La crítica de cine en la Argentina suele adherir a lugares comunes, recetas que dan cuenta de acuerdos tácitos a la hora de hablar de algunas cosas. Está claro que el lugar común es siempre un síntoma de comodidad que suele denotar una debilidad argumental. La excusa para no profundizar, dando por sentado que la simple utilización de la fórmula conjura, de facto, un cúmulo de rasgos con el que todos acuerdan. Los críticos argentinos le deben uno de esos cómodos pactos a Carlos Sorín, quien sin dudas nunca tuvo semejante intención cuando en el año 2002 bautizó a la que tal vez sea su película más popular, con el nombre de Historias mínimas. Diez años después, hoy es habitual definir a un determinado tipo de películas como “de historias mínimas”. Ejemplo: “La película del director X se encuentra conformada por un grupo de historias mínimas”. Definir qué se entiende cuando se habla de “historias mínimas” es pertinente a la hora de escribir sobre Días de pesca, último trabajo de, claro, Carlos Sorín.
Una película de historias mínimas sería aquella que encuentra excusas narrativas en anécdotas cotidianas, en donde lo extraordinario no surge forzosamente de lo fantasioso o intrincado de la trama, sino de la acción de pequeños detalles, domésticos por lo general (o casi), capaces de volver maravilloso o conmovedor a un relato que prescinde de forma consciente de toda grandilocuencia. El de “historia mínima” es, de algún modo, el concepto opuesto al de “pochoclero”, otro lugar común, para hablar en este caso de grandes superproducciones norteamericanas de alto impacto, sobre todo visual, con un elevado nivel de dependencia de la tecnología aplicada al desarrollo de efectos especiales. Ambas definiciones se pueden discutir y mejorar, puesto que han sido elaboradas de apuro para este texto, pero si de algo no hay dudas es que el de Sorín es, por lo general, un cine de historias mínimas. Y a Días de pesca ese marco conceptual (ese lugar común del que abusan los críticos, incluido quien suscribe) le calza perfecto.
Más allá de toda definición, tampoco es casual la referencia a Historias mínimas, porque no son pocas las líneas que unen ambas películas. Tras el intermezzo que representó El gato desaparece, intento de Sorín por narrar desde los géneros y jugar con un cine de estructura clásica, Días de pesca significa un regreso que no sólo es geográfico, en tanto vuelve a utilizar a la Patagonia como escenario (habitual telón de fondo para sus relatos desde la inicial La película del rey), sino a sus fuentes estéticas. Como en Historias mínimas, acá cuento y geografía parecen espejarse: una narración despojada y cálida (porque los espejos copian, pero también invierten), en la que conviven personajes y relatos de lo más peculiares, como si el mismo viento patagónico los hubiera amontonado en la pantalla. En ambas, que tienen algo de road movie (género ideal para moverse en el paisaje elegido), lo que une a estos elementos es un personaje central con algo de trotamundos, que en el fondo persigue una necesidad tan profunda como íntima. En este caso es Marco (Alejandro Awada) un viajante de comercio, oficio a punto de volverse obsoleto merced el uso de Internet en esa área, que llega a un pueblito patagónico para pasar unos días pescando tiburones. Mera excusa para volver a ver a su hija Ana (Victoria Almeida), a quien hace demasiados años ni siquiera llama por teléfono. En el camino conocerá a un entrenador de box y su pupila, que vienen al sur a pelear con una púgil boliviana; a un instructor de pesca y su ayudante y a otros personajes menores. Todos ellos serán instrumentos con los que el director irá dejando señales que conducen al desenlace del cuento.
Días de pesca vuelve a demostrar que Sorín es un notable contador de historias, que con economía de recursos es capaz de obtener el máximo rendimiento narrativo. Y para ello aprovecha las herramientas que el cine pone a disposición de quienes disfrutan contando historias. Entre ellas vuelven a sorprender dos cosas: su capacidad para seguir encontrando planos de notable belleza cinematográfica en los paisajes patagónicos y su habilidad para crear personajes tomándolos de la vida cotidiana. Un mérito que se potencia en su insistencia por trabajar con un elenco de no-actores, en donde los únicos que cuentan con una formación dramática son Awada y Almeida, quienes entregan dos composiciones impecables. El resto es la capacidad de Sorín para hacer ficción de manera casi documental, aunque a veces peque de excesivamente autorreferencial (ver la escena de los muñecos cantantes, casi una reescritura de aquella de las tortas en, por supuesto, Historias mínimas). Licencias de un pequeño gran director.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario