La literatura debe ser siempre una pregunta. Una pregunta respecto del hombre (la humanidad) y el mundo. Parafraseando la obra de don Ernesto: Uno y el universo. De hecho se acostumbra a decir que toda la producción literaria, de La Illiada para acá, puede resumirse en un vademécum temático para el cuál sobran los dedos de una mano: la vida, la muerte y el amor. Después está la habilidad de cada autor para disimular ese fondo, la imaginación para hacernos creer que hay más. Pasiones, aventuras, monstruos, futuros para distraernos de la realidad pero sin salir nunca de ella y sin dejar de indagar en el vínculo entre la materia humana y su lugar dentro de ese caos paradójico que es el cosmos. La labor del escritor consiste en encontrar el mejor lugar para echarle una mirada a todo eso, el punto de vista que le permita hacerse las preguntas correctas, quizás arriesgar alguna respuesta posible y, sobre todo, encontrar nuevas preguntas.
Un escritor como Walter Lezcano, por ejemplo, no necesita de la grandilocuencia de los “Grandes Temas” para indagar acerca de la cuestión humana. Y, mucho más importante, consigue hacerlo con un estilo que no teme tomar distancia de los prejuicios de lo que se supone debería ser una lengua literaria. Lezcano cuenta historias de barrio, en apariencia limitadas a las quince o veinte manzanas en las que transcurren las vidas de sus personajes, y sin embargo en ellos también habita la materia trascendente de la buena literatura. Se trata, antes de hablar acerca de lo que escribe, de uno de los autores más prolíficos de las generaciones más jóvenes de la literatura argentina. Poeta, narrador y periodista (oficio que debería ser revalorizado desde que Svetlana Alexievich recibiera este año el Premio Nobel de Literatura), Lezcano ha publicado a través de diferentes editoriales casi una decena de libros en apenas cuatro años.
Poesía, novelas y cuentos son los territorios por los que este correntino que no llega a los cuarenta deambula como si fueran, justamente, las calles de su barrio. Su último libro es Los wachos, un volumen de relatos publicado por Editorial Conejos, en cuyas páginas Lezcano da cuenta de escenarios en los que realidad y fantasía se encuentran separadas por un espacio muy reducido. Un realismo mágico bastardo en donde lo fabuloso reside en la maravillosa facultad de sus personajes de encontrar el Aleph ahí donde todos los demás solamente son (somos) capaces de ver mugre. Un pibe que está enamorado de Jada Fire, una pornstar negra “con pezones como discos de vinilo” a quien le escribe una carta declarándole su amor con la esperanza de ser correspondido. ¿Qué amor más imposible y trágico que ese? O aquel otro al que su novia lo abandona por infiel y que termina enterándose de que la nueva pareja de ella es un camerunés que vende anillos en la calle. ¿Qué versión más despiadada de Otelo es posible imaginar que esta, en la que el negro es el otro y el protagonista se vuelve loco imaginando que la mujer que ama en realidad lo dejó por una pija más grande? ¿O que forma más efectiva hay de retratar la vida y la muerte que contra la historia de un hombre que recibe un mensaje del hermanastro que lo fajaba cuando eran chicos, que después de muchos años lo invita a volver a verse?
La prosa de Lezcano, pero también su poesía, aparenta tener la liviandad de la charla de los pibes que viajan en el furgón del tren mientras se fuman un porro o de los que toman vino en cajita en el cordón de la vereda frente a un kiosquito del conurbano. Sin embargo no hay nada de ligero en su literatura. Por el contrario, sus textos están cargados con la potencia de una mirada que es capaz de reconocer y transcribir el drama de la vida suburbana. En ellos se revela la condición humana en su forma esencial, donde la vida, la muerte y el amor no se encuentran distorsionados por los filtros de la educación y la cultura psicoanalizada de las clases medias y altas, sino que son atravesados a cara descubierta, a corazón abierto. Los personajes de Lezcano transitan la pasión con una naturalidad bárbara que es imposible, inimaginable en los personajes de, por ejemplo, Adolfo Bioy Casares, habitados por el doble filo de la civilización. Si a algo habilitan los cuentos de Los wachos (que son nueve, vaya, como los del famoso libro de J. D. Salinger) es a revisar una vez más la validez del díptico sarmientino. A preguntarse de si la verdadera barbarie no habita hoy (y tal vez siempre) en la frialdad impersonal del mundo civilizado, tan diferente de la calidez atropellada de estos wachitos de barrio.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
lunes, 30 de noviembre de 2015
viernes, 27 de noviembre de 2015
CINE - "Operación Zulú" (Zulu) de Jérôme Salle: El antídoto de la venganza es la justicia
A veces el cine es capaz de sorprender y una película como Operación Zulú (Jérôme Salle, 2013), que llega a las salas locales casi tres años después de su estreno internacional, cobra repentina actualidad por causas ajenas. Después de la cena tres policías charlan sobre su jefe, amnistiado luego de confesar haber matado y torturado a muchas personas, invocando que todo aquello fue hecho en obediencia de órdenes superiores. La mujer del anfitrión es la única que manifiesta abiertamente su disgusto por la situación. Los policías, en cambio, repiten incómodos que todos, como sociedad, aceptaron dejar atrás el pasado, olvidar y perdonar, y vuelven a hablar de amnistía. La mujer no está dispuesta a dar el tema por cerrado y enojada recuerda que los asesinos la tuvieron muy fácil, que les alcanzó con pedir perdón para evitar ser procesados por sus crímenes. “¿Y qué hubieras preferido? –pregunta uno de ellos, que es negro– ¿Venganza?” Ella lo mira a los ojos y responde con tranquilidad: “Venganza no: hubiera preferido justicia”.
Ambientada en la Sudáfrica actual, Operación Zulú es un policial que se conecta sin embargo con los crímenes cometidos durante el apartheid, un régimen de segregación racial en perjuicio de las etnias africanas instaurado tras la Segunda Guerra Mundial y que se extendió hasta el año 1992. Por más de cuatro décadas las minorías blancas nacionalistas administraron ese régimen de terror contra la población negra, en el que se cometieron atrocidades comparables con las del nazismo. En la película los tres policías que comparten la sobremesa citada en el primer párrafo investigan el asesinato de una joven blanca de familia rica. El asunto acaba vinculado a una red de narcotráfico que comercia una rara variante de tik, una droga barata derivada de la metanfetamina, que desde hace unos 10 años hace estragos entre los jóvenes de las clases más desprotegidas de la sociedad sudafricana: otra vez los negros. Su rol social puede compararse con el del paco a nivel local, aunque sus efectos son todavía más devastadores.
La trama asocia a esta red de tráfico con el llamado Project Coast, un programa estatal secreto que durante el apartheid desarrolló una serie de armas biológicas supuestamente pensadas para un uso represivo, pero que en realidad se aplicaron al intento de erradicar a la población negra, esparciendo en sus comunidades cepas modificadas de diferentes virus, desde el botulismo y la salmonella al ántrax o el ébola. Su responsable era el doctor Wouter Basson, un cardiólogo conocido como Doctor Muerte, que recién fue amnistiado en 2002 sin haber reconocido sus crímenes. La película imagina un personaje que funciona como alter ego de Bousson, que resulta uno de los líderes de esta banda que intenta a través del tik completar la tarea de exterminio que no pudo cumplir durante el apartheid.
Un juego posible puede ser pensar Operación Zulú como equivalente dentro de la cinematografía sudafricana de lo que significó El secreto de sus ojos para el cine argentino. Un relato que revisa el vínculo de la sociedad con las atrocidades de la propia historia y la forma en que sentimientos como culpa y venganza son tramitados. Pero hay un abismo entre la historia argentina y la sudafricana, en tanto acá existen procesos de justicia contra los responsables de los crímenes cometidos durante la dictadura; en cambio en Sudáfrica se aplicó una amnistía equiparable a los derogados indultos menemistas. Operación Zulú expresa con claridad la diferencia entre justicia y venganza –algo que en Argentina algunos insisten en confundir, no sin intención ni malicia– y adhiere a la idea de que sin justicia no es posible un auténtico perdón. La película de Campanella y la de Salle dialogan con esos contextos distintos. Mientras que en El secreto de sus ojos el revanchismo queda impune, garantizado por las instituciones (el silencio de un fiscal), en Operación Zulú no sólo se expresa su radical diferencia con la justicia, sino que se coloca a las víctimas vengativas en pie de igualdad con sus victimarios, uniendo a ambas partes en un latente destino común de violencia estéril que sólo una justicia auténtica sería capaz de detener.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Ambientada en la Sudáfrica actual, Operación Zulú es un policial que se conecta sin embargo con los crímenes cometidos durante el apartheid, un régimen de segregación racial en perjuicio de las etnias africanas instaurado tras la Segunda Guerra Mundial y que se extendió hasta el año 1992. Por más de cuatro décadas las minorías blancas nacionalistas administraron ese régimen de terror contra la población negra, en el que se cometieron atrocidades comparables con las del nazismo. En la película los tres policías que comparten la sobremesa citada en el primer párrafo investigan el asesinato de una joven blanca de familia rica. El asunto acaba vinculado a una red de narcotráfico que comercia una rara variante de tik, una droga barata derivada de la metanfetamina, que desde hace unos 10 años hace estragos entre los jóvenes de las clases más desprotegidas de la sociedad sudafricana: otra vez los negros. Su rol social puede compararse con el del paco a nivel local, aunque sus efectos son todavía más devastadores.
La trama asocia a esta red de tráfico con el llamado Project Coast, un programa estatal secreto que durante el apartheid desarrolló una serie de armas biológicas supuestamente pensadas para un uso represivo, pero que en realidad se aplicaron al intento de erradicar a la población negra, esparciendo en sus comunidades cepas modificadas de diferentes virus, desde el botulismo y la salmonella al ántrax o el ébola. Su responsable era el doctor Wouter Basson, un cardiólogo conocido como Doctor Muerte, que recién fue amnistiado en 2002 sin haber reconocido sus crímenes. La película imagina un personaje que funciona como alter ego de Bousson, que resulta uno de los líderes de esta banda que intenta a través del tik completar la tarea de exterminio que no pudo cumplir durante el apartheid.
