La Mostra de Cinema de San Pablo es uno de los eventos más importantes dentro del calendario cinematográfico del Brasil. Cada año sus pantallas se convierten en zona de tránsito para películas de todo tipo y artistas del mundo entero, siempre dispuestos a desafiar al espectador curioso. Este año la Mostra, que cierra sus actividades el día de mañana, contó con la presencia ineludible del artista plástico chino Ai Weiwei, quien fue objeto de un homenaje que incluyó el estreno latinoamericano del documental Marea Humana, su primera película, que tendrá su estreno local el 23 de noviembre..
En ella registra las dificultades a las que se enfrentan ciudadanos sirios, afganos, iraquíes, kurdos, rohingya, eritreos o mexicanos que son empujados a abrazar el destino amargo de abandonar sus propias tierras, sumándose al fenómeno creciente de los flujos migratorios. La película lleva un elocuente subtítulo que hace explícita la línea con que Weiwei aborda el tema: “No hay hogar si no hay a dónde ir”. Se trata entonces de un recorrido que va de un foco migratorio a otro, registrando las particularidades de cada uno y, sobre todo, encontrando los patrones comunes que vinculan entre sí a estos grandes movimientos humanos. Entre ellos el desarraigo, la pérdida cultural y las crisis de identidad. De ese modo Marea humana da cuenta de una profunda crisis global que se hace evidente tanto en el orden de lo político y lo económico como en el de lo social.
Desde lo puramente informativo el trabajo de Weiwei aporta además una serie de datos abrumadores que definen con elocuencia el cuadro de situación. A partir de textos sobreimpresos será posible saber que en la actualidad los flujos migratorios involucran aproximadamente a unas 65 millones de personas, el número más alto desde el final de la Segunda Guerra Mundial. O que en 1989, antes de la caída del muro de Berlín, solo 11 países tenían sus fronteras cerradas y que actualmente son más de 60. Se sabrá que la permanencia promedio de un refugiado en el territorio que le da albergue es de 25 años, según informa la princesa Rania de Jordania, país que limita con Siria y suele recibir constantemente una ola de migrantes procedentes de ese país, actualmente devastado por la guerra contra el Estado Islámico. Que el África subshariana alberga hoy a más del 26% de los refugiados de todo el mundo o que en Afganistán hay otros que llevan más de 40 años en esa condición, circunstancia que les impide regresar a ninguna parte porque ya no existe forma de recuperar lo que alguna vez les perteneció.
La película tiene como gran virtud su carácter ubicuo: Weiwei y sus cámaras parecen estar en cada lugar del mundo en el que los flujos migratorios se han convertido en un problema de gran escala, tanto para quienes se ven obligados a abandonar sus lugares de origen como para aquellos estados convertidos en el paraíso perdido que los migrantes anhelan. En el camino Marea Humana exhibe no pocos hallazgos visuales, cuadros y encuadres de una gran belleza que confirman la mirada sensible de su director y que a la vez contrastan e interpelan al espectador con su crudo retrato de la realidad. La oportuna utilización de drones le permite al artista realizar escenas aéreas de gran impacto que registran esas literales mareas humanas a las que se alude desde el título. Hormigueros humanos que bajan de los barcos o que ocupan estaciones ferroviarias hasta convertirlas en refugios. Hormigueros humanos apropiándose de un pedazo inhabitable del desierto u ocupando varias hectáreas de campo, amontonados contra los alambrados impiadosos de fronteras clausuradas. Literalmente Weiwei y su equipo están en todas partes.
Tanto que en algún momento es lícito preguntarse por el rol casi protagónico que el director asume dentro de su propio relato. ¿Se trata realmente de un documental sobre migrantes o de una película acerca de Ai Weiwei filmando a los migrantes? Durante la conferencia de prensa realizada tras la proyección exclusiva para periodistas brasileños y a la que fue invitada Tiempo Argentino, el artista chino explicó que la razón para retratarse a sí mismo "de forma sincera", encarnando el papel de "alguien que está tratando de descubrir lo que ocurre", fue la de permitirle a los espectadores encontrar en su figura un punto de referencia.
Marea humana deja también un puñado de frases que ayudan a ir un poco más allá la capa más superficial del problema de las migraciones. “Necesitamos que vuelva la paz. No queremos que sigan llorando ni las madres de los policías, ni las de los soldados, ni las madres de los guerrilleros”, exige con firmeza una mujer kurda sobre las ruinas de lo que alguna vez fue su pueblo. “Ser refugiado es más que nada un estado político, una de las circunstancias más crueles en las que puede vivir un ser humano”, afirma alguien más y muchas de las imágenes vistas parecen confirmarlo. “Migrar es un derecho humano”, define el propio Weiwei y la frase se convierte en un oportuno colofón para su película.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
domingo, 29 de octubre de 2017
CINE - 41º Mostra de Cinema de Sao Paulo: "Marea Humana" (Human Flow), de Ai Weiwei:
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sábado, 28 de octubre de 2017
CINE - "Una Razón para vivir" (Breathe), de Andy Serkis: Entre el almíbar y el limón
El comienzo de Una razón para vivir, debut como director del actor inglés Andy Serkis, puede no ser apto para diabéticos. Así de altas son las dosis de almíbar que contienen las primeras secuencias de esta historia de amor, cuyos protagonistas son dos jovencitos pertenecientes a distintas castas de la aristocracia (o quizá la burguesía) inglesa de posguerra. Uno de esos inicios en los que todo es tan perfecto que generan por igual satisfacción y desconfianza. Sensaciones contradictorias que sin embargo se encuentran plenamente justificadas, porque es cinematográficamente imposible que en una película romántica de estilo clásico, como parece ser el caso, todo sea tan color de rosa. Nada puede estar tan bien y tan rápido en una historia de amor que cumpla con los requisitos usuales para ser considerada como tal.
Y es cierto: Robin y Diana se conocen una de esas tardes so english en la que las damas disfrutan del té a las cinco en punto, mientras ellos juegan al cricket. Ella tiene fama de inconquistable y si bien el pedigree de Robin no está mal, tampoco es que tiene sangre azul. Apenas un negocio de importación de té de Kenia que garantizan una vida holgada, pero no tanto como para ser considerado por Diana el mejor de los partidos. Aun así la chica imposible se enamora del candidato menos pensado y juntos se convierten en la pareja ideal. Ella lo acompaña a todas partes. Incluso a África, la salvaje, donde vuelan en biplano, acampan en la sabana, cazan con amigos, ven el atardecer, juegan al tenis en la embajada británica y quedan embarazados. Así de feliz viene la mano y ni siquiera pasaron 10 minutos de proyección.
Pero la película produce su propia insulina y una dosis súbita cambia la sensación de empalago por la de amargura en solo tres escenas: Robin se contagia poliomielitis y en cuestión de días su cuerpo queda paralizado por completo. A partir de ahí Una razón para vivir se convertirá en una historia de superación que atravesará distintas fases, oscilando entre lo amargo y lo dulce, aproximándose a los extremos más indeseados de dichos hemisferios, pero sin caer nunca en lo abyecto. De hecho en el guión de William Nicholson (conocido sobre todo como autor de Gladiador, 2001, de Ridley Scott) y en la versión que Serkis pone en escena, ambas mitades conviven en un balance más o menos armónico.
Los buenos trabajos de Andrew Garfield y Claire Foy (conocida por su papel de Reina Isabel en la serie de Netflix The Crown) ayudan a que ese recorrido en zig-zag entre las luces y las sombras no se vuelva grotesco (aunque algunos personajes lleguen a rozar esa condición). Aunque Garfield carga con el desafío de actuar inmóvil, es sobre todo Foy quien sostiene dramáticamente al relato, ajustando la expresividad de Diana de acuerdo a los diferentes registros por los que la película atraviesa. Por lo demás Una razón para vivir está basada en hechos reales y el resultado final no se aleja demasiado de cualquier biopic de intenciones tan emotivas como didácticas.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Y es cierto: Robin y Diana se conocen una de esas tardes so english en la que las damas disfrutan del té a las cinco en punto, mientras ellos juegan al cricket. Ella tiene fama de inconquistable y si bien el pedigree de Robin no está mal, tampoco es que tiene sangre azul. Apenas un negocio de importación de té de Kenia que garantizan una vida holgada, pero no tanto como para ser considerado por Diana el mejor de los partidos. Aun así la chica imposible se enamora del candidato menos pensado y juntos se convierten en la pareja ideal. Ella lo acompaña a todas partes. Incluso a África, la salvaje, donde vuelan en biplano, acampan en la sabana, cazan con amigos, ven el atardecer, juegan al tenis en la embajada británica y quedan embarazados. Así de feliz viene la mano y ni siquiera pasaron 10 minutos de proyección.
Pero la película produce su propia insulina y una dosis súbita cambia la sensación de empalago por la de amargura en solo tres escenas: Robin se contagia poliomielitis y en cuestión de días su cuerpo queda paralizado por completo. A partir de ahí Una razón para vivir se convertirá en una historia de superación que atravesará distintas fases, oscilando entre lo amargo y lo dulce, aproximándose a los extremos más indeseados de dichos hemisferios, pero sin caer nunca en lo abyecto. De hecho en el guión de William Nicholson (conocido sobre todo como autor de Gladiador, 2001, de Ridley Scott) y en la versión que Serkis pone en escena, ambas mitades conviven en un balance más o menos armónico.
Los buenos trabajos de Andrew Garfield y Claire Foy (conocida por su papel de Reina Isabel en la serie de Netflix The Crown) ayudan a que ese recorrido en zig-zag entre las luces y las sombras no se vuelva grotesco (aunque algunos personajes lleguen a rozar esa condición). Aunque Garfield carga con el desafío de actuar inmóvil, es sobre todo Foy quien sostiene dramáticamente al relato, ajustando la expresividad de Diana de acuerdo a los diferentes registros por los que la película atraviesa. Por lo demás Una razón para vivir está basada en hechos reales y el resultado final no se aleja demasiado de cualquier biopic de intenciones tan emotivas como didácticas.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 26 de octubre de 2017
CULTURA - Comienza el Festival Open House: Viaje al interior de la arquitectura
Ocurre con frecuencia que caminando apurados por la ciudad (como siempre, porque Buenos Aires es una ciudad de gente apurada), al levantar la vista un edificio desconocido nos provoca una gran sorpresa, como si de repente hubiéramos perdido el rumbo o peor, como si hubiéramos atravesado sin darnos cuenta un portal interdimensional que nos transportó hasta una realidad en la que nunca antes habíamos estado. Aunque dicho así suena inverosímil, se trata de una experiencia bastante habitual.
En efecto, los habitantes de los grandes centros urbanos del mundo suelen ignorar casi todo de respecto de su entorno, incluyendo algunos tesoros maravillosos que sin embargo están ahí, esperando a ser descubiertos. Esa es la aventura a la que invita Open House, el curioso festival de arquitectura que se realiza en muchas de las ciudades más importantes del mundo y que en Buenos Aires ya va por su quinta edición: revelar ante la vista de los transehuntes los secretos de la ciudad a la que pertenecen pero que recorren a diario como extranjeros. O más grave todavía: como ignorantes.
Las actividades de esta quinta edición de Open House Buenos Aires tendrán lugar el sábado 28 y el domingo 29 de octubre, abriendo las puertas de un centenar de edificios de gran valor arquitectónico, cultural y patrimonial. La idea es que los mismos puedan ser visitados por el público, propiciando una forma de encuentro distinta y potente a través de la cual conocer mejor a estos diferente espacios emblemáticos de la identidad de la ciudad.
