Sin dudas el gesto más visible es la inclusión de Necrofobia 3D, el film de terror del director Daniel de la Vega que, hasta donde los memoriosos recuerdan, representa la primera película de este género, muchas veces considerado menor, dentro de la competencia nacional. Es cierto que los últimos cinco años marcan la aparición de una generación de directores agrupados dentro de lo que se conoce como Cine Independiente Fantástico Argentino (CIFA), que han conseguido producir una buena cantidad de películas de gran calidad y ese hecho por sí sólo justifica la inclusión de Necrofóbia. Pero además De la Vega es dueño de un currículum que incluye el triunfo hace dos años en la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata con la brillante comedia negra Hermanos de sangre, y ese mérito también sostiene la presencia de su película dentro de esta sección. Por desgracia Necrofobia, que también es la primera película de terror nacional filmada en 3D, tiene algunas fallas narrativas y otras de orden técnico que la colocan por debajo de otras películas del género producidas en el país. Como atenuante debe mencionarse que De la Vega literalmente terminó Necrofobia el mismo día en que se proyectó, y esa urgencia se percibió en la pantalla. De hecho no pudo proyectarse en tres dimensiones, con lo cual se está juzgando una película incompleta. Más allá de eso, su participación representa claramente un triple paso adelante: para el director, para el cine fantástico argentino y para BAFICI. Que la película haya sido presentada por el propio director del festival, Marcelo Panozzo, es otro guiño de valor simbólico insoslayable.
El segundo gesto que desde otro lugar representó una señal positiva fue la importante presencia de lo que por convención se conoce con el nombre de Nuevo Cine Cordobés. Son tres las películas provenientes de la poderosa escena cordobesa, surgida como consecuencia de la conjunción de una cinefilia basada en el cineclubismo como escuela, el ejercicio de la crítica como espacio inescindible de la producción cinematográfica y el rodaje como estadio final de un proceso de maduración. La primera fue Atlántida, de la directora Inés Barrionuevo, que narra las vivencias de un grupo de adolescentes en un pueblo de la provincia, cuyo relato se basa en la premisa de atarse a la deriva falsamente extraviada de sus personajes. Una temática para nada novedosa que representa un género clásico dentro BAFICI. Atlántida construye un retrato reconocible de la adolescencia, basada sobre todo en un meritorio trabajo de todo el elenco. Sin embargo muchas líneas de diálogo pecan de cierta artificialidad, hecho que las buenas actuaciones disimulan en buena medida, pero que recubren a muchos pasajes de cierta impostación. Ese carácter artificial también se advierte en excesivas alusiones a la muerte, en un juego simbólico un poco obvio con la vieja dualidad Eros/Tánatos.
Por su parte Tres D, segunda película de Rosendo Ruíz luego de la exitosa De caravana, cuenta la historia de dos jóvenes que forman parte del equipo de trabajo de un festival de cine que van relacionándose con algunos de los personajes típicos de este tipo de encuentros. Uno de los aspectos centrales de la película es su carácter autoreferencial, no sólo de la escena cordobesa sino de cierto sector de la cinematografía argentina. La película intercala dentro del relato las entrevistas que los protagonistas realizan para el festival a directores como José Campusano, Gustavo Fontán y Nicolas Prividera. Tres D puede ser vista como una comedia romántica que trafica una discusión cinéfila, o como un documental sobre cine atravesado por la ficción. Aunque lograda (y disfrutable) en ambos aspectos, no puede dejar de notarse debajo del relato la presencia del mecanismo que lo activa.
Con puntos en común con las dos anteriores, El último verano de Leandro Naranjo es la tercera cordobesa en pugna, que también comienza con la cámara siguiendo la deriva de un grupo de jóvenes por fiestas y reuniones, y que mantiene el carácter autoreferencial de la película de Ruíz. Con algunos puntos en común con películas como 25 watts, que lanzó a los uruguayos Pablo Stoll y Juan Rebella, El último verano se alimenta de la energía que produce el estallido que provoca la llegada de la adultez y la resistencia a dejar atrás la infancia. En ese sentido la película desborda una urgencia que no sólo es la de sus personajes, sino la de los hacedores detrás de cámara, quienes a veces parecen estar tan excitados como ellos, pero que otras se demoran como si quisieran que la película, como la juventud, no terminara nunca.