Un juego posible puede ser pensar Operación Zulú como equivalente dentro de la cinematografía sudafricana de lo que significó El secreto de sus ojos para el cine argentino. Un relato que revisa el vínculo de la sociedad con las atrocidades de la propia historia y la forma en que sentimientos como culpa y venganza son tramitados. Pero hay un abismo entre la historia argentina y la sudafricana, en tanto acá existen procesos de justicia contra los responsables de los crímenes cometidos durante la dictadura; en cambio en Sudáfrica se aplicó una amnistía equiparable a los derogados indultos menemistas. Operación Zulú expresa con claridad la diferencia entre justicia y venganza –algo que en Argentina algunos insisten en confundir, no sin intención ni malicia– y adhiere a la idea de que sin justicia no es posible un auténtico perdón. La película de Campanella y la de Salle dialogan con esos contextos distintos. Mientras que en El secreto de sus ojos el revanchismo queda impune, garantizado por las instituciones (el silencio de un fiscal), en Operación Zulú no sólo se expresa su radical diferencia con la justicia, sino que se coloca a las víctimas vengativas en pie de igualdad con sus victimarios, uniendo a ambas partes en un latente destino común de violencia estéril que sólo una justicia auténtica sería capaz de detener.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 26 de noviembre de 2015
CINE - "Contrasangre", de Nacho Garassino: Apenas buenas intenciones
Contrasangre, la nueva película del director Nacho Garassino luego de la efectiva El túnel de los huesos (2011), es uno de esos policiales confusos en los que la arbitrariedad juega un papel involuntariamente determinante. Una historia en la que la intriga se va escurriendo con demasiada rapidez por los agujeros que de a poco, pero cada vez con mayor frecuencia, van apareciendo en los diferentes niveles de la trama a medida que esta avanza. Una confusión construida de sueños engañosamente disfrazados de flashbacks, pero también de flashbacks fallidos, algunos porque luego resultan imposibles de montar en la cronología del relato y otros porque pretenden venir a ocupar el lugar de la vuelta de tuerca final que resignifica lo narrado, pero que finalmente incluyen información que nunca fue debidamente acreditada, algo que en el género policial equivale como mínimo al engaño o la traición.
Con la participación de lo que a esta altura puede denominarse el elenco estable del cine de género en la Argentina, con un reparto encabezado por Juan Palomino y la participación de actores como Daniel Valenzuela, Germán Da Silva y Diego Boris, más la presencia de la bella Emilia Attías, el aporte de Esteban Meloni y una cantidad de nombres conocidos (y repetidos) repartiéndose los rubros técnicos, Contrasangre no consigue aprovechar los talentos de semejante equipo. La historia que se cuenta parece remitir a los viejos policiales de los 80 al estilo Juan Carlos Desanzo. Un ex policía que trabaja como guardia de seguridad conoce de manera accidental y termina relacionándose con una chica que parece haber sido violada por otro ex policía, bastante trastornado él, que acaba de salir de la cárcel y la acosa para volver a verla. Aunque Palomino, Attías y Meloni tratan de hacer verosímiles a sus respectivos personajes todo lo que el guión se los permite, lo cierto es que las subtramas van perforando la línea central del relato, generando dudas e inconsistencias en lugar de intriga.
El film intenta sumar peso dramático cargando a sus protagonistas con complicadas historias privadas, con la intención de engrosar la construcción de los personajes, pero sin conseguir que dichos aportes lleguen a sostener de un modo legítimo los vínculos cruzados que se establecen entre el trío Palomino-Attías-Meloni. Otros injertos, como un programa de televisión estilo Policías en acción, se convierten en pasos de comedia en apariencia involuntarios. Todo contaminado por una banda de sonido intrusiva y anacrónica que también recuerda a las de los policiales de los 80, que parece responder más a un temor al uso del silencio que a la voluntad de utilizar a la música como herramienta narrativa. Aun así, merece destacarse el empeño profesional que actores y técnicos han puesto para defender a Contrasangre de sus propios vicios.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Con la participación de lo que a esta altura puede denominarse el elenco estable del cine de género en la Argentina, con un reparto encabezado por Juan Palomino y la participación de actores como Daniel Valenzuela, Germán Da Silva y Diego Boris, más la presencia de la bella Emilia Attías, el aporte de Esteban Meloni y una cantidad de nombres conocidos (y repetidos) repartiéndose los rubros técnicos, Contrasangre no consigue aprovechar los talentos de semejante equipo. La historia que se cuenta parece remitir a los viejos policiales de los 80 al estilo Juan Carlos Desanzo. Un ex policía que trabaja como guardia de seguridad conoce de manera accidental y termina relacionándose con una chica que parece haber sido violada por otro ex policía, bastante trastornado él, que acaba de salir de la cárcel y la acosa para volver a verla. Aunque Palomino, Attías y Meloni tratan de hacer verosímiles a sus respectivos personajes todo lo que el guión se los permite, lo cierto es que las subtramas van perforando la línea central del relato, generando dudas e inconsistencias en lugar de intriga.
El film intenta sumar peso dramático cargando a sus protagonistas con complicadas historias privadas, con la intención de engrosar la construcción de los personajes, pero sin conseguir que dichos aportes lleguen a sostener de un modo legítimo los vínculos cruzados que se establecen entre el trío Palomino-Attías-Meloni. Otros injertos, como un programa de televisión estilo Policías en acción, se convierten en pasos de comedia en apariencia involuntarios. Todo contaminado por una banda de sonido intrusiva y anacrónica que también recuerda a las de los policiales de los 80, que parece responder más a un temor al uso del silencio que a la voluntad de utilizar a la música como herramienta narrativa. Aun así, merece destacarse el empeño profesional que actores y técnicos han puesto para defender a Contrasangre de sus propios vicios.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
sábado, 21 de noviembre de 2015
LIBROS - Aniversario de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll: Alicia festejó su 150 no cumpleaños
¿Qué no se ha dicho ya de Alicia en el país de las maravillas, la obra cumbre del escritor, fotógrafo, maestro y diácono inglés Charles Lutwidge Dodgson, conocido mundialmente como Lewis Carroll? Obra fundamental de la literatura del nonsense (sinsentido) –género propio del siglo XIX muy extendido sobre todo en las letras inglesas, del que el propio Carroll es uno de sus grandes cultores y principal representante—, la historia de Alicia es hoy un clásico cuya influencia alcanza a todas las culturas del planeta.
Las aventuras de la niña que siguiendo a un apurado conejo blanco se precipita a través de un agujero en el suelo, cayendo hasta un mundo en el que la lógica de la superficie es subvertida en el más absurdo (y entretenido) universo que alguien hubiera sido capaz de imaginar hasta entonces, ha cumplido 150 años de su primera publicación. En el camino se convirtió en una referencia ineludible en materia de literatura infantil. Y no sólo eso: su influjo se ha extendido a numerosos artistas que han hallado en sus páginas y personajes inspiración para sus propias creaciones, convirtiéndola en una obra capital de la historia de la literatura, más allá de cualquier género o etiqueta bajo la cual se la intente subsumir.
Durante todo el año Alicia en el país de las maravillas fue objeto de merecidos homenajes en los más remotos puntos del mundo. En el Reino Unido, tierra natal del autor, el aniversario fue celebrado con una edición especial de diez sellos postales. Una serie cuyo diseño el servicio británico de correos Royal Mail encargó al ilustrador Graham Baker-Smith, quien recreó diez escenas de la novela. En ellas aparece una interpretación personal de algunos de los personajes más conocidos, como el Gato de Cheshire, el Conejo blanco o la propia Alicia, que se apartan un poco de las imágenes más populares que de ellos han hecho sobre todo las adaptaciones al cine realizadas por los estudios Disney en 1951 y el director Tim Burton hace cinco años atrás. En la misma línea, hoy a partir de las 14 la Casa de la Lectura, Lavalleja 924, ofrece una serie de actividades y talleres para chicos (ver recuadro aparte) basados en el libro de Carroll y sus creaciones. En México el libro será objeto de similares homenajes durante el día de mañana.
Publicada por primera vez en 1865 en Inglaterra, la historia detrás del libro es tan interesante y extraña como la que Carroll dejó escrita. Charles Dodgson nació en Daresbury, Inglaterra, en 1832 y murió el 14 de noviembre de 1898. Su padre era clérigo y él heredó el oficio religioso, siendo ordenado diácono. Desde 1851 vivió en Christ Church Oxford, dedicado a la docencia y a desarrollar su labor como fotógrafo, actividad que lo apasionaba y que es inseparable de su atracción por el mundo infantil.
Aunque Carroll se dedicó inicialmente a la fotografía social, retratando personalidades de su época, su trabajo utilizando nenas como modelos sobresale dentro de su obra, al punto de ser considerado el retratista de niños más destacado del siglo XIX. Decenas de niñas a lo largo de más de tres décadas posaron para él, dejando una colección impresionante, compuesta por una docena de álbumes perdidos durante más de cincuenta años, recuperados de forma tardía y azarosa a mediados del siglo XX. Lo curioso es que esta atracción por las niñas no se limitaba al plano de la fotografía, sino que Carroll solía mantener con ellas vínculos muy intensos que han dejado una profusa correspondencia que el libro Niñas, editado por Editorial Lumen, recoge de manera parcial junto con algunas de sus fotos.
Alice Liddell fue una de esas chicas. Hija del decano de la escuela donde daba clases, Alice resultó la musa que inspiró los libros Alicia en el país de las maravillas y su secuela, A través del espejo, editado en 1871. La publicación del primero de ellos se convirtió en un éxito de ventas tan rotundo que convirtió a Carroll en una celebridad, algo con lo que él no consiguió lidiar de la mejor manera. "Odio tanto todo eso que a veces pienso que ojalá no hubiera escrito ningún libro", confiesa en una carta inédita que se subastó en 2013.
Lo cierto es que hace 150 años que este libro salía a la venta por primera vez con una tirada de dos mil ejemplares, de los cuales en la actualidad sólo se conservan 23. 17 de ellos se encuentran distribuidos en diferentes bibliotecas del mundo y el resto pertenece a colecciones privadas.
Alicia a través del espejo (del cine)
Cómo corresponde a todo clásico de fantasía, Alicia en el país de las maravillas ha tenido varias adaptaciones al cine. Es que la obra de Carroll siempre ha sido una tentación para artistas con tendencia a narrar a través de una fuerte impronta visual y fantástica. Eso ha ocurrido con cineastas como Terry Gilliam, cuya primera película, Jabberwocky (1977), está inspirada en un poema homónimo incluido en Alicia a través del espejo, secuela del famoso libro. Dicho poema, una muestra notable de la literatura del sinsentido, fue traducido a muchos idiomas, incluido el klingon, famosa lengua que forma parte del imaginario de la serie Viaje a las estrellas.
Lo mismo ocurre con la versión de 2010 de Tim Burton, que a pesar de mantener el nombre del primer libro es en realidad un híbrido poco feliz que incluye elementos de ambos. En cambio el trabajo del checoslovaco Jan Svankmajer, Alice (Neco z Alenky, 1988), es imperdible. Ahí este gran maestro de la animación stop motion ofrece la más inquietante versión posible de la historia de Alicia.