“No sé si existe una teoría al respecto, pero creo que hay varios factores para que esto pase”, arriesga Santiago Chiban, uno de los arquitectos responsables de la organización del Open House Buenos Aires, tratando de explicar por qué las personas parecen moverse como ciegos al entorno de las grandes ciudades en las que habitan. “Por un lado las grandes ciudades nos cargan constantemente de estímulos que no nos permiten un ámbito de relajación propicio para poder apreciar la ciudad. Por el otro lado vivimos a la velocidad de nuestros trabajos, que nos obligan a resolver todo de inmediato y caminamos por la calle pensando si llegamos a terminar las tareas de ese día, con la cabeza puesta ahí y no en el lugar en el que estás.” Y destaca la aparición de un elemento de distracción omnipresente y nada menor: el teléfono celular. “Los pocos momentos donde antes nos distendíamos hoy los ocupa el celular”, reflexiona, “así que cada vez estamos menos en donde estamos y más en otros lados.”
Para ir en contra de esa especie de autismo urbano en el que la vida cotidiana sumerge a los habitantes de las grandes ciudades, el Festival Open House Buenos Aires propone una serie de actividades centrada en un centenar de espacios que podrán visitarse. La dinámica incluye la guía de un experto y en el caso de muchos edificios privados o domésticos, la presencia de los actuales dueños. ¿Pero es posible pensar que la arquitectura equivale a la huella digital de una ciudad y que a través de sus edificios puede conocerse su identidad? “Creo que la arquitectura se termina acomodando a otros factores que terminan determinando la estructura de la ciudad. Esos factores son muchísimos, y fueron cambiando con el correr del tiempo. La geografía, la cultura, la economía, la cultura, la gestión pública, y tantos otros factores terminan definiendo la arquitectura de cada momento”, reflexiona Chiban. “En todos esos elementos hay un factor determinante que es el habitante, cargado por un montón de información previa, y que es quien termina de definir la arquitectura de cada lugar”, continúa. “Vivimos en una ciudad en donde tuvimos una gran inmigración europea a principio del siglo XX y claramente esto se reflejó en la arquitectura de ese momento. Tenemos edificios con influencias italianas, españolas o francesas que luego se fueron modificando a medida que también se modificó la población.”
La versión porteña del Festival Open House es, sin embargo, el exponente local de una actividad que se realiza en muchas de las ciudades más importantes del mundo. New York, Londres, Oslo, Milan, Zurich, Dublin, Lisboa y Tel Aviv, entre otras, también tienen su propia versión del Festival. Cada una de ellas tiene su propia arquitectura y tal vez a través de ellas sea posible saber algo más, conocer algunas características capaces de definir a sus propios habitantes. ¿Son las personas quienes definen los espacios o será que estos son capaces de forjar la identidad de quienes los habitan? “Creo que es reciproco y que hasta fue cambiando según cada momento histórico”, opina Chiban. “A principio del siglo pasado fue claramente la influencia de los habitantes la que transformó la ciudad. La gran inmigración, que venía con nuevas ideas terminó marcando un camino de lo que iba a ser la arquitectura de esa época. Pero tal vez en otros momentos fue la arquitectura que heredamos la que también nos fue marcando a los habitantes. Quienes hoy habitamos esos espacios no podemos escapar de ese marco que nos propone la ciudad y que de alguna manera nos modifica”, completa.
El concepto Open House surgió en Londres en 1992 con el objetivo de mostrar a los habitantes cómo las ciudades bien diseñadas pueden mejorar sus vidas, abriendo ejemplos de excelencia arquitectónica al público. Es por eso que la experiencia no se acaba en las fachadas, revelando esos secretos que están a la vista de todos, sino que también le propone al visitante introducirse en el alma, en el interior de algunos de esos edificios. “Siempre decimos que no podemos entender a la arquitectura si no está habitada”, reflexiona el Chiban. “Los arquitectos estamos acostumbrados a ver la arquitectura en libros y revistas, en fotos perfectas muchas veces sin gente, pero esa no es la realidad. Como arquitectos diseñamos espacios para ser habitados y Open House quiere mostrarlos así. Nos parece que para entender los por qué de cada una de las decisiones del proyecto de las obras es fundamental conocer cuáles fueron los requerimientos de los usuarios, e inclusive ver como éstos también se fueron transformando según las necesidades. Entendemos a la arquitectura viva, en movimientos y transformación, y por eso Open House propone mostrarlos así”, concluye.
Entre el centenar de espacios y edificios que se podrán visitar durante esta quinta edición vale la pena mencionar al Teatro San Martín, el Zanjón de Granados y Casa Mínima, Palacio Barolo, Casa Scout, Banco Hipotecario (ex Banco de Londres), Edificio Editorial Perfil, Edificio Darwin (ex Talleres Enrico Dell’Acqua y Cía), Edificio IBM y la Torre Interama, entre otros. Como cada año, se realizarán circuitos y actividades complementarias que ofrecerán al visitante la opción de recorrerlos a pie, en bicicleta, a través de fotografías o en los muros de la ciudad. Pero no solamente de espacios públicos vive Open House, sino que también se podrán visitar construcciones y casas de familia de clase media, edificios de departamentos o PH. “Se trata de mostrar los valores que tiene cada una de las obras que mostramos. Admiramos aquellos palacios clásicos o monumentales, pero también encontramos mucho valor en otras obras modernas o contemporáneas que tal vez no son tan reconocidas por el ciudadano común, porque no las conoce o son más difícil de entender”, explica Chiban. “Justamente uno de los objetivos de Open House es que todos empiecen a conocer, entender y a partir de eso valorar la arquitectura moderna o contemporánea. Cada una de las 106 obras participantes de esta quinta edición tiene un valor particular. Las elegimos por eso, y lo que queremos es que el público las descubra. A partir de esto creemos que los habitantes de esta ciudad van a empezar a valorar, entender y conocer parte de la arquitectura que tal vez hasta ahora le pasaban por alto. Creo que la experiencia les va a permitir poder exigir espacios de calidad y esto va a hacer que la ciudad se cada vez mejor. O por lo menos eso es lo que nos gustaría que pase”, finaliza el arquitecto.
Artículo publicado originalmente en el portal de noticias de Tiempo Argentino.
En efecto, los habitantes de los grandes centros urbanos del mundo suelen ignorar casi todo de respecto de su entorno, incluyendo algunos tesoros maravillosos que sin embargo están ahí, esperando a ser descubiertos. Esa es la aventura a la que invita Open House, el curioso festival de arquitectura que se realiza en muchas de las ciudades más importantes del mundo y que en Buenos Aires ya va por su quinta edición: revelar ante la vista de los transehuntes los secretos de la ciudad a la que pertenecen pero que recorren a diario como extranjeros. O más grave todavía: como ignorantes.
Las actividades de esta quinta edición de Open House Buenos Aires tendrán lugar el sábado 28 y el domingo 29 de octubre, abriendo las puertas de un centenar de edificios de gran valor arquitectónico, cultural y patrimonial. La idea es que los mismos puedan ser visitados por el público, propiciando una forma de encuentro distinta y potente a través de la cual conocer mejor a estos diferente espacios emblemáticos de la identidad de la ciudad.
“No sé si existe una teoría al respecto, pero creo que hay varios factores para que esto pase”, arriesga Santiago Chiban, uno de los arquitectos responsables de la organización del Open House Buenos Aires, tratando de explicar por qué las personas parecen moverse como ciegos al entorno de las grandes ciudades en las que habitan. “Por un lado las grandes ciudades nos cargan constantemente de estímulos que no nos permiten un ámbito de relajación propicio para poder apreciar la ciudad. Por el otro lado vivimos a la velocidad de nuestros trabajos, que nos obligan a resolver todo de inmediato y caminamos por la calle pensando si llegamos a terminar las tareas de ese día, con la cabeza puesta ahí y no en el lugar en el que estás.” Y destaca la aparición de un elemento de distracción omnipresente y nada menor: el teléfono celular. “Los pocos momentos donde antes nos distendíamos hoy los ocupa el celular”, reflexiona, “así que cada vez estamos menos en donde estamos y más en otros lados.”
Para ir en contra de esa especie de autismo urbano en el que la vida cotidiana sumerge a los habitantes de las grandes ciudades, el Festival Open House Buenos Aires propone una serie de actividades centrada en un centenar de espacios que podrán visitarse. La dinámica incluye la guía de un experto y en el caso de muchos edificios privados o domésticos, la presencia de los actuales dueños. ¿Pero es posible pensar que la arquitectura equivale a la huella digital de una ciudad y que a través de sus edificios puede conocerse su identidad? “Creo que la arquitectura se termina acomodando a otros factores que terminan determinando la estructura de la ciudad. Esos factores son muchísimos, y fueron cambiando con el correr del tiempo. La geografía, la cultura, la economía, la cultura, la gestión pública, y tantos otros factores terminan definiendo la arquitectura de cada momento”, reflexiona Chiban. “En todos esos elementos hay un factor determinante que es el habitante, cargado por un montón de información previa, y que es quien termina de definir la arquitectura de cada lugar”, continúa. “Vivimos en una ciudad en donde tuvimos una gran inmigración europea a principio del siglo XX y claramente esto se reflejó en la arquitectura de ese momento. Tenemos edificios con influencias italianas, españolas o francesas que luego se fueron modificando a medida que también se modificó la población.”
La versión porteña del Festival Open House es, sin embargo, el exponente local de una actividad que se realiza en muchas de las ciudades más importantes del mundo. New York, Londres, Oslo, Milan, Zurich, Dublin, Lisboa y Tel Aviv, entre otras, también tienen su propia versión del Festival. Cada una de ellas tiene su propia arquitectura y tal vez a través de ellas sea posible saber algo más, conocer algunas características capaces de definir a sus propios habitantes. ¿Son las personas quienes definen los espacios o será que estos son capaces de forjar la identidad de quienes los habitan? “Creo que es reciproco y que hasta fue cambiando según cada momento histórico”, opina Chiban. “A principio del siglo pasado fue claramente la influencia de los habitantes la que transformó la ciudad. La gran inmigración, que venía con nuevas ideas terminó marcando un camino de lo que iba a ser la arquitectura de esa época. Pero tal vez en otros momentos fue la arquitectura que heredamos la que también nos fue marcando a los habitantes. Quienes hoy habitamos esos espacios no podemos escapar de ese marco que nos propone la ciudad y que de alguna manera nos modifica”, completa.
El concepto Open House surgió en Londres en 1992 con el objetivo de mostrar a los habitantes cómo las ciudades bien diseñadas pueden mejorar sus vidas, abriendo ejemplos de excelencia arquitectónica al público. Es por eso que la experiencia no se acaba en las fachadas, revelando esos secretos que están a la vista de todos, sino que también le propone al visitante introducirse en el alma, en el interior de algunos de esos edificios. “Siempre decimos que no podemos entender a la arquitectura si no está habitada”, reflexiona el Chiban. “Los arquitectos estamos acostumbrados a ver la arquitectura en libros y revistas, en fotos perfectas muchas veces sin gente, pero esa no es la realidad. Como arquitectos diseñamos espacios para ser habitados y Open House quiere mostrarlos así. Nos parece que para entender los por qué de cada una de las decisiones del proyecto de las obras es fundamental conocer cuáles fueron los requerimientos de los usuarios, e inclusive ver como éstos también se fueron transformando según las necesidades. Entendemos a la arquitectura viva, en movimientos y transformación, y por eso Open House propone mostrarlos así”, concluye.
