfo al capitalismo para que Fukuyama decrete el fin de la Historia. Los oscuros 80 terminaron de apagarse y la amenaza de la guerra deja tranquila a Europa por un rato y se muda a Irak. El mundo y París otra vez son una fiesta donde de repente sobra manteca para tirar al techo. En ese nuevo contexto Paul y sus amigos arman un colectivo de Dj’s para organizar fiestas y pinchar música, una tendencia entre la juventud europea de entonces que, liberada de los viejos temores, se sube a esa ola de despreocupación. La movida electrónica se vuelve el fondo sonoro ideal para contar la historia de la nueva Europa, donde ya no hay de qué preocuparse y todo es divertido. No parece casual que Hansen-Love eligiera contar su fábula de juventud desde el centro de esa incipiente escena y no desde otros fenómenos juveniles propios de la época, como el grunge –un movimiento que no miraba al mundo con tanta ligereza—, porque a la directora parece interesarle mostrar esa despreocupación, ese clima de laissez faire necesario para poder narrar la posterior e inevitable caída.
El relato avanza merced de saltitos temporales que la llevan por 1995, 97 y 99 hasta 2001, cuando el grupo de amigos, que durante esos años ha conseguido ganarse un lugar en la noche bolichera de París, es invitado a hacer un par de presentaciones en Nueva York. Que la visita a la Gran Manzana justo en ese año sea el punto de inflexión que marca el comienzo de una crisis profunda en la vida de Paul, está lejos de ser una sutileza. La película, sin embargo, elude cualquier referencia directa al atentado. Le alcanza con que la economía de Paul se venga a pique y con el suicidio de uno de sus amigos más talentoso para que quede claro que la inocencia finalmente se ha ido. Sin embargo, en ese devenir que la película propone hay algo de exceso, un problema de ritmo demasiado laxo, algo curioso en un relato con tanto peso de lo musical. El cuento se hace largo y no pocas veces redundante. ¿Cuántos momentos en los que no pasa nada es necesario acumular para que quede claro que el vacío ha impregnado la vida de Paul? La música bailable (reiterativa en sí misma) y su entorno y cultura (carente de cualquier tipo de épica), ya eran herramientas bastante eficaces para cristalizar ese vacío. La banda de sonido perfecta para contar el ascenso y la caída de un sueño europeo que cada vez más se vuelve pesadilla, aunque su directora elija el elocuente poema El ritmo, de Robert Creeley, para intentar convencerse de que siempre queda la esperanza.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Edén arranca siguiendo a Paul y a su grupo de amigos durante un amanecer, a la salida de una fiesta de música electrónica. Es el año 1992 y aunque la película no lo diga, la caída del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética aún están frescas. El socialismo ha muerto, cediendo el triunfo al capitalismo para que Fukuyama decrete el fin de la Historia. Los oscuros 80 terminaron de apagarse y la amenaza de la guerra deja tranquila a Europa por un rato y se muda a Irak. El mundo y París otra vez son una fiesta donde de repente sobra manteca para tirar al techo. En ese nuevo contexto Paul y sus amigos arman un colectivo de Dj’s para organizar fiestas y pinchar música, una tendencia entre la juventud europea de entonces que, liberada de los viejos temores, se sube a esa ola de despreocupación. La movida electrónica se vuelve el fondo sonoro ideal para contar la historia de la nueva Europa, donde ya no hay de qué preocuparse y todo es divertido. No parece casual que Hansen-Love eligiera contar su fábula de juventud desde el centro de esa incipiente escena y no desde otros fenómenos juveniles propios de la época, como el grunge –un movimiento que no miraba al mundo con tanta ligereza—, porque a la directora parece interesarle mostrar esa despreocupación, ese clima de laissez faire necesario para poder narrar la posterior e inevitable caída.
El relato avanza merced de saltitos temporales que la llevan por 1995, 97 y 99 hasta 2001, cuando el grupo de amigos, que durante esos años ha conseguido ganarse un lugar en la noche bolichera de París, es invitado a hacer un par de presentaciones en Nueva York. Que la visita a la Gran Manzana justo en ese año sea el punto de inflexión que marca el comienzo de una crisis profunda en la vida de Paul, está lejos de ser una sutileza. La película, sin embargo, elude cualquier referencia directa al atentado. Le alcanza con que la economía de Paul se venga a pique y con el suicidio de uno de sus amigos más talentoso para que quede claro que la inocencia finalmente se ha ido. Sin embargo, en ese devenir que la película propone hay algo de exceso, un problema de ritmo demasiado laxo, algo curioso en un relato con tanto peso de lo musical. El cuento se hace largo y no pocas veces redundante. ¿Cuántos momentos en los que no pasa nada es necesario acumular para que quede claro que el vacío ha impregnado la vida de Paul? La música bailable (reiterativa en sí misma) y su entorno y cultura (carente de cualquier tipo de épica), ya eran herramientas bastante eficaces para cristalizar ese vacío. La banda de sonido perfecta para contar el ascenso y la caída de un sueño europeo que cada vez más se vuelve pesadilla, aunque su directora elija el elocuente poema El ritmo, de Robert Creeley, para intentar convencerse de que siempre queda la esperanza.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "Eliminar amigo" (Unfriended), de Levan Gabriadze: Cáscara nueva, ideas viejas
Durante los últimos meses, desde estas mismas páginas se viene sosteniendo una campaña informal en contra de las películas de terror que parecen menos obra de un cineasta que de la máquina de hacer chorizos. Una campaña que busca crear consciencia acerca del abuso que las pantallas argentinas hacen de estos filmes clonados en los que el demonio, las posesiones, los fantasmas vengativos y el found-footage van pasando de uno en otro como si el cine de terror se hubiera tildado sobre esos dos o tres asuntos, a los que se disfraza para la ocasión casi siempre sin mucho ingenio ni destreza. Al mismo tiempo se ha saludado con honores a los pocos casos que han conseguido correrse de lo preseteado, verbigracia Te sigue de David Robert Mitchell y no mucho más. Pues, es hora de reconocer la derrota, porque esta campaña no tiene forma de ser exitosa; basta con mirar los números de taquilla para saberlo. De las últimas cinco películas de terror estrenadas, cuatro han vendido más de 25 mil entradas en su primera semana: La casa del demonio, Sinister 2, El payaso del mal y Exorcismo en el Vaticano (esta última, la peor de las cuatro, vendió casi 74 mil). Te sigue en cambio no pudo llegar a los 20 mil en el doble de tiempo. Es tentador ensayar una explicación al respecto, pero por desgracia no es el momento. Una nueva película de terror acaba de estrenarse y de eso se trata esto.
Eliminar amigo es el primer trabajo en Hollywood del director georgio Levan “Leo” Gabriadze, quien sólo dirigió una película antes y cuyo mayor mérito (no menor) consiste en ser uno de los protagonistas de la comedia de culto Kin-dza-dza! (1986), uno de los trabajos más destacados del último cine soviético. De Eliminar amigo puede decirse que si bien no se aleja para nada de los clichés mencionados, al menos logra meter todo en un envase original. Claro que la originalidad en sí misma no es necesariamente un valor, mucho menos cuando apenas involucra a la máscara externa que por dentro esconde lo mismo de siempre. Sin mencionar que se puede ser original y aburrido al mismo tiempo. Se trata de seis adolescentes que son perseguidos por una ex compañera muerta, cuyo fantasma los culpa de haberla empujado al suicidio. Algo parecido ocurría en La horca, que tal vez termine siendo la película de terror más vista del año (unos 350 mil espectadores y que es aún peor que las cuatro antes mencionadas). Sólo que en este caso el morbo del ciberbullying mete la cola y por eso la fantasmita clama venganza por internet. Justamente, acá lo novedoso es que toda la película es narrada desde un chat de Skype y sin abandonar nunca la pantalla de la computadora de una de las protagonistas, echando mano de muchas de las redes sociales y plataformas web más populares –de Facebook a Instagram y de Google a YouTube— para construir el relato. No es posible asegurarlo, pero tal vez se trate de la primera película narrada íntegramente desde la virtualidad, sin embargo, Eliminar amigo no ofrece nada más allá de esa innovación que es pura cáscara.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Eliminar amigo es el primer trabajo en Hollywood del director georgio Levan “Leo” Gabriadze, quien sólo dirigió una película antes y cuyo mayor mérito (no menor) consiste en ser uno de los protagonistas de la comedia de culto Kin-dza-dza! (1986), uno de los trabajos más destacados del último cine soviético. De Eliminar amigo puede decirse que si bien no se aleja para nada de los clichés mencionados, al menos logra meter todo en un envase original. Claro que la originalidad en sí misma no es necesariamente un valor, mucho menos cuando apenas involucra a la máscara externa que por dentro esconde lo mismo de siempre. Sin mencionar que se puede ser original y aburrido al mismo tiempo. Se trata de seis adolescentes que son perseguidos por una ex compañera muerta, cuyo fantasma los culpa de haberla empujado al suicidio. Algo parecido ocurría en La horca, que tal vez termine siendo la película de terror más vista del año (unos 350 mil espectadores y que es aún peor que las cuatro antes mencionadas). Sólo que en este caso el morbo del ciberbullying mete la cola y por eso la fantasmita clama venganza por internet. Justamente, acá lo novedoso es que toda la película es narrada desde un chat de Skype y sin abandonar nunca la pantalla de la computadora de una de las protagonistas, echando mano de muchas de las redes sociales y plataformas web más populares –de Facebook a Instagram y de Google a YouTube— para construir el relato. No es posible asegurarlo, pero tal vez se trate de la primera película narrada íntegramente desde la virtualidad, sin embargo, Eliminar amigo no ofrece nada más allá de esa innovación que es pura cáscara.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
lunes, 21 de septiembre de 2015
LIBROS - "Sinsentidos comunes", de Ezequiel Zaidenwerg y Raquel Cané: El absurdo, versión argentina
La aparición del libro Sinsentidos comunes que acaba de publicar la editorial Bajo la Luna, con textos de Ezequiel Zaidenwerg y dibujos de Raquel Cané, es un objeto literario infrecuente. Pero no sólo dentro de las letras argentinas, sino en el contexto de la literatura universal. Ello no se debe a que el mismo represente una revolución literaria, una obra de vanguardia o un procedimiento innovador de escritura, sino más bien todo lo contrario. Se trata de un volumen de limericks, una forma poética extinta que vivió su momento de esplendor a comienzos de la era victoriana en Inglaterra, durante la segunda mitad del siglo XIX. Aunque en realidad habría que ver si alguna vez tuvo una vida más allá de la obra del inglés Edward Lear, que si bien no fue su creador, sí su mayor exegeta y tal vez el único autor cuya obra es reconocida justamente por estar construida sobre esta extraordinaria e infrecuente forma de poesía. Pero si el libro de Zaidenwerg y Cané puede ser considerado como mínimo una rareza, lo es aún más en los detalles de su adaptación a la geografía argentina, un recurso que no lesiona las reglas del género, pero que con sentido de la oportunidad lo dota de una gracia adicional que los lectores locales sabrán apreciar. Pero, a todo esto: ¿qué cuernos es el Limerick?
El limerick representa un gran exponente del nonsense (sinsentido), uno de los puntos altos de la literatura del absurdo, una de las más representativas de las letras victorianas, en la que desde recursos bien distintos también abrevaron otros autores mucho más reconocidos que Lear y cuya máxima expresión es Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll. Hay dos elementos importantes que lo definen, comunes a toda construcción del arte, que son los famosos hermanos forma y fondo. Es decir, su particular estructura y versificación, y el contenido o alma poética que en ella habita.
Para definir ambas cosas de manera sucinta, alcanza con recurrir a la primera página del ensayo que César Aira le dedicó a su admirado Edward Lear, en el libro homónimo editado por Beatriz Viterbo Editores. “El ‘limerick’, que recibió este nombre cuando ya había concluido su ciclo en la literatura inglesa del sigo XIX, es el poema de cinco versos de ritmo anapéstico, con un esquema de rima aabba, que presenta alguna característica o hazaña de un personaje, casi siempre habitante de una ciudad o lugar que se menciona en el primer verso”. Por lo general las acciones descriptas producen la idea de que sus protagonistas se encuentran sobre el límite que separa a la cordura de la locura. Por último, el limerick en su versión leariana (si es que hubiera alguna otra) siempre es acompañado por un dibujo cuyos trazos, de simpleza casi infantil, ilustran con gracia aquello que el breve poema narra. Podría pensarse que hay en ello una redundancia, sin embargo lo que hacen los dibujos, como un antecedente del humor gráfico o la historieta, es completar al texto y son fundamentales para alcanzar el éxito en la búsqueda del (sin)sentido. Así, por un lado plasman lo absurdo del relato y por el otro, terminan de ubicar al limerick en la conjunción exacta de lo humorístico con lo infantil, condiciones ineludibles del nonsense.
Nada de todo eso falta en Sinsentidos comunes. Por sus páginas deambulan los personajes más inverosímiles, cuya infrecuente conducta los convierte en bichos raros. De esa manera van apareciendo el chacarero de Corrientes que cultiva soja entre los dientes o un cirujano de La Plata que opera vestido de pirata; o el malabarista de La Falda, que convenientemente tenía seis brazos en la espalda; o la sonámbula de Morón que bailaba dormida el reggaetón. Uno a uno, los limericks de Zaidenwerg van trazando un mapa reconocible para el lector local, pero sin apartarse ni un poco de los procedimientos y las reglas impuestos por Lear hace más de un siglo y medio.