Y no debe olvidarse al propio Walt Disney, que aunque no dirigió la famosa adaptación animada de 1951, sin dudas fue el cerebro detrás de todas las películas que sus estudios produjeron mientras estuvo vivo. Dicha versión contó con un equipo de 14 guionistas, entre los que figura –pero sin estar incluido en los créditos— el escritor inglés Aldous Huxley, famoso por su novela Un mundo feliz, y autor también del libro Las puertas de la percepción, de 1954, donde narra sus experiencias como consumidor de drogas alucinógenas. Una mente ideal para imaginar la desaforada obra de Carroll.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
Las aventuras de la niña que siguiendo a un apurado conejo blanco se precipita a través de un agujero en el suelo, cayendo hasta un mundo en el que la lógica de la superficie es subvertida en el más absurdo (y entretenido) universo que alguien hubiera sido capaz de imaginar hasta entonces, ha cumplido 150 años de su primera publicación. En el camino se convirtió en una referencia ineludible en materia de literatura infantil. Y no sólo eso: su influjo se ha extendido a numerosos artistas que han hallado en sus páginas y personajes inspiración para sus propias creaciones, convirtiéndola en una obra capital de la historia de la literatura, más allá de cualquier género o etiqueta bajo la cual se la intente subsumir.
Durante todo el año Alicia en el país de las maravillas fue objeto de merecidos homenajes en los más remotos puntos del mundo. En el Reino Unido, tierra natal del autor, el aniversario fue celebrado con una edición especial de diez sellos postales. Una serie cuyo diseño el servicio británico de correos Royal Mail encargó al ilustrador Graham Baker-Smith, quien recreó diez escenas de la novela. En ellas aparece una interpretación personal de algunos de los personajes más conocidos, como el Gato de Cheshire, el Conejo blanco o la propia Alicia, que se apartan un poco de las imágenes más populares que de ellos han hecho sobre todo las adaptaciones al cine realizadas por los estudios Disney en 1951 y el director Tim Burton hace cinco años atrás. En la misma línea, hoy a partir de las 14 la Casa de la Lectura, Lavalleja 924, ofrece una serie de actividades y talleres para chicos (ver recuadro aparte) basados en el libro de Carroll y sus creaciones. En México el libro será objeto de similares homenajes durante el día de mañana.
Publicada por primera vez en 1865 en Inglaterra, la historia detrás del libro es tan interesante y extraña como la que Carroll dejó escrita. Charles Dodgson nació en Daresbury, Inglaterra, en 1832 y murió el 14 de noviembre de 1898. Su padre era clérigo y él heredó el oficio religioso, siendo ordenado diácono. Desde 1851 vivió en Christ Church Oxford, dedicado a la docencia y a desarrollar su labor como fotógrafo, actividad que lo apasionaba y que es inseparable de su atracción por el mundo infantil.
Aunque Carroll se dedicó inicialmente a la fotografía social, retratando personalidades de su época, su trabajo utilizando nenas como modelos sobresale dentro de su obra, al punto de ser considerado el retratista de niños más destacado del siglo XIX. Decenas de niñas a lo largo de más de tres décadas posaron para él, dejando una colección impresionante, compuesta por una docena de álbumes perdidos durante más de cincuenta años, recuperados de forma tardía y azarosa a mediados del siglo XX. Lo curioso es que esta atracción por las niñas no se limitaba al plano de la fotografía, sino que Carroll solía mantener con ellas vínculos muy intensos que han dejado una profusa correspondencia que el libro Niñas, editado por Editorial Lumen, recoge de manera parcial junto con algunas de sus fotos.
Alice Liddell fue una de esas chicas. Hija del decano de la escuela donde daba clases, Alice resultó la musa que inspiró los libros Alicia en el país de las maravillas y su secuela, A través del espejo, editado en 1871. La publicación del primero de ellos se convirtió en un éxito de ventas tan rotundo que convirtió a Carroll en una celebridad, algo con lo que él no consiguió lidiar de la mejor manera. "Odio tanto todo eso que a veces pienso que ojalá no hubiera escrito ningún libro", confiesa en una carta inédita que se subastó en 2013.
Lo cierto es que hace 150 años que este libro salía a la venta por primera vez con una tirada de dos mil ejemplares, de los cuales en la actualidad sólo se conservan 23. 17 de ellos se encuentran distribuidos en diferentes bibliotecas del mundo y el resto pertenece a colecciones privadas.
Alicia a través del espejo (del cine)
Cómo corresponde a todo clásico de fantasía, Alicia en el país de las maravillas ha tenido varias adaptaciones al cine. Es que la obra de Carroll siempre ha sido una tentación para artistas con tendencia a narrar a través de una fuerte impronta visual y fantástica. Eso ha ocurrido con cineastas como Terry Gilliam, cuya primera película, Jabberwocky (1977), está inspirada en un poema homónimo incluido en Alicia a través del espejo, secuela del famoso libro. Dicho poema, una muestra notable de la literatura del sinsentido, fue traducido a muchos idiomas, incluido el klingon, famosa lengua que forma parte del imaginario de la serie Viaje a las estrellas.
Lo mismo ocurre con la versión de 2010 de Tim Burton, que a pesar de mantener el nombre del primer libro es en realidad un híbrido poco feliz que incluye elementos de ambos. En cambio el trabajo del checoslovaco Jan Svankmajer, Alice (Neco z Alenky, 1988), es imperdible. Ahí este gran maestro de la animación stop motion ofrece la más inquietante versión posible de la historia de Alicia.
Y no debe olvidarse al propio Walt Disney, que aunque no dirigió la famosa adaptación animada de 1951, sin dudas fue el cerebro detrás de todas las películas que sus estudios produjeron mientras estuvo vivo. Dicha versión contó con un equipo de 14 guionistas, entre los que figura –pero sin estar incluido en los créditos— el escritor inglés Aldous Huxley, famoso por su novela Un mundo feliz, y autor también del libro Las puertas de la percepción, de 1954, donde narra sus experiencias como consumidor de drogas alucinógenas. Una mente ideal para imaginar la desaforada obra de Carroll.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
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viernes, 20 de noviembre de 2015
CINE - "Testigo íntimo", de Santiago Fernández Calvete: El relato bipolar
Thriller tecno-paranoico intrafamiliar sería una de las formas poco prácticas pero posibles de definir a Testigo íntimo, segundo largometraje como director de Santiago Fernández Calvete. También podría arriesgarse que se trata de un policial negro cuyos principales personajes parecen miembros de la familia Manson. Y una más sería decir que se trata de una versión tecnófoba del Otelo shakespeariano, pasado por el filtro del mito de Caín y Abel. La sinopsis básica puede esbozarse en pocas líneas. Rafa descubre que su hermano Leo y su novia Violeta sostienen desde hace años un romance a sus espaldas. Loco de celos, Rafa mata a Violeta y sin revelar lo que sabe le pide a Leo, que es un abogado penalista en ascenso, que lo ayude a deshacerse del cadáver de la mujer que ambos amaban. Como corresponde a estas historias de crímenes por resolver, todas estas certezas mutarán primero en dudas para luego convertirse en nuevas certezas que enseguida dejan de serlo. Ese ciclo de precisiones e incertidumbres es el motor de esta historia, cuyo impulso proviene de un guión escrito por el propio Fernández Calvete, pródigo en pequeños giros y repentinos cambios de rumbo. Sin alejarse mucho de las convenciones que son propias de este tipo de misterios criminales, dicho guión consigue de todos modos sostener de manera medianamente efectiva el interés por la trama. Parte de ese mérito también reacae en la correcta labor del elenco completo, que incluye el regreso al cine de Graciela Alfano como detalle colorido.
De manera simultanea al desarrollo del nudo central, un nuevo personaje va construyendo un discurso entre conspirativo y paranoico acerca de las implicancias de vivir en una sociedad híper vigilada, en donde es el individuo mismo quien ofrece su intimidad al goce voyeurista de un otro colectivo que incluye a otros individuos como él, pero también al Estado y otros organismos públicos y privados de vigilancia y control. Todo eso en el marco de un interrogatorio judicial. Esa línea del relato, que se desarrolla en paralelo a la trama principal, va apoyando y aportando ideas que permiten entender el panorama complejo que enfrentan Rafa y Leo si quieren tener éxito en su plan de ocultar el asesinato de Violeta. Y al mismo tiempo deja entrever posibles e inminentes variaciones en la narración.
El problema –grave– es que ambas líneas nunca confluyen. Es decir, no hay un vínculo concreto entre ese relato subsidiario y la historia del crimen de Violeta. Ese sospechoso que expone con solidez su delirio/ teoría no sólo no participa de la historia principal, sino que ni siquiera está siendo interrogado en el marco de esa causa. Hay tres explicaciones: o bien el director cree haber dejado pistas precisas que vinculan entre sí ambos planos narrativos, pero que en realidad no son tan claras; o bien no lo ha hecho. O por el contrario, sí lo hizo y es este cronista quien no ha prestado debida atención o no ha tenido la perspicacia para detectar el nexo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
De manera simultanea al desarrollo del nudo central, un nuevo personaje va construyendo un discurso entre conspirativo y paranoico acerca de las implicancias de vivir en una sociedad híper vigilada, en donde es el individuo mismo quien ofrece su intimidad al goce voyeurista de un otro colectivo que incluye a otros individuos como él, pero también al Estado y otros organismos públicos y privados de vigilancia y control. Todo eso en el marco de un interrogatorio judicial. Esa línea del relato, que se desarrolla en paralelo a la trama principal, va apoyando y aportando ideas que permiten entender el panorama complejo que enfrentan Rafa y Leo si quieren tener éxito en su plan de ocultar el asesinato de Violeta. Y al mismo tiempo deja entrever posibles e inminentes variaciones en la narración.
El problema –grave– es que ambas líneas nunca confluyen. Es decir, no hay un vínculo concreto entre ese relato subsidiario y la historia del crimen de Violeta. Ese sospechoso que expone con solidez su delirio/ teoría no sólo no participa de la historia principal, sino que ni siquiera está siendo interrogado en el marco de esa causa. Hay tres explicaciones: o bien el director cree haber dejado pistas precisas que vinculan entre sí ambos planos narrativos, pero que en realidad no son tan claras; o bien no lo ha hecho. O por el contrario, sí lo hizo y es este cronista quien no ha prestado debida atención o no ha tenido la perspicacia para detectar el nexo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 15 de noviembre de 2015
CINE - "Como funcionan casi todas las cosas", de Fernando Salem: Un equilibrio inofensivo
Mientras para algunas personas la muerte representa el final de un viaje, para otras es apenas el comienzo de una nueva travesía. Sólo que en este último caso ese punto de partida no es válido únicamente para aquellos que dejan el mundo atrás, sino también para los que se quedan en él y deben aprender a convivir con el agujero de la ausencia. He ahí a las víctimas reales de la muerte, pero también a los verdaderos viajeros. Porque si en efecto la muerte se abre como posibilidad de un nuevo inicio (o al menos de replantear de manera radical las condiciones del viaje), en primer lugar lo hace para esos sobrevivientes. Frente a esa instancia trascendental, pero sin ser demasiado consciente de ello, ha quedado la joven Celina tras la muerte de su padre. El hecho marca también el comienzo de otro camino, en este caso cinematográfico: el que propone el director Fernando Salem con su ópera prima, Cómo funcionan casi todas las cosas.
