Hay muchas formas de pensar la literatura, pero no puede decirse que ninguna de ellas sea incorrecta y es tan válido abordarla desde los clásicos, sosteniendo los cánones de la tradición, como desde las vanguardias, buscando promover las nuevas plumas y tendencia. Más allá de las innecesarias impugnaciones, es en la confluencia de estas dos posibilidades donde tal vez se encuentra el equilibrio saludable, porque no hay vanguardia sin tradición ni los clásicos tienen sentido en una disciplina muerta. Pero como los clásicos ya han tenido quién les escriba y la idea de vanguardia hace tiempo huele a clásico, en la actualidad para saber cuáles son los rincones donde germina la literatura nueva, hay que estar atentos a lo que publican las pequeñas editoriales independientes. Estos sellos, emprendimientos pequeños pero con pretensiones con nombres como Tamarisco, Gog y Magog, China Editora, Entropía, Eloisa Cartonera o Wu Wei, entre otras, son el emergente de este fenómeno editorial que no tiene más de diez años. Estas editoriales se dedican sobre todo a publicar a autores nuevos o emergentes, muchos de los cuales ya cuentan con un importante currículum como periodistas o críticos de diferentes disciplinas.
Es el caso de Walter Lezcano, quien acaba de publicar Calle, su primera novela, a través de la editorial Milena Cacerola, pero la relación de Lezcano con el oficio de escribir no nace con ella. Como periodista freelance colabora hace años con diferentes medios, como las revistas Rolling Stone, Ñ o Brando, o los suplementos Ni a palos y Cultura de Tiempo Argentino; como editor es fundador de la editorial La mancha de aceite, autodefinida como la segunda más chica de Latinoamérica, y como poeta publicó Humo, en editorial Vox. Lezcano parece vivir su relación con la escritura de manera pasional y vertiginosa (prueba de ello son las constantes diatribas que lanza a través de las redes sociales), y la lectura de Calle viene a confirmar esa afirmación.
Calle está ordenada a partir de un relato múltiple que realiza un curioso narrador, quien cuenta la historia de su infancia como niño y la de su juventud como mujer. El autor va construyendo la vida de Manuel/Sandra a partir de un realismo sucio que no disimula la influencia de diversos afluentes de la cultura popular. En la prosa de Lezcano es posible detectar una gran cantidad de intenciones, desde la práctica de una poesía barrosa casi como una militancia en contra de las grandes palabras de la poética tradicional, o pinceladas de un humor prosaico que nunca resbala hacia la vulgaridad gratuita ni el lugar común. "Siempre pensé que el mundo que pretendía retratar era lo que marcaba el pulso del lenguaje que iba utilizar", dice Lezcano al respecto. "Los giros, el léxico, la selección de palabras y la manera de ordenarlas estaban supeditados a esa cosmovisión de los personajes y los territorios que quería explorar. Teniendo en cuenta esto, el lenguaje me sirve para que la historia tenga una primera capa de verosimilitud", agrega.
–¿Vivís el trabajo con el lenguaje como un espacio de resistencia? ¿Resistencia en contra de qué?
–La resistencia se da a un nivel estético. Quiero decir que uno tiene que hacer hablar a su historia de la única forma posible para poder materializar todo lo que quisiste decir y hacerlo llegar de la mejor manera. Lo ideal es que no se vean los hilos de tu artificio y nunca caer en ese pozo ciego llamado estereotipo: de clase, de sexualidad, de raza, de lo que sea. Que fluya, como si la historia fuese creada por el lector y hablara su propia lengua. Es la ilusión que me interesa crear.
–La novela recoge ciertos relatos marginales, como el de las mujeres de clase humilde que viven con una naturalidad no exenta de dolor la maternidad a la distancia, o el del niño que comienza a reconocer su homosexualidad casi como una consecuencia de las burlas y abusos de sus compañeros de primaria. ¿Cómo llegan hasta vos esos temas?
–Lo que quería con Calle era ponerme en una situación de escritura donde la tensión pudiera ser productiva. Porque los narradores de este país no ponen en jaque, desde el narrador, su propia sexualidad. La máxima jugada siempre resulta ser convertirse en el otro sexo. Y tener un narrador así, primero homosexual y luego travesti, me permitía abrir el juego y derrotar mi propio universo de prejuicios. Y cuando vos indagás en la vida de una sexualidad que confronta con la comodidad que te rodea, lo más probable y natural es que vayan apareciendo personajes que bucean un mundo no reconocido a simple vista. Porque lo marginal es solamente una perspectiva del otro que juzga.
–¿Qué dificultades narrativas tuviste que enfrentar para encontrar las voces de este personaje dual, a partir de un cambio tan determinante como el del género?
–Siempre consideré que las cuestiones genéricas tienen un trasfondo universal. Porque en el fondo todos queremos lo mismo: satisfacer deseos. Y mi personaje se manejaba con las mismas intenciones y manifestaciones que las de cualquiera. En ese sentido, descubrir su voz llevó un tiempo, pero cuando eso apareció fue como si se rompiera un dique de contención: lo demás siguió esa fuerza de la marea inicial.
–¿Cómo se hace para no caer en el miserabilismo que muchas veces es una consecuencia indeseada a la hora de abordar estos temas?
–La miseria de un narrador emerge cuando lo que pretende es un efecto inmediato o cuando cree tener la certeza de que con articular algunas escenas perturbadoras para la clase media que tiene aspiraciones de country, estas van a ser interpeladas. Los personajes tienen que tener dimensión, las historias deberían mostrar esas particularidades, detalles y sensaciones que no siempre se tienen en cuenta para esa zona que todos creen conocer. Lo miserable, en narrativa, es no mostrar los matices y rendirse a las expectativas y preconceptos del sentido común social reinante.
–Calle está estructurada de modo sherezadiano, en referencia a la protagonista de Las mil y una noches. Manuel/Sandra va alimentando el relato con una cantidad de historias disímiles que parecen capaces de hacerlo infinito. ¿La novela debe ser un objeto inacabado, un fragmento de una narración mayor que el autor decide oscurecer para iluminar apenas un detalle?
–Lo que percibo es que, en mi caso, la narración larga funciona como una factoría de relatos. Del Quijote para acá, las historias que me interesan son aquellas que pueden abarcar lo más que pueden. Me cabe la generosidad del autor, el derroche sin caer en la negligencia ni la indulgencia. Y, claro, si seguimos esta ruta lo más probable es que podamos percibir la ambición como algo desatado y que pueda crear textos que rompan el paso del tiempo en ese momento que alguien abre ese libro. El tema es que la vida sigue y las novelas en algún momento hay que terminarlas. Para esta novela me gustaba dejar la sensación de que la vida de un personaje pudiera seguir en la cabeza de los que lean, aspirar a que pudiera tener una fugaz inmortalidad en algún lado.
–En las redes sociales cuestionaste el papel de la crítica. ¿Ves a la crítica como a un enemigo?
–No considero que todos los textos que hablen sobre una obra sean críticas: muchas son reseñas y comentarios. No tengo ningún problema ni con la reseña, el comentario, ni con la crítica per se. Lo que sí me parece es que muchas veces se utiliza la figura de la crítica para encumbrar operaciones de posicionamiento. Y es ahí donde el crítico, o el que se pretende y se imagina como tal, construye una figura o un personaje unidimensional donde todo responde a tener que rendirle pleitesía a un modelo de conducta. Marchando por ese camino es muy probable que prime la opinión y que "el crítico" le entregue todas sus fichas a tratar de legitimar un "gusto". Eso de ninguna manera hace crecer el arte que se intenta criticar.
–¿Creés que hay una forma correcta y una incorrecta de hacer crítica o que debería tener un límite? ¿O directamente pensás que se trata de una práctica estéril que no debería existir?
–Esos son cuestionamientos válidos que deberían hacerse todo el tiempo las personas que están entre las obras y la gente. Lo que yo me preguntaba, sin tener ninguna respuesta convincente a la vista, era algo viejo: ¿puede hacer una crítica valiosa de una obra alguien que no conoce los mecanismos sutiles, desde el lugar de creador, del arte sobre el que descarga sus opiniones? La crítica va seguir existiendo y me parece perfecto. En ningún momento me pongo en contra de la crítica porque forma parte de un sistema al cual está integrada. En todo caso, cada uno sabe de qué manera hace una crítica o reseña, las motivaciones primeras y últimas, y si puede sostener en una sobremesa lo que escribió en el suplemento.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
viernes, 20 de diciembre de 2013
LIBROS - "Calle", de Walter Lezcano: Realismo sucio, poética urbana y cruce de géneros
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jueves, 19 de diciembre de 2013
CINE - "Policeman" (Ha-shoter), de Nadav Lapid: Los muertos y los que matan
La historia puede contarse como uno de esos chistes-adivinanza tan populares entre chicos en la escuela o que sirven para alegrar una sobremesa. Sería así: primer acto, un joven policía de elite en ropa deportiva va en bicicleta con un grupo de compañeros por una ruta que atraviesa un paisaje de montañas bajas color arena. Parecen felices, enérgicos, y él, con el acuerdo del resto, afirma que están en el país más hermoso del mundo. Segundo acto: el policía joven, derrochando autoridad y actitud manipuladora, convence a uno de sus compañeros, enfermo de un cáncer avanzado, de que debe hacerse cargo de la muerte de unos civiles inocentes que su brigada provocó durante una operación antiterrorista en Palestina y por la que todo el grupo está siendo juzgado. Tercer acto: el mismo policía, enfundado en su uniforme negro y armado con un arsenal, pero ya no tan seguro de sí mismo, se prepara junto a sus compañeros (incluyendo al enfermo) para reprimir a un grupo de jóvenes israelíes como él, pero que han secuestrado a tres empresarios como parte de un plan revolucionario que tiene por objeto dar a conocer un manifiesto, donde afirman estar en el país más injusto del mundo. ¿Cómo se llama la obra?
