“Añorando aquellos días/ en los que me puse este traje por primera vez [...] Demasiadas voces/ Me han enmudecido [...] ¿A dónde me puedo bajar? [...] Mirá lo que somos ahora / Nos ablandamos y nos pusimos gordos/ Esperando el momento/ Ya no hay forma de volver/ Tan serios/ Habitando en nuestros recuerdos/ Pero ya no hay hechos.” Algo recortada, esta es la letra de “Salad Days”, canción que cierra Out of Step, segundo y último disco de Minor Threat, banda seminal de la escena hardcore punk en Estados Unidos, editado en 1982. Curiosamente, aunque sus versos parecen reproducir el lamento de una persona que, ya grande, siente nostalgia por los viejos tiempos, tanto el vocalista Ian MacKaye como el resto de sus compañeros no tenían más de 20 años cuando la banda se separó en 1983, dejando como último legado esta canción. Una instantánea de ese momento crucial en la vida de cualquiera, que es el final de la adolescencia. El incómodo desafío que representa el hecho de crecer, entendido no sólo en términos biológicos sino también musicales y políticos, es el tema de este documental que traza un retrato certero de la escena hardcore punk que surgió y creció en la ciudad de Washington DC entre 1980 y 1990, titulado de manera nada casual Salad Days.
Tanto la figura de MacKaye como la de su banda ocupan el centro de este relato que escribió y dirigió Scott Crawford. Los Minor Threat porque, junto con Bad Brains, son los emergentes más populares de aquella escena. Y MacKaye porque, además de ser el fundador de Dischord Records, sello independiente aún activo que, sin proponérselo, se encargó de llevar un registro amplio y vívido de su propia época, es sobre todo el cantante que por un rato le prestó su voz y convicciones a sus compañeros de generación.
Aunque no se trató de un fenómeno único dentro de los Estados Unidos –tanto en Los Angeles y San Francisco como en Nueva York se dieron movimientos análogos, aunque con menor nivel de cohesión–, la escena del DC tiene la plusvalía de haber tenido lugar en la ciudad que es el corazón político de un imperio que se encaminaba a la hegemonía global. Contemporáneo del triunfo y apogeo del reaganismo, y nacido en la ciudad cuya principal industria son las instituciones de la nación, la movida del DC hardcore en parte es una consecuencia de las durísimas políticas económicas, bélicas, sociales y culturales que Ronald Reagan sostuvo a lo largo de sus ocho años de gobierno, del mismo modo en que la aparición del punk en Londres, en 1977, también representó una reacción cultural al férreo liberalismo impulsado por Margaret Thatcher. El surgimiento del DC hardcore es, entonces, uno de los fenómenos políticos más interesantes que se hayan dado dentro del gran cambalache del rock. Y Crawford parece tenerlo bien claro.
Ya en la secuencia inicial de títulos, entre las reproducciones facsimilares de fanzines, tapas de discos y fotografías de las bandas tocando en vivo, se intercalan las imágenes televisivas del intento de asesinato del que fue víctima el entonces presidente y los retratos de figuras como el coronel Oliver North, pieza clave y chivo expiatorio en el escándalo Irán-Contras, o Marion Barry, el alcalde negro de la ciudad al que en 1990 el FBI encontró en un hotelucho fumando crack con una prostituta.
Aunque el relato avanza a partir del clásico dispositivo de cabezas parlantes, lo valioso de Salad Days son, por un lado, esos testimonios de algunos próceres de aquella movida, de MacKaye al testosterónico Henry Rollins. Pero también la palabra de Thurston Moore, guitarrista de Sonic Youth, o la del ubicuo Dave Grohl, que vienen a certificar el vínculo y enorme influencia que el DC hardcore tuvo en movidas posteriores y mucho más masivas, como la del rock indie primero o el grunge, poco después. Otro hallazgo son las imágenes obtenidas por el fotógrafo Jim Saah, por entonces también un adolescente, que registran la poderosa sinergia que se daba entre las bandas y el público en los shows de Minor Threat, SOA, The Faith, Bad Brains, Void, Government Issue, Gray Matter o Fugazi, entre otras. Asimismo es posible destacar la elección de una estética de diseño y montaje que remite a la de los fanzines punk típicos de la época, gentileza del propio Saah, responsable de la fotografía y la edición de este potente retrato generacional que es además un valioso documento de época.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
viernes, 29 de enero de 2016
CINE - "Salad Days: Una década de punk en Washington DC (1980-1990)" (A Decade of Punk in Washington, DC): Juventud política
CINE - "En la mente del asesino" (Solace), de Afonso Poyart: Inconsistecia paranormal
En la mente del asesino es una de esas películas que exige ciertas habilidades para que el universo fantástico en el que se desarrolla la trama cuaje dentro de un relato más bien realista. Dirigida por el director brasileño Afonso Poyart, pertenece a esa variedad del policial en la que un clarividente ayuda al investigador a aclarar algunos crímenes en apariencia irresolubles. El subgénero incluye obras tan diferentes como La premonición (Sam Raimi, 1999) o Sentencia previa (Steven Spielberg, 2002), y series como Medium o El mentalista, en las que Patricia Arquette y Simon Baker interpretan a los detectives paranormales del caso. Incluso hay ejemplos dentro del cine nacional, como La plegaria del vidente, de Gonzalo Calzada, con Juan Minujín en el rol de un vidente ciego cuyas visiones ayudan a intentar resolver una serie de asesinatos de prostitutas.
Hay dos detalles que, sin llegar a ser méritos, se le deben reconocer a En la mente del asesino. En primer término la voluntad de asumir los riesgos que el subgénero demanda, enunciados al inicio del párrafo anterior. Y en segundo lugar, la tenacidad con que el film se toma muy en serio a sí mismo y a todo lo que cuenta. Que incluye, claro, al vidente de rigor, encarnado esta vez por Anthony Hopkins, colaborando con una dupla de policías cuyos roles ocupan la australiana Abbie Cornish y esa cruza entre Robert Downey jr. y Javier Bardem que es Jeffrey Dean Morgan. Tan en serio se toma, que ahí comienzan sus problemas, la mayoría vinculados con una dificultad para lograr un mínimo nivel de credibilidad. Porque, con buena voluntad, hasta el espectador más escéptico, es capaz de admitir alguna que otra paranormalidad en pos de dejarse llevar por una historia bien contada. Por el contrario, resulta imposible tomar en serio un relato que en pleno 2016 plantea, por ejemplo, la posibilidad de contagiarse VIH a través de sangre que lleva varias horas disuelta en agua y que, a partir de un razonamiento presuntamente lógico, vincula la enfermedad con los homosexuales, como si hubieran regresado los 80 y el cadáver de Rock Hudson aún estuviera tibio.
Pero no son sólo esos detalles los perfilan mal al asunto. Ya desde el comienzo los actores entregan indicios evidentes y constantes de sobreactuación, en muchos casos empujados por un guión que peca de efectista; en otros por simple convicción. Es el caso de Hopkins, que hace rato parece funcionar sólo en modo sobreactuado. El efectismo también se percibe en otros aspectos de la construcción propiamente cinematográfica: un montaje pasado de rosca; la recargada estética onírica de las visiones; cierto salvajismo gratuito que parece insertado in media res sólo para alimentar el morbo; sentimentalismo barato. Apenas mejora el promedio la larga secuencia final, en donde lo señalado no deja de estar presente, pero narrado con buen tempo, generando una tensión legítima y disfrutable.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Hay dos detalles que, sin llegar a ser méritos, se le deben reconocer a En la mente del asesino. En primer término la voluntad de asumir los riesgos que el subgénero demanda, enunciados al inicio del párrafo anterior. Y en segundo lugar, la tenacidad con que el film se toma muy en serio a sí mismo y a todo lo que cuenta. Que incluye, claro, al vidente de rigor, encarnado esta vez por Anthony Hopkins, colaborando con una dupla de policías cuyos roles ocupan la australiana Abbie Cornish y esa cruza entre Robert Downey jr. y Javier Bardem que es Jeffrey Dean Morgan. Tan en serio se toma, que ahí comienzan sus problemas, la mayoría vinculados con una dificultad para lograr un mínimo nivel de credibilidad. Porque, con buena voluntad, hasta el espectador más escéptico, es capaz de admitir alguna que otra paranormalidad en pos de dejarse llevar por una historia bien contada. Por el contrario, resulta imposible tomar en serio un relato que en pleno 2016 plantea, por ejemplo, la posibilidad de contagiarse VIH a través de sangre que lleva varias horas disuelta en agua y que, a partir de un razonamiento presuntamente lógico, vincula la enfermedad con los homosexuales, como si hubieran regresado los 80 y el cadáver de Rock Hudson aún estuviera tibio.
Pero no son sólo esos detalles los perfilan mal al asunto. Ya desde el comienzo los actores entregan indicios evidentes y constantes de sobreactuación, en muchos casos empujados por un guión que peca de efectista; en otros por simple convicción. Es el caso de Hopkins, que hace rato parece funcionar sólo en modo sobreactuado. El efectismo también se percibe en otros aspectos de la construcción propiamente cinematográfica: un montaje pasado de rosca; la recargada estética onírica de las visiones; cierto salvajismo gratuito que parece insertado in media res sólo para alimentar el morbo; sentimentalismo barato. Apenas mejora el promedio la larga secuencia final, en donde lo señalado no deja de estar presente, pero narrado con buen tempo, generando una tensión legítima y disfrutable.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 28 de enero de 2016
CINE - "The Revenant: El renacido", de Alejandro González Iñárritu: La desmesura
Durante la primera mitad de la década de 1990, una figura del punk vernáculo (a quien se evitará mencionar por su nombre, porque la cita es de memoria y las palabras quizá no sean exactas) criticó a Charly García por usar el eufemismo “dinosaurios” para referirse a los militares, convencido de que al hijo de puta no hay mejor manera de llamarlo que esa. Algo parecido decía un cartel pegado en el espejo del protagonista de Birdman, en la primera escena del trabajo con el que Alejandro G. Iñárritu arrasó el año pasado en los Oscars: “Una cosa es una cosa, no lo que se dice de ella”. O sea: Un hijo de puta es un hijo de puta, no un dinosaurio. Los puntos de vista son atendibles, aunque en esencia lo que ambos proponen es un desprecio por los recursos básicos de los que suelen valerse los artistas. En este caso, la metáfora. Algo de eso también vale para The Revenant: El renacido, film que otra vez coloca a Iñárritu entre los favoritos de la Academia.