Ganadora del premio a la mejor dirección en la Competencia Argentina del 30ª Festival de Cine de Mar del Plata, donde también recibió el premio al mejor guión que otorga Argentores, Cómo funcionan casi todas las cosas es exactamente eso: una película de tránsito. O mejor dicho, de tránsitos, porque su relato acumula una cantidad de puestas en marcha simultáneas que abarcan diferentes niveles de la existencia de Celina, una joven que se ha pasado la vida en un pueblito en medio del desértico paisaje cuyano. En primer término se verá obligada a dejar el lugar de hija para encontrar su destino de mujer, al mismo tiempo que deberá vencer la inercia inmóvil de toda una vida sin salir de su pueblo. En ambos casos Celina (interpretada con solvencia por Verónica Gerez) hallará resistencias, como la que le propone la figura de Sandro, un amigo que a pesar de amarla con sinceridad no es otra cosa que una amarra que insiste en retenerla en ese estado de suspensión en el que la mantenía la agonía de su padre.
Habrá también un devenir personal disimulado en un cambio laboral, en el que la protagonista abandona la inerte seguridad de su trabajo en la cabina de peaje de una ruta semiabandonada, por la incierta aventura de ocupar el lugar que su padre dejó como vendedor puerta a puerta de la enciclopedia que da título a la película. En ese punto todas esas trayectorias internas de Celina se corporizan en el viaje real que deberá hacer por las rutas de provincia con otra vendedora que oficia de instructora. Ahí el film deviene en road movie y el viaje en iniciático. Con esos ingredientes a la vista, una de las posibilidades era que la película resultara un pastiche sensiblero, pero Salem elude los malos augurios. A partir de un cóctel que combina en dosis equilibradas naturalismo con realismo mágico, comedia con tragedia y humor con emoción, Cómo funcionan casi todas las cosas redondea una propuesta de costumbrismo tan moderado como inofensivo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Ganadora del premio a la mejor dirección en la Competencia Argentina del 30ª Festival de Cine de Mar del Plata, donde también recibió el premio al mejor guión que otorga Argentores, Cómo funcionan casi todas las cosas es exactamente eso: una película de tránsito. O mejor dicho, de tránsitos, porque su relato acumula una cantidad de puestas en marcha simultáneas que abarcan diferentes niveles de la existencia de Celina, una joven que se ha pasado la vida en un pueblito en medio del desértico paisaje cuyano. En primer término se verá obligada a dejar el lugar de hija para encontrar su destino de mujer, al mismo tiempo que deberá vencer la inercia inmóvil de toda una vida sin salir de su pueblo. En ambos casos Celina (interpretada con solvencia por Verónica Gerez) hallará resistencias, como la que le propone la figura de Sandro, un amigo que a pesar de amarla con sinceridad no es otra cosa que una amarra que insiste en retenerla en ese estado de suspensión en el que la mantenía la agonía de su padre.
Habrá también un devenir personal disimulado en un cambio laboral, en el que la protagonista abandona la inerte seguridad de su trabajo en la cabina de peaje de una ruta semiabandonada, por la incierta aventura de ocupar el lugar que su padre dejó como vendedor puerta a puerta de la enciclopedia que da título a la película. En ese punto todas esas trayectorias internas de Celina se corporizan en el viaje real que deberá hacer por las rutas de provincia con otra vendedora que oficia de instructora. Ahí el film deviene en road movie y el viaje en iniciático. Con esos ingredientes a la vista, una de las posibilidades era que la película resultara un pastiche sensiblero, pero Salem elude los malos augurios. A partir de un cóctel que combina en dosis equilibradas naturalismo con realismo mágico, comedia con tragedia y humor con emoción, Cómo funcionan casi todas las cosas redondea una propuesta de costumbrismo tan moderado como inofensivo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
LIBROS - Encuentro de Editoriales Franco-Argentinas de Literatura Infantil y Juvenil en el FILBITA
Dentro del marco de las actividades de la presente edición del Festival de Literatura Infantil y Juvenil Filbita, se desarrollaron durante este jueves y viernes los Encuentros Editoriales Franco-Argentinos de Literatura Infantil y Juvenil. Organizado por la Embajada de Francia, el Institut Français d’Argentine, la Oficina Internacional de la Edición francesa (BIEF) y con el apoyo de la Alianza francesa, los mismos tuvieron como objetivo que los profesionales franceses y argentinos dedicados a la industria del libro compartieran visiones editoriales, realidades de mercados y cruzaran puntos de vista e ideas creativas acerca de políticas y acciones futuras.
Una de las consecuencias del buen momento que la industria editorial vive en la Argentina desde hace una década, es la relevancia que han tomado los productos destinados al segmento infantil y adolescente. Por eso no llama la atención que estas jornadas hayan tenido un espacio en la grilla del Filbita. Pero estos encuentros no celebran solamente el auge de esta literatura, sino que tienen como principal objetivo fomentar intercambios durables entre profesionales de ambos países. Por eso tal vez la voz de Jean-Guy Boin, director del BIEF, una de las entidades organizadoras, puede ayudar a entender el objeto de estas jornadas. "Nosotros consideramos que la edición es una industria cultural y nuestro trabajo no consiste en juzgar el contenido de los libros", confirma Boin. "Para nosotros son importantes tanto aquellos libros para chicos, como los que se presentan acá en el Filbita, pero también el resto, sin hacer diferencias a partir de su capacidad inserción en los mercados", completa la idea. "Para nosotros lo más importante es tratar de hacer llegar los libros escritos en francés a públicos no francófonos, que es la mayor parte del mundo. Se trata de hacer que la cultura francesa sea accesible a otras culturas diversas de la nuestra, así se trate de literatura o de otras temáticas, como por ejemplo la cocina, la filosofía o la antropología. No tomamos una posición estética o ideológica en nuestro trabajo, sino que todos los libros son importantes."
-A partir de eso, ¿Qué fines prácticos específicos tendrían este tipo de encuentros para esa labor que llevan adelante?
-Nos permite informarnos acerca de la forma en que trabajan los editores argentinos y también acerca de los gustos de sus lectores. Es muy importante para presentar a nuestros editores e intentar establecer cuáles de sus obras conviene traducir para ofrecerlas al público argentino. No se puede pensar una política de traducción de las obras francesas sin conocer las particularidades del mercado al cual estarán dirigidas. Yo conozco bien México y pienso que la Argentina, aún compartiendo la misma lengua, presenta un escenario muy diferente. Nuestro trabajo consiste en detectar esas diferencias y las particularidades de cada mercado.
-Hablando de diferencias editoriales, ¿cuáles son las diferencias entre los mercados editoriales de Francia y la Argentina?
-En Francia existe (y pienso que también en la Argentina) desde que André Malraux fue el primer ministro de Cultura, una posición de regulación del sector. Existe una ley de precio único, y también las leyes de derecho de autor, creadas por Pierre de Beaumarchais en el siglo XVIII. Acá en la Argentina es interesante la cuestión de no gravar impositivamente a los productos editoriales. Otra diferencia entre ambos países es el rol activo del Estado en la difusión editorial, por ejemplo adquiriendo libros infantiles para distribuirlos en escuelas y bibliotecas públicas. Esto no existe en Francia y es muy interesante, porque permite el desarrollo de pequeñas compañías de edición.
-Usted menciona la posición activa que el estado asume en la Argentina como agente de difusión cultural. Desde su lugar como director del BIEF, ¿cree que este tipo de intervención es positiva o por el contrario considera conveniente que la actividad se autorregule a partir de las reglas de libre de mercado?
-Pienso que sería un error pronunciarnos a favor de alguna de esas opciones. En Francia conocemos la alternancia entre diferentes modelos, entre Giscard d'Estaing y Mitterrand, entre Sarkozy y Hollande, pero la regulación del sector es ajena a esas cuestiones. Por otra parte Francia es un país esencialmente liberal y las reglas de nuestro sector pueden trabajarse a partir las políticas de fijación de precios o la determinación del contrato entre autor y editor. Es decir que la regulación no depende de si el Estado interviene o no, porque la regulación del sector ya existe y ha sido respetada y promovida por los diferentes gobiernos, con lo cual no es necesario que el BIEF se preocupe por eso.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
Una de las consecuencias del buen momento que la industria editorial vive en la Argentina desde hace una década, es la relevancia que han tomado los productos destinados al segmento infantil y adolescente. Por eso no llama la atención que estas jornadas hayan tenido un espacio en la grilla del Filbita. Pero estos encuentros no celebran solamente el auge de esta literatura, sino que tienen como principal objetivo fomentar intercambios durables entre profesionales de ambos países. Por eso tal vez la voz de Jean-Guy Boin, director del BIEF, una de las entidades organizadoras, puede ayudar a entender el objeto de estas jornadas. "Nosotros consideramos que la edición es una industria cultural y nuestro trabajo no consiste en juzgar el contenido de los libros", confirma Boin. "Para nosotros son importantes tanto aquellos libros para chicos, como los que se presentan acá en el Filbita, pero también el resto, sin hacer diferencias a partir de su capacidad inserción en los mercados", completa la idea. "Para nosotros lo más importante es tratar de hacer llegar los libros escritos en francés a públicos no francófonos, que es la mayor parte del mundo. Se trata de hacer que la cultura francesa sea accesible a otras culturas diversas de la nuestra, así se trate de literatura o de otras temáticas, como por ejemplo la cocina, la filosofía o la antropología. No tomamos una posición estética o ideológica en nuestro trabajo, sino que todos los libros son importantes."
-A partir de eso, ¿Qué fines prácticos específicos tendrían este tipo de encuentros para esa labor que llevan adelante?
-Nos permite informarnos acerca de la forma en que trabajan los editores argentinos y también acerca de los gustos de sus lectores. Es muy importante para presentar a nuestros editores e intentar establecer cuáles de sus obras conviene traducir para ofrecerlas al público argentino. No se puede pensar una política de traducción de las obras francesas sin conocer las particularidades del mercado al cual estarán dirigidas. Yo conozco bien México y pienso que la Argentina, aún compartiendo la misma lengua, presenta un escenario muy diferente. Nuestro trabajo consiste en detectar esas diferencias y las particularidades de cada mercado.
-Hablando de diferencias editoriales, ¿cuáles son las diferencias entre los mercados editoriales de Francia y la Argentina?
