Con el comienzo de marzo el balneario de Punta del Este se convierte en algo más que el destino turístico favorito de las clases altas y las figuritas del módico glamour rioplatense. Igual que ocurría con los tradicionales Idus del calendario romano, el tercer mes marca el comienzo del fin del verano y con él, el cierre de una nueva temporada. Pero también la llegada del Festival Internacional de Punta del Este, evento cultural ineludible para la ciudad y una efeméride importante para el calendario cinematográfico en el confín sur de las Américas. Este año el festival abre sus puertas por decimoctava vez y vuelve a representar para el Uruguay la posibilidad de proveer de un espacio vital insustituible a un cine que de otra forma jamás alcanzaría a ver la luz en la oscuridad de una sala de proyecciones. Pero además resalta la vigencia de uno de los festivales más emblemáticos de la región, cuya fundación data del año 1951 y fue llevada adelante por un entusiasta grupo de cinéfilos (entre los que se encontraba el recordado Homero Alsina Thevenet, prócer del periodismo cultural y la critica de cine rioplatense), hecho que lo convierte en el más antiguo del continente.
Convertido a partir de 2006 en un encuentro de perfil iberoamericano, igual que en años anteriores el Festival de Punta del Este ofrece una vidriera para el cine producido en la región, dentro del cual las películas argentinas ocupan un lugar destacado. En esta edición tienen un espacio películas como Atlántida, de la cordobesa Inés María Barrionuevo; Choele, opus dos de Juan Sasiaín, quien antes dirigió La Tigra, Chaco junto a Federico Godfrid; Pistas para volver a casa, comedia dramática que marca el debut en dirección de la actriz Jazmín Stuart. Títulos que han tenido un paso previo por las competencias de los festivales más importantes de nuestro país, como BAFICI, Mar del Plata e incluso por la cartelera comercial. Pero también habrá lugar para filmes que todavía no se han exhibido en la Argentina, como en el caso de Amor, etc., de Gladys Lizarazu, y Showroom, de Fernando Molnar, quien debuta en la ficción tras un par de experiencias dentro del género documental, incluyendo la realización de Mundo alas, retrato del proyecto musical de León Gieco junto a artistas discapacitados.
Basado en un guión provisto por la pareja integrada por Lucía Puenzo y Sergio Bizzio, el trabajo de Molnar va detrás de Diego (Diego Peretti) e incluso se diría que, más que eso, la cámara se le va encima, recurso que hace aún más agobiante el vía crucis al que será sometido el personaje en los 80 minutos que dura le película. En ese lapso no sólo sufrirá la pérdida de su trabajo, sino que deberá dejar su hogar en Capital para mudarse a una casita desvencijada en el delta; soportará el abierto descontento de su mujer e hija con el cambio; pedirá ayuda a un tío que más que auxiliarlo parece aprovecharse de su vulnerabilidad y se verá sometido a la presión de trabajar para él.
Showroom es una comedia a veces ácida y otras un poco negra, siempre patética (no en el sentido coloquial y peyorativo que se le da al término, sino en su acepción más bien romántica), que replica el dispositivo narrativo antes descripto, recargando en Peretti todo el peso del relato. Y él responde con solvencia, porque tal vez sea uno de los pocos actores argentinos capaz de transmitir sentimientos antipódicos, a veces incluso dentro de una misma escena, con efectividad y economía de recursos. Es Peretti quien, con gestos y expresiones, va llevando de la mano a la película de la comedia al drama y de ahí a la farsa, siempre con la misma seguridad. Tal vez pueda ser un poco más cuestionable el uso (¿abuso?) que Showroom hace de su protagonista, del que tanto necesita pero con quien parece ensañarse, jugando siempre a cerrarle cada una de las pequeñas ventanas que podrían aliviar su ahogo, dejándolo invariablemente sin salida.
Dentro de un panorama latinoamericano bien amplio que, además de Argentina y por supuesto Uruguay, incluye trabajos de Chile, México, Brasil, Colombia y coproducciones que abarcan a casi todos los países de la región, la cubana Conducta, de Ernesto Daras Serrano, tuvo el honor de oficiar de film de apertura. Construida con el ámbito escolar como escenario, retrata el vínculo entre Carmela, una maestra a nacida antes de la Revolución pero educada en ella, y Chala, un chico de 12 años que es el más problemático del colegio. A través de ellos expone la vida sencilla en los barrios humildes de La Habana vieja y traza un perfil de pretensión realista, que se convierte en vehículo de algunas observaciones críticas hacia distintos aspectos del régimen que gobierna en la isla desde 1959. Conducta cuestiona claramente lo rígido y dogmático de las estructuras burocráticas de algunas instituciones cubanas, al mismo tiempo que hace evidente otras problemáticas, como el de las migraciones internas. Pero sin desesperanza, porque no se trata de una película contra en régimen, sino de una que se permite exhibir críticas parciales que nunca pretenden cuestionar el todo. Filmada y montada de manera clásica, con buena fotografía y buenas actuaciones –sobre todo la del chico Armando Miguel Gómez, toda una revelación en la piel del rebelde Chala—, Conducta también cae en diálogos discursivos que a veces pecan de epigramáticos y en un tono meloso y nostálgico que recuerda lo menos atractivo (pero también lo más popular) de la obra de Giuseppe Tornatore.
Pero el festival también le reserva un espacio importante a la producción europea y estadounidense, que va del llamado cine de qualité, representado por películas como Leviathan de Andrei Zvyagintsev, reciente candidata rusa a los Oscars, o la nórdica Fuerza Mayor de Ruben Östlund, pasando por el indie norteamericano con Welcome to New York de Abel Ferrara, hasta llegar a Big Eyes, último trabajo de un director a la vez popular y mainstream como Tim Burton. Con fecha de estreno en Argentina prevista para abril, Big eyes reconstruye la historia de Margaret Keane, artista plástica plagiada por su propio marido, Walter Keane, quien durante las décadas de 1950 y 1960 la manipuló para hacer pasar por suya una obra pictórica muy particular creada por ella. Con un punto de partida similar al que proponía El artista, la película de Mariano Cohn y Gastón Duprat, Burton consigue por un lado poner en cuestión el papel del artista y el concepto de arte a partir del siglo XX. Y por otro representa un fresco social eficiente acerca del rol de la mujer, ya no en el arte, sino en la sociedad occidental de posguerra.
En cuanto a lo estrictamente cinematográfico, Big eyes marca una bienvenida moderación en la estética burtoniana, que había llegado al paroxismo en sus últimas películas, sobre todo en la fallida Alicia en el país de las maravillas (2010). Esto a pesar de que el austríaco Christoph Waltz se encargue de sostener las banderas histriónicas que en las películas de Burton habitualmente son portadas por Johnny Depp, mientras que Amy Adams aporta la pureza naif que tampoco suelen faltarle a los trabajos del director de El joven manos de tijera. La obra entre pop y kitch de Margaret Keane brinda un marco apropiado para el estilo gótico del director, que vuelve a filmar un guión de la dupla integrada por Scott Alexander y Larry Karaszewski, responsables del libro de una de las mejores obra de Burton: Ed wood (1994). Tal vez ahí pueda encontrarse el origen de la mencionada moderación.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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