Foto Gentileza de Sebastián Freire
Albertina Carri es una de las directoras más inquietas del cine argentino contemporáneo. No sólo es autora de cinco largometrajes, desde su debut en 2000 con No quiero volver a casa hasta la recién estrenada Cuatreros, pasando por el ineludible documental Los rubios (2003) y las ficciones Géminis (2005) y La rabia (2008), sino que además ha filmado para televisión, realizado diversas instalaciones de videoarte y es desde 2013 directora y programadora de Asterisco Festival Internacional de Cine LGBTIQ. Es hija del sociólogo Roberto Carri y de Ana María Caruso, ambos secuestrados, asesinados y desaparecidos durante la última dictadura militar.Su trabajo más reciente, Cuatreros, que acaba de exhibirse en el Festival de Berlín, es un documental inspirado en el libro Formas pre revolucionarias de la violencia, escrito por su propio padre, en el que se rescata la figura de Isidro Velázquez, un personaje ambiguo que tanto es recordado como justiciero o como bandido rural, que vivió en el Chaco durante los años ’60, donde fue asesinado en una emboscada policial. El film tiene además como antecedente la videoinstalación Operación Fracaso, exhibida hace dos años en el Parque Nacional de la Memoria. Como toda su obra, Cuatreros está atravesada por una potente línea autobiográfica, que además revela una vital relación con la literatura, los libros y la palabra escrita.
-¿Te acordás cuál fue el primer libro que te leyeron de chiquita?
-Tengo recuerdos muy intensos de un libro de cuentos que me leía mi hermana Paula antes de dormir. Se llamaba algo así como Cuentos para niños y no tan niños de Latinoamérica. Recuerdo su tapa azul y una ronda formada por nenes y nenas de muchos colores de piel, vestidos con ropas muy coloridas. Ahí leímos “El almohadón de plumas” de Horacio Quiroga. Muchos años después descubrí que aquel cuento que me habitó durante meses era un clásico de la literatura latinoamericana.
-¿Qué sensaciones te quedan de aquella experiencia?
-En principio lo que recuerdo es que pasé días enteros caminando entre los árboles, removiéndoles la corteza para descubrir enjambres de pequeños seres que se movían en un aparente caos, probablemente desconcertados ante mi violenta invasión. Lo recuerdo como si ese cuento le hubiese dado rienda suelta a mi pulsión de muerte, porque estuve semanas, o meses, colonizando colmenas, hormigueros, aldeas enteras de bichos que yo guiaba con maderas y pajas hacia frascos y latas. Hoy puedo decir que, con el auspicio de Quiroga, fui una niña asesina. También tengo recuerdos muy vívidos del silencio de las noches en el campo sin luz eléctrica y de mi hermana Andrea recitándome a Lorca con lágrimas en los ojos.
-¿Por qué lloraba? ¿Qué vinculo tenía tu familia con la lectura?
-Mi madre era profesora de letras y mi padre sociólogo, periodista y escritor. Pero ellos fueron secuestrados y asesinados cuando yo tenía tres años y mis hermanas 13 y 11, así que fueron ellas las que me inculcaron el gusto por leer que a su vez les había inculcado mi madre. Crecí con las listas de libros de poemas que ella les había recomendado a mis hermanas, poesía que va de Nicolás Guillén a Pedro Salinas, pasando por Lorca. El teatro de Lorca o las obras de Mark Twain y Felisberto Hernández eran algunos de los modos que teníamos con mis hermanas de sentirnos cerca de nuestros padres. Siempre había libros entre nosotras. Recuerdo a Paula durante un verano leyendo y contándonos La montaña mágica, de Thomas Mann. Estaba obsesionada: vivía en ese hotel, en esa montaña. En determinado momento la vi tan afiebrada en esa pasión de leer que temí que mis tíos se la quitaran, porque empezaron a mirarla con preocupación. El punto más álgido fue cuando le puso Honorato al perro recién llegado. En el campo mis tíos también leían, pero como algo pasatista en el caso de mi tía, que leía Tus zonas erróneas, o constructivista en el caso de mi tío, que prefería temas como la doma de caballos o la alimentación del cerdo según su pelaje. En cambio mis hermanas sentían un gusto por la literatura: El Quijote primero me lo contaron y después me lo leyeron capítulo a capítulo. Me acuerdo que al llegar al secundario nos mandaron a leer unos capítulos y yo ya los había leído a todos. Así que siempre tuve una relación con la lectura y la literatura muy presente, diría que casi física. Algo de lo maternal que me había sido arrebatado aparecía en la posibilidad de refugio que me daba la literatura.