La obra se llama Policeman y es la controversial película del israelí Nadav Lapid, que el año pasado resultó ganadora en la Competencia Internacional del Bafici de los premios a mejor película y dirección. Suerte de catarsis política hecha cine, Policeman traza un perfil sumamente duro de la sociedad israelí, camino por el que no se priva de expresar varias ideas interesantes, de utilizar algunas metáforas efectivas y otras no tanto, y de por momentos caer en los mismos defectos que critica. El relato, escrito por el propio Lapid, quiere dar cuenta de un determinado mapa de situación de la realidad de su país, al que retrata como un Estado policial y manipulador en el que la militarización parece ser un proceso irreversible.
Si se acepta el juego de metáforas que la película propone, Yarón, el protagonista, puede funcionar como alter ego de la sociedad israelí. Y Lapid lo muestra como a un policía machista, manipulador y racista, que gusta de exhibir sus músculos y está convencido de la justicia de sus actos, incluso de los más condenables. Pero no sería justo decir que el director define a su país sólo a través de Yarón: como en Fuenteovejuna, todos los personajes son Israel. Lo es ese grupo de jóvenes idealistas que por la fuerza quieren cambiar su aldea (porque saben que es la mejor forma de cambiar el mundo), aunque no tienen idea de cómo hacerlo. Israel también es un padre sobreprotector, que enterado de que su hijo forma parte de un grupo revolucionario y ante la imposibilidad de evitar su inmolación, toma la decisión de unírsele, sólo para estar cerca, para no descuidarlo. Israel es esa joven insensibilizada, enamorada de su líder y capaz de convertirse en mártir por amor, pero también es ese líder mesiánico, dogmático, algo histriónico y, por qué no, histérico, cuyo carisma arrastra a sus compañeros hasta un callejón sin salida. Israel es también el empresario secuestrado de cuyo poder e intereses son garantes las fuerzas militares del país. Israel son a la vez los muertos y los que matan; todo eso parece querer decir Lapid con la compleja red con que teje su historia.
Sin embargo hay algo que puede causar desconfianza, algo que corre bajo las capas más ocultas del relato de Policeman. La sensación de que, en tanto espectadores, cualquiera es pasible de ser manipulado. Sobre el final será lícito preguntarse si no es eso lo que la película ha querido.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
La obra se llama Policeman y es la controversial película del israelí Nadav Lapid, que el año pasado resultó ganadora en la Competencia Internacional del Bafici de los premios a mejor película y dirección. Suerte de catarsis política hecha cine, Policeman traza un perfil sumamente duro de la sociedad israelí, camino por el que no se priva de expresar varias ideas interesantes, de utilizar algunas metáforas efectivas y otras no tanto, y de por momentos caer en los mismos defectos que critica. El relato, escrito por el propio Lapid, quiere dar cuenta de un determinado mapa de situación de la realidad de su país, al que retrata como un Estado policial y manipulador en el que la militarización parece ser un proceso irreversible.
Si se acepta el juego de metáforas que la película propone, Yarón, el protagonista, puede funcionar como alter ego de la sociedad israelí. Y Lapid lo muestra como a un policía machista, manipulador y racista, que gusta de exhibir sus músculos y está convencido de la justicia de sus actos, incluso de los más condenables. Pero no sería justo decir que el director define a su país sólo a través de Yarón: como en Fuenteovejuna, todos los personajes son Israel. Lo es ese grupo de jóvenes idealistas que por la fuerza quieren cambiar su aldea (porque saben que es la mejor forma de cambiar el mundo), aunque no tienen idea de cómo hacerlo. Israel también es un padre sobreprotector, que enterado de que su hijo forma parte de un grupo revolucionario y ante la imposibilidad de evitar su inmolación, toma la decisión de unírsele, sólo para estar cerca, para no descuidarlo. Israel es esa joven insensibilizada, enamorada de su líder y capaz de convertirse en mártir por amor, pero también es ese líder mesiánico, dogmático, algo histriónico y, por qué no, histérico, cuyo carisma arrastra a sus compañeros hasta un callejón sin salida. Israel es también el empresario secuestrado de cuyo poder e intereses son garantes las fuerzas militares del país. Israel son a la vez los muertos y los que matan; todo eso parece querer decir Lapid con la compleja red con que teje su historia.
Sin embargo hay algo que puede causar desconfianza, algo que corre bajo las capas más ocultas del relato de Policeman. La sensación de que, en tanto espectadores, cualquiera es pasible de ser manipulado. Sobre el final será lícito preguntarse si no es eso lo que la película ha querido.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
CINE - "En el camino" (On the road), de Walter Salles: Calcar un libro
Hay libros que son pesados. No por tediosos, sino porque poseen un valor simbólico que casi (o sin casi) los convierte en una suerte de Santo Grial. Libros que marcan épocas porque marcan a generaciones enteras, incluso más allá del universo exclusivo de sus lectores. Walter Salles, director de películas como Estación Central y Diarios de Motocicleta, declaró cada vez que pudo cuánto lo había deslumbrado en su adolescencia la lectura de En el camino y cuánto lo conmueve todavía. Justamente la novela de Jack Kerouac, obra capital de la Generación Beat que el autor comparte sobre todo con Allen Ginsberg y William Burroughs, y en parte responsable de haber cambiado la historia cultural del siglo XX, es uno de esos libros.
Desde que se publicó en 1957, varios se propusieron filmar En el camino, pero el proyecto siempre fue abandonado a mitad del recorrido. Es cierto que Salles al fin lo consiguió, pero, a pesar de que su adaptación de los días motoqueros del Che Guevara permitía ilusionarse con un genuino relato rutero, la que esta vez se quedó a medio camino fue la película.
Y no por falta de fidelidad, que no es necesariamente un problema a la hora del traspaso de la literatura al cine, ni por falencias técnicas. Tampoco por problemas de elenco: Salles reunió a un pequeño seleccionado con varios de los mejores actores y algunas estrellitas del cine actual (la notable Amy Adams y el “cuervo” feliz de Viggo Mortensen integran la primera categoría, y los jóvenes Sam Riley y Kristen Stewart la segunda). Lo que lastra, en el estricto sentido de la palabra, a este último trabajo del director brasileño, con el que compitió por la Palma de Oro en Cannes 2012, es una dificultad mucho más sutil que deriva de aquel peso del original.
El primer indicio se encuentra en la superficie misma del relato, en la decisión de incluir un narrador omnipresente de excesiva intención literaria, que parece venir a certificar que lo que se está viendo no es una película cualquiera, sino la adaptación de un gran libro. Pero no es la figura del narrador el verdadero problema, sino la subrayada intención poética de su constante irrupción. Y cuando en el cine la poesía debe ser dicha todo el tiempo, es porque de algún modo se ha fracasado en su traducción al lenguaje cinematográfico. Del mismo modo, los viajes que realizan los protagonistas por las rutas de los Estados Unidos nunca consiguen transmitir del todo esa sensación de un devenir vital que desbordaban en el libro, sino que más se parecen a un ir y venir encaprichado.
En el camino también exhibe dificultades para representar de manera vívida el carácter transgresor que el relato de Kerouac tuvo para su época. Pero no se trata sólo de que ese y otros detalles estén o no presentes, sino de que por delante, como un filtro que lo aligera todo, está el excesivo respeto de Salles por la novela. Como si su admiración por la pesada obra de Kerouac no le hubiera permitido trascenderla, sino apenas calcarla.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Desde que se publicó en 1957, varios se propusieron filmar En el camino, pero el proyecto siempre fue abandonado a mitad del recorrido. Es cierto que Salles al fin lo consiguió, pero, a pesar de que su adaptación de los días motoqueros del Che Guevara permitía ilusionarse con un genuino relato rutero, la que esta vez se quedó a medio camino fue la película.
Y no por falta de fidelidad, que no es necesariamente un problema a la hora del traspaso de la literatura al cine, ni por falencias técnicas. Tampoco por problemas de elenco: Salles reunió a un pequeño seleccionado con varios de los mejores actores y algunas estrellitas del cine actual (la notable Amy Adams y el “cuervo” feliz de Viggo Mortensen integran la primera categoría, y los jóvenes Sam Riley y Kristen Stewart la segunda). Lo que lastra, en el estricto sentido de la palabra, a este último trabajo del director brasileño, con el que compitió por la Palma de Oro en Cannes 2012, es una dificultad mucho más sutil que deriva de aquel peso del original.
El primer indicio se encuentra en la superficie misma del relato, en la decisión de incluir un narrador omnipresente de excesiva intención literaria, que parece venir a certificar que lo que se está viendo no es una película cualquiera, sino la adaptación de un gran libro. Pero no es la figura del narrador el verdadero problema, sino la subrayada intención poética de su constante irrupción. Y cuando en el cine la poesía debe ser dicha todo el tiempo, es porque de algún modo se ha fracasado en su traducción al lenguaje cinematográfico. Del mismo modo, los viajes que realizan los protagonistas por las rutas de los Estados Unidos nunca consiguen transmitir del todo esa sensación de un devenir vital que desbordaban en el libro, sino que más se parecen a un ir y venir encaprichado.