Desde que comenzó a girar por el mundo, el elogio repetido para The Revenant viene por el lado de lo arduo que resultó su rodaje, tanto para los actores como para el equipo técnico. Es lo primero que dijo el conductor de la transmisión realizada por la cadena TNT cuando la película gano el último de sus tres Globos de Oro. Un reconocimiento que intenta posicionar al film en la categoría de hazaña, por poco a la altura de la conquista del Polo Norte o la subida al monte Everest. Eso se debe a que fue filmada en salvajes escenarios naturales, durante un crudo invierno real y auténticos 20 grados bajo cero que lo congelaban todo, desde cámaras y equipos hasta los huesos del propio Leonardo DiCaprio, protagonista y nominado a Mejor Actor. Porque el frío no debe ser sólo una idea y parece que al mexicano no le alcanza con que el actor lo actúe, sino que es necesario frizarlo para que padezca lo mismo que su personaje. El famoso método de Lee Strasberg pero llevado a nivel Iñárritu. Ya se sabe: la cosa es la cosa y no lo que de ella se pueda decir. En contra de semejante despliegue de producción (y pretensión), la historia del cine está llena de películas increíbles filmadas dentro de un estudio cerrado, usando escenarios de cartón piedra y en las que los actores actúan, nomás. Claro que del mismo modo hay que recordar a favor de The Revenant que también existen Buster Keaton y El maquinista de la General, Coppola y Apocalypse Now! o Werner Herzog y Fitzcarraldo.
Sin dejar de ser relevante a la hora de hablar de cine, todo lo anterior no necesariamente importa al evaluar lo que se supone es lo importante: el resultado final. La película misma. Lo cierto es que The Revenant representa un catálogo de destrezas cinematográficas de alta complejidad, pero cuyo aporte al film no siempre resulta positivo. Mucho se ha hablado de la grandilocuente labor del camarógrafo Emmanuel Lubezki. Sin dudas impactante, pristina, capaz de aprovechar cada fotón de luz para componer imágenes que parecen más vivas que la propia vida, la fotografía de Lubezki es el alma de The Revenant. Por eso es ahí donde los excesos del trabajo de Iñárritu (un director decididamente barroco que profesa una fe ciega por el exceso) comienzan a hacerse visibles. Por un lado en el uso desmedido de grandes angulares, que termina produciendo el efecto contrario a la inclusión que parece buscar. Durante la secuencia inicial –que dialoga de manera abierta con el comienzo de Rescatando al soldado Ryan, de Steven Spielberg–, en la que un malón de indios masacra a un grupo de traficantes de pieles, la mirada panorámica consigue crear una proximidad agobiante que permite sentir que se está ahí, deambulando entre los protagonistas, pero sin necesidad de anteojitos ni de 3D. El resultado es perturbador. Pero a medida que el relato avanza, esa misma amplitud comienza a dejar al espectador afuera, reduciendo el asunto a un ejercicio de contemplación ampliado.
Sin embargo, tal vez la mayor flaqueza de The Revenant radique ahí donde se supone habita su principal virtud, en el complejo trabajo coreográfico que demandan los numerosos planos secuencia que componen la película. Si bien en principio pueden provocar asombro (la misma secuencia inicial alcanza como botón de muestra), lo cierto es que quizá nada, más allá de la vanidad, justifique desde lo dramático semejante despliegue. La obsesión de Iñárritu por ese tipo de dispositivos parece tener más que ver con un virtuosismo vacuo que con un ethos narrativo. Excesos formales en los que se cifran excesos de otros órdenes y que confirman a Iñárritu como un director más preocupado por el tamaño de sus travellings que por los sentidos que estos deberían hacer circular dentro de sus relatos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Desde que comenzó a girar por el mundo, el elogio repetido para The Revenant viene por el lado de lo arduo que resultó su rodaje, tanto para los actores como para el equipo técnico. Es lo primero que dijo el conductor de la transmisión realizada por la cadena TNT cuando la película gano el último de sus tres Globos de Oro. Un reconocimiento que intenta posicionar al film en la categoría de hazaña, por poco a la altura de la conquista del Polo Norte o la subida al monte Everest. Eso se debe a que fue filmada en salvajes escenarios naturales, durante un crudo invierno real y auténticos 20 grados bajo cero que lo congelaban todo, desde cámaras y equipos hasta los huesos del propio Leonardo DiCaprio, protagonista y nominado a Mejor Actor. Porque el frío no debe ser sólo una idea y parece que al mexicano no le alcanza con que el actor lo actúe, sino que es necesario frizarlo para que padezca lo mismo que su personaje. El famoso método de Lee Strasberg pero llevado a nivel Iñárritu. Ya se sabe: la cosa es la cosa y no lo que de ella se pueda decir. En contra de semejante despliegue de producción (y pretensión), la historia del cine está llena de películas increíbles filmadas dentro de un estudio cerrado, usando escenarios de cartón piedra y en las que los actores actúan, nomás. Claro que del mismo modo hay que recordar a favor de The Revenant que también existen Buster Keaton y El maquinista de la General, Coppola y Apocalypse Now! o Werner Herzog y Fitzcarraldo.
Sin dejar de ser relevante a la hora de hablar de cine, todo lo anterior no necesariamente importa al evaluar lo que se supone es lo importante: el resultado final. La película misma. Lo cierto es que The Revenant representa un catálogo de destrezas cinematográficas de alta complejidad, pero cuyo aporte al film no siempre resulta positivo. Mucho se ha hablado de la grandilocuente labor del camarógrafo Emmanuel Lubezki. Sin dudas impactante, pristina, capaz de aprovechar cada fotón de luz para componer imágenes que parecen más vivas que la propia vida, la fotografía de Lubezki es el alma de The Revenant. Por eso es ahí donde los excesos del trabajo de Iñárritu (un director decididamente barroco que profesa una fe ciega por el exceso) comienzan a hacerse visibles. Por un lado en el uso desmedido de grandes angulares, que termina produciendo el efecto contrario a la inclusión que parece buscar. Durante la secuencia inicial –que dialoga de manera abierta con el comienzo de Rescatando al soldado Ryan, de Steven Spielberg–, en la que un malón de indios masacra a un grupo de traficantes de pieles, la mirada panorámica consigue crear una proximidad agobiante que permite sentir que se está ahí, deambulando entre los protagonistas, pero sin necesidad de anteojitos ni de 3D. El resultado es perturbador. Pero a medida que el relato avanza, esa misma amplitud comienza a dejar al espectador afuera, reduciendo el asunto a un ejercicio de contemplación ampliado.
Sin embargo, tal vez la mayor flaqueza de The Revenant radique ahí donde se supone habita su principal virtud, en el complejo trabajo coreográfico que demandan los numerosos planos secuencia que componen la película. Si bien en principio pueden provocar asombro (la misma secuencia inicial alcanza como botón de muestra), lo cierto es que quizá nada, más allá de la vanidad, justifique desde lo dramático semejante despliegue. La obsesión de Iñárritu por ese tipo de dispositivos parece tener más que ver con un virtuosismo vacuo que con un ethos narrativo. Excesos formales en los que se cifran excesos de otros órdenes y que confirman a Iñárritu como un director más preocupado por el tamaño de sus travellings que por los sentidos que estos deberían hacer circular dentro de sus relatos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
sábado, 23 de enero de 2016
LA COLUMNA TORCIDA - Para mí que no es el cielo
Me habían dicho que mi hermano se había ido al cielo y al principio me lo creí. Pasé mucho tiempo imaginándolo en el aire, clavando su perfil húmedo entre las nubes y con el viento haciéndole olas en el pelo. Me lo imaginaba avanzando despacio pero seguro, con los brazos hacia adelante y las manos juntas y en punta, como la quilla de los buques rompehielos avanzan para atravesar la corteza helada de las aguas polares. Pero hace poco, cuando reparé en lo curioso de aquella analogía que convertía a ese acto mecánico y banal de la vida acuática en metáfora de una ausencia, toda la idea me pareció absurda. Estaba seguro que si de él hubiera dependido no habría elegido el cielo, sino que hubiera preferido ser un tiburón, que era su animal favorito. Cuando éramos más chicos, hojeando la Enciclopedia Natural del Universo que se destacaba por su volumen en la biblioteca de la abuela, aprendimos que los tiburones necesitan estar en constante movimiento para mantenerse con vida. Mi hermano quedó fascinado con ese detalle, del mismo modo en que se fascinan con los picaportes esas personas que necesitan cerrar muchas veces las puertas, antes de decidirse por fin a salir de sus casas. “¿Sabían que los tiburones se mueren si dejan de nadar?”, solía preguntarles a los amigos de papá y mamá en las reuniones de gente grande que se hacían en nuestra casa. Conocía de memoria más de cincuenta variedades y a veces usaba la palabra escualos para referirse a todas de manera general, aunque trataba de evitarlo, porque sabía que en la palabra tiburón habitaba el animal y nombrarla era la manera más eficiente para estar cerca de ellos. Sabía que los tiburones tienen varias hileras de dientes, que una mordida equivale al ataque de todo un escuadrón de bayonetas y que solamente parpadean en instante mismo en que cierran sus mandíbulas sobre el cuerpo de su presa. El asunto entero no tenía sentido: por qué hubiera elegido irse al cielo como un pájaro cualquiera, si habíamos prometido que cuando fuéramos grandes nos iríamos juntos a un mar de nombre cálido, que es donde viven los tiburones, para nadar entre ellos y poder mirarlos a los ojos y sentir que por primera vez estábamos en familia. Entonces supe que alguien mentía.
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Relato publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo.
