En la mente del asesino es una de esas películas que exige ciertas habilidades para que el universo fantástico en el que se desarrolla la trama cuaje dentro de un relato más bien realista. Dirigida por el director brasileño Afonso Poyart, pertenece a esa variedad del policial en la que un clarividente ayuda al investigador a aclarar algunos crímenes en apariencia irresolubles. El subgénero incluye obras tan diferentes como La premonición (Sam Raimi, 1999) o Sentencia previa (Steven Spielberg, 2002), y series como Medium o El mentalista, en las que Patricia Arquette y Simon Baker interpretan a los detectives paranormales del caso. Incluso hay ejemplos dentro del cine nacional, como La plegaria del vidente, de Gonzalo Calzada, con Juan Minujín en el rol de un vidente ciego cuyas visiones ayudan a intentar resolver una serie de asesinatos de prostitutas.
Hay dos detalles que, sin llegar a ser méritos, se le deben reconocer a En la mente del asesino. En primer término la voluntad de asumir los riesgos que el subgénero demanda, enunciados al inicio del párrafo anterior. Y en segundo lugar, la tenacidad con que el film se toma muy en serio a sí mismo y a todo lo que cuenta. Que incluye, claro, al vidente de rigor, encarnado esta vez por Anthony Hopkins, colaborando con una dupla de policías cuyos roles ocupan la australiana Abbie Cornish y esa cruza entre Robert Downey jr. y Javier Bardem que es Jeffrey Dean Morgan. Tan en serio se toma, que ahí comienzan sus problemas, la mayoría vinculados con una dificultad para lograr un mínimo nivel de credibilidad. Porque, con buena voluntad, hasta el espectador más escéptico, es capaz de admitir alguna que otra paranormalidad en pos de dejarse llevar por una historia bien contada. Por el contrario, resulta imposible tomar en serio un relato que en pleno 2016 plantea, por ejemplo, la posibilidad de contagiarse VIH a través de sangre que lleva varias horas disuelta en agua y que, a partir de un razonamiento presuntamente lógico, vincula la enfermedad con los homosexuales, como si hubieran regresado los 80 y el cadáver de Rock Hudson aún estuviera tibio.
Pero no son sólo esos detalles los perfilan mal al asunto. Ya desde el comienzo los actores entregan indicios evidentes y constantes de sobreactuación, en muchos casos empujados por un guión que peca de efectista; en otros por simple convicción. Es el caso de Hopkins, que hace rato parece funcionar sólo en modo sobreactuado. El efectismo también se percibe en otros aspectos de la construcción propiamente cinematográfica: un montaje pasado de rosca; la recargada estética onírica de las visiones; cierto salvajismo gratuito que parece insertado in media res sólo para alimentar el morbo; sentimentalismo barato. Apenas mejora el promedio la larga secuencia final, en donde lo señalado no deja de estar presente, pero narrado con buen tempo, generando una tensión legítima y disfrutable.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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