Como ocurría con Una semana solos, una de sus películas anteriores, el relato que Celina Murga hace en La tercera orilla representa un tour de force por la adolescencia, en una versión recargada sobre una víctima solitaria. Pero aunque su cuarto trabajo tiene un protagonista único, Nicolás, más allá de los detalles puntuales de su historia y de la intensidad con que éstos se van dando, la estructura del arco dramático que trazan bien puede trasladarse a casi cualquier joven. Al mismo tiempo, esta cuarta película de la directora argentina, apadrinada por Martin Scorsese, es también una nueva versión del mito edípico. Cruda, como corresponde, pero mucho más sutil que aquella contenida en “The end”, épica canción de los Doors en la que un catártico Jim Morrison teatralizaba el deseo de matar al padre y también, de manera no del todo velada, de cogerse a la madre. Pero en la esencia metafórica, película y canción tratan más o menos de lo mismo.
Hijo mayor de una pareja separada, Nicolás vive con su madre y dos hermanos, que son visitados asiduamente por Jorge, el padre, quien suele venir con un hijo de otra pareja a pasar un rato con todos. Y también a acostarse con su ex, un hecho que no pasa inadvertido para Nicolás y sus hermanos. La situación es confusa: Jorge vive con su otra mujer, pero frecuenta ambas casas con una familiaridad incómoda y algo siniestra. La figura de Jorge remite enseguida al estereotipo del macho alfa, pero aunque parece omnipresente, será Nicolás quien proteja al menor de sus hermanos cuando éste se ponga a espiar el cuarto de sus padres por la cerradura, y también el que ayude a su hermana con la fiesta de 15, el que defienda a su medio hermano del acoso de sus compañeros de escuela y el que consuele el llanto de la madre en la misma cama en la que se acaba de acostar con Jorge. No han transcurrido más que quince minutos de película y todos los elementos de la tragedia griega ya están en su lugar.
La película teje un cerco en torno del protagonista y Jorge (Daniel Veronese, cumpliendo un inmejorable debut en cine) será el factótum detrás de esa trama de conflictos asordinados que van dejando a Nicolás sin aire. Lo pondrá a trabajar en su consultorio médico, lo llevará al campo familiar para que se haga cargo de empezar a manejarlo, irá con él al cabaret del pueblo, para que de una vez se haga hombre. El padre vampiriza al hijo hasta convertirlo en un espectro condenado a vivir en un laberinto, sin que nadie puede ver más allá de su máscara rígida, ni sospechar la complejidad de lo que se va macerando dentro de él.
Nicolás irá juntando presión. Una pelea con otro joven por defender a sus respectivos hermanos menores y el momento en que canta con su hermana “Rezo por vos” en un pub con karaoke marcarán de algún modo su llegada a la madurez. Ambos funcionan como catalizadores de los conflictos que el relato ha apilado sobre el protagonista y serán una patada a ese hormiguero de furias contenidas en el que éste se ha transformado. Aunque todavía falta para el giro final, es éste el momento central de la película, el que equivale al instante en que el carrito llega a lo más alto de la montaña rusa, pero ya es posible sentir el vértigo de la gran caída por venir.
Por un lado, en la pelea mano a mano con un par, cada uno defendiendo a los de su manada, Nicolás terminará de reconocer la fuerza de su madurez, la que necesita para enfrentar el poderoso liderazgo de Jorge. Por otro, la escena en que canta con su hermana representa un momento litúrgico, un ritual iniciático en el que la resistencia interior cede y Nicolás al fin se entrega a una sanadora pérdida del control. Todo ocurre de forma natural, progresiva y sin la intermediación de una decisión consciente por parte del personaje. Saltando, casi gritando una genuina versión proto punk de la canción de Charly García, el chico consigue en escena caer en un trance que, como es esperable, significará para él un cambio de piel, un renacer. Después de eso, el clímax, la explosión, será inevitable. Y cuando ocurra representará un cimbronazo que irá más allá del relato en sí mismo.
Al final, cuando parece que Nicolás ha conseguido abrir una brecha en ese anillo que se cierra sobre él cada vez más, liberando una válvula de escape para aliviar la presión, lo que habrá hecho en realidad es cerrar el círculo por dentro, para probar aquello de que la única forma de escapar de un laberinto es por arriba. La escena culminante significa no sólo un cambio de actitud en Nicolás, sino también un giro estético dentro de los códigos cinematográficos con que la película se construyó hasta ahí. Es posible que algunos pudieran sentirse incómodos ante este salto en el registro, pero, a través de él, Murga consigue con inteligencia replicar y trasladar a la estructura del relato la alteración que opera en el protagonista. Como Flaubert, ella también parece decir: “Nicolás soy yo”.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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