Desde el mismo momento en que el cine se consolidó como herramienta y medio permitía retratar y representar la realidad, pero también ponder en acción la fantasía, era sólo cuestión de tiempo para que la curiosidad, el deseo, el morbo y unos cuantos etcéteras más, empujaran a que algún atrevido metiera el ojo de la cámara justo ahí, donde no estaba permitido meterlo. Apenas pasaron algo más de 10 años desde el nacimiento del cine como espectáculo público --un 28 de diciembre de 1895 en París, cuando los hermanos Lumiere por primera vez le cobraron entrada a la gente para verlos realizar la rutina de proyectar sus hoy famosos cortos de trenes entrando en la estación y de personas saliendo de una fábrica--, hasta que a mediados de la década siguiente alguien registró las primeras imágenes de hombres y mujeres teniendo sexo. Así nace la pornografía y, aunque es un dato repetido, no muchos saben que esa primera película porno (o al menos la más antigua que se conserva) se filmó en la Argentina. Se trata de El Satario (o El Sartorio), cortometraje mítico, probablemente rodado entre 1907 y 1912, cuyo título refiere a una mala transcripción de la palabra sátiro. “Entre árboles y yuyos, unas ninfas corren desnudas y juegan alegremente entre sí. La apacible calma se ve transformada por un personaje misterioso: un fauno con barba y cuernos. Luego de un forcejeo leve, el fauno captura a una de ellas. Se la lleva lejos. Después, se lamen los genitales el uno al otro y, finalmente, se produce la penetración con primeros planos del pene.” La eficaz reseña de la película fundacional del cine porno corresponde al libro Porno argento! Historia del cine nacional triple X, de Hernán Panessi, un volumen que es una pequeña enciclopedia en la que se compila la extraña cronología del cine de contenido sexual en la Argentina.
Para ello Panessi se ve obligado a realizar una breve introducción a la historia del crimen en la Argentina del Centenario, en la que el tráfico de mujeres desde Europa para abastecer el negocio de la prostitución (al que por entonces se llamaba Trata de Blancas, justamente por el color de la piel de aquellas mujeres provenientes del este europeo) era uno de los delitos más extendidos y redituables. A partir de ahí el relato comienza a tender los puentes que ligaron al surgimiento del cine pornográfico con esos bajos fondos, que proveían a la incipiente industria de la mano de obra adecuada y barata. También da cuenta del lugar que Buenos Aires ocupaba como factoría ultramarina dentro de aquella ruta de la pornografía. Como buena cantidad de otras mercancías de manufactura local, pero cuyo producto consumian las sociedades europeas, la pornografía se rodaba en Buenos Aires y se distribuía sobre todo entre la decadente burguesía del viejo mundo. Producir acá tenía dos ventajas; la primera de tipo económico (era más barato) y la segunda de orden “estético”: la composición étnica de esta ciudad era similar a la de Europa. No debe olvidarse que, como señala Panessi más adelante para explicar el extraño fenómeno de la pornografía producida en la Argentina a partir de finales de la década de 1980, el porno funciona por identificación.
Todo lo anterior no significa que en Buenos Aires no se consumiera porno. El autor recoge el poco conocido relato de Eugene O’Neill, quien pasó por esta ciudad en 1910 como tripulante de un bergantín noruego. El dramaturgo estadounidense cuenta que en aquel entonces lo llevaron a unos cines en los barrios de Barracas y La Boca, en donde se proyectaban películas pornográficas para un público de alcohólicos y hombres de ultramar. “Esas vistas no dejan nada librado a la imaginación”, escribió en sus memorias sobre lo que vio aquella vez.
Para Panessi tratar de dar cuenta de la historia del porno en la Argentina implica necesariamente recorrer los estadíos que fueron ocupando las diversas manifestaciones artísticas que tuvieron al sexo como elemento central. Recuerda así el paso de las troupes de famosos cabarets parisinos, como el Folies Bérgere o El Lido, por los escenarios de la capital en la década de 1950, que parecen haber inspirado el nacimiento del teatro de revistas local. Recoge historias en donde lo mítico se funde con lo improbable, como aquella sobre la película El Ladrón (1949), en la que “un malhechor entra en una casa, se saca los pantalones –pero no los soquetes-, y es descubierto por una mujer, la sirvienta”, y cuya dirección algunas versiones le atribuyen a Luis César Amadori (el mismo de Dios se lo pague) y el rol protagónico al mismísimo Luis Sandrini. De a poco el sexo en la pantalla va dejando de ser un elemento marginal y clandestino para cobrar cada vez mayor relevancia. Panessi da cuenta minuciosa del proceso.
En Porno Argento! no faltan el capítulo dedicado a la filmografía del tándem artístico integrado por Armando Bó e Isabel Sarli, parada fundamental de este recorrido. Tampoco una lista de las películas cuya acción transcurre dentro de un albergue transitorio, un sub género clásico del cine argentino de los ’60 y los ’70. O el recuerdo a la oscura figura de Paulino Tato, el censor. Ni un sobrevuelo por la picaresca, con los trabajos de Jorge Porcel y Alberto Olmedo a la cabeza, para desembocar en el porno propiamente dicho, que comenzó a producirse de manera regular y sistemática ya bien avanzada la primavera democrática. A partir de directores emblemáticos como Víctor Maytland o César Jones y de películas con títulos inolvidables, como Las tortugas mutantes Pinjas (1989), Los Pinjapiedras (1991) o Los Porno SinSon (1991), el porno en la Argentina comenzó a tener por primera vez un rostro y una estética reconocible. Ahí lo absurdo y lo explícito, el ridículo y el hardcore, conviven como en el tango de Discépolo, en el mismo lodo y, más que nunca, todos manoseados. El libro de Hernán Panessi es una excelente hoja de ruta para no perderse nada de esta extraña y divertida travesía.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
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