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Relato publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo.
viernes, 22 de enero de 2016
CINE - "La quinta ola" (The 5th Wave), de J Blakeson: Invasión sin gracia
Al final La quinta ola es todo lo que cualquiera con algo de cine en el pedigrí se puede haber imaginado al ver el trailer o los afiches de promoción callejeros. Una distopía que narra otra versión del fin del mundo a partir de un nuevo ataque extraterrestre, pero sin la gracia de, por ejemplo, Día de la independencia de Roland Emmerich. Pero puede ser peor. Porque es cierto que se trata del relato distópico de un apocalipsis alienígena sin el encanto del opus magnum del director alemán, pero también de una nueva saga de ciencia ficción basada en otra serie de bestsellers para chicos que, nunca mejor dicho, se sube a la ola que generaron los éxitos dispares de sagas previas como Los juegos del hambre, Maze Runner o Divergente. Dentro de ese grupo, el resultado final de esta propuesta queda más cerca del modelo conservador al que ha apostado la última de las mencionadas, que de los riesgos que se atrevieron a tomar los responsables de Los juegos del hambre, al menos en sus dos episodios iniciales. Acá abundan las convenciones del subgénero (subtramas dramáticas y románticas; personajes heroicos y otros ambiguos; metáforas más o menos obvias, etc.), pero escasean los subtextos potentes y originales; las referencias que consiguen ir más allá de los límites genéricos y, sobre todo, los personajes atractivos y carismáticos.
Por empezar La quinta ola se suma a la tendencia de las heroínas adolescentes y, siguiendo el esperable modelo de (otra vez) Los juegos del hambre, elige a una joven actriz que ya dio buenas muestras de talento para encarnar el rol protagónico. Si en aquélla ese lugar le cabía a la hoy superestrella Jennifer Lawrence, acá la elegida es la también prometedora Chlöe Grace Moretz que, si bien cumple con su parte, también es verdad que nunca consigue transmitir los sentimientos de nobleza, entrega y legítimo heroísmo que irradia su oscarizada colega. Aunque el film consigue algunos aciertos modestos, como cuando la voz en off de la protagonista afirma que “cuando estás en la secundaria todos los días te parecen el fin del mundo”, justo antes de que el verdadero apocalipsis se desate, del mismo modo cae en el burdo ejercicio de cumplir a rajatabla con los requisitos de este tipo de sagas para adolescentes del siglo XXI. Entonces, así como se hace girar el relato en torno a una chica, también se utiliza a los chicos como objetos de deseo de la manera más tosca. Es decir, haciendo que se bañen desnudos en un lago para que la protagonista pueda espiarlos escondida atrás de un pino. Exactamente el mismo juego que se daba en la saga Crepúsculo entre los personajes de Kristen Stewart y Taylor Lautner. Por último, una serie de referencias al militarismo estadounidense que carecen del humor y la autoconciencia satírica de la ya mencionada Día de la independencia, película que no siempre es valorada como lo merece, terminan de degradar a un producto de buena factura técnica pero que desde lo narrativo, paradójicamente, nunca consigue hacer olas.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Por empezar La quinta ola se suma a la tendencia de las heroínas adolescentes y, siguiendo el esperable modelo de (otra vez) Los juegos del hambre, elige a una joven actriz que ya dio buenas muestras de talento para encarnar el rol protagónico. Si en aquélla ese lugar le cabía a la hoy superestrella Jennifer Lawrence, acá la elegida es la también prometedora Chlöe Grace Moretz que, si bien cumple con su parte, también es verdad que nunca consigue transmitir los sentimientos de nobleza, entrega y legítimo heroísmo que irradia su oscarizada colega. Aunque el film consigue algunos aciertos modestos, como cuando la voz en off de la protagonista afirma que “cuando estás en la secundaria todos los días te parecen el fin del mundo”, justo antes de que el verdadero apocalipsis se desate, del mismo modo cae en el burdo ejercicio de cumplir a rajatabla con los requisitos de este tipo de sagas para adolescentes del siglo XXI. Entonces, así como se hace girar el relato en torno a una chica, también se utiliza a los chicos como objetos de deseo de la manera más tosca. Es decir, haciendo que se bañen desnudos en un lago para que la protagonista pueda espiarlos escondida atrás de un pino. Exactamente el mismo juego que se daba en la saga Crepúsculo entre los personajes de Kristen Stewart y Taylor Lautner. Por último, una serie de referencias al militarismo estadounidense que carecen del humor y la autoconciencia satírica de la ya mencionada Día de la independencia, película que no siempre es valorada como lo merece, terminan de degradar a un producto de buena factura técnica pero que desde lo narrativo, paradójicamente, nunca consigue hacer olas.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "Alvin y las ardillas 4: Aventura sobre ruedas" (Alvin & the Chipmunks: Road chip), de Walt Becker: Ver con ayuda de un chico
Puede sonar algo cascarrabias preguntarse cómo es posible que una historia acerca de tres ardillas que cantan como si sus voces salieran de un vinilo girando a 78 RPM, haya sumado cuatro películas. Por increíble que parezca, a ese número llegó la franquicia de Alvin y las ardillas, desde que a alguien se le ocurriera en 2007 relanzar a esos personajes. Nacido a fines de los 50 en los EE.UU., este trío de roedores cantantes con muchos discos de oro y programa propio en la tele, resulta un producto típico de esos años en los que la Guerra Fría y el macarthismo podían convivir sin problemas con expresiones culturales como esta, de una inocencia supina. Tan notorios llegaron a ser Alvin & the Chipmunks (tal el nombre original de esta banda virtual, sin dudas el primer antecedente de los Gorillaz de Damon Albarn), que el director Cameron Crowe no dudó en abrir el notable soundtrack de su película Casi famosos (2000) con una de sus canciones originales. Quizás en ese carácter transgeneracional y popular resida parte del éxito actual.
Otra explicación posible tal vez se encuentre en la capacidad de sus actuales impulsores para rodear a Alvin, Simon y Teodoro de expresiones también surgidas de la cultura popular contemporánea, que sirven para aceitar los engranajes empáticos con los chicos de la actualidad que, en definitiva, son el objetivo del film. Así, a lo largo del relato van apareciendo una serie de gags que funcionan como hipervínculos para conectar con fenómenos globales provenientes de la web. Chistes que, por ejemplo, remiten a hitos de la cultura youtuber, como las series de videos virales conocidas como “Turn down for what” o “Thug Life”, cameos de artistas que se han hecho famosos a través de esa misma plataforma, como el cantante Redfoo, o la inclusión de una versión ardillada de “Uptown Funk”, sin dudas LA canción del 2015. Claro que entender esos chistes será difícil si no se cuenta con la asistencia de un chico de 10 años. Pero no hay de qué preocuparse: se sobrentiende que quienes paguen una entrada para ver Alvin y las ardillas 4 tendrán a mano un ser de esas características que les explique por qué todos los niños de la sala se ríen, mientras los adultos se miran sin comprender. Por supuesto, nada de eso garantiza que, una vez esclarecidos, esos chisten causen alguna gracia: la grieta generacional.
Más allá de los detalles desalentadores, en Alvin y las ardillas 4 es posible registrar la presencia de un espíritu cinéfilo de una sensibilidad muy distinta, que consigue traficar de manera inesperada referencias a otro cine. Tal vez no desde lo estrictamente estético, porque el film apenas pretende (y consigue) mantenerse dentro de los estándares de la industria en tanto productora de eventos de marketing. Pero así y todo alcanzan a filtrarse algunas citas llamativas que remiten a El resplandor, de Stanley Kubrick, o, mucho más literalmente, a John Waters, rey del kitsch, y a Pink Flamingos, su obra más distintiva. El tipo de sorpresas que es grato recibir en el cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Otra explicación posible tal vez se encuentre en la capacidad de sus actuales impulsores para rodear a Alvin, Simon y Teodoro de expresiones también surgidas de la cultura popular contemporánea, que sirven para aceitar los engranajes empáticos con los chicos de la actualidad que, en definitiva, son el objetivo del film. Así, a lo largo del relato van apareciendo una serie de gags que funcionan como hipervínculos para conectar con fenómenos globales provenientes de la web. Chistes que, por ejemplo, remiten a hitos de la cultura youtuber, como las series de videos virales conocidas como “Turn down for what” o “Thug Life”, cameos de artistas que se han hecho famosos a través de esa misma plataforma, como el cantante Redfoo, o la inclusión de una versión ardillada de “Uptown Funk”, sin dudas LA canción del 2015. Claro que entender esos chistes será difícil si no se cuenta con la asistencia de un chico de 10 años. Pero no hay de qué preocuparse: se sobrentiende que quienes paguen una entrada para ver Alvin y las ardillas 4 tendrán a mano un ser de esas características que les explique por qué todos los niños de la sala se ríen, mientras los adultos se miran sin comprender. Por supuesto, nada de eso garantiza que, una vez esclarecidos, esos chisten causen alguna gracia: la grieta generacional.
Más allá de los detalles desalentadores, en Alvin y las ardillas 4 es posible registrar la presencia de un espíritu cinéfilo de una sensibilidad muy distinta, que consigue traficar de manera inesperada referencias a otro cine. Tal vez no desde lo estrictamente estético, porque el film apenas pretende (y consigue) mantenerse dentro de los estándares de la industria en tanto productora de eventos de marketing. Pero así y todo alcanzan a filtrarse algunas citas llamativas que remiten a El resplandor, de Stanley Kubrick, o, mucho más literalmente, a John Waters, rey del kitsch, y a Pink Flamingos, su obra más distintiva. El tipo de sorpresas que es grato recibir en el cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 17 de enero de 2016
DISCOS - "City Baby Attacked by Rats", de G. B. H.: La furia de saberse sólo
Y de repente me encontré con que la música que escuchaban mamá y papá no me pertenecía. Que no había nada de mí en esas elecciones, en los universos que esos artistas expresaban y que mis viejos elegían para permitirles ser parte de su vida y sentir que en esas canciones de alguna manera también cantaban ellos. Pero no yo. Ante una revelación semejante sólo me quedó escucharlos desde afuera, como si en todos esos discos no hubiera absolutamente nada que me fuera ni remotamente familiar. Lejos de ser liberadora, aquella epifanía fue un derrumbe. Ahora estaba solo: sin padres, sin infancia y sin música. Sin aviso y lleno de furia. A veces es raro cómo pasan las cosas, porque fue entonces cuando supe que para construirme a mí mismo como una persona diferente de mis padres estaba obligado a encontrar una banda de sonido propia. Y fue esa furia la que me dio fuerzas para empezar a construir. Fue esa misma furia la que busqué y encontré en la música. Pueden escuchar City Baby Attacked by Rats, de los furiosos inglesitos de G. B. H. para entender de qué carajo les hablo.