En el camino también exhibe dificultades para representar de manera vívida el carácter transgresor que el relato de Kerouac tuvo para su época. Pero no se trata sólo de que ese y otros detalles estén o no presentes, sino de que por delante, como un filtro que lo aligera todo, está el excesivo respeto de Salles por la novela. Como si su admiración por la pesada obra de Kerouac no le hubiera permitido trascenderla, sino apenas calcarla.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
domingo, 15 de diciembre de 2013
DISCOS - "Brasil" (1989), de Ratos de Porão: Un futuro no tan distinto
Entre la crisis por el mundial de fútbol y la crisis mundial propiamente dicha, este año Brasil volvió a reventar de problemas que los últimos gobiernos populares parecían haber minimizado, pero que siguen sin resolver. Y todo por aumentar el valor del boleto del colectivo. A mí, que formalmente nunca estuve muy pendiente de la coyuntura política, todo ese revoltijo social a la brasileña, en el que se mezcla la pobreza con la brutalidad policial y donde el fútbol es siempre un dios omnipresente, no hizo sino recordarme el mejor trabajo de los paulistas Ratos de Porão. Que justamente se titula Brasil y tuve la suerte de descubrir en 1989, el mismo año en que se editó. Se trata de uno de los discos más salvajes y políticos que se hayan grabado nunca. Directo y contestatario, en su increíble tapa se amontonan los grandes problemas que acosan desde siempre al país amazónico, ocultos detrás de una cancha de fútbol y de un hombre famélico y desdentado en primer plano. A mis 19 años ese prodigio de furiosa lucidez me impresionó de tal manera, que no pude sino pensar que el mundo era definitivamente una mierda. Es probable que todos, el mundo, Brasil y yo, no hayamos cambiado mucho.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
lunes, 9 de diciembre de 2013
LIBROS - "Oesterheld, viñetas y revolución", de Hugo Montero: Parte de una vida
Todos los 4 de septiembre es, desde que en 2009 lo oficializara la Legislatura Porteña, el Día de la Historieta. La iniciativa la habían convertido en proyecto un grupo de artistas y fanáticos del género, que eligieron esa fecha pensando en uno de los hitos de la historieta nacional y en quien es uno de los hombres que han ayudado a elevar al género al lugar que le corresponde dentro de las artes plásticas y narrativas.
Se trata de la fecha en que, en 1957, se editó el primer número de la revista Hora Cero, cuyo fundador fue nada menos que Héctor Oesterheld. Autor de muchos clásicos nacionales, pero sobre todo de El Eternauta, Oesterheld es considerado, si no el padre (el género existía en la Argentina antes de él) por lo menos el gran impulsor, tanto en lo artístico como en lo editorial, de la historieta en el país. Desaparecido como muchos otros artistas talentosos durante la última dictadura militar, los homenajes a su genio y figura se multiplicaron en los últimos 10 años. No es que antes fuera un personaje olvidado, pero ciertamente fue durante la última década que Oesterheld fue honrado con el lugar que se merece dentro de la historia cultural argentina.
Por eso no llama la atención que Cuadernos de Sudestada, una colección de libros editados por la revista homónima, haya dedicado su volumen número once a recorrer su biografía. Como ya había sucedido con artistas como Julio Cortázar o Rodolfo Walsh, la biografía dedicada a Oesterheld no apuesta a trazar un perfil convencional. Bajo el título de Oesterheld, viñetas y revolución, Hugo Montero, su autor, no pretende reconstruir un relato basado en lo cronológico, ni busca hacer un retrato exhaustivo de la vida del biografiado. En cambio, busca concentrarse en un momento determinado, un punto de quiebre fundamental para entender quién fue realmente Héctor Germán Oesterheld. "Yo sabía lo que no quería hacer”, dice Montero de entrada. "No quería limitar la biografía ni poner demasiado acento en su trabajo dentro de la historieta, porque es una historia que está bastante relevada. Tampoco sobre su trabajo orgánico en la prensa de Montoneros. Lo que me interesaba era la transición en la que él empieza a asumir un compromiso político, un punto de quiebre muy particular para un tipo que a los 50 años decide romper con los prejuicios y paradigmas de su edad y de su clase."
De ese modo, Montero decidió eludir las dificultades de meterse con el Oesterheld público, el artista, el empresario editorial, que encarna el menos enriquecedor de los relatos posibles acerca de él. "Para el Viejo aceptar el fracaso económico de un proyecto personal y profesional como la revista Frontera fue un espacio de conflicto y de dificultad, que le representó distanciarse de un montón de colegas. Ese ángulo ofrecía el perfil menos carismático de la figura de Héctor. En cambio en la historia de las reuniones nocturnas en el chalet de San Isidro, con sus hijas y los amigos de ellas, uno encuentra un Héctor distinto, jovial y vital, que rompía con la idea que se puede tener de un intelectual." Al contrario de lo que el imaginario colectivo y social le endosa al estereotipo romántico de la vejez (la figura del anciano sabio en el centro de un grupo de jóvenes que lo escuchan y aprenden), Oesterheld realizó el camino inverso en los últimos años de su vida. "Creo que lo singular en la historia de Oesterheld es esa capacidad que tuvo para entender la realidad a partir de lo que escuchaba en el diálogo con gente más joven, porque sus amigos eran siempre más jóvenes", reflexiona Montero. "Él no tenía amistad con los vecinos del barrio, que lo veían con desconfianza porque era un tipo con costumbres raras para la zona en que vivía, entre San Isidro y Beccar. Un tipo que dejaba el pasto largo, al que no le importaba su apariencia física, que no iba a la iglesia. Sin embargo entre los amigos de las chicas, que tenían un mundo de inquietudes, que ponían en duda sus certezas en la calle, él encontró su propio lenguaje: empezó a escuchar más que hablar. Una capacidad muy rara para un tipo de 50 años con su formación."
Suele ocurrir que quienes, por trabajo o por azar, consiguen conocer profundamente a grandes personajes a los que admiran, acaban decepcionados. Es que hasta los genios son humanos y nadie está exento de defectos y malas costumbres. En ese sentido Montero fue afortunado: escribir la biografía de Oesterheld sólo redundó en más admiración. "Más que responsabilidad el trabajo representaba un desafío, porque de pibe leí casi todo su trabajo en una etapa en la que uno entra a la literatura juvenil o de aventuras un poco por la historieta", confiesa el autor de Oesterheld, viñetas y revolución. "Así que volver a leerlo tantos años después, con otro bagaje de lecturas y con otro conocimiento de la historia militante de Héctor, significó para mí la posibilidad de releer esas aventuras con otros ojos. De encontrar algunos mensajes cifrados, algunas bibliografías filtradas que te hacen disfrutar todavía más de la lectura de su obra."
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Se trata de la fecha en que, en 1957, se editó el primer número de la revista Hora Cero, cuyo fundador fue nada menos que Héctor Oesterheld. Autor de muchos clásicos nacionales, pero sobre todo de El Eternauta, Oesterheld es considerado, si no el padre (el género existía en la Argentina antes de él) por lo menos el gran impulsor, tanto en lo artístico como en lo editorial, de la historieta en el país. Desaparecido como muchos otros artistas talentosos durante la última dictadura militar, los homenajes a su genio y figura se multiplicaron en los últimos 10 años. No es que antes fuera un personaje olvidado, pero ciertamente fue durante la última década que Oesterheld fue honrado con el lugar que se merece dentro de la historia cultural argentina.
Por eso no llama la atención que Cuadernos de Sudestada, una colección de libros editados por la revista homónima, haya dedicado su volumen número once a recorrer su biografía. Como ya había sucedido con artistas como Julio Cortázar o Rodolfo Walsh, la biografía dedicada a Oesterheld no apuesta a trazar un perfil convencional. Bajo el título de Oesterheld, viñetas y revolución, Hugo Montero, su autor, no pretende reconstruir un relato basado en lo cronológico, ni busca hacer un retrato exhaustivo de la vida del biografiado. En cambio, busca concentrarse en un momento determinado, un punto de quiebre fundamental para entender quién fue realmente Héctor Germán Oesterheld. "Yo sabía lo que no quería hacer”, dice Montero de entrada. "No quería limitar la biografía ni poner demasiado acento en su trabajo dentro de la historieta, porque es una historia que está bastante relevada. Tampoco sobre su trabajo orgánico en la prensa de Montoneros. Lo que me interesaba era la transición en la que él empieza a asumir un compromiso político, un punto de quiebre muy particular para un tipo que a los 50 años decide romper con los prejuicios y paradigmas de su edad y de su clase."
De ese modo, Montero decidió eludir las dificultades de meterse con el Oesterheld público, el artista, el empresario editorial, que encarna el menos enriquecedor de los relatos posibles acerca de él. "Para el Viejo aceptar el fracaso económico de un proyecto personal y profesional como la revista Frontera fue un espacio de conflicto y de dificultad, que le representó distanciarse de un montón de colegas. Ese ángulo ofrecía el perfil menos carismático de la figura de Héctor. En cambio en la historia de las reuniones nocturnas en el chalet de San Isidro, con sus hijas y los amigos de ellas, uno encuentra un Héctor distinto, jovial y vital, que rompía con la idea que se puede tener de un intelectual." Al contrario de lo que el imaginario colectivo y social le endosa al estereotipo romántico de la vejez (la figura del anciano sabio en el centro de un grupo de jóvenes que lo escuchan y aprenden), Oesterheld realizó el camino inverso en los últimos años de su vida. "Creo que lo singular en la historia de Oesterheld es esa capacidad que tuvo para entender la realidad a partir de lo que escuchaba en el diálogo con gente más joven, porque sus amigos eran siempre más jóvenes", reflexiona Montero. "Él no tenía amistad con los vecinos del barrio, que lo veían con desconfianza porque era un tipo con costumbres raras para la zona en que vivía, entre San Isidro y Beccar. Un tipo que dejaba el pasto largo, al que no le importaba su apariencia física, que no iba a la iglesia. Sin embargo entre los amigos de las chicas, que tenían un mundo de inquietudes, que ponían en duda sus certezas en la calle, él encontró su propio lenguaje: empezó a escuchar más que hablar. Una capacidad muy rara para un tipo de 50 años con su formación."