-¿Y cuál fue el primer libro que recordás haber leído por elección propia?
-Entre los 11 y los 12 leía la colección Robin Hood y ya en el secundario, siguiendo las indicaciones de mi madre, los cuentos de Cortázar. Hasta que un día vi Frankestein en una librería y me lo compré. Recuerdo que no parecía un libro importante, porque estaba en el estante de las lecturas de verano. Así que creo que fue Frankestein, o por ahí me lo estoy inventando porque me parece un lindo detalle en mi biografía literaria.
-La escritura suele ser una herramienta útil para darle una existencia física a ideas, pensamientos y sensaciones que de otra forma nunca tendrían un cuerpo. ¿En qué momento tomaste conciencia de ese carácter sustancial de la palabra escrita?
-No sé si pueda marcar un momento, pero la palabra escrita fue sustancial desde siempre en mi vida. Incluso antes de aprender a leer y a escribir, porque lo que me quedó de mi madre y de mi padre fueron sobre todo sus palabras escritas. La escritura y la lectura como una forma de comunicación con los muertos. O como una forma de que los muertos revivan, como el lenguaje de los zombies desafiando a la muerte.
-Durante la adolescencia la palabra escrita suele presentarse como una herramienta de desahogo. Al mismo tiempo los libros ofrecen una puerta de salida (o de entrada) temporal hacia realidades paralelas. ¿Cuál fue tu relación con la escritura y los libros durante tu adolescencia?
-Siempre escribí, pero nunca llevé un diario. Sin embargo a los 12 empecé a escribir "poesía" y durante la adolescencia escribí a mano, a lo largo de algunos años, una obra de teatro. Eso es bastante curioso porque nunca tuve relación con la dramaturgia, pero creo que en esa organización de escenas y de personajes de ficción escondía un diario íntimo que no me animaba a llamar así, probablemente porque mi dolor y mi rabia eran demasiado reales para escribirlas directamente. Me resultaba más fácil sublimar a través de otros personajes, aunque también escribía mucho en primera persona, que era un poco como actuar, como ponerme el disfraz de otros.
-¿Y en ese momento no fantaseaste con dedicarte a la literatura?
-Sí, lo hice durante toda la adolescencia y si empecé a estudiar cine fue para escribir en ese formato. Después descubrí que al cine también se lo puede escribir a través de la cámara y la actuación, y ahí sigo, tratando de aprender a escribir con esa pluma.
-¿Por qué elegiste el cine en lugar de la literatura?
-Supongo que mi naturaleza ansiosa me llevó más hacia la dirección de cine, pero la literatura siempre ronda y no es algo que haya descartado definitivamente. De todos modos son oficios muy diferentes.
-¿Qué diferencias fundamentales encontrás entre ellos?
-En cine siempre estas lidiando con personas, en cambio la escritura es un trabajo mucho más solitario, eso me da cierta envidia. Porque me gusta estar con gente, dirigir actores, armar equipos, conducir un montón de energías hacia un relato, un tono, encontrar el tempo entre muchos. Pero también me cansa y me abruma, es un trabajo que requiere de mucha concentración y precisión al momento de hacerlo, porque no es como reescribir una página. Es muy difícil borrar en cine, casi imposible.
-¿Y qué es lo que diferencia las experiencias de leer un libro o de mirar una película?
-Te iba a contestar que son experiencias radicalmente diferentes pero me arrepentí en el camino. No lo tengo tan claro, porque en realidad depende de qué cine o qué literatura hablemos. Si bien parecen experiencias distintas, hay literatura que te lleva a la sensación de espectáculo que sería una característica del cine y también hay películas que te invitan a la introspección.
-Cuatreros, tu última película, nace del intento de adaptar un libro al cine. Un libro que además es el que escribió tu padre, por lo tanto el trabajo de adaptarlo debe haber tenido una carga doble. Por un lado respetar su contenido y por otro respetar el trabajo que ese libro representa como obra de tu padre. ¿Lo sentiste como una obligación hacia él?