Entre el centenar de espacios y edificios que se podrán visitar durante esta quinta edición vale la pena mencionar al Teatro San Martín, el Zanjón de Granados y Casa Mínima, Palacio Barolo, Casa Scout, Banco Hipotecario (ex Banco de Londres), Edificio Editorial Perfil, Edificio Darwin (ex Talleres Enrico Dell’Acqua y Cía), Edificio IBM y la Torre Interama, entre otros. Como cada año, se realizarán circuitos y actividades complementarias que ofrecerán al visitante la opción de recorrerlos a pie, en bicicleta, a través de fotografías o en los muros de la ciudad. Pero no solamente de espacios públicos vive Open House, sino que también se podrán visitar construcciones y casas de familia de clase media, edificios de departamentos o PH. “Se trata de mostrar los valores que tiene cada una de las obras que mostramos. Admiramos aquellos palacios clásicos o monumentales, pero también encontramos mucho valor en otras obras modernas o contemporáneas que tal vez no son tan reconocidas por el ciudadano común, porque no las conoce o son más difícil de entender”, explica Chiban. “Justamente uno de los objetivos de Open House es que todos empiecen a conocer, entender y a partir de eso valorar la arquitectura moderna o contemporánea. Cada una de las 106 obras participantes de esta quinta edición tiene un valor particular. Las elegimos por eso, y lo que queremos es que el público las descubra. A partir de esto creemos que los habitantes de esta ciudad van a empezar a valorar, entender y conocer parte de la arquitectura que tal vez hasta ahora le pasaban por alto. Creo que la experiencia les va a permitir poder exigir espacios de calidad y esto va a hacer que la ciudad se cada vez mejor. O por lo menos eso es lo que nos gustaría que pase”, finaliza el arquitecto.
Artículo publicado originalmente en el portal de noticias de Tiempo Argentino.
CINE - "El seductor" (The Beguiled), de Sofia Coppola: Esclavos del deseo
A pesar de tratarse de una nueva adaptación de la novela del estadounidense Thomas Cullinam y a la vez de un remake del clásico de 1971 dirigido por Don Siegel y protagonizado por Clint Eastwood, El seductor consigue expresar la particular mirada de su directora, la talentosa Sofia Coppola. Se trata de una historia ambientada durante la Guerra de Secesión, el conflicto civil que enfrentó a los estados abolicionistas del norte contra los del sur esclavista, en la que un yankee (soldado norteño) gravemente herido en una pierna es auxiliado por una niña del sur, quien lo ayuda a llegar hasta el seminario Farnsworth para señoritas, donde ella vive y estudia. Ahí recibe las curaciones de la señora Martha, regente del instituto, quien en lugar de entregarlo como prisionero al ejército confederado, lo habitual para casos como ese, decide darle asilo hasta que se recupere.
Igual que en la película de Siegel, Coppola deja planteado el conflicto rápidamente y con precisión: la llegada del hombre provoca un cataclismo hormonal dentro de ese gineceo habitado por Martha, la maestra Edwina y cinco niñas que atraviesan distintas etapas de la adolescencia. A ellas, recluidas en una típica mansión sureña cuya arquitectura remeda el estilo griego que de algún modo anticipa la tragedia que ahí tendrá lugar, la presencia del cabo John McBurney las expone de golpe a todo aquello de lo que esa clausura pretendía resguardarlas: el deseo y el miedo. Acostumbradas a un aislamiento casi de convento y aterrorizadas por historias en las que los soldados del norte se dedican a saquear las casas de sus enemigos y a violar sistemáticamente a sus mujeres sin distinción de edad ni clase, el soldado provocará en ellas reacciones encontradas.
Todo eso queda expresado con claridad cuando Martha cura y limpia al inconsciente cabo McBurney, en una escena que parece reproducir la imagen de una Pietá en la que la mujer sostiene y atiende al cuerpo inerte del hombre. Aunque, claro, no tan inerte como para aun así encender en ella los ardores de la carne con una avidez que quizá creía haber olvidado hace mucho. La imagen de ella de rodillas, aseando acalorada el cuerpo semidesnudo del varón con un paño húmedo, le da a la escena el aire religioso de ciertas pinturas renacentistas y cumple a la vez con la misión de mostrar la lucha entre el deber y el deseo. O mejor todavía, entre virtud y pecado. El modo en que la luz cae sobre ellos en forma de hebras a través de las altas ventanas de la estancia, esfumándose entre los pliegues de las cortinas, refuerza esa idea.
Dicho mecanismo puede ser trasladado a cada una de estas mujeres, aunque no todas lo vivirán con la misma carga. Porque si para Martha (Nicole Kidman) marca el retorno inesperado de la pasión perdida, para Edwina (Kirsten Dunst) corporiza el anhelo del amor con el que sueña y que hace rato merece. En cambio para las chicas representa un abanico de necesidades y emociones que van desde el despertar sexual y un salvoconducto contra el tedio de la reclusión para las más grandes, hasta una figura masculina, incluso paternal, para las pequeñas. A todo esto el cabo McBurney (Colin Farrell) es el convidado de piedra dentro de este festín. Aunque él se sienta protagonista, con un harem solícito dispuesto a satisfacerlo en cada una de sus necesidades de hombre decimonónico, la realidad es que apenas es un vehículo. Sobre él viajarán cada una de estas expectativas que su presencia genera, yendo desde el kilómetro cero del encierro –que no es sólo literal, dentro de las paredes y cercos del caserón, sino también el de cada una de estas mujeres dentro de su propia feminidad dormida— hasta vaya a saber dónde. Quienes vean la película podrán enterarse.
Haciendo gala de un gran manejo del arco emocional, Coppola permite que cada personaje haga su camino, sin buscar responsables ni echar culpas. Y parece entender que en esta historia cada uno carga con sus propios dolores, miedos y, sobre todo, deseos condenados a no ser satisfechos. O al menos hasta cerca del final, en el que la última mirada que Martha le reserva al cabo McBurney parece habitada por cierta malicia, sugiriendo un goce oscuro que produce un doblez inesperado tanto en el personaje como en el relato. Coppola se sirve de eso para sorprender con sutileza, descubriendo un abismo justo delante del espectador a pasitos nomás de los títulos finales.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Igual que en la película de Siegel, Coppola deja planteado el conflicto rápidamente y con precisión: la llegada del hombre provoca un cataclismo hormonal dentro de ese gineceo habitado por Martha, la maestra Edwina y cinco niñas que atraviesan distintas etapas de la adolescencia. A ellas, recluidas en una típica mansión sureña cuya arquitectura remeda el estilo griego que de algún modo anticipa la tragedia que ahí tendrá lugar, la presencia del cabo John McBurney las expone de golpe a todo aquello de lo que esa clausura pretendía resguardarlas: el deseo y el miedo. Acostumbradas a un aislamiento casi de convento y aterrorizadas por historias en las que los soldados del norte se dedican a saquear las casas de sus enemigos y a violar sistemáticamente a sus mujeres sin distinción de edad ni clase, el soldado provocará en ellas reacciones encontradas.
Todo eso queda expresado con claridad cuando Martha cura y limpia al inconsciente cabo McBurney, en una escena que parece reproducir la imagen de una Pietá en la que la mujer sostiene y atiende al cuerpo inerte del hombre. Aunque, claro, no tan inerte como para aun así encender en ella los ardores de la carne con una avidez que quizá creía haber olvidado hace mucho. La imagen de ella de rodillas, aseando acalorada el cuerpo semidesnudo del varón con un paño húmedo, le da a la escena el aire religioso de ciertas pinturas renacentistas y cumple a la vez con la misión de mostrar la lucha entre el deber y el deseo. O mejor todavía, entre virtud y pecado. El modo en que la luz cae sobre ellos en forma de hebras a través de las altas ventanas de la estancia, esfumándose entre los pliegues de las cortinas, refuerza esa idea.
Dicho mecanismo puede ser trasladado a cada una de estas mujeres, aunque no todas lo vivirán con la misma carga. Porque si para Martha (Nicole Kidman) marca el retorno inesperado de la pasión perdida, para Edwina (Kirsten Dunst) corporiza el anhelo del amor con el que sueña y que hace rato merece. En cambio para las chicas representa un abanico de necesidades y emociones que van desde el despertar sexual y un salvoconducto contra el tedio de la reclusión para las más grandes, hasta una figura masculina, incluso paternal, para las pequeñas. A todo esto el cabo McBurney (Colin Farrell) es el convidado de piedra dentro de este festín. Aunque él se sienta protagonista, con un harem solícito dispuesto a satisfacerlo en cada una de sus necesidades de hombre decimonónico, la realidad es que apenas es un vehículo. Sobre él viajarán cada una de estas expectativas que su presencia genera, yendo desde el kilómetro cero del encierro –que no es sólo literal, dentro de las paredes y cercos del caserón, sino también el de cada una de estas mujeres dentro de su propia feminidad dormida— hasta vaya a saber dónde. Quienes vean la película podrán enterarse.
Haciendo gala de un gran manejo del arco emocional, Coppola permite que cada personaje haga su camino, sin buscar responsables ni echar culpas. Y parece entender que en esta historia cada uno carga con sus propios dolores, miedos y, sobre todo, deseos condenados a no ser satisfechos. O al menos hasta cerca del final, en el que la última mirada que Martha le reserva al cabo McBurney parece habitada por cierta malicia, sugiriendo un goce oscuro que produce un doblez inesperado tanto en el personaje como en el relato. Coppola se sirve de eso para sorprender con sutileza, descubriendo un abismo justo delante del espectador a pasitos nomás de los títulos finales.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 19 de octubre de 2017
CINE - "Más allá de la montaña" (The Mountain Between Us), de Hany Abu-Assad: De la tragedia a la farsa
Igual que una conversación en la que se cambia varias veces de idioma sobre la marcha, la experiencia que propone Más allá de la montaña, de Hany Abu-Assad, puede volverse algo confusa. Pero no porque sus vericuetos sean difíciles de seguir, sino porque la película misma parece nunca ponerse de acuerdo en cuál de todos esos lenguajes quiere contar su historia. Aunque al principio todo hace pensar que el idioma elegido será el de la tragedia de aventuras. Ben y Alex no se conocen pero tienen el mismo problema: necesitan llegar a Nueva York justo el día en que todos los vuelos se cancelaron a causa de una tormenta. Ella le propone entonces alquilar juntos una avioneta para sortear el escollo y él acepta. Todo va bien hasta que al sobrevolar las montañas parece que la tormenta finalmente los alcanzará, pero antes de que eso ocurra al piloto le da un infarto y el avión cae sobre una de las cumbres heladas. Primer llamado de atención que hace temer un guión manipulador: aunque la tormenta podría haber sido suficiente para desencadenar la tragedia, matando al piloto los autores se aseguran de que sus criaturas no tengan ninguna posibilidad de salvarse. De ese modo dejan bien claro que están dispuestos a cualquier cosa con tal de dejarlos sin salida.