Por su parte los dibujos de Cané recuperan el espíritu de los que el propio Lear trazaba para sus limericks. Incluso muchas veces hasta respeta la moda victoriana que caracteriza a los personajes del inglés. Dibujos que parecen hechos por un chico: es que Lear, extraordinario dibujante de animales (oficio con el que se ganaba la vida), jamás consiguió representar con igual eficiencia la forma humana. Estos dibujos también le sirven a Cané para acentuar en algunos casos el color local que proponen los textos de Zaidenwerg. Así nos encontramos con el caso de un profesor de Fuerte Apache que exageraba la pronunciar la h. “Un día, el pedagogo,/ al grito de ‘¡Me ajogo!’,/ murió en su bañera en Fuerte Apache”, completan los últimos tres versos de limerick en cuestión. En el dibujo, detrás de la bañera en la que el docente se ahoga de manera irremediable y absurda (sin sentido), aparecen sobre un estante un retrato de Carlitos Tévez, junto a una vela encendida y una virgencita, probablemente la de Luján, poniéndole con gracia al típico limerick inglés un inconfundible acento argentino.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
El limerick representa un gran exponente del nonsense (sinsentido), uno de los puntos altos de la literatura del absurdo, una de las más representativas de las letras victorianas, en la que desde recursos bien distintos también abrevaron otros autores mucho más reconocidos que Lear y cuya máxima expresión es Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll. Hay dos elementos importantes que lo definen, comunes a toda construcción del arte, que son los famosos hermanos forma y fondo. Es decir, su particular estructura y versificación, y el contenido o alma poética que en ella habita.
Para definir ambas cosas de manera sucinta, alcanza con recurrir a la primera página del ensayo que César Aira le dedicó a su admirado Edward Lear, en el libro homónimo editado por Beatriz Viterbo Editores. “El ‘limerick’, que recibió este nombre cuando ya había concluido su ciclo en la literatura inglesa del sigo XIX, es el poema de cinco versos de ritmo anapéstico, con un esquema de rima aabba, que presenta alguna característica o hazaña de un personaje, casi siempre habitante de una ciudad o lugar que se menciona en el primer verso”. Por lo general las acciones descriptas producen la idea de que sus protagonistas se encuentran sobre el límite que separa a la cordura de la locura. Por último, el limerick en su versión leariana (si es que hubiera alguna otra) siempre es acompañado por un dibujo cuyos trazos, de simpleza casi infantil, ilustran con gracia aquello que el breve poema narra. Podría pensarse que hay en ello una redundancia, sin embargo lo que hacen los dibujos, como un antecedente del humor gráfico o la historieta, es completar al texto y son fundamentales para alcanzar el éxito en la búsqueda del (sin)sentido. Así, por un lado plasman lo absurdo del relato y por el otro, terminan de ubicar al limerick en la conjunción exacta de lo humorístico con lo infantil, condiciones ineludibles del nonsense.
Nada de todo eso falta en Sinsentidos comunes. Por sus páginas deambulan los personajes más inverosímiles, cuya infrecuente conducta los convierte en bichos raros. De esa manera van apareciendo el chacarero de Corrientes que cultiva soja entre los dientes o un cirujano de La Plata que opera vestido de pirata; o el malabarista de La Falda, que convenientemente tenía seis brazos en la espalda; o la sonámbula de Morón que bailaba dormida el reggaetón. Uno a uno, los limericks de Zaidenwerg van trazando un mapa reconocible para el lector local, pero sin apartarse ni un poco de los procedimientos y las reglas impuestos por Lear hace más de un siglo y medio.
Por su parte los dibujos de Cané recuperan el espíritu de los que el propio Lear trazaba para sus limericks. Incluso muchas veces hasta respeta la moda victoriana que caracteriza a los personajes del inglés. Dibujos que parecen hechos por un chico: es que Lear, extraordinario dibujante de animales (oficio con el que se ganaba la vida), jamás consiguió representar con igual eficiencia la forma humana. Estos dibujos también le sirven a Cané para acentuar en algunos casos el color local que proponen los textos de Zaidenwerg. Así nos encontramos con el caso de un profesor de Fuerte Apache que exageraba la pronunciar la h. “Un día, el pedagogo,/ al grito de ‘¡Me ajogo!’,/ murió en su bañera en Fuerte Apache”, completan los últimos tres versos de limerick en cuestión. En el dibujo, detrás de la bañera en la que el docente se ahoga de manera irremediable y absurda (sin sentido), aparecen sobre un estante un retrato de Carlitos Tévez, junto a una vela encendida y una virgencita, probablemente la de Luján, poniéndole con gracia al típico limerick inglés un inconfundible acento argentino.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
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sábado, 19 de septiembre de 2015
CINE - "Antonio Gil", de Lía Dansker: Las texturas de un rito popular
La imagen comienza con un traveling que recorre un paraje vacío pero cargado con las evidencias del paso de una multitud. Papeles y botellas, cintitas y pañuelos rojos, puestos de venta a medio desmontar. La cámara sigue mientras crece la presencia humana. Un plano secuencia realizado con la suficiente paciencia como para no apurarse y detenerse recién frente a una formación de nubes cargadas de electricidad que centellean al fondo del plano. La voz de un hombre en riguroso off relata cómo durante una tormenta el Gauchito Gil lo ayudó para llegar completamente seco cuando se dirigía a visitar la tumba del santito. Al fondo los rayos no dejan de caer. Así comienza Antonio Gil, el documental con el que la directora Lía Dansker no busca explicar el mito sino simplemente mostrar el fenómeno popular que se desarrolla en torno a él.
El film que se proyecta en el Cine Gaumont (Av. Rivadavia 1635) con funciones diarias a las 12:30, 17:30 y 20:30 y participó de la Competencia Argentina en la edición 2013 de BAFICI, aborda la figura del popular gauchito correntino afirmándose sobre el terreno de lo mítico y desde ahí narra utilizando un coro de voces anónimas. Las de los devotos que cada 8 de enero peregrinan hasta el santuario ubicado ubicado en las afueras de Mercedes, provincia de Corrientes, donde Antonio Gil fue asesinado en 1878. Esa ausencia de una identidad visible hace que las voces se vayan fundiendo en un discurso único pero plural, rico en las mismas contradicciones que dan forma al propio mito, como si en realidad hubieran sido dichas por una única entidad de mil cabezas.
La película fue rodada durante 10 años en los que Dansker filmó las peregrinaciones que al comienzo de cada año convocan a una multitud. Sin embargo la directora no aporta datos históricos definitivos ni pretende establecer un relato objetivo. En consonancia con los miles de fieles que peregrinan hasta el cruce de caminos donde se encuentra el santuario, Antonio Gil es pura subjetividad, más un acto de fe que una tesis. Las imágenes que la directora ha escogido incluyen las muestras de devoción de los fieles, pero también la presencia de oportunistas (vendedores ambulantes y buscavidas, pero también carteristas), quienes aprovechan para hacer sus trabajos. En el medio un ex intendente llama adictos a los fieles del gauchito: seguramente ha querido decir adeptos, pero el fallido pone al descubierto una mirada no exenta de temor y violencia respecto de un fenómeno tan masivo como popular que desafía a las instituciones de la fe tradicionales.
"A ese hombre nadie lo santificó: se santificó sólo", dice la voz en off de una de las peregrinas, cuyo relato alimenta la figura de un héroe que se construye y se erige a sí mismo como tal. Porque Antonio Gil, el gauchito, no quiere ser santo y nada más, sino que se propone como avatar del mismo dios, casi como una segunda encarnación de Cristo. Un Cristo pagano. Cada testimonio le agrega una capa más al mito y son mil muertes distintas las que se relatan, cada una con su particular motivo. Durante la película Antonio Gil muere por ladrón, por rebelde, por desertor, por asesino y también como una víctima inocente de las instituciones. Todas esas muertes son posibles, conviven y, como las voces que las relatan, también acaban siendo la misma.
Antonio Gil puede resultar un viaje en el tiempo para el espectador de Buenos Aires y quizá también para cualquier habitante de las grandes urbes de la Argentina. Sus imágenes muestra un país al que la ciudad le da la espalda, condenándolo a ser parte del pasado. Ahí la gente habla como en la imaginación de un porteño podrían hablar Martín Fierro o Don Segundo Sombra a fines el siglo XIX. Muchos de los que dan su testimonio tienen la voz de los gauchos y cuentan en presente historias de gauchos, simplemente porque son y seguirán siendo gauchos. Como el santo Antonio Gil. Voces de fantasmas en un país donde la civilización todavía intenta sepultar ciertas realidades y sus ritos en el alud de la barbarie.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
El film que se proyecta en el Cine Gaumont (Av. Rivadavia 1635) con funciones diarias a las 12:30, 17:30 y 20:30 y participó de la Competencia Argentina en la edición 2013 de BAFICI, aborda la figura del popular gauchito correntino afirmándose sobre el terreno de lo mítico y desde ahí narra utilizando un coro de voces anónimas. Las de los devotos que cada 8 de enero peregrinan hasta el santuario ubicado ubicado en las afueras de Mercedes, provincia de Corrientes, donde Antonio Gil fue asesinado en 1878. Esa ausencia de una identidad visible hace que las voces se vayan fundiendo en un discurso único pero plural, rico en las mismas contradicciones que dan forma al propio mito, como si en realidad hubieran sido dichas por una única entidad de mil cabezas.
La película fue rodada durante 10 años en los que Dansker filmó las peregrinaciones que al comienzo de cada año convocan a una multitud. Sin embargo la directora no aporta datos históricos definitivos ni pretende establecer un relato objetivo. En consonancia con los miles de fieles que peregrinan hasta el cruce de caminos donde se encuentra el santuario, Antonio Gil es pura subjetividad, más un acto de fe que una tesis. Las imágenes que la directora ha escogido incluyen las muestras de devoción de los fieles, pero también la presencia de oportunistas (vendedores ambulantes y buscavidas, pero también carteristas), quienes aprovechan para hacer sus trabajos. En el medio un ex intendente llama adictos a los fieles del gauchito: seguramente ha querido decir adeptos, pero el fallido pone al descubierto una mirada no exenta de temor y violencia respecto de un fenómeno tan masivo como popular que desafía a las instituciones de la fe tradicionales.
"A ese hombre nadie lo santificó: se santificó sólo", dice la voz en off de una de las peregrinas, cuyo relato alimenta la figura de un héroe que se construye y se erige a sí mismo como tal. Porque Antonio Gil, el gauchito, no quiere ser santo y nada más, sino que se propone como avatar del mismo dios, casi como una segunda encarnación de Cristo. Un Cristo pagano. Cada testimonio le agrega una capa más al mito y son mil muertes distintas las que se relatan, cada una con su particular motivo. Durante la película Antonio Gil muere por ladrón, por rebelde, por desertor, por asesino y también como una víctima inocente de las instituciones. Todas esas muertes son posibles, conviven y, como las voces que las relatan, también acaban siendo la misma.
Antonio Gil puede resultar un viaje en el tiempo para el espectador de Buenos Aires y quizá también para cualquier habitante de las grandes urbes de la Argentina. Sus imágenes muestra un país al que la ciudad le da la espalda, condenándolo a ser parte del pasado. Ahí la gente habla como en la imaginación de un porteño podrían hablar Martín Fierro o Don Segundo Sombra a fines el siglo XIX. Muchos de los que dan su testimonio tienen la voz de los gauchos y cuentan en presente historias de gauchos, simplemente porque son y seguirán siendo gauchos. Como el santo Antonio Gil. Voces de fantasmas en un país donde la civilización todavía intenta sepultar ciertas realidades y sus ritos en el alud de la barbarie.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
jueves, 17 de septiembre de 2015
CINE - "Mi amiga del parque", de Ana Katz: La vida de las otras
Suele decirse que el de la crítica es un ejercicio personal, rabiosamente personal, en el que un objeto, en este caso una película, es pasado por el tamiz cultural de quien la ejerce. En virtud de esa certeza y antes de dar inicio al trabajo, es oportuno destacar que Mi amiga del parque, lo nuevo de esa gran cineasta que es Ana Katz, obliga a recordar y a poner por delante algunos detalles de esa subjetividad. A reconocer que resulta muy difícil, sino inevitable, escribir sobre la historia que cuenta y sus protagonistas desde otro lugar que no sea el del individuo que firma este texto. Que es un crítico de cine, sí, pero mucho antes de eso es un hombre. Y para un espectador –es decir: para un espectador hombre–, Mi amiga del parque puede representar una experiencia cercana al voyeurismo, a la mirada clandestina que se echa a través del ojo de una cerradura. A resbalar de golpe dentro de un universo al que la extrema proximidad vuelve aún más ajeno, para observarlo como si fuera la primera vez.
Para un hombre, la nueva película de Katz es un agujero en el suelo en el que es inevitable caer apenas uno se asoma. Un agujero como aquellos en los que caían los personajes de Los Marziano, la película anterior de la directora, en cuyo fondo es posible encontrar un país de las maravillas melancólico y peligroso, pero también tierno y con un ácido sentido del humor. Un submundo habitado por un grupo de criaturas familiares, reconocibles, que pueden ser queribles o no, pero a quienes la película registra con un grado tal de intimidad, que genera la ilusión de estar siendo testigos de una realidad habitualmente vedada a los hombres: el universo de lo femenino (o parte de él), en su esplendor y a puertas cerradas.