Suele ocurrir que quienes, por trabajo o por azar, consiguen conocer profundamente a grandes personajes a los que admiran, acaban decepcionados. Es que hasta los genios son humanos y nadie está exento de defectos y malas costumbres. En ese sentido Montero fue afortunado: escribir la biografía de Oesterheld sólo redundó en más admiración. "Más que responsabilidad el trabajo representaba un desafío, porque de pibe leí casi todo su trabajo en una etapa en la que uno entra a la literatura juvenil o de aventuras un poco por la historieta", confiesa el autor de Oesterheld, viñetas y revolución. "Así que volver a leerlo tantos años después, con otro bagaje de lecturas y con otro conocimiento de la historia militante de Héctor, significó para mí la posibilidad de releer esas aventuras con otros ojos. De encontrar algunos mensajes cifrados, algunas bibliografías filtradas que te hacen disfrutar todavía más de la lectura de su obra."
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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domingo, 8 de diciembre de 2013
CINE - Entrevista con el crítico y cineasta Jean-Louis Comolli: La resistencia crítica
Ya era raro que a alguien nacido durante el siglo XX no le gustara el cine o que, por lo menos, no le llamara la atención. Pero hoy, de lleno en el incipiente pero ya firme siglo XXI, la Era Audiovisual, el cine forma parte de los lenguajes cotidianos de casi cualquier persona dentro del mundo. (Es importante aclarar eso de “dentro del mundo”, porque es un hecho que, aunque todos vivimos “en el mundo”, hay quienes eligen, o peor, están condenados a quedarse afuera.) Entonces pasa lo mismo que con el fútbol en la Argentina, donde todo el mundo se cree Menotti, Bilardo, Macaya Márquez: cualquiera se siente con derecho a enjuiciar a tal director, a despreciar a esta u aquella película y, en definitiva, todos nos sentimos capaces de escribir un guión, de filmarlo y de hacerlo mejor que nadie. Ni hablar de los críticos. Pegarle a los críticos es un deporte nacional, basta darse una vueltita por cualquier portal de cine que tenga a la crítica entre sus intereses: los directores le pegan a los críticos (el prestigioso Juan José Campanella incluso los manda, dixit, a la concha de su hermana), los espectadores le pegan a los críticos e incluso los críticos, como era de esperarse, se pegan entre sí. Pareciera que todos somos críticos o directores de cine. O tal vez no se trate sólo de apariencias, sino de una realidad. Como le ocurría al protagonista de Soy leyenda, el enorme clásico de Richard Matheson, único sobreviviente de un holocausto atómico en un mundo habitado por humanos convertidos en vampiros, quizá va siendo hora de admitir la realidad. ¿No será que en el fondo la cosa es realmente así? ¿Que cualquiera puede filmar una película y que todos somos capaces de aplicar los procedimientos críticos? Y si el punk rock revolucionó la música con el lema “Cualquiera puede hacerlo”, ¿por qué ese mismo concepto no se aplicaría al cine o a la crítica?
Para hablar de eso y sacarse todas las dudas, no hay mejor interlocutor que el francés Jean Louis Comolli. Crítico y cineasta que participó activamente de uno de los períodos más efervescentes de la historia, la década de 1960, Comolli comenzó su relación con el cine como cualquiera: viendo películas. Pero en un momento determinado se dio cuenta que podía irse más allá de esa instancia de simplemente ver. “Era muy joven, tenía 21 años e iba a la Cinemateca en París. Ahí conocí a algunos críticos que escribían en los Cahiers du Cinema, que en aquel momento estaban necesitando contar con más colaboradores y entonces me propusieron escribir. Así empecé”, cuenta Comolli. Cahiers fue una publicación que revolucionó no sólo a la crítica cinematográfica, sino también la forma de ver y de hacer cine. Algunos de los directores más importantes de la rica historia del cine francés fueron primero críticos de los Cahiers: Truffaut, Godard, Resnais, Chabrol. Comolli entró a la revista en 1962 y se desempeñó como editor en jefe entre 1966 y 1978. Durante esos años el cine se transformó radicalmente. “A finales de los 50 la Nouvelle Vague le creó un problema al sistema cinematográfico de Hollywood, porque el cine salió de los estudios. Hizo su aparición lo que se llamó el Nuevo Cine en Checoslovaquia, Hungría, en Brasil, con Glauber Rocha. En Francia, por supuesto, y en Italia, con Bertollucci y Bellochio. Todo eso ocurrió entre el 60 y el 62, y el paisaje del cine cambió por completo”, recuerda Comolli sin nostalgia. “Muchos jóvenes en aquel momento se convencieron de que podían hacer películas, lo que era totalmente imposible durante la era de los estudios”, concluye.
-¿Y si se compara aquella época con la actualidad?
-Lo que cambió es que el cine se liberalizó. Se democratizó: hoy todo el mundo puede hacer películas. Las cámaras no son caras, hay una apertura mayor que permite que, dentro o fuera del sistema, se produzcan muchas más películas. Sólo hay que tener ideas. Antes no existía el concepto de “fuera del sistema”.
-Usted utilizó la palabra “liberalización” para hablar de un proceso de apertura de los medios de producción. Esa puede ser una palabra confusa.
-Estamos de acuerdo. Quise decir “liberación”.
-Pero lo curioso es que han ocurrido ambas cosas, porque así como se ha liberado, también se ha liberalizado.
-Sí. El liberalismo es una falsa libertad, sólo es el eslogan de la libertad, porque en la realidad es la opresión. Se asiste hoy en todo el mundo a una alianza entre las fuerzas autoritarias, disciplinarias, militares, y el liberalismo. El liberalismo se transformó en autoritario: se pone a la gente en prisión, se reprime. Es un liberalismo que sólo es tal en relación al dinero. El dinero está liberalizado, pero los ciudadanos no.
-¿Y qué efectos provoca eso sobre el espectador?
-La cuestión del espectador es crucial, porque es un frente de batalla donde hay un combate en curso para saber qué tipo de espectador estamos fabricando. El espectador de cine sentado en un sillón durante dos horas sin hablar pone en juego su lucidez mental, pero no su actividad física. Ese espectador no es deseado por el mercado, porque la actividad mental no es comercializable, sino que es el acto, el gesto, lo que puede ser recuperado por el mercado. Si pasás por un supermercado y sólo mirás, no está bien: se supone que hay que agarrar algo, ir a la caja y pagar. Ahí sí está todo bien. Del mismo modo, el mercado influyó de a poco en la idea de un espectador consumidor. En TV es fácil, porque hay que presionar teclas, se llama por teléfono, se participa de un juego, entonces ya no se es espectador, sino actor. En el cine eso no es posible, y hay que luchar para que el espectador de cine siga existiendo.
-¿Pero el cine resiste a esa mercantilización o se trata de una batalla perdida?
-En el cine, desde sus orígenes hasta hoy, el trabajo consiste en articular lo visible con lo no visible. Ahora bien, lo no visible es muy importante cinematográficamente, pero no para el mercado. Porque, como dijo Marx, la mercadería necesita luz, necesita ser vista. Hay una alianza entre mercadería y espectáculo, y eso es lo que el capital ubica en el cine que tiene aspectos espectaculares. Pero el cine también posee aspectos no espectaculares, en donde las formas son potentes. Ese cine sigue existiendo, hecho por cineastas que resisten a los fantasmas del mercado que hacen que todo se vuelva completamente visible. Es decir: comprable.
-¿Cómo se hace desde la crítica para no ser cómplice de esa mercantilización?
-Denunciarlo. En mi época en los Cahiers la revista se politizó a partir de nuestra influencia. Esa politización se vio acompañada de un cambio de actitud en la crítica. Por ejemplo, se dejó de ir a proyecciones privadas y se veía las películas en las proyecciones normales. Ya no íbamos a los festivales, no se jugaba el juego de la crítica más o menos corrupta (o corrompida), que siempre está invitada, a la que se le hacen regalos. Nosotros salimos de eso como gesto de rechazo y nos tuvieron mucha rabia, no gustó para nada. Y todavía ahora, más de 50 años después, tengo que luchar. Felizmente hay gente que me apoya, pero sí quisiera hacer aparecer un artículo en un diario grande, Liberación por ejemplo, es imposible, porque estoy marcado de por vida por esa rebeldía juvenil.
-¿Se puede juzgar al cine cerrándolo dentro del cine mismo, sin atender a sus conexiones, por ejemplo, ideológicas?
-Es absurdo. Siempre, antes del nacimiento del cine y mucho más después, los elementos artísticos están en relación con las ideas del tiempo. La perspectiva nació en Florencia durante el Renacimiento, no en Damasco durante el sultanato de los abisinios. Siempre hay un vínculo estrecho entre la forma de la sociedad y las formas estéticas. El cine llegó en un momento histórico muy importante, a fines del siglo XIX. De la misma época es la Teoría de la Relatividad de Einstein, que dice en sustancia que el observador forma parte de la observación. Y eso es el cine. Al mismo tiempo Max Plank comienza a trabajar en la Teoría de los Quantum. La teoría cuántica dice, en substancia, que una misma partícula puede estar aquí y allá, puede estar presente y ausente. Entonces se revoluciona la física antigua y el cine, de alguna manera, realiza ese principio, porque con el cine se descubrió que una película podía ser mostrada al mismo tiempo en Londres, en Moscú y en Pekín. El cine está dotado de cierta ubicuidad de la que carecía, por ejemplo, el teatro. Es importante comprender que el cine en el momento de su creación rompió con ciertas tradiciones al mismo tiempo en que la ciencia también lo hacía. El cine no nació en cualquier momento, sino en un momento de crisis de las ciencias tradicionales. En ese mismo momento Freud trabajaba sobre el inconsciente y de todas las artes, la que más trabaja con el inconsciente del espectador es el cine. Así como las ciencias revolucionaron en ese momento la forma de entender el mundo, el cine revolucionó la forma de representarlo. Lo que murió siempre está vivo en el cine: Marilyn, Greta Garbo, Stalin están vivos, están ahí. Esa paradoja formidable, que hace que la imagen tenga una duración de vida superior a la duración de la vida de los seres reales que sirvieron para fabricar esas imágenes, es fundamental en la actualidad. ¿Por qué la gente se hace tomar fotos? ¿Por qué se filman? Para vivir más tiempo en forma de imágenes. Todas esas son cosas que la representación clásica no permitía.