Por último hay cinco películas que sin duda merecen destacarse, ya sea por su audacia, su calidad, o por haber sido exitosas en los objetivos que se plantearon. No es una novedad que Gustavo Fontán es un cineasta finísimo, sin duda uno de los mejores del cine argentino en la última década, aunque no tenga el mismo nivel de reconocimiento que han recibido otros como Lucrecia Martel o Lisandro Alonso. El Rostro es una nueva muestra de su notable talento para observar la realidad y no alcanza el poco espacio que aquí se le puede dar para hablar de ella. Sólo afirmar que el mundo no se ve igual cuando es Fontán quien lo filma: los directores de cine fantástico tienen mucho que aprender de él, capaz de crear climas ominosos y extraños con sólo mostrar los pies de una mujer parada junto al río. También debe decirse que El rostro no muestra nada que ya no hayan visto quienes siguen sus trabajos, con lo bueno y lo malo que esta afirmación representa.
Edgardo Cozarinsky ofrece por su parte el documental Carta a un padre, en el que va con su cámara tras los pasos de su papá, muerto cuando el director tenía 20 años. Cinco décadas después, Cozarinsky intenta recuperar el tiempo perdido desde la memoria: “Las cosas que entonces no me interesaban son las únicas que hoy me interesan”, dice desde una exquisita voz en off, resumiendo el espíritu que enciende el fuego de su notable película.
Por su parte Si je suis perdu, c’est pas grave, de Santiago Loza, representa una apuesta riesgosa dentro de la carrera cinematográfica de su director. Además de cineasta, Loza es uno de los nombres más destacados de la dramaturgia argentina en la actualidad, y en la película ambos universos se reúnen en una amalgama que da por resultado un objeto cinematográfico tan extraño como poderoso. Loza no sólo sabe hacer rendir a sus actores, y elegir y diseñar los planos de sus películas, sino que además es un escritor brillante. Lo demuestran los evocativos textos que componen una voz en off que atraviesa la película como un hilo en un laberinto.
El escarabajo de oro, nuevo trabajo de Alejo Moguillansky en improbable colaboración con la sueca Fia-Stina Sandlund, tiene varios puntos a favor. En primer lugar se trata de la única película dentro de la competencia que se decide a ser una comedia , y eso la convierte en una ventana abierta a un aire distinto, saludable. En segundo, al igual que Tres D y El último verano, también se estructura en torno a un juego autoreferencial, una mirada hacia adentro del grupo de artistas reunidos en torno a El pampero, la productora de Mariano Llinás. Y por último, en El escarabajo de oro Moguillansky consigue mantener durante todo el relato el espíritu entre absurdo y onírico que alimentaba el primer tercio de su película anterior, El loro y el cisne, presentada el año pasado en esta misma competencia. Detrás de ese absurdo el director contrabandea algunas ideas polémicas acerca del cine, la política, la historia y la corrección política en el arte, sin perder la firmeza de su pulso narrativo.
Finalmente Juana a los 12 de Martín Shanly, ofrece una infrecuente y despiadada mirada de la clase burguesa a partir del retrato de una nena casi invisible para quienes la rodean, incluyendo padres virtualmente ausentes, la indiferencia de sus docentes o el desprecio de algunos de sus pares. Brillantemente actuada, Juana a los 12 tiene la ventaja de lo simple, una consciente ausencia de pretensión y la suficiente audacia como para incluir algunas escenas de una potencia narrativa poco frecuente.
AMPLIACIÓN: Películas ganadoras
Mención Especial: Carta a un padre, de Edgardo Cozarinsky (Argentina/Francia).
Mejor Director: Gustavo Fontán, por El Rostro (Argentina).
Mejor Película: El escarabajo de oro, de Alejo Moguillansky y Fia-Stina Sandlund (Argentina/Suecia/Dinamarca).
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