-En Francia existe (y pienso que también en la Argentina) desde que André Malraux fue el primer ministro de Cultura, una posición de regulación del sector. Existe una ley de precio único, y también las leyes de derecho de autor, creadas por Pierre de Beaumarchais en el siglo XVIII. Acá en la Argentina es interesante la cuestión de no gravar impositivamente a los productos editoriales. Otra diferencia entre ambos países es el rol activo del Estado en la difusión editorial, por ejemplo adquiriendo libros infantiles para distribuirlos en escuelas y bibliotecas públicas. Esto no existe en Francia y es muy interesante, porque permite el desarrollo de pequeñas compañías de edición.
-Usted menciona la posición activa que el estado asume en la Argentina como agente de difusión cultural. Desde su lugar como director del BIEF, ¿cree que este tipo de intervención es positiva o por el contrario considera conveniente que la actividad se autorregule a partir de las reglas de libre de mercado?
-Pienso que sería un error pronunciarnos a favor de alguna de esas opciones. En Francia conocemos la alternancia entre diferentes modelos, entre Giscard d'Estaing y Mitterrand, entre Sarkozy y Hollande, pero la regulación del sector es ajena a esas cuestiones. Por otra parte Francia es un país esencialmente liberal y las reglas de nuestro sector pueden trabajarse a partir las políticas de fijación de precios o la determinación del contrato entre autor y editor. Es decir que la regulación no depende de si el Estado interviene o no, porque la regulación del sector ya existe y ha sido respetada y promovida por los diferentes gobiernos, con lo cual no es necesario que el BIEF se preocupe por eso.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
jueves, 12 de noviembre de 2015
CINE - "Favula" + "Ragazzi", de Raul Perrone: El cine mudo que habla
Desde que en 2013 encontrara un rumbo nuevo dentro de su vital filmografía con la extraordinaria P3nd3jo5, Raul Perrone se ha dedicado a tratar de explorar cada uno de los recodos y desvíos que ese camino le ofrece. Un itinerario que ya lleva cuatro títulos, incluyendo Favula y Ragazzi, que se estrenan conjuntamente esta semana en Malba y en la Sala Lugones del Teatro General San Martín, y su último trabajo, Samuray S, que integró la Competencia Latinoamericana de la reciente edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Es ese núcleo estético en común –básicamente la apropiación y reinterpretación de las formas y recursos propios del cine mudo— lo que permite ver con claridad a estás cuatro películas, aún con sus diferencias, como un subconjunto dentro de la obra de un director siempre curioso como Perrone. Esa unidad permite que cada una de estas películas pueda ser vista como una pieza independiente y cerrada en sí misma, pero también como partes indivisibles de un sistema que las excede en su individualidad.
Favula toma distancia de P3nd3jo5 ya desde su estructura. Ahí donde esta última tendía a una desmesura operística –que se confirmaba en un estupendo (y barroco) uso de la música y la banda sonora-, la primera se inclina por formas narrativas más simples, aunque no menos potentes. En un sentido estricto Favula es, en efecto, una fábula. Pero también podría ser un cuento de hadas, una parábola, una leyenda o una alegoría, todos ellos géneros de menor complejidad formal si se las compara con la grandilocuencia de la ópera. Es esa misma distancia la que separa a P3nd3jo5 de Favula pero también de Ragazzi, cuya estructura en dos movimientos sin embargo vuelve a remitir al universo de lo musical, como si se tratara de una pequeña pieza de cámara.
Aunque los detalles del vestuario señalan al presente de modo directo, Favula es una historia fuera del tiempo. La elección de un escenario selvático, que se aparta de los espacios urbanos que suelen ocupar un lugar central en los trabajos del director, representa un hábitat natural que ayuda a crear una atmósfera que coloca a la película en un lugar extraño, casi único dentro de su filmografía. Perrone aprovecha la novedad para trabajar el diseño de cada cuadro con sutileza pictórica, a partir de patrones de simetría más bien clásicos que tampoco son habituales en su cine. Y consigue que la acción no sólo sea consecuencia de un trabajo de rodaje, sino que además logra “componerla” durante el montaje a partir de un gran ejercicio de superposición de planos e imágenes. Un recurso que con importantes variaciones vuelve a utilizar en Ragazzi, para crear impactantes colages animados que son pura belleza cinética.
Centrada otra vez en las dinámicas y los vínculos de dos grupos de adolescentes que se mueven en el territorio de lo suburbano, Ragazzi resulta algo más cercana a P3nd3jo5 (de hecho ambos títulos significan más o menos lo mismo, uno en italiano y el otro en castellano vulgar). Pero esta vez esa estética barrial se encuentra atravesada por una cierta fantasmagoría que Perrone aprovecha para poner en escena, en el primero de los dos movimientos que componen la película, una versión libre de la historia del joven que acompañaba a Pier Paolo Pasolini la noche en que fue asesinado.
Debe decirse que ni Fávula ni Ragazzi son meras copias del cine mudo; el tratamiento musical y sonoro que Perrone realiza en cada una es la mejor prueba de ello. En ningún caso se trata de limitar a la banda de sonido al papel de reparto de lo incidental, como simple remedo de las bandas en vivo que solían acompañar aquellas proyecciones. Por el contrario, se trata de un elemento diseñado para traccionar narrativamente como parte esencial del relato, un complemento para enriquecer y multiplicar sus sentidos.
A diferencia de lo que ocurre con Favula, donde el uso de subtítulos es reducido al mínimo para obtener de ellos su máximo potencial, en Ragazzi se convierten en vehículo de una poesía ostentosa, con la que se busca apuntalar una poética del cine que Perrone ya maneja con solvencia y sin necesidad de ese subrayado de intención literaria. Pero ese no es el mayor de los problemas de los textos de Ragazzi: hay en ellos un descuido formal (de sintaxis, de ortografía, de puntuación) que sorprenden en un director tan atento al buen uso de las herramientas del lenguaje cinematográfico. Sea como fuere el detalle merece mencionarse, porque en tanto película muda los títulos son un recurso importante que el director decide utilizar y lo cierto es que nunca queda clara la intención de esa forma particular en la que están escritos. Si bien podría tratarse de un intento de vulnerar las convenciones del lenguaje escrito, lo cierto es que pueden llegar a convertirse, sobre todo en la segunda mitad del film, en un obstáculo para permanecer dentro de la película, porque sus irregularidades distraen de la acción y de la notable construcción que Perrone consigue en lo estrictamente cinematográfico.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Favula toma distancia de P3nd3jo5 ya desde su estructura. Ahí donde esta última tendía a una desmesura operística –que se confirmaba en un estupendo (y barroco) uso de la música y la banda sonora-, la primera se inclina por formas narrativas más simples, aunque no menos potentes. En un sentido estricto Favula es, en efecto, una fábula. Pero también podría ser un cuento de hadas, una parábola, una leyenda o una alegoría, todos ellos géneros de menor complejidad formal si se las compara con la grandilocuencia de la ópera. Es esa misma distancia la que separa a P3nd3jo5 de Favula pero también de Ragazzi, cuya estructura en dos movimientos sin embargo vuelve a remitir al universo de lo musical, como si se tratara de una pequeña pieza de cámara.
Aunque los detalles del vestuario señalan al presente de modo directo, Favula es una historia fuera del tiempo. La elección de un escenario selvático, que se aparta de los espacios urbanos que suelen ocupar un lugar central en los trabajos del director, representa un hábitat natural que ayuda a crear una atmósfera que coloca a la película en un lugar extraño, casi único dentro de su filmografía. Perrone aprovecha la novedad para trabajar el diseño de cada cuadro con sutileza pictórica, a partir de patrones de simetría más bien clásicos que tampoco son habituales en su cine. Y consigue que la acción no sólo sea consecuencia de un trabajo de rodaje, sino que además logra “componerla” durante el montaje a partir de un gran ejercicio de superposición de planos e imágenes. Un recurso que con importantes variaciones vuelve a utilizar en Ragazzi, para crear impactantes colages animados que son pura belleza cinética.
Centrada otra vez en las dinámicas y los vínculos de dos grupos de adolescentes que se mueven en el territorio de lo suburbano, Ragazzi resulta algo más cercana a P3nd3jo5 (de hecho ambos títulos significan más o menos lo mismo, uno en italiano y el otro en castellano vulgar). Pero esta vez esa estética barrial se encuentra atravesada por una cierta fantasmagoría que Perrone aprovecha para poner en escena, en el primero de los dos movimientos que componen la película, una versión libre de la historia del joven que acompañaba a Pier Paolo Pasolini la noche en que fue asesinado.
Debe decirse que ni Fávula ni Ragazzi son meras copias del cine mudo; el tratamiento musical y sonoro que Perrone realiza en cada una es la mejor prueba de ello. En ningún caso se trata de limitar a la banda de sonido al papel de reparto de lo incidental, como simple remedo de las bandas en vivo que solían acompañar aquellas proyecciones. Por el contrario, se trata de un elemento diseñado para traccionar narrativamente como parte esencial del relato, un complemento para enriquecer y multiplicar sus sentidos.
A diferencia de lo que ocurre con Favula, donde el uso de subtítulos es reducido al mínimo para obtener de ellos su máximo potencial, en Ragazzi se convierten en vehículo de una poesía ostentosa, con la que se busca apuntalar una poética del cine que Perrone ya maneja con solvencia y sin necesidad de ese subrayado de intención literaria. Pero ese no es el mayor de los problemas de los textos de Ragazzi: hay en ellos un descuido formal (de sintaxis, de ortografía, de puntuación) que sorprenden en un director tan atento al buen uso de las herramientas del lenguaje cinematográfico. Sea como fuere el detalle merece mencionarse, porque en tanto película muda los títulos son un recurso importante que el director decide utilizar y lo cierto es que nunca queda clara la intención de esa forma particular en la que están escritos. Si bien podría tratarse de un intento de vulnerar las convenciones del lenguaje escrito, lo cierto es que pueden llegar a convertirse, sobre todo en la segunda mitad del film, en un obstáculo para permanecer dentro de la película, porque sus irregularidades distraen de la acción y de la notable construcción que Perrone consigue en lo estrictamente cinematográfico.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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lunes, 9 de noviembre de 2015
LIBROS - "La imagen recobrada", de Daniela Kozak: El arte de resucitar películas
Entre los libros presentados durante el reciente Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, uno de los más destacados fue La imagen recobrada. Antologado por la periodista e investigadora Daniela Kozak, el volumen se encarga de abordar el complejo tema de la recuperación y preservación del acervo fílmico y audiovisual argentino. Una tarea ardua de la que participan tanto organizaciones privadas como oficiales, y que cuenta con el esfuerzo individual de un puñado de buenas voluntades. El volumen está integrado por textos producidos por algunas de las personas que más saben del tema, como el historiador y coleccionista Fernando Martín Peña; la directora del Museo del Cine Pablo Ducross-Hicken, Paula Félix-Didier; y el crítico y programador Roger Koza, además de la propia Kozak.