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo.
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo.
viernes, 15 de enero de 2016
CINE - "Punto de quiebre" (Point Break), de Ericson Core: La insoportable levedad del remake
Las respuestas pueden ser varias: falta de ideas originales; explotación de un clásico bajo la lógica de las franquicias; comodidad, o más sencilla y directamente, el dinero. Para todas ellas la pregunta es una sola –¿por qué?— y se refiere a Punto de quiebre, remake de la película Punto límite (1991), que le valiera un lugar en el firmamento de los directores a tener en cuenta a la hasta entonces simplemente prometedora Kathryn Bigelow. Y la pregunta está justificada, porque a ese clásico de culto en que se convirtió el film de la directora que acabaría por ganarse un Oscar por Vivir al límite (The Hurt Locker, 2008), no le sobraba ni faltaba nada. En cambio a esta nueva versión, dirigida por el ignoto Ericson Core, cuyos principales antecedentes se ubican dentro del área de la dirección de fotografía, es difícil encontrarle un motivo para el elogio.
Como en la original, en la nueva Point Break (ambas comparten el nombre original, a pesar de tener títulos distintos para sus estrenos en América Latina) un joven agente del FBI con un pasado como deportista extremo se infiltra en una banda de ladrones que provienen de ese mismo ambiente deportivo. Pero mientras que el film de Bigelow era narrado con un impecable pulso clásico que no desdeñaba para nada las posibilidades técnicas de la modernidad, esta nueva versión parece construida como montaje de diversas estéticas publicitarias, lo cual desde todos los ángulos posibles representa una degradación en el orden de lo narrativo. Así, Punto de quiebre es una especie de objeto frankensteiniano que por momentos se parece demasiado a una de esas propagandas de cerveza en donde todo pretende ser “cool” pero en realidad es puro esnobismo ultra “careta”, y por otros a las publicidades de alto impacto de las camaritas deportivas Go Pro, que intentan vender el vértigo filmado con grandes angulares.
Así mismo la película cae en involuntarios momentos cómicos. Como aquel en que la chica del grupo le cuenta al protagonista, en una escena de pegajoso clima íntimo, que sus padres murieron en una avalancha y que desde entonces ella estuvo al cuidado de una especie de gurú zen de los deportes extremos, y que sin proponérselo recuerda a aquella increíble secuencia de Zoolander (2001), en la que los personajes de Ben Stiller y Owen Wilson le preguntan a Matilda, la periodista interpretada por Cristine Taylor, si ser bulímica significa que tiene el don de leer las mentes. O esa otra sobre el final en la que, sin necesidad, se recuerda el conflicto político que Estados Unidos mantiene actualmente con Venezuela. Aunque Punto de quiebre ofrece varios momentos adrenalínicos legítimos, lo cierto es que nunca consigue ser algo más que una serie de gags de acción anudados con torpeza al esqueleto de lo que alguna vez fue una buena película.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Como en la original, en la nueva Point Break (ambas comparten el nombre original, a pesar de tener títulos distintos para sus estrenos en América Latina) un joven agente del FBI con un pasado como deportista extremo se infiltra en una banda de ladrones que provienen de ese mismo ambiente deportivo. Pero mientras que el film de Bigelow era narrado con un impecable pulso clásico que no desdeñaba para nada las posibilidades técnicas de la modernidad, esta nueva versión parece construida como montaje de diversas estéticas publicitarias, lo cual desde todos los ángulos posibles representa una degradación en el orden de lo narrativo. Así, Punto de quiebre es una especie de objeto frankensteiniano que por momentos se parece demasiado a una de esas propagandas de cerveza en donde todo pretende ser “cool” pero en realidad es puro esnobismo ultra “careta”, y por otros a las publicidades de alto impacto de las camaritas deportivas Go Pro, que intentan vender el vértigo filmado con grandes angulares.
Así mismo la película cae en involuntarios momentos cómicos. Como aquel en que la chica del grupo le cuenta al protagonista, en una escena de pegajoso clima íntimo, que sus padres murieron en una avalancha y que desde entonces ella estuvo al cuidado de una especie de gurú zen de los deportes extremos, y que sin proponérselo recuerda a aquella increíble secuencia de Zoolander (2001), en la que los personajes de Ben Stiller y Owen Wilson le preguntan a Matilda, la periodista interpretada por Cristine Taylor, si ser bulímica significa que tiene el don de leer las mentes. O esa otra sobre el final en la que, sin necesidad, se recuerda el conflicto político que Estados Unidos mantiene actualmente con Venezuela. Aunque Punto de quiebre ofrece varios momentos adrenalínicos legítimos, lo cierto es que nunca consigue ser algo más que una serie de gags de acción anudados con torpeza al esqueleto de lo que alguna vez fue una buena película.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 14 de enero de 2016
CINE - "Guerra de papás" (Daddy's home), de Sean Anders: Comedia en equipo
Cuando un guionista, un director o un productor se deciden a construir una película a partir de los moldes más o menos rígidos de los géneros clásicos, también saben que la diferencia entre éxito y fracaso descansa, fundamentalmente, en elegir a los intérpretes capaces de hacer que todas esas reincidencias pasen inadvertidas. Son los intérpretes, entonces, los máximos garantes de la supervivencia de los géneros, los responsables de hacer que la cosa funcione o, mejor dicho, que funcione otra vez. Que todos esos códigos, fórmulas, esquemas y arquetipos que se comparten con los espectadores puedan volver a ser habitados como si se tratara de un espacio siempre nuevo y desconocido. Y es en la comedia, tal vez como en ningún otro género, en donde ese hecho se vuelve más notorio. Si la persona que va a recibir un tortazo de crema en la cara, por mencionar un gag clásico, no consigue que esa acción repetida infinidad de veces por el cine parezca espontánea y real, entonces más que gracia causará vergüenza ajena. Pero cuando lo logra, el resultado es la risa del público. Ahí, en la habilidad de sus intérpretes para ganarse esa risa, reside el gran éxito de Guerra de papás, de Sean Anders.
Y no debería ser una sorpresa para nadie, porque tanto Mark Wahlberg como, sobre todo, el inmenso Will Ferrell, han dado muestras más que suficientes sobre sus valiosas dotes de comediantes. En esta oportunidad ambos integran una pareja cuyos roles bien podrían haber encarnado en su tiempo Jerry Lewis y Dean Martin, especialistas en construir comedias de opuestos. Ferrell es Brad, un hombre sensible de esos que hacen de la corrección política, la buena onda y el esfuerzo por congeniar un culto sagrado. Casado con Sara, madre de dos hijos que no terminan de aceptar su rol de padre sustituto, Brad se desvive para ganarse su confianza. Pero cuando por fin lo haga, aparecerá Dusty, el seductor, carismático y agresivo primer esposo de Sara y padre de las criaturas, ausente de la vida familiar desde hace años. El choque entre ambos por adueñarse del rol paterno es el motor que permitirá que las situaciones, en las que por lo general Dusty pone en ridículo a Brad, se vayan enhebrando una tras otra.
Guerra de papás se permite jugar a muchas bandas en el billar del humor y lo hace con destreza. Y Anders saca ventaja de la facilidad con que Ferrell y Wahlberg pueden ir de lo físico a lo escatológico o del humor blanco al negro o directamente al absurdo o la sátira, sin resentir nunca la química que consiguen generar entre sus personajes, ni el ajustado clima general. Pero ellos no son los únicos responsables de que esta película pueda considerarse un trabajo logrado. Como ocurre en toda buena comedia, en esta los personajes secundarios también son fundamentales para apuntalar a las estrellas. Son ellos los que ocasionalmente aceptan cargar con el peso de algunos tramos, haciendo posible que ocurra lo que es esperable en el cine: que cada película sea un universo completo, con sus propias leyes físicas de atracción y repulsión funcionando en equilibrio. Dentro de ese equipo de bienvenidos adláteres se cuentan el siempre efectivo Tomas Haden Church, capaz de generar carcajadas por sí mismo; el versátil Bobby Cannavale; Linda Cardellini, que es como un frontón que devuelve cada pelota para que Ferrell o Wahlberg cierren el punto, y el desconocido Hannibal Buress, que utiliza hábilmente el viejo recurso de la “cara de palo” a lo Buster Keaton. De ese modo, en equipo, Guerra de papás consigue algo de lo que no cualquier comedia puede enorgullecerse: divertir con herramientas simples y bien conocidas, pero sin traicionar nunca al espectador ni a sus propias convicciones.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Y no debería ser una sorpresa para nadie, porque tanto Mark Wahlberg como, sobre todo, el inmenso Will Ferrell, han dado muestras más que suficientes sobre sus valiosas dotes de comediantes. En esta oportunidad ambos integran una pareja cuyos roles bien podrían haber encarnado en su tiempo Jerry Lewis y Dean Martin, especialistas en construir comedias de opuestos. Ferrell es Brad, un hombre sensible de esos que hacen de la corrección política, la buena onda y el esfuerzo por congeniar un culto sagrado. Casado con Sara, madre de dos hijos que no terminan de aceptar su rol de padre sustituto, Brad se desvive para ganarse su confianza. Pero cuando por fin lo haga, aparecerá Dusty, el seductor, carismático y agresivo primer esposo de Sara y padre de las criaturas, ausente de la vida familiar desde hace años. El choque entre ambos por adueñarse del rol paterno es el motor que permitirá que las situaciones, en las que por lo general Dusty pone en ridículo a Brad, se vayan enhebrando una tras otra.
Guerra de papás se permite jugar a muchas bandas en el billar del humor y lo hace con destreza. Y Anders saca ventaja de la facilidad con que Ferrell y Wahlberg pueden ir de lo físico a lo escatológico o del humor blanco al negro o directamente al absurdo o la sátira, sin resentir nunca la química que consiguen generar entre sus personajes, ni el ajustado clima general. Pero ellos no son los únicos responsables de que esta película pueda considerarse un trabajo logrado. Como ocurre en toda buena comedia, en esta los personajes secundarios también son fundamentales para apuntalar a las estrellas. Son ellos los que ocasionalmente aceptan cargar con el peso de algunos tramos, haciendo posible que ocurra lo que es esperable en el cine: que cada película sea un universo completo, con sus propias leyes físicas de atracción y repulsión funcionando en equilibrio. Dentro de ese equipo de bienvenidos adláteres se cuentan el siempre efectivo Tomas Haden Church, capaz de generar carcajadas por sí mismo; el versátil Bobby Cannavale; Linda Cardellini, que es como un frontón que devuelve cada pelota para que Ferrell o Wahlberg cierren el punto, y el desconocido Hannibal Buress, que utiliza hábilmente el viejo recurso de la “cara de palo” a lo Buster Keaton. De ese modo, en equipo, Guerra de papás consigue algo de lo que no cualquier comedia puede enorgullecerse: divertir con herramientas simples y bien conocidas, pero sin traicionar nunca al espectador ni a sus propias convicciones.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
miércoles, 13 de enero de 2016
CINE - Películas para pasar el verano: Vacaciones sin salir de Buenos Aires
Verano, 2016. El recién asumido gobierno de Macri decidió hacer a lo bestia lo que podría haberse realizado de manera gradual y moderada (después de todo la política no es tan complicada: se trata de responder a la confianza de los propios, pero siempre con el objetivo de ganarse el favor de los ajenos), y ahora las cuentas no cierran para poder tomarse unos días en la costa. O en la montaña, o en la sierra o en el río; lo mismo da, porque la plata no alcanza para nada. No es difícil que un panorama semejante desanime hasta al más optimista: la perspectiva de pasarse las vacaciones en Buenos Aires no son lo que se dice un plan soñado. La cosa se parece más al infierno que al paraíso que casi todos imaginan a la hora de planificar esos diez o 15 días de descanso anual. Sí a eso se le suma que los empleados despedidos acá y allá son tantos que ya no vale la pena contarlos por cabeza, porque es más fácil calcularlos a granel y por tonelada; que el número de empresas que se declaran en crisis (como la que atraviesa este diario, por poner un ejemplo familiar) va en ascenso; y que las escenas de represión comienzan a convertirse en una costumbre cotidiana, entonces sí que, francamente y como dice el tango, “dan ganas de balearse en un rincón”. Sin embargo tampoco es cuestión de dejarse torcer el brazo del ánimo y desde estas páginas se intentará contribuir para que la carga, que es pesada, permita algunos momentos de alivio. Aunque, siendo sinceros, no se cuente con la capacidad para ofrecer una solución para casi ninguno de los problemas que se han mencionado más arriba, al menos se pueden barajar algunas opciones que ayuden a que quienes no tengan más alternativa que pasar sus vacaciones en la ciudad, así y todo puedan disfrutarlas. Y el cine puede ser el mejor aliado para lograrlo
A lo largo de la temporada estival hay una gran cantidad de espacios públicos o privados que ofrecen diversos ciclos de películas que, muchas veces, hasta son más interesantes que la mayoría de los estrenos que todos los jueves se amontonan en la cartelera comercial. Y por entradas cuyos valores van de lo gratuito a lo ínfimo. Sólo hace falta tener un espíritu curioso para hacer que durante los dos meses que dura el verano, Buenos Aires se convierta en la sede de un improvisado festival de cine.
Para quienes gusten de la comedia clásica, la Asociación de Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes ofrece durante todos los sábados y domingos de enero a las 19:30, un ciclo dedicado a dos de los grandes directores estadounidense que han abordado dicho género con maestría. Se trata por un lado de Mel Brooks, de quien se proyectarán dos de sus obras más populares como El joven Frankenstein y La loca historia del mundo. Y, por el otro, de Blake Edwards, de quien se podrán ver las famosas La Pantera Rosa y La fiesta inolvidable, dos películas que hicieron furor en los cines porteños durante las décadas de 1970 y 1980, ambas protagonizadas por el inigualable Peter Sellers, uno de los más grandes comediantes de la historia del cine. Pero, como si se tratara de una de esas ofertas que promocionan los vendedores ambulantes en los colectivos, los amigos del Bellas Artes también tienen para ofrecer un ciclo dedicado a Jim Jarmusch, director ineludible del cine independiente estadounidense. Todos los viernes, sábados y domingos a las 22 se proyectarán sus películas Mystery Train, Dead man, Extraños en el paraíso, Flores rotas y su último trabajo, Sólo los amantes sobreviven. Las entradas tienen un valor de $45 por función y se adquieren hasta con una semana de anticipación únicamente en el cine (Figueroa Alcorta 2280), los jueves y viernes de 16:00 a 21:00 y los sábados y domingos de 15:00 a 21:00. Programación completa en cine.aamnba.org.ar.
Para quienes prefieran el documental de la más alta calidad, el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti (Av. Del Libertador 8151) programó para todos los sábados de enero a las 19 un ciclo que incluye algunos de los mejores trabajos del alemán Werner Herzog. El próximo sábado se proyectará Encuentros del fin del mundo, rodado en la Antártida; el 23/01 podrá verse Lecciones en la oscuridad, y sábado 30 será el turno de la famosa Grizzly man, que cuenta la historia de un investigador que convivió durante 14 veranos con los osos. Pero el Conti también propone otros dos ciclos. El primero de cine argentino reciente, que tendrá lugar todos los viernes a las 19, en el que se verán La vida después, de Pablo Bardauil y Franco Verdoia (15/01); El amor y otras historias, de Alejo Flah (22/01) y Showroom, de Fernando Molnar (29/01). El otro dedicado a Pedro Almodóvar, los domingos a las 19, en el que se verán La flor de mi secreto (17/01), Volver (24/01) y La piel que habito (31/01). Las entradas son gratuitas y su distribución sujeta a la capacidad de la sala.
Por último en Kino Palais, el espacio de cine del Palais de Glace (Posadas 1721), programa por segundo año consecutivo su ciclo veraniego La Nueva Ola: La venganza del verano. Dicho programa, que se extiende a lo largo de enero y febrero, está conformado íntegramente por películas de temática veraniega. Entre ellas se cuenta el intenso policial erótico-gay El desconocido del lago, de Alan Guiraudie; la premiada Tomboy, de Céline Sciamma; Verano, del director chileno José Luis Torres Leiva, y Mar, de la también chilena Dominga Sotomayor; Paraiso: amor, de Ulrich Seidl y las argentinas Atlántida, de la cordobesa Inés María Barrionuevo, Deshora, de la salteña Bárbara Sarasola-Day, entre otras. La entrada es libre, gratuita y sujeta a capacidad de la sala. La programación completa puede consultarse en: www .palaisdeglace.gob.ar kino.
Los Espacios Incaa también son una opción interesante para ver todos los días lo mejor del cine argentino actual por un precio irrisorio (las entradas generales tienen un valor de entre $10 y $15). La programación y los horarios de los Espacios Incaa de todo el país puede consultarse en: espacios.incaa.gov.ar.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
A lo largo de la temporada estival hay una gran cantidad de espacios públicos o privados que ofrecen diversos ciclos de películas que, muchas veces, hasta son más interesantes que la mayoría de los estrenos que todos los jueves se amontonan en la cartelera comercial. Y por entradas cuyos valores van de lo gratuito a lo ínfimo. Sólo hace falta tener un espíritu curioso para hacer que durante los dos meses que dura el verano, Buenos Aires se convierta en la sede de un improvisado festival de cine.
Para quienes gusten de la comedia clásica, la Asociación de Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes ofrece durante todos los sábados y domingos de enero a las 19:30, un ciclo dedicado a dos de los grandes directores estadounidense que han abordado dicho género con maestría. Se trata por un lado de Mel Brooks, de quien se proyectarán dos de sus obras más populares como El joven Frankenstein y La loca historia del mundo. Y, por el otro, de Blake Edwards, de quien se podrán ver las famosas La Pantera Rosa y La fiesta inolvidable, dos películas que hicieron furor en los cines porteños durante las décadas de 1970 y 1980, ambas protagonizadas por el inigualable Peter Sellers, uno de los más grandes comediantes de la historia del cine. Pero, como si se tratara de una de esas ofertas que promocionan los vendedores ambulantes en los colectivos, los amigos del Bellas Artes también tienen para ofrecer un ciclo dedicado a Jim Jarmusch, director ineludible del cine independiente estadounidense. Todos los viernes, sábados y domingos a las 22 se proyectarán sus películas Mystery Train, Dead man, Extraños en el paraíso, Flores rotas y su último trabajo, Sólo los amantes sobreviven. Las entradas tienen un valor de $45 por función y se adquieren hasta con una semana de anticipación únicamente en el cine (Figueroa Alcorta 2280), los jueves y viernes de 16:00 a 21:00 y los sábados y domingos de 15:00 a 21:00. Programación completa en cine.aamnba.org.ar.
Para quienes prefieran el documental de la más alta calidad, el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti (Av. Del Libertador 8151) programó para todos los sábados de enero a las 19 un ciclo que incluye algunos de los mejores trabajos del alemán Werner Herzog. El próximo sábado se proyectará Encuentros del fin del mundo, rodado en la Antártida; el 23/01 podrá verse Lecciones en la oscuridad, y sábado 30 será el turno de la famosa Grizzly man, que cuenta la historia de un investigador que convivió durante 14 veranos con los osos. Pero el Conti también propone otros dos ciclos. El primero de cine argentino reciente, que tendrá lugar todos los viernes a las 19, en el que se verán La vida después, de Pablo Bardauil y Franco Verdoia (15/01); El amor y otras historias, de Alejo Flah (22/01) y Showroom, de Fernando Molnar (29/01). El otro dedicado a Pedro Almodóvar, los domingos a las 19, en el que se verán La flor de mi secreto (17/01), Volver (24/01) y La piel que habito (31/01). Las entradas son gratuitas y su distribución sujeta a la capacidad de la sala.
Por último en Kino Palais, el espacio de cine del Palais de Glace (Posadas 1721), programa por segundo año consecutivo su ciclo veraniego La Nueva Ola: La venganza del verano. Dicho programa, que se extiende a lo largo de enero y febrero, está conformado íntegramente por películas de temática veraniega. Entre ellas se cuenta el intenso policial erótico-gay El desconocido del lago, de Alan Guiraudie; la premiada Tomboy, de Céline Sciamma; Verano, del director chileno José Luis Torres Leiva, y Mar, de la también chilena Dominga Sotomayor; Paraiso: amor, de Ulrich Seidl y las argentinas Atlántida, de la cordobesa Inés María Barrionuevo, Deshora, de la salteña Bárbara Sarasola-Day, entre otras. La entrada es libre, gratuita y sujeta a capacidad de la sala. La programación completa puede consultarse en: www .palaisdeglace.gob.ar kino.
Los Espacios Incaa también son una opción interesante para ver todos los días lo mejor del cine argentino actual por un precio irrisorio (las entradas generales tienen un valor de entre $10 y $15). La programación y los horarios de los Espacios Incaa de todo el país puede consultarse en: espacios.incaa.gov.ar.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
viernes, 8 de enero de 2016
CINE - Libros y películas, películas sobre libros: Lo que se vienen en 2016
Así como los últimos días de diciembre resultan, dentro del mundo del periodismo, un territorio pródigo en arqueos y balances, del mismo modo el año que comienza representa el momento ideal para trazar previsiones e informes que detallen qué es lo que puede esperarse de los doce meses por venir. Si se habla del mundo del cine, hablamos de la temporada de listas. Listas de los favoritos para quedarse con algunas de las nominaciones a los grandes premios de las asociaciones estadounidenses, como los Oscars de la Academia o los Globos de Oro que entrega la Asociación de la Prensa Extranjera en Hollywood; las de los tanques súper pochocleros del año, candidatas a romper las boleterías de todo el mundo; las de posibles elegidas para integrar las competencias de los grandes festivales como Berlín –que empieza ahora en febrero— o Cannes –que tiene lugar en los primeros días de mayo—. En el ámbito local ocurre más o menos lo mismo y de a poco empieza a perfilarse un conjunto de películas que aspiran a convertirse en el éxito de la temporada, ocupando el lugar que le cupo a Relatos salvajes de Damián Szifrón en la temporada 2014, o a El clan de Pablo Trapero en el 2015 que acaba de cerrarse. Pero no son esas las únicas listas posibles.
Durante el mes pasado tuvo lugar el estreno de Kryptonita, cuarto largometraje del director Nicanor Loreti basado en la exitosa novela homónima del escritor Leonardo Oyola. La novela y la película cuentan la historia de una banda de delincuentes del conurbano con ciertas similitudes con algunos de los superhéroes que forman parte de la famosa Liga de la Justicia, que integran, entre otros, Superman, Batman, Mujer Maravilla, Flash y otras estrellas del universo de la historieta global. Con un registro que mixtura la estética del cómic, el espíritu del pulp, algunas pizcas de pop y mucho de cine clase B con altas dosis de un realismo sucio y barrial, la versión cinematográfica de Kryptonita resultó un pequeño éxito de crítica y público, que reunió hasta ahora (todavía está en cartel) nada menos que a cien mil espectadores. El caso pone de relevancia la potencialidad del cruce entre cine y literatura, potencialidad que comienza en la riqueza del encuentro entre géneros, pero que también puede traducirse en la posibilidad del éxito comercial. Y no se trata de un ejemplo aislado. Se pueden sumar el caso de El secreto de sus ojos, dirigida por Juan José Campanella sobre novela de Eduardo Sacheri, o los de Betibú y Las viudas de los jueves, dirigidas por Miguel Cohan y Marcelo Piñeyro, ambas basadas en los exitosos libros de Claudia Piñeiro, por mencionar apenas los más visibles. Ante estos antecedentes, no está mal, desde esta sección de Cultura, proponer un breve repaso por las películas basadas en obras literarias que tienen su estreno previsto para la temporada que comienza.
Sin dudas la más resonante de las películas basadas en obras literarias y también una de las más esperadas de 2016 es Zama, opus cuatro de la talentosa Lucrecia Martel, en la que adapta la novela homónima de Antonio Di Benedetto, uno de esos raros libros dentro de la literatura argentina a los que puede considerarse, traspolando una categoría que es propia del mundo del cine, como de culto. Ambientado en el Paraguay del siglo XVIII, el libro cuenta la historia de don Diego de Zama, funcionario de la corona española que permanece atado a una espera en la que el tiempo va diluyéndose entre los vericuetos de una estructura imperial que parece haberlo olvidado allá, en el último rincón del mundo. Reiteradamente comparada con la literatura kafkiana, la novela del gran escritor mendocino representa un escenario que es asimilable a las escenas y los escenarios que suelen dar forma a las películas de la directora salteña. Zama también representa para Martel el saldo de una cuenta pendiente, ya que no han sido pocas las veces en que manifestó sus deseos de filmar una película de época. Alguna vez llegó a contarle a este cronista su fascinación por la historia de la Zanja de Alsina, a la que consideró sumamente cinematográfica. El año pasado una referencia a ese acontecimiento histórico apareció de manera tangencial en Jauja, último film del también argentino Lisandro Alonso (con guión del escritor Fabián Casas), cuyo cine tiene muchos puntos de contacto con el de Martel. Nuevamente con producción de El Deseo, la empresa de los hermanos Pedro y Agustín Almodovar (que ya había producido La mujer sin cabeza, film anterior de Martel, estrenado en 2008), Zama aún no tiene fecha de estreno, pero es muy probable que termine integrando la grilla de alguna de las competencias más destacadas del ya mencionado festival de Cannes, el más prestigioso del mundo. Se aceptan apuestas al respecto.
El caso de Zama y Martel remite de inmediato al de la novela El limonero real de Juan José Saer, filmada por el director Gustavo Fontán pero que aún se encuentra entre los procesos de post producción. Si ese limbo de tiempo y espacio que representa Zama parece haber sido concebido para que Martel algún día lo filmara, lo mismo ocurre con El limonero real y Fontán. Con el paisaje litoraleño de las islas del Paraná como escenario, la novela de Saer parece compuesta de postales fantasmales de la vida en el delta profundo, en las que el realismo se va diluyendo en un sutil tono fantástico, sin que nunca llegue a percibirse con claridad el límite entre un territorio y otro. No es la primera película de Fontán a la que le cabe una descripción similar. Luego de su trilogía de La Casa, serie basada en tres relatos que tienen como eje su propia casa familiar en el barrio de Banfield, El limonero real viene a clausurar otro tríptico, cuyo eje está puesto en esa visión extrañada de la vida rivereña. Si en La orilla que se abisma Fontán conseguía traducir al lenguaje cinematográfico puro la poesía del entrerriano Juan L. Ortiz, y en El rostro jugaba con un relato de fantasmas a orillas del río, El limonero real representa el desafío de llevar hasta el confín de sus posibilidades esa estética fluvial y popular, construida de luces y tiempo, que hasta acá manejó con tanta eficacia. Con las actuaciones de Germán Da Silva, Patricia Sánchez, Eva Bianco y el también cineasta Rosendo Ruiz, El limonero real tiene previsto su estreno para el mes de mayo.
Pozo de aire es el nuevo trabajo de Milagros Mumenthaler después de su debut con la recordada Abrir puertas y ventanas (2011), y el proyecto representa el reto de traspasar al cine uno de esos libros a los que, no sin motivos, es posible considerar como “infilmables”. La película está basada en la obra homónima de Guadalupe Gaona, un volumen que reúne poesía y fotografía para narrar a través de la yuxtaposición de ambos géneros la historia de su vínculo con los paisajes del sur, con su infancia, con su propia familia y, sobre todo –aunque el asunto nunca ocupe el centro geográfico del relato— con el destino de su padre, desaparecido durante la última dictadura militar cuando la autora era todavía una nena. Para poder contarlo, Mumenthaler opta por salirse del libro, para poner como protagonista a la joven escritora (un alter ego de Gaona) en el momento en que, empujada por las complejas circunstancias emotivas de su presente, decide comenzar a construir ese libro que tendrá como eje sensible la única foto que conserva de ella misma, aún niña, junto a su padre poco antes de su desaparición. Un relato sobre la memoria, en donde los recuerdo (su parcialidad, su fijación en momentos aparentemente banales) se convierten en una herramienta poderosa para entender el día de hoy. Se espera que Pozo de aire esté terminada entre los meses de marzo y abril.
Siempre recibidas con fervor por parte de la crítica especializada, las personales adaptaciones de comedias shakespearianas realizadas por Matías Piñeiro ya se han convertido en un ritual clásico del cine independiente de cada año, que tampoco faltará en la temporada que acaba de iniciar. Si en sus tres películas anteriores –Rosalinda (2011); Viola (2012); y La princesa de Francia (2014)— Piñeiro había trabajado sobre Como les guste, Noche de Reyes y Trabajos de amor en vano, tres de las creaciones de William Shakespeare en el terreno de la comedia, en Hermia & Helena el director argentino radicado en Nueva York se mete con Sueño de una noche de verano, verdadero clásico dentro del ala “ligera” de la obra del padre de las letras inglesas. Aunque se trata de su primera película filmada fuera de la Argentina (se rodó en los Estados Unidos), esta vez Piñeiro vuelve a contar con la contribución de Agustina Muñoz, quien ya participó de sus tres “shakepeareadas” previas junto a un grupo de actores a los que ya casi se puede considerar su elenco estable, como Romina Paula, María Villar, Elena Carricajo, Gabriela Saidón y otros. Hermia & Helena aún no tiene fecha de estreno, pero es probable que participe de alguna de las competencias del Bafici.