Una vez caído el avión Más allá de la montaña se convierte por un rato en una versión modesta de ¡Víven! (1993, Frank Marshall), en la que Ben y Alex deben sobrevivir mientras esperan ser rescatados. Como eso no ocurre, la película vuelve a mutar, adoptando la forma de El renacido (2015, Alejandro González Iñárritu), con sus protagonistas desafiando al paisaje nevado en busca de su propia salvación. Mientras tanto, la cosa va tomando de a poco el color de una historia de amor con mucho de síndrome de Estocolmo.
Como dijera Karl Marx en algún momento, pero refiriéndose a algo bastante más importante, la historia de Más allá de la montaña empieza como tragedia y termina como farsa. Porque una vez pasados los dos tercios del segundo acto y ya a punto de desembocar en el desenlace, la película parece no poder ponerse un límite a sí misma y las situaciones por las que los pobres Ben y Alex son obligados a pasar se vuelven involuntariamente risibles. En su afán por crear emoción, Abu-Assad no consigue darse cuenta de que la mano se le va yendo y solo le falta hacer que a los protagonistas les caiga un piano en la cabeza. Porque algunas de las cosas que les ocurren no están muy lejos de este tipo de fatalidades, tan comunes en los episodios del Coyote y el Correcaminos u otros dibujos animados. Si hasta promediar su extensión el relato consigue que el verosímil se mantenga a flote, en el último tramo la cosa se va volviendo barranca abajo (o cuesta arriba). Entonces el final feliz, que en otras circunstancias podría haber sido bienvenido, se convierte en una decepción que pone en evidencia lo prosaico y forzado de mucho de lo que inicialmente había sido dado por bueno.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Una vez caído el avión Más allá de la montaña se convierte por un rato en una versión modesta de ¡Víven! (1993, Frank Marshall), en la que Ben y Alex deben sobrevivir mientras esperan ser rescatados. Como eso no ocurre, la película vuelve a mutar, adoptando la forma de El renacido (2015, Alejandro González Iñárritu), con sus protagonistas desafiando al paisaje nevado en busca de su propia salvación. Mientras tanto, la cosa va tomando de a poco el color de una historia de amor con mucho de síndrome de Estocolmo.
Como dijera Karl Marx en algún momento, pero refiriéndose a algo bastante más importante, la historia de Más allá de la montaña empieza como tragedia y termina como farsa. Porque una vez pasados los dos tercios del segundo acto y ya a punto de desembocar en el desenlace, la película parece no poder ponerse un límite a sí misma y las situaciones por las que los pobres Ben y Alex son obligados a pasar se vuelven involuntariamente risibles. En su afán por crear emoción, Abu-Assad no consigue darse cuenta de que la mano se le va yendo y solo le falta hacer que a los protagonistas les caiga un piano en la cabeza. Porque algunas de las cosas que les ocurren no están muy lejos de este tipo de fatalidades, tan comunes en los episodios del Coyote y el Correcaminos u otros dibujos animados. Si hasta promediar su extensión el relato consigue que el verosímil se mantenga a flote, en el último tramo la cosa se va volviendo barranca abajo (o cuesta arriba). Entonces el final feliz, que en otras circunstancias podría haber sido bienvenido, se convierte en una decepción que pone en evidencia lo prosaico y forzado de mucho de lo que inicialmente había sido dado por bueno.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
miércoles, 18 de octubre de 2017
CINE - Entrevista a Virna Molina y Ernesto Ardito, directores de "Sinfonía para Ana": Contar desde la desaparición
Tras recibir el premio Fipresci de la crítica internacional en el Festival de Moscú y de ganar el Kikito de Oro a la Mejor Película Extranjera en el Festival de Gramado, Brasil, llega a las salas locales Sinfonía para Ana, primer trabajo de ficción de los documentalistas Virna Molina y Ernesto Ardito. En el abordan a la dictadura desde un lugar infrecuente: el de la militancia y desaparición de alumnos secundarios en los años ‘70. Basada en la novela homónima de Gaby Meik, Sinfonía para Ana intenta ver ese capítulo sangriento de la historia argentina con ojos adolescentes, tomando como punto de partida algunos hechos ocurridos entre 1974 y 1976 a un grupo de alumnos que formaban parte del centro de estudiantes del tradicional colegio Nacional Buenos Aires. Narrada en primera persona a través de la mirada de una de esas chicas, interpretada por Isadora Ardito (que además es hija de los directores), la película registra no sólo el perfil político, que es central dentro del relato, sino que reconstruye los detalles de la vida cotidiana de un grupo de adolescentes comprometido con la realidad de su tiempo, incluyendo el despertar amoroso y el vínculo con sus padres.
“Cuando leímos la novela, que nos llegó a través de nuestras hijas, que estudiaban en el Nacional Buenos Aires y una profesora de literatura se las dio para leer en 3º año, nos impresionaron dos cosas. Primero la reacción que provocaba en los pibes: era increíble como después de haberla leído más del 50% del curso se puso a militar en el Centro de Estudiantes”, dice la directora. “Por otro lado, el libro volvía a contar la historia de los años ‘70 pero desde un lugar inédito, que era el de la adolescencia y con una gran preocupación por mostrar cómo era el mundo íntimo de esos chicos. Eso nos fascinó aunque vimos que era muy difícil de llevar adelante desde el documental”, completa. “Nosotros siempre sentíamos un límite que el documental no nos permitía traspasar, que había una dimensión a la que no podíamos acceder, que era ese cotidiano interno de los personajes”, agrega Ardito, ampliando los conceptos expresados por su compañera en la vida y el set. En cambio, dice, “la ficción permite trabajar como un túnel del tiempo en el que se es un observador privilegiado que puede meterse en la vida de una familia de la época, en una asamblea estudiantil de ese entonces, algo que en el documental no existe”.
–¿Creen que el vínculo que tienen ustedes con la actriz protagonista, que es su hija, los ayudó a construir ese universo de la adolescencia?
Ernesto Ardito: –Sí, porque desde que era una nena estuvo presente en nuestra labor de documentalistas, a la vez que comparte cierta fisonomía con la chica en la cual está basada la novela. Y nos permitió seguir trabajando con ella una vez que el rodaje terminó y fue muy cómodo.
Virna Molina: –Eso le permitió a ella ir viendo cómo evolucionaba la película en el montaje y seguir tirándote cosas como actriz. Como nosotros trabajamos en casa y somos unos enfermos que estuvimos un año montando la película, todos los días, ella venía, miraba y acotaba algo. A partir de ahí se dio una mecánica que sumó mucho a la película.
–Pero el guión la coloca a ella en situaciones que son duras tanto para el personaje como para la actriz. ¿Eso resultó una dificultad adicional?
V. M.: –Para mí los momentos más duros fueron las escenas de intimidad, no solo porque estábamos nosotros, sus padres, sino encima el tío, mi hermano Fernando, que fue el director de fotografía. Fue fuerte. Al principio me sentía muy rara de verdad, pero después pude concentrarme en la película, en pensar los encuadres y eso me permitió salir de ese estado. Pero eso nos pasaba con todos los chicos del elenco, porque eran todos muy chiquitos.
–¿Hicieron un trabajo especial para que ellos pudieran conectarse no sólo con la ficción, sino con los hechos históricos que la inspiran?
E. A.: –Para los actores el cine puede ser muy violento, porque no es como el teatro donde tenés un tiempo para prepararte, sino que de repente te toca hacer una escena muy dramática y enseguida otra cotidiana. Y eso es difícil. Nosotros generamos un nivel de contención donde todos los chicos se sentían cómodos y actuaban naturalmente. Algo que nace en realidad con el compromiso de ellos con la historia real, porque sintieron la responsabilidad de estarla interpretando.
–Un elemento fuerte dentro del relato es la voz en off. ¿De qué forma trabajaron el contenido que se desarrolla a partir de ella?
V. M.: –La novela es un relato en primera persona y para nosotros era importante mantener la presencia de esa voz, porque te da determinadas inflexiones y te coloca en determinadas situaciones que sin ella eran muy difíciles de lograr. La decisión fue incorporarla pero con libertad, porque no estaba guionada de movida, sino que la armamos como un documental, analizando durante el montaje en que partes convenía hacerla entrar.
–Otra pieza vital en la historia es el colegio, casi un personaje en sí mismo. ¿Cómo resolvieron la forma de manejarse en ese espacio?
V. M.: –Arquitectónicamente el Nacional es fascinante, incluso por la forma en que la luz lo atraviesa. Tomamos la decisión de filmar en invierno porque en verano la luz es furiosa. En cambio la del invierno le da una carga nostálgica.
E. A.: –Te puedo decir muchas cosas sobre lo que el colegio significa como emblema, pero la realidad es que es ya desde su arquitectura te permite trabajar las diferentes instancias de la historia argentina. Es un colegio que según el momento tanto fue una cárcel como un eje de liberación y la misma arquitectura te permite remitir a eso de acuerdo a cómo la filmes. La idea era contar esta parte dolorosa de la historia argentina a partir del colegio.
–Algunas escenas de asambleas o enfrentamiento entre chicos de corrientes políticas distintas tienen un aire muy realista.
E. A.: –Muchos de los chicos que elegimos para actuar en la película tienen su propia historia de militancia en los centros de estudiantes del Nacional Buenos Aires. Queríamos que cuando enfrentaran la instancia de tener que expresar un texto político lo tuvieran internalizado o bien que tuvieran la experiencia necesaria para improvisarlo.
V. M.: –Además la película se filmó durante las vacaciones de invierno, con el colegio vacío. Eso ayudó a generar un clima como de toma de colegio y que los chicos se fueran apropiando de esos espacio.
–¿Qué es lo mejor que le puede pasar a una película como la suya?
E. A.: –Que la vayan a ver los adolescentes, que a partir de ella puedan identificarse y sentir una pertenencia con su propia historia e identidad. Porque creo que no hay películas argentinas en las que los chicos se puedan ver reflejados y si Sinfonía para Ana sirve para eso sería genial.
V. M.: –El objetivo es que cualquier pibe la pueda ver sin preconceptos. Que puedan llegar a verla y que después elaboren el discurso y la crítica que quieran, pero que se puedan apropiar de ella.
–Sinfonía para Ana es una película política. ¿Tienen miedo que se la minimice diciendo que es una película militante?
V. M.: –Me preocuparía si lo hicieran los pibes, porque significaría que algo falló. Por otro lado siempre se la va a ver como una película militante. Cuando como director tomás una decisión política para narrar una historia y lo hacés fuertemente, ya te tildan de parcial. Y sí: somos parciales, siempre somos subjetivos. Yo soy honesta y te digo “esta es mi mirada”. En este caso el punto de vista es claro: el de una adolescente de los años ‘70. Se trata de contar por primera vez la historia de un desaparecido en primera persona. Una historia que no te cuenta sólo su relación con la política, sino la relación con sus padres, su acercamiento al amor, el vínculo con los amigos, cosas que se perdieron porque eso también lo desapareció la dictadura.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
“Cuando leímos la novela, que nos llegó a través de nuestras hijas, que estudiaban en el Nacional Buenos Aires y una profesora de literatura se las dio para leer en 3º año, nos impresionaron dos cosas. Primero la reacción que provocaba en los pibes: era increíble como después de haberla leído más del 50% del curso se puso a militar en el Centro de Estudiantes”, dice la directora. “Por otro lado, el libro volvía a contar la historia de los años ‘70 pero desde un lugar inédito, que era el de la adolescencia y con una gran preocupación por mostrar cómo era el mundo íntimo de esos chicos. Eso nos fascinó aunque vimos que era muy difícil de llevar adelante desde el documental”, completa. “Nosotros siempre sentíamos un límite que el documental no nos permitía traspasar, que había una dimensión a la que no podíamos acceder, que era ese cotidiano interno de los personajes”, agrega Ardito, ampliando los conceptos expresados por su compañera en la vida y el set. En cambio, dice, “la ficción permite trabajar como un túnel del tiempo en el que se es un observador privilegiado que puede meterse en la vida de una familia de la época, en una asamblea estudiantil de ese entonces, algo que en el documental no existe”.