No es caprichoso haber elegido a la famosa novela de Lewis Carroll para definir a este opus cuatro de Katz como una historia que ocurre dentro de un pozo, porque en virtud de la preeminencia que en la industria del cine tiene el punto de vista masculino, una película tan salvajemente femenina (pero no feminista; no al menos en el sentido más combativo del término) no puede representar otra cosa que una mirada soterrada, oblicua respecto de las reglas del propio mercado cinematográfico. Y por qué no del mundo, porque en pleno siglo XXI no sólo en el cine es la mirada del hombre la que sigue marcando el pulso narrativo. Invirtiendo el paradigma habitual, en Mi amiga del parque son los hombres quienes ocupan ese lugar accesorio, de reparto, al que muchas veces se reduce lo femenino en las películas, y esta vez son ellas las que ocupan el centro del cuadro. Ellas y sus circunstancias. Ahí está Liz, una joven madre que no es soltera pero que vive su maternidad como tal, en vista de que su marido documentalista se encuentra ausente con aviso por asuntos laborales. Lo mismo puede decirse de las ambiguas hermanas R, Rosa y Renata, a quienes la película filtra a través de la mirada de Liz, sin que pueda saberse si las chicas son en verdad siniestras o víctimas de un prejuicio colectivo. O ambas cosas. Las líneas de tensión que generan sus vínculos tejen además una red emotiva que convierten a la película en una experiencia cinematográfica que se siente en todo el cuerpo. Y en ello son fundamentales los trabajos de Julieta Zylberberg como Liz, en la que todo está en carne viva, y de la propia Ana Katz en la piel de Rosa, cuya máscara dura tal vez no sea más que un mecanismo de protección.
Pero que lo masculino tenga un lugar secundario para nada implica su negación. Por el contrario, esas presencias marginales que en realidad representan ausencias, subrayan a lo masculino con todo el vigor del que es capaz el fuera de campo. No parece casual que uno de los productores de la película sea Diego Lerman, director de Refugiado, uno de los mejores films del año pasado, en el que lo masculino también era elidido, sacado de plano, para conferirle un carácter ominoso. Lejos de esa oscuridad, los dos o tres hombres que aparecen en Mi amiga del parque son retratados un poco como nenes grandes, que no terminan de comprender cabalmente la complejidad de las emociones de Liz, aunque vean pasar frente a sus ojos la evidencia de su angustia, de su pasión, de su soledad. En esa perplejidad los hombres de la película se parecen a ese otro, el espectador, que sentado frente a la pantalla se deja contar un cuento de mujeres e intuye, como si se tratara de un déjà-vu, que algo de eso alguna vez le ha pasado cerca, pero que quizá no ha tenido la perspicacia ni la paciencia para mirar con suficiente atención. Para todos esos espectadores-hombre Ana Katz representa un conejo blanco que ofrece, a quien guste aceptar la invitación, la posibilidad de echar una mirada indiscreta al seno de esa intimidad femenina de la que, en la realidad y en el mejor de los casos, apenas si perciben los reflejos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Para un hombre, la nueva película de Katz es un agujero en el suelo en el que es inevitable caer apenas uno se asoma. Un agujero como aquellos en los que caían los personajes de Los Marziano, la película anterior de la directora, en cuyo fondo es posible encontrar un país de las maravillas melancólico y peligroso, pero también tierno y con un ácido sentido del humor. Un submundo habitado por un grupo de criaturas familiares, reconocibles, que pueden ser queribles o no, pero a quienes la película registra con un grado tal de intimidad, que genera la ilusión de estar siendo testigos de una realidad habitualmente vedada a los hombres: el universo de lo femenino (o parte de él), en su esplendor y a puertas cerradas.
No es caprichoso haber elegido a la famosa novela de Lewis Carroll para definir a este opus cuatro de Katz como una historia que ocurre dentro de un pozo, porque en virtud de la preeminencia que en la industria del cine tiene el punto de vista masculino, una película tan salvajemente femenina (pero no feminista; no al menos en el sentido más combativo del término) no puede representar otra cosa que una mirada soterrada, oblicua respecto de las reglas del propio mercado cinematográfico. Y por qué no del mundo, porque en pleno siglo XXI no sólo en el cine es la mirada del hombre la que sigue marcando el pulso narrativo. Invirtiendo el paradigma habitual, en Mi amiga del parque son los hombres quienes ocupan ese lugar accesorio, de reparto, al que muchas veces se reduce lo femenino en las películas, y esta vez son ellas las que ocupan el centro del cuadro. Ellas y sus circunstancias. Ahí está Liz, una joven madre que no es soltera pero que vive su maternidad como tal, en vista de que su marido documentalista se encuentra ausente con aviso por asuntos laborales. Lo mismo puede decirse de las ambiguas hermanas R, Rosa y Renata, a quienes la película filtra a través de la mirada de Liz, sin que pueda saberse si las chicas son en verdad siniestras o víctimas de un prejuicio colectivo. O ambas cosas. Las líneas de tensión que generan sus vínculos tejen además una red emotiva que convierten a la película en una experiencia cinematográfica que se siente en todo el cuerpo. Y en ello son fundamentales los trabajos de Julieta Zylberberg como Liz, en la que todo está en carne viva, y de la propia Ana Katz en la piel de Rosa, cuya máscara dura tal vez no sea más que un mecanismo de protección.
Pero que lo masculino tenga un lugar secundario para nada implica su negación. Por el contrario, esas presencias marginales que en realidad representan ausencias, subrayan a lo masculino con todo el vigor del que es capaz el fuera de campo. No parece casual que uno de los productores de la película sea Diego Lerman, director de Refugiado, uno de los mejores films del año pasado, en el que lo masculino también era elidido, sacado de plano, para conferirle un carácter ominoso. Lejos de esa oscuridad, los dos o tres hombres que aparecen en Mi amiga del parque son retratados un poco como nenes grandes, que no terminan de comprender cabalmente la complejidad de las emociones de Liz, aunque vean pasar frente a sus ojos la evidencia de su angustia, de su pasión, de su soledad. En esa perplejidad los hombres de la película se parecen a ese otro, el espectador, que sentado frente a la pantalla se deja contar un cuento de mujeres e intuye, como si se tratara de un déjà-vu, que algo de eso alguna vez le ha pasado cerca, pero que quizá no ha tenido la perspicacia ni la paciencia para mirar con suficiente atención. Para todos esos espectadores-hombre Ana Katz representa un conejo blanco que ofrece, a quien guste aceptar la invitación, la posibilidad de echar una mirada indiscreta al seno de esa intimidad femenina de la que, en la realidad y en el mejor de los casos, apenas si perciben los reflejos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "In/mortal" (Self/less), de Tarsem Singh: Negocios con el cuerpo
El nuevo film del director indio Tarsem Singh, In/mortal, desarrolla un tema de múltiples aristas que la fantasía o la ciencia ficción ya imaginaron una buena cantidad de veces en la literatura y el cine. Del Frankenstein de Mary Shelley a Avatar de James Cameron, pasando por el tema del doble que en sus obras abordaron E.T.A. Hoffmann o Sigmund Freud, o La celda, ópera prima del propio Singh (que además tiene algún punto de contacto con la interesante coproducción de origen lituano Aurora, de Kristina Buozyte, que también se estrena hoy en BAMA cine), asuntos como la inmortalidad; el valor del cuerpo como mero recipiente; la transmutación de la conciencia más allá de los límites corporales, y los alcances éticos que estas cuestiones representarían eventualmente para las ciencias, forman parte del revuelto gramajo temático que propone la historia que acá se cuenta.
Pero además de todo lo que la película articula de manera explícita, hay otras líneas que transita aparentemente sin mayor conciencia y tal vez ahí esté lo más interesante de In/mortal. Como la mayoría de los de su clase, el empresario Damian Hale (Ben Kingsley) ha construido un imperio económico basado en la impiedad y ferocidad para ocupar espacios y mantenerlos. Singh resuelve bien la presentación del personaje durante un almuerzo con un colega más joven, en donde queda claro que Damian es capaz de cualquier cosa para obtener lo que quiere. El problema es que está muriendo. Por eso contacta con una empresa clandestina que, merced una simple operación, ofrece a sus clientes la posibilidad de migrar su conciencia a un cuerpo sano. Más allá de los detalles, Damian acepta y pronto se encuentra convertido en otro, cincuenta años más joven y viviendo la vida loca. Pero (siempre hay un pero) tras una serie de episodios Damian (ahora Ryan Reynolds) comienzan a sospechar que en realidad su nuevo cuerpo no es tan nuevo y que él mismo no es otra cosa que un mero usurpador.
Más allá del relato evidente, en In/mortal hay un asunto de fondo que la película no destaca, como si sólo se tratara de una arbitrariedad del guión, pero que es lo más interesante de su propuesta: el lugar del cuerpo como bien material pasible de ser convertido en mercancía, como un producto de mercado. In/mortal propone una mirada áspera del capitalismo, en la que nada se descarta y todo es pasible de ser reciclado y vuelto a incorporar a los procesos mercantiles, incluso el cuerpo humano. En ese punto también se toca con la película 8 minutos antes de morir (Duncan Jones, 2011), en donde la guerra era nuevamente la industria que ofrecía materia prima para sórdidos negocios emergentes. Lo que puede molestar de In/mortal es que embadurna todo el asunto con una sub trama de culpas y emociones que provocan un giro poco verosímil en un personaje con el perfil despiadado de Damian y que desemboca en un final feliz incómodamente reduccionista.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Pero además de todo lo que la película articula de manera explícita, hay otras líneas que transita aparentemente sin mayor conciencia y tal vez ahí esté lo más interesante de In/mortal. Como la mayoría de los de su clase, el empresario Damian Hale (Ben Kingsley) ha construido un imperio económico basado en la impiedad y ferocidad para ocupar espacios y mantenerlos. Singh resuelve bien la presentación del personaje durante un almuerzo con un colega más joven, en donde queda claro que Damian es capaz de cualquier cosa para obtener lo que quiere. El problema es que está muriendo. Por eso contacta con una empresa clandestina que, merced una simple operación, ofrece a sus clientes la posibilidad de migrar su conciencia a un cuerpo sano. Más allá de los detalles, Damian acepta y pronto se encuentra convertido en otro, cincuenta años más joven y viviendo la vida loca. Pero (siempre hay un pero) tras una serie de episodios Damian (ahora Ryan Reynolds) comienzan a sospechar que en realidad su nuevo cuerpo no es tan nuevo y que él mismo no es otra cosa que un mero usurpador.
Más allá del relato evidente, en In/mortal hay un asunto de fondo que la película no destaca, como si sólo se tratara de una arbitrariedad del guión, pero que es lo más interesante de su propuesta: el lugar del cuerpo como bien material pasible de ser convertido en mercancía, como un producto de mercado. In/mortal propone una mirada áspera del capitalismo, en la que nada se descarta y todo es pasible de ser reciclado y vuelto a incorporar a los procesos mercantiles, incluso el cuerpo humano. En ese punto también se toca con la película 8 minutos antes de morir (Duncan Jones, 2011), en donde la guerra era nuevamente la industria que ofrecía materia prima para sórdidos negocios emergentes. Lo que puede molestar de In/mortal es que embadurna todo el asunto con una sub trama de culpas y emociones que provocan un giro poco verosímil en un personaje con el perfil despiadado de Damian y que desemboca en un final feliz incómodamente reduccionista.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
viernes, 11 de septiembre de 2015
CINE - "Maze Runner: Prueba de fuego" (Maze Runner - The Scorch Trials), de Wes Ball: Tratar de dar la nota
El gran desafío de una saga como la que comenzó el año pasado con Maze Runner: Correr o morir, dirigida por Wes Ball, a priori consistía en sostener los méritos exhibidos en ese episodio inicial. En la línea de otras sagas literarias distópicas para adolescentes llevadas al cine de forma reciente, como Los juegos del hambre o Divergente, la propuesta de Maze Runner había conseguido dar muestras de originalidad sin desatender la tensión narrativa, el manejo prudente de la intriga y la dosificación de la acción. Y descubriendo influencias interesantes, como las que recibía de la mitología griega y de la gran novela de William Golding, El señor de las moscas. Méritos que Maze Runner, Prueba de fuego, segunda entrega de la saga inspirada en los libros del escritor James Dashner y la segunda con Ball como director, consigue revalidar sólo de manera parcial.
El comienzo es prometedor. Una multitud miserable pugna por superar una férrea línea de seguridad de guardias y alambrados, para acceder a unas formaciones ferroviarias que parecen prometer un destino mejor. En medio del caos una mujer se despide de su hijo pequeño, pero un hombre uniformado lo arranca de su lado antes de que ella pueda darle un último abrazo. La escena, que recuerda a otras recientemente transmitidas por televisión desde las fronteras orientales de Europa, cobra inesperada actualidad. Todo resulta ser un sueño (o tal vez un recuerdo reprimido) de Thomas, uno de los pocos jóvenes sin memoria que lograron escapar del laberinto en que la misteriosa corporación CRUEL (Wicked en el original) los había encerrado para experimentar con ellos. Él y sus amigos son llevados a un refugio fortificado donde conocen a otros chicos con historias similares. Ahí parecenestar a salvo de los intereses corporativos. O tal vez no.