Ayer se estrenó en todo el país Resurrección, film de terror gótico de Gonzalo Calzada, en coincidencia con el lanzamiento de la novela en que se basa la película, firmada también por el director. También se estrenarán este año Operación México-Un pacto de amor, de Leonardo Bechini, basada en Tucho, La “Operación México” o lo irrevocable de la pasión, cuya autoría corresponde al ex canciller Rafael Bielsa, y Solar, de Manuel Abramovich, documental sobre la historia detrás del extraño libro Vengo del sol, que Flavio Cabobianco publicó en 1991 a la edad de 10 años, en cuyas páginas “filosofaba sobre la naturaleza de Dios y los distintos Universos”.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
Durante el mes pasado tuvo lugar el estreno de Kryptonita, cuarto largometraje del director Nicanor Loreti basado en la exitosa novela homónima del escritor Leonardo Oyola. La novela y la película cuentan la historia de una banda de delincuentes del conurbano con ciertas similitudes con algunos de los superhéroes que forman parte de la famosa Liga de la Justicia, que integran, entre otros, Superman, Batman, Mujer Maravilla, Flash y otras estrellas del universo de la historieta global. Con un registro que mixtura la estética del cómic, el espíritu del pulp, algunas pizcas de pop y mucho de cine clase B con altas dosis de un realismo sucio y barrial, la versión cinematográfica de Kryptonita resultó un pequeño éxito de crítica y público, que reunió hasta ahora (todavía está en cartel) nada menos que a cien mil espectadores. El caso pone de relevancia la potencialidad del cruce entre cine y literatura, potencialidad que comienza en la riqueza del encuentro entre géneros, pero que también puede traducirse en la posibilidad del éxito comercial. Y no se trata de un ejemplo aislado. Se pueden sumar el caso de El secreto de sus ojos, dirigida por Juan José Campanella sobre novela de Eduardo Sacheri, o los de Betibú y Las viudas de los jueves, dirigidas por Miguel Cohan y Marcelo Piñeyro, ambas basadas en los exitosos libros de Claudia Piñeiro, por mencionar apenas los más visibles. Ante estos antecedentes, no está mal, desde esta sección de Cultura, proponer un breve repaso por las películas basadas en obras literarias que tienen su estreno previsto para la temporada que comienza.
Sin dudas la más resonante de las películas basadas en obras literarias y también una de las más esperadas de 2016 es Zama, opus cuatro de la talentosa Lucrecia Martel, en la que adapta la novela homónima de Antonio Di Benedetto, uno de esos raros libros dentro de la literatura argentina a los que puede considerarse, traspolando una categoría que es propia del mundo del cine, como de culto. Ambientado en el Paraguay del siglo XVIII, el libro cuenta la historia de don Diego de Zama, funcionario de la corona española que permanece atado a una espera en la que el tiempo va diluyéndose entre los vericuetos de una estructura imperial que parece haberlo olvidado allá, en el último rincón del mundo. Reiteradamente comparada con la literatura kafkiana, la novela del gran escritor mendocino representa un escenario que es asimilable a las escenas y los escenarios que suelen dar forma a las películas de la directora salteña. Zama también representa para Martel el saldo de una cuenta pendiente, ya que no han sido pocas las veces en que manifestó sus deseos de filmar una película de época. Alguna vez llegó a contarle a este cronista su fascinación por la historia de la Zanja de Alsina, a la que consideró sumamente cinematográfica. El año pasado una referencia a ese acontecimiento histórico apareció de manera tangencial en Jauja, último film del también argentino Lisandro Alonso (con guión del escritor Fabián Casas), cuyo cine tiene muchos puntos de contacto con el de Martel. Nuevamente con producción de El Deseo, la empresa de los hermanos Pedro y Agustín Almodovar (que ya había producido La mujer sin cabeza, film anterior de Martel, estrenado en 2008), Zama aún no tiene fecha de estreno, pero es muy probable que termine integrando la grilla de alguna de las competencias más destacadas del ya mencionado festival de Cannes, el más prestigioso del mundo. Se aceptan apuestas al respecto.
El caso de Zama y Martel remite de inmediato al de la novela El limonero real de Juan José Saer, filmada por el director Gustavo Fontán pero que aún se encuentra entre los procesos de post producción. Si ese limbo de tiempo y espacio que representa Zama parece haber sido concebido para que Martel algún día lo filmara, lo mismo ocurre con El limonero real y Fontán. Con el paisaje litoraleño de las islas del Paraná como escenario, la novela de Saer parece compuesta de postales fantasmales de la vida en el delta profundo, en las que el realismo se va diluyendo en un sutil tono fantástico, sin que nunca llegue a percibirse con claridad el límite entre un territorio y otro. No es la primera película de Fontán a la que le cabe una descripción similar. Luego de su trilogía de La Casa, serie basada en tres relatos que tienen como eje su propia casa familiar en el barrio de Banfield, El limonero real viene a clausurar otro tríptico, cuyo eje está puesto en esa visión extrañada de la vida rivereña. Si en La orilla que se abisma Fontán conseguía traducir al lenguaje cinematográfico puro la poesía del entrerriano Juan L. Ortiz, y en El rostro jugaba con un relato de fantasmas a orillas del río, El limonero real representa el desafío de llevar hasta el confín de sus posibilidades esa estética fluvial y popular, construida de luces y tiempo, que hasta acá manejó con tanta eficacia. Con las actuaciones de Germán Da Silva, Patricia Sánchez, Eva Bianco y el también cineasta Rosendo Ruiz, El limonero real tiene previsto su estreno para el mes de mayo.
Pozo de aire es el nuevo trabajo de Milagros Mumenthaler después de su debut con la recordada Abrir puertas y ventanas (2011), y el proyecto representa el reto de traspasar al cine uno de esos libros a los que, no sin motivos, es posible considerar como “infilmables”. La película está basada en la obra homónima de Guadalupe Gaona, un volumen que reúne poesía y fotografía para narrar a través de la yuxtaposición de ambos géneros la historia de su vínculo con los paisajes del sur, con su infancia, con su propia familia y, sobre todo –aunque el asunto nunca ocupe el centro geográfico del relato— con el destino de su padre, desaparecido durante la última dictadura militar cuando la autora era todavía una nena. Para poder contarlo, Mumenthaler opta por salirse del libro, para poner como protagonista a la joven escritora (un alter ego de Gaona) en el momento en que, empujada por las complejas circunstancias emotivas de su presente, decide comenzar a construir ese libro que tendrá como eje sensible la única foto que conserva de ella misma, aún niña, junto a su padre poco antes de su desaparición. Un relato sobre la memoria, en donde los recuerdo (su parcialidad, su fijación en momentos aparentemente banales) se convierten en una herramienta poderosa para entender el día de hoy. Se espera que Pozo de aire esté terminada entre los meses de marzo y abril.
Siempre recibidas con fervor por parte de la crítica especializada, las personales adaptaciones de comedias shakespearianas realizadas por Matías Piñeiro ya se han convertido en un ritual clásico del cine independiente de cada año, que tampoco faltará en la temporada que acaba de iniciar. Si en sus tres películas anteriores –Rosalinda (2011); Viola (2012); y La princesa de Francia (2014)— Piñeiro había trabajado sobre Como les guste, Noche de Reyes y Trabajos de amor en vano, tres de las creaciones de William Shakespeare en el terreno de la comedia, en Hermia & Helena el director argentino radicado en Nueva York se mete con Sueño de una noche de verano, verdadero clásico dentro del ala “ligera” de la obra del padre de las letras inglesas. Aunque se trata de su primera película filmada fuera de la Argentina (se rodó en los Estados Unidos), esta vez Piñeiro vuelve a contar con la contribución de Agustina Muñoz, quien ya participó de sus tres “shakepeareadas” previas junto a un grupo de actores a los que ya casi se puede considerar su elenco estable, como Romina Paula, María Villar, Elena Carricajo, Gabriela Saidón y otros. Hermia & Helena aún no tiene fecha de estreno, pero es probable que participe de alguna de las competencias del Bafici.
Ayer se estrenó en todo el país Resurrección, film de terror gótico de Gonzalo Calzada, en coincidencia con el lanzamiento de la novela en que se basa la película, firmada también por el director. También se estrenarán este año Operación México-Un pacto de amor, de Leonardo Bechini, basada en Tucho, La “Operación México” o lo irrevocable de la pasión, cuya autoría corresponde al ex canciller Rafael Bielsa, y Solar, de Manuel Abramovich, documental sobre la historia detrás del extraño libro Vengo del sol, que Flavio Cabobianco publicó en 1991 a la edad de 10 años, en cuyas páginas “filosofaba sobre la naturaleza de Dios y los distintos Universos”.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
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CINE - "Resurrección", de Gonzalo Calzada: Buenos Aires, ciudad gótica
El estreno de Resurrección, tercer largo de Gonzalo Calzada, tiene lugar en un momento en el que el cine de género se encuentra en alza tras el éxito de crítica y público de Kryptonita, cuarto trabajo de Nicanor Loreti, y con el cine de terror funcionando como plataforma de lanzamiento de una movida que en los últimos diez años se ha ido ganando su propio espacio dentro de la producción vernácula. Por empezar, esta película representa una interesante aproximación al relato gótico, veta poco frecuentada tanto por el cine argentino como por la literatura. Escasez que, al menos en el cine, tiene que ver más con las dificultades de producción que este tipo de historias demandan que con una falta de interés de los cineastas locales. Para una industria en ascenso, como la del cine argentino de los últimos tres lustros, pero que todavía acostumbra a trabajar con presupuestos por debajo de las necesidades reales, este subgénero representa un reto difícil. Aunque resulte paradójico, la forma en que dicho desafío ha sido resuelto en Resurrección representa el mayor éxito de una producción casi impecable.
El relato transcurre en el año 1871 durante el brote de fiebre amarilla que, a la postre, resultó la peor epidemia que haya tenido lugar en Buenos Aires, un contexto ideal para narrar un cuento truculento. Pero si los detalles de aquella realidad proponen desde el comienzo un escenario histórico espantoso por derecho propio, la trama sobrenatural irá imponiendo de a poco sus condiciones para llevar la pesadilla algunos pasos más allá. El vehículo para dar el paso que va de una lógica realista hacia otra de neto corte fantástico es su protagonista. Aparicio (Martin Slipak) es un joven diácono que a punto de ser ordenado sacerdote regresa de Corrientes a Buenos Aires (el mismo camino que se supone hizo la peste una vez finalizada la Guerra del Paraguay en 1870), para brindar ayuda a los voluntarios que luchaban contra la epidemia en total soledad, sin siquiera el apoyo del estado, ya que hasta el presidente Sarmiento y su vice Adolfo Alsina habían abandonado la capital para ponerse a salvo. Pero Aparicio decide pasar primero por la quinta familiar en las afueras de la ciudad para ver cómo están los suyos y se encuentra con lo peor. Su hermano agoniza, su cuñada se ha encerrado con su sobrina en la capilla familiar y el inquietante Quispe (Patricio Contreras) es el único criado que permanece fiel, defendiendo a la finca de los saqueadores.