–¿Creen que el vínculo que tienen ustedes con la actriz protagonista, que es su hija, los ayudó a construir ese universo de la adolescencia?
Ernesto Ardito: –Sí, porque desde que era una nena estuvo presente en nuestra labor de documentalistas, a la vez que comparte cierta fisonomía con la chica en la cual está basada la novela. Y nos permitió seguir trabajando con ella una vez que el rodaje terminó y fue muy cómodo.
Virna Molina: –Eso le permitió a ella ir viendo cómo evolucionaba la película en el montaje y seguir tirándote cosas como actriz. Como nosotros trabajamos en casa y somos unos enfermos que estuvimos un año montando la película, todos los días, ella venía, miraba y acotaba algo. A partir de ahí se dio una mecánica que sumó mucho a la película.
–Pero el guión la coloca a ella en situaciones que son duras tanto para el personaje como para la actriz. ¿Eso resultó una dificultad adicional?
V. M.: –Para mí los momentos más duros fueron las escenas de intimidad, no solo porque estábamos nosotros, sus padres, sino encima el tío, mi hermano Fernando, que fue el director de fotografía. Fue fuerte. Al principio me sentía muy rara de verdad, pero después pude concentrarme en la película, en pensar los encuadres y eso me permitió salir de ese estado. Pero eso nos pasaba con todos los chicos del elenco, porque eran todos muy chiquitos.
–¿Hicieron un trabajo especial para que ellos pudieran conectarse no sólo con la ficción, sino con los hechos históricos que la inspiran?
E. A.: –Para los actores el cine puede ser muy violento, porque no es como el teatro donde tenés un tiempo para prepararte, sino que de repente te toca hacer una escena muy dramática y enseguida otra cotidiana. Y eso es difícil. Nosotros generamos un nivel de contención donde todos los chicos se sentían cómodos y actuaban naturalmente. Algo que nace en realidad con el compromiso de ellos con la historia real, porque sintieron la responsabilidad de estarla interpretando.
–Un elemento fuerte dentro del relato es la voz en off. ¿De qué forma trabajaron el contenido que se desarrolla a partir de ella?
V. M.: –La novela es un relato en primera persona y para nosotros era importante mantener la presencia de esa voz, porque te da determinadas inflexiones y te coloca en determinadas situaciones que sin ella eran muy difíciles de lograr. La decisión fue incorporarla pero con libertad, porque no estaba guionada de movida, sino que la armamos como un documental, analizando durante el montaje en que partes convenía hacerla entrar.
–Otra pieza vital en la historia es el colegio, casi un personaje en sí mismo. ¿Cómo resolvieron la forma de manejarse en ese espacio?
V. M.: –Arquitectónicamente el Nacional es fascinante, incluso por la forma en que la luz lo atraviesa. Tomamos la decisión de filmar en invierno porque en verano la luz es furiosa. En cambio la del invierno le da una carga nostálgica.
E. A.: –Te puedo decir muchas cosas sobre lo que el colegio significa como emblema, pero la realidad es que es ya desde su arquitectura te permite trabajar las diferentes instancias de la historia argentina. Es un colegio que según el momento tanto fue una cárcel como un eje de liberación y la misma arquitectura te permite remitir a eso de acuerdo a cómo la filmes. La idea era contar esta parte dolorosa de la historia argentina a partir del colegio.
–Algunas escenas de asambleas o enfrentamiento entre chicos de corrientes políticas distintas tienen un aire muy realista.
E. A.: –Muchos de los chicos que elegimos para actuar en la película tienen su propia historia de militancia en los centros de estudiantes del Nacional Buenos Aires. Queríamos que cuando enfrentaran la instancia de tener que expresar un texto político lo tuvieran internalizado o bien que tuvieran la experiencia necesaria para improvisarlo.
V. M.: –Además la película se filmó durante las vacaciones de invierno, con el colegio vacío. Eso ayudó a generar un clima como de toma de colegio y que los chicos se fueran apropiando de esos espacio.
–¿Qué es lo mejor que le puede pasar a una película como la suya?
E. A.: –Que la vayan a ver los adolescentes, que a partir de ella puedan identificarse y sentir una pertenencia con su propia historia e identidad. Porque creo que no hay películas argentinas en las que los chicos se puedan ver reflejados y si Sinfonía para Ana sirve para eso sería genial.
V. M.: –El objetivo es que cualquier pibe la pueda ver sin preconceptos. Que puedan llegar a verla y que después elaboren el discurso y la crítica que quieran, pero que se puedan apropiar de ella.
–Sinfonía para Ana es una película política. ¿Tienen miedo que se la minimice diciendo que es una película militante?
V. M.: –Me preocuparía si lo hicieran los pibes, porque significaría que algo falló. Por otro lado siempre se la va a ver como una película militante. Cuando como director tomás una decisión política para narrar una historia y lo hacés fuertemente, ya te tildan de parcial. Y sí: somos parciales, siempre somos subjetivos. Yo soy honesta y te digo “esta es mi mirada”. En este caso el punto de vista es claro: el de una adolescente de los años ‘70. Se trata de contar por primera vez la historia de un desaparecido en primera persona. Una historia que no te cuenta sólo su relación con la política, sino la relación con sus padres, su acercamiento al amor, el vínculo con los amigos, cosas que se perdieron porque eso también lo desapareció la dictadura.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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viernes, 13 de octubre de 2017
CINE - "El muñeco de nieve" (The Snowman), de Tomas Alfredson: El arte del claroscuro
Los antecedentes más recientes del cineasta sueco Tomas Alfredson permitían hacerse ilusiones con el estreno de El muñeco de nieve, un policial basado en la oscura novela del escritor noruego Jo Nesbo. Esperanza que en la previa consigue ir incluso en contra del resquemor que produce su origen de bestseller, que no es más que un lugar común, un prejuicio de difícil justificación. El estreno se produce seis años después de su película anterior, El topo, que consiguió tres nominaciones a los Oscar incluyendo el de Mejor Actor para Gary Oldman, y a casi una década de la sublime fábula gótica Déjame entrar, que nada casualmente son dos extraordinarias adaptaciones de sendos bestsellers. Teniendo en cuenta el carácter escabroso del libro original de Nesbo y que en aquellas dos películas Alfredson demostró ser capaz de descender con asombrosa precisión narrativa y elegancia visual hasta el fondo de dos infiernos bien disímiles, resultaba fácil pensar que aquello de que no hay dos sin tres sería en este caso un hecho consumado.
Y en cierta forma lo es. El muñeco de nieve cuenta con unos cuantos puntos a favor que revalidan los elogios que el director sueco cosechó con sus películas anteriores. Igual que en aquellas se trata de historias encapsuladas en universos de claroscuros en los que el blanco y el negro se entrelazan en un delicado balance. Claroscuros que en primer término son fotográficos (aunque en realidad en Déjame entrar predomine un negro nocturno, en El Topo la gama de los grises y aquí el blanco indeleble del invierno nórdico), pero que asimismo se extienden sobre el tejido de la narración.
Comenzando por la vida del protagonista, Harry Hole, un detective de Oslo para quien la vida parece carecer de sentido, tan perdido se encuentra entre su adicción al alcohol, sus dificultades para vincularse con su ex y el hijo adolescente de ambos (que aún desconoce la identidad de su padre), y el tedio de pertenecer a una fuerza ociosa en virtud de la ausencia casi absoluta de conflictos en la capital noruega. Tanto que el departamento de policía se parece más a las oficinas de Google, con los agentes jugando al pinpong y tomando cafés, que al destacamento de una fuerza armada. En ese contexto Hole (interpretado por Michael Fassbender) es la mosca blanca, él único que preferiría tener un asesinato para investigar antes la famosa paz social de las naciones escandinavas.
Como ocurría en la saga Millenium, basada en la serie de novelas del sueco Stieg Larsson, otro autor nórdico de bestsellers, cuyas dos últimas películas fueron dirigidas por Daniel Alfredson, hermano mayor de Tomas, esa aparente tranquilidad de una sociedad blanqueada de conflictos no es otra cosa que el corcho tapando la rajadura de un dique de oscuridad a punto de reventar. Apenas la superficie en calma de un universo de turbulencias soterradas en donde cuando la violencia por fin aparece, lo hace sin escatimar en golpes de efecto. En ese sentido El muñeco de nieve se parece a una versión albina de Pecados capitales, de David Fincher, cuya fotografía tendía a un anaranjado pringoso. Sórdia y sangrienta como aquella, esta película tampoco ahorra en escenas de alto impacto en las que el rojo siempre se destaca como una explosión sobre la claridad del paisaje nevado.
Alfredson vuelve a mostrar virtuosismo en la construcción kinética y exquisitez en la forma de componer sus planos, que siempre se organizan aprovechando las características propias de cada espacio, para destacar con una naturalidad que es solo aparente aquello que se desea. La fotografía del ganador de un Oscar Dion Beebe se encarga de potenciar aquellos claroscuros que están presentes en el paisaje, en el entorno social y en la vida del protagonista. En contra de esa capacidad, el relato por momentos se vuelve predecible y en otros retorcido por demás, haciendo que la rosca del misterio termine dando algunas vueltas de más. También intercala toda una subtrama que se parece más a una falsa pista que a un McGuffin, puesta para distraer al espectador. Por no hablar de un final excesiva e innecesariamente “feliz”, incongruente con el espíritu sombrío y trágico que gobierna las casi dos horas previas de la película y que de alguna manera traiciona todo lo que hasta ahí se había construido con paciencia casi artesanal.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Y en cierta forma lo es. El muñeco de nieve cuenta con unos cuantos puntos a favor que revalidan los elogios que el director sueco cosechó con sus películas anteriores. Igual que en aquellas se trata de historias encapsuladas en universos de claroscuros en los que el blanco y el negro se entrelazan en un delicado balance. Claroscuros que en primer término son fotográficos (aunque en realidad en Déjame entrar predomine un negro nocturno, en El Topo la gama de los grises y aquí el blanco indeleble del invierno nórdico), pero que asimismo se extienden sobre el tejido de la narración.
Comenzando por la vida del protagonista, Harry Hole, un detective de Oslo para quien la vida parece carecer de sentido, tan perdido se encuentra entre su adicción al alcohol, sus dificultades para vincularse con su ex y el hijo adolescente de ambos (que aún desconoce la identidad de su padre), y el tedio de pertenecer a una fuerza ociosa en virtud de la ausencia casi absoluta de conflictos en la capital noruega. Tanto que el departamento de policía se parece más a las oficinas de Google, con los agentes jugando al pinpong y tomando cafés, que al destacamento de una fuerza armada. En ese contexto Hole (interpretado por Michael Fassbender) es la mosca blanca, él único que preferiría tener un asesinato para investigar antes la famosa paz social de las naciones escandinavas.