-Dentro del sistema cinematográfico, en el que hay un artista que crea y un espectador que contempla la obra, ¿cuál es lugar que debe ocupar la crítica?
-Para mí la crítica es una relación que se establece con la obra. Me gusta una película y decido trabajar con ella.
-¿Se trata de una relación de igualdad?
-No, las películas siempre son más fuertes que uno. El crítico debe sufrir como un amante debe sufrir porque el ser que ama (la obra) no está a su disposición. Entonces el crítico debe hacer un trabajo, que es un trabajo amoroso, para conseguir tocar algo o alcanzar alguna cosa. Ese es el lugar del crítico. Y todos los espectadores son potencialmente críticos. Si no lo son es porque no practican, pero podrían serlo, porque el crítico es simplemente un espectador más enamorado que los otros. El lugar del espectador y el del crítico es el mismo, lo que cambia es la práctica posterior.
-¿La crítica debe ser despiadada?
-No, eso tiene que ver con las películas como mercadería y ya dije que para mí la relación con las películas es de amor. Y el amor generalmente se le escapa al mercado. Para mí es muy difícil escribir sobre una película que no me gusta. Yo sé por qué no me gusta y puedo escribirlo eventualmente, pero no tengo ganas, porque prefiero dedicar mi fuerza de trabajo a objetos que corresponden a mi deseo. Uno no tiene una fuerza de trabajo infinita, entonces hay que elegir. Pero me ha ocurrido, cuando se trata de películas con una determinada apuesta social o política, criticarlas por esa razón. Por ejemplo escribí un artículo de 40 páginas en contra de Bowling for Columbine, de Michael Moore, para decir por qué esa película no estaba bien. Lo he hecho alguna otra vez, pero no lo volvería a hacer, porque son cosas que se hacen una o dos veces en la vida, sólo cuando vale la pena hacerlo. Hay que tratar de conservar el placer en lo que se hace, aún si se sufre cuando se escribe sobre lo que a uno le gusta, porque a veces escribir es un sufrimiento. Si no tuviera otra cosa que hacer escribiría toda mi vida sobre las películas de John Ford.
-¿Con quién es el compromiso del crítico?
-Pienso que todos los espectadores están en una posición crítica de la cual no tienen consciencia. A la crítica le corresponde dar el paso para que el espectador se haga crítico, algo que no ocurre en el juego social habitual, porque no hay muchas revistas, escribir es difícil. Pero aunque la gente tiene otras cosas que hacer, igual habla mucho de cine. Truffaut solía decir que todos los franceses se consideraban críticos de cine, porque hablaban todo el tiempo de las películas. Y eso me parece que está muy bien.
-¿Cuál es la consecuencia de que no exista masivamente la figura del espectador crítico?
-Es suficiente con que haya uno cada tanto. La masa no es interesante en tanto tal, lo interesante es lo que sobresale. No se puede extraer una estética del hecho masivo. Se puede extraer una sociología, una política, pero no una estética. La estética se ocupa de los puntos más afilados del arte, no se ocupa de los pintores o cineastas de fin de semana. La estética está necesariamente determinada por la fuerza de las obras. Entonces las masas están fuera de eso, porque sólo piensan en términos de consumo. Es lo que hacen los complejos de salas en los shoppings, sólo consideran al espectador en tanto masa: si no entra en una sala, al espectador se lo pone en la de al lado, no importa que película estén pasando.
-Hablemos de lugares comunes. ¿Cómo se lleva con esa afirmación de que los críticos son en realidad artistas frustrados?
-Nosotros, en los Cahiers, casi todos nos hicimos cineastas, porque siempre consideramos que hacer crítica era un modo de hacer películas. No fabricarlas, pero sí pensarlas. Yo creo que eso es la crítica y creo que el espectador también es un director potencial porque, sabiéndolo o no, rehace la película. Hay que salir de la ideología burguesa que considera que los espectadores son espectadores, los críticos críticos y los artistas, artistas. Creo que es más complejo y que, como se dice de la literatura, un libro es la obra de su lector, porque ningún lector lee el mismo libro. Lo mismo ocurre con el cine: cada espectador re esculpe la película, ve cosas que otros no vieron. Ese es otro motivo por el que la noción de masa, de público, no conviene. Como decía Serge Daney: en cine siempre es 1+1+1+1+1, nunca 5, porque cada uno es singular y el cine se dirige a cada individuo como un ser singular. Por eso el cine es político, porque nos incita a salir de la política ciega, masiva, dictatorial. Los nazis administraron una política de masas y yo creo que la política es la confrontación del individuo con la sociedad. El sujeto se afirma en tanto fuerza de pensamiento autónoma que toma consciencia de su alienación y lucha contra ella.
-Hay otra frase que afirma que los artistas son constructores y que los críticos son destructores.
-No, perdón, pero para mí esa es una visión del siglo XIX.
-Pero hay muchos directores que piensan más o menos eso.
-Hay que hacerles tragar el carnet de cineastas. Es que crear y destruir van juntos, uno no va sin el otro. No estamos obligados a citar a Mao, pero él dijo que para construir hay que destruir. Y eso es lo que se hace cuando se filma: se elige filmar esta mesa y no todo el resto de la habitación. De esa manera se hace existir a la mesa y al resto se lo hace desaparecer, se lo destruye. Y siempre es así: cuando se escribe se pone una palabra en lugar de otras. Ese gesto de tomar una decisión por la cual se toma una parte de las cosas, en tanto se rechaza a la otra parte, es el vínculo entre construcción y destrucción. Eso quiere decir que filmar siempre es enceguecer, oscurecer una parte del mundo. André Bazín decía que el cuadro no muestra, sino que oculta: cuando se encuadra lo que se hace es hacer desaparecer una parte de lo visible. Lo que desaparece no muere, no necesariamente está destruido, pero es dejado de lado. Entonces el gesto de crear implica esta parte negativa, porque no se crea agregando una cosa a la otra, en el cine se crea suprimiendo.
-¿Usted que disfruta más? ¿Hacer cine o hacer crítica?
-Todo mi trabajo desde hace 20 años consiste en unir ambas cosas. Es decir, proponer la hipótesis de una teoría crítica que se base y esté validada por la práctica. Y eso es lo que trato de hacer, conjugar crítica y creación.
-Está bien, pero si le quedara un solo día en la vida, qué elegiría. ¿Filmar, mirar o sentarse a escribir?
-Un día no alcanza: digamos dos. Porque cuando uno mira no registra de manera duradera lo que ve. En nuestra memoria queda algo, pero también puede desaparecer. Pero cuando uno filma, lo que filma queda registrado y entonces se puede volver a ver. Para eso serviría ese segundo día, para volver a ver. Porque, y no soy el primero que lo dice, ver es rever, es la segunda vez cuando realmente se ve. Y eso en cine es particularmente importante, porque la cámara registra el mundo, no ve el mundo. Eso es algo que a mucha gente que hace películas se le olvida.
Edición completa de la entrevista publicada en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
Para hablar de eso y sacarse todas las dudas, no hay mejor interlocutor que el francés Jean Louis Comolli. Crítico y cineasta que participó activamente de uno de los períodos más efervescentes de la historia, la década de 1960, Comolli comenzó su relación con el cine como cualquiera: viendo películas. Pero en un momento determinado se dio cuenta que podía irse más allá de esa instancia de simplemente ver. “Era muy joven, tenía 21 años e iba a la Cinemateca en París. Ahí conocí a algunos críticos que escribían en los Cahiers du Cinema, que en aquel momento estaban necesitando contar con más colaboradores y entonces me propusieron escribir. Así empecé”, cuenta Comolli. Cahiers fue una publicación que revolucionó no sólo a la crítica cinematográfica, sino también la forma de ver y de hacer cine. Algunos de los directores más importantes de la rica historia del cine francés fueron primero críticos de los Cahiers: Truffaut, Godard, Resnais, Chabrol. Comolli entró a la revista en 1962 y se desempeñó como editor en jefe entre 1966 y 1978. Durante esos años el cine se transformó radicalmente. “A finales de los 50 la Nouvelle Vague le creó un problema al sistema cinematográfico de Hollywood, porque el cine salió de los estudios. Hizo su aparición lo que se llamó el Nuevo Cine en Checoslovaquia, Hungría, en Brasil, con Glauber Rocha. En Francia, por supuesto, y en Italia, con Bertollucci y Bellochio. Todo eso ocurrió entre el 60 y el 62, y el paisaje del cine cambió por completo”, recuerda Comolli sin nostalgia. “Muchos jóvenes en aquel momento se convencieron de que podían hacer películas, lo que era totalmente imposible durante la era de los estudios”, concluye.
-¿Y si se compara aquella época con la actualidad?