Calzada logra sacar buen rédito de unas locaciones perfectas y un muy destacable trabajo de fotografía, maquillaje y diseño de arte, lo más difícil en un film de época. La labor del elenco también se encuentra entre los méritos. Los problemas de Resurrección tienen que ver con cierto enredo narrativo. Por un lado, la dificultad para dejar claras algunas superposiciones entre realidad y fantasía, haciendo que la trama de a ratos se vuelva confusa. Por otro, una voluntad explicativa que sobreviene en el tramo final, como si se temiera que las numerosas vueltas de tuerca hubieran convertido al asunto en un laberinto del que es imposible salir sin ayuda.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
El relato transcurre en el año 1871 durante el brote de fiebre amarilla que, a la postre, resultó la peor epidemia que haya tenido lugar en Buenos Aires, un contexto ideal para narrar un cuento truculento. Pero si los detalles de aquella realidad proponen desde el comienzo un escenario histórico espantoso por derecho propio, la trama sobrenatural irá imponiendo de a poco sus condiciones para llevar la pesadilla algunos pasos más allá. El vehículo para dar el paso que va de una lógica realista hacia otra de neto corte fantástico es su protagonista. Aparicio (Martin Slipak) es un joven diácono que a punto de ser ordenado sacerdote regresa de Corrientes a Buenos Aires (el mismo camino que se supone hizo la peste una vez finalizada la Guerra del Paraguay en 1870), para brindar ayuda a los voluntarios que luchaban contra la epidemia en total soledad, sin siquiera el apoyo del estado, ya que hasta el presidente Sarmiento y su vice Adolfo Alsina habían abandonado la capital para ponerse a salvo. Pero Aparicio decide pasar primero por la quinta familiar en las afueras de la ciudad para ver cómo están los suyos y se encuentra con lo peor. Su hermano agoniza, su cuñada se ha encerrado con su sobrina en la capilla familiar y el inquietante Quispe (Patricio Contreras) es el único criado que permanece fiel, defendiendo a la finca de los saqueadores.
Calzada logra sacar buen rédito de unas locaciones perfectas y un muy destacable trabajo de fotografía, maquillaje y diseño de arte, lo más difícil en un film de época. La labor del elenco también se encuentra entre los méritos. Los problemas de Resurrección tienen que ver con cierto enredo narrativo. Por un lado, la dificultad para dejar claras algunas superposiciones entre realidad y fantasía, haciendo que la trama de a ratos se vuelva confusa. Por otro, una voluntad explicativa que sobreviene en el tramo final, como si se temiera que las numerosas vueltas de tuerca hubieran convertido al asunto en un laberinto del que es imposible salir sin ayuda.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 7 de enero de 2016
CINE - "Camino a la Paz", de Francisco Varone: Personajes con corazón
Si algo puede decirse de Camino a La Paz, ópera prima de Francisco Varone, es que se trata de una de esas películas a las que es casi imposible no disfrutar. Y no porque se trate de una obra perfecta sino porque, a pesar de las impugnaciones que se le puedan realizar, algo en ella consigue ser transmitido con una potencia tal que no hay nada que se interponga entre la película y el público mientras dura la proyección. Cualquier objeción o duda que aparezca recién lo hará más tarde, un rato después de los títulos finales y como parte de las réplicas de ese modesto terremoto interior que sólo producen algunas películas. Buena parte del mérito proviene de la habilidad de su director –también autor del guión- para hacer que el relato fluya; para que sus protagonistas no sólo resulten entidades construidas con precisión sino que además transmitan con solidez su carácter esencialmente humano; y, sobre todo, para que el asunto completo resulte una experiencia sensible de amplio espectro que puede ser prescripta a casi cualquier tipo de espectador. Logros para nada menores en un director debutante.
Aunque no deja de ser cierto que Camino a La Paz parece estar todo el tiempo subrayando el hecho de que se trata de una “película con mensaje”, como si se temiera que alguien se pudiera distraer y perderse aquello que se deseó expresar, no es menos cierto que lo más intenso de la película no se encuentra en la moraleja superficial. Por el contrario, el gran éxito de Varone son sus dos personajes centrales, que no sólo son notables como sujetos autónomos sino por la poderosa reacción química que desencadena su encuentro. Ahí está Sebastián, un joven ya no tan joven, desocupado y que acaba de mudarse con su novia a una casa nueva, que por simple aburrimiento comienza a trabajar de chofer respondiendo a los repetidos llamados que confunden su número de teléfono con el de una remisería. Entre los muchos clientes que empieza a atender de manera regular está Jalil, un viejo cascarrabias con cara de pocos amigos con el que parece no congeniar del todo. De esa fricción entre ambos surge uno de los dos perfiles clásicos que pueden percibirse en Camino a La Paz: el de las buddie movies, esos filmes en los que una pareja de personajes con características opuestas es forzada a ir tras un objetivo en común que acabará por unirla.
Esa aventura es el viaje a La Paz del título que Jalil le propone hacer a Sebastián, previo pago de una importante suma en metálico. Sucede que Jalil, que es musulmán, está enfermo y no puede viajar ni en micro ni en avión, pero necesita encontrarse con un hermano, con el que emprenderá la peregrinación a La Meca que todo iniciado en la fe de Alá debe realizar al menos una vez en la vida. Está claro que Sebastián aceptará y que el inicio de la travesía estará plagado de desencuentros, tal como lo indica el canon de las películas de parejas desparejas. Tan claro como que el camino forja al hombre, ley de oro de otra clase de película que también es Camino a La Paz: una road movie. Regla que este tipo de relatos vienen cumpliendo desde que a Homero se le ocurrió llevar a Odiseo de regreso a Ítaca.
Más allá de estos aciertos, el éxito no podría ser completo sin los intérpretes adecuados. Tanto Rodrigo de la Serna –ocupando el rol del desconfiado pero noble Sebastián—, como Ernesto Suárez –en la piel del ceñudo y sabio Jalil— supieron dar con el color y el tono justo para que sus personajes funcionen tanto de manera individual como en tándem. Lo de De la Serna es un lugar común, porque se trata de uno de los actores locales más versátiles al que siempre es agradable ver en acción, en cambio lo de Suárez es una sorpresa. De trayectoria más que vasta en la escena teatral de la provincia de Mendoza, donde desde hace más de cincuenta años se destaca como actor y director, este papel representa, sin embargo, su debut cinematográfico a los 72 años de edad. Con una presencia y un arsenal de gestos que recuerdan al gran Alberto Laiseca, su labor es impecable.
También es cierto que algunas situaciones parecen demasiado calculadas para provocar determinadas reacciones emotivas. O que a algunos personajes, como el de María Canale, se los podría considerar cabos sueltos debido a su escaso desarrollo, algo que quizá nace de la forzada deriva que impone el formato de las road movies. Sin embargo, a pesar de esas u otras anotaciones marginales, Camino a La Paz consigue lo que se propone: atarse al destino de Sebastián y Jalil sin abandonarlos nunca a su suerte y hacer que el espectador se convierta en el tercer pasajero de esa agradable travesía hacía el corazón de sus protagonistas.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Aunque no deja de ser cierto que Camino a La Paz parece estar todo el tiempo subrayando el hecho de que se trata de una “película con mensaje”, como si se temiera que alguien se pudiera distraer y perderse aquello que se deseó expresar, no es menos cierto que lo más intenso de la película no se encuentra en la moraleja superficial. Por el contrario, el gran éxito de Varone son sus dos personajes centrales, que no sólo son notables como sujetos autónomos sino por la poderosa reacción química que desencadena su encuentro. Ahí está Sebastián, un joven ya no tan joven, desocupado y que acaba de mudarse con su novia a una casa nueva, que por simple aburrimiento comienza a trabajar de chofer respondiendo a los repetidos llamados que confunden su número de teléfono con el de una remisería. Entre los muchos clientes que empieza a atender de manera regular está Jalil, un viejo cascarrabias con cara de pocos amigos con el que parece no congeniar del todo. De esa fricción entre ambos surge uno de los dos perfiles clásicos que pueden percibirse en Camino a La Paz: el de las buddie movies, esos filmes en los que una pareja de personajes con características opuestas es forzada a ir tras un objetivo en común que acabará por unirla.
Esa aventura es el viaje a La Paz del título que Jalil le propone hacer a Sebastián, previo pago de una importante suma en metálico. Sucede que Jalil, que es musulmán, está enfermo y no puede viajar ni en micro ni en avión, pero necesita encontrarse con un hermano, con el que emprenderá la peregrinación a La Meca que todo iniciado en la fe de Alá debe realizar al menos una vez en la vida. Está claro que Sebastián aceptará y que el inicio de la travesía estará plagado de desencuentros, tal como lo indica el canon de las películas de parejas desparejas. Tan claro como que el camino forja al hombre, ley de oro de otra clase de película que también es Camino a La Paz: una road movie. Regla que este tipo de relatos vienen cumpliendo desde que a Homero se le ocurrió llevar a Odiseo de regreso a Ítaca.
Más allá de estos aciertos, el éxito no podría ser completo sin los intérpretes adecuados. Tanto Rodrigo de la Serna –ocupando el rol del desconfiado pero noble Sebastián—, como Ernesto Suárez –en la piel del ceñudo y sabio Jalil— supieron dar con el color y el tono justo para que sus personajes funcionen tanto de manera individual como en tándem. Lo de De la Serna es un lugar común, porque se trata de uno de los actores locales más versátiles al que siempre es agradable ver en acción, en cambio lo de Suárez es una sorpresa. De trayectoria más que vasta en la escena teatral de la provincia de Mendoza, donde desde hace más de cincuenta años se destaca como actor y director, este papel representa, sin embargo, su debut cinematográfico a los 72 años de edad. Con una presencia y un arsenal de gestos que recuerdan al gran Alberto Laiseca, su labor es impecable.
También es cierto que algunas situaciones parecen demasiado calculadas para provocar determinadas reacciones emotivas. O que a algunos personajes, como el de María Canale, se los podría considerar cabos sueltos debido a su escaso desarrollo, algo que quizá nace de la forzada deriva que impone el formato de las road movies. Sin embargo, a pesar de esas u otras anotaciones marginales, Camino a La Paz consigue lo que se propone: atarse al destino de Sebastián y Jalil sin abandonarlos nunca a su suerte y hacer que el espectador se convierta en el tercer pasajero de esa agradable travesía hacía el corazón de sus protagonistas.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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