Como en su primer libro –La mirada cinéfila, un estudio crítico acerca de la revista Tiempo de Cine, editada durante los 60 por el Cine Club Núcleo—, en La imagen recobrada, Kozak manifiesta su preocupación por el rescate de un pasado que llega hasta nosotros de manera fragmentada e incompleta. "Me interesa mucho la historia del cine, tanto en relación a las películas como a sus formas de producción y circulación en distintas épocas", afirma Kozak. "La idea de La imagen recobrada surge a partir de la observación de que el Festival de Mar del Plata, además de cumplir un rol importante en relación al cine contemporáneo, se había convertido en los últimos años en un espacio fundamental para poder ver viejas películas argentinas en copias fílmicas muchas veces restauradas para la ocasión, algo que no se da en muchos otros espacios".
La autora cuenta que fue a partir de ahí que la investigación la llevó a descubrir que el vínculo del Festival con el pasado del cine argentino se remontaba hasta sus primeras ediciones. "En distintas épocas el Festival se ha ocupado de rescatar y expresar de diferentes formas el pasado del cine argentino, contribuyendo en la construcción de la memoria del cine nacional. Pero, como señala Roger Koza en su capítulo, en los últimos años esta recuperación dialoga con el cine contemporáneo. En ese sentido, hay una apuesta por la formación de un público con capacidad crítica", sintetiza.
-¿De qué manera llegás a preocuparte por el estado del patrimonio fílmico nacional?
-Cuando estudiaba Historia del cine argentino en la Universidad del Cine, me encontraba con que era difícil ver películas mudas o del cine clásico en copias más o menos decentes. Tenías que conformarte con copias de emisiones televisivas en VHS o en DVD, cuya calidad no tenía nada que ver con la original de las películas en fílmico. Cuando empecé a conocer más sobre el tema, me enteré que el problema se extendía al estado de conservación de los negativos y copias en fílmico, y conocí el trabajo que venían haciendo algunos para cambiar esa situación. En el libro cuento que hacia mediados de los noventa se empezó a discutir en el país un nuevo marco jurídico para proteger el patrimonio audiovisual. En ese contexto, el cineasta Hernán Gaffet y los coleccionistas Octavio Fabiano y Fernando Martín Peña, que asesoraron a Pino Solanas y a Julio Raffo en la redacción de una nueva ley, hicieron un relevamiento general y llegaron a la conclusión de que alrededor del 90% del cine mudo y del 50% del cine sonoro producidos en la Argentina estaban perdidos.
-La de la pérdida de una película es una idea difícil de comprender para quienes no conocen las dificultades de la preservación del patrimonio fílmico.
-La toma de conciencia sobre la necesidad de preservar las películas no surgió de un día para otro, sino que fue un proceso gradual. En sus inicios el cine era considerado efímero. Por un lado las películas estaban hechas de nitrato de celulosa, un material autocombustible que provocaba incendios frecuentes. Además, a partir de 1907 se implementó en el mundo un sistema de alquiler de copias por el cual los exhibidores estaban obligados por contrato a destruirlas finalizado el período de explotación. En el caso del cine sonoro, la pérdida de películas tuvo que ver con muchos factores. Con el correr de las décadas algunos estudios cerraron y sus archivos se dispersaron, y también hubo laboratorios y canales de televisión que tiraron fílmico a la basura para hacer espacio. A eso hay que sumarle las películas que se perdieron por razones políticas, como por ejemplo Los Velázquez, de Pablo Szir.
-¿Se trata de pérdidas irrecuperables?
-Hay películas de las que ya no quedan negativos ni copias, con lo cual la pérdida es irreversible, a menos que aparezca una copia de la que no se tenía registro. Hay otras de las que ya no existen negativos pero sí quedan copias. En esos casos, hay que determinar cuántas copias quedan de una película, en dónde y en qué estado. Cada caso es distinto, pero se puede llegar a reconstruir una película a partir de los fragmentos dispersos.
-¿Hay organismos especializados dedicados a la conservación y recuperación de ese patrimonio?
-En la Argentina existen distintas instituciones que almacenan películas. A los actores privados en general les resulta muy difícil encarar tareas de restauración y preservación porque son procesos caros. En cuanto a los organismos públicos, existen varios que almacenan fílmico como la TV Pública (que hace poco digitalizó parte de su archivo y lo puso a disposición del público en), el Archivo General de la Nación, el Departamento Cinemateca del INCAA, el Centro de Conservación y Documentación Audiovisual de Córdoba y el Museo del Cine. Pero el volumen del acervo audiovisual en riesgo es tan grande que para revertir el deterioro y garantizar la supervivencia del patrimonio a largo plazo se requiere de la acción sistemática y coordinada del Estado Nacional. Para ello, tiene que empezar a funcionar la CINAIN (creada por ley en 1999, reglamentada en 2010), que es la única institución en el ámbito nacional que tiene esa misión como prioritaria y específica.
-El cambio de paradigma en el formato del cine, del fílmico al digital, vuelve a ponernos de cara a la cuestión del tiempo, pero esta vez en lugar de mirar hacia atrás, la vista se dirige hacia el futuro. ¿Qué ventajas y contras tiene cada soporte?
-En su capítulo, Paula Félix- Didier expone los desafíos que enfrentan los archivos que deben preservar el material fílmico, porque hasta ahora es el soporte que garantiza la supervivencia de las obras audiovisuales por más tiempo (almacenado en condiciones muy controladas puede llegar a durar unos 500 años). Por otro lado tienen que digitalizar sus acervos para que sean accesibles al público. Pero, además, se enfrentan a la cuestión de cómo preservar el material que nace digital, que no tiene un soporte físico propio y está expuesto a la obsolescencia del software y el hardware. No hay certeza de que los archivos digitales puedan durar más de 30 años, e incluso para preservarlos durante ese lapso se requiere un esfuerzo de migración y actualización constante. Por eso, aunque el digital es un soporte tan bueno para la difusión, no lo es para la preservación. En las últimas décadas se impuso la idea de que la digitalización es una solución barata y eficaz para preservar, pero por el momento esto es discutible e incierto.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
Como en su primer libro –La mirada cinéfila, un estudio crítico acerca de la revista Tiempo de Cine, editada durante los 60 por el Cine Club Núcleo—, en La imagen recobrada, Kozak manifiesta su preocupación por el rescate de un pasado que llega hasta nosotros de manera fragmentada e incompleta. "Me interesa mucho la historia del cine, tanto en relación a las películas como a sus formas de producción y circulación en distintas épocas", afirma Kozak. "La idea de La imagen recobrada surge a partir de la observación de que el Festival de Mar del Plata, además de cumplir un rol importante en relación al cine contemporáneo, se había convertido en los últimos años en un espacio fundamental para poder ver viejas películas argentinas en copias fílmicas muchas veces restauradas para la ocasión, algo que no se da en muchos otros espacios".
La autora cuenta que fue a partir de ahí que la investigación la llevó a descubrir que el vínculo del Festival con el pasado del cine argentino se remontaba hasta sus primeras ediciones. "En distintas épocas el Festival se ha ocupado de rescatar y expresar de diferentes formas el pasado del cine argentino, contribuyendo en la construcción de la memoria del cine nacional. Pero, como señala Roger Koza en su capítulo, en los últimos años esta recuperación dialoga con el cine contemporáneo. En ese sentido, hay una apuesta por la formación de un público con capacidad crítica", sintetiza.
-¿De qué manera llegás a preocuparte por el estado del patrimonio fílmico nacional?
-Cuando estudiaba Historia del cine argentino en la Universidad del Cine, me encontraba con que era difícil ver películas mudas o del cine clásico en copias más o menos decentes. Tenías que conformarte con copias de emisiones televisivas en VHS o en DVD, cuya calidad no tenía nada que ver con la original de las películas en fílmico. Cuando empecé a conocer más sobre el tema, me enteré que el problema se extendía al estado de conservación de los negativos y copias en fílmico, y conocí el trabajo que venían haciendo algunos para cambiar esa situación. En el libro cuento que hacia mediados de los noventa se empezó a discutir en el país un nuevo marco jurídico para proteger el patrimonio audiovisual. En ese contexto, el cineasta Hernán Gaffet y los coleccionistas Octavio Fabiano y Fernando Martín Peña, que asesoraron a Pino Solanas y a Julio Raffo en la redacción de una nueva ley, hicieron un relevamiento general y llegaron a la conclusión de que alrededor del 90% del cine mudo y del 50% del cine sonoro producidos en la Argentina estaban perdidos.
-La de la pérdida de una película es una idea difícil de comprender para quienes no conocen las dificultades de la preservación del patrimonio fílmico.
-La toma de conciencia sobre la necesidad de preservar las películas no surgió de un día para otro, sino que fue un proceso gradual. En sus inicios el cine era considerado efímero. Por un lado las películas estaban hechas de nitrato de celulosa, un material autocombustible que provocaba incendios frecuentes. Además, a partir de 1907 se implementó en el mundo un sistema de alquiler de copias por el cual los exhibidores estaban obligados por contrato a destruirlas finalizado el período de explotación. En el caso del cine sonoro, la pérdida de películas tuvo que ver con muchos factores. Con el correr de las décadas algunos estudios cerraron y sus archivos se dispersaron, y también hubo laboratorios y canales de televisión que tiraron fílmico a la basura para hacer espacio. A eso hay que sumarle las películas que se perdieron por razones políticas, como por ejemplo Los Velázquez, de Pablo Szir.
-¿Se trata de pérdidas irrecuperables?
-Hay películas de las que ya no quedan negativos ni copias, con lo cual la pérdida es irreversible, a menos que aparezca una copia de la que no se tenía registro. Hay otras de las que ya no existen negativos pero sí quedan copias. En esos casos, hay que determinar cuántas copias quedan de una película, en dónde y en qué estado. Cada caso es distinto, pero se puede llegar a reconstruir una película a partir de los fragmentos dispersos.
-¿Hay organismos especializados dedicados a la conservación y recuperación de ese patrimonio?
-En la Argentina existen distintas instituciones que almacenan películas. A los actores privados en general les resulta muy difícil encarar tareas de restauración y preservación porque son procesos caros. En cuanto a los organismos públicos, existen varios que almacenan fílmico como la TV Pública (que hace poco digitalizó parte de su archivo y lo puso a disposición del público en
-El cambio de paradigma en el formato del cine, del fílmico al digital, vuelve a ponernos de cara a la cuestión del tiempo, pero esta vez en lugar de mirar hacia atrás, la vista se dirige hacia el futuro. ¿Qué ventajas y contras tiene cada soporte?