-Lo que cambió es que el cine se liberalizó. Se democratizó: hoy todo el mundo puede hacer películas. Las cámaras no son caras, hay una apertura mayor que permite que, dentro o fuera del sistema, se produzcan muchas más películas. Sólo hay que tener ideas. Antes no existía el concepto de “fuera del sistema”.
-Usted utilizó la palabra “liberalización” para hablar de un proceso de apertura de los medios de producción. Esa puede ser una palabra confusa.
-Estamos de acuerdo. Quise decir “liberación”.
-Pero lo curioso es que han ocurrido ambas cosas, porque así como se ha liberado, también se ha liberalizado.
-Sí. El liberalismo es una falsa libertad, sólo es el eslogan de la libertad, porque en la realidad es la opresión. Se asiste hoy en todo el mundo a una alianza entre las fuerzas autoritarias, disciplinarias, militares, y el liberalismo. El liberalismo se transformó en autoritario: se pone a la gente en prisión, se reprime. Es un liberalismo que sólo es tal en relación al dinero. El dinero está liberalizado, pero los ciudadanos no.
-¿Y qué efectos provoca eso sobre el espectador?
-La cuestión del espectador es crucial, porque es un frente de batalla donde hay un combate en curso para saber qué tipo de espectador estamos fabricando. El espectador de cine sentado en un sillón durante dos horas sin hablar pone en juego su lucidez mental, pero no su actividad física. Ese espectador no es deseado por el mercado, porque la actividad mental no es comercializable, sino que es el acto, el gesto, lo que puede ser recuperado por el mercado. Si pasás por un supermercado y sólo mirás, no está bien: se supone que hay que agarrar algo, ir a la caja y pagar. Ahí sí está todo bien. Del mismo modo, el mercado influyó de a poco en la idea de un espectador consumidor. En TV es fácil, porque hay que presionar teclas, se llama por teléfono, se participa de un juego, entonces ya no se es espectador, sino actor. En el cine eso no es posible, y hay que luchar para que el espectador de cine siga existiendo.
-¿Pero el cine resiste a esa mercantilización o se trata de una batalla perdida?
-En el cine, desde sus orígenes hasta hoy, el trabajo consiste en articular lo visible con lo no visible. Ahora bien, lo no visible es muy importante cinematográficamente, pero no para el mercado. Porque, como dijo Marx, la mercadería necesita luz, necesita ser vista. Hay una alianza entre mercadería y espectáculo, y eso es lo que el capital ubica en el cine que tiene aspectos espectaculares. Pero el cine también posee aspectos no espectaculares, en donde las formas son potentes. Ese cine sigue existiendo, hecho por cineastas que resisten a los fantasmas del mercado que hacen que todo se vuelva completamente visible. Es decir: comprable.
-¿Cómo se hace desde la crítica para no ser cómplice de esa mercantilización?
-Denunciarlo. En mi época en los Cahiers la revista se politizó a partir de nuestra influencia. Esa politización se vio acompañada de un cambio de actitud en la crítica. Por ejemplo, se dejó de ir a proyecciones privadas y se veía las películas en las proyecciones normales. Ya no íbamos a los festivales, no se jugaba el juego de la crítica más o menos corrupta (o corrompida), que siempre está invitada, a la que se le hacen regalos. Nosotros salimos de eso como gesto de rechazo y nos tuvieron mucha rabia, no gustó para nada. Y todavía ahora, más de 50 años después, tengo que luchar. Felizmente hay gente que me apoya, pero sí quisiera hacer aparecer un artículo en un diario grande, Liberación por ejemplo, es imposible, porque estoy marcado de por vida por esa rebeldía juvenil.
-¿Se puede juzgar al cine cerrándolo dentro del cine mismo, sin atender a sus conexiones, por ejemplo, ideológicas?
-Es absurdo. Siempre, antes del nacimiento del cine y mucho más después, los elementos artísticos están en relación con las ideas del tiempo. La perspectiva nació en Florencia durante el Renacimiento, no en Damasco durante el sultanato de los abisinios. Siempre hay un vínculo estrecho entre la forma de la sociedad y las formas estéticas. El cine llegó en un momento histórico muy importante, a fines del siglo XIX. De la misma época es la Teoría de la Relatividad de Einstein, que dice en sustancia que el observador forma parte de la observación. Y eso es el cine. Al mismo tiempo Max Plank comienza a trabajar en la Teoría de los Quantum. La teoría cuántica dice, en substancia, que una misma partícula puede estar aquí y allá, puede estar presente y ausente. Entonces se revoluciona la física antigua y el cine, de alguna manera, realiza ese principio, porque con el cine se descubrió que una película podía ser mostrada al mismo tiempo en Londres, en Moscú y en Pekín. El cine está dotado de cierta ubicuidad de la que carecía, por ejemplo, el teatro. Es importante comprender que el cine en el momento de su creación rompió con ciertas tradiciones al mismo tiempo en que la ciencia también lo hacía. El cine no nació en cualquier momento, sino en un momento de crisis de las ciencias tradicionales. En ese mismo momento Freud trabajaba sobre el inconsciente y de todas las artes, la que más trabaja con el inconsciente del espectador es el cine. Así como las ciencias revolucionaron en ese momento la forma de entender el mundo, el cine revolucionó la forma de representarlo. Lo que murió siempre está vivo en el cine: Marilyn, Greta Garbo, Stalin están vivos, están ahí. Esa paradoja formidable, que hace que la imagen tenga una duración de vida superior a la duración de la vida de los seres reales que sirvieron para fabricar esas imágenes, es fundamental en la actualidad. ¿Por qué la gente se hace tomar fotos? ¿Por qué se filman? Para vivir más tiempo en forma de imágenes. Todas esas son cosas que la representación clásica no permitía.
-Dentro del sistema cinematográfico, en el que hay un artista que crea y un espectador que contempla la obra, ¿cuál es lugar que debe ocupar la crítica?
-Para mí la crítica es una relación que se establece con la obra. Me gusta una película y decido trabajar con ella.
-¿Se trata de una relación de igualdad?
-No, las películas siempre son más fuertes que uno. El crítico debe sufrir como un amante debe sufrir porque el ser que ama (la obra) no está a su disposición. Entonces el crítico debe hacer un trabajo, que es un trabajo amoroso, para conseguir tocar algo o alcanzar alguna cosa. Ese es el lugar del crítico. Y todos los espectadores son potencialmente críticos. Si no lo son es porque no practican, pero podrían serlo, porque el crítico es simplemente un espectador más enamorado que los otros. El lugar del espectador y el del crítico es el mismo, lo que cambia es la práctica posterior.
-¿La crítica debe ser despiadada?
-No, eso tiene que ver con las películas como mercadería y ya dije que para mí la relación con las películas es de amor. Y el amor generalmente se le escapa al mercado. Para mí es muy difícil escribir sobre una película que no me gusta. Yo sé por qué no me gusta y puedo escribirlo eventualmente, pero no tengo ganas, porque prefiero dedicar mi fuerza de trabajo a objetos que corresponden a mi deseo. Uno no tiene una fuerza de trabajo infinita, entonces hay que elegir. Pero me ha ocurrido, cuando se trata de películas con una determinada apuesta social o política, criticarlas por esa razón. Por ejemplo escribí un artículo de 40 páginas en contra de Bowling for Columbine, de Michael Moore, para decir por qué esa película no estaba bien. Lo he hecho alguna otra vez, pero no lo volvería a hacer, porque son cosas que se hacen una o dos veces en la vida, sólo cuando vale la pena hacerlo. Hay que tratar de conservar el placer en lo que se hace, aún si se sufre cuando se escribe sobre lo que a uno le gusta, porque a veces escribir es un sufrimiento. Si no tuviera otra cosa que hacer escribiría toda mi vida sobre las películas de John Ford.
-¿Con quién es el compromiso del crítico?
-Pienso que todos los espectadores están en una posición crítica de la cual no tienen consciencia. A la crítica le corresponde dar el paso para que el espectador se haga crítico, algo que no ocurre en el juego social habitual, porque no hay muchas revistas, escribir es difícil. Pero aunque la gente tiene otras cosas que hacer, igual habla mucho de cine. Truffaut solía decir que todos los franceses se consideraban críticos de cine, porque hablaban todo el tiempo de las películas. Y eso me parece que está muy bien.
-¿Cuál es la consecuencia de que no exista masivamente la figura del espectador crítico?
-Es suficiente con que haya uno cada tanto. La masa no es interesante en tanto tal, lo interesante es lo que sobresale. No se puede extraer una estética del hecho masivo. Se puede extraer una sociología, una política, pero no una estética. La estética se ocupa de los puntos más afilados del arte, no se ocupa de los pintores o cineastas de fin de semana. La estética está necesariamente determinada por la fuerza de las obras. Entonces las masas están fuera de eso, porque sólo piensan en términos de consumo. Es lo que hacen los complejos de salas en los shoppings, sólo consideran al espectador en tanto masa: si no entra en una sala, al espectador se lo pone en la de al lado, no importa que película estén pasando.
-Hablemos de lugares comunes. ¿Cómo se lleva con esa afirmación de que los críticos son en realidad artistas frustrados?