En Prueba de fuego la saga también debe hacer frente a su propio laberinto, el de dar una explicación cinematográficamente razonable al encierro al que estaban sometidos sus personajes. Hacer que, desde lo narrativo, fuera del universo cerrado del laberinto todo encaje tan bien como lo había hecho adentro. Apelar a la omnipresente figura del zombi, elemento que hoy parece inevitable cuando el cine se ve frente al deseo de dar una nueva versión del fin del mundo, no parece haber sido la mejor decisión. Aunque hay que reconocer que han imaginado alguna variante original para el arquetipo del muerto vivo (originalidad que es más de diseño que de fondo), lo cierto es que ahí la película empieza a volverse una de tantas. Sin embargo, que el lugar de los malos sea ocupado por una corporación farmacéutica y que el relato esboce algunas coincidencias, tal vez involuntarias, con la vieja serie V: Invasión extraterrestre (sobre todo en cómo se va organizando la resistencia y sus dificultades) hacen que la película recupere algún puntito en la consideración final.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
El comienzo es prometedor. Una multitud miserable pugna por superar una férrea línea de seguridad de guardias y alambrados, para acceder a unas formaciones ferroviarias que parecen prometer un destino mejor. En medio del caos una mujer se despide de su hijo pequeño, pero un hombre uniformado lo arranca de su lado antes de que ella pueda darle un último abrazo. La escena, que recuerda a otras recientemente transmitidas por televisión desde las fronteras orientales de Europa, cobra inesperada actualidad. Todo resulta ser un sueño (o tal vez un recuerdo reprimido) de Thomas, uno de los pocos jóvenes sin memoria que lograron escapar del laberinto en que la misteriosa corporación CRUEL (Wicked en el original) los había encerrado para experimentar con ellos. Él y sus amigos son llevados a un refugio fortificado donde conocen a otros chicos con historias similares. Ahí parecenestar a salvo de los intereses corporativos. O tal vez no.
En Prueba de fuego la saga también debe hacer frente a su propio laberinto, el de dar una explicación cinematográficamente razonable al encierro al que estaban sometidos sus personajes. Hacer que, desde lo narrativo, fuera del universo cerrado del laberinto todo encaje tan bien como lo había hecho adentro. Apelar a la omnipresente figura del zombi, elemento que hoy parece inevitable cuando el cine se ve frente al deseo de dar una nueva versión del fin del mundo, no parece haber sido la mejor decisión. Aunque hay que reconocer que han imaginado alguna variante original para el arquetipo del muerto vivo (originalidad que es más de diseño que de fondo), lo cierto es que ahí la película empieza a volverse una de tantas. Sin embargo, que el lugar de los malos sea ocupado por una corporación farmacéutica y que el relato esboce algunas coincidencias, tal vez involuntarias, con la vieja serie V: Invasión extraterrestre (sobre todo en cómo se va organizando la resistencia y sus dificultades) hacen que la película recupere algún puntito en la consideración final.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 10 de septiembre de 2015
CINE - "El lado peligroso del deseo" (Knock knock), de Eli Roth: El miedo de los machos
El nuevo trabajo del estadounidense Eli Roth es una modesta sorpresa. No tanto por lo que El lado peligroso del deseo representa desde lo cinematográfico (que tampoco es tanto), sino porque es la primera de su no muy extensa filmografía de la que puede decirse que es una película decente. La primera que más o menos está a la altura del nombre que este director ha conseguido hacerse vaya a saber cómo. Porque al revisar la lista de sus trabajos anteriores, ya sea como director o guionista, ninguno justifica que sea tan conocido ni que se convirtiera en director de culto. O se ganara el respeto de colegas como Robert Rodríguez o Quentin Tarantino (Roth tiene un papel importante en Bastardos sin gloria, e incluso dirigió algún segmento del film), o el prestigio como para encabezar los afiches de películas ajenas con el rótulo “Eli Roth presenta”, como ocurre con la reciente El payaso del mal. Roth dirigió cuatro películas antes de ésta; ninguna de ellas buena. De Hostel se podrá decir que es shockeante por el nivel explícito de tortura que pone en pantalla, pero nunca que es buena. Ocurre que Roth consiguió convertirse a sí mismo en personaje, en un producto, y no hay nada que les guste más a los estadounidenses que consumir productos. Por todo eso El lado peligroso del deseo es una sorpresa: porque Roth consigue invisibilizarse para dejar ser a la película.
El lado peligroso del deseo (explícito título local que reemplaza al minimalismo del original Knock Knock) es algo así como un thriller machista que con gracia pone en escena dos lugares comunes: el miedo masculino a no poder mantener bajo control su propio deseo sexual expuesto a la psicopatía femenina. Se trata de una suerte de versión a lo bestia de Atracción fatal (Adrian Lyne, 1987), en la que dos jovencitas se aparecen una noche de lluvia en la casa de Evan, esposo fiel y padre devoto que ese fin de semana se quedó a trabajar mientras la familia se fue a la playa. Las chicas dicen haberse perdido buscando una fiesta y así consiguen que Evan les permita entrar para pedir un taxi. A partir de ahí harán lo imposible para seducirlo y ya se sabe lo débil que es la carne llegado el caso. La cosa se complica cuando al otro día, tras amenazarlo con denunciarlo por pedófilo, las chicas empiezan a torturarlo durante todo el fin de semana.
Lo bueno de El lado peligroso del deseo es que Roth consigue volver posible lo inverosímil, partiendo de la premisa de que el deseo del hombre una vez activado se vuelve inmanejable. La película elude además la peligrosa posibilidad de volverse torpemente feminista, como la teatral y manipuladora Hard Candy (David Slade, 2005, a la que parece parodiar), haciendo que no queden dudas de que sus chicas son dos completas chifladas. Roth también entiende en que momento exacto la credibilidad comienza a desmoronarse para dar un bienvenido salto hacia la comedia. Que es una comedia negra y truculenta, pero por suerte nunca como sus anteriores films. De paso logra que Keanu Reeves, cuyo trabajo no es sólido cuando actúa serio, se vuelva simpático al ser puesto en ridículo. Nada de esto hace de El lado peligroso del deseo una gran película; pero si se consigue sintonizar su frecuencia puede ser un entretenimiento disfrutable.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
El lado peligroso del deseo (explícito título local que reemplaza al minimalismo del original Knock Knock) es algo así como un thriller machista que con gracia pone en escena dos lugares comunes: el miedo masculino a no poder mantener bajo control su propio deseo sexual expuesto a la psicopatía femenina. Se trata de una suerte de versión a lo bestia de Atracción fatal (Adrian Lyne, 1987), en la que dos jovencitas se aparecen una noche de lluvia en la casa de Evan, esposo fiel y padre devoto que ese fin de semana se quedó a trabajar mientras la familia se fue a la playa. Las chicas dicen haberse perdido buscando una fiesta y así consiguen que Evan les permita entrar para pedir un taxi. A partir de ahí harán lo imposible para seducirlo y ya se sabe lo débil que es la carne llegado el caso. La cosa se complica cuando al otro día, tras amenazarlo con denunciarlo por pedófilo, las chicas empiezan a torturarlo durante todo el fin de semana.
Lo bueno de El lado peligroso del deseo es que Roth consigue volver posible lo inverosímil, partiendo de la premisa de que el deseo del hombre una vez activado se vuelve inmanejable. La película elude además la peligrosa posibilidad de volverse torpemente feminista, como la teatral y manipuladora Hard Candy (David Slade, 2005, a la que parece parodiar), haciendo que no queden dudas de que sus chicas son dos completas chifladas. Roth también entiende en que momento exacto la credibilidad comienza a desmoronarse para dar un bienvenido salto hacia la comedia. Que es una comedia negra y truculenta, pero por suerte nunca como sus anteriores films. De paso logra que Keanu Reeves, cuyo trabajo no es sólido cuando actúa serio, se vuelva simpático al ser puesto en ridículo. Nada de esto hace de El lado peligroso del deseo una gran película; pero si se consigue sintonizar su frecuencia puede ser un entretenimiento disfrutable.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
martes, 8 de septiembre de 2015
LIBROS - "Temporada de fantasmas", de Ana María Shua: Microrrelatos, literatura en su envase más chico
Desde hace tiempo es fácil identificar el nombre de Ana María Shua con el microrrelato, esos cuentos mínimos que, bien escritos, siempre exceden la brevedad de la única página que usualmente habitan con comodidad. Libros como Botánica del caos, Fenómenos de circo y ahora Temporada de fantasmas, publicado por la editorial especializada en cuentos Páginas de Espuma, dan fe de ese vínculo entre la escritora y el género que ha adoptado como propio, y que con cada nuevo trabajo se encarga de revalidar. De sostenerlo como expresión literaria válida y valiosa ante las miradas críticas de colegas (algunos de ellos muy prestigiosos, pero que aquí, piadosamente, evitaremos nombrar) que insisten en su desprecio, por considerar al microrrelato más un acto de comodidad que de creación. Alcanza con leer un par de los que Shua incluye en su último trabajo para notar que el tamaño será muy importante en otras áreas (y por cierto que lo es) pero no en la literatura. ¿Un ejemplo? Está bien. El cuento se llama “Los cadáveres”:
“Hace diez minutos, en la vereda de enfrente, intentaron asaltar una oficina. La policía ha puesto vallas y la gente se arremolina, empujándose para ver. Hay cadáveres.
Yo no cruzo por temor o por pereza, pero también a mí me gustaría ver a los muertos. Un acto de prestidigitación les escamoteó la vida y ahora fingen con la perfección absoluta que sólo puede obtener de sus asistentes un auténtico Mago.
Sin embargo, hasta que no se levanten y anden, el espectáculo no estará listo para ser exhibido. Sólo un par de veces logró el Gran Mago completar el truco, y desde entonces, para nuestro mal, persiste una y otra vez en los ensayos.”
Hermoso, ¿no? Y brillante, de una potencia poética enorme y una notable economía de lenguaje. No sólo por todo lo que en él es dicho –que es un montón—, sino por todo lo que se ha evitado decir –que es mucho más— y que, de decirse, tal vez hubiera convertido al cuento un mero ejercicio del ego literario de su autor(a). El microrrelato es entonces una muestra de humildad literaria que muchos grandes novelistas, parados en la cima de sus novelas de mil páginas, son incapaces de dar y muchas veces también de valorar. Una lástima, pero son ellos quienes se lo pierden.
Sin embargo tampoco debe negarse que el género mismo provoca interrogantes, porque a veces se lo hace indistinguible de la prosa poética, que es otra cosa, sin dudas, pero que se le parece bastante. Y si bien los de Shua no pueden dejar de ser considerados como cuentos, también es cierto que se trata de cuentos tramposos que entre los pliegues de su prosa narrativa trafican el puñal envenenado de la poesía. En la sorpresa de ese filo inesperado se juega también la potencia de un género capaz de echar mano de todos los recursos que el autor tenga a mano para alcanzar el éxito de atrapar al lector en unos pocos renglones. “Es que ciertas piezas de prosa poética son en realidad microrrelatos. Solo que antes no se las catalogaba de ese modo porque ese género no existía”, reconoce Shua. “El belga Henri Michaux fue considerado en vida un gran poeta. Sin embargo, para mí, es un autor de extraordinarios microrrelatos. Robert Hass, un poeta norteamericano, hoy sería considerado un narrador de flash-fictions. Su brevísima “Historia sobre el cuerpo” (que se puede encontrar en internet) es una muestra de cómo es posible conmover y profundizar en la psicología de los personajes en veinte líneas. En mi caso, creo que mi necesidad de poesía se expresa a través del microrrelato. Pero también el cuento y la novela pueden ser más o menos 'poéticos' sin dejar de ser narrativos.” Acto seguido propone con humor un método particular para reconocer un microrrelato, que un poco se burla de sus detractores: “si parece un poema, es un poema; si parece un aforismo, es un aforismo; si parece un chiste, es un chiste; pero si uno no sabe bien lo que es, probablemente sea un microrrelato.
Igual que en libros anteriores de la autora, la estructura de Temporada de fantasmas se organiza a partir de una serie de núcleos temáticos. Así es posible encontrar secciones con cuentos sobre parejas, sobre la ficción o la realidad, la divinidad, las enfermedades, lo mítico o lo onírico. Pero al mismo tiempo permite que cada lector pueda jugar a encontrar sus propios ejes que atraviesen de forma transversal la totalidad del libro. La felicidad y la tristeza o lo lúdico y lo solemne, entre otros, también están presentes. “Mis clasificaciones son muy arbitrarias. Me di cuenta de que es una ayuda para el lector encontrar un libro de este tipo dividido en secciones, en lugar de los textos todos seguidos. Entonces, antes de publicar, los ordeno de alguna manera”, reconoce la autora. Más allá de los ejes que puedan organizar el libro, en Temporada de fantasmas también es posible reconocer una serie de pensamientos y miradas que dan cuenta de una forma particular de ver y entender el mundo. Y, por qué no, acerca de la labor del escritor. “La única ética del escritor es el respeto por la literatura”, dice Shua, tajante. “La literatura, el arte en términos generales, tiene una profunda relación con la verdad y por ahí pasa su compromiso ético. Pero ¿qué es la verdad?”, continúa. “La ética y la estética están indisolublemente relacionadas. Por algo decía Santo Tomás que la belleza era el resplandor de la verdad y, aunque él se refería a un tema teológico, no iba descaminado. No creo en la existencia de ningún dios y sin embargo sé que hay Algo Más, algo que trasciende el mundo humano, que va más allá de la palabra. Algo que a veces llamo Caos: esa masa primigenia previa a toda clasificación, previa al verbo, y algo de eso debería transparentarse a través de la literatura. He dicho”, concluye con gracia. Justamente varios de los cuentos del libro vinculan lo divino y lo literario, en tanto en ambos casos está implícito el acto creador. “Sí, claro que el escritor es un diosecillo que reina sobre su minúsculo universo”, admite Shua. “Y el juego y el capricho son esenciales en el trabajo de escritura. O al revés: se trata, en realidad, de pensar en quién nos escribe.”