-En su capítulo, Paula Félix- Didier expone los desafíos que enfrentan los archivos que deben preservar el material fílmico, porque hasta ahora es el soporte que garantiza la supervivencia de las obras audiovisuales por más tiempo (almacenado en condiciones muy controladas puede llegar a durar unos 500 años). Por otro lado tienen que digitalizar sus acervos para que sean accesibles al público. Pero, además, se enfrentan a la cuestión de cómo preservar el material que nace digital, que no tiene un soporte físico propio y está expuesto a la obsolescencia del software y el hardware. No hay certeza de que los archivos digitales puedan durar más de 30 años, e incluso para preservarlos durante ese lapso se requiere un esfuerzo de migración y actualización constante. Por eso, aunque el digital es un soporte tan bueno para la difusión, no lo es para la preservación. En las últimas décadas se impuso la idea de que la digitalización es una solución barata y eficaz para preservar, pero por el momento esto es discutible e incierto.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
jueves, 5 de noviembre de 2015
CINE - "Eva no duerme", de Pablo Agüero: Historia de terror
Tras su paso por los festivales de Toronto, San Sebastián y ahora Mar del Plata, llega a la cartelera comercial Eva no duerme, tercer largo del director Pablo Agüero, precedido de cierta expectativa. No sólo por ese recorrido, sino por su naturaleza temática: el atroz itinerario que padeció el cuerpo de Eva Perón tras su muerte. Quienes conozcan sus truculentos detalles sabrán que el relato, en el que el salvajismo real y mitológico se confabulan, constituye uno de los más aberrantes de la historia argentina. La sola idea de que algunas de esas vejaciones se explicitaran en pantalla era suficiente motivo para aguardar su estreno por lo menos con reservas. Sin embargo Agüero hace un uso elegante (o al menos estilizado) del morbo, a partir de un sencillo mecanismo: abandonar todo realismo en la representación.
No se trata de una narración cronológica y exhaustiva, ni de una reconstrucción de pretensión historicista; más bien lo contrario. Como una versión cruel de Relatos salvajes, el film está contado de forma episódica, a partir de tres o cuatro hechos destacados que le permiten avanzar en la progresión dramática. Y para ello propone una atmósfera onírica, a caballo de una suerte de prosa poética que los ilumina con la siniestra luz de las pesadillas. Comienza con la figura de un almirante joven entrando a un cementerio al frente de su batallón, avanzando bajo un temporal con la misma actitud con que Gene Kelly bailaba con su paraguas bajo la lluvia (o como Alex, en La naranja mecánica). “Esa yegua”: ésas son las primeras palabras que se escuchan en la película, mordidas entre dientes por la voz en off del almirante, de un modo que recuerda a la forma en que esas mismas palabras siguen siendo masticadas hoy en el espacio democrático de las redes sociales y más allá. No hay inocencia en ello, pero tampoco sutileza. El discurso persiste y se multiplica en denigraciones, haciendo que ese paralelo se vuelva obvio, toscamente presente, y que ambos planos históricos se superpongan de manera burda y sin necesidad.
Lo sigue el episodio “El embalsamador”. Desde el presente no hay forma de pensar la taxidermia aplicada a un cuerpo humano –a un cuerpo de mujer– sino como una de las formas más aberrantes de abuso. El primero de una serie que le impide al cadáver de “esa mujer” ser corrompido por la muerte, permitiendo que puedan ser los vivos quienes finalmente lo hagan. Un acto en el que esa hermosura que enamoró a millones es transformada en una belleza monstruosa, a la que ya no da ganas ni gusto ver. Lo cual no significa que no pueda seguir provocando deseos: enseguida lo prueban un coronel y un cabo que se enfrentan como machos alfa de una manada salvaje, en disputa de esa hembra que no les pertenece.
El último episodio reconstruye el cautiverio del general Aramburu y el enjuiciamiento sumario al que fue sometido por los líderes montoneros. La escena se desarrolla en un sótano en penumbras, en donde las partes pujan en pos de intereses diversos: por la propia vida uno; por información acerca del destino del cadáver los otros. Un juego posible consiste en contrastar la versión que da Agüero de esos hechos, con la que el director Rafael Filipelli imaginó en su última ficción, Secuestro y muerte (2010). Mientras que este último retrataba a los personajes de forma deshumanizada (confiriéndole a Aramburu una dignidad casi sobrenatural y a sus jóvenes captores, una ineptitud caricaturesca, en medio de una atmósfera aséptica en la que nada de lo que ocurría parecía importarle realmente a nadie), en Eva no duerme todos son desbordados por sus pulsiones, reactivando la tensión eterna entre vida y muerte. Ambas versiones son igualmente incomprobables.
Agüero utiliza las imágenes documentales –algunas intervenidas digitalmente– de un modo eficaz y emotivo, intercalándolas con precisión entre las ficciones. Pero sin dudas su mayor logro consiste en haberse adueñado de una estética propia del cine de terror, para generar los oportunos climas que cada uno de los episodios demanda. Así es dable pensar la secuencia del embalsamamiento como una posible versión de Frankenstein. O a la de los militares que por la noche se llevan el cadáver de Eva de la sede de la CGT, como relectura de los usurpadores de cuerpos. Por no mencionar que la del cautiverio de Aramburu tiene lugar en un sótano, icónico espacio doméstico ligado a la representación del terror en el cine, y la del joven almirante en un cementerio durante una tormenta. Tal vez Agüero comprendió que, dentro del lenguaje del cine, no había mejores ni más oportunas (ni más nobles) herramientas para narrar ese horror, que aquellas que proveen los cuentos de fantasmas, monstruos o vampiros, aun cuando acá se trate de un horror concreto, histórico y absurdamente real.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
No se trata de una narración cronológica y exhaustiva, ni de una reconstrucción de pretensión historicista; más bien lo contrario. Como una versión cruel de Relatos salvajes, el film está contado de forma episódica, a partir de tres o cuatro hechos destacados que le permiten avanzar en la progresión dramática. Y para ello propone una atmósfera onírica, a caballo de una suerte de prosa poética que los ilumina con la siniestra luz de las pesadillas. Comienza con la figura de un almirante joven entrando a un cementerio al frente de su batallón, avanzando bajo un temporal con la misma actitud con que Gene Kelly bailaba con su paraguas bajo la lluvia (o como Alex, en La naranja mecánica). “Esa yegua”: ésas son las primeras palabras que se escuchan en la película, mordidas entre dientes por la voz en off del almirante, de un modo que recuerda a la forma en que esas mismas palabras siguen siendo masticadas hoy en el espacio democrático de las redes sociales y más allá. No hay inocencia en ello, pero tampoco sutileza. El discurso persiste y se multiplica en denigraciones, haciendo que ese paralelo se vuelva obvio, toscamente presente, y que ambos planos históricos se superpongan de manera burda y sin necesidad.
Lo sigue el episodio “El embalsamador”. Desde el presente no hay forma de pensar la taxidermia aplicada a un cuerpo humano –a un cuerpo de mujer– sino como una de las formas más aberrantes de abuso. El primero de una serie que le impide al cadáver de “esa mujer” ser corrompido por la muerte, permitiendo que puedan ser los vivos quienes finalmente lo hagan. Un acto en el que esa hermosura que enamoró a millones es transformada en una belleza monstruosa, a la que ya no da ganas ni gusto ver. Lo cual no significa que no pueda seguir provocando deseos: enseguida lo prueban un coronel y un cabo que se enfrentan como machos alfa de una manada salvaje, en disputa de esa hembra que no les pertenece.
El último episodio reconstruye el cautiverio del general Aramburu y el enjuiciamiento sumario al que fue sometido por los líderes montoneros. La escena se desarrolla en un sótano en penumbras, en donde las partes pujan en pos de intereses diversos: por la propia vida uno; por información acerca del destino del cadáver los otros. Un juego posible consiste en contrastar la versión que da Agüero de esos hechos, con la que el director Rafael Filipelli imaginó en su última ficción, Secuestro y muerte (2010). Mientras que este último retrataba a los personajes de forma deshumanizada (confiriéndole a Aramburu una dignidad casi sobrenatural y a sus jóvenes captores, una ineptitud caricaturesca, en medio de una atmósfera aséptica en la que nada de lo que ocurría parecía importarle realmente a nadie), en Eva no duerme todos son desbordados por sus pulsiones, reactivando la tensión eterna entre vida y muerte. Ambas versiones son igualmente incomprobables.
Agüero utiliza las imágenes documentales –algunas intervenidas digitalmente– de un modo eficaz y emotivo, intercalándolas con precisión entre las ficciones. Pero sin dudas su mayor logro consiste en haberse adueñado de una estética propia del cine de terror, para generar los oportunos climas que cada uno de los episodios demanda. Así es dable pensar la secuencia del embalsamamiento como una posible versión de Frankenstein. O a la de los militares que por la noche se llevan el cadáver de Eva de la sede de la CGT, como relectura de los usurpadores de cuerpos. Por no mencionar que la del cautiverio de Aramburu tiene lugar en un sótano, icónico espacio doméstico ligado a la representación del terror en el cine, y la del joven almirante en un cementerio durante una tormenta. Tal vez Agüero comprendió que, dentro del lenguaje del cine, no había mejores ni más oportunas (ni más nobles) herramientas para narrar ese horror, que aquellas que proveen los cuentos de fantasmas, monstruos o vampiros, aun cuando acá se trate de un horror concreto, histórico y absurdamente real.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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CINE - "Cuentos de Halloween" (Tales of Halloween), de varios directores: El placer de lo analógico
Colección de historias breves al estilo de Cuentos de la cripta o Creepshow, estos Cuentos de Halloween recuperan de manera nada casual una forma de hacer y pensar el cine de terror anclado en la estética de los populares años 70 y 80, cuando el género vivió uno de sus momentos de esplendor de la mano de cineastas que como Tob Hooper, Wes Craven, Sam Raimi, John Landis o Joe Dante. Eso explica que estos dos últimos participen de forma activa del proyecto, aunque ya no como directores sino con breves pero destacados papeles, que funcionan sobre todo como homenaje en vida para estos dos artistas que supieron ser parte de una generación que revitalizó el género. De ese grupo formaron parte John Carpenter, George Romero y Sean Cunningham, que también son oportuna y explícitamente citados.
Cuentos de Halloween es un producto de consciente factura anacrónica, en tanto deja de lado la omnipresente tecnología digital puesta al servicio de los efectos especiales, para recuperar las gozosas formas analógicas. Látex, prótesis, maquillaje, stop-motion y caudalosos torrentes de auténtica sangre falsa, convierten a cada uno de los 10 episodios que lo conforman en un ejercicio lúdico, en una fiesta en la que el horror es un juego que puede cualquiera puede replicar en casa. Es ese carácter artesanal lo que empujó a tantos chicos a querer ser directores de cine. No hace falta irse muy lejos para comprobarlo: alcanza con tomar de muestra a los directores emergentes del cine fantástico argentino, como Daniel de la Vega, Nicanor Loreti, Fabián Forte, Demián Rugna o los hermanos Bogliano, todos ellos hijos de aquella forma de hacer y pensar el cine.
