Luis Mey es escritor, pero antes fue librero. Es decir: antes vendía libros y ahora los escribe, aunque posiblemente en aquel momento también los escribiera, sólo que le faltaba publicarlos. El feedback entre ambas actividades parece haber ido formando una especie de círculo en la vida de Luis Mey, un círculo de libros que se ha ido cerrando pero que hasta hace muy poco todavía permanecía abierto, como una de esas ciudades amuralladas de la edad media a la que faltara instalarle el puente levadizo y que por eso no termina de separar de manera definitiva el adentro del afuera. Eso hasta ahora.
En su última novela, Diario de un librero, publicada por Interzona, Mey cuenta en primera persona la vida de un librero utilizando el formato del diario personal, en el que a cada día de la semana le corresponde una entrada. A través de ellas va enhebrando un rosario de graciosas anécdotas laborales que se intercalan con la vida cotidiana del protagonista, quien vive todo con una amargura ácida que se traduce en un uso agresivo de la ironía y el sarcasmo que le confieren cierto carácter de francotirador en la torre, repartiendo munición gruesa entre clientes y compañeros de trabajo.
Como suele ocurrir con muchos libros en primera persona, es posible que la coincidencia en el oficio de libreros haga que el límite entre personaje y autor pueda volverse difuso. Sin embargo Diario de un librero es justamente la pieza que faltaba para clausurar aquel círculo, dentro del cual Mey encierra su viejo oficio de librero como quien guarda sus recuerdos en una caja, dejando afuera al escritor que es hoy.
“Todo librero tiene que pasar por un tiempo de instrucción donde, como también pasa con los narradores, quiere reconocimiento antes de tener lo que se tiene que tener”, dice Mey sobre su personaje, con la autoridad de quien sabe bien de lo que habla. “Está en ese estadio en el que todavía no ve las carencias que sufre, la falta de instrucción propia. Por eso cuando se ríe del cliente se está destruyendo a sí mismo, en espejo”, completa. “Lo más lindo del oficio es que perdés por un rato la brújula de lector hasta que el mismo oficio te cachetea para recordártelo.Ahí se vuelve a disfrutar de la lectura. Lo mismo pasa cuando se salta –al vacío, tal vez- hacia aquello que llamamos narrador. El entrenamiento del narrador para dar el salto lo provoca la lectura, sin dudas. La admiración hacia lo leído”, explica el autor poniendo en paralelo sus dos trabajos. “Esto es cíclico. No hay grandes cambios en la literatura. La originalidad son pequeños cambios a lo preexistente. Por eso podemos admirar a Homero griego y a Homero Simpson y hacer, de la interpretación arbitraria de ambos, una nueva cosa. La igualdad con el cliente, con el lector, desde el librero, se da cuando cada cual se despoja del rol que arrastra”, sintetiza.
La novela ofrece una mirada agria, casi desesperanzada de la industria editorial, de sus motores y de cómo esta elige reducir al lector al rol de un consumidor al que debe alimentarse todo el tiempo con La Última Novedad Editorial o la etiqueta de la Literatura joven. “La idea de novedad de producto y la juventud de algunos autores son analógicas, claro, pero es el valor desesperado que viene de la publicidad y, por suerte, como el libro es libro hoy y siempre, terminan siendo una falsa publicidad”, observa Mey y enseguida recuerda que “Aurora Venturini ganó un premio casi de novela joven a los noventa años por Las primas, una novela maravillosa y llena de vitalidad”. “Por paradójico que suene, los narradores nuevos, incluido yo, quieren su espacio en el mundo y son capaces de apartar a quienes admiran para tener su lugar. Como los autores jóvenes, el mercado hace un poco lo mismo: los editores necesitan de la novedad porque eso les otorga posición”, reflexiona, pero aclara que “los libros con salud no son los que venden, sino los que se instalan en la memoria”.