-Nosotros, en los Cahiers, casi todos nos hicimos cineastas, porque siempre consideramos que hacer crítica era un modo de hacer películas. No fabricarlas, pero sí pensarlas. Yo creo que eso es la crítica y creo que el espectador también es un director potencial porque, sabiéndolo o no, rehace la película. Hay que salir de la ideología burguesa que considera que los espectadores son espectadores, los críticos críticos y los artistas, artistas. Creo que es más complejo y que, como se dice de la literatura, un libro es la obra de su lector, porque ningún lector lee el mismo libro. Lo mismo ocurre con el cine: cada espectador re esculpe la película, ve cosas que otros no vieron. Ese es otro motivo por el que la noción de masa, de público, no conviene. Como decía Serge Daney: en cine siempre es 1+1+1+1+1, nunca 5, porque cada uno es singular y el cine se dirige a cada individuo como un ser singular. Por eso el cine es político, porque nos incita a salir de la política ciega, masiva, dictatorial. Los nazis administraron una política de masas y yo creo que la política es la confrontación del individuo con la sociedad. El sujeto se afirma en tanto fuerza de pensamiento autónoma que toma consciencia de su alienación y lucha contra ella.
-Hay otra frase que afirma que los artistas son constructores y que los críticos son destructores.
-No, perdón, pero para mí esa es una visión del siglo XIX.
-Pero hay muchos directores que piensan más o menos eso.
-Hay que hacerles tragar el carnet de cineastas. Es que crear y destruir van juntos, uno no va sin el otro. No estamos obligados a citar a Mao, pero él dijo que para construir hay que destruir. Y eso es lo que se hace cuando se filma: se elige filmar esta mesa y no todo el resto de la habitación. De esa manera se hace existir a la mesa y al resto se lo hace desaparecer, se lo destruye. Y siempre es así: cuando se escribe se pone una palabra en lugar de otras. Ese gesto de tomar una decisión por la cual se toma una parte de las cosas, en tanto se rechaza a la otra parte, es el vínculo entre construcción y destrucción. Eso quiere decir que filmar siempre es enceguecer, oscurecer una parte del mundo. André Bazín decía que el cuadro no muestra, sino que oculta: cuando se encuadra lo que se hace es hacer desaparecer una parte de lo visible. Lo que desaparece no muere, no necesariamente está destruido, pero es dejado de lado. Entonces el gesto de crear implica esta parte negativa, porque no se crea agregando una cosa a la otra, en el cine se crea suprimiendo.
-¿Usted que disfruta más? ¿Hacer cine o hacer crítica?
-Todo mi trabajo desde hace 20 años consiste en unir ambas cosas. Es decir, proponer la hipótesis de una teoría crítica que se base y esté validada por la práctica. Y eso es lo que trato de hacer, conjugar crítica y creación.
-Está bien, pero si le quedara un solo día en la vida, qué elegiría. ¿Filmar, mirar o sentarse a escribir?
-Un día no alcanza: digamos dos. Porque cuando uno mira no registra de manera duradera lo que ve. En nuestra memoria queda algo, pero también puede desaparecer. Pero cuando uno filma, lo que filma queda registrado y entonces se puede volver a ver. Para eso serviría ese segundo día, para volver a ver. Porque, y no soy el primero que lo dice, ver es rever, es la segunda vez cuando realmente se ve. Y eso en cine es particularmente importante, porque la cámara registra el mundo, no ve el mundo. Eso es algo que a mucha gente que hace películas se le olvida.
Edición completa de la entrevista publicada en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
jueves, 5 de diciembre de 2013
CINE - "Paranoia", de Robert Luketic: El bien y el mal en cuestión
Siempre tienen algo interesante las películas como Paranoia, de Robert Luketic, que aprovechan narrativamente las aristas perversas del sistema social estadounidense para mostrar el dilema del hombre común ante la elección cotidiana entre el bien y el mal. O eso parece en principio. Es que, al menos en apariencia, estas películas nadan contra la corriente de su propio entorno, el híper industrializado cine de Hollywood. No es menor mencionar el tema de las apariencias. Porque así como en los thrillers de espionaje siempre hay cosas que terminan siendo lo contrario de lo que parecen, en este hay además una máscara de crítica social que oculta una mirada absolutamente conservadora de la realidad.
Emparentada de algún modo lejano con Enemigo público, una de las mejores películas del enorme (y desparejo) Tony Scott, Paranoia despliega un arsenal tecnológico de vigilancia en torno al protagonista, un joven aspirante a empresario, cuyas ambiciones y orgullo lo empujarán a meterse en un laberinto de intereses entre dos magnates de las comunicaciones, pero sin el hilo que lo ayude a salir. Sin embargo la película nunca consigue crear una sensación de agobio convincente y en eso está a años luz de la de Scott. Por el contrario, Paranoia se extravía en escenas más próximas a las producciones fotográficas de la revista Vogue que a un thriller de espionaje.
No es una novedad que con el entuerto entre capitalismo y comunismo en principio resuelto, el cine de espionaje ha cambiado su eje, pasando de girar alrededor de la política para hacerlo en torno a la economía. Si hasta 1990 los que se espiaban eran los estados, en el siglo XXI la inteligencia encontró un nuevo horizonte en el mundo corporativo. Un cambio de paradigma del que, por supuesto, el cine ha tomado debida nota y Paranoia es un ejemplo de eso, aunque no el mejor.
Porque, a pesar de que parece venir a enjuiciar el carácter insensible del universo corporativo, Paranoia esconde bajo el poncho del final feliz una perfil conservador que anula los impostados esbozos de crítica. La película asume que la honestidad (o cualquier otro valor) es despreciable cuando no produce ganancia (y dentro de un sistema despiadado nunca lo hace). Uno de los dos empresarios que interpretan Harrison Ford y Gary Oldman, dice con claridad que no existen el bien y el mal, sino ganar o perder, por lo tanto el dilema esbozado al comienzo de este texto se vuelve ficticio y eso redunda en un relato sin densidad dramática. Sin bien ni mal a la vista y obligados a apostar a ganador, sólo queda elegir si ver o no esta película.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Emparentada de algún modo lejano con Enemigo público, una de las mejores películas del enorme (y desparejo) Tony Scott, Paranoia despliega un arsenal tecnológico de vigilancia en torno al protagonista, un joven aspirante a empresario, cuyas ambiciones y orgullo lo empujarán a meterse en un laberinto de intereses entre dos magnates de las comunicaciones, pero sin el hilo que lo ayude a salir. Sin embargo la película nunca consigue crear una sensación de agobio convincente y en eso está a años luz de la de Scott. Por el contrario, Paranoia se extravía en escenas más próximas a las producciones fotográficas de la revista Vogue que a un thriller de espionaje.
No es una novedad que con el entuerto entre capitalismo y comunismo en principio resuelto, el cine de espionaje ha cambiado su eje, pasando de girar alrededor de la política para hacerlo en torno a la economía. Si hasta 1990 los que se espiaban eran los estados, en el siglo XXI la inteligencia encontró un nuevo horizonte en el mundo corporativo. Un cambio de paradigma del que, por supuesto, el cine ha tomado debida nota y Paranoia es un ejemplo de eso, aunque no el mejor.
Porque, a pesar de que parece venir a enjuiciar el carácter insensible del universo corporativo, Paranoia esconde bajo el poncho del final feliz una perfil conservador que anula los impostados esbozos de crítica. La película asume que la honestidad (o cualquier otro valor) es despreciable cuando no produce ganancia (y dentro de un sistema despiadado nunca lo hace). Uno de los dos empresarios que interpretan Harrison Ford y Gary Oldman, dice con claridad que no existen el bien y el mal, sino ganar o perder, por lo tanto el dilema esbozado al comienzo de este texto se vuelve ficticio y eso redunda en un relato sin densidad dramática. Sin bien ni mal a la vista y obligados a apostar a ganador, sólo queda elegir si ver o no esta película.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
miércoles, 4 de diciembre de 2013
PREMIOS - "Mis días con Giselle Rímolo en la cárcel", de María Silvina Prieto: Contar el encierro
Una las primeras lecciones que suelen recibir los alumnos de todas las escuelas de periodismo, se refiere al carácter en esencia extraordinario de la noticia y suele resumirse en una frase, que a fuerza de reiteraciones se ha convertido en un lugar común: “No es noticia que un perro muerda a una persona; la noticia sería que la persona mordiera al perro”. Según esta idea, las noticias deben dar cuenta de aquellos hechos imprevisibles o sorpresivos que van contra la naturaleza misma. Desde esa lógica simple puede afirmarse que la mitad de las noticias que se publican en los diarios en realidad no lo son. Por ejemplo, la corrupción parece tan propia de la clase política como el morder es natural en un perro. La noticia sería entonces que un político estuviera limpio de sospechas. O, ya que esta es la sección de cultura, vale mencionar el caso de los escritores. No debiera ser noticia que los buenos escritores recibieran premios por sus mejores trabajos. En ese caso la noticia sería otra, por ejemplo: “Pésimo escritor recibe Gran Premio de Literatura”. Lo increíble es que esto a veces ocurre, pero es raro que los diarios lo comenten.
Con las cárceles pasa lo mismo. ¿Por qué serían noticia el estallido de un nuevo motín; o las pésimas condiciones sanitarias de los penales; o maltrato que reciben los internos por parte del personal penitenciario o de de sus propios compañeros de encierro? ¿No es eso lo que se espera que ocurra en una cárcel, ese espacio que en el imaginario de la clase media pequeño burguesa representa poco menos que el infierno? Lo cierto es que los diarios no acostumbran a dar buenas nuevas relacionadas con las cárceles cuando, justamente, esas serían las auténticas noticias. Por eso es grato informar que María Silvina Prieto, una mujer de 46 años detenida en el Penal de Mujeres de Ezeiza, es la ganadora del Primer Premio de Crónicas La Voluntad, organizado por la Fundación Tomás Eloy Martínez, editorial Planeta y revista Anfibia. Una verdadera noticia no sólo porque contradice las expectativas, sino porque expande la definición de la realidad y demuestra que el mundo es mucho más grande que los límites que imponen los prejuicios.
