Teniendo en cuenta que se ubica estéticamente en una encrucijada de géneros, que incluye a esos filmes otoñales en donde un anciano busca y alcanza cierta redención en la última curva de la vida; las buddie movies de parejas formadas por patrones reaccionarios y sirvientes estoicos; y las películas de amor tardío, Una dama en París podía hacerle temer lo peor a cualquiera. Alcanza con imaginar el resultado final de un hipotético crossover entre Conduciendo a Miss Daisy (Bruce Beresford, 1989), Mejor imposible (James L. Brooks, 1997) y Gran Torino (Clint Eastwood, 2008), para entender a qué clase de engendro podría uno haberse enfrentado. Por suerte la película consigue eludir casi todos los miedos del crítico prejuicioso y entrega una historia que no necesita una escalera de efectismo, sensiblería y golpes bajos para conmover, aunque más no sea de manera moderada pero siempre legítima.
Por supuesto que todos esos elementos se encuentran presentes en el relato, pero repartidos con equilibrio y morigerados por un tono narrativo que nunca recarga excesivamente el peso dramático sobre ninguno de ellos. Con la sobriedad de lo simple, Una dama en París cuenta la historia de Anne, una mujer de mediana edad nacida en Estonia que acaba de perder a su madre, a la que cuidó durante los dos años que duró su convalecencia. La película no necesita convertir la vida de Anne en su país en un calvario (aunque la escena inicial haga temer lo peor), para justificar las decisiones que tomará antes de pasado el primer cuarto de hora. Si ella no es feliz –y está claro que no lo es–, no se debe a la miseria ni al sufrimiento, sino a una vida a la que la rutina ha ido opacando de a poco. Por eso la oferta de viajar a París para cuidar a una anciana compatriota parece llegarle en el momento justo en que la cosa podía empezar a ponerse oscura de verdad.
La señora a la que Anne debe cuidar es Frida, encarnada por la siempre encantadora Jeanne Moreau, quien puede haber perdido muchas cosas pero no las mañas de gran actriz. Y Frida es insoportable. Altanera, displicente y mal educada, cada una de sus actitudes evidencia el desprecio que siente por Anne y no se preocupa en ocultarlo. El contraste entre ambas también pone en cuestión dos idiosincrasias: la avasallante mentalidad del habitante de la gran ciudad, en oposición a la candidez servicial del provinciano. Ambos estereotipos también dejan claras las diferencias que existen entre dos Europas posibles: la de los orgullosos países que lideran la región, verdaderos machos alfa de la geopolítica mundial –en este caso Francia–, y la de los países periféricos, dispuestos a aceptar las reglas impuestas, que aquí representa Estonia. En definitiva, aunque no lo haga de manera central, en Una dama en París también se encuentra presente el tema de la identidad, cuestión que el título original, Una estonia en París, expone con mayor énfasis.
Aunque desde lo narrativo nunca llegue a sorprender, la película dirigida por el estonio Ilmar Raag se permite utilizar recursos interesantes, como una banda sonora que aporta a la creación de ciertos climas pero sin resbalar nunca hacia lo obvio, o una resolución que, aun diciéndolo todo, al menos se da el bienvenido lujo de no ponerlo en escena de modo explícito. Es que cuando un director muestra el infrecuente valor de dejar librado aunque sea un detalle al fuera de campo, por mínimo que éste fuera, en ese mismo momento el cine se ha salvado, módicamente, una vez más.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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