Final para la Competencia Argentina de Bafici, que a lo largo de una semana exhibió su caudal cinematográfico. Un mapa de cine que finalmente quedó completo con la proyección de los últimos tres títulos que componen la sección. Solo queda esperar el anuncio de los premios, mañana sábado.
Puede decirse que La creciente, nueva película de la prolífica dupla que integran Franco González y Demián Santander, es un western rural que pertenece al infrecuente subgénero ribereño (o isleño). Es decir: una que traslada los códigos de las películas del Oeste al ámbito del campo argentino, en particular al territorio agreste del Delta. Los directores convierten ese espacio en un claustro a cielo abierto, sin ley y al margen del mundo, cuyo límite es lo suficientemente plástico para permitir que los extraños lo penetren, pero que una vez cruzado se convierte en infranqueable. La presencia omnipresente del río, una frontera explícita que coincide con otras de orden simbólico, ayuda a imponer esa sensación de camino sin salida que gobierna y determina las acciones de los personajes. Entre ellos Matías, el joven protagonista que llega hasta ahí a nado, huyendo de alguien.
La creciente indaga en la aparición de vínculos primarios que parecen surgir no tanto de una necesidad de interacción social, como del instinto de supervivencia que genera la inmersión en un ambiente de extrema hostilidad. Ese es el tipo de contrato de mutua conveniencia que media entre Matías y El Correntino, un vaquero oscuro que domina la zona, quien le da comida y alojamiento a cambio de su fuerza de trabajo. Pero Matías y la chica que vive con El Correntino se enamoran y el conflicto comienza a tomar forma.
Como ocurre siempre que el impulso de conservación se impone, acá los contornos morales aparecen borroneados, generando un flujo en el que bien y mal se invaden y superponen. Esa condición lábil no impide la existencia de un código que ordena ese mundo, que visto desde este lado de la pantalla puede parecer caótico. Lejos de la ausencia de orden, aquí las figuras del bien y el mal están mediadas por las leyes del cine, por la imposición del código ético del western, quizás el género donde esas categorías suelen estar más claras, incluso cuando no coincidan con el lugar que se les otorga en el mundo real. Es eso lo que permite que Matías, como los protagonistas de Pizza, birra, faso, con quienes comparte mucho más que la condición de clase, pueda ser percibido con empatía por parte del espectador. Porque aún cuando entre público y personaje se abra el abismo de la realidad, el cine los reúne en una idea primaria de bien y mal, anterior y más profunda que cualquier códex legal.
Límites son también los que se imponen entre las protagonistas de La visita y sus familiares, los reclusos de la cárcel de Sierra Chica. Cuarto trabajo de Jorge Leandro Colás, director del documental Parador Retiro (2008) y del policial Barrefondo (2018), La visita combina el modelo del documental de observación con los testimonios directos, para realizar el retrato de un grupo de mujeres cuyas vidas quedaron atadas al destino de esos hijos, padres, nietos o esposos que purgan condenas en el penal bonaerense. Presas ellas también, pero en celdas que no se perciben a simple vista. Filmar lo invisible parece, entonces, el desafío que se ha propuesto Colás.
El director utiliza dos registros para dar cuenta de ese universo. Por un lado las escenas directas, por lo general panorámicas o planos abiertos que construyen un inventario de los ritos en torno de las visitas semanales al penal. En ellas la arquitectura carcelaria se impone como frontera que separa el exterior retratado de un interior que permanecerá toda la película fuera de campo, convirtiéndose en una fuerza invisible que determina la conducta de estas mujeres que se han impuesto la misión de no abandonar ni olvidar.
En paralelo el director reproduce los testimonios de las protagonistas. Pero en La visita las cabezas parlantes acaban convertidas en cabezas charlantes cuyas voces invaden el cuadro sin pedir permiso, obligando a Colás a ir contra su voluntad de cámara fija para poder registrar los diálogos que surgen imprevistos. Es durante esos momentos que aparentan escapar a la planificación del rodaje y a los presupuestos estéticos, donde la película captura lo que a priori parecía infilmable: el espíritu tenaz de estas mujeres orgullosas que, solas o con sus hijos, posan sonriendo a cámara durante los títulos finales.
Directora de arte de Zama, último trabajo de Lucrecia Martel, María Onis debuta como cineasta con Ínsula, película a la que no se le debe negar la valentía de haber tomado una cantidad de riesgos narrativos, pero que no llega a explotar del todo las posibilidades que ofrece su mecanismo y por momentos se atasca en las imperfecciones de su propio juego cinéfilo.
Artefacto de diseño de cine dentro del cine, Ínsula cuenta la historia de una pareja de directores que se embarcan en el proyecto de hacer un documental sobre una comunidad wichi en la provincia de Salta. Pero la película no gira en torno del rodaje, sino de los conflictos (cinematográficos pero también emocionales) que surgen entre ellos durante el montaje.
Así como Tamae Garateguy, Santiago Giralt y Camila Toker se dedicaron a satirizar el ambiente del Nuevo Cine Argentino en UPA! (2007), acá Onis practica tiro al blanco con el documentalismo social, parodiando discursos y poses de dicho ambiente. La película también recorre los caminos de la comedia romántica en tiempos de crisis y entre broma y broma se permite arriesgar comentarios respecto de las formas del cine. Pero aunque algunos elementos funcionan de manera independiente, no siempre se integran con eficacia. Ínsula es, entonces, una búsqueda que no consigue hallar ni dar buena cuenta del objeto que la motoriza.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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