Titulada Mis días con Giselle Rímolo en la cárcel, la crónica de Prieto pone en primer plano al personaje mediático de la falsa médica y utiliza como excusa la experiencia de un espacio de reclusión compartido, para realizar un relato sotto voce (pero no tanto) de la vida carcelaria. Un retrato que justamente es sorprendente porque se aleja de los sórdidos clisés que cierto morbo editorial necesita encontrar en un relato carcelario. Pero este logro de Prieto no es casual. Más bien se trata de un ejemplo del ejercicio de la voluntad, en un estupendo caso de sincronía que le hace honor al nombre del concurso. Es que Prieto, condenada a prisión perpetua, decidió usar su encierro para cambiar su vida. Participó en infinidad de talleres de escritura, de poesía, de narración; fue parte de la película Lunas cautivas-Historias de poetas presas, de Marcia Paradiso, y junto a Liliana Cabrera, una de sus compañeras de prisión, fundó la editorial cartonera Me muero muerta, que funciona dentro de la unidad carcelaria 31 de Ezeiza, a través de la cual editan sus libros.
Para Eduardo Anguita –quien formó parte del jurado que premió el texto de Prieto, tarea que compartió con Paula Pérez Alonso, Martín Caparrós, Ezequiel Martínez y Cristian Alarcón-, esta primera edición del Premio de Crónicas La Voluntad fue un éxito, con más de 150 trabajos recibidos. Anguita considera que uno de los méritos del texto de Prieto es que consigue darle “un toque de originalidad a un personaje intrascendente como Giselle Rímolo” a partir de hacerla aparecer “en una serie de escenas que podrían ser más un relato costumbrista que de una crónica profunda o un relato antropológico”. Luego de elegirla ganadora, la confirmación de que la autora se encontraba detenida representó para él un llamado a la memoria. “En lo personal, no pude evitar recordar las cosas que escribían mis compañeros cuando estábamos presos, aquellos los relatos publicados en La Gaviota Blindada, un periódico sensacional que editábamos clandestinamente en el penal de Rawson”.
Por eso Anguita no duda cuando afirma que el trabajo premiado es un relato de libertad. “Hay una frase tumbera que circula entre los presos que toman pastillas para dormir 16 horas por día, que dice que de ese modo ‘le robás horas al juez’. De esa manera estás libre, te alienás un poco para no sentir el peso de la prisión. Lo que hace Prieto es un ejercicio de libertad creativo y consciente, porque logra en el momento en que escribe estar ajena al hormigón y a los barrotes. Cuando escribe Prieto está libre.”
La mesa está servida (Un Fragmento)
Por lo general se dice que en un penal de hombres se ven más visitas que en uno de mujeres. Tal vez la fidelidad femenina se destaca más en estas circunstancias. Es cierto que las oportunidades de trabajo para los masculinos son menores que para las mujeres. Mantenerse dentro de un penal no es fácil. También convengamos que las mujeres tenemos más gastos: maquillaje, maquinitas de afeitar, jabón perfumado, ropa, algún perfume permitido, corpiños de encaje para alguna ocasión especial en las visitas íntimas (ya no se usa el término “higiénicas”, porque de higiénicas no tienen nada y debería extenderme en una explicación que no viene al caso por ahora). Pero es verdad. Si uno pudiera pararse a observar la entrada en ambos penales a la misma hora, vería la diferencia. Por eso es que cada vez que alguien recibe visita todo se transforma en una fiesta. Se le da mucha importancia porque es lo que conecta con el afuera, con la familia, con los afectos, las noticias del día, los manjares que no se prueban hace años. Manjares que una minoría disfruta de manera ilegal, pero que con la venia de los penitenciarios se vuelven tan legal como el agua que sale de los grifos.
Pasamos veladas encantadoras, hacinadas en el Sum, con chicos que juegan a la pelota y usan los termos de agua caliente para sus arcos de fútbol, escuchando de fondo la música ensordecedora de los himnos de la cárcel (cumbia villera, cumbia santafesina, salsa de la buena, bachata y algún que otro rock and roll), manos de enamorados que se pierden bajo los manteles que sospechosamente están más caídos de un lado que del otro. Los baños, tanto para los visitantes como los que usan las internas, rotos desde hace años, dejan una estela de agua que decanta, por el desnivel del piso, hacia el patio con jardín y todo eso. Da la sensación de estar pasando un día genial en un recreo en el Delta del Paraná.
Para leer la crónica completa hacer click ACA.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Con las cárceles pasa lo mismo. ¿Por qué serían noticia el estallido de un nuevo motín; o las pésimas condiciones sanitarias de los penales; o maltrato que reciben los internos por parte del personal penitenciario o de de sus propios compañeros de encierro? ¿No es eso lo que se espera que ocurra en una cárcel, ese espacio que en el imaginario de la clase media pequeño burguesa representa poco menos que el infierno? Lo cierto es que los diarios no acostumbran a dar buenas nuevas relacionadas con las cárceles cuando, justamente, esas serían las auténticas noticias. Por eso es grato informar que María Silvina Prieto, una mujer de 46 años detenida en el Penal de Mujeres de Ezeiza, es la ganadora del Primer Premio de Crónicas La Voluntad, organizado por la Fundación Tomás Eloy Martínez, editorial Planeta y revista Anfibia. Una verdadera noticia no sólo porque contradice las expectativas, sino porque expande la definición de la realidad y demuestra que el mundo es mucho más grande que los límites que imponen los prejuicios.
Titulada Mis días con Giselle Rímolo en la cárcel, la crónica de Prieto pone en primer plano al personaje mediático de la falsa médica y utiliza como excusa la experiencia de un espacio de reclusión compartido, para realizar un relato sotto voce (pero no tanto) de la vida carcelaria. Un retrato que justamente es sorprendente porque se aleja de los sórdidos clisés que cierto morbo editorial necesita encontrar en un relato carcelario. Pero este logro de Prieto no es casual. Más bien se trata de un ejemplo del ejercicio de la voluntad, en un estupendo caso de sincronía que le hace honor al nombre del concurso. Es que Prieto, condenada a prisión perpetua, decidió usar su encierro para cambiar su vida. Participó en infinidad de talleres de escritura, de poesía, de narración; fue parte de la película Lunas cautivas-Historias de poetas presas, de Marcia Paradiso, y junto a Liliana Cabrera, una de sus compañeras de prisión, fundó la editorial cartonera Me muero muerta, que funciona dentro de la unidad carcelaria 31 de Ezeiza, a través de la cual editan sus libros.
Para Eduardo Anguita –quien formó parte del jurado que premió el texto de Prieto, tarea que compartió con Paula Pérez Alonso, Martín Caparrós, Ezequiel Martínez y Cristian Alarcón-, esta primera edición del Premio de Crónicas La Voluntad fue un éxito, con más de 150 trabajos recibidos. Anguita considera que uno de los méritos del texto de Prieto es que consigue darle “un toque de originalidad a un personaje intrascendente como Giselle Rímolo” a partir de hacerla aparecer “en una serie de escenas que podrían ser más un relato costumbrista que de una crónica profunda o un relato antropológico”. Luego de elegirla ganadora, la confirmación de que la autora se encontraba detenida representó para él un llamado a la memoria. “En lo personal, no pude evitar recordar las cosas que escribían mis compañeros cuando estábamos presos, aquellos los relatos publicados en La Gaviota Blindada, un periódico sensacional que editábamos clandestinamente en el penal de Rawson”.
Por eso Anguita no duda cuando afirma que el trabajo premiado es un relato de libertad. “Hay una frase tumbera que circula entre los presos que toman pastillas para dormir 16 horas por día, que dice que de ese modo ‘le robás horas al juez’. De esa manera estás libre, te alienás un poco para no sentir el peso de la prisión. Lo que hace Prieto es un ejercicio de libertad creativo y consciente, porque logra en el momento en que escribe estar ajena al hormigón y a los barrotes. Cuando escribe Prieto está libre.”
La mesa está servida (Un Fragmento)
Por lo general se dice que en un penal de hombres se ven más visitas que en uno de mujeres. Tal vez la fidelidad femenina se destaca más en estas circunstancias. Es cierto que las oportunidades de trabajo para los masculinos son menores que para las mujeres. Mantenerse dentro de un penal no es fácil. También convengamos que las mujeres tenemos más gastos: maquillaje, maquinitas de afeitar, jabón perfumado, ropa, algún perfume permitido, corpiños de encaje para alguna ocasión especial en las visitas íntimas (ya no se usa el término “higiénicas”, porque de higiénicas no tienen nada y debería extenderme en una explicación que no viene al caso por ahora). Pero es verdad. Si uno pudiera pararse a observar la entrada en ambos penales a la misma hora, vería la diferencia. Por eso es que cada vez que alguien recibe visita todo se transforma en una fiesta. Se le da mucha importancia porque es lo que conecta con el afuera, con la familia, con los afectos, las noticias del día, los manjares que no se prueban hace años. Manjares que una minoría disfruta de manera ilegal, pero que con la venia de los penitenciarios se vuelven tan legal como el agua que sale de los grifos.
Pasamos veladas encantadoras, hacinadas en el Sum, con chicos que juegan a la pelota y usan los termos de agua caliente para sus arcos de fútbol, escuchando de fondo la música ensordecedora de los himnos de la cárcel (cumbia villera, cumbia santafesina, salsa de la buena, bachata y algún que otro rock and roll), manos de enamorados que se pierden bajo los manteles que sospechosamente están más caídos de un lado que del otro. Los baños, tanto para los visitantes como los que usan las internas, rotos desde hace años, dejan una estela de agua que decanta, por el desnivel del piso, hacia el patio con jardín y todo eso. Da la sensación de estar pasando un día genial en un recreo en el Delta del Paraná.
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Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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