A pesar de su desbalance, hay algo interesante que aglutina a estos Cuentos de Halloween: un sentido del humor negro y desaforado, cercano a la versión más cruel del slapstick, que es la del dibujo animado. A partir de eso se permite episodios que son verdaderas declaraciones de amor hacia aquellos paraísos del cine de terror. Hay dos en particular que juegan a enfrentar mano a mano a las dos grandes estéticas del género. Por un lado la ya mencionada de los 70 y los 80, y por el otro la del período clásico, cuya última encarnación fueron las producciones de la inglesa Hammer. En uno de ellos dos vecinos compiten por ver quién prepara la mejor ambientación del jardín delantero para celebrar Halloween. Uno de ellos lo decora con clásicas telas de araña, murciélagos y castillos, y el otro con zombies y asesinos seriales. Por supuesto terminan a las piñas. En otro, una especie de Jason es perseguido por una de sus víctimas, cuyo cadáver ha sido reanimado por un alienígena de plastilina. El final es a puro revoleo gore de tripas y miembros amputados. Aunque el conjunto es realmente desparejo, varios de estos cortos son de verdad disfrutables.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Cuentos de Halloween es un producto de consciente factura anacrónica, en tanto deja de lado la omnipresente tecnología digital puesta al servicio de los efectos especiales, para recuperar las gozosas formas analógicas. Látex, prótesis, maquillaje, stop-motion y caudalosos torrentes de auténtica sangre falsa, convierten a cada uno de los 10 episodios que lo conforman en un ejercicio lúdico, en una fiesta en la que el horror es un juego que puede cualquiera puede replicar en casa. Es ese carácter artesanal lo que empujó a tantos chicos a querer ser directores de cine. No hace falta irse muy lejos para comprobarlo: alcanza con tomar de muestra a los directores emergentes del cine fantástico argentino, como Daniel de la Vega, Nicanor Loreti, Fabián Forte, Demián Rugna o los hermanos Bogliano, todos ellos hijos de aquella forma de hacer y pensar el cine.
A pesar de su desbalance, hay algo interesante que aglutina a estos Cuentos de Halloween: un sentido del humor negro y desaforado, cercano a la versión más cruel del slapstick, que es la del dibujo animado. A partir de eso se permite episodios que son verdaderas declaraciones de amor hacia aquellos paraísos del cine de terror. Hay dos en particular que juegan a enfrentar mano a mano a las dos grandes estéticas del género. Por un lado la ya mencionada de los 70 y los 80, y por el otro la del período clásico, cuya última encarnación fueron las producciones de la inglesa Hammer. En uno de ellos dos vecinos compiten por ver quién prepara la mejor ambientación del jardín delantero para celebrar Halloween. Uno de ellos lo decora con clásicas telas de araña, murciélagos y castillos, y el otro con zombies y asesinos seriales. Por supuesto terminan a las piñas. En otro, una especie de Jason es perseguido por una de sus víctimas, cuyo cadáver ha sido reanimado por un alienígena de plastilina. El final es a puro revoleo gore de tripas y miembros amputados. Aunque el conjunto es realmente desparejo, varios de estos cortos son de verdad disfrutables.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
miércoles, 4 de noviembre de 2015
LIBROS - "50 películas que conquistaron el mundo", de Leonardo D'Espósito: Una que sepamos todos
Foto por SERENA CINELLI GARCÍA
El cine es un arte joven. Unos 120 años apenas, que parecen muchos en términos de una vida humana, pero apenas un suspiro si se los compara con los miles de años de desarrollo que llevan la literatura, la pintura, la música o la escultura. Como en toda familia, el cine ha heredado un poco de cada uno de sus parientes mayores. Incluso de la escultura: alcanza con recordar la célebre ocurrencia del cineasta ruso Andrei Tarkovski, quien lo definió como el arte de esculpir el tiempo. Nacido oficialmente durante el último lustro decimonónico, sin embargo es el arte más representativo del siglo XX, período en el que se convirtió al mismo tiempo en usina y reservorio del relato mítico. Una fuente que alimentó con sus universos y personajes la cultura popular alrededor del mundo, sin hacer distinciones. Todo el mundo sabe quiénes son Charlie Chaplin, el ratón Mickey, Scarlett O’Hara, Don Corleone, los Minions o Darth Vader y sus hijos. Todos conocen los leitmotivs musicales de Psicosis o Tiburón y los nombres de Hitchcock y Spielberg, pero también el de Woody Allen, aunque no hayan visto ninguna de sus películas. En esa capacidad para convertir a sus historias y protagonistas en parte de la vida cotidiana de millones de personas está no sólo el gran poder del cine industrial estadounidense, sino también su gran valor cultural. De todo eso (y de mucho más) escribe el crítico de cine Leonardo D’Espósito en su libro 50 películas que conquistaron el mundo (Paidós), que acaba de presentarse durante la trigésima edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. En sus páginas el autor aborda uno a uno los cincuenta títulos más recaudadores de la historia del cine en los Estados Unidos. Para ello toma como plataforma una lista de las recaudaciones históricas ajustadas por la inflación, un catálogo que recorre la historia del cine sonoro estadounidense y, a la vez, auténticos hitos de la cultura global. Enumerar los cinco primeros puestos de esa lista alcanza para probar su eclecticismo y universalidad: Lo que el viento se llevó (1939), La guerra de las galaxias (1977), La novicia rebelde (1965), E.T. (1982) y Titanic (1997). La pregunta surge sola: ¿qué representan estas películas, que las distingue? ¿Se trata de un criterio estético o simplemente económico? ¿Es una categoría que habla de la manera en que se hace el cine o de la manera en que fue visto a lo largo de la historia? “Diría que el criterio es más numérico que económico”, reflexiona D’Espósito. “Por alguna razón estas películas recaudaron más que otras y la clave está en que fueron a verlas quienes siempre iban al cine y mucha gente más que no iba casi nunca, pero quería participar del evento que cada uno de estos films representa”. Sin embargo, hay una serie de elementos comunes que pueden ayudar a entender por qué llegaron a convertirse en hitos. “Siempre hay una apelación a la fantasía; sentimientos o emociones exacerbados; la resolución de una historia con una secuencia de acción donde las fuerzas morales cobran forma física; la intención de sumergir al espectador en el espectáculo. Todo eso habla de cómo se percibe el cine, de qué significa para los espectadores y de cómo se usa a las películas”. El autor explica que el criterio numérico de la lista le permitió “ir más allá del gusto propio” para “tratar de entender qué tienen en común obras tan distintas y entender a las sociedades que las volvieron éxito.”
50 películas que conquistaron el mundo es además una guía que toma al cine como excusa para hablar sobre otros temas: la percepción y representación de la realidad; la fantasía como símbolo y síntoma; la transmisión de las ideas, etc. Lo interesante es que, a medida que avanza, el lector puede darse cuenta de que este es sólo uno de los innumerables caminos a través de los cuales se puede recorrer el territorio del cine. D’Espósito sostiene que la idea del libro es sugerir al lector la búsqueda de un recorrido propio. “Eso es la verdadera crítica: establecer una conclusión personal y provisoria para que otro la discuta o busque las propias, coincida o no”. Para él es importante “demostrar que el crítico no es el control de calidad infalible de un film, sino alguien que comparte una mirada posible”. “Me resultaba interesante ir además por el Hollywood más popular posible y de ahí la adopción del criterio económico para la selección, porque resulta que estas películas, de manera infalible, son las que conoce todo el mundo, incluso quienes no las vieron. No son ‘las mejores’, pero sí las que, por alguna razón a veces inasible, cuajaron en el imaginario global”, explica el autor. “Pensar eso es también preguntarse qué tenemos los espectadores para fijar estas películas en la memoria.”
A lo largo del libro aparece de manera repetida la idea del cine como un arte popular, una mirada que contrasta con otra que alguna vez sugirió Lucrecia Martel, quien lo definió como un arte pequeñoburgués, dos miradas que contrastan pero que sin embargo no parecen oponerse. El cine bien puede definirse como una forma de expresión propia de quien puede sostener sus grandes costos económicos, pero que a la vez es consumida de forma popular. Pero cuál de estos dos puntos de vista se impone para definir al cine: ¿El del hacedor o el del espectador? “El libro toma el concepto de “pueblo” en el sentido más amplio y estrictamente etimológico posible: formar parte de una comunidad humana. Y en ese sentido todo arte es popular: busca que una comunidad encuentre y adopte un imaginario común”, sostiene D’Espósito. “Es cierto que el cine es un arte carísimo, incluso hoy. Pero hay algo que quienes rechazan a Hollywood nunca toman en cuenta: el hecho de que los hacedores del cine en serie ponían mucha atención a las reacciones del público. Es cierto, necesitaban vender para que la maquinaria siguiera funcionando, pero estas películas -y el libro busca demostrarlo - se hacían pensando en los deseos, necesidades, sueños y temores del público”, agrega y completa la idea. “Uno olvida que Dumas escribía por entregas y modificaba su narrativa muchas veces en pos de la reacción del público. El desarrollo de los géneros también proviene de esa interactividad. Y si bien el cine es el arte de la era industrial (el que requería de la industria para ser, el que se construye de acuerdo con la lógica industrial), también es el arte que refleja la mentalidad del ser moderno, del ‘pueblo’ que ha nacido y se ha educado en la sociedad industrial y luego digital”, concluye. Pero aclara que “ningún autor puede reclamar que su obra es ‘popular’, porque la popularidad en el sentido en el que hablamos se lo otorga el público. Lo ‘popular’ no es ni una categoría política ni una categoría económica y el gran cine clásico comprendió eso de manera clarísima y por eso es, fue y será popular en el sentido más amplio posible”.
El trabajo de rever estas cincuenta películas emblemáticas representó un desafío para un crítico de cine con la trayectoria y la experiencia de D’Espósito. “Empecé a verlas como capítulos de una novela que narra el romance del público con el cine. Y sí, me hizo más tolerante con algunas películas que antes odiaba, y menos con otras que amaba. Solo fui intransigente con La novicia rebelde, pero porque sentí que, aun con sus excelencias y todo, me parecía un desesperado intento de retroceso tanto formal como ideológico y estético. Pero digamos que, viéndolas como esa ‘novela’ imaginaria, las sentí mucho mejores, más lindas, más queribles”. Sin embargo aclara que esa mirada también tiene un riesgo: “que te gusten demasiado todas las películas que ves. Pero creo que quedé inmunizado: por nada del mundo me va a gustar La novicia rebelde.”
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
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