Como ocurría en la saga Millenium, basada en la serie de novelas del sueco Stieg Larsson, otro autor nórdico de bestsellers, cuyas dos últimas películas fueron dirigidas por Daniel Alfredson, hermano mayor de Tomas, esa aparente tranquilidad de una sociedad blanqueada de conflictos no es otra cosa que el corcho tapando la rajadura de un dique de oscuridad a punto de reventar. Apenas la superficie en calma de un universo de turbulencias soterradas en donde cuando la violencia por fin aparece, lo hace sin escatimar en golpes de efecto. En ese sentido El muñeco de nieve se parece a una versión albina de Pecados capitales, de David Fincher, cuya fotografía tendía a un anaranjado pringoso. Sórdia y sangrienta como aquella, esta película tampoco ahorra en escenas de alto impacto en las que el rojo siempre se destaca como una explosión sobre la claridad del paisaje nevado.
Alfredson vuelve a mostrar virtuosismo en la construcción kinética y exquisitez en la forma de componer sus planos, que siempre se organizan aprovechando las características propias de cada espacio, para destacar con una naturalidad que es solo aparente aquello que se desea. La fotografía del ganador de un Oscar Dion Beebe se encarga de potenciar aquellos claroscuros que están presentes en el paisaje, en el entorno social y en la vida del protagonista. En contra de esa capacidad, el relato por momentos se vuelve predecible y en otros retorcido por demás, haciendo que la rosca del misterio termine dando algunas vueltas de más. También intercala toda una subtrama que se parece más a una falsa pista que a un McGuffin, puesta para distraer al espectador. Por no hablar de un final excesiva e innecesariamente “feliz”, incongruente con el espíritu sombrío y trágico que gobierna las casi dos horas previas de la película y que de alguna manera traiciona todo lo que hasta ahí se había construido con paciencia casi artesanal.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 12 de octubre de 2017
CINE - "Kingsman, El Círculo Dorado" (The Golden Circle), de Matthew Vaughn: Más no es mejor
Es cierto que lo mejor de Kingsman, El Servicio Secreto, de Matthew Vaughn (2014), venía por el lado de recuperar el carácter más festivo y absurdo que caracterizaba a las viejas películas de James Bond, ese que hasta las propias aventuras del Agente 007 protagonizadas por Daniel Craig resignaron en pos de aggiornarse al realismo hiperkinético del género post 11/9; es decir, post Jason Bourne. Y también es cierto que esa opción está jugada aún más a fondo en el segundo episodio de lo que ya es una saga, Kingsman, El Círculo Dorado, también dirigida y coescrita por Vaughn. Pero aún así no es lo mismo: algo falla dentro de la lógica del universo que propone esta secuela, haciendo que buena parte de la gracia se diluya. El resultado es, entonces, un escenario paradójico en el que apostando a potenciar lo mejor que había mostrado la original no se consigue hacer una película mejor.
Si en El Servicio Secreto un chico callejero, representante de la clase baja londinense, acababa convertido en miembro de una selecta agencia secreta de inteligencia al servicio de la corona, el inicio de Kingsman, El Círculo Dorado lo muestra ya afianzado en su rol de dandy con licencia para matar. De novio con la princesa sueca de la que se había ganado los favores en el final de la película anterior, el afianzamiento en su rol de agente secreto también representa un giro conservador en su propia vida. Y puede decirse que eso es también lo que le pasa a la película, que tratando de redoblar su apuesta apenas consigue unos cuantos momentos memorables apareciendo acá y allá, dentro de una narración que tiene mucho de fórmula.
Si bien el rol del villano vuelve a estar signado por la desmesura propia de los enemigos clásicos de Bond –en este caso la jefa de un cártel que aspira al monopolio del narcotráfico, interpretada de forma encantadora y feroz por Julianne Moore–, se extraña el carisma con que Samuel L. Jackson compuso a su propio psicópata en el episodio previo. Para peor se intenta recuperar esa idea mágica y fundacional que representa la existencia de una organización disparatada como Kingsman (agencia secreta que es el non plus ultra de la circunspecta y flemática elegancia británica, a tal punto que se oculta tras la fachada de una tradicional sastrería), trasladando el concepto a los Estados Unidos, donde reside una agencia similar, los Statesman, integrada por unos vaqueros sureños que tienen su cuartel general en una destilería de whisky.
En la trasposición se pierde buena parte de la gracia, que apenas reaparecerá de forma esporádica, sobre todo cuando haga su entrada un presidente de los Estados Unidos casi tan turro como Donald Trump. Con él vendrán los mejores momentos de Kingsman, El Círculo Dorado, que nunca consigue que se deje extrañar a su predecesora. Ni las escenas de acción, ni las vueltas de tuerca ni el despliegue técnico llegan a estar a la altura de todas las promesas que aquella había cumplido con creces.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Si en El Servicio Secreto un chico callejero, representante de la clase baja londinense, acababa convertido en miembro de una selecta agencia secreta de inteligencia al servicio de la corona, el inicio de Kingsman, El Círculo Dorado lo muestra ya afianzado en su rol de dandy con licencia para matar. De novio con la princesa sueca de la que se había ganado los favores en el final de la película anterior, el afianzamiento en su rol de agente secreto también representa un giro conservador en su propia vida. Y puede decirse que eso es también lo que le pasa a la película, que tratando de redoblar su apuesta apenas consigue unos cuantos momentos memorables apareciendo acá y allá, dentro de una narración que tiene mucho de fórmula.
Si bien el rol del villano vuelve a estar signado por la desmesura propia de los enemigos clásicos de Bond –en este caso la jefa de un cártel que aspira al monopolio del narcotráfico, interpretada de forma encantadora y feroz por Julianne Moore–, se extraña el carisma con que Samuel L. Jackson compuso a su propio psicópata en el episodio previo. Para peor se intenta recuperar esa idea mágica y fundacional que representa la existencia de una organización disparatada como Kingsman (agencia secreta que es el non plus ultra de la circunspecta y flemática elegancia británica, a tal punto que se oculta tras la fachada de una tradicional sastrería), trasladando el concepto a los Estados Unidos, donde reside una agencia similar, los Statesman, integrada por unos vaqueros sureños que tienen su cuartel general en una destilería de whisky.
En la trasposición se pierde buena parte de la gracia, que apenas reaparecerá de forma esporádica, sobre todo cuando haga su entrada un presidente de los Estados Unidos casi tan turro como Donald Trump. Con él vendrán los mejores momentos de Kingsman, El Círculo Dorado, que nunca consigue que se deje extrañar a su predecesora. Ni las escenas de acción, ni las vueltas de tuerca ni el despliegue técnico llegan a estar a la altura de todas las promesas que aquella había cumplido con creces.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "El castillo de cristal" (The Glass Castle), de Destin Daniel Cretton: Romance de padre e hija
Quienes recuerden el estreno hace unos meses de la película Capitán Fantástico, dirigida por Matt Ross y protagonizada por Viggo Mortensen, tendrán un buen marco de referencia para abordar la llegada a las carteleras de El castillo de cristal, de Destin Daniel Cretton. Como en aquélla, acá también hay un par de padres que deciden montar su proyecto de familia dándole la espalda a la sociedad de consumo, creyendo que de ese modo obtienen para ellos y para sus hijos un marco de mayor libertad. Aunque a diferencia del padre que interpretaba Mortensen, cuyas motivaciones tenían que ver sobre todo con cierta idealización de una utopía anarquista en tiempo presente, lo que mueve a la pareja que componen Woody Harrelson y Naomi Watts es, por un lado, el espíritu de su época –la de los últimos años 60, hippismo incluido–, que se presta como paisaje ideal para su aventura familiar, y por el otro cierto carácter marginal, de clase, que los convierte en una suerte de descastados raramente ilustrados.
Bajo el cuidado de estos padres hay cuatro hermanitos, que tal como ocurría con los seis niños de Capitán Fantástico, también son pelirrojos. Basada en el libro autobiográfico de Jannette Walls, una de las niñas de la familia, la película tiene en su centro el vínculo de ella con su padre, tomando como base dos momentos específicos que deben ser vistos como pasado y presente dentro de la ficción. Por un lado el de la niñez y por el otro el de la primera etapa de la vida adulta de Jannette, a finales de los ‘80. Cada una de estas etapas, que en el relato se trenzan hasta generar un diálogo en el cual el presente por lo general asume un rol de respuesta sobre los hechos del pasado, están signadas por dos recorridos opuestos. Recorridos que, más allá de las particularidades de esta familia, no son muy distintos de los que se producen en la mayoría de los vínculos entre padres e hijos.
A la primera etapa le corresponde el idilio de la infancia, en la que la pequeña Jannette y sus hermanos están enamorados de sus padres y sobre todo de Rex, el patter familia interpretado con la calidad acostumbrada por ese actor versátil que es Harrelson. Claro que ese romance se irá rompiendo a medida que los chicos crezcan y comiencen a ver las enormes fisuras del falso sueño que les proponen sus padres, y las miserias que ellos cargan como cualquier otro ser humano. La segunda etapa viaja en sentido inverso, con una Jannette periodista y a punto de casarse con un yuppie, que aborrece a sus padres. No tanto porque representan una mirada opuesta de la realidad que ella ha elegido, sino porque en ellos sigue viendo a su propia fantasía infantil hecha pedazos. Podría decirse que de alguna manera El castillo de cristal es una película romántica, en la que los enamorados son ese padre y esa hija que, como en el poema de Oliverio Girondo, “se miran, se presienten, se desean”, van y vienen del amor al odio, dándole forma a un curioso subgénero al que se podría definir como de romances edípicos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Bajo el cuidado de estos padres hay cuatro hermanitos, que tal como ocurría con los seis niños de Capitán Fantástico, también son pelirrojos. Basada en el libro autobiográfico de Jannette Walls, una de las niñas de la familia, la película tiene en su centro el vínculo de ella con su padre, tomando como base dos momentos específicos que deben ser vistos como pasado y presente dentro de la ficción. Por un lado el de la niñez y por el otro el de la primera etapa de la vida adulta de Jannette, a finales de los ‘80. Cada una de estas etapas, que en el relato se trenzan hasta generar un diálogo en el cual el presente por lo general asume un rol de respuesta sobre los hechos del pasado, están signadas por dos recorridos opuestos. Recorridos que, más allá de las particularidades de esta familia, no son muy distintos de los que se producen en la mayoría de los vínculos entre padres e hijos.
A la primera etapa le corresponde el idilio de la infancia, en la que la pequeña Jannette y sus hermanos están enamorados de sus padres y sobre todo de Rex, el patter familia interpretado con la calidad acostumbrada por ese actor versátil que es Harrelson. Claro que ese romance se irá rompiendo a medida que los chicos crezcan y comiencen a ver las enormes fisuras del falso sueño que les proponen sus padres, y las miserias que ellos cargan como cualquier otro ser humano. La segunda etapa viaja en sentido inverso, con una Jannette periodista y a punto de casarse con un yuppie, que aborrece a sus padres. No tanto porque representan una mirada opuesta de la realidad que ella ha elegido, sino porque en ellos sigue viendo a su propia fantasía infantil hecha pedazos. Podría decirse que de alguna manera El castillo de cristal es una película romántica, en la que los enamorados son ese padre y esa hija que, como en el poema de Oliverio Girondo, “se miran, se presienten, se desean”, van y vienen del amor al odio, dándole forma a un curioso subgénero al que se podría definir como de romances edípicos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 8 de octubre de 2017
LIBROS - Kazuo Ishiguro, Premio Nobel de Literatura 2017: El inglés que llegó de Oriente
Durante la mañana del jueves, luego de que Sara Danius, la secretaria permanente de la Academia Sueca, anunciara que Kazuo Ishiguro era el ganador del Premio Nobel de Literatura de 2017, la noticia comenzó a esparcirse de forma ambigua. En las redes sociales, espacio emblemático de la comunicación confusa por excelencia, se volvía a insistir sobre el hecho de que los suecos le negaran una vez más el reconocimiento al eterno favorito Haruki Murakami, pero esta vez agravando su condición de perdedor con la decisión de favorecer a otro escritor japonés.
Tal afirmación, de una gracia no exenta de malicia, es en realidad una falacia. Si bien es cierto que Murakami parece haber sacado hace rato una membresía vitalicia en el club de los segundos (y es probable que la cosa no cambie mientras su nombre se mantenga entre los favoritos de los apostadores), la realidad es que Ishiguro de japonés sólo tiene la cara, el nombre, los ancestros y el lugar de nacimiento. Que no es poco, claro.
El nuevo Nobel nació en 1954 en la ciudad de Nagasaki, nueve años después de que el ejército de los Estados Unidos descargara ahí una de las dos bombas atómicas que arrojó sobre Japón, con las cuales apuró de la forma más cruel posible el final de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, justo antes de comenzar la década de 1960, la familia Ishiguro se trasladó a Gran Bretaña por motivos laborales (su padre era oceanógrafo), donde se instaló en la región de Surrey, al sur de Londres. Y de ahí no se movieron más, de modo que aún en el seno de una familia de tradiciones japonesas, el joven Ishiguro recibió una educación formal completamente británica. Con lo cual afirmar que se trata de un autor japonés es tan incorrecto como decir que Julio Cortázar es un escritor belga.
Si bien su elección por parte del comité de la Academia Sueca, encargado de definir cada año al ganador del premio literario más prestigioso del mundo, no resultó ni de cerca lo controvertida que fueron las de los dos últimos ganadores, la periodista bielorrusa Svetlana Alexeievich (Nobel 2015) y el cantautor estadounidense Bob Dylan, la elección de Ishiguro no estuvo libre de sorpresa. No porque la obra del inglés carezca de méritos literarios que justifiquen la decisión, sino porque en la previa su nombre no figuraba dentro del pelotón de los favoritos de nadie. Tan sorpresiva resultó la decisión que cuando los primeros periodistas lo contactaron para saber sus sensaciones luego de recibir el premio, el propio Ishiguro comentó que temía que en realidad se tratara de una broma, ya que los representantes de la Academia aún no se habían comunicado con él para darle la buena nueva.
Lejos de casos de ganadores de años anteriores, como el de Alexeievich o los de la alemana Herta Müller (Nobel 2009), el chino Mo Yan (Nobel 2012) o el poeta sueco Tomas Tranströmer (Nobel 2011), cuyos nombres resultaban casi desconocidos para el grueso de los lectores, Ishiguro es relativamente popular incluso en la Argentina. Su obra completa puede conseguirse en cualquier librería (y a partir de ahora con mucha más razón), a través de la edición realizada por el prestigioso sello Anagrama.
De hecho se trata de un autor cuya obra ha conseguido mantener un vínculo fluido con el cine, arte masivo y popular en cuyo formato se adaptaron algunos de sus libros más leídos. Entre ellas, la película basada en su tercera novela, Lo que queda del día (1993), dirigida por el cineasta James Ivory y las actuaciones estelares de los ingleses Emma Thompson y Anthony Hopkins, es la que más trascendencia consiguió. El propio Ivory volvió a trabajar con el inglés como guionista en La condesa blanca y el canadiense Guy Maddin contó con él para escribir el libreto de la exquisita La canción más triste del mundo. Que el cine haya encontrado una inspiración en el trabajo de Ishiguro también habla de la potencia con que su obra consigue atrapar tanto a lectores como a cineastas. Y ahora también a los miembros de la Academia Sueca.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Tal afirmación, de una gracia no exenta de malicia, es en realidad una falacia. Si bien es cierto que Murakami parece haber sacado hace rato una membresía vitalicia en el club de los segundos (y es probable que la cosa no cambie mientras su nombre se mantenga entre los favoritos de los apostadores), la realidad es que Ishiguro de japonés sólo tiene la cara, el nombre, los ancestros y el lugar de nacimiento. Que no es poco, claro.
El nuevo Nobel nació en 1954 en la ciudad de Nagasaki, nueve años después de que el ejército de los Estados Unidos descargara ahí una de las dos bombas atómicas que arrojó sobre Japón, con las cuales apuró de la forma más cruel posible el final de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, justo antes de comenzar la década de 1960, la familia Ishiguro se trasladó a Gran Bretaña por motivos laborales (su padre era oceanógrafo), donde se instaló en la región de Surrey, al sur de Londres. Y de ahí no se movieron más, de modo que aún en el seno de una familia de tradiciones japonesas, el joven Ishiguro recibió una educación formal completamente británica. Con lo cual afirmar que se trata de un autor japonés es tan incorrecto como decir que Julio Cortázar es un escritor belga.
Si bien su elección por parte del comité de la Academia Sueca, encargado de definir cada año al ganador del premio literario más prestigioso del mundo, no resultó ni de cerca lo controvertida que fueron las de los dos últimos ganadores, la periodista bielorrusa Svetlana Alexeievich (Nobel 2015) y el cantautor estadounidense Bob Dylan, la elección de Ishiguro no estuvo libre de sorpresa. No porque la obra del inglés carezca de méritos literarios que justifiquen la decisión, sino porque en la previa su nombre no figuraba dentro del pelotón de los favoritos de nadie. Tan sorpresiva resultó la decisión que cuando los primeros periodistas lo contactaron para saber sus sensaciones luego de recibir el premio, el propio Ishiguro comentó que temía que en realidad se tratara de una broma, ya que los representantes de la Academia aún no se habían comunicado con él para darle la buena nueva.
Lejos de casos de ganadores de años anteriores, como el de Alexeievich o los de la alemana Herta Müller (Nobel 2009), el chino Mo Yan (Nobel 2012) o el poeta sueco Tomas Tranströmer (Nobel 2011), cuyos nombres resultaban casi desconocidos para el grueso de los lectores, Ishiguro es relativamente popular incluso en la Argentina. Su obra completa puede conseguirse en cualquier librería (y a partir de ahora con mucha más razón), a través de la edición realizada por el prestigioso sello Anagrama.
De hecho se trata de un autor cuya obra ha conseguido mantener un vínculo fluido con el cine, arte masivo y popular en cuyo formato se adaptaron algunos de sus libros más leídos. Entre ellas, la película basada en su tercera novela, Lo que queda del día (1993), dirigida por el cineasta James Ivory y las actuaciones estelares de los ingleses Emma Thompson y Anthony Hopkins, es la que más trascendencia consiguió. El propio Ivory volvió a trabajar con el inglés como guionista en La condesa blanca y el canadiense Guy Maddin contó con él para escribir el libreto de la exquisita La canción más triste del mundo. Que el cine haya encontrado una inspiración en el trabajo de Ishiguro también habla de la potencia con que su obra consigue atrapar tanto a lectores como a cineastas. Y ahora también a los miembros de la Academia Sueca.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
sábado, 7 de octubre de 2017
CINE - "A 4 manos", de Osvaldo Tcherkaski: Pintar el cuadro de otro
Ver en acción a cuatro de los artistas más importantes de la plástica argentina contemporánea es, de algún modo, la infrecuente propuesta y el gran valor agregado que ofrece el documental A 4 manos, dirigido por Osvaldo Tcherkaski. Desde la pantalla, Luis Felipe “Yuyo” Noé, Eduardo Stupía, Carlos Alonso y Guillermo Roux, protagonistas de la película, no solamente dialogan acerca del oficio del pintor y exponen una serie de ideas que sostienen desde lo teórico sus formas de entender el trabajo que realizan. También ponen manos a la obra frente a cámara, permitiendo que la experiencia creativa se convierta, al menos durante un rato, en una puesta en escena que revela, de forma parcial pero potente, el momento preciso en el que nace una obra de arte.
Planteada a priori como un registro de los trabajos que realizaron en parejas por un lado Noé y Stupía y por el otro Alonso y Roux para dos muestras integradas por obras creadas por ellos mismos a cuatro manos, el documental de Tcherkaski consigue el logro adicional de registrar esta poco común experiencia dentro del universo de la plástica, en donde dos grandes maestros se reunen a producir una obra que no es ni de uno ni de otro, sino algo nuevo realizado en común. En ese sentido la película funciona como crónica de un acto de generosidad artística y estética de estos cuatro artistas que aceptan de buena gana hacer el ego a un lado, salvando las distancias de sus propias miradas para permitirse ir en busca de una forma distinta de creación, en la que los propios valores son puestos en equilibrio con los de un otro que es a la vez distinto y admirado, discutido y aceptado.
La excusa son dos exposiciones que, por separado, ambas parejas se propusieron montar. Si bien cada una tuvo sus propios motivos y argumentos que explican el origen de los proyectos y notables diferencias en las reglas establecidas para encarar la labor creativa, también existen notables coincidencias. Porque si bien Stupía y Noé trabajaron codo a codo, pintando juntos cada cuadro, y Alonso y Roux lo hicieron a distancia, enviándose obras realizadas de forma parcial para que fuera el otro el encargado de completarlas, en los dos casos es posible comprobar recurrencias y analogías. Como la de entender el territorio de la obra como un campo de batalla, uno en el que los integrantes de cada combo se desafían a buscar sus propios límites estéticos en el reflejo que el otro le devuelve. Cada cuadro se convierte así en un epistolario que ilustra esos diálogos plásticos y el documental se encarga de prolongarlos en palabras e imágenes en movimiento.
Pero esa forma opuesta en que las pareja encaran el desarrollo de sus obras es en realidad el avatar de diferencias más profundas, que involucran formas muy distintas de pararse ante el hecho artístico. Desde lo formal, lo más evidente, dichas divergencias saltan a la vista, ya que mientras el tándem Alonso Roux trabaja sobre una estética figurativa, Stupía y Noé lo hacen en el terreno de lo abstracto. Los nombres elegidos por ellos para denominar a cada muestra subraya esas distancias, ya que en tanto los primeros escogieron la formula tradicional de usar sus propios nombres, los segundos optaron por una opción juguetona, bautizando a la suya como ¡Me arruinaste el dibujo!, haciendo explícito desde el humor el choque que se produce de forma inevitable en una obra construida de a dos.
