Comedia francesa a la americana o comedia americana a la francesa, Lo mejor de nuestras vidas resulta un film híbrido que apenas consigue hacer equilibrio a mitad de ese camino. Porque no es, en rigor, una comedia americana en el sentido clásico y mucho menos en el moderno, tan lejos de Billy Wilder como de Judd Apatow. Pero tampoco lo que se entiende por comedia francesa cuando se piensa en puntos distantes como Pierre Etaix o Francis Veber. No es que debiera ser una cosa o la otra, no. Es sólo que Lo mejor de nuestras vidas conjura los lugares comunes del cine mainstream, se filme donde se filme: una comedia romántica cargada de estereotipos, con una trama tan amplia como para captar públicos diversos y más preocupada por la cáscara que por el contenido.
En busca de esa improbable panacea cinematográfica (una película que guste a todos), el guionista y director Cédric Klapisch plantea en esta tercera parte de una saga que incluye otros dos filmes (Piso compartido, de 2002, y Las muñecas rusas, de 2005) la historia de Xavier, un incipiente cuarentón que creyendo tener todo resuelto se encuentra con que, de un día para otro, su mundo queda patas arriba. Casado con una inglesa, dos hijos hermosos, una prometedora carrera como escritor y departamento en París, todo se desmorona cuando decide ayudar a que su mejor amiga (y lesbiana) Isabelle pueda cumplir el sueño de ser madre. Tomando como punto de partida el modelo de familias ensambladas y la disfuncionalidad propia de la vida en el siglo XXI, Klapisch utiliza una forma de relato que remeda la lógica de Windows, el sistema operativo más famoso del mundo, con ventanas narrativas abriéndose acá y allá para hacer que la historia avance. Aunque él prefiere jugar con la idea del rompecabezas chino. Como sea, el sistema le permite ir y venir en el tiempo, intercalar sin aviso la realidad con la fantasía, y meter o sacar personajes muchas veces sin saber bien de dónde, solo para poder resolver (o complicar aún más) las vueltas de tuerca del guión. De este modo el director corporiza lo que el propio Xavier dice con claridad al comienzo de la película: su dificultad para hacer que su vida vaya del punto A hasta el punto B sin perderse en innumerables desvíos.
El relato se traslada a Nueva York cuando su mujer decide dejarlo por otro tipo y se lleva para allá a los chicos. La Gran Manzana es el lugar ideal para sumar estereotipos, con la lesbiana que quiere ser madre y el separado que no sabe cómo rehacer su vida en los papeles principales, y taxistas chinos, niñeras pacatas dispuestas a perder la cabeza, o abogados baratos y parlanchines como secundarios. Klapisch confunde complejo con complicado y a pesar de la omnipresencia de la figura de Xavier, solo en contadas ocasiones consigue ir más allá de las consecuencias superficiales que las diferentes situaciones provocan en él. Ahí donde debiera generar empatía o intimidad, Lo mejor de nuestras vidas apenas permite mirar desde afuera, cómodamente, alegres y sin compromiso, el espectáculo de la vida ajena. El resultado es una comedia complaciente con, por supuesto, final feliz.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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