En La noche del lobo, de Diego Schipani, todo parece bien elegido. Los escenarios, los arquetipos y los actores para representarlos, un buen trabajo con la música y el sonido, la sensación de peligro que rodea a las criaturas que serpentean en la noche. Todo es funcional a esta historia de desengaño y venganza que hace centro en los aspectos más sórdidos del micromundo nocturno de la comunidad gay. La cosa está clara desde la primera escena: Pablo le dice a Ulises que no quiere volver a verlo y que cuando vuelva a la noche espera que se haya ido. Ulises se va, pero primero le mea y le caga la cama, le roba dinero y un arma, y le rompe algunas cosas. Cuando Pablo encuentra su casa en ese estado enfurece y decide salir a buscar a Ulises. La noche del lobo es el relato de todo lo que ocurre esa noche.
Esta estructura de solidez aparente, que parece reunir las piezas necesarias para articular con éxito la historia que Schipani se dispone a contar, adolesce sin embargo de una debilidad que socava su efectividad. Porque lo que debería fungir como enlace para hacer que los engranajes encastren entre sí y la máquina cinematográfica se ponga en marcha con elegancia, pocas veces consigue que las piezas se amalgamen en un movimiento coordinado. Una causa de ello podría ser la comodidad de buscar el impacto en el lugar incorrecto, mostrando lo innecesario pero sin atreverse a hacer explícitos detalles más relevantes. Sin embargo el nudo de esa impotencia radica sobre todo en el carácter notoriamente artificial de la apuesta dramática.
Esa falta de “luz natural” en la acción narrativa afecta el plano de lo oral, haciendo que las líneas que los personajes deben intercambiar rara vez consigan sacudirse la persistente falta de espontaneidad que las atraviesa. Y no por falta de oficio en los intérpretes, que se empeñan en sostener a sus personajes a pesar de ese lastre, sino porque el guión no logra dar con el tono adecuado para que la acción se desarrolle de forma verosímil. Algo parecido ocurre con la gestualidad y la construcción física de los personajes, que por momentos parecen no poder desprenderse de ese carácter declamativo que desborda hacia lo corporal.
Y es una lástima, porque el trabajo de casting tampoco es malo. Los protagonistas, Tom Middleton y Nahuel Mutti, están bien elegidos para ocupar los roles que les han confiado. Hay en ambos ciertas características físicas y fotográficas que facilitan el ensamble con sus physique du rol. El primero, por ejemplo, le confiere a Ulises una potencia seductora en la que reúne violencia con desamparo y fragilidad, rasgos que lo emparentan con algunas criaturas de Pasolini. En el caso de Mutti –cuyo Pablo parece una parodia física de Fito Páez–, realiza un buen trabajo con el estereotipo del “puto intelectual recién salido del ropero” que sueña con la vida burguesa de un matrimonio “para toda la vida”, pero que no puede dejar de sumergirse en las aguas más peligrosas de la noche, donde habitan los lobos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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