Varios de los cuentos incluyen interesantes miradas sobre un tema que en los últimos tiempos ha adquirido carácter de urgencia, que es el de la violencia de género. “Nunca había pensado mis textos en ese sentido, pero por supuesto que está ahí”, acepta la escritora. A partir de ellos es posible interrogarse acerca cuál debería ser el rol de la literatura frente a determinados conflictos de la realidad. “Empecemos por separar a la literatura de cualquier posible compromiso político. La idea de compromiso de los 60 y 70 terminó por demostrar que la literatura siempre está profundamente comprometida con la ideología de su autor, se lo proponga él o no”, aclara Shua, poniendo blanco sobre negro. “Es ridículo exigir compromiso con lo que a uno le parece bien y desdeñar el resto como no comprometido”, agrega. “Me pareció interesantísimo que la Biblia insinuara que no sólo el hombre tiene la culpa del bestialismo, sino que hay que matar al animal también", dice refiriéndose a "Alguna bestia", uno de esos cuentos en el que se juega con la idea de la culpa del animal respecto del acto del hombre que lo ataca (Ver el cuento a continuación). Y cierra: "No acuerdo con esa idea terrible de que lo políticamente correcto incluye borrar la historia. Al contrario, hay que recordarla y debatirla”, finaliza al respecto.
"Alguna bestia"
(por Ana María Shua)
El que pecare con alguna bestia, muera sin remisión. Matad también a la bestia, dice el Señor.
(Porque algo tendrá esa oveja, esa gallina, ese camella impía y lúbrica, para tentar así a un varón del pueblo elegido. Y sobre todo, ¿cómo impedir que los demás enloquezcan de curiosidad, madre del deseo, ante una hembra por cuya entraña caliente otro se ha jugado la vida, la ha perdido?)
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
“Hace diez minutos, en la vereda de enfrente, intentaron asaltar una oficina. La policía ha puesto vallas y la gente se arremolina, empujándose para ver. Hay cadáveres.
Yo no cruzo por temor o por pereza, pero también a mí me gustaría ver a los muertos. Un acto de prestidigitación les escamoteó la vida y ahora fingen con la perfección absoluta que sólo puede obtener de sus asistentes un auténtico Mago.
Sin embargo, hasta que no se levanten y anden, el espectáculo no estará listo para ser exhibido. Sólo un par de veces logró el Gran Mago completar el truco, y desde entonces, para nuestro mal, persiste una y otra vez en los ensayos.”
Hermoso, ¿no? Y brillante, de una potencia poética enorme y una notable economía de lenguaje. No sólo por todo lo que en él es dicho –que es un montón—, sino por todo lo que se ha evitado decir –que es mucho más— y que, de decirse, tal vez hubiera convertido al cuento un mero ejercicio del ego literario de su autor(a). El microrrelato es entonces una muestra de humildad literaria que muchos grandes novelistas, parados en la cima de sus novelas de mil páginas, son incapaces de dar y muchas veces también de valorar. Una lástima, pero son ellos quienes se lo pierden.
Sin embargo tampoco debe negarse que el género mismo provoca interrogantes, porque a veces se lo hace indistinguible de la prosa poética, que es otra cosa, sin dudas, pero que se le parece bastante. Y si bien los de Shua no pueden dejar de ser considerados como cuentos, también es cierto que se trata de cuentos tramposos que entre los pliegues de su prosa narrativa trafican el puñal envenenado de la poesía. En la sorpresa de ese filo inesperado se juega también la potencia de un género capaz de echar mano de todos los recursos que el autor tenga a mano para alcanzar el éxito de atrapar al lector en unos pocos renglones. “Es que ciertas piezas de prosa poética son en realidad microrrelatos. Solo que antes no se las catalogaba de ese modo porque ese género no existía”, reconoce Shua. “El belga Henri Michaux fue considerado en vida un gran poeta. Sin embargo, para mí, es un autor de extraordinarios microrrelatos. Robert Hass, un poeta norteamericano, hoy sería considerado un narrador de flash-fictions. Su brevísima “Historia sobre el cuerpo” (que se puede encontrar en internet) es una muestra de cómo es posible conmover y profundizar en la psicología de los personajes en veinte líneas. En mi caso, creo que mi necesidad de poesía se expresa a través del microrrelato. Pero también el cuento y la novela pueden ser más o menos 'poéticos' sin dejar de ser narrativos.” Acto seguido propone con humor un método particular para reconocer un microrrelato, que un poco se burla de sus detractores: “si parece un poema, es un poema; si parece un aforismo, es un aforismo; si parece un chiste, es un chiste; pero si uno no sabe bien lo que es, probablemente sea un microrrelato.
Igual que en libros anteriores de la autora, la estructura de Temporada de fantasmas se organiza a partir de una serie de núcleos temáticos. Así es posible encontrar secciones con cuentos sobre parejas, sobre la ficción o la realidad, la divinidad, las enfermedades, lo mítico o lo onírico. Pero al mismo tiempo permite que cada lector pueda jugar a encontrar sus propios ejes que atraviesen de forma transversal la totalidad del libro. La felicidad y la tristeza o lo lúdico y lo solemne, entre otros, también están presentes. “Mis clasificaciones son muy arbitrarias. Me di cuenta de que es una ayuda para el lector encontrar un libro de este tipo dividido en secciones, en lugar de los textos todos seguidos. Entonces, antes de publicar, los ordeno de alguna manera”, reconoce la autora. Más allá de los ejes que puedan organizar el libro, en Temporada de fantasmas también es posible reconocer una serie de pensamientos y miradas que dan cuenta de una forma particular de ver y entender el mundo. Y, por qué no, acerca de la labor del escritor. “La única ética del escritor es el respeto por la literatura”, dice Shua, tajante. “La literatura, el arte en términos generales, tiene una profunda relación con la verdad y por ahí pasa su compromiso ético. Pero ¿qué es la verdad?”, continúa. “La ética y la estética están indisolublemente relacionadas. Por algo decía Santo Tomás que la belleza era el resplandor de la verdad y, aunque él se refería a un tema teológico, no iba descaminado. No creo en la existencia de ningún dios y sin embargo sé que hay Algo Más, algo que trasciende el mundo humano, que va más allá de la palabra. Algo que a veces llamo Caos: esa masa primigenia previa a toda clasificación, previa al verbo, y algo de eso debería transparentarse a través de la literatura. He dicho”, concluye con gracia. Justamente varios de los cuentos del libro vinculan lo divino y lo literario, en tanto en ambos casos está implícito el acto creador. “Sí, claro que el escritor es un diosecillo que reina sobre su minúsculo universo”, admite Shua. “Y el juego y el capricho son esenciales en el trabajo de escritura. O al revés: se trata, en realidad, de pensar en quién nos escribe.”
Varios de los cuentos incluyen interesantes miradas sobre un tema que en los últimos tiempos ha adquirido carácter de urgencia, que es el de la violencia de género. “Nunca había pensado mis textos en ese sentido, pero por supuesto que está ahí”, acepta la escritora. A partir de ellos es posible interrogarse acerca cuál debería ser el rol de la literatura frente a determinados conflictos de la realidad. “Empecemos por separar a la literatura de cualquier posible compromiso político. La idea de compromiso de los 60 y 70 terminó por demostrar que la literatura siempre está profundamente comprometida con la ideología de su autor, se lo proponga él o no”, aclara Shua, poniendo blanco sobre negro. “Es ridículo exigir compromiso con lo que a uno le parece bien y desdeñar el resto como no comprometido”, agrega. “Me pareció interesantísimo que la Biblia insinuara que no sólo el hombre tiene la culpa del bestialismo, sino que hay que matar al animal también", dice refiriéndose a "Alguna bestia", uno de esos cuentos en el que se juega con la idea de la culpa del animal respecto del acto del hombre que lo ataca (Ver el cuento a continuación). Y cierra: "No acuerdo con esa idea terrible de que lo políticamente correcto incluye borrar la historia. Al contrario, hay que recordarla y debatirla”, finaliza al respecto.
"Alguna bestia"
(por Ana María Shua)
El que pecare con alguna bestia, muera sin remisión. Matad también a la bestia, dice el Señor.
(Porque algo tendrá esa oveja, esa gallina, ese camella impía y lúbrica, para tentar así a un varón del pueblo elegido. Y sobre todo, ¿cómo impedir que los demás enloquezcan de curiosidad, madre del deseo, ante una hembra por cuya entraña caliente otro se ha jugado la vida, la ha perdido?)
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
sábado, 5 de septiembre de 2015
CINE - "327 cuadernos", de Andrés Di Tella: El duelo de las memorias
Quienes conozcan a Ricardo Piglia más allá de sus libros, en su faceta oral como disertante o dialoguista, podrían imaginar que hacer una película con él como personaje no debería ser un trabajo demasiado difícil. Que alcanzaría con ponerle la cámara delante e ir dándole charla. Es posible que el resultado de tal experimento fuera interesante desde el contenido, pero muy pobre en lo formal. Y, vamos: ni siquiera sería una película, sino Piglia hablándole a una cámara nomás. Cuando el director Andrés Di Tella coincide con él en Princeton casi por casualidad –según él mismo cuenta en los primeros minutos de su último trabajo, 327 cuadernos— en el preciso momento en que el escritor decide volver a instalarse definitivamente en Buenos Aires, sabe que está en uno de esos pocos momentos en los que la historia se atraviesa justo en medio de su vida. Un concepto al que el propio Piglia volverá sobre el final de la película. Se trata de uno de los tres o cuatro autores más importantes de la literatura argentina en la actualidad y el cineasta decide registrar el instante en que desmonta la oficina universitaria donde trabajó durante 15 años. Ahí también se entera que, ya de regreso, el escritor planea avanzar en la ardua tarea de releer los diarios personales que viene escribiendo sin pausa desde que tenía 16 años. Di Tella no lo duda y le propone filmar el proceso. El resultado es justamente 327 cuadernos, título que precisa el volumen exacto de esas memorias que el escritor a veces fantasea con editar y otras con quemar.
Piglia comenzó a escribirlos en 1957, cuando su familia se muda de Adrogué a Mar del Plata, luego de que su padre pasara casi un año preso por haber salido a defender a Perón tras el golpe de estado ocurrido dos años antes. En ese momento la escritura está lejos de ser un oficio para él; más bien parece cumplir la función de cualquier otro diario adolescente: un refugio, un lugar íntimo en donde transitar el duelo de tener que dejar la casa en que nació. Sin embargo escribirlo se convirtió en una obsesión y en mucho más: “Estoy convencido de que si no lo hubiera empezado, jamás hubiera escrito otra cosa”, afirma Piglia en tren de imaginar qué hubiese pasado si Perón no hubiera sido derrocado, si su padre no hubiera ido preso y su familia hubiera continuado con su vida en Adrogué.
Piglia lee y rebusca en sus cuadernos, pero lo sorprende la dificultad para identificarse con mucho de lo escrito. Llega a decir que quien aparece en los diarios muchas veces le resulta un desconocido. Lejos de limitarse a sentarlo a leer fragmentos sueltos frente a cámara, Di Tella teje un relato que intenta traducir la memoria del escritor en imágenes. Una tarea compleja que resuelve intercalando entre diálogos y lecturas una serie de registros fílmicos extraordinarios, cuyo ecléctico contenido, sin dejar de ser funcional al relato, tampoco se ata a él de manera torpe y estricta. Las imágenes van desde fragmentos que retratan a la multitud enfervorizada que en 1955 desborda la Plaza de Mayo para celebrar el derrocamiento de Perón, a una entrevista televisiva con Roberto Guevara, hermano del Ché, justo antes de subirse al avión que lo llevará a Bolivia para ver qué pasó con Ernesto. O un increíble diario-filmado de Enrique Amorim, en el que el escritor retrató a muchos de sus colegas amigos, consiguiendo estupendas imágenes de Horacio Quiroga preparando un asado, de un Borges jovencísimo tomando mate o de García Lorca durante su paso por Buenos Aires. Pero además de estos registros históricos vinculados de diferentes maneras a la vida y a los diarios de Piglia, Di Tella incluye una serie de imágenes anónimas que utiliza para enrarecer el clima en torno a los recuerdos del escritor, haciendo que el cine se convierta por un rato también en memoria y sueño.
327 cuadernos está atravesada por un tono elegíaco que se corresponde con ese regreso a sus vidas pasadas, que Piglia se impone a sus más de 70 años. Un carácter que se acentúa cuando en medio del rodaje al escritor se le declara la enfermedad que actualmente lo aqueja, que le impide, entre otras cosas, seguir escribiendo por sí mismo. Luego de dudar sobre qué hacer con sus cuadernos, el final de la película retrata a Piglia como un chamán oficiando un elocuente ritual funerario que tiene algo del dolor, pero también la calma de las despedidas.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Piglia comenzó a escribirlos en 1957, cuando su familia se muda de Adrogué a Mar del Plata, luego de que su padre pasara casi un año preso por haber salido a defender a Perón tras el golpe de estado ocurrido dos años antes. En ese momento la escritura está lejos de ser un oficio para él; más bien parece cumplir la función de cualquier otro diario adolescente: un refugio, un lugar íntimo en donde transitar el duelo de tener que dejar la casa en que nació. Sin embargo escribirlo se convirtió en una obsesión y en mucho más: “Estoy convencido de que si no lo hubiera empezado, jamás hubiera escrito otra cosa”, afirma Piglia en tren de imaginar qué hubiese pasado si Perón no hubiera sido derrocado, si su padre no hubiera ido preso y su familia hubiera continuado con su vida en Adrogué.