-Te diría que el proceso fue exactamente al revés. Nunca quise adaptar el libro de mi padre al cine porque me parecía imposible de pasar a película. Lo que intenté hacer en un principio fue tomar el personaje central del libro y convertirlo en una ficción, alejándome por completo del original y eso es lo que no logré: alejarme. Creo que finalmente hice lo que durante años dije que no haría: adaptar Formas pre revolucionarias de la violencia al cine. Me parece que Cuatreros tiene más de ese texto de lo que yo misma hubiese creído. La película realiza la misma operación que el libro tomando a Isidro como excusa para luego elaborar una teoría crítica sobre su propio medio -la sociología en el caso de mi padre, el cine en mi caso- y desmenuzar la violencia que generan ciertos discursos y/o formas de vida. De lo que finalmente hablan ambos textos es de la opresión y la ponen en discusión también desde el lenguaje.
-¿En qué sentido te han resultado inspiradores los libros o la literatura que has leído en relación con tu trabajo?
-Mientras escribo una película, antes de hacerlo y después de terminado el guión, busco libros en los que apoyarme, textos que acompañen mis ideas o las destruyan. En general la inspiración llega desde ahí. A veces es solo una frase como la de Stanislaw Witkiewicz que cito en Los Rubios, que me resonó tanto con la idea de la película que directamente la puse en gráfica ("Si todo el mundo pudiera ser así / como recuerdos / amaría a la humanidad entera / moriría por ella con deleite"). Otras veces es un libro entero, su forma, sus personajes o la forma en que el conflicto se disuelve en alguna trama o viceversa; como sea siempre busco algo que leer.
-En Cuatreros también contás que toda tu juventud renegaste del hecho de ser parte de una familia aristocrática y mencionás un parentesco cercano con Adolfo Bioy Casares. ¿Cómo te llevás con su literatura?
-Más allá de mi toma de distancia familiar, su literatura es sin duda producto de esa clase social y también retrato de una época donde solo las clases altas estaban autorizadas la "alta cultura". En ese punto me aburre un poco. Prefiero el refinamiento y complejidad de Borges, o la postura más crítica con respecto a la inconsistencia de ciertos gestos de Silvina Ocampo o de José Bianco. Las Ratas es un libro escandalosamente incómodo, que envenena de algún modo la comodidad literaria de Bioy.
-¿Cómo te parás frente a la vieja discusión de si el arte (en este caso la literatura, pero también el cine, como en tu caso) debe o no debe ser un deliberado instrumento político o ideológico?
-Me paro donde dice David Cronenberg que estás desde el momento en que hacés una película: por un rato dejás de ser un ciudadano común, tenés otras responsabilidades civiles cuando estás comunicando. Eso dice el gran Cronenberg mientras se da el gusto de hacer La mosca, que algunos creen que es solo una película de terror. Lo aceptes o no, cuando hacés películas estás imaginando otros mundos y entregándolos a los demás: eso es hacer política. Decidir qué queda fuera de cuadro y cuáles son los sonidos con que vas presentar la escena o los que vas acallar detrás de alguna convención de verosimilitud que dependerá también de lo narrado.
-Para volver al principio y jugar con la idea de lo cíclico, ¿cuáles son los libros que elegiste para leerle a tu hijo? ¿Coinciden con aquellos que te leían a vos en tu infancia?
-En principio no coinciden porque por suerte ahora hay muchas más cosas para chicos más chicos, mucho más ricas. Ediciones de clásicos que antes no existían, libros ilustrados hermosos o relatos que parecen muy pequeños y son enormes, como los de Isol. Pero supongo que ahora comenzará una etapa en la que algunos libros de mi infancia se repetirán en la de él.
-¿Creés que la lectura es una experiencia transmisible, que se puede educar en la lectura?
-No sé si es transmisible. Ojalá que sí. Por lo pronto le regalo libros, vamos juntos a las librerías a elegirlos y le leo todas las noches. No lo sé, tal vez no le interese la lectura a pesar de mi incentivo. O tal vez sí, no puedo saberlo. Por ahora disfrutamos mucho de leer juntos y de conseguir nuevos cuentos.
Artículo publicado originalmente en la revista Marca de Agua de la Biblioteca Nacional.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario