Quienes conozcan a Javier Sinay sabrán de su trabajo en diversos diarios y revistas de Buenos Aires, donde suele publicar sus crónicas, y también de sus libros, Sangre joven: Matar y morir antes de la adultez (2009) y Los crímenes de Moisés Ville: Una historia de gauchos y judíos (2013), que desde ese mismo género abordan la literatura policial de no ficción. Ese es su tema, su métier, en el que se siente cómodo y por el que ha sido reconocido, como ocurrió en el festival de literatura policial Semana Negra de Gijón, donde recibió el prestigioso Premio Rodolfo Walsh por su primer libro.
Para esos lectores su nuevo libro, Camino al este. Crónicas de amor y desamor (Tusquets), en principio puede resultar extraño. Lejos de la sordidez y de los bajos fondos, en sus páginas Sinay reúne una serie de historias de amor (o de su ausencia) que fue recolectando durante un extenso viaje en el que unió por tierra España con Japón, atravesando Europa y Asia cuan largas son. Francia, Alemania, Belarús, la enorme Rusia montado en el famoso tren Transiberiano, Mongolia, China, Corea del Sur y Japón. Casi 15 mil kilómetros recorridos en una travesía que si bien le sirvió para moldear este nuevo libro, en su origen tuvo un objetivo diferente. Distinto, pero no tanto: reunirse con su novia, una joven de ascendencia japonesa que en partió rumbo a su madre patria para doctorarse en la tradicional ceremonia del té. Es decir, una historia de amor.
Dos actores porno que son pareja en la vida real; un pakistaní sin papeles que vende candados con forma de corazón en París; un policía que no puede superar la infidelidad de su esposa; un diputado que se enamoró de su secretario. Llama la atención este cambio de objeto del deseo literario de Sinay, de lo policial a lo romántico. “En realidad en un punto el trabajo es parecido, porque siempre se trata de contar historias de personas”, reflexiona el autor, que no ve en su bibliografía un corte sino una continuidad natural. “Lo que trato de hacer siempre es ir detrás de historias extraordinarias que le pasan a personas ordinarias, algo que en realidad ocurre muy seguido. Todo el mundo tiene algo para contar. En ese sentido el trabajo fue similar. Se trata de hablar con la gente, preguntarle qué hace, qué le pasa, cómo es su vida…”
-En el libro cuenta que planificó el viaje de forma muy meticulosa. Respecto del trabajo de escritura, ¿se preparó con el mismo detalle?
-Fui bastante preparado, aunque en algunos lugares fue más difícil preproducir. Por ejemplo a China llegué y me tuve que poner a buscar ahí, porque si no me quedaba sin material. El resto de las historias las fui descubriendo en los tres meses que pasaron entre que tomé la decisión de viajar y el momento en que me fui.
-¿Cuáles fueron tus fuentes?
-Cada país tiene su propio diario en inglés. En Siberia está el Siberian Times, en China está el China Daily. Me la pasé leyendo lo que había ocurrido en cada uno de los puntos por los que iba a ir. Necesitaba tener background para no perder tiempo produciendo. Así que salvo en China o Mongolia, en el resto más o menos tenía ideas o contactos. Después está la red de periodistas, que es muy solidaria. Entonces cuando llegaba a un lugar me contactaba con periodistas locales y siempre aparecía algún consejo o una pista. Así fui conociendo periodistas de varios lugares. En Mongolia paraba en un hostel en el que la encargada había estudiado periodismo. Ella me contactó con una amiga que era periodista, y ésta con otra amiga que escribía en el diario más importante de Mongolia y me invitó a la redacción. Cuando llegué se había estudiado todo lo que pasaba en Argentina y me preguntó por Macri, por Cristina…
-¿Cómo es para un cronista convertirse en personaje de una crónica ajena?
-Es simpático, pero a la vez te obliga a someterte a las reglas del juego que uno mismo juega. Es divertido ver cómo los otros periodistas plantean sus entrevistas. Fue interesante ver lo que escribían sobre mí. En Barcelona hay un periodista de Cultura del diario La Vanguardia que se llama Xavi Ayén que publicó una columna titulada “Malena espera en Kioto”. Malena es el nombre de mi mujer.
-En el libro usted toma una clara distancia de las actividades propias del turista, asumiendo para sí el linaje de los viajeros.
-Leí algo de Caparrós al respecto, que es muy bueno. Dice que la figura del cronista está entre el turista y el viajero, pensando al viajero más como el que viaja mucho, mucho tiempo y se deja llevar, pero que no recoge del camino. Yo fui a conocer y a recoger historias, entonces me parece que es una buena oportunidad para usar correctamente la palabra cronista, que a veces usamos cuando hacemos cosas de periodista. A veces uno hace una crónica en la ciudad y trabaja como cronista, pero es simplemente un periodista.