Piglia lee y rebusca en sus cuadernos, pero lo sorprende la dificultad para identificarse con mucho de lo escrito. Llega a decir que quien aparece en los diarios muchas veces le resulta un desconocido. Lejos de limitarse a sentarlo a leer fragmentos sueltos frente a cámara, Di Tella teje un relato que intenta traducir la memoria del escritor en imágenes. Una tarea compleja que resuelve intercalando entre diálogos y lecturas una serie de registros fílmicos extraordinarios, cuyo ecléctico contenido, sin dejar de ser funcional al relato, tampoco se ata a él de manera torpe y estricta. Las imágenes van desde fragmentos que retratan a la multitud enfervorizada que en 1955 desborda la Plaza de Mayo para celebrar el derrocamiento de Perón, a una entrevista televisiva con Roberto Guevara, hermano del Ché, justo antes de subirse al avión que lo llevará a Bolivia para ver qué pasó con Ernesto. O un increíble diario-filmado de Enrique Amorim, en el que el escritor retrató a muchos de sus colegas amigos, consiguiendo estupendas imágenes de Horacio Quiroga preparando un asado, de un Borges jovencísimo tomando mate o de García Lorca durante su paso por Buenos Aires. Pero además de estos registros históricos vinculados de diferentes maneras a la vida y a los diarios de Piglia, Di Tella incluye una serie de imágenes anónimas que utiliza para enrarecer el clima en torno a los recuerdos del escritor, haciendo que el cine se convierta por un rato también en memoria y sueño.
327 cuadernos está atravesada por un tono elegíaco que se corresponde con ese regreso a sus vidas pasadas, que Piglia se impone a sus más de 70 años. Un carácter que se acentúa cuando en medio del rodaje al escritor se le declara la enfermedad que actualmente lo aqueja, que le impide, entre otras cosas, seguir escribiendo por sí mismo. Luego de dudar sobre qué hacer con sus cuadernos, el final de la película retrata a Piglia como un chamán oficiando un elocuente ritual funerario que tiene algo del dolor, pero también la calma de las despedidas.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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viernes, 4 de septiembre de 2015
CINE - "Te sigue" (It follows), de David Robert Mitchell: Con la muerte en los talones
Segunda película del director David Robert Mitchell, Te sigue es una anomalía, un fantasma en la máquina, una bienvenida falla en el espacio-tiempo cinematográfico. Un film extemporáneo que en contra del cine de terror actual –de estética apurada, ideas escasas y la cámara en mano aportando más confusión que miedo— no sólo está filmado con elegancia clásica, sino que se toma su tiempo para mostrar lo que el relato necesita poner en evidencia, al mismo que tiempo elide aquello que no debe ser dicho. Te sigue no esconde sus monstruos, no sobreactúa los golpes de efecto, ni explica lo que no es necesario. En el camino traza de manera magistral un vívido retrato social a partir de una serie de corrimientos y diagonales, que le permiten ponerlo en escena sin caer en obviedades.
Aunque la historia transcurre en la actualidad, sólo es posible notarlo a partir de detalles mínimos, fuera de los cuales el universo de Te sigue remite estéticamente a la década de 1980 y comienzos de los ‘90. Una sensación que Mitchell acentúa con una gran banda sonora y una percepción de los espacios urbanos que recuperan sobre todo la influencia del cine de John Carpenter. Por su parte, los adolescentes que la protagonizan tienen más puntos de contacto con aquellos de la denominada Generación X que con los de hoy. Jay, la protagonista, hasta tiene una equis tatuada en uno de sus dedos. En Te sigue no hay adultos, con excepción de la madre alcohólica y viuda de Jay, y hasta ella represeta una presencia ausente. En su trabajo anterior –The Myth of the American Sleepover (2010), en el que otros chicos deambulaban solos por la ciudad durante una noche de verano, yendo de un pijama party a otro, buscándose con voracidad, pero sin idea de qué es lo que tienen que hacer cuando al fin se encuentran— Mitchell ya esbozaba muchas de las ideas que desarrolla acá, entre ellas la de dejar a sus jóvenes personajes librados a sí mismos.
Lo más interesante de Te sigue son las características de la amenaza a la que estos adolecentes están expuestos. Tras salir un par de veces con un chico y luego de hacer el amor con él en su coche, Jay se despierta atada en un edificio abandonado. El chico todavía está ahí con ella y le explica que cuando tuvieron sexo él le pasó una especie de maldición que sólo es posible quitarse acostándose con alguien más. Pasárselo a otro, como si se tratara de una versión atroz del juego de la mancha. Le dice que a partir de ahora “eso” empezará a seguirla adoptando diferentes formas humanas, pero que sólo ella podrá verlo. Y que no debe dejarse alcanzar, porque si “eso” consigue matarla, volverá por él. Más allá de la clásica regla del cine de terror según la cuál el sexo entre adolescentes siempre es castigado con la muerte a manos del psicópata de turno o de la referencia fácil al VIH, detrás del monstruo poliforme de Te sigue hay una idea fatal, que lo hace el más temible. Porque no se trata de una figura concreta, como un zombie o un vampiro, pero tampoco de abstractas entidades de fantasía, sino de la conciencia misma de la propia muerte. El miedo humano por excelencia.
Cuando en la cola para entrar al cine Jay le propone a su amigovio un juego que consiste en elegir una persona desconocida con la cual le gustaría intercambiar lugares, él elige a un nene chiquito que va de la mano de su padre, porque a pesar de ser joven le parece atractiva la idea de volver a tener toda la vida por delante. En The Myth of the American Sleepover, un chico le dice a una chica un poco menor con la que se gustan, que el mito de la adolescencia consiste en dejar atrás la niñez con la promesa de “todas las aventuras que vivirás en la juventud”, pero que una vez que “entendés lo que perdiste, ya es tarde para recuperarlo”. Justo en esa encrucijada se encuentran los chicos de Te sigue. Al ordenar la serie que la película propone, conectando esa noción de pérdida asociada al crecimiento con la ausencia de adultos y la idea borgeana del sexo como transmisor del mal (“Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican a los hombres” dice el escritor en su cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”), no es difícil ver en Jay y sus amigos apenas a un grupo de jóvenes en crisis, en el momento exacto en que descubren que volverse adultos no es lo que esperaban y que de ahora en más la vida se reducirá a correr para no ser alcanzados por la muerte.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Aunque la historia transcurre en la actualidad, sólo es posible notarlo a partir de detalles mínimos, fuera de los cuales el universo de Te sigue remite estéticamente a la década de 1980 y comienzos de los ‘90. Una sensación que Mitchell acentúa con una gran banda sonora y una percepción de los espacios urbanos que recuperan sobre todo la influencia del cine de John Carpenter. Por su parte, los adolescentes que la protagonizan tienen más puntos de contacto con aquellos de la denominada Generación X que con los de hoy. Jay, la protagonista, hasta tiene una equis tatuada en uno de sus dedos. En Te sigue no hay adultos, con excepción de la madre alcohólica y viuda de Jay, y hasta ella represeta una presencia ausente. En su trabajo anterior –The Myth of the American Sleepover (2010), en el que otros chicos deambulaban solos por la ciudad durante una noche de verano, yendo de un pijama party a otro, buscándose con voracidad, pero sin idea de qué es lo que tienen que hacer cuando al fin se encuentran— Mitchell ya esbozaba muchas de las ideas que desarrolla acá, entre ellas la de dejar a sus jóvenes personajes librados a sí mismos.
Lo más interesante de Te sigue son las características de la amenaza a la que estos adolecentes están expuestos. Tras salir un par de veces con un chico y luego de hacer el amor con él en su coche, Jay se despierta atada en un edificio abandonado. El chico todavía está ahí con ella y le explica que cuando tuvieron sexo él le pasó una especie de maldición que sólo es posible quitarse acostándose con alguien más. Pasárselo a otro, como si se tratara de una versión atroz del juego de la mancha. Le dice que a partir de ahora “eso” empezará a seguirla adoptando diferentes formas humanas, pero que sólo ella podrá verlo. Y que no debe dejarse alcanzar, porque si “eso” consigue matarla, volverá por él. Más allá de la clásica regla del cine de terror según la cuál el sexo entre adolescentes siempre es castigado con la muerte a manos del psicópata de turno o de la referencia fácil al VIH, detrás del monstruo poliforme de Te sigue hay una idea fatal, que lo hace el más temible. Porque no se trata de una figura concreta, como un zombie o un vampiro, pero tampoco de abstractas entidades de fantasía, sino de la conciencia misma de la propia muerte. El miedo humano por excelencia.
Cuando en la cola para entrar al cine Jay le propone a su amigovio un juego que consiste en elegir una persona desconocida con la cual le gustaría intercambiar lugares, él elige a un nene chiquito que va de la mano de su padre, porque a pesar de ser joven le parece atractiva la idea de volver a tener toda la vida por delante. En The Myth of the American Sleepover, un chico le dice a una chica un poco menor con la que se gustan, que el mito de la adolescencia consiste en dejar atrás la niñez con la promesa de “todas las aventuras que vivirás en la juventud”, pero que una vez que “entendés lo que perdiste, ya es tarde para recuperarlo”. Justo en esa encrucijada se encuentran los chicos de Te sigue. Al ordenar la serie que la película propone, conectando esa noción de pérdida asociada al crecimiento con la ausencia de adultos y la idea borgeana del sexo como transmisor del mal (“Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican a los hombres” dice el escritor en su cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”), no es difícil ver en Jay y sus amigos apenas a un grupo de jóvenes en crisis, en el momento exacto en que descubren que volverse adultos no es lo que esperaban y que de ahora en más la vida se reducirá a correr para no ser alcanzados por la muerte.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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jueves, 3 de septiembre de 2015
CINE - "La mujer de los perros", de Laura Citarella y Verónica Llinás: Un silencio elocuente
Presentada en la Competencia Internacional de la edición 2015 del BAFICI, lo que propone La mujer de los perros, segundo trabajo de Laura Citarella, esta vez en compañía de la actriz Verónica Llinás (en su debut como directora), es una experiencia narrativa cercana a La libertad (2001) y Los Muertos (2004), los primeros films de Lisandro Alonso. Como en ellos, acá también se trata de poner la cámara (y todos los recursos cinematográficos que se ocultan detrás de ella) al servicio de retratar a un único personaje solo y retirado de toda compañía, a veces por misantropía y otras por simple capricho del destino.
En este caso se trata de una mujer que vive junto a sus perros en una casilla muy precaria, en medio de un bosquecito semi rural en los confines del conurbano bonaerense. A ella es a quien la cámara sigue con obsesión; ya sea con planos que se cierran para dar cuenta minuciosa de su forma de vida (o mejor aún: de supervivencia); o que se abren para observarla en la interacción con su entorno, logrando un tipo de registro que forja una ilusión de intimidad. Pero sólo una ilusión, porque si bien es posible conocer en detalle la vida de esta mujer, finalmente es muy poco lo que se sabrá de ella. Aunque su presencia, su gestualidad y a veces su vestuario permitan imaginar un pasado diferente, la película no aportará más información que aquella que viene dada por la acción en tiempo presente.
Durante los 20 minutos iniciales a la película sólo le interesa la protagonista, que no sólo es el eje de la narración, sino también el centro excluyente de cada cuadro. Su omnipresencia es apenas interrumpida por la entrada a escena de esa corte canina que la acompaña a todas partes y que la lente también registra con precisión. Como si se tratara de una más dentro de la jauría, la mujer subsiste revolviendo tachos de basura, rompiendo las bolsas de residuos en procura de algunos restos; escarbando entre montañas de desperdicios como quien busca un hueso o metiéndose en casas ajenas, para hurtar un poco de comida aquí y allá. Una perra callejera viviendo de la carroña.
Durante un buen rato el mundo casi parece un lugar vacío, sólo habitado por esta mujer y sus animales. Los otros aparecen velados, distantes, casi indistinguibles del fondo fantasmal de verde y campo. El cruce con unos chicos que se burlan de ella cuando va a recolectar agua es el primer encuentro concreto, en el que ese otro evitado es visto como una amenaza. Esa escena es también la primera que incorpora música: una especie de rock sureño atravesado por ritmos electrónicos que les da, a la escena y a la película, cierto aire de western. Un detalle disruptivo que se aparta del registro realista al límite de lo documental que hasta ahí venía sosteniendo; una sutileza a través de la cual la película –a diferencia de las de Alonso, quien recién en Jauja (2014) utiliza un recurso similar— reclama abiertamente para sí el territorio de la ficción.
Ese breve interludio, que se repetirá para acompañar la fugaz aparición de unos títulos que anuncian sin necesidad el paso de las estaciones del año (la fotografía y el vestuario dan perfecta cuenta de ese devenir), se opone y subraya el silencio permanente de la protagonista. Un silencio que no debe entenderse como una incapacidad para hablar, sino como una decisión de los realizadores de dejar su voz fuera de campo. Porque hay escenas en las que su uso está sobrentendido (una visita al médico; el encuentro con una amiga) e incluso pueden percibirse situaciones de diálogo que las directoras registran desde lejos (una consulta en la ventanilla de atención en el hospital; la conversación con un arriero), permitiendo que el sonido se pierda convenientemente en la amplitud del paisaje. Quizás ahí se encuentre el punto menos sólido de La mujer de los perros, porque aunque la actuación de Verónica Llinás es extraordinaria, a veces ese silencio de hierro merma en su naturalidad, poniendo en evidencia un carácter tal vez impostado o arbitrario. Dejando además abierta la duda acerca de si su mandato no tendrá que ver con cuestiones que no hacen al propio relato, sino al temor de que una voz, una inflexión o un lenguaje determinados, dijeran de esa mujer más de lo que sus artífices deseaban revelar.