La labor de Tcherkaski ofrece el mérito adicional ya no de simplemente reunir a dos parejas de maestros que pintan cuadros a cuatro manos, sino de construir una conversación entre cuatro voces que no temen recorrer los distintos corredores que atraviesan el territorio de la creación plástica. En ese aspecto A 4 Manos ofrece hallazgos, como la afirmación de Noé acerca de que el pintor que más lo influyó en su trabajo artístico fue Juan Domingo Perón. O el extraordinario relato en primera persona con el que Roux rememora su participación en la histórica movilización del 17 de octubre de 1945 acompañando a sus padres, también artistas. Estas intervenciones no solo revelan el peso definitivo que aquel acontecimiento tuvo en la historia y la política argentina, sino que ponen de manifiesto la particular forma en que la realidad interviene siempre en la configuración de la mirada del artista.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Planteada a priori como un registro de los trabajos que realizaron en parejas por un lado Noé y Stupía y por el otro Alonso y Roux para dos muestras integradas por obras creadas por ellos mismos a cuatro manos, el documental de Tcherkaski consigue el logro adicional de registrar esta poco común experiencia dentro del universo de la plástica, en donde dos grandes maestros se reunen a producir una obra que no es ni de uno ni de otro, sino algo nuevo realizado en común. En ese sentido la película funciona como crónica de un acto de generosidad artística y estética de estos cuatro artistas que aceptan de buena gana hacer el ego a un lado, salvando las distancias de sus propias miradas para permitirse ir en busca de una forma distinta de creación, en la que los propios valores son puestos en equilibrio con los de un otro que es a la vez distinto y admirado, discutido y aceptado.
La excusa son dos exposiciones que, por separado, ambas parejas se propusieron montar. Si bien cada una tuvo sus propios motivos y argumentos que explican el origen de los proyectos y notables diferencias en las reglas establecidas para encarar la labor creativa, también existen notables coincidencias. Porque si bien Stupía y Noé trabajaron codo a codo, pintando juntos cada cuadro, y Alonso y Roux lo hicieron a distancia, enviándose obras realizadas de forma parcial para que fuera el otro el encargado de completarlas, en los dos casos es posible comprobar recurrencias y analogías. Como la de entender el territorio de la obra como un campo de batalla, uno en el que los integrantes de cada combo se desafían a buscar sus propios límites estéticos en el reflejo que el otro le devuelve. Cada cuadro se convierte así en un epistolario que ilustra esos diálogos plásticos y el documental se encarga de prolongarlos en palabras e imágenes en movimiento.
Pero esa forma opuesta en que las pareja encaran el desarrollo de sus obras es en realidad el avatar de diferencias más profundas, que involucran formas muy distintas de pararse ante el hecho artístico. Desde lo formal, lo más evidente, dichas divergencias saltan a la vista, ya que mientras el tándem Alonso Roux trabaja sobre una estética figurativa, Stupía y Noé lo hacen en el terreno de lo abstracto. Los nombres elegidos por ellos para denominar a cada muestra subraya esas distancias, ya que en tanto los primeros escogieron la formula tradicional de usar sus propios nombres, los segundos optaron por una opción juguetona, bautizando a la suya como ¡Me arruinaste el dibujo!, haciendo explícito desde el humor el choque que se produce de forma inevitable en una obra construida de a dos.
La labor de Tcherkaski ofrece el mérito adicional ya no de simplemente reunir a dos parejas de maestros que pintan cuadros a cuatro manos, sino de construir una conversación entre cuatro voces que no temen recorrer los distintos corredores que atraviesan el territorio de la creación plástica. En ese aspecto A 4 Manos ofrece hallazgos, como la afirmación de Noé acerca de que el pintor que más lo influyó en su trabajo artístico fue Juan Domingo Perón. O el extraordinario relato en primera persona con el que Roux rememora su participación en la histórica movilización del 17 de octubre de 1945 acompañando a sus padres, también artistas. Estas intervenciones no solo revelan el peso definitivo que aquel acontecimiento tuvo en la historia y la política argentina, sino que ponen de manifiesto la particular forma en que la realidad interviene siempre en la configuración de la mirada del artista.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 5 de octubre de 2017
CINE - "Blade Runner 2049", de Denis Villeneuve: La cuestión humana contra la cuestión religiosa
Cuando se estrenó en 1982 se esperaba que Blade Runner, dirigida por Ridley Scott, fuera un éxito. Con todo a favor el éxito no llegó, pero pronto se convirtió en una película de culto, clásico más o menos maldito que no falta en casi ninguna lista de lo mejor del género. El anuncio de una secuela causó impacto porque era fácil que la apuesta saliera mal, que es lo que todos temen cuando a Hollywood se le da por manosear sus reliquias. Pero si llegaba a salir bien… Los fanáticos se frotaban las manos y le rezaban a Philip K. Dick, divinidad fundamental de la ciencia ficción y autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, novela en la que se basa el film original. Con el estreno de Blade Runner 2049, de Denis Villeneuve, la incógnita llegó a su fin.
Ambientada 30 años en el futuro, Blade Runner 2049 regresa a un mundo en el que la humanidad se expandió más allá de los límites del planeta usando como mano de obra esclava a unos androides, los replicantes, más fuertes e inteligentes que los hombres. Estos replicantes son casi humanos (o más que humanos, como los definen sus creadores), pero cuando exigen ser tratados con iguales derechos comienzan a ser eliminados, como si ese reclamo fuera una falla de fábrica. Los encargados de eliminarlos (y eliminar significa ejecutar) son los blade runners, labor a cargo de humanos en el film de Scott, pero que ahora es llevada a cabo por una nueva generación de replicantes más dóciles. Esta diferencia se traduce en un cambio de punto de vista, ya que el rol protagónico esta vez lo ocupa un replicante, el agente K (Ryan Goslin), en lugar del humano agente Rick Deckard (Harrison Ford). El choque entre los viejos modelos de replicantes rebeldes y los nuevos, serviles a las necesidades del sistema pero igual de discriminados por los seres humanos, también queda planteado desde el inicio.
Pero esta vez la discusión acerca de lo humano y el carácter de persona consciente se expande un poco más allá del soporte físico (los androides), para llegar incluso a programas cuya manifestación es apenas una proyección hologramática. No bastan la razón ni la capacidad de hacer uso de ella, ni la autoconsciencia para establecer qué es lo humano, sino que pareciera ser una condición religiosa, el alma, la que lo define. Ya en la primera secuencia un viejo replicante le echa en cara al modelo nuevo que no le importa matar a los de su propia especie porque “no ha visto un milagro”. La recurrencia de palabras como milagro o alma no son casuales: Blade Runner 2049 es una fábula religiosa que tiene mucho del mito cristiano, recurso al que el cine estadounidense suele acudir con asiduidad. No es extraño que esto ocurra dentro del universo de Blade Runner si se tiene en cuenta que esa cuestión religiosa es esencial en la obra de Dick. Del mismo modo debe decirse que cuestiones análogas de la ética y la moral en torno del asunto del creador y sus criaturas también han sido abordadas por Scott, quien se desempeña como productor de esta secuela, en su último trabajo como director, Alien: Covenant, estrenado hace algunos meses.
Una curiosidad: en aquel futuro del 2019 visto desde los años ’80, Deckard aparecía en muchas escenas leyendo diarios de papel. Hoy ese detalle tanto puede interpretarse como un anacronismo avant la lettre o como una muestra de amor por lo analógico en un mundo en el que lo digital comenzaba a percibirse como siguiente paso evolutivo. Por eso tampoco resulta extraño que Blade Runner 2049 consigne como tragedia a un apagón que en el pasado borró los archivos digitales, haciendo que toda una época se vuelva un agujero negro en la historia. Como Scott, Villeneuve también rompe algunas lanzas por este mundo analógico que ahora sí afronta su extinción.
En cuanto a lo narrativo el canadiense hace avanzar la historia con paso firme, pero sin poder evitar ser previsible. Al menos tanto como las analogías religiosas lo permiten. Incluso en las vueltas de tuerca es posible ir ganándole siempre unos pasos al relato y si bien eso no lo vuele aburrido es cierto que lo aplana un poco. La música de esta nueva versión vuelve a resultar tan monumental como en algún punto invasiva, como lo era la compuesta por Vangelis para la original. Más allá del exceso, Benjamin Wallfisch y Hans Zimmer logran readaptar la intención de aquella, componiendo una partitura que se parece a lo que hubieran hecho Trent Reznor con Nine Inch Nails si le hubieran encargado reinterpretar el trabajo del mítico músico griego.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Ambientada 30 años en el futuro, Blade Runner 2049 regresa a un mundo en el que la humanidad se expandió más allá de los límites del planeta usando como mano de obra esclava a unos androides, los replicantes, más fuertes e inteligentes que los hombres. Estos replicantes son casi humanos (o más que humanos, como los definen sus creadores), pero cuando exigen ser tratados con iguales derechos comienzan a ser eliminados, como si ese reclamo fuera una falla de fábrica. Los encargados de eliminarlos (y eliminar significa ejecutar) son los blade runners, labor a cargo de humanos en el film de Scott, pero que ahora es llevada a cabo por una nueva generación de replicantes más dóciles. Esta diferencia se traduce en un cambio de punto de vista, ya que el rol protagónico esta vez lo ocupa un replicante, el agente K (Ryan Goslin), en lugar del humano agente Rick Deckard (Harrison Ford). El choque entre los viejos modelos de replicantes rebeldes y los nuevos, serviles a las necesidades del sistema pero igual de discriminados por los seres humanos, también queda planteado desde el inicio.
Pero esta vez la discusión acerca de lo humano y el carácter de persona consciente se expande un poco más allá del soporte físico (los androides), para llegar incluso a programas cuya manifestación es apenas una proyección hologramática. No bastan la razón ni la capacidad de hacer uso de ella, ni la autoconsciencia para establecer qué es lo humano, sino que pareciera ser una condición religiosa, el alma, la que lo define. Ya en la primera secuencia un viejo replicante le echa en cara al modelo nuevo que no le importa matar a los de su propia especie porque “no ha visto un milagro”. La recurrencia de palabras como milagro o alma no son casuales: Blade Runner 2049 es una fábula religiosa que tiene mucho del mito cristiano, recurso al que el cine estadounidense suele acudir con asiduidad. No es extraño que esto ocurra dentro del universo de Blade Runner si se tiene en cuenta que esa cuestión religiosa es esencial en la obra de Dick. Del mismo modo debe decirse que cuestiones análogas de la ética y la moral en torno del asunto del creador y sus criaturas también han sido abordadas por Scott, quien se desempeña como productor de esta secuela, en su último trabajo como director, Alien: Covenant, estrenado hace algunos meses.
Una curiosidad: en aquel futuro del 2019 visto desde los años ’80, Deckard aparecía en muchas escenas leyendo diarios de papel. Hoy ese detalle tanto puede interpretarse como un anacronismo avant la lettre o como una muestra de amor por lo analógico en un mundo en el que lo digital comenzaba a percibirse como siguiente paso evolutivo. Por eso tampoco resulta extraño que Blade Runner 2049 consigne como tragedia a un apagón que en el pasado borró los archivos digitales, haciendo que toda una época se vuelva un agujero negro en la historia. Como Scott, Villeneuve también rompe algunas lanzas por este mundo analógico que ahora sí afronta su extinción.
En cuanto a lo narrativo el canadiense hace avanzar la historia con paso firme, pero sin poder evitar ser previsible. Al menos tanto como las analogías religiosas lo permiten. Incluso en las vueltas de tuerca es posible ir ganándole siempre unos pasos al relato y si bien eso no lo vuele aburrido es cierto que lo aplana un poco. La música de esta nueva versión vuelve a resultar tan monumental como en algún punto invasiva, como lo era la compuesta por Vangelis para la original. Más allá del exceso, Benjamin Wallfisch y Hans Zimmer logran readaptar la intención de aquella, componiendo una partitura que se parece a lo que hubieran hecho Trent Reznor con Nine Inch Nails si le hubieran encargado reinterpretar el trabajo del mítico músico griego.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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