-Es interesante que esa oposición que hace en el libro entre su propio recorrido y el del turista tiene que ver sobre todo con una travesía interior que se da en paralelo con el devenir geográfico del viaje.
-Ese viaje interior tiene dos momentos. Uno ocurre al mismo tiempo. No reflexionás, simplemente vivís. El otro momento es cuando el viaje se acabó y te das cuenta de todo lo que te quedó, de cuánto te hizo crecer. Hay un cronista de viajes que me gusta mucho. Se llama Pico Iyer, de origen indio criado entre Inglaterra y EEUU, que ahora vive en Japón. Uno de sus libros se llama El arte de la quietud, y dice que se puede disfrutar de un viaje una vez que llegaste, porque lo podés poner en su medida.
-Ese placer que es propio de la memoria.
-Totalmente. El movimiento necesita de una posterior quietud para dimensionarlo. Mientras vivís también te da mucho placer, pero no lo podés poner en palabras, porque es pura experiencia en el presente. Y después en la memoria van apareciendo pequeños detalles que a la distancia cobran valor. Pero ese doble juego del viaje recién lo pude pensar y poner en palabras acá en Buenos Aires.
-¿Y por qué eligió al amor cómo tema?
-El amor es algo que le interesa a todos, a algunas personas incluso para defenestrarlo, pero todo el mundo tiene una opinión sobre eso aunque no lo hable con cualquiera.
-¿Diría que literariamente el amor tiene mala prensa?
-Por un lado sí, pero también es algo sobre lo que todo el mundo chismorrea. En el transporte público siempre escucho historias de amor. Es un tema que el periodismo no termina de abordar de una manera completamente seria, pero al mismo tiempo es profundamente humano.
-¿Camino al Este sería un intento por abordar el amor con seriedad?
-No quería tanto escribir sobre el amor sino sobre historias de amor, volver a las personas. Antes de empezar el viaje pensaba sobre qué iba a escribir. Sabía que había unos chamanes en Siberia, que en Tokio existen host clubs en los que las mujeres les pagan a los hombres solo para conversar, pero no tenía un hilo conductor. Hasta que en un momento pensé: “yo estoy haciendo este viaje para ver a mi novia” y entonces fue obvio que tenía que contar por qué hice ese viaje y en el camino ver qué es lo que hace otra gente por amor. O por desamor. Pensé en ir tras esas historias, pero sin ver el amor como algo naif o de novela rosa, sino como el mayor de los vínculos humanos.
-¿Y son tan distintas a las nuestras las historias de amor que encontró en otros lugares?
-Te diría que no. Me di cuenta de eso en Mongolia, donde fui a un casamiento. Allá tienen el Wedding Palace más grande de Asia, un lugar enorme donde la gente se casa como en un registro civil, pero además hacen la ceremonia tradicional ahí mismo. Es el único lugar en el que se casa la gente en Ulan Bator, la capital de Mongolia. Entrevisté a la jueza y ella me invitó a dos casamientos, que en un punto eran muy parecidos a los de acá. Ahí me di cuenta que estaba en la otra punta del mundo pero que lo que ocurría era bastante parecido.
-Pero la gracia de visitar lugares extraños tiene que ver con la sorpresa de descubrir la diferencia y tu libro también da cuenta de ello.
-En China conocí al señor Liu, que es un jubilado que va todos los días a un parque con una especie de currículum de su hija y datos de cómo sería un candidato ideal para ella. Esto es común en China: que los ancianos se junten en las plazas a buscarle parejas a sus hijos.
-Una versión analógica de Tinder.
-Exacto. Si hay match intercambian los teléfonos y se los dan a los hijos para que se hablen. En China tener más de 27 años y ser soltero es un problema y la hija del señor Liu tenía 33. Ella era muy tímida, trabajaba mucho, no buscaba novio y el padre estaba preocupado. La pregunta que yo me hago es si un padre puede ser más efectivo que Tinder (risas).
-Entonces, de vuelta al principio: ¿cuál es la diferencia entre escribir historias de amor y crónicas policiales?
-Ninguna. En los dos casos se trata de contarlo bien, de no cambiar las cosas que pasaron y de ser respetuoso con la persona a la que estás retratando pero a la vez implacable. Una cosa no quita a la otra. También es muy importante no ser prejuicioso y sacarse los preconceptos a la hora de abordar las historias.
Artículo publicado originalmente en la Revista Quid.
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