El personaje es un poco dogmatico, fundamentalista, muy pocas veces amorosos con esa entidad abstracta que es El Lector, al que suele tratar de manera despreciable la mayor de las veces. Hay ocasiones en que las diferentes encarnaciones de El Lector merecen ese trato, pero no siempre y sin embargo el desprecio permanece. En esa actitud queda claro que a él lo deprime la idea negada de ser él también un lector falible e incompleto, igual que aquellos a los que desprecia. “Esa es la marca que tiene que leer el lector del libro: que en realidad, cuando se enoja con los lectores, se enoja con sí mismo, sólo que no lo ve”, coincide Mey. “Podemos decir que todo el camino del héroe es de antihéroe para llegar a héroe. Esa es la gracia. La furia como personaje hasta que le aparece el espejo. Un poco a lo Javert, en Los miserables: cuando entiende que Valjean es un hombre bueno, digno de libertar, no le queda más remedio que suicidarse”, concluye.
Más allá de su amargura, el protagonista manifiesta también una sensibilidad particular que le permite encontrar bellezas análogas en un libro o en un partido de fútbol. Pero no cualquier libro ni cualquier encarnación del fútbol, sino en el Barcelona de Lionel Messi. “La sensibilidad del personaje con algunas cuestiones cotidianas tienen que ver con la construcción del camino que lo puede llevar a ver las cosas con menos odio”, arriesga el autor y revela, tal vez sin querer, una nueva coincidencia con su personaje, esta vez en materia futbolística. “El Barcelona de y con Messi es una especie de tabla rosetta, el Eureka de Arquímedes; tiene un poco de los Beatles y otro de los poetas malditos”, dice Mey, arrobado por el juego del equipo catalán. “Uno ve los partidos del año anterior a la aparición de Messi, de cualquier equipo, y parecen de otro mundo, en cámara lenta, sin sorpresas”, afirma. Y le queda tiempo para jugar a encontrar equivalencias entre el fútbol y la literatura: “El Barcelona es como Las Uvas de la Ira, de John Steinbeck. Y Messi es Herman Melville: en términos de Hernán Casciari, que dice que Messi es un perro, diría que en realidad es un cazador que persigue a la gran ballena blanca”.
No es extraño que los momentos de quiebre más poderosos del libro sean aquellos en los que la pretensión del protagonista es bajada a tierra. Breves lapsos de lucidez en los que él mismo parece alcanzar a comprender su lugar, como lector o potencial escritor, ante la inmensidad de la literatura. “Si algo nos debe enseñar una librería o, mucho más, una biblioteca, es lo pequeños que somos. Estamos frente a cientos de miles de libros: en algún momento te cae la ficha. Sos invisible. Fue una de las mejores epifanías que tuve”, confiesa el escritor.
En un momento el protagonista promete no volver a tomar, habiendo quedado claro a lo largo de la novela que su vínculo con el alcohol es por lo menos destructivo y de evasión. Pero nadie le cree, permitiéndole justamente una reflexión acerca de la fe, una nueva muestra de nihilismo. “La vida es corta para creer en alguien”, dice, “apenas alcanza para creer en algo”. Dentro de todos esos “algo” posibles: ¿todavía se puede creer en la literatura? ¿Qué papel juegan los escritores en la construcción o destrucción de esa fe en particular? “Para que un texto sea bueno, dice George Simenon, hay que quitarle todo lo que parezca literatura. Cuando desborda de literatura, cuando desborda el aplauso y el reclamo a la literatura, entonces tenemos Diario de un librero, donde, claro, solamente puede haber furia. Hasta que le toca ver que solo es una cosa en un mundo lleno de cosas. Repleto de cosas. Una de ellas, los libros. Que, como dice la teoría del martillo, pueden usarse para construir o para destruir. El Diario empieza en el mal uso y, espero, termina en el otro. Porque es la mirada de un sujeto y nada más. Que es la parte divertida, la parte de la ficción. Que puede ser verosímil, cosa que espero, pero todos los libreros no son el librero. Por suerte. Y sí, se puede creer en la literatura a pesar de todo lo que la viste.”
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
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