La Competencia Argentina del Festival de Cine de Mar del Plata ha incorporado en estos días dos títulos que por razones diversas merecen ser mencionados. En primer lugar debe hablarse de Fango, nueva película de ese director fuera de los ejes que es José Campusano. Tras presentar con éxito Vikingo, su anterior trabajo, hace algunos años en este mismo espacio, Campusano vuelve a causar impacto con otro western que narra las miserias y pasiones de algunos habitantes del conurbano, con una mirada que no le teme ni a la sordidez y ni a la violencia. A diferencia de lo que puede pensarse de películas que abordan temas afines, como Elefante Blanco de Pablo Trapero, o Ciudad de Dios de Fernando Meirelles, que representan siempre un punto de vista exterior (y hasta podría decirse que extranjero) de la vida en los barrios obreros y las villas, los filmes de Campusano narran a partir la empatía y desde un ángulo siempre intestino. Tampoco hay en ellas espacio para la intervención policial, agente normalizador de las clases superiores muy presente en las otras películas mencionadas, a las que puede sumarse Tropa de elite, del también brasilero José Padilha, oda máxima a la represión y la tolerancia cero. En Fango, como en la filmografía completa de Campusano, los códigos son otros, igual o más violentos, pero el director saludablemente jamás se permite la digresión clasista de introducir en su mundo nada que le sea ajeno. El universo Campusano empieza y termina en ese fondo social en donde sus historias tienen lugar.
La película orbita en torno a dos líneas. Por un lado están el Brujo y el Indio, dos amigos que buscan armar una banda que fusione Thrash Metal con Tango. Por otro, la relación abierta que el Brujo mantiene con su mujer acaba mal cuando ella elige la aventura equivocada y es secuestrada por una prima de la mujer del tipo con el cual se acuesta, quien además lidera una banda de lesbianas. Si bien la mirada de Campusano de los universos que pinta no deja de ser interior, en Fango la conciencia de estar realizando un relato parece derivar en personajes cuya estructura de construcción es más obvia que, por ejemplo, en Vikingo. En ese sentido es menos transparente que sus trabajos anteriores, hecho que es evidente en ciertos subrayados que el director elige hacer de la sordidez que puebla el film. A eso se suma que los personajes tampoco tienen el carisma de los protagonistas de la mencionada Vikingo. Pero también hay detalles que enriquecen el imaginario cinematográfico del director. El más destacado es el desarrollo de los personajes femeninos, que en sus trabajos anteriores apenas cumplían roles básicos. Aquí son ellas las responsables de activar los nudos dramáticos, una novedad interesante, aunque para ello haya recurrido a mujeres en las que el elemento femenino no es muy fuerte.
Hermanos de sangre es la nueva película de Daniel de la Vega, director que se ha desarrollado en el campo del cine de terror. Sin embargo la película que aquí presenta es una comedia. Comedia negra que no ahorra en litros de sangre y truculencia, pero sin dudas una comedia en toda regla. Matías es el típico gordito perdedor del que todos se burlan en la oficina y nunca consigue superar el derecho de admisión en las discotecas. Hasta que en su vida se cruza Nicolás, un tipo misterioso y duro que comienza a actuar como su guía y protector. Claro que sus métodos para colaborar consisten en asesinar a cualquiera que se empecine en causarle un mal momento a Matías. Siempre del otro lado de la línea del exceso, De la Vega logra con Hermanos de sangre un film tan sanguinario como gracioso. Mérito en el que sin dudas tiene mucho que ver el guión escrito por Martín Blousson, Germán Val y Nicanor Loreti, este último director de Diablo, película ganadora de esta misma competencia el año pasado y de inminente estreno comercial. Tal vez sea este un buen augurio.
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Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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