La secuencia final transcurre en un popular balneario de río en donde, como un negativo, una multitud convierte en bullicio lo que hasta acá fue silencio. Ahí en medio, la mujer de los perros sonríe y un inédito gesto de serenidad le llena la cara por primera vez. El último plano de la película es notable, tanto desde lo narrativo como desde lo fotográfico: obligado a fijar la vista durante un rato largo en un punto blanco en medio del pasto, el espectador podrá notar como el campo abierto se convierte en un paisaje impresionista, justo frente a sus ojos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
En este caso se trata de una mujer que vive junto a sus perros en una casilla muy precaria, en medio de un bosquecito semi rural en los confines del conurbano bonaerense. A ella es a quien la cámara sigue con obsesión; ya sea con planos que se cierran para dar cuenta minuciosa de su forma de vida (o mejor aún: de supervivencia); o que se abren para observarla en la interacción con su entorno, logrando un tipo de registro que forja una ilusión de intimidad. Pero sólo una ilusión, porque si bien es posible conocer en detalle la vida de esta mujer, finalmente es muy poco lo que se sabrá de ella. Aunque su presencia, su gestualidad y a veces su vestuario permitan imaginar un pasado diferente, la película no aportará más información que aquella que viene dada por la acción en tiempo presente.
Durante los 20 minutos iniciales a la película sólo le interesa la protagonista, que no sólo es el eje de la narración, sino también el centro excluyente de cada cuadro. Su omnipresencia es apenas interrumpida por la entrada a escena de esa corte canina que la acompaña a todas partes y que la lente también registra con precisión. Como si se tratara de una más dentro de la jauría, la mujer subsiste revolviendo tachos de basura, rompiendo las bolsas de residuos en procura de algunos restos; escarbando entre montañas de desperdicios como quien busca un hueso o metiéndose en casas ajenas, para hurtar un poco de comida aquí y allá. Una perra callejera viviendo de la carroña.
Durante un buen rato el mundo casi parece un lugar vacío, sólo habitado por esta mujer y sus animales. Los otros aparecen velados, distantes, casi indistinguibles del fondo fantasmal de verde y campo. El cruce con unos chicos que se burlan de ella cuando va a recolectar agua es el primer encuentro concreto, en el que ese otro evitado es visto como una amenaza. Esa escena es también la primera que incorpora música: una especie de rock sureño atravesado por ritmos electrónicos que les da, a la escena y a la película, cierto aire de western. Un detalle disruptivo que se aparta del registro realista al límite de lo documental que hasta ahí venía sosteniendo; una sutileza a través de la cual la película –a diferencia de las de Alonso, quien recién en Jauja (2014) utiliza un recurso similar— reclama abiertamente para sí el territorio de la ficción.
Ese breve interludio, que se repetirá para acompañar la fugaz aparición de unos títulos que anuncian sin necesidad el paso de las estaciones del año (la fotografía y el vestuario dan perfecta cuenta de ese devenir), se opone y subraya el silencio permanente de la protagonista. Un silencio que no debe entenderse como una incapacidad para hablar, sino como una decisión de los realizadores de dejar su voz fuera de campo. Porque hay escenas en las que su uso está sobrentendido (una visita al médico; el encuentro con una amiga) e incluso pueden percibirse situaciones de diálogo que las directoras registran desde lejos (una consulta en la ventanilla de atención en el hospital; la conversación con un arriero), permitiendo que el sonido se pierda convenientemente en la amplitud del paisaje. Quizás ahí se encuentre el punto menos sólido de La mujer de los perros, porque aunque la actuación de Verónica Llinás es extraordinaria, a veces ese silencio de hierro merma en su naturalidad, poniendo en evidencia un carácter tal vez impostado o arbitrario. Dejando además abierta la duda acerca de si su mandato no tendrá que ver con cuestiones que no hacen al propio relato, sino al temor de que una voz, una inflexión o un lenguaje determinados, dijeran de esa mujer más de lo que sus artífices deseaban revelar.
La secuencia final transcurre en un popular balneario de río en donde, como un negativo, una multitud convierte en bullicio lo que hasta acá fue silencio. Ahí en medio, la mujer de los perros sonríe y un inédito gesto de serenidad le llena la cara por primera vez. El último plano de la película es notable, tanto desde lo narrativo como desde lo fotográfico: obligado a fijar la vista durante un rato largo en un punto blanco en medio del pasto, el espectador podrá notar como el campo abierto se convierte en un paisaje impresionista, justo frente a sus ojos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
martes, 1 de septiembre de 2015
LIBROS - Pablo Katchadjian desprocesado: El juzgado de Babel
Como si se tratara de uno de esos laberínticos juegos de espejos que tanto le gustaba recorrer a Jorge Luis Borges, como lector o como autor, pero también con algo de kafkiano, la Sala V de la Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Nacional revocó el procesamiento del escritor Pablo Katchadjian, dictando la falta de mérito en el juicio por plagio que le iniciara María Kodama en su carácter de heredera y custodio de la obra del gran escritor argentino. Una causa de la que Katchadjian había sido sobreseído y vuelto a procesar, acusado de plagiar el que tal vez sea el cuento más famoso de Borges, “El aleph”, en su libro El aleph engordado, un experimento literario en el que intervino el texto original intercalando con él un texto nuevo y propio. Un procedimiento que el autor anuncia a través de una posdata en la que da cuenta del juego intertextual que desarrolla en su libro, cuya edición data del mes de noviembre de 2008.
Las intrincadas vueltas judiciales del caso comenzaron en junio de 2011, cuando Kodama presentó su denuncia penal contra Katchadjian por considerar que su trabajo viola los artículos 72 y 73 de la ley 11.723 de propiedad intelectual. Aunque Katchadjian fue sobreseído en esa primera instancia, Kodama interpuso una serie de apelaciones, primero ante la Cámara de Apelaciones (que finalmente confirmó el sobreseimiento) y más tarde en la Cámara de Casación que, a instancias de los jueces Gustavo Hornos y Eduardo Riggi, le dio la razón a la querella y el caso regresó a la instancia original en la que Katchadjian fue nuevamente procesado, haciendo pesar sobre él un embargo por la suma de 80 mil pesos. La última novedad fue el citado desprocesamiento dictado el pasado 13 de agosto, en el que la mencionada Sala V de la Cámara de Apelaciones en lo Criminal determinó que “los dichos encontrados de los participantes de la audiencia con relación a la modificación intrínseca del cuento de Jorge Luis Borges en oportunidad de su inclusión en El Aleph engordado muestran que la evaluación integral de la hipótesis delictiva investigada -en sus aspectos objetivo y subjetivo-no puede prescindir de una previa determinación pericial sobre si el texto original de “El aleph” fue o no transcripto literalmente por Katchadjian y, en caso negativo, qué diferencias en términos de palabras y/o signos de puntuación se verificaron. En estas condiciones, revocaremos lo resuelto, decretaremos la falta de mérito para procesar o sobreseer al imputado y dispondremos la prosecución de la investigación».
Oportunamente un gran número de escritores, artistas e intelectuales salieron a repudiar el proceso en contra de Katchadjian, destacándose la jornada organizada el pasado 3 de julio en la Biblioteca Nacional, que concluyó con una mesa en la que, con la coordinación del editor Damián Ríos y la presencia del propio Katchadjian, participaron el escritor César Aira, el crítico literario Jorge Panesi y la socióloga e investigadora María Pía López. Aira se expresó al respecto de manera contundente: “Tengo que decir que estoy bastante cansado de esta fantochada, espero que se termine pronto. Las conversaciones que hemos tenido estos días me han convencido más que nunca de que todo este asunto pertenece al rubro de lo cómico”. Por su parte el escritor Carlos Gamerro, presente en representación del PEN (asociación mundial de escritores), afirmó que “la querella penal en contra de Katchadjian ofende los estándares más básicos de la libertad de expresión. Incluso la posibilidad más mínima de que un escritor sea sentenciado a prisión por plagio es inaceptable”.
Consultado por Tiempo, Ricardo Strafacce, escritor y abogado de Katchadjian, se encargó de clarificar qué significa exactamente este desprocesamiento. “La declaración de falta de mérito significa que no hay mérito para procesar pero tampoco para sobreseer. Es una situación mejor que estar procesado, pero peor que estar sobreseído. Ahora se ordenó una pericia para ver si Pablo copió ‘literalmente’ el cuento de Borges o si hizo cambios y, en caso afirmativo, cuáles”, aclaró Strafacce. “Francamente, ignoro qué conclusiones se quieren sacar de esta pericia. Sin dudas la cuestión no es un tema menor, no sólo por lo que podría generarle (y de hecho ya le está generando) a Pablo, sino porque una eventual condena (e incluso la existencia misma del proceso) va a provocar una inevitable autocensura respecto a procedimientos como el de El Aleph engordado”, continuó. Y concluyó que “con las cosas que ocurren en el país (un femicidio cada treinta horas, por ejemplo) es increíble que hasta el momento hayan intervenido siete jueces, una fiscal y dos abogados (el de Kodama y yo) para discutir (desde 2011) si se le aplica una pena de prisión (efectiva o en suspenso, eso depende de la extensión de esa eventual pena) a un escritor que hizo un experimento borgeano con un cuento de Borges”. Por su parte Damián Ríos, principal promotor de los movimientos de apoyo a Katchadjian, comentó a este diario que a pesar de no representar el cierre definitivo de la causa, “es claro que está triunfando en la justicia la idea de que todo esto es una locura, que la idea de procesar penalmente a un escritor por escribir un libro es una locura. Algo que se ve en muy pocos países en el mundo. Y en ese sentido es un triunfo parcial en todo lo que se refiere a la movida de apoyo a Pablo, que ya lleva más de 3000 apoyos de escritores de todas partes del mundo que se han manifestado”.
Artículo Publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
Las intrincadas vueltas judiciales del caso comenzaron en junio de 2011, cuando Kodama presentó su denuncia penal contra Katchadjian por considerar que su trabajo viola los artículos 72 y 73 de la ley 11.723 de propiedad intelectual. Aunque Katchadjian fue sobreseído en esa primera instancia, Kodama interpuso una serie de apelaciones, primero ante la Cámara de Apelaciones (que finalmente confirmó el sobreseimiento) y más tarde en la Cámara de Casación que, a instancias de los jueces Gustavo Hornos y Eduardo Riggi, le dio la razón a la querella y el caso regresó a la instancia original en la que Katchadjian fue nuevamente procesado, haciendo pesar sobre él un embargo por la suma de 80 mil pesos. La última novedad fue el citado desprocesamiento dictado el pasado 13 de agosto, en el que la mencionada Sala V de la Cámara de Apelaciones en lo Criminal determinó que “los dichos encontrados de los participantes de la audiencia con relación a la modificación intrínseca del cuento de Jorge Luis Borges en oportunidad de su inclusión en El Aleph engordado muestran que la evaluación integral de la hipótesis delictiva investigada -en sus aspectos objetivo y subjetivo-no puede prescindir de una previa determinación pericial sobre si el texto original de “El aleph” fue o no transcripto literalmente por Katchadjian y, en caso negativo, qué diferencias en términos de palabras y/o signos de puntuación se verificaron. En estas condiciones, revocaremos lo resuelto, decretaremos la falta de mérito para procesar o sobreseer al imputado y dispondremos la prosecución de la investigación».
Oportunamente un gran número de escritores, artistas e intelectuales salieron a repudiar el proceso en contra de Katchadjian, destacándose la jornada organizada el pasado 3 de julio en la Biblioteca Nacional, que concluyó con una mesa en la que, con la coordinación del editor Damián Ríos y la presencia del propio Katchadjian, participaron el escritor César Aira, el crítico literario Jorge Panesi y la socióloga e investigadora María Pía López. Aira se expresó al respecto de manera contundente: “Tengo que decir que estoy bastante cansado de esta fantochada, espero que se termine pronto. Las conversaciones que hemos tenido estos días me han convencido más que nunca de que todo este asunto pertenece al rubro de lo cómico”. Por su parte el escritor Carlos Gamerro, presente en representación del PEN (asociación mundial de escritores), afirmó que “la querella penal en contra de Katchadjian ofende los estándares más básicos de la libertad de expresión. Incluso la posibilidad más mínima de que un escritor sea sentenciado a prisión por plagio es inaceptable”.
Consultado por Tiempo, Ricardo Strafacce, escritor y abogado de Katchadjian, se encargó de clarificar qué significa exactamente este desprocesamiento. “La declaración de falta de mérito significa que no hay mérito para procesar pero tampoco para sobreseer. Es una situación mejor que estar procesado, pero peor que estar sobreseído. Ahora se ordenó una pericia para ver si Pablo copió ‘literalmente’ el cuento de Borges o si hizo cambios y, en caso afirmativo, cuáles”, aclaró Strafacce. “Francamente, ignoro qué conclusiones se quieren sacar de esta pericia. Sin dudas la cuestión no es un tema menor, no sólo por lo que podría generarle (y de hecho ya le está generando) a Pablo, sino porque una eventual condena (e incluso la existencia misma del proceso) va a provocar una inevitable autocensura respecto a procedimientos como el de El Aleph engordado”, continuó. Y concluyó que “con las cosas que ocurren en el país (un femicidio cada treinta horas, por ejemplo) es increíble que hasta el momento hayan intervenido siete jueces, una fiscal y dos abogados (el de Kodama y yo) para discutir (desde 2011) si se le aplica una pena de prisión (efectiva o en suspenso, eso depende de la extensión de esa eventual pena) a un escritor que hizo un experimento borgeano con un cuento de Borges”. Por su parte Damián Ríos, principal promotor de los movimientos de apoyo a Katchadjian, comentó a este diario que a pesar de no representar el cierre definitivo de la causa, “es claro que está triunfando en la justicia la idea de que todo esto es una locura, que la idea de procesar penalmente a un escritor por escribir un libro es una locura. Algo que se ve en muy pocos países en el mundo. Y en ese sentido es un triunfo parcial en todo lo que se refiere a la movida de apoyo a Pablo, que ya lleva más de 3000 apoyos de escritores de todas partes del mundo que se han manifestado”.
Artículo Publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
CINE - Adiós a Wes Craven (1939-2015): Con el miedo a otra parte
Suele decirse que el de las necrológicas es el menos confiable de los géneros periodísticos, porque: ¿quién se atrevería, llegado el caso, a hablar mal de un muerto? ¿Quién, en el momento de la despedida, se pondría a recordar lo peor de una figura pública? Sin embargo, para quien debe escribirla, la pregunta es otra: ¿qué necesidad hay de hablar mal de un muerto? ¿Qué sentido tiene, con el cadáver aún tibio, ponerse a enumerar los fracasos, defectos y miserias de una persona? Pero aunque el de las necrológicas sea, por fuerza, un ejercicio fatalmente laudatorio, a veces ocurre que los elogios finales no son sólo una declaración de compromiso, sino una elegíaca confesión de amor en público. Este es el caso. Porque para los que de verdad aman el cine, quienes lo hacen sin imponerle condiciones de género, la muerte del director Wes Craven representa eso: el paso a la eternidad de un amor incondicional.
Como si se tratara de una autopsia, los cables de las agencias de noticias entregan la información de manera sumaria. Wes Craven, director de películas fundamentales del cine de terror como Pesadilla en lo profundo de la noche o Scream, murió el domingo por la noche en Los Ángeles a los 76 años de edad, como consecuencia de un cáncer cerebral que minaba su salud desde hacía tres años. Quienes lo quisieron, en cambio, se permitieron la dolorosa calidez de la pena que no pueden evitar las despedidas. “Mi amigo Wes nos dejó demasiado pronto. De verdad fue un director de cine a la vieja usanza. Pasé grandes momentos dirigiéndolo. Estoy devastado por la noticia. Wes fue un gran amigo, un cineasta notable y un buen hombre. Una pérdida enorme. Demasiado pronto.” Con esas palabras en Twitter le dijo adiós a Craven uno de sus más destacados colegas, John Carpenter, con quien lo unía la pasión por el cine de terror. Su mensajito recupera como al pasar un dato poco recordado: ambas leyendas trabajaron juntas una vez, cuando Carpenter dirigió a Craven como actor en el episodio titulado “The gas station” (La estación de servicio) incluido en el telefilm colectivo Body Bags (1993, Bolsas para cadáveres), del que también participaron otras leyendas del cine de terror, como los directores Tob Hooper, Sam Raimi y Roger Corman y el especialista en efectos especiales Greg Nicotero, además de los actores John Carradine y Mark Hamill, las cantantes Debbie Harry y Sheena Easton, y la famosa modelo inglesa Twiggy.
Justamente la red social del pajarito se convirtió ayer en una versión digital de las tradicionales páginas de avisos fúnebres, en donde una larga lista de figuras pertenecientes al universo del cine que de una u otra manera trabajaron con Craven, expresaron su pesar por la muerte del director. De actores como Rose McGowan, Courtney Cox, Sarah Michelle Gellar y David Arquette, a colegas como Joe Dante, James Wan, Roland Emmerich, Clive Barker y Kevin Smith, pasando por el productor Bob Weinstein o el guionista Kevin Williamson (autor de los cuatro episodios de la saga Scream), nadie quiso dejar de grabar su tristeza en el ciberespacio.
El de Craven es uno de los nombres clave de la renovación del cine de terror que se produjo en los Estados Unidos desde mediados de la década de 1970 y toda la de 1980, junto con los mencionados Carpenter, Hooper o Barker, y otros como Joe Dante o John Landis que abordaron el género de manera más esporádica y en combinación con otros géneros, como el fantástico y la comedia. Su carrera comenzó durante los primeros’70 con The Last House on the Left (1972) y The Hills Have Eyes (1977), que tuvieron una repercusión moderada al momento de su estreno, pero que acabaron convertidos en films de culto. Tal vez con ello tenga mucho que ver el que sería su primer gran éxito comercial, Pesadilla en lo profundo de la noche (1984, Nightmare on the Elm Street), donde combinó con astucia los elementos típicos de las Slasher Movies –sub género que popularizaran films como Halloween (Carpenter, 1978) y Martes 13 (Friday the 13th, Sean Cunningham, 1980), en las que psicópatas enmascarados persiguen a un grupo de adolescentes a los que asesinan siempre con la misma arma blanca y que al fin es vencido por una joven heroína— con un giro de neto corte fantástico. Pero si Pesadilla se convirtió en la película de terror más popular de los años ’80 fue sobre todo por el inolvidable Freddy Krueger, un asesino de niños que es quemado vivo por los padres de sus víctimas, pero que regresa a través de los sueños para seguir matando chicos usando su aterrador guante con dedos de cuchillas. Monstruosamente seductor y con la marca registrada de su cara chamuscada, el raído pullover a rayas rojas y negras y su sombrero de ala, Freddy se convirtió en uno de los personajes de cine más reconocibles de todos los tiempos. La película dio inicio a una larguísima saga que incluye secuelas, reboots, remakes y hasta un crossover en el que debe enfrentarse a Jason, el asesino del machete de Martes 13. Craven dirigió y escribió las dos mejores: la primera y La nueva pesadilla (1994), donde ensaya un interesante juego reflexivo en el que la criatura se vuelve contra sus creadores y en la que tanto Craven como Robert Englund –el actor que inmortalizó a Freddy a costa de encadenarse de por vida a ese papel—, se interpretan a sí mismos.
Si bien La nueva pesadilla fue muy menospreciada, contenía el germen de lo que sería una nueva revolución dentro del género, que dos años más tarde volvería a poner a Craven en el centro del mundo del cine. Cuando en 1996 se estrenó Scream, el cine de terror casi había sido vaciado de sentido a partir de sagas interminables y poco imaginativas como las de Halloween, Martes 13 y la propia Pesadilla. En cambio Scream propuso una vuelta de tuerca que a partir de la parodia dejó al género frente a un espejo. Como si se tratara de llevar al cine de terror al psicólogo, Craven y Williamson reescribieron sus reglas combinándolas con ingenio, humor y autoconciencia: a partir de Scream ningún cineasta dedicado terror podría volver a excusarse en aquello de la inamovilidad de las estructuras genéricas. La saga también puso de manifiesto que Craven era un cineasta que no se tomaba el terror a la ligera, si no que detrás de su obra había un pensamiento acerca de los alcances del miedo asociado al cine. Al respecto alguna vez dijo que las películas de terror "son como un campo de entrenamiento para la psique”, porque “en la vida real los humanos son seres endebles, amenazados por peligros a veces terribles, como lo que ocurrió en Columbine”. Pero que “las formas narrativas colocan esos temores dentro de una serie manejable de acontecimientos” y por eso “constituyen una herramienta para pensar racionalmente acerca de nuestros miedos".
Está claro que para los seguidores del género el domingo a la noche el miedo en el cine dejó de ser lo que era. Pero aunque, como el fantasma de Oscar Wilde que imaginó para su corto “Peré-Lachaise”, incluido en París je t’aime (2006, otro film colectivo), Wes Craven también se desvaneció dejando una obra amplia e intensa que siempre será grato volver a visitar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Como si se tratara de una autopsia, los cables de las agencias de noticias entregan la información de manera sumaria. Wes Craven, director de películas fundamentales del cine de terror como Pesadilla en lo profundo de la noche o Scream, murió el domingo por la noche en Los Ángeles a los 76 años de edad, como consecuencia de un cáncer cerebral que minaba su salud desde hacía tres años. Quienes lo quisieron, en cambio, se permitieron la dolorosa calidez de la pena que no pueden evitar las despedidas. “Mi amigo Wes nos dejó demasiado pronto. De verdad fue un director de cine a la vieja usanza. Pasé grandes momentos dirigiéndolo. Estoy devastado por la noticia. Wes fue un gran amigo, un cineasta notable y un buen hombre. Una pérdida enorme. Demasiado pronto.” Con esas palabras en Twitter le dijo adiós a Craven uno de sus más destacados colegas, John Carpenter, con quien lo unía la pasión por el cine de terror. Su mensajito recupera como al pasar un dato poco recordado: ambas leyendas trabajaron juntas una vez, cuando Carpenter dirigió a Craven como actor en el episodio titulado “The gas station” (La estación de servicio) incluido en el telefilm colectivo Body Bags (1993, Bolsas para cadáveres), del que también participaron otras leyendas del cine de terror, como los directores Tob Hooper, Sam Raimi y Roger Corman y el especialista en efectos especiales Greg Nicotero, además de los actores John Carradine y Mark Hamill, las cantantes Debbie Harry y Sheena Easton, y la famosa modelo inglesa Twiggy.
Justamente la red social del pajarito se convirtió ayer en una versión digital de las tradicionales páginas de avisos fúnebres, en donde una larga lista de figuras pertenecientes al universo del cine que de una u otra manera trabajaron con Craven, expresaron su pesar por la muerte del director. De actores como Rose McGowan, Courtney Cox, Sarah Michelle Gellar y David Arquette, a colegas como Joe Dante, James Wan, Roland Emmerich, Clive Barker y Kevin Smith, pasando por el productor Bob Weinstein o el guionista Kevin Williamson (autor de los cuatro episodios de la saga Scream), nadie quiso dejar de grabar su tristeza en el ciberespacio.
El de Craven es uno de los nombres clave de la renovación del cine de terror que se produjo en los Estados Unidos desde mediados de la década de 1970 y toda la de 1980, junto con los mencionados Carpenter, Hooper o Barker, y otros como Joe Dante o John Landis que abordaron el género de manera más esporádica y en combinación con otros géneros, como el fantástico y la comedia. Su carrera comenzó durante los primeros’70 con The Last House on the Left (1972) y The Hills Have Eyes (1977), que tuvieron una repercusión moderada al momento de su estreno, pero que acabaron convertidos en films de culto. Tal vez con ello tenga mucho que ver el que sería su primer gran éxito comercial, Pesadilla en lo profundo de la noche (1984, Nightmare on the Elm Street), donde combinó con astucia los elementos típicos de las Slasher Movies –sub género que popularizaran films como Halloween (Carpenter, 1978) y Martes 13 (Friday the 13th, Sean Cunningham, 1980), en las que psicópatas enmascarados persiguen a un grupo de adolescentes a los que asesinan siempre con la misma arma blanca y que al fin es vencido por una joven heroína— con un giro de neto corte fantástico. Pero si Pesadilla se convirtió en la película de terror más popular de los años ’80 fue sobre todo por el inolvidable Freddy Krueger, un asesino de niños que es quemado vivo por los padres de sus víctimas, pero que regresa a través de los sueños para seguir matando chicos usando su aterrador guante con dedos de cuchillas. Monstruosamente seductor y con la marca registrada de su cara chamuscada, el raído pullover a rayas rojas y negras y su sombrero de ala, Freddy se convirtió en uno de los personajes de cine más reconocibles de todos los tiempos. La película dio inicio a una larguísima saga que incluye secuelas, reboots, remakes y hasta un crossover en el que debe enfrentarse a Jason, el asesino del machete de Martes 13. Craven dirigió y escribió las dos mejores: la primera y La nueva pesadilla (1994), donde ensaya un interesante juego reflexivo en el que la criatura se vuelve contra sus creadores y en la que tanto Craven como Robert Englund –el actor que inmortalizó a Freddy a costa de encadenarse de por vida a ese papel—, se interpretan a sí mismos.
Si bien La nueva pesadilla fue muy menospreciada, contenía el germen de lo que sería una nueva revolución dentro del género, que dos años más tarde volvería a poner a Craven en el centro del mundo del cine. Cuando en 1996 se estrenó Scream, el cine de terror casi había sido vaciado de sentido a partir de sagas interminables y poco imaginativas como las de Halloween, Martes 13 y la propia Pesadilla. En cambio Scream propuso una vuelta de tuerca que a partir de la parodia dejó al género frente a un espejo. Como si se tratara de llevar al cine de terror al psicólogo, Craven y Williamson reescribieron sus reglas combinándolas con ingenio, humor y autoconciencia: a partir de Scream ningún cineasta dedicado terror podría volver a excusarse en aquello de la inamovilidad de las estructuras genéricas. La saga también puso de manifiesto que Craven era un cineasta que no se tomaba el terror a la ligera, si no que detrás de su obra había un pensamiento acerca de los alcances del miedo asociado al cine. Al respecto alguna vez dijo que las películas de terror "son como un campo de entrenamiento para la psique”, porque “en la vida real los humanos son seres endebles, amenazados por peligros a veces terribles, como lo que ocurrió en Columbine”. Pero que “las formas narrativas colocan esos temores dentro de una serie manejable de acontecimientos” y por eso “constituyen una herramienta para pensar racionalmente acerca de nuestros miedos".
Está claro que para los seguidores del género el domingo a la noche el miedo en el cine dejó de ser lo que era. Pero aunque, como el fantasma de Oscar Wilde que imaginó para su corto “Peré-Lachaise”, incluido en París je t’aime (2006, otro film colectivo), Wes Craven también se desvaneció dejando una obra amplia e intensa que siempre será